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TREINTA Y UNO

Salimos de la vieja estación de bomberos en el auto. Yo iba sentado detrás, Chance delante con su gorra de chofer sobre la cabeza. Unas manzanas más allá detuvo el auto y puso la gorra en la guantera, mientras que yo me uní a él delante. El tráfico había decrecido considerablemente de manera que la vuelta a Manhattan fue rápida y silenciosa. Guardábamos una cierta distancia el uno del otro, como si nos hubiéramos dicho cosas que no tuvimos que habernos dicho.

No había ninguna nota en recepción. Subí a mi cuarto, me mudé, me detuve un momento antes de salir y cogí el 32 del cajón de la cómoda. ¿Tenía algún sentido cargar con un arma de la que era incapaz de servirme? No tenía ninguno, de todas formas lo puse en el bolsillo.

Salí a la calle y compré el diario, y sin pensarlo demasiado entré en Armstrong y me senté en una mesa. Mi mesa habitual, en la esquina. Trina vino hasta mí, me dijo que hacía mucho tiempo que no me veía y anotó lo que iba a tomar: hamburguesa con queso, ensalada y café.

Ella se había marchado a la cocina cuando tuve la repentina visión de un martini con ginebra seco, sin hielo, pero en un vaso frío. No solamente lo podía ver sino también podía sentir el aroma de la ginebra, el gusto de la cáscara de limón. También lo sentí bajar por la garganta, refrescante.

Pensé: no, no es posible. Mierda.

La necesidad de un trago se fue tan rápidamente como había venido. Concluí que era un espejismo, una alucinación creada por el ambiente en Armstrong. Había bebido tanto alcohol en ese sitio y durante tantos años. Después de mi último paso por el hospital me habían negado el consumo y yo no había vuelto a poner los pies en ese suelo. Era, pues, lógico que pensara en beber. Eso no significaba que tuviera que beber.

Tomé la comida y bebí una segunda taza de café. Leí el diario, pagué la cuenta y dejé una propina. Para entonces era hora de ir a St. Paul's.

El testimonio consistió en una versión etílica del sueño americano. El conferenciante era un muchacho de origen pobre de Worcester, Massachusetts, que había trabajado para pagar sus estudios en la universidad, llegó a conseguir el puesto de vicepresidente de una cadena de televisión, pero el alcohol le arruinó toda su carrera. Acabó en Los Angeles de la manera más miserable, bebiendo alcohol puro en Pershing Square. Luego descubrió la doble A, y recuperó todo lo que había perdido.

Hubiera podido encontrar algo inspirante si hubiera querido. Pero mi atención estaba en otra cosa. En el funeral de Sunny; en lo que me había contado Chance, y sobre todo, en el doble asesinato al que trataba de encontrar un sentido.

Maldita sea. Estaba convencido que todas las piezas estaban ahí, delante de mi nariz.

Me marché durante el coloquio, antes de que fuera mi turno de hablar. Ni siquiera me apetecía repetir mi nombre una vez más. Volví a mi hotel, rechazando la idea de ir a pasar un rato a Armstrong.

Llamé a Durkin. No estaba, colgué sin dejar recado y llamé a Jan. No hubo respuesta. Quizá todavía no había salido de su reunión. Y era probable que cuando saliera fuera a tomar un café, con lo que no volvería hasta las once.

Pude haberme quedado hasta el final de la reunión y luego ir a por un café con los otros. Podía reunirme con ellos ahora. El Cobb's Corner no estaba muy lejos.

Pensé en ello. Finalmente decidí que no quería ir.

Cogí un libro pero no entendía nada de lo que leía. Lo cerré, me desvestí, me metí en el cuarto de baño y abrí la ducha. No necesitaba ducharme, que demonios. Si había tomado una ducha aquella mañana, y la actividad más fatigosa había sido ver a Chance hacer pesas. Entonces, ¿qué necesidad tenía de una ducha?

Cerré el grifo y me volví a vestir.

Me sentía como un león en una jaula, descolgué el teléfono. Hubiera llamado a Chance si no tuviera que telefonear a su servicio primero y esperar luego a que él contestara a mi recado, lo que no me apetecía. Llamé a Jan que todavía no había vuelto. Llamé a Durkin que seguía sin estar. De nuevo no dejé recado.

Tal vez estuviese en aquel lugar de la Décima Avenida remojando bien sus neuronas. Pensé en ir hasta allí y buscarlo, pero comprendí que no sería a Durkin lo que buscaría, sino una excusa para franquear la puerta de ese establecimiento y apoyar el tacón contra el reposapiés de cobre de la barra.

