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VEINTIOCHO

El cadáver aún seguí ahí, tendido sobre la cama. Estaba más exprimido que una naranja y su piel tenía el aspecto traslúcido de la vieja porcelana. Solo los genitales, convertidos prácticamente en una papilla, permitían identificar a la víctima como un hombre. El rostro era el de una mujer, al igual que el cuerpo de piel lisa e imberbe y los senos firmes.

– Menuda nena -dijo Garfein-. Veis, se hizo la operación preliminar: silicona en el pecho, la nuez, los pómulos. Y como no, inyecciones de hormonas todo el tiempo. Eso evita el nacimiento del vello y de la barba y hace que la piel sea más suave y femenina. Mirad la herida en el pecho izquierdo. Se ve el implante de silicona, ¿lo veis?

Había sangre por todos lados y el aire estaba impregnado de un olor a muerte reciente. No era el tufo que desprenden los cadáveres después de un tiempo, no era la emanación pestilente de la carne en descomposición, sino olor a carnicería, ese de la sangre fresca que se pega a la garganta. Sentía menos repugnancia que abatimiento por culpa del calor y la densidad del aire.

– Tuve suerte cuando la reconocí -decía Garfein-. Supe enseguida que era una profesional y la relacioné con ese caso tuyo, Joe. ¿Había tanta sangre en la tuya?

– Más o menos.

Yo pregunté:

– ¿La ha reconocido?

– Sí, al momento. No hace mucho que acompañé a los de la brigada antivicio en una redada que hicieron en Long Island City. Las putas llevan en ese barrio más de cuarenta años, pero ahora la gente de clase media está comenzando a instalarse ahí, transformando los locales industriales en cómodos apartamentos, comprando las viejas casas y remodelándolas completamente. Ellos firman el contrato de arrendamiento durante el día y luego, cuando se mudan y miran con un poco más de detenimiento lo que hay alrededor no les gusta y surgen las presiones para que limpiemos el barrio -señaló al cadáver sobre la cama-. Debí haberla arrestado al menos tres veces.

– ¿Sabe cuál es su nombre?

– ¿Cuál de ellos quiere? Todas ellas tienen más de uno. Su nombre de calle era Cookie. Ese es el que me vino a la mente cuando la vi. Luego llamé a la comisaría de la esquina de la 50 con la Vernon y les pedí que sacaran su ficha. Ella se hacía llamar Sara, pero en la época de su bar semita era Mark Blaustein.

– ¿De veras tuvo un bar semita?

– ¿Quién sabe? Yo no estaba invitado. En cualquier caso, es una simpática muchachita judía de Floral Park. Una simpática muchachita judía que fue en su día un simpático muchachito judío.

– ¿Sara Bluestone?

– Sara Bluestone, alias Sara Blue. Alias Cookie. ¿Habéis reparado en las manos y en los pies? Un poco grandes para una mujer. Es una de las maneras de reconocer a un travestí. Por supuesto no es seguro. Hay mujeres con manos grandes y hombres con manos pequeñas. Pero de todas formas, menuda nena. No dudarías en hacértelo, ¿a qué no?

Asentí.

– Ella iba a hacerse el resto de la operación pronto. Seguro que ya tenía una fecha fijada. La ley dice que tienen que vivir como mujeres durante un año antes de que la Seguridad Social les pague la intervención. Por supuesto tienen todos la asistencia médica y ayuda social. Ellos o ellas se hacen entre diez o veinte clientes por noche. Cobran veinte pavos a los clientes por cada bombeo que les hacen en sus coches, con lo que vienen a sacar doscientos dólares libre de impuestos, así siete noches por semana. A eso hay que sumar la asistencia médica, la ayuda social y familiar para las que tienen hijos, y la mitad de sus macarras cobran el subsidio de desempleo.

Durkin y Garfein se fueron pasando la pelota sobre el tema: durante todo ese tiempo, alrededor de nosotros, los del equipo técnico estaban muy ocupados midiéndolo todo, tomando fotografías, limpiando el polvo en busca de huellas. Nosotros nos quitamos de en medio para seguir discutiendo en el parking del motel.

Durkin dijo:

– Sabes con quién hemos topado, ¿verdad? Con un maldito Jack el Destapador.

– Lo sé -respondió Garfein.

