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Me levanté a las diez y media totalmente descansado tras haber dormido tan sólo seis horas. Me duché, me afeité, desayuné un pequeño café con un bollo, luego me dirigí a St. Paul's. Esta vez no entré en el sótano sino en la iglesia, en donde me senté durante diez minutos en un banco. A continuación encendí un par de cirios y escurrí cincuenta dólares en el cepillo de las limosnas. En la oficina de correos de la calle 60 puse un giro postal por valor de doscientos dólares a mi ex mujer en Syosset. Traté de escribir una nota para mandar junto con el dinero pero me salió demasiado piadosa. El dinero era escaso y llegaba con retraso. Ella ya se daría cuenta sin que yo tuviera que contárselo, de manera que le envié el dinero sin más.
Era un día gris, fresco, con amenaza de lluvia. El gélido viento que soplaba giraba en las esquinas con la velocidad de un campeón de eslalom. Un hombre trataba de dar caza a su sombrero delante del Coliseum mientras no dejaba de blasfemar. Tuve el acto reflejo de afianzar el mío agarrándolo por el ala.
Caminé hasta la puerta del banco antes de decidir que lo que me quedaba del adelanto de Kim no justificaba que tuviera que hacer transacciones financieras oficiales. Juzgué más inteligente volver a mi hotel y pagar la mitad de la renta del próximo mes. Para entonces sólo me quedaba uno de los billetes de cien intactos que cambié en billetes de diez y de veinte.
¿Por qué no agarré los mil de mano? Recordé lo que había dicho acerca de la motivación. Bueno, ahora me quedaba solamente uno.
Nada nuevo en el correo: dos circulares y una carta de mi diputado. Nada que tuviera que leer.
Ningún mensaje de Chance. No lo esperaba.
Llamé otra vez a su servicio y le dejé otro mensaje. Ya lo hacía por fastidiar.
Abandoné el hotel y pasé toda la tarde fuera. Tomé dos veces el metro pero anduve casi todo el tiempo. El cielo seguía amenazante, la lluvia aún se contenía, el viento era todavía más violento pero nunca se llevó mi sombrero. Recorrí dos distritos, algunos cafés y media docena de bares. Bebí cafés en las cafeterías, y coca-cola en los bares, hablé con varias personas y tomé algunas notas. Llamé a la recepción de mi hotel alguna que otra vez. No esperaba una llamada de Chance sino que quería saber si Kim me había llamado. Nadie me había telefoneado. Dos veces traté de contactar con Kim y en las dos me encontré con su contestador automático. Ahora todo el mundo tenía una de esas máquinas; uno de estos días todos esos aparatos empezarán a marcar números y a dialogar entre ellos. No dejé ningún recado.
Al caer la tarde entré en un teatro de Time Square. Pasaron dos películas de Clint Eastwood donde interpretaba a un poli que lo arreglaba todo a balazo limpio. El público parecía compuesto en su totalidad por la clase de individuos que eran víctimas de sus disparos. Gritaban de júbilo cada vez que levantaban los sesos a alguien.
Comí cerdo con arroz y vegetales en un restaurante chino-cubano de la Octava Avenida, hice un nuevo alto en mi hotel y me aseguré de que no tenía ningún mensaje. Me fui hasta Armstrong a tomar una taza de café. Me metí en una conversación en la barra y pensé en quedarme un rato más, pero a las ocho y media estaba dispuesto a marcharme, bajar al sótano y asistir a la reunión.
El conferenciante era un ama de casa que se emborrachaba mientras su marido estaba en el trabajo y los niños en la escuela. Contó como uno de los muchachos la encontró totalmente ida en el suelo de la cocina y como ella lo convenció de que se trataba de un ejercicio de yoga para aliviar su dolor de espalda. Todos rompimos en una carcajada unísona.
Cuando me tocó mi turno de hablar, dije:
– Me llamo Matt. Esta noche solo vengo a escuchar.
El bar de Kelvin Small's se encontraba en Lenox Avenue, a la altura de la calle 127. Es un lugar largo y estrecho con una barra que va de punta a punta y una fila de mesas con banquetas en el lado opuesto. Hay un pequeño escenario en la parte del fondo, sobre el que ese día, dos negros muy oscuros con los caballos rapados y gafas de montura redonda y ataviados con trajes al estilo de los Brooks Brothers tocaban jazz tranquilo, uno en un piano de pared, el otro usando pinceles y cimbales. Al oído y a la vista parecían la mitad del viejo Modern Jazz Quartet.