¿Es que acaso tenía un reposapiés de cobre? Cerré los ojos y traté de recordar el lugar. Al cabo de un momento, me vino la imagen y los olores del alcohol, de la cerveza rancia y de la orina. El viciado aroma de una taberna que acoge tu llegada.

Pensé: has tenido nueve días y has ido a dos reuniones hoy, una al mediodía y otra por la tarde, y no has sentido verdaderos deseos de una copa. ¿Qué demonios te ocurre, entonces?

Si iba al bar de Durkin, bebería. Si iba a Farell's o a Polly's o al bar de Armstrong, bebería. Si me quedaba en mi cuarto acabaría loco, y cuando estuviera suficientemente loco saldría de esas cuatro paredes, ¿para ir a dónde? A cualquier bar donde echar un trago.

Me obligué a permanecer allí. Había aguantado el octavo día y no había ninguna razón por la que no pudiera aguantar el noveno. Me quedé sentado, mirando el reloj de vez en cuando, dejando a veces pasar un minuto entre dos vistazos a las manecillas. Finalmente, cuando fueron las once, salí a la calle y detuve un taxi.

Todos los días hay una reunión a las doce en una iglesia morava situada en la esquina de la calle 30 con Lexington Avenue. Las puertas se abren una hora antes de que dé comienzo la reunión. Llegué hasta allí y me senté, y una vez que el café estuvo listo me serví una taza.

No presté la más mínima atención al testimonio del coloquio. Lo importante para mí era estar allí y sentirme seguro. La mayoría de los asistentes eran personas que habían dejado de beber no hace mucho tiempo y que lo estaban pasando mal. ¿De otro modo por qué iban a estar ahí a una hora como esa?

Había también alguna gente que todavía no había dejado de beber. De hecho tuvimos que sacar a uno de ellos, demasiado bebido, pero los otros no causaron problemas. Era, pues, una sala repleta de gente pasando una hora.

Cuando la hora pasó, ayudé a doblar las sillas y a vaciar los ceniceros. Otro de los colaboradores en ese menester se presentó como Kelvin y me preguntó cuánto hacía que lo había dejado. Le dije que hoy era mi noveno día.

– Eso es formidable -dijo-. Vuelve por aquí.

Siempre dicen lo mismo.

Salí a la calle e hice un gesto a un taxi que pasaba, pero cuando se acercó a la acera y comenzó a frenar cambié de opinión y moví la mano indicándole que no se detuviera. Aceleró la máquina y se alejó.

No quería volver a mi habitación.

De manera que caminé varias manzanas hacia el norte hasta llegar al edificio de Kim. Con muestras de seguridad pasé delante del portero y subí al apartamento. Sabía que había un ropero lleno de botellas pero no me importaba. Ni siquiera tuve deseos de vaciarlas en el fregadero como lo había hecho la otra vez con la de Wild Turkey.

En su habitación, examiné el joyero. No buscaba verdaderamente el anillo verde. Tomé el brazalete de marfil, abrí el broche, lo probé en mi muñeca. Me era demasiado pequeño. Fui a la cocina a buscar servilletas de papel. Envolví cuidadosamente el brazalete y lo guardé en mi bolsillo.

Tal vez le gustara a Jan. Lo había imaginado varias veces en su muñeca, en su buhardilla y durante el servicio fúnebre.

Si no le gustaba no tenía por qué llevarlo.

Me acerqué al teléfono y lo descolgué. La línea todavía no estaba cortada. Me dije que lo sería más tarde o más temprano, al igual que el apartamento sería, tarde o temprano, limpiado y desalojado de las pertenencias de Kim. Pero, por el momento, estaba igual, como si ella hubiera salido a hacer la compra.

Colgué el teléfono sin haber llamado a nadie. Hacia las tres me desvestí y me eché en su cama. No cambié las sábanas. Me parecía que su perfume, aún perceptible, constituía una presencia en la habitación.

Sin embargo eso no me robó mi sueño.

Me desperté cubierto de sudor, persuadido de que había resuelto el caso en un sueño y que había olvidado la solución. Me duché, me vestí y salí de ahí.

Había varios avisos en mi hotel, todos ellos de Mary Lou Barcker. Ella me había telefoneado ayer, justo antes de que yo me marchara, y un par de veces esa mañana.

Cuando la llamé, me dijo:

– He estado tratando de ponerme en contacto con usted. Le hubiera llamado a casa de su amiga, pero no recordé su apellido.

– Su número no está en la lista.

Y yo no estaba allí, pensé sin llegar a decirlo.

– Estoy tratando de localizar a Chance -prosiguió-. Pensé que tal vez usted haya hablado con él.

– La última vez fue alrededor de las siete de ayer por la noche. ¿Por qué?