– ¿El interrogatorio de los otros clientes ha servido de algo? Sin duda debió de hacer algún ruido.

– ¿Bromeas? ¿Gente que viene aquí clandestinamente? "No vi nada ni oí nada, y ahora me tengo que ir". E incluso si ella gritó un poco, en un lugar como este, seguro que todo el mundo pensó que se trataba de una nueva forma de diversión. Suponiendo que ellos no estaban demasiado ocupados con su propia diversión.

– Primero va a un buen hotel del centro y llama a una call-girl. Luego recoge a un travestí que hacía la calle y se lo lleva a un motel de paso. ¿Crees acaso que sufrió un shock cuando vio los huevos de la tía?

– No estoy seguro -dijo Garfein encogiéndose de hombros. Sabes, en la calle, la mitad de las putas son travestís. Hay esquinas en que son más de la mitad.

– Como en los muelles del oeste de Manhattan.

– Sí, eso es lo qué oí por ahí. Si hablas con los clientes, algunos te dirán que prefieren que sea un tío. Afirman que los tíos la maman mejor. Y no por eso son maricones; ellos son la parte pasiva.

– Haría falta saber lo que pasa por la cabeza de los clientes.

– En cualquier caso, éste, incluso si lo sabía, no creo que eso le molestase. Habría hecho su numerito de cualquier forma.

– ¿Crees que mantuvo relaciones con él?

– Es difícil de decir, a menos que encontremos algún resto en las sábanas. No creo que fuera su primer cliente de la noche.

– ¿Se duchó?

Garfein se encogió de hombros al mismo tiempo que mostraba la palma de las manos.

– ¿Cómo saberlo? El gerente dice que faltan algunas toallas. Cuando hicieron la habitación trajeron dos toallas de baño y dos toallas de mano, y las de baño han desaparecido.

– Él se llevó las tollas en el Galaxy.

– Luego entonces quizá se las llevara aquí, pero quién sabe en una pocilga como esta. Nunca podrás estar seguro de que hacen la habitación perfectamente. Lo mismo con la ducha. No creo que la limpiaran después de que se marchara la última pareja.

– Puede que encuentres algo.

– Puede.

– Huellas, por ejemplo. ¿No viste restos de piel entre sus uñas?

– No. Pero eso no quiere decir que los tipos del lavabo no encuentren nada -un músculo se crispó debajo de su mandíbula-. Déjame decirte algo. Gracias a Dios que no soy forense o un técnico. Ya es bastante desagradable ser policía.

– Amén -terció Durkin.

Yo dije:

– Si él la recogió de la calle, puede que alguien la haya visto subir al auto.

– Hay un par de agentes por allí tratando de encontrar testigos -respondió Garfein-. Quizá encuentre algo. Si alguien vio algo y se acuerda y si tiene ganas de hablar.

– Demasiados síes -dijo Durkin.

– El gerente tuvo que haberle visto -dije-. ¿Qué es lo que recuerda?

– No mucho. Pero vayamos de todas formas a hablar un poco más con él.

El gerente tenía una pigmentación amarillenta y unos ojos rodeados de una aureola rojiza propia de los trabajadores nocturnos. Había un olor a alcohol en su aliento, sin embargo su comportamiento no era el de un bebedor; concluí que esa era su forma de sobreponerse al descubrimiento del cadáver. Parece que no le había surtido efecto porque parecía confuso y desamparado.

– Este motel es un sitio respetable -insistía.

Semejante declaración era tan absurda que nadie de nosotros se tomaba la molestia de contestar. Sin duda lo que quería decir era que una muerte no era un hecho corriente.

– De manera que usted vio que ya no estaba -le recordó Garfein-. Fue así como supo que la habitación estaba vacía.

– Salvo que no lo estaba. Abrí la puerta y…

– Usted pensó que estaba vacía porque el coche se había ido. ¿Cómo supo que se había ido si nunca lo vio?

– Su plaza en el parking estaba vacía. Hay una plaza delante de cada habitación, las plazas tienen el mismo número que la habitación. Yo miré fuera y vi que la plaza estaba desocupada, lo que significaba que se había ido en el coche.

– ¿Los clientes siempre aparcan en el emplazamiento justo?

– Se supone que sí.

