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UNO

La vi entrar. Hubiera sido difícil no haberla visto. Tenía los cabellos rubios, casi blancos, eso que llamamos rubio platino cuando hablamos de los niños pequeños. Los suyos estaban peinados en trenzas alrededor de la cabeza y sujetos con prendedores. Tenía una frente alta y despejada y unas mejillas prominentes y una boca quizás un poco grande. Montada en las botas camperas debía medir más de uno ochenta -la mayor parte en las piernas-. Vestía vaqueros de color borgoña y una chaqueta de piel de color dorado. Había llovido ininterrumpidamente durante todo el día, y ella no llevaba nada en la cabeza ni ningún tipo de paraguas. Algunas gotas de lluvia brillaban como diamantes en su plateada cabellera.

Se detuvo un momento en la entrada, lo justo para arreglarse un poco. Eran las tres y media de un miércoles por la tarde, lo cual es lo mismo que decir la hora más tranquila en el bar de Armstrong. La clientela de la comida había desaparecido hace tiempo y aún era muy temprano para la clientela que venía al terminar la jornada. Dentro de quince minutos un par de profesores vendrían a tomar un trago, a continuación serían algunas enfermeras del hospital Roosevelt que terminaban su turno a las cuatro. Por el momento, no había más que tres o cuatro en la barra y una pareja que estaba terminando una botella de vino en una de las mesas próximas a la entrada. Y yo, por supuesto, sentado en mi mesa de costumbre, al fondo.

Me descubrió en seguida. El azul de sus ojos me cautivó de un extremo a otro de la habitación. Se detuvo un momento en la barra para asegurarse de no tropezar con las mesas.

– ¿Sr. Scudder? Soy Kim Dakkinen, la amiga de Elaine Mardell.

– Ella me ha telefoneado. Tome asiento.

– Gracias.

Se sentó enfrente de mí. Dejó su bolso de mano encima de la mesa y sacó de él un paquete de cigarrillos y un encendedor, luego se detuvo con el cigarrillo sin encender para preguntarme si me molestaba que ella fumase. Le respondí que no me importaba en absoluto.

Su voz me sorprendió. Era melodiosa con acento del medio oeste. Tras las botas, las pieles, los rasgos severos y el nombre exótico, esperaba el sello de las fantasías de un masoquista: áspero, duro, europeo. También era más joven de lo que me había parecido en un primer momento. Veinticinco años, no más.

Alumbró el cigarrillo y dejó el encendedor encima del paquete de tabaco. Evelyn, la camarera, llevaba trabajando en el turno de día dos semanas, ya que había conseguido un pequeño papel en un espectáculo para comediantes aficionados. Parecía que siempre iba a bostezar de un momento a otro. Vino a la mesa mientras Kim Dakkinen estaba jugueteando con su encendedor. Kim pidió un vaso de vino blanco. Evelyn me preguntó si quería más café, y al responder que sí Tim dijo:

– ¡Oh! ¿Usted toma café? Creo que tomaré café en vez de vino. ¿Es posible?

Cuando los cafés llegaron, Kim añadió leche y azúcar, revolvió, bebió un trago y me confesó que no bebía mucho, sobre todo al empezar la jornada. Pero ella era incapaz de beber café solo como yo. Jamás hubiera podido beberlo así; tenía que estar dulce, con leche, casi como en un desayuno, y, sin duda tenía suerte ya que no tenía problemas de peso, podía comer todo lo que quisiera sin engordar un gramo; ¿no era eso tener suerte?

Dije que estaba de acuerdo.

¿Hacía mucho tiempo que conocía a Elaine? Cuatro años, respondí. Bien, ella no la había conocido durante tanto tiempo, de hecho no hacía tanto tiempo que ella estaba en Nueva York, de manera que no la conocía tan bien, de todas formas pensaba que Elaine era terriblemente simpática. ¿Y yo? Yo también, le dije. Y además era una persona inteligente, sensible, y eso es muy importante, ¿no es verdad? Era de la misma opinión.

