171044.fb2 8 millones de maneras de morir - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

8 millones de maneras de morir - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

VEINTITRÉS

No fue ni la mitad de las complicaciones de lo que pudo haber sido. Yo no conocía a los policías que vinieron del 20 pero no hubiera ido mucho mejor si los hubiera conocido. Después de haber respondido a preguntas en el lugar de la escena, nos llevaron a la comisaría de la calle 82 Oeste para firmar nuestra declaración. Los polis no tardaron en señalar que Chance debió haberles llamado inmediatamente tras encontrar el cadáver, pero no lo agobiaron por haberse tomado su tiempo. Encontrarse con un cuerpo inesperadamente es un choque, incluso si tú eres un chulo y ella es una puta, y esto, después de todo, es Nueva York, la ciudad de la indiferencia, y lo que había que destacar no era que él había llamado tarde, sino que había llamado.

Comencé a sentirme mejor cuando llegamos a la comisaría. Al principio me puse muy inquieto cuando me vino la idea de que quizá nos cachearan. Mi abrigo era un arsenal en miniatura. En mis bolsillos había un revólver y dos navajas, todo ello expropiado al muchacho del callejón. Las navajas eran armas ilegales. El revólver lo era también, y aún más; sólo Dios sabe cuál era su origen. Pero no habíamos hecho nada para que nos cachearan y finalmente no lo fuimos.

– Las putas se suelen suicidar -dijo Joe Durkin-. Hay un porcentaje muy alto, y ésta no era su primera tentativa. ¿Vio las cicatrices en la muñeca? Según el informe médico, se remontan a hace algunos años; lo que usted ignora, seguramente, es que ella ya lo intentó con las píldoras hace menos de un año. Una amiga suya la llevó al hospital de St. Clare para que la hicieran un lavado de estómago.

– Había una alusión a ello en la nota. Ella esperaba haber tomado bastantes esta vez, o algo así.

Nos encontrábamos en el Slate, un asador de la Décima Avenida muy frecuentado por los polis de la universidad de John Jay y de la comisaría de Midtown North. Yo había vuelto a mi hotel, me había cambiado de ropas, había encontrado un escondite donde guardar las armas y el dinero que llevaba, cuando me llamó para sugerirme que lo invitara a cenar.

– Creo que me debe pagar una cena ahora -me había dicho-, antes de que todas las fulanas de su cliente estén muertas y su cuenta de gastos se vea cerrada.

El pidió un surtido de carne a la brasa que acompañó con un par de Carlsbergs. Yo pedí un filete de buey y bebí café sólo. Hablamos un rato sobre el suicidio de Sunny pero no fuimos muy lejos. El dijo:

– Si no fuera por la otra, por la rubia, no lo pensaría dos veces. Una vez hecha la autopsia queda claro que se trata de un suicidio. Por los moratones, no hay problema. Ella estaba groggy, no sabía lo que hacía, se cayó y tropezó contra el mobiliario. Es además esa la razón por la que estaba en el suelo y no en la cama. Los moratones no tienen nada de particular, y sus huellas estaban donde tenían que estar, en la botella, en el vaso, en los frascos de píldoras. La nota coincide con otros ejemplos de su caligrafía. Si creemos a su cliente, ella se había encerrado echando la cadena cuando él la encontró. ¿Usted cree que esa es la verdad?

– Sí, creo que lo que dice es cierto.

– De manera que se suicidó. Incluso cuadra con la muerte de Dakkinen hace quince días. Ellas eran amigas y esta estaba muy afectada por la muerte de la otra. ¿Ve algo que no sea sino un suicidio?

Negué con la cabeza.

– Es un suicidio bastante difícil de forzar. ¿Qué haría usted? ¿Meterle las píldoras en la boca con un embudo? ¿O hacérselas tragar a punta de pistola?

– Se pueden disolver, ella las puede tomar sin enterarse. Pero encontraron restos de cápsulas de Seconal en su estómago. Así que olvídelo. Fue un suicidio.

Traté de recordar el índice de suicidios anuales en la ciudad. No pude encontrar una cifra, ni siquiera aproximada y Durkin no pudo ayudarme. Me gustaría saber si el índice estaba en alza, al igual que el de criminalidad.