– Hay muchas cosas que la gente se supone de debe hacer. Pagar impuestos, no escupir en la acera, cruzar por las esquinas…

Un tipo con prisas por echar un polvo no mira si deja el coche en el sitio justo. Usted tuvo que ver el coche.

– Yo…

– Usted lo vio una, puede que dos veces, y el coche estaba aparcado en su plaza. Luego miró otra vez y ya no estaba y usted se dijo que se habían largado. ¿No es verdad?

– Bueno… puede que sí.

– Describa el coche.

– No me fijé en él, verdaderamente. Tan sólo le eché un rápido vistazo para ver si seguía ahí.

– ¿Color?

– Oscuro.

– Estupendo. ¿Dos puertas? ¿Cuatro puertas?

– No me fijé.

– ¿Nuevo? ¿Viejo? ¿Qué marca?

– Era un modelo reciente -respondió-. Americano. No era un importado. En cuanto a la marca, cuando era un crío no había dos iguales, ahora todos se parecen.

– Tiene razón -dijo Durkin.

– Excepto American Motors. Un Gremlin, un Pacer, esos si se hacen notar. El resto son todos iguales.

– Y ése no era un Gremlin ni un Pacer.

– No.

– ¿Era un sedán? ¿Un descapotable?

– Le voy a decir la verdad -declaró el gerente-, sólo me fije en que era un coche. Pero todo está en la ficha, la marca, el modelo, la matrícula.

– ¿En la ficha que él rellenó?

– Sí. Tienen que rellenar todo eso.

La ficha estaba sobre el escritorio, recubierta con una hoja de acetato para preservar las huellas hasta que los muchachos del laboratorio hiciesen su trabajo. Nombre: Martin Albert Ricone. Dirección: 211 Gilford Way. Ciudad: Fort Smith, Arkansas. Marca de auto: Chevrolet. Año: 1980. Modelo: Sedán. Color: Negro. Número de matricularían: LJK-914. Firma: M. A. Ricone.

– Es la misma caligrafía -le dije a Durkin-. Si bien con mayúsculas no es fácil de decir, ¿no?

– Los expertos nos lo dirán. Al igual que nos dirán si los machetazos fueron dados por la misma mano. Parece que al tipo este le gustan los Forts, ¿lo ha notado? Fort Wayne, Indiana, y Fort Smith, Arkansas.

– Empezamos a aclarar algo -dijo Garfein.

– Ricone -dijo Durkin-. Debe ser italiano.

– M. A. Ricone, me hace pensar en el tipo que inventó la radio.

– Ese era Marconi -dijo Durkin.

– Se parece, ¿no? Este es un Macaroni. Metió una pluma en su sombrero y la llamó Macaroni.

– El se la metió en el culo -dijo Durkin.

– Puede que la haya metido en el culo de Cookie y puede que no fuera precisamente una pluma. Martin Alberte Ricone, es un alias bonito. ¿Cuál fue el que usó la última vez?

– Charles Owen Jones -dije.

– Oh, parece que le gustan los nombres dobles. Muy sutil el cabrón.

– Demasiado sutil -dijo Durkin.

– Los muy sutiles, los verdaderamente sutiles, siempre lo hacen todo con una significación. Como Jones, en argot, quiere decir una toxicomanía. Así cuando un yonki dice que tiene una jones de cien dólares, lo que dices es que su toxicomanía le cuesta cien dólares cada día.

– Gracias por explicármelo -dijo Durkin-. Qué sería de mí sin usted.

– Siempre a su servicio.

– Porque sólo llevo catorce años en el cuerpo. Y jamás he tenido contactos con colgados.

– Vale, vale -dijo Garfein.

– ¿La matrícula ha llevado a algún sitio?

– Al mismo sitio que el nombre y la dirección. Llamamos a tráfico en Arkansas, pero es una pérdida de tiempo. En un sitio como éste, hasta los clientes normales se inventan el número. No aparcan delante de la ventana de recepción cuando vienen a buscar la llave, así que este señor no puede verificarlo. De cualquier forma, dudo que se tome la molestia alguna verdad, ¿eh?

– No hay ninguna ley que me obligue a verificarlo -dijo el gerente.

– Ni las alianzas.

– Ni las alianzas, ni las licencias matrimoniales ni nada. Adultos consentientes, no es asunto que me concierne.

– Puede ser que Ricone quiera decir algo en italiano -sugirió Garfein.