No era difícil oírles una vez dentro ya que el lugar no era especialmente ruidoso. Yo era el único blanco y todo el mundo dejó de hablar para examinarme de arriba a abajo. Había un par de mujeres blancas sentadas en las banquetas junto a hombres negros, un par de negras compartían una mesa y alrededor de una veintena de hombres ocupaban el local. Los había de todos los colores, excepto del mío.
Atravesé la sala en toda su longitud y entré en los urinarios. Un hombre, casi tan alto como para jugar en el baloncesto profesional, peinaba sus cabellos alisados. El aroma de su loción capilar se mezclaba con el tufillo agrio de la marihuana. Me lavé las manos y las froté debajo de uno de esos secadores de aire caliente. Cuando salí el hombre alto seguía trabajando sus cabellos.
Las conversaciones se apagaron de nuevo cuando aparecí por la puerta de los urinarios. Caminé en el otro sentido, lentamente, moviendo los hombros. No estaba seguro en lo que respecta a los músicos, pero a aparte de ellos, juraría que no había persona en el bar que no tuviera al menos una condena. Proxenetas, estafadores, traficantes, jugadores… Sin duda toda la nobleza del mundo.
Un tipo sentado en la barra, en el quinto taburete empezando por la entrada, me llamó la atención. Me llevó un segundo identificarle, ya que antes llevaba el pelo liso y ahora llevaba una especie de peinado africano. Su traje era de color verde lima y sus zapatos estaban hechos con la piel de un reptil, probablemente alguno en vías de extinción.
Cuando pasé por delante de él, señalé a la puerta con la cabeza y salí. Me detuve dos portales más allá junto a una farola. Pasaron dos o tres minutos hasta que apareció con el paso ágil y suelto.
– ¡Hey, Matthew! -dijo extendiendo la mano-. ¿Cómo te va, tío?
No le di la mano. La miró, me miró, giró los ojos, movió exageradamente la cabeza, chaqueó las manos, las frotó contra el pantalón y las colocó en las caderas, diciendo:
– Como ha pasado el tiempo. ¿Te dejaron sin tu botella favorita en el centro? ¿O es que ahora vienes al Harlem a hacer pipí?
– Parece que estás en plena forma, Royal.
Se infló como si fuera un pavo. Su nombre era Royal Waldron y yo conocí una vez a un imbécil policía negro que se apodaba el marrano. Royal me respondió:
– Bueno, compro y vendo, sabes.
– Sé.
– Se justo con la gente y nunca te quedarás sin hincar el diente, es un refrán que me enseño mi mamá. ¿Qué es lo que te ha traído por este barrio, Matthew?
– Estoy buscando a una persona.
– Quizás la encuentres. ¿Ya no estás en la bofia?
– Ya hace bastantes años.
– ¿Y buscas comprar algo? ¿Qué es lo que quieres y cuánto quieres gastar?
– ¿Qué es lo que vendes?
– Casi todo.
– Los negocios siguen yendo bien con los colombianos, ¿no?
– Joder -dijo, y con una mano se limpió la delantera de su pantalón. Imaginé que llevaba una pistola en la cintura de sus pantalones verde lima. Debía haber tantas armas como gente en Kevin Small's-. Los colombianos son gente legal. Solo tratas de no darles motivos para que se preocupen, eso es todo. Tú no has venido por aquí para ligar mercancía, ¿verdad?
– No.
– ¿Qué es lo que quieres, tío?
– Busco a un macarra.
– Joder, acabas de cruzarte con veinte de ellos y a seis o siete putas.
– Busco a un macarra llamado Chance.
– ¿Chance?
– ¿Le conoces?
– Quizás.
Esperé. Un hombre vestido con un abrigo largo venía caminando por la acera parándose en cada pequeño comercio. Parecía que estaba mirando escaparates si no fuera porque cada establecimiento estaba protegido por una valla metálica. El tipo se detenía delante de cada tienda y examinaba la cerradura de la valla como si tuviera especial importancia para él.
– Una forma de ir de compras -dijo Royal.
Un coche patrulla pasó al ralentí. Los dos agentes uniformados nos miraron. Royal les deseó unas buenas tardes. Yo no dije nada y tampoco ellos. Cuando el coche se alejó, Royal dijo:
– Chance no viene mucho por aquí.
– ¿Dónde podría encontrarle?
– No es fácil. Puede aparecer en cualquier sitio y ese sitio quizás sea el último en el que estés pensando. No es cliente habitual en ninguna parte.
– Eso es lo que me han dicho.
– ¿Dónde has estado buscando?
– He estado en un café en la Sexta Avenida esquina con la calle 45, en un piano bar de Village, en dos bares de la calle 40 Oeste.