La dejé que se tomara su tiempo. Poseía un vasto repertorio de chismes. Mientras hablaba no dejaba de sonreír y de mirarte directamente a los ojos, y habría probablemente conquistado el título de Miss Simpática en cualquier concurso de belleza donde no hubiera ganado el primer premio directamente, y si le llevaba un rato ir al grano no me importaba lo más mínimo en absoluto. No tenía ninguna otra cosa que hacer y me encontraba a gusto donde estaba.

Me dijo:

– ¿Usted ha sido policía?

– Hace unos cuantos años.

– Y ahora es un detective privado.

– No exactamente.

Sus ojos se ensancharon. Eran de un azul muy vivo, de una sombra tan poco habitual que me llevaba a pensar que si no llevada lentes de contacto. En algunos casos las lentillas hacen extraños efectos en el color de los ojos, que pueden intensificar o modificar.

– No tengo licencia -expliqué-. Cuando opté por no llevar placa me imaginé que no querría tampoco llevar licencia -ni cubrir impresos, ni tener nada que ver con los inspectores de impuestos-. Mis actividades son a nivel extraoficial.

– ¿Pero eso es lo que hace? ¿Es así como se gana la vida?

– Así es.

– ¿Cómo llamaría usted a lo que hace?

Se podría llamar traer el pan a casa, con la única salvedad de que no tengo que realizar muchos esfuerzos. Los trabajos me vienen, no me tomo la molestia de buscarlos. Rechazo más trabajos que los que llevo entre manos. Los que acepto son aquellos que no sé cómo rechazar. En este momento estaba tratando de saber lo que esta mujer quería de mí y que excusa pondría para decirle que no.

– No sé como llamarlo -le dije-. Se podría decir que presto servicios a los amigos.

Su rostro se alegró. Había estado sonriendo sin parar desde que franqueó la puerta, pero esta era la primera sonrisa que alcanzó hasta sus ojos.

– Oh, eso es estupendo. Puesto que yo tengo verdadera necesidad de un favor. También tengo necesidad de un amigo.

– ¿Cuál es el problema?

Encendió otro cigarrillo para darse a si misma el tiempo de pensar, luego bajó la mirada y contempló sus manos al mismo tiempo que depositaba el encendedor encima del paquete de tabaco. Sus uñas cuidadas, largas sin excesos, esmaltadas con el color marrón rojizo de un viejo Oporto. Llevaba un anillo de oro con una piedra de color verde tallada en forma de rectángulo en el dedo anular de su mano izquierda. Me dijo:

– Sabe cuál es mi trabajo. El mismo que el de Elaine.

– Ya había llegado a esa conclusión.

– Soy una fulana.

Asentí con la cabeza.

Ella se enderezó en su silla, echó los hombros para atrás, se ajustó la chaqueta de piel, se desabotonó el broche del cuello. Sentí una ligera brisa de perfume. Ya había olido ese perfume, pero no pude recordar en que ocasión fue. Levanté la taza y la vacié.

– Quiero acabar.

– ¿Con la prostitución?

Ella asintió con un signo de la cabeza.

– Llevo cuatro años viviendo de ello. Llegué hace cuatro años en julio. Agosto, septiembre, octubre, noviembre. Eso hace cuatro años y cuatro meses. Tengo veintitrés años. Aún soy joven, ¿no le parece?

– Desde luego.

– No me siento joven -terció y se ajustó la chaqueta, subió la cremallera. Algunos destellos se desprendieron de su anillo-. Cuando me bajé del autobús, hace cuatro años, tenía una maleta en una mano y una cazadora vaquera en el brazo. Ahora tengo esto. Es visón de cría.

– Ha mejorado mucho.

– No dudaría en cambiarlo por aquella vieja cazadora. Si pudiera recuperar estos cuatro años. Pero no, no es verdad. Porque si los recuperara volvería a hacer lo mismo, ¿no cree? Oh, si recupero mis diecinueve y sé lo que estoy haciendo ahora, pero de la única manera que lo podría saber es empezando a prostituirme a los quince, con lo que para ahora ya estaría más bien muerta. Hablo por hablar. Lo siento.