– Es una buena idea -dijo Durkin.

Le pidió al gerente un diccionario italiano. El hombre le miró atónito.

– Y le llaman a esto un motel -dijo Durkin negando con la cabeza. Seguro que tampoco tienen Biblias.

– En casi todas las habitaciones hay una.

– Oh, ¿de veras? ¿Justo al lado de la televisión con películas pornos? ¿O a mano, junto a la cama de agua?

– Sólo hay dos habitaciones con camas de agua -dijo el pobre imbécil-. Hay que pagar un suplemento por la cama de agua.

– Menos mal que Ricone era un tacaño -dijo Garfein-. De otro modo, Cookie habría acabado ahogada.

– Hábleme de ese hombre -dijo Durkin-. Descríbale.

– Pero si ya…

– Lo va a repetir otra vez. ¿Qué talla?

– Alto.

– ¿Mi talla? ¿Más bajo? ¿Más alto?

– Yo…

– ¿Cómo iba vestido? ¿Llevaba sombrero, corbata?

– No me acuerdo.

Empujó la puerta, entró, le pidió una habitación. Rellenó su ficha. Le pagó al contado. A propósito, ¿cuánto cuesta una habitación como esa?

– Veintiocho dólares.

– No está mal. Supongo que las pornos no están incluidas en el precio.

– No, hay que meter monedas.

– Muy práctico. Veintiocho dólares no es caro, y para usted es rentable si alquila la habitación más de una vez. ¿Cómo le pagó?

– Ya se lo he dicho, al contado.

– ¿En billetes de cuánto? ¿Cuánto le ha dado? ¿Dos billetes de quince?

– Dos billetes de…

– ¿Uno de veinte y uno de diez?

– Me parece que fueron dos de veinte.

– ¿Y usted le dio doce pavos de vuelta? Eh, un momento, tuvo que sumar el impuesto, ¿verdad?

– Sumaba veintinueve cuarenta con el impuesto.

– Y él le dio cuarenta pavos y usted le devolvió el cambió.

Un resorte se accionó en la cabeza del gerente cuando dijo:

– El me dio dos de veinte y cuarenta centavos sueltos. Yo le devolví uno de diez y uno de uno.

– Se da cuenta. Se acuerda de la transacción.

– Sí, es verdad. Más o menos.

– Ahora dígame cómo era. ¿Blanco?

– Sí, sí. Era blanco.

– ¿Gordo? ¿Delgado?

– Delgado pero no muy delgado. Esbelto.

– ¿Barba?

– No.

– ¿Bigote?

– Puede. No lo sé.

– Pero había algo, algo que le llamó la atención.

– ¿Qué?

– Eso es lo que quiero que me diga, John. ¿Ese es su nombre? ¿John?

– Normalmente me llaman Jack.

– De acuerdo Jack. Ahora se acuerda de él. Vamos, ¿cómo tenía el pelo?

– No presté atención a su pelo.

– Por supuesto que lo hizo. El se inclinó para firmar y usted vio su cabeza, ¿recuerda?

– Yo no…

– ¿Era calvo?

– Yo no…

– Lo vamos a poner delante de uno de nuestros dibujantes -dijo Durkin-. Acabará recordando algo. Y cuando uno de estos días, nuestro jodido destripador sicópata mete la pata, cuando le pongamos la mano encima en el acto o saliendo por la puerta, se parecerá tanto al retrato robot de nuestro dibujante como yo a Sara Blaustein. Ella parecía realmente una mujer, ¿eh?

– Más bien se parecía a un fiambre.

– Lo sé. Un fiambre en el mostrador de una carnicería.

Nos encontrábamos en su coche, conduciendo sobre la accidentada superficie del puente de Queensboro. El cielo comenzaba a abrir. Había dejado atrás el sentimiento de fatiga y mis emociones como mis nervios estaban a flor de piel. Curiosamente me sentía vulnerable; la más pequeña cosa me podía hacer estallar de risa o cubrirme de lágrimas.

– Me pregunto qué efecto produciría -dijo Durkin.

– ¿El qué?

– Recoger a alguna con ese aspecto. En la calle, en un bar, o en donde sea. Te la llevas a cualquier sitio, ella se despelota y ¡Bang! sorpresa. ¿Cuál sería su reacción?