Royal escucho mi enumeración con aire pensativo.
– No lo vas a encontrar en el burger de Muffin, no trabaja las niñas en esa calle. Eso sí sé. Pero como te dije quizás te lo encuentres ahí cuando menos te lo esperas, ¿entiendes? Lo que quiere decir es que puede asomar el pico en cualquier sitio sin que sea un sitio que frecuente.
– ¿Dónde tengo que buscarlo, Royal?
Me nombró dos o tres sitios. Ya había estado en uno de ellos y había olvidado mencionarlo. Tomé buena nota de los otros y pregunté:
– ¿Qué aspecto presenta? ¿Cómo es?
– Joder tío, es un chulo.
– No te cae bien.
– No tiene por qué caerme bien o mal. Mis amigos, Matthew, son amigos con los que tengo negocios, y Chance y yo no tenemos ningún negocio el uno con el otro. Ninguno de los dos compra lo que el otro vende. El no compra mi mercancía y a mí no me interesan sus conejitos -una irónica sonrisa dejó al descubierto su dentadura-. Cuando tú eres dueño de los caramelos los conejitos te salen gratis.
Uno de los lugares que Royal había mencionado se encontraba en Harlem, en la St. Nicholas Avenue. Hacia allí me dirigí a pie desde la calle 125. Era una calle ancha, comercial, bien iluminada, pero comencé a ser presa de ese miedo irracional de un hombre blanco en un barrio negro.
Doblé a la derecha hacia St. Nicholas Avenue y recorrí un par de manzanas antes de llegar al Club Cameron. Era una pobre imitación del Kelvin Small's: una juke-box reemplazaba a los músicos. El servicio de caballeros estaba sucio y en el reservado al retrete alguien estaba inhalando estrepitosamente. Cocaína, supuse.
No reconocí a ninguno de los nombres sentados en la barra. Me quedé ahí y bebí un refresco de soda mientras miraba las caras de quince o veinte negros reflejadas en el espejo que había detrás de la barra. Pensé en que no era la primera vez en esa tarde en que quizás estuviera mirando a Chance sin saberlo. La descripción que tenía de él coincidía con un tercio de los hombres presentes y haciendo un esfuerzo de la imaginación podía coincidir con los dos tercios restantes. No había podido ver ninguna foto suya. Su nombre no decía nada a mis contactos policiales y, si ese era su apellido no tenía ningún expediente en los archivos.
Los tipos a mi lado me habían dado la espalda. Vi mi imagen reflejada en el espejo: un hombre pálido, vestido con un traje sin un color definido y con un abrigo gris. Mi traje estaba sin planchar y mi sombrero no hubiera tenido un aspecto peor si el viento se lo hubiera llevado. Me encontraba ahí aislado entre dos maniquíes de espaldas como armarios, de solapas extra largas, de botones forrados con tela. Hace tiempo los chulos hacían cola en una tienda de moda de caballeros. Phil Kronfeld en Broadway, para comprar trajes así, pero Kronfeld cerró y ahora no sabía donde se vestían. Quizás debiera de enterarme, era probable que Chance tuviera una cuenta y sería una forma de dar con él.
Salvo que la gente en este oficio no tenía cuenta, ya que pagaban todo al contado. Incluso compran un coche al contado. Desembarcan de un Potemkin, sueltan los billetes de cien y vuelven a casa con un Cadillac.
El sujeto de mi derecha llamó al barman con un gesto del dedo índice.
– Sírvemelo en el mismo vaso -dijo-. Hay que reforzar el sabor.
El barman llenó el vaso con un chorrito de coñac y unos diez centilitros de leche fría. Solían llamar a esa mezcla White Cadillac. Puede que lo sigan llamando así.
Quizás debiera haber probado un Potankin. O quizá debiera haberme quedado en casa. Mi presencia creaba tensiones que poco a poco se iban espesando en la atmósfera del pequeño local. Tarde o temprano alguien se acercaría a mí y me preguntaría qué coño estaba haciendo ahí y sería difícil encontrar una respuesta.
Me fui antes de que eso ocurriera. Un taxi estaba esperando a que el disco cambiara. La puerta del acompañante estaba hundida y la defensa estaba abollada. Esas pruebas confirmaban la destreza del conductor. De todas formas me subí.