– No sé dónde encontrarle. La única manera que conozco es llamando a su servicio.

– Yo no conozco otra.

– Oh, ¿pensaba que tal vez usted tuviera un número especial?

– No. Solamente el de su servicio.

– He llamado allí. Siempre contesta a mis llamadas. No sé ya cuantos avisos le he dejado y aún no me ha llamado.

– ¿Es la primera vez que ocurre?

– Sí en un montón de tiempo. Empecé a telefonearle ayer a mitad de la tarde. ¿Y qué hora es ahora? ¿Las once en punto? Son ya más de diecisiete horas. El nunca estuvo tanto tiempo sin contactar con su servicio.

Pensé en la conversación que mantuve con él en su domicilio. ¿Había llamado a su servicio, mientras que estábamos juntos? No me parecía.

Las otras veces en que nos habíamos visto llamaba cada media hora más o menos.

– Y no es sólo yo -seguía diciendo Mary Lou-. Tampoco ha llamado a Fran. La he llamado y me ha dicho que a ella tampoco le había devuelto los avisos que le ha estado dejando.

– ¿Y Donna?

– Ella está aquí conmigo. No queremos quedarnos solas. ¿Y Ruby? Tampoco sé dónde está Ruby. Su número no contesta.

– Está en San Francisco.

– ¿Está dónde?

Le resumí lo que había ocurrido con Ruby. Ella escuchaba y pasaba al mismo tiempo la información a Donna.

– Donna está recitando a Yeats -me dijo-. "Los bordes no aguantan, el centro se tambalea". O algo así. Pero es verdad que todo se está desmoronando.

– Voy a tratar de localizar a Chance.

– ¿Me llamará cuando dé con él?

– La llamaré.

– Mientras tanto, Donna se va a quedar aquí, no haremos ningún cliente y no abriremos la puerta. Ya le he dicho al portero que no deje subir a nadie.

– Bien hecho.

– He invitado a Fran a venir, pero no tiene ganas. Me dio la impresión de estar colocada. La voy a volver a llamar, y en vez de invitarla le voy a decir que venga.

– Buena idea.

– Donna dice que los tres cerditos se van a esconder en la casita de ladrillo, esperando a que el lobo baje por la chimenea. Me gustaría que siguiera con Yeats.

No descubrí nada telefoneando al servicio. Tomaron nota de mi recado con gusto, pero se negaron a decirme si Chance había llamado recientemente.

– Estoy segura que no tardará en ponerse en contacto con nosotros -me dijo una señora-. No me olvidaré de darle su recado.

Llamé a información en Brooklyn y conseguí el número de la casa en Greenpoint. Lo marqué y dejé que sonara una docena de veces. Recordaba lo que me había dicho acerca de los timbres, pero de todas las maneras valía la pena intentarlo, por si acaso.

Llamé a Parke Bennet. La subasta de los objetos de arte africano y oceánico estaba prevista a las dos de la tarde.

Me duché y me rasuré, tomé un bollo y un café y leí el periódico. El Post se las había arreglado para seguir con el Destripador en primera página, pero tuvieron que esforzarse para ello. En el Bronx, en la sección de Bedford Park, un hombre había apuñalado a su mujer tres veces con un cuchillo de cocina, antes de llamar a la policía y contárselo. Esto hubiera ocupado, normalmente, un par de párrafos en una de las últimas páginas, pero el Post lo había puesto en primera página con unos titulares que preguntaban: ¿Lo habrá inspirado el estrangulador del hotel?

Asistí a la reunión de las doce y media y llegué a Parke Bennet unos minutos pasadas las dos. La subasta no se celebraba en la misma sala donde habían estado expuestos los objetos. Para poder sentarse había que estar en posesión de un catálogo de las piezas puestas a la venta, y ese catálogo costaba cinco dólares. Le expliqué al encargado que buscaba a una persona y exploré la habitación con la mirada. Chance no estaba.

El encargado no estaba dispuesto a permitir que me quedara sino compraba un catálogo. Preferí pagar que discutir. Solté los cinco dólares y me hice con un catálogo, una inscripción y un número de comprador. No quería la inscripción, no quería el número, no quería el puñetero catálogo.

Estuve sentado durante casi dos horas, mientras que los lotes eran adjudicados a mazo limpio uno tras otro. A las dos y media ya tenía la certeza de que no iba a venir, sin embargo permanecía sentado porque no se me ocurrió otra cosa mejor que hacer. No presté ninguna atención a la subasta y de vez en cuando miraba a ver si veía a Chance. Cuando faltaban veinte minutos para las cuatro, el bronce de Benín salió a oferta, fue adjudicado por sesenta y cinco mil dólares lo que era un poco más de lo estimado. Era la pieza estelar de la subasta y una gran parte de los ofertantes se fueron tras ser vendida. Yo me quedé unos minutos más, conocedor de que no iba a venir, siempre agarrado al problema que me obsesionaba desde hacía días.