– No tiene por qué.

– Quiero acabar con esta vida.

– ¿Y hacer qué? ¿Volver a Minnesota?

– Wisconsin. No, no volvería. Allí no hay nada para mí. Que quiera dejarlo no significa que tenga que volver.

– Por supuesto.

– Puedo complicarme mucho la vida de esa forma. Reduzco todo a dos posibilidades: si A no me va bien siempre me queda B. Pero eso es falso. Falta el resto del alfabeto.

No lo haría mal enseñando filosofía.

– ¿Y yo, Kim? ¿Dónde entro yo en todo esto?

– Oh, es verdad.

Esperé su contestación.

– Tengo un chulo.

– Y quiere dejarle.

– No le he dicho nada. Creo que ya se lo imagina, pero no le he dicho nada y él no me ha dicho nada y…

Durante un breve instante, toda la parte superior de su cuerpo se estremeció y pequeñas gotas de sudor brillaron sobre sus labios.

– Tiene miedo de él.

– ¿Cómo lo ha adivinado?

– ¿La ha amenazado?

– No verdaderamente.

– ¿Qué quiere decir?

– El nunca me ha amenazado, pero me siento amenazada.

– ¿Hay más chicas que hayan intentado largarse?

– No sé mucho sobre sus otras chicas. Es muy diferente de los otros chulos. Por lo menos de los que yo conozco.

Todos son diferentes. No hay más que preguntárselo a sus niñas.

– ¿En qué? -pregunté.

– Es más refinado, más reservado.

Seguro.

– ¿Cómo se llama?

– Chance.

– Nombre o apellido.

– Todo el mundo lo llama así. No sé si es su nombre o su apellido. Quizás ni lo uno ni lo otro, quizás sea un apodo. En este mundo la gente se cambia el nombre según la ocasión.

– ¿Es Kim su verdadero nombre?

Asintió:

– Sí. Sí, pero usaba otro cuando hacía la calle. Tenía otro chulo antes de Chance. Su nombre era Duffy. Se hacía llamar Duffy Green y Eugen Duffy, y a veces tenía otro nombre que ahora no recuerdo -sonrió tratando de recordarlo-. Estaba muy verde cuando llegué a sus manos. No es que él se hubiera hecho cargo de mí nada más salir a la calle pero para el caso…

– Era negro.

– ¿Duffy? Desde luego. Al igual que Chance. Duffy me hizo pisar la acera. Lexington Avenue, y cuando allí hacía demasiado calor, cruzábamos el río y nos íbamos a Long Island City.

Cerró los ojos por un momento. Cuando los abrió de nuevo dijo:

– Me ha venido a la mente un recuerdo de lo que era hacer la calle. Por aquel tiempo me llamaba Bambi. En Long Island City lo hacíamos en los autos de los clientes. Venían de todo Long Island. En Lexington Avenue había un hotel del que nos podíamos servir. Apenas me creo que pudiera hacer aquello, que pudiera vivir de aquella manera, que pudiera ser tan inmadura. Yo no era inocente. Sabía lo que iba a hacer en Nueva York cuando vine, pero no por ello dejaba de ser inmadura.

– ¿Cuánto tiempo ha estado haciendo la calle?

– Cinco o seis meses, creo. No era muy experta. Tenía el cuerpo y los conocimientos, comprende, sabía llevarme, sin embargo no tenía el sentimiento de la calle. Además un par de veces tuve crisis nerviosas y no podía hacer nada. Duffy me pasó un remedio pero lo único que hizo fue que me pusiera enferma.

– ¿Un remedio?

– Ya sabe, drogas.

– Ya.