Royal me había hablado de otro sitio en la calle 96 Oeste y dejé que el taxi me llevara allá. Eran más de las dos de la tarde y empezaba a sentirme cansado. Entré de nuevo en otro bar donde de nuevo otro negro estaba tocando el piano. El piano parecía estar desafinado pero quizás fuera yo quien lo estaba. Había bastantes parejas mixtas, pero las mujeres blancas que acompañaban a los negros se parecían más a sus amiguitas que a fulanas. Algunos hombres estaba ataviados con trajes elegantes pero ninguno ostentaba la etiqueta y las insignias de los chulos que había visto dos kilómetros más al norte. A pesar de que en el ambiente se respiraba señales de vida fácil y transacciones legales, éste no era menos sutil y menos tranquilo que los antros del Harlem y los anexos a Times Square.
Coloqué una moneda en el teléfono y llame al hotel. Ningún recado. Esa noche el conserje era un mulato con una apetencia mórbida por el jarabe de pecho que parecía no hacerle ningún efecto. Incluso aún podía hacer crucigramas del Times con un bolígrafo descargado. Le dije:
– Jacob, hazme un favor. Llama a este número y pide que te pongan con Chance.
Le pasé el número. Él lo leyó empezando por el último y me preguntó si era Sr. Chance. Le dije que sólo Chance.
– ¿Y si responde?
– Cuelgas.
Me acerqué a la barra y estuve a punto de pedir una cerveza pero me decidí por una Cola-Cola. Un minuto después del teléfono sonó y un muchacho con pinta de universitario lo cogió. Elevó la voz preguntando si había alguien en el lugar llamado Chance. Nadie respondió. Observé al barman. Si el nombre le decía algo no mostró señal de ello. Incluso no sabía con certeza si prestó atención.
Hubiera podido haber jugado a este juego y quizás hubiera descubierto algo. Pero me había llevado tres horas pensar en ello.
Era todo un detective. Bebiendo toda la Coca-Cola de Manhattan e incapaz de encontrar un maldito chuloputas. Me habrá salido barba blanca antes de que le pueda echar el guante a ese condenado.
En la juke-box un disco terminó y otro empezó a sonar: Sinatra. Una idea me vino a la cabeza. Abandoné la Coca-Cola en la barra, salí y tomé un taxi en Columbus Avenue. Me bajé en la esquina de la 72 y caminé media manzana hacia el oeste hasta llegar a Poogan's Pub. La clientela no eran tan negra y yo no desentonaba tanto, sin embargo no buscaba a Chance buscaba a Danny Boy Bell.
No estaba. El barman me dijo:
– ¿Danny Boy? Acaba de irse. Vaya al Top Knot, al otro lado de Columbus. Cuando no está aquí está allí.
Y en electo, allí estaba, sentado en un taburete del final de la barra. Hacía muchos años que no lo había visto pero no me fue difícil reconocerle, no había crecido y su piel no era más oscura.
Los padres de Danny Boy eran ambos negros de tez muy oscura. El había heredado sus rasgos pero no su color. Era albino, tan falto de pigmentación como un ratón blanco. Era esbelto y muy bajo. Presumía de medir un metro cincuenta y ocho pero siempre me pareció que se ponía algunos centímetros de más.
Llevaba un traje de tres piezas y la primera camisa blanca que había visto en mucho tiempo. Su corbata tenía rayas rojas y negras extremadamente discretas y sus zapatos negros estaban bien encerados. Creo que nunca le había visto sin traje ni corbata, o sin unos zapatos resplandecientes. Me dijo:
– Matt Scudder. ¡Dios mío! Sólo tienes que esperar lo bastante para acabar dando con todo el mundo.
– ¿Qué tal estás Danny?
– Más viejo. Han pasado los años. ¿Estás a tiro de piedra y cuándo fue la última vez que nos vimos? Ha pasado una eternidad.
– No has cambiado mucho.
Me examinó un momento y me dijo:
– Tampoco tú.
Pero a su voz le faltaba convicción. Era una voz sorprendentemente normal saliendo de un personaje tan poco habitual, de tono medio y sin acento de ningún sitio.
– ¿Pasabas por aquí o me venía buscando?
– Estuve primero en Poogan's. Allí me dijeron que te encontraría aquí.
– Me siento alagado. Simple visita de cortesía supongo.
– No exactamente.
– ¿Por qué no nos sentamos? Podemos hablar de los viejos tiempos y de los amigos desaparecidos. Y de paso del motivo que te trajo aquí.
Los bares frecuentados por Danny Boy guardaban una botella de vodka ruso en el frigorífico. Eso era lo único que bebía y le gustaba frío como el hielo pero sin ninguna piedra haciendo ruiditos y rebajando el alcohol. Nos instalamos en una mesa del fondo y una velocísima camarera le trajo su brebaje habitual y una Coca-Cola para mí. La mirada de Danny Boy