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El martes fue un día dedicado al juego de seguir la piel.
Eso comenzó en un estado entre el sueño y el mundo consciente. Había despertado de un sueño, luego, de nuevo, me quedé medio dormido visionando una cinta de vídeo mental de mi encuentro con Kim en el bar de Armstrong. Las primeras imágenes eran puramente supuestas porque la veía tal como debió ser cuando llegó en el autobús de Chicago. Una maleta vieja en la mano, una cazadora vaquera sobre los hombros. Luego, ella estaba sentada en la mesa, una mano en su cuello, la luz sacando destellos de su anillo mientras que ella cerraba el cuello de su chaqueta de pieles. Ella me decía que era visón de cría pero estaría dispuesta a cambiarla por la cazadora que traía cuando bajó del autobús.
La secuencia se fue de mi mente que pasó a otra cosa. Estaba de vuelta en el callejón de Harlem, salvo que mi asaltante tenía ayuda. Royal Waldron y el telegrafista de la otra noche lo escoltaban. La parte consciente de mi cerebro, tratando de igualar sus fuerzas, quiso salir pitando de esa imagen, y luego tomé conciencia de algo brutal porque lancé las piernas fuera de la cama y me quedé sentado, mientras que las imágenes de mi sueño se escurrían a sus madrigueras de costumbre, en las esquinas de mi mente.
Era una chaqueta diferente.
Me afeité y me duché. Tomé un taxi para ir al edificio de Kim y mirar de nuevo el ropero de la salita. La chaqueta de conejo, aquélla que Chance le había comprado, no era la que yo había visto en Armstrong. Era más larga y más rellena, no tenía cierre en el cuello. No era la que ella llevaba, no era la que ella describió como un visón de cría dispuesta a cambiarla por la vieja cazadora vaquera.
No encontré la otra chaqueta en el apartamento.
Tomé otro taxi para ir a Midtown North. Durkin no estaba de servicio pero le pedí a otro poli que lo llamara a su domicilio y finalmente conseguí la autorización para echar un vistazo al informe. Sí, en el inventario de los objetos encontrados en la habitación del Galaxy figuraba una chaqueta de piel. Miré las fotografías y no encontré en ninguna de ellas la chaqueta.
Me subí al metro para ir a la comisaría central, Police Plaza, donde hablé con alguna gente y esperé que mi petición pasara por los diferentes canales. Llegué a una oficina instantes después de que el agente al que tenía que ver saliera a comer. Tenía mi libro de reuniones conmigo, y encontré una a una manzana de distancia, en la iglesia de St. Andrew. Ahí pasé una hora. Luego me fui a un snack y comí un sándwich de pie.
Volví a Police Plaza y pude por fin examinar la chaqueta de piel encontrada en la habitación del Galaxy en donde Kim había muerto. No podía jurar que fuera la misma que llevaba aquel día en Armstrong pero se parecía bastante. Recorrí con la mano la sedosa piel y traté de pasar la cinta de vídeo que se había puesto en marcha aquella mañana en mi mente. La chaqueta era igual de larga, tenía el mismo color y había un cierre en el cuello con el que sus uñas marrones rojizas pudieron haber jugado.
La etiqueta cosida a la doblez decía que la prenda era de visón de cría y que el peletero llamado Arvin Tannenbaum la había hecho.
La firma Tannenbaum se hallaba en la segunda planta de un edificio comercial en la calle 29 Oeste, en pleno corazón del barrio peletero. Hubiera sido más fácil si hubiese podido llevar la prenda conmigo. Pero la policía de Nueva York no iba tan lejos. Describí la chaqueta, lo que no me sirvió de mucha ayuda, luego describí a Kim. Un vistazo al registro de ventas reveló que una chaqueta de visón había sido comprada por Kim Dakkinen, al igual que el nombre del vendedor que se acordaba muy bien de la transacción.