– No lo sé.

– Desde luego que si es una que se hizo la operación, puede que nunca te enteres. Sus manos no me parecieron grandes. Hay mujeres con manos enormes y hombres con manos diminutas. De manera…

– Ya.

– A propósito de sus manos, ella tenía un par de anillos. ¿Reparó en ello?

– Sí.

– Uno en cada mano.

– ¿Y?

– Él no se los llevó.

– ¿Por qué iba a llevárselos?

– Usted decía que se llevó el de Dakkinen.

No respondí. El me habló pausadamente.

– Matt, ¿aún piensa que Dakkinen fue asesinada por un motivo?

Sentí como me subía la cólera, como si se tratara de una aneurisma arterial. Hice un tremendo esfuerzo por controlarme.

– Y no me hable de las toallas sucias. Es un estrangulador, un maldito loco, lo bastante sutil para planear sus golpes y montar su número a su manera. No es el primero con que nos encontramos.

– He recibido una advertencia para que dejara el caso, Joe. Una advertencia que me ha enviado alguien muy serio.

– ¿Y qué? ¿Ha sido asesinada por un sicópata pero puede que haya algo referente a su vida que algunos de sus amigos no desean que salga a la luz. Puede que tuviera un amiguito casado, como usted piensa, e incluso si hubiera muerto de la escarlatina no le debe gustar que usted ande revolviendo en sus cenizas.

Me recite mentalmente mis derechos: Tiene derecho a permanecer callado. Ejercí mi derecho.

– A menos que figure que Dakkinen y Blaustein tuviesen un lazo en común. Digamos que eran hermanas de leche. Perdón hermano y hermana. O quizá fueran hermanos, quizá Dakkinen se hizo la operación años atrás. Demasiado alta para una mujer. ¿No le parece?

– Quizá Cookie sea una pantalla de humo.

– ¿Cómo es eso?

A pesar mío seguí hablando:

– Puede que la matara para desviar sospechas -señalé-, para hacer que parezca una serie de muertes al azar. Para esconder el móvil de la muerte de Kim Dakkinen.

– Desviar las sospechas. ¿Qué sospechas?

– No lo sé.

– No hay ninguna maldita sospecha. Apenas nos ocupábamos de este asunto. Pero esto va a cambiar. No hay nada que excite tanto a la prensa como una serie de muertes al azar. Los lectores están ávidos de noticias así, las espolvorean en los cereales del desayuno. Cualquier pretexto es bueno para sacar analogías con Jack el Destripador. Los redactores jefes se chiflan por eso. Y no dejarán el asunto hasta que no hayamos encontrado al culpable.

– Probablemente.

– ¿Sabe lo que es usted, Scudder? Usted es un testarudo.

– Quizás.

– Su problema es que trabaja por su cuenta y no lleva más que un caso a la vez. Yo tengo tanta basura en mi mesa que es un placer cuando puedo librarme de algo. Pero usted no, usted se agarra a ello tanto tiempo como puede.

– ¿Cree que es así?

– No lo sé. Es eso lo que parece -soltó una mano del volante y me dio unas palmaditas en el antebrazo-. No quiero ser un rompehuevos, pero cuando me encuentro con un caso como éste, una víctima descuartizada hasta ese punto, trato de atrapar una pista y es como quien atrapa un pez con las manos y se escapa por cualquier sitio. De cualquier manera usted hizo un buen trabajo.

– ¿Lo cree así?

– Sin ninguna duda. Hemos dejado escapar algunas cosas. Y algunas las que usted ha encontrado nos servirán para dar con el demente. ¿Pero quién sabe?

Yo lo único que sabía, era que no podía más.

Se calló mientras cruzábamos el centro. Llegamos delante de mi hotel, frenó y me dijo:

– Lo que dijo Garfein antes. Puede ser que Ricone quiera decir alguna cosa en italiano.

– No será difícil comprobarlo.

– Claro que no. Si todo fuera así de fácil… Lo comprobaremos y tenemos muchas posibilidades que sea el equivalente de Jones en italiano.

Subí a mi habitación me desvestí y me dejé caer en la cama. Diez minutos después me levanté de nuevo. Me sentía sucio y me dolía la cabeza. Me di una ducha vaporosa y me cepillé hasta casi arrancarme la piel. Salí de la ducha, me dije a mí mismo que era un estupidez rasurarme antes de acostarme pero me afeité de todas formas. Cuando acabé me puse un albornoz y me senté en el borde de la cama. Luego me instalé en el sillón.