– Luego me puso en una casa en donde estaba mejor, pero a él no le gustaba por qué tenía menos control sobre mí. Era un gran edificio cerca de Columbus Circle, adonde iba a trabajar como si fuera a una oficina. Estuve en esa casa, no sé, quizás otros seis meses. Luego me fui con Chance.

– ¿A qué se debió el cambio?

– Un día estaba con Duffy en un bar. No era un burdel, sino un club de jazz. Chance entró y se sentó en nuestra mesa. Nos juntamos los tres un rato y nos pusimos a hablar, luego me dejaron sola y siguieron con la charla por su lado, a continuación Duffy volvió solo y me dijo que tenía que irme con Chance. Yo creí que quería que me lo hiciera con él, sabe, como si se tratase de un cliente, y me molestó porque supuestamente esa era mi tarde libre para estar juntos y no tenía por qué estar trabajando. Entonces no tomé a Chance por un chulo. Luego me explicó que de entonces en adelante sería de Chance. Me sentí como un coche recién vendido.

– ¿Fue eso lo que hizo? ¿Duffy la vendió a Chance?

– No sé lo que hizo. Pero me pasé a Chance y todo fue bien. Era mejor que con Duffy. Me sacó de aquella casa, me colocó como call-girl, de eso han pasado, oh…, han pasado tres años.

– Y ahora usted quiere descolgarse.

– ¿Puedo hacerlo?

– No lo sé. Quizás lo puede hacer sola. ¿Usted no le ha dicho absolutamente nada, ni una palabra? ¿Ni siquiera se lo ha insinuado?

– Tengo miedo.

– ¿De qué?

– De que me mate o me desfigure, o cualquier cosa parecida. O de que me persuada y me haga cambiar de parecer.

Se inclinó hacia delante y colocó sus uñas rojizas sobre mi muñeca. Era un gesto estudiado, pero sin ningún efecto. Respiré su perfume y sentí su impacto sexual. No me excitó, pero sin desearla, tuve conciencia de su poder de atracción. Continuó diciendo:

– ¿Puede ayudarme Matt?

No pude evitar reírme y respondí:

– Sí. Creo que sí.

– Gano dinero, pero no lo guardo. Además, no gano mucho más de lo que ganaba trabajando en la calle. Sin embargo tengo un poco.

– ¡Oh!

– Mil dólares.

No dije nada. Ella abrió su bolso, sacó un sobre blanco que abrió y del que extrajo unos billetes. Con un discreto movimiento los dejó sobre la mesa, entre nosotros.

– ¿Podría hablarle por mí?

Tomé los billetes y los sostuve en la mano. Me proponían hacer de intermediario entre una puta y un chulo negro. No era un papel muy tentador.

Hubiera deseado devolverle el dinero; apenas hacía nueve o diez días que había salido del hospital Roosvet y les debía dinero. A primeros de mes tenía que pagar el alquiler y hacía mucho tiempo que no enviaba nada a Anita y a los muchachos. Tenía dinero en mi cartera y también en el banco, pero no eran gran cosa, y el dinero de Kim Dakkinen era tan bueno como cualquier otro, era fácil de ganar, y la manera en que ella lo había conseguido no me concernía lo más mínimo.

Conté los billetes. Eran billetes de cien usados y había diez. Dejé cinco delante de mí sobre la mesa y le devolví los otros cinco. Sus ojos se abrieron un poco y llegué a la conclusión de que llevaba lentes de contacto, no había nadie que pudiera tener unos ojos de semejante color,

– Cinco por adelantado. Los otros cinco después, cuando el trabajo esté terminado.

– Trato hecho -replicó sonriendo ampliamente-. Aunque puede llevarse los mil de mano.

– No. Necesito motivarme para trabajar mejor. ¿Quiere otro café?

– Si usted también lo toma. Y creo que tomaré algo dulce. ¿Tienen postre aquí?

– El pastel de nueces es riquísimo. Y también lo son las tartas de queso.

– Me encantan los pasteles de nueces. Tengo pasión por los dulces pero no engordo ni un gramo. Tengo suerte, ¿no?