Era un hombre con la cara rechoncha, los cabellos en plena recesión, ojos azules acuosos detrás de unas lentes de muchos aumentos. Me dijo:
– Una muchacha alta, muy bonita. Sabe, he leído su nombre en el periódico y me sonaba pero no sabía de qué. Qué pena, una muchacha tan bella.
El recordó que estaba acompañada de un señor y que ese señor había pagado la prenda. Pagó al contado. No, eso no tenía nada de extraño, no en un establecimiento de peletería. Ellos vendían muy poco al por menor y en esos casos era casi siempre a gente que trabajaba en el mundo de la industria de la confección o que tenía relaciones con ese mundo; pero por supuesto, cualquier persona podía entrar a comprar lo que quisiese. La mayoría de los pagos se hacían al contado porque a los clientes no les gustaba, por lo general, esperar a que el vendedor comprobara que el cheque tuviera fondos, y luego la mayoría de las veces, un abrigo de pieles era un regalo de lujo destinado a una amiga de lujo, por así decirlo y los clientes preferían que no hubiera registro de la transacción. Así el pago se efectuó al contado y así el recibo de compra figuraba a nombre de la señorita Dakkinen y no del comprador.
El precio de venta, incluidos impuestos, sumaba cerca de dos mil quinientos dólares. Una suma considerable para llevar encima, pero no era extraño. Yo mismo llevé encima casi la misma cantidad no hace mucho tiempo.
¿Podía describir a ese señor? El vendedor suspiró. Era mucho más sencillo describir a la mujer. Aún la veía, con sus trenzas doradas alrededor de su cabeza y el azul maravilloso de sus ojos. Ella probó varias chaquetas, sabía llevar las pieles, pero el señor…
Treinta y ocho, cuarenta, supuso. Más bien alto que bajo, pero no tan alto en comparación con la mujer.
– Lo siento -dijo-, me acuerdo de él, pero no lo suficiente como para poder describirlo. Si hubiera llevado algo de piel entonces le podría contar hasta el más mínimo detalle, pero desafortunadamente…
– ¿Qué era lo que llevaba?
– Un traje, creo, pero no me acuerdo de cómo era. Era la clase de hombre que lleva trajes. Pero no le sabría decir cómo iba vestido.
– ¿Le reconocería si le viera de nuevo?
– Si me lo cruzo en la calle no me daría cuenta.
– Suponga que se lo enseñan.
– Entonces quizá le reconozca. ¿Quiere decir como en una rueda de identificación? Sí, supongo que sí.
Le dije que quizá recordara más de lo que pensaba. Le pregunté cuál era la profesión de aquel hombre.
– Si no sé cómo se llama, ¿cómo quiere que sepa su profesión?
– Su impresión -tercié-. ¿Era un mecánico? ¿Agente de cambio? ¿Cowboy?
– Oh -dijo pensándolo con más detenimiento-. Quizá fuera un contable.
– ¿Contable?
– Algo de ese estilo. Experto en finanzas, contable. Esto es un juego, trato simplemente de adivinar, no vaya a creer…
– Entiendo. ¿Qué nacionalidad?
– ¿Americano? ¿No sé qué quiere decir?
– Inglés, irlandés, italiano.
– Oh -dijo-. Seguimos con el juego de las adivinanzas. Yo diría judío. Yo diría italiano. Yo diría moreno, tipo latino. Porque ella era tan rubia ¿comprende? El contraste. No sé si era moreno, pero había mucho contraste. Podía ser griego, podía ser sudamericano.
– ¿Fue a la universidad?
– No me enseñó ningún diploma.
– No, pero debió haber hablado, con usted o con ella. ¿Su vocabulario era el de universidad o el de la calle?
– No hablaba como la gente de la calle. Era un señor, un caballero educado.
– ¿Casado?
– No con ella.
– ¿Con alguna otra?
– No lo están todos. Si no estás casado no tienes que comprar un visón a tu novia. Sin duda debió comprar otro para su mujer, para que lo dejara en paz.
– ¿Llevaba anillo de compromiso?
– No recuerdo un anillo -tocó su propio anillo-. Quizá sí, quizá no. No recuerdo un anillo.