Tenía la sensación de que tenía todas las piezas del caso. Tan sólo restaba ponerlas juntas.

Kim. El anillo de Kim y la chaqueta de visón de Kim. Cojones. Maricón. La advertencia. Octavio Calderón. Cookie Blue.

Me incorporé y me marché. Estaba atravesando el vestíbulo cuando una mesa repleta de catálogos de ventas anteriores llamó mi atención. Cogí un catálogo de una subasta de joyas celebrada hace unos meses y la ojeé. No me dijo nada. Lo volví a colocar en la mesa y pregunté al encargado quién era el experto en joyas y piedras preciosas.

– Usted tiene que ver al Sr. Hillquist -me respondió, y me indicó a que sala dirigirme señalando con el dedo en esa dirección.

El Sr. Hillquist estaba sentado delante de un escritorio de una forma tan espigada que parecía que me había estado esperando todo el día. Me presenté y le dije que me gustaría conocer el precio aproximado de una esmeralda. Me preguntó si podía ver la piedra, y le respondí que no la llevaba conmigo.

– Tendrá que traerla -apuntó-. El valor de una piedra está en función de una serie de variables: Tamaño, color, corte, brillo…

Puse la mano en el bolsillo, toqué el 32, palpé alrededor de él y encontré el vidrio verde.

– Es más o menos de este tamaño -le dije.

Se ajustó al ojo una lupa de joyero y tomó el vidrio de mi mano. Lo observó tenso por un instante, luego clavó el otro ojo sobre mí.

– Esto no es una esmeralda -articuló pronunciando a golpes las sílabas, como si hablara a un niño o a un chiflado.

– Lo sé. Es un trozo de cristal.

– Exacto.

– Pero es el tamaño aproximado de la piedra de la que le estoy hablando. Soy detective privado. Estoy tratando de calcular el valor de un anillo que ha desaparecido. Yo…

– Ah -dijo suspirando-. Por un momento pensé…

– Sé lo que pensó.

Se quitó la lupa del ojo, la posó en el escritorio delante de él.

– Cuando uno está en mi lugar, uno está a la disposición del público. Usted no se puede ni imaginar la gente que me viene a ver, las cosas que me muestran, las preguntas que me hacen.

– Sí, me lo imagino.

– No, no se lo imagina.

Levantó el pedazo de cristal y lo observó negando con la cabeza.

– Sigo sin poder decirle el valor -prosiguió-. El tamaño solo es uno de los elementos que entran en la estimación. También está el color, la trasparencia, el brillo. ¿Está seguro que se trata de una esmeralda? ¿Comprobó su dureza?

– No.

– Entonces podía tratarse de un cristal coloreado. Como el… uhmm, tesoro que lleva consigo.

– Sí, podría tratarse de cristal, pero lo que quiero saber es cuánto podría valer si se tratara de una esmeralda.

– Ya entiendo lo que me quiere decir -observó el cristal y frunció el ceño-. Tiene que entender que prefiero evitar ese tipo de estimaciones. Incluso asumiendo que la piedra fuera una esmeralda auténtica, su valor puede variar muchísimo. Puede tener un precio altísimo o uno bajísimo. Puede tener un defecto importante, por ejemplo; o tener una calidad mínima. Existen empresas de venta por correo que ofertan esmeraldas al quilate por sumas ridículas, cuarenta o cincuenta dólares el quilate, y lo que venden no es bisutería. De hecho son esmeraldas auténticas, si bien su valor como piedra preciosa es cero.

– Entiendo.

– Incluso el valor de una esmeralda que tiene las cualidades de una piedra preciosa. Usted podría comprar una piedra de este tamaño -sopesó el vidrio con la mano-, por unos dos mil dólares. Y eso sería una buena piedra, no un zafiro artificial de Carolina del Norte. Por otra parte, una piedra de la mejor calidad, del más bello color, sin el menor defecto, no ya peruana, sino la mejor esmeralda colombiana, puede subir hasta cuarenta, cincuenta y sesenta mil dólares. Y sólo son cifras aproximadas.

No había terminado de hablar pero ya había dejado de escucharlo. No había dicho nada, no había añadido una nueva pieza al rompecabezas, pero había accionado un resorte en mi cabeza. Ahora sabía donde encajaba todo.

Me fui sin olvidarme de mi cubito de cristal verde.