Te recomiendan que nunca esperes a tener hambre, ni ceder a la cólera, ni estar muy sólo o muy cansado. Cualquiera de esos cuatro estados puede romper tu equilibrio y empujarte a la bebida para restablecerlo. Tenía la impresión de haber atravesado los cuatro durante el día y la noche. Pero, curiosamente, no sentía deseos de beber.

Extraje el revólver del bolsillo de mi abrigo. Empezaba a devolverlo a su sitio en el cajón de la cómoda, luego cambié de idea y me acomodé de nuevo en el sillón, girando el arma en mis manos.

¿Cuándo había sido la última vez que había hecho un disparo?

No tenía que pensar mucho. Había sido aquella noche en Washington Heights cuando había perseguido a dos delincuentes armados por la calle, les abatí y, al mismo tiempo, abatí a una muchachita. Durante el resto de tiempo que estuve en el cuerpo tras aquel incidente no volví a tener ocasión de sacar mi revólver de servicio y menos de utilizarlo. Y con toda seguridad podía decir que no había vuelto jamás a disparar un arma desde que dejé el cuerpo.

Y esa noche fui incapaz de ello. ¿Tuve tal vez la intuición de que los ocupantes del coche eran críos borrachos en vez de asesinos? ¿Pensé acaso que valía más esperar a ver lo que pasaba antes de disparar?

No. Desde luego no fue eso lo que me pasó.

Yo estaba petrificado. Si en vez de un crío con una botella de whisky fuera un gángster con una metralleta, tampoco hubiera sido capaz de apretar el gatillo. Mi dedo se había paralizado.

Abrí el revólver, retiré las balas del tambor y lo cerré. Apunté el arma vacía a la papelera, al otro extremo del cuarto, y apreté dos veces el gatillo. El clic del percutor sobre la recámara vacía me pareció muy fuerte y seco.

Apunté al espejo, sobre la cómoda. ¡Clic!.

Eso no probaba nada. Estaba vacío, sabía que estaba vacío. Podía llevármelo a una galería de tiro, cargarlo, disparar a los blancos y eso tampoco probaría nada.

Me preocupaba que fuera incapaz de disparar. Y a la vez estaba contento de que ocurriera de esa manera, porque de otro modo habría vaciado el arma en aquel coche de críos, probablemente mataría a alguno de ellos y mi tranquilidad de espíritu habría recibido un buen golpe. A pesar de mi fatiga, pasé un buen rato tratando de aclarar este enigma. Estaba contento de no haber disparado a nadie, y aterrorizado por lo que podía implicar el hecho de que fuera incapaz de disparar. Mi mente daba vueltas como un perro persiguiendo su cola.

Me quité la bata, me metí en la cama y fui incapaz de detenerme. Me vestí de nuevo en ropa de calle, usé el extremo de una lima de uñas como destornillador y desmonté el revólver para limpiarlo. Puse las piezas en un bolsillo y los cartuchos sin usar en otro junto a los dos cuchillos confiscados a mi agresor.

Ya era de día y el cielo aparecía despejado. Caminé hasta la Novena Avenida y luego hacia arriba hasta llegar a la calle 58, donde arrojé los dos cuchillos a una alcantarilla. Atravesé la calle y caminé hasta otra alcantarilla y me quedé parado un momento con las manos en los bolsos, una cerrada sobre los cartuchos, la otra tocando las piezas del revólver.

¿Por qué cargar con un arma de fuego que no vas a usar? ¿Por qué llevar un revólver inútil?

En el camino de vuelta a mi hotel me detuve en una tienda de ultramarinos. El cliente delante de mí compró dos paquetes de seis botellines cada uno de licor a base de malta. Yo compré cuatro barras de chocolate, comí una mientras caminaba y las otras tres en mi habitación. Luego saqué las piezas del revólver de mi bolso y lo monté de nuevo. Cargué cuatro de las seis recámaras y puse el arma en el cajón de la cómoda.

Me metí en la cama, me decidí a quedarme ahí, ya durmiera o no. La idea me hizo sonreír cuando sentí como me abandonaba el sueño.