No se acordaba de mucho, y las impresiones que le había conseguido sacar no eran muy fiables. Podían ser válidas, pero también podían haber sido dichas para satisfacerme con las respuestas que yo quería. Podría haber continuado así: bien, usted no se acuerda de qué tipo de zapatos llevaba en los pies, ¿pero qué tipo de zapatos llevaría un hombre como él? ¿Borceguíes? ¿Pantuflas? ¿Adidas? ¿Córdovans? Tenía francamente el sentimiento de que estaba perdiendo el tiempo. Le di las gracias y me fui.
Había una cafetería en la planta baja del edificio, una barra larga con taburetes y una ventana para servir a la gente de la calle. Me senté con un café y traté de aclararme un poco.
Kim tenía un novio. No había duda. Alguien le compró esa chaqueta, sacó los billetes de cien y evitó que su nombre apareciera en la transacción.
¿Tenía el novio un machete? He aquí la pregunta que no había hecho al vendedor: venga, ponga en marcha su imaginación. Trate de representar al tipo en la habitación de un hotel con la rubia. Digamos que él la quiere hacer pedacitos. ¿Con qué lo llevaría a cabo? ¿Con un hacha? ¿Con un sable de caballería? ¿Con un machete? ¿Dígame su impresión?
Por supuesto. Era un contable, ¿no es verdad? Seguro que usaría un bolígrafo. Una pluma de oro, mortal como una espada en sus manos de samurái. Sip, sip, toma, puta.
El café no era muy bueno. De todas formas pedí una segunda taza. Entrelacé mis dedos y bajé la mirada a mis manos. Ahí estaba el problema: mis dedos formaban una pieza conjunta, pero no había nada más que encajarla. ¿Qué clase de contable podía desenvolverse con un machete? Sin duda, cualquier persona podía ser víctima de un ataque de rabia, pero éste había sido un ataque de rabia muy bien planeado: la habitación del hotel registrada bajo un nombre falso y el asesinato llevado a cabo sin que el asesino dejara ninguna pista de su identidad.
¿Era posible que ese hombre fuera el mismo que había pagado por el visón? Bebí un poco de café y decidí que no. Al igual que la imagen que me hacía del novio no cuadraba con el mensaje que me habían pasado después de la reunión de anoche. El tipo de la chaqueta escocesa era simplemente un brazo, incluso si sólo le habían mandado que me enseñara su bíceps. ¿Un contable de alta posición contrataría a ese tipo de elemento?
No parecía muy verosímil.
¿Eran el novio y Charles Owen Jones la misma persona? ¿Y por qué un nombre falso tan rebuscado? La gente que tenía un nombre como Smith o Jones lo simplificaban en uno más corriente como John o Joe. ¿Charles Owen Jones?
A menos que su nombre fuera Charles Owens. Pudo haber empezado a escribirlo y darse cuenta justo a tiempo, suprimiendo la última letra de Owens para convertir su apellido en su segundo nombre. ¿Lógico?
No.
Y ese estúpido empleado de la recepción. Pensé que quizá no hubiera sido interrogado correctamente. Durkin había dicho que vivía en una nube, y que al parecer era sudamericano. Quizá no supiese explicarse en inglés. No, de otro modo no le habrían contratado en un buen hotel en un puesto que le ponía en contacto con el público. No, el problema estaba en que nadie lo presionó. Si hubiera sido interrogado del modo que yo había interrogado al empleado de la peletería habría soltado algo. Los testigos siempre recuerdan más de lo que creen que recuerdan.
El nombre del empleado que había registrado a Charles Owen Jones era Octavio Calderón, el último día que trabajó fue el sábado desde las cuatro hasta medianoche. El sábado por la tarde llamó al hotel diciendo que estaba enfermo. Había recibido otra llamada ayer y otra más una hora antes de que yo llegara al hotel y interrogara al director adjunto. Calderón seguía enfermo y no volvería al trabajo durante un día o dos, o quizá más.
Le pregunté qué tenía. El director adjunto suspiró y movió la cabeza.
– No lo sé -dijo-. No es fácil sacar una respuesta precisa de esa gente. Cuando quieren escaparse por la tangente, sus conocimientos del inglés flaquean considerablemente. Lo único que sacas en claro es esa práctica frase de "no comprendo".
– ¿Quiere decir que contrata a la gente para la recepción que no saben inglés?
– No, no. Calderón habla perfectamente. Alguien llamó por él -de nuevo movió ligeramente la cabeza-. El joven Tavio es muy poco seguro de si mismo. Sospechó que mandó a alguien que llamara por él para que yo no lo pudiera intimidar por el teléfono. Su excusa, por supuesto, fue que él no estaba lo suficientemente sano y fuerte como para venir de su cama al teléfono. Creí entender que vivía en una de esas pensiones familiares en donde el teléfono está en la entrada. El que llamó tenía un acento español mucho más pronunciado que el de Tavio.
– ¿El llamó ayer?
– No, alguien llamó por él.
– ¿La misma persona que llamó hoy?
– No se lo puedo asegurar. Las voces de los chicanos al teléfono son todas iguales. Era una voz de hombre en los dos casos. Creo que era la misma voz, pero no lo juraría. ¿Qué importancia tiene?
Ninguna que yo pudiera pensar. ¿Y el domingo? me pregunté. ¿Llamó Calderón él mismo ese día?
– No estaba aquí el domingo.
– ¿Tiene su número de teléfono?
– Es el que suena en la entrada de la pensión. Dudo que se ponga al aparato.
– De todas maneras me gustaría tener su número.
Me lo dio, al igual que hizo con su dirección en Barnett Avenue en Queens. Yo no conocía esa calle y le pregunté al director adjunto si sabía de qué lado de Queens quedaba.
– No conozco lo más mínimo Queens. ¿Usted no estará pensando en ir hasta allí? -dijo con un tono como si me hiciese falta un pasaporte y una mochila repleta de provisiones y agua-. Porque estoy seguro de que Tavio volverá en un día o dos.
– ¿Qué le hace estar seguro?
– Es un buen empleo. Si no vuelve pronto lo perderá. Y él debe saberlo.
– ¿Se ausenta a menudo?
– En absoluto. Estoy seguro de que verdaderamente está enfermo. Probablemente uno de esos virus que pasan en tres días. Hay mucho de eso en estos momentos.
Llamé a Octavio Calderón desde uno de los teléfonos públicos instalados en el vestíbulo del Galaxy. Sonó durante bastante tiempo, por lo menos nueve o diez veces, antes de que una mujer respondiera en español. Solicité hablar con Octavio Calderón.
– No está aquí -respondió.
Me esforcé en formular las preguntas en español. ¿Es enfermo? No sabía si me hacía entender. Sus respuestas eran deliberadamente en un español que nada tenía que ver con el dialecto puertorriqueño que normalmente se oía en Nueva York, y cuando ella me ayudaba hablando inglés, su acento era prácticamente incomprensible y su vocabulario totalmente insuficiente. No está aquí, seguía diciendo, y era la única frase que decía que entendía sin dificultad.
Volví a mi hotel. Yo tenía un plano detallado de los cinco distritos de Nueva York. Busqué Barnett Avenue en el índice de Queens, consulté la página indicada y acabé encontrando la calle en cuestión, en el barrio de Woodside. Estudié el plano y me pregunté qué hacía una pensión de una familia sudamericana en un barrio irlandés.
Barnett Avenue se extendía unas doce manzanas, desde el este de la calle 43 hasta el final de Woodside Avenue. Tenía diferentes combinaciones de líneas de metro para ir hasta allí.
Suponiendo que tuviera ganas de ir.
Llamé de nuevo desde mi habitación. Una vez más tardaron una infinidad en contestar al teléfono. Esta vez un hombre respondió:
– Octavio Calderón, por favor.
– Momento.
Luego se oyó un ruido sordo, como si él dejara el auricular colgando del final del cable y éste en su balanceo golpease la pared. A continuación no se oía ningún ruido salvo el de una radio emitiendo música latina. Pensaba en colgar cuando se puso de nuevo al aparato.
– No está aquí.
Dijo y colgó antes de que pudiera decirle cualquier cosa en una lengua u otra.
Miré de nuevo el mapa y traté de pensar una manera con la que no tuviera que pasar por Woodside. Era la hora punta en estos momentos. Si iba ahora tendría que permanecer de pie durante todo el trayecto. ¿Y qué podía ganar? Un largo viaje de pie, encerrado como una sardina en una lata para que alguien me fuera a decir no está aquí a la cara. ¿Qué sentido tenía? Ya estuviera de vacaciones en el país de la droga, o ya estuviera realmente enfermo no iba a sacar nada de él. Si finalmente llegaba a echarle el guante sería recompensado por un no lo sé en vez del habitual no está aquí.
Mierda.
Joe Durkin había vuelto a interrogar a Calderón el sábado por la noche, alrededor de la misma hora en que yo hacía saber que buscaba al amiguito de Kim a todos los colgados y parásitos que pude encontrar. Esa misma noche yo había confiscado un arma a un delincuente y Sunny Hendryx tragaba un montón de píldoras ayudándose con el vodka.
Al día siguiente, Calderón llamó diciendo que estaba enfermo. Y al día siguiente un tipo con chaqueta escocesa me siguió a una de las reuniones de la doble A, me acosó a la salida y me aconsejó que no me ocupara más de Kim Dakkinen.
El teléfono sonó. Era Chance. Tenía un aviso para que lo llamara, pero evidentemente él había decidido no esperar a que yo le devolviera la pelota.
– ¿Cómo lo lleva? ¿Algún avance?
– Sin duda. Ayer por la tarde recibí una advertencia.
– ¿Qué advertencia?
– Un tipo me dijo que no me buscara problemas.
– ¿Estás seguro de que era a propósito de Kim?
– Seguro.
– ¿Conoce al tipo?
– No.
– ¿Qué va a hacer?
Respondí riéndome:
– Ir a buscarme problemas. A Woodside.
– ¿Woodside?
– Queda en Queens.
– Sé dónde queda Woodside, tío. ¿Qué pasa en Woodside?
No tenía ganas de contarle todo, así es que respondí:
– Probablemente nada. Me gustaría evitarme el viajecito, pero no puedo. A propósito, Kim tenía un amiguito.
– En Woodside?
– No, Woodside no tiene nada que ver. Pero estoy seguro que ella tenía un novio. Él le regaló una chaqueta de visón.
Suspiró:
– Pero si ya se lo he dicho. Conejo.
– Sé que ella tenía una chaqueta de conejo. La vi en su ropero.
– ¿Entonces?
– Ella tenía también una chaqueta más corta de visón de cría. Ella lo llevaba la primera vez que la vi. También la llevaba cuando fue al Galaxy y fue asesinada. Ahora se encuentra en un cofre en Police Plaza.
– ¿Qué hace allí?
– Es una prueba.
– ¿De qué?
– Nadie lo sabe. Conseguí examinarla y dar con el tipo que se la vendió. El registro de la venta se hizo al nombre de Kim, pero ella estaba en compañía de un tipo que soltó los billetes.
– ¿Cuánto?
– Dos mil quinientos.
Reflexionó un instante.
– Quizá me chupara algo -dijo-. No es muy difícil. Un par de cientos cada semana. Ellas lo hacen de cuando en cuando. Yo no notaría una cantidad semejante.
– El hombre pagó con su dinero. Chance.
– Puede que ella se lo diera para que pagara. Las mujeres hacen eso en los restaurantes para no molestar a los tipos que las acompañan.
– ¿Por qué no quiere creer que ella tenía un novio?
– Mierda -exclamó-. No me importa lo más mínimo. Si ella tenía uno, ella tenía uno. Pero me cuesta creerlo, eso es todo.
Lo dejé pasar.
– Quizá fuera un cliente y no un novio. Hay clientes que a veces quieren pasarse por un amigo especial, él no quiere pagar, de manera que hace regalos en vez de dinero. Quizá fuera eso y ella se lo hacía por un visón.
– Quizá.
– Usted cree que era novio.
– Sí, eso es lo que creo.
– ¿Y que él la mató?
– No sé quien la mató.
– Y quienquiera que la haya matado quiere que usted deje el asunto.
– No lo sé. Puede que su muerte no tenga nada que ver con el novio. Quizá fuera un demente, como cree la policía, quizá el novio trate de evitar estar liado en una investigación.
– El no está liado y quiere quedarse fuera, ¿es eso lo que quiere decir?
– Más o menos.
– No sé, tío, pero quizá debería pasar.
– ¿Pasar de mi investigación?
– Quizá fuera lo mejor. Una advertencia, mierda, usted no quiere que lo maten por eso.
– No.
– ¿Entonces, qué va a hacer?
– Por el momento tomar el metro para ir a Queens.
– Woodside.
– Así es.
– Yo podría pasar a recogerlo y llevarlo en coche.
– No me disgusta coger el metro.
– Será más rápido en el coche. Podría llevar mi gorra de chófer. Usted iría en el asiento de atrás.
– Otra vez.
– Como quiera. Pero llámeme a la vuelta.
– De acuerdo.
Acabé tomando la línea Flushing que me llevaba a la esquina de la calle Roosevelt con la 52. El tren salió del subsuelo tras dejar Manhattan. Casi me pasé de parada ya que era difícil decir dónde estaba. Las señales de la estación estaban tan sobrecargadas de grafitis que eran indescifrables.
Una escalera mecánica me llevó al nivel de la calle. Saqué mi plano para recuperar mi posición y me puse en ruta en dirección a Barnett Avenue. No caminé mucho cuando me di cuenta de lo qué hacía una familia hispana en Woodside. El barrio había dejado de ser irlandés. Aún quedaba algunos lugares con nombres como "The Esmerald Tavern" y "The Shamrock", pero la mayoría de los carteles y anuncios estaban en español y los mercados se llamaban ahora bodegas. En el escaparate de la agencia de viajes Tara, los posters anunciaban viajes chárter a Bogotá y Caracas.
La pensión de la familia de Octavio Calderón era un edifico de madera de dos pisos con un porche en el que había alineadas cinco o seis sillas de plástico, había también una caja de naranjas conteniendo revistas y periódicos. Las sillas estaban vacías, lo cual no era extraño. Estaba un poco fresco para tomar el aire en el porche.
Llamé al timbre. Nada sucedió. Se oían conversaciones y varias radios sonando dentro. De nuevo llamé y una mujer de mediana edad, pequeña y corpulenta vino a la puerta.
– ¿Sí? -preguntó con curiosidad.
– ¿Octavio Calderón? -pregunté.
– No está aquí.
Puede que fuera la mujer que respondió la primera vez al teléfono. Era difícil de decir y no me importaba demasiado. Hablaba con ella a través de la rejilla de la puerta, tratando de hacerme entender en una mezcla de español e inglés. Después de unos minutos se fue para volver acompañada de un hombre con las mejillas chupadas y un bigote minuciosamente cuidado. El hablaba inglés, y le dije que quería ver a Octavio Calderón.
Pero Octavio Calderón no estaba, según me dijo.
– No importa -respondí.
Le dije que quería de todas maneras ver su habitación. Pero no había nada que ver, protestó, extrañado. Calderón no estaba. ¿De qué me serviría ver su habitación?
No se negaron a cooperar. Pero tampoco estaban muy dispuestos a ello. No veían a cuento de qué venía esto. Cuando comprendieron que la única forma de librarse de mí era, o al menos la más fácil, enseñándome la habitación de Calderón, eso fue lo que hicieron. Seguí a la mujer a través de un pasillo, para acabar en una cocina que daba a una escalera. Subimos por la escalera, recorrimos otro pasillo, al final del cual se detuvo delante de una puerta que abrió sin llamar. Luego se apartó y me hizo un gesto de que entrara.
El suelo estaba cubierto de linóleo. El forro del colchón de la vieja cama de hierro estaba desgarrado. Había una pequeña cómoda de madera blanca y una pequeña mesa delante de la cual estaba una silla plegable. Junto a la ventana había un sillón con tapicería floral. La lámpara posada en la cómoda tenía una pantalla de papel y en el techo colgaban dos bombillas.
Y eso era todo lo que había.
– ¿Entiende usted ahora? No está aquí.
Di una vuelta por la habitación mecánicamente, automáticamente. No podía estar más vacía. El ropero no contenía más que un par de perchas de alambre. Los cajones de la cómoda y el cajón de la mesita estaban vacíos. Por no haber no había ni polvo en las esquinas.
Con el hombre de las mejillas de intérprete, me las apañé para interrogar a la mujer. Fuera la lengua que fuera no era ninguna mina de información. No sabía cuando se había marchado Calderón. El domingo o el lunes, creía. El lunes ella había entrado en su habitación para hacer la limpieza y descubrió que se había llevado todas sus pertenencias sin olvidar nada. Ella había concluido que se había mudado. Como los otros inquilinos, pagaba a la semana. Le quedaban aún un par de días antes del próximo alquiler, pero debió encontrar otro alojamiento, y no, no era extraño que se hubiera marchado sin decir nada. Los inquilinos lo hacían con frecuencia, incluso cuando no estaba vencido el plazo de sus alquileres. Ella y su hija le habían dado a la habitación una buena limpieza y ahora estaba lista para ser alquilada a alguien más. No estaría libre por mucho tiempo. Sus habitaciones no estaban libres por mucho tiempo.
¿Había sido Calderón un buen inquilino? Sí, un excelente inquilino, pero ella jamás había tenido ningún problema con sus inquilinos. Ella sólo alquilaba a colombianos y panameños y ecuatorianos y nunca había tenido problemas con ninguno de ellos. Algunas veces se mudaban repentinamente por culpa del Servicio de Inmigración. Puede que fuera esa la razón por la que se trasladara Calderón tan repentinamente, pero eso no era su negocio. Su negocio era limpiar su habitación y alquilarla a algún otro.
Calderón no tenía problemas con los de inmigración, eso lo sabía. El no estaba ilegalmente, de otro modo no estaría trabajando en el Galaxy. Un hotel grande no contrataría a un extranjero sin un permiso de trabajo.
El tenía que tener otra razón para irse con tanta prisa.
Me pasé una hora interrogando otros inquilinos. La imagen que extraje de Calderón no me ayudó en nada. El era un joven tranquilo y reservado. Dadas sus horas de trabajo se encontraba siempre ausente cuando los otros inquilinos estaban en casa. No sabían que tuviera novia alguna. Durante los ocho meses que vivió en Barnett Avenue, jamás recibió visita alguna, ya fuera de hombres o de mujeres, y muy pocas llamadas telefónicas. Antes de instalarse en la pensión de Barnett Avenue había vivido en otro sitio de Nueva York, pero nadie conocía su anterior dirección, ni siquiera si ésta estaba en Queens.
¿Se drogaba? Todos a los que pregunté parecieron molestos con la pregunta. La pequeña patrona rellenita vigilaba por la moral en su establecimiento. Sus inquilinos tenían todos un empleo regular y una vida honesta. Si Calderón fumaba marihuana, me aseguró uno de ellos, no era en su habitación. De otro modo la propietaria habría notado el olor y le habría dicho que se largase.
– Quizá tuviera morriña -sugirió un joven hombre de ojos negros-. Quizá se embarcara para Cartagena.
– ¿Era originario de ella?
– Es colombiano. Creo que dijo de Cartagena.
Fue así como en una hora aprendí que Octavio Calderón era de Cartagena. Y además, nadie estaba seguro de ello.