Durkin estaba con el café cuando me dijo:

– Le pedí a un par de empleados que comprobaran las fichas de registro. Sólo las que estuvieran en letra de imprenta. Ninguna de ellas coincidió con la firma de Jones.

– ¿Y los otros hoteles?

– Nada que se pareciera. Había montones de gente llamados Jones, es un nombre bastante común, pero todas las fichas fueron firmadas normalmente, pagaron con tarjetas de crédito y no había por qué dudar de sus identidades. En resumen, una pérdida de tiempo.

– Lo siento.

– ¿Por qué? El noventa por ciento de lo que hago es una pérdida de tiempo. Tenía razón, valía la pena comprobarlas. Si este fuera un asunto serio, ya sabe, el típico caso que ocupa la portada de los periódicos y los de arriba metiendo presión, yo mismo hubiera verificado todos los hoteles de los cinco distritos de la ciudad. ¿Y usted?

– ¿Yo, qué?

– ¿Qué tal va con lo de Kim Dakkinen?

Tuve que pensar la respuesta.

– No voy a ningún sitio.

– Es irritante. De nuevo revisé el informe y, ¿sabe lo que no consigo digerir? Lo del empleado de la recepción.

– ¿Aquél con el que hablé?

– Aquél era un director, director adjunto me parece. No aquél que estaba de servicio cuando el asesino cubrió su ficha. He aquí un sujeto que llega, rellena su ficha en letras de imprenta y que paga al contado. Ambas cosas no son nada habituales hoy en día. ¿Usted cree que hay mucha gente que paga al contado en los hoteles? No me refiero de hoteles de paso, de tugurios, sino de hoteles decentes donde dejas sesenta u ochenta dólares por la habitación. Hoy en día todo el mundo tiene tarjetas de crédito. Pero ese tío paga en especies y el empleado no se acuerda de haberlo visto.

– ¿Se informó sobre él?

– Sí, ayer fui a hablar con él. Es un sudaca de no sé qué país. Estaba en una nube cuando hablé con él. Probablemente estuviera en una nube cuando llegó el asesino. Creo que nunca se ha bajado de la nube. No sé cómo lo consigue, no sé si fuma, si se pica, o qué es lo que hace, pero creo que no lo hace de mala fe.

¿Tiene idea de cuál es el porcentaje de gente que está continuamente colocada?

– Sé lo que quiere decir.

– Los vemos a la hora de desayunar. Empleados de oficinas, agentes de Walt Street, ejecutivos, no importe de qué barrio son. Se compran los malditos porros en la calle y se pasan la hora de la comida fumándolos en el parque. Uno se pregunta cómo son capaces de rendir en el trabajo.

– No lo sé.

– Luego están ésas que se desahogan tomando esas píldoras para la cabeza. Como esa mujer que se suicidó. Se las tragó todas a la vez y ni siquiera es algo en contra de la ley. Drogas -suspiró, movió la cabeza, alisó sus oscuros cabellos-. Bueno voy a probar ese brandy, si es que su cliente puede pagarlo.

Llegué a St. Paul's a tiempo para asistir a los diez últimos minutos de la reunión. Me serví un café y unas galletas y no me preocupé en escuchar lo que decían. Ni siquiera tuve que decir mi nombre y me escurrí durante el rezo.

Volví al hotel. No tenía avisos. Había recibido un par de llamadas, según me dijo el recepcionista, pero nadie dejó su nombre. Subí arriba y traté de pensar en qué impresión me había causado la muerte de Sunny, pero, aparentemente, lo único que sentía era una especie de entumecimiento. Estuve a punto de reprocharme el hecho de que quizá hubiera aprendido algo si no hubiese postergado el interrogatorio de Sunny. Tal vez le hubiera dicho alguna cosa que hubiera evitado su suicidio pero, ahí, no estaba convencido. Hablé con ella por teléfono. Ella pudo haberme dicho algo, pero no me dijo nada. Y, encima, no podía olvidar que ella había intentado suicidarse dos veces oficialmente, y a saber cuantas más pasaron desapercibidas.

A fuerza de intentarlo acabas consiguiendo lo que quieras.

Por la mañana, tras un ligero desayuno, me fui al banco donde dejé parte del dinero, luego me encaminé a la oficina de correos para mandarle un giro a Anita. No había pensado mucho en el aparato dental de mi hijo; ahora tenía la conciencia tranquila.

Caminé hasta St. Paul's y encendí una vela para Sonya Hendryx. Me senté en un banco para consagrar unos minutos al recuerdo de Sunny. No había mucho que recordar. Apenas nos habíamos conocido. Difícilmente recordaba su rostro ya que la imagen de su muerte desplazaba la imagen, ya de por sí borrosa, de la Sunny viva.

Pensé de repente que debía dinero a la iglesia. El diez por ciento de los últimos honorarios eran doscientos cincuenta dólares, a los cuales debía sumar el tributo por los trescientos y pico dólares del chorizo que trató de asaltarme. No sabía la cifra exacta, pero debían ser trescientos cincuenta. Si escurría doscientos ochenta y cinco dólares en el cepillo quedaría en paz con Dios.

Sin embargo había puesto casi todo el dinero en el banco y si daba los 285 dólares a la iglesia, no tendría suficiente dinero para mis gastos corrientes. Estaba pensando que no tenía ganas de pegarme otro paseo hasta el banco cuando fui golpeado por la imbecilidad fundamental de mi jueguecito.

¿Qué era lo que hacía exactamente? ¿De dónde me venía la idea de que debía el dinero a alguien? Y, además, ¿a quién? No a la iglesia, ya que no pertenecía a ninguna iglesia. Yo daba mi tributo a cualquier edificio consagrado a no importa qué culto que encontraba en el camino.

¿Con quién estaba en deuda? ¿Con Dios?

¿Dónde estaba el sentido de esto? ¿Y cuál era la naturaleza de esta deuda? ¿Cómo la había contraído? ¿Estaba reembolsando un préstamo? ¿O era simplemente un sistema de suerte, una especie de raqueta celestial de protección?

Era la primera vez que me lo planteaba seriamente. No era, de hecho, más que una costumbre, una pequeña excentricidad. No cubría ninguna hoja de impuestos, así que de vez en vez pagaba un pequeño tributo.

Me estaba verdaderamente preguntando por qué hacía eso.

No estaba muy satisfecho con la respuesta. Recordé, también, el pensamiento que me vino a la mente momentáneamente en el callejón de St. Nicholas Avenue: me iban a matar porque no había pagado mi tributo. No lo creía realmente, no podía pensar que el mundo funcionara de esa manera, pero de cualquier manera era curioso que esa idea me viniera a la cabeza.

Al cabo de un momento, saqué mi cartera, conté los 285 dólares. Me quedé sentado con el dinero en la mano. Luego lo coloqué de nuevo en la cartera, dejando un dólar fuera.

Al menos pagaría la vela.

Esa tarde caminé hasta el edificio de Kim. El día era agradable y no tenía nada mejor que hacer. Pasé delante del portero y entré en el apartamento.

Lo primero que hice fue vaciar la botella de Wild Turkey en el fregadero.

No sabía qué sentido tenía semejante comportamiento. Había otras botellas de alcohol en el ropero y no me sentía con fueras para acabar con todas ellas. Pero la de Wild Turkey se había convertido en un símbolo. Cada vez que pensaba en entrar en ese apartamento, me representaba la botella en cuestión y la tal imagen venía acompañada del recuerdo del gusto y del olor. Cuando no quedaba ni una gota pude finalmente estar tranquilo.

Luego volví al ropero y eché un vistazo a la chaqueta de piel que estaba allí colgada. Una etiqueta cosida al doblez anunciaba que la prenda era de piel de lapin. En las páginas amarillas encontré el número de un peletero que me dijo que lapin era la voz francesa de conejo.

– La puede encontrar en un diccionario -me dijo-. En un diccionario normal de inglés. Es una palabra de nuestro idioma ahora. Pasó al inglés a través del negocio de peletería. Conejo, simplemente.

Como Chance había dicho.

Volviendo a casa, me entraron repentinamente ganas de beber una cerveza. No recordaba cuál era la chispa de este impulso, pero me imaginaba apoyado en el mostrador, un pie apoyado en la barra de cobre, un vaso en forma de campana en la mano, serrín en el suelo y las narices llenas del aroma rancio de una vieja taberna.

El deseo no era muy fuerte y no tenía ninguna intención de satisfacerlo, pero me recordó la promesa que le había hecho a Jan. Puesto que no iba a beber no me sentía obligado a llamarla pero lo hice de todas maneras. Encontré una cabina en la esquina de una calle cercana a la biblioteca municipal.

Nuestra conversación fue dificultada por el ruido de los coches a carrera limpia, así que no se hizo muy larga. No le hablé del suicidio de Sunny, ni de la botella de Wild Turkey.

Leí el Post mientras cenaba. El News matinal había dedicado dos parágrafos al suicidio de Sunny -que no se merecía más- pero el Post siempre exagera cualquier historia que pudiera vender e insistían en el hecho de que Sunny tenía el mismo proxeneta que Kim -la prostituta masacrada en la habitación de un hotel hace un par de semanas. Como no habían encontrado ninguna fotografía de Sunny, publicaron nuevamente la de Kim.

El artículo no prometía un notición. Hablaba simplemente del suicidio añadiendo algunas especulaciones volátiles como que Sunny se había suicidado porque sabía quién había matado a Kim.

No encontré nada acerca del muchacho al que le rompí las piernas. Pero sí había la ración habitual de crímenes y muertes repartidas de un lado a otro del diario. Pensé en lo que me había dicho Jim Faber acerca de la prensa. Por lo visto yo no parecía renunciar a nada.

Después de cenar recogí el correo en recepción. Era la misma basura de siempre, junto con un recado para llamar a Chance. Lo llamé y él contestó al rato para preguntarme qué tal me iban las cosas. Le dije simplemente que no iban. Me preguntó si tenía la intención de continuar.

– Sí, un poco más. Me gustaría dar con algo.

Me dijo que la bofia no lo había molestado. Había pasado el día haciendo los preparativos del entierro de Sunny. Al contrario que Kim, ya que sus restos habían sido repatriados a Wisconsin, Sunny no tenía ni padres ni familia. Como no se sabía el día que se podría sacar el cadáver de Sunny del depósito, Chance había organizado un servicio fúnebre en Walter B. Cooke en la calle 72 Oeste. El servicio tendría lugar el jueves a las catorce horas.

– Hubiera hecho lo mismo por Kim -me dijo-. Pero no pensé en ello. Es sobre todo para las chicas. No sabe en qué estado se encuentran.

– Me lo imagino.

– Todas piensan lo mismo. No hay dos sin tres, y se preguntan quién será la tercera.

Esa noche asistí a la reunión. Durante el testimonio pensé en que hace una semana estaba pasando por un blackout naciendo Dios sabe qué.

Cuando fue mi turno dije:

– Me llamó Matt. Esta noche prefiero escuchar. Gracias.

Cuando la reunión acabó, un tipo me siguió escaleras arriba hasta la calle y se puso a caminar a mi lado. Tendría unos treinta años, vestía una chaqueta escocesa y una gorra de béisbol. No me pareció haberlo visto antes.

Dijo:

– Su nombre es Matt, ¿verdad?

Convine que sí.

– ¿Le gustó la historia de esta noche?

– Era interesante.

– ¿Quiere oír una historia interesante? Yo oí una historia de un sujeto de Harlem con la cara y dos piernas rotas. Menuda historia, tío.

Sentí un escalofrío. El revólver estaba en mi cajón de la cómoda, embalado en dos pares de calcetines. Las navajas estaban en el mismo sitio.

Dijo:

– Menudo par de huevos que hay que tener. Y usted es un tío con cojones -dijo en español-, ¿sabe lo que quiero decir? -bajó su mano del bajo vientre, como un jugador de béisbol ajustándose la coquilla-. De cualquier manera no hay que ir por ahí buscándose problemas.

– ¿De qué me está hablando?

Extendió sus manos abiertas.

– ¿Qué se yo? Yo soy un simple telegrafista, tío. Le traigo un mensaje, eso es todo lo que hago. Una muñeca se hace despedazar en un hotel, eso es una cosa, pero quién son sus amigos, eso es otra cosa muy diferente. Eso no es importante, ¿ve?

– ¿De quién viene el mensaje?

Se contentó con mirarme.

– ¿Cómo me encontró en la reunión?

– Lo seguí cuando entró, lo seguí cuando salió -soltó una risita-. El maricón de las piernas rotas, qué pasada, tío. Que verdadera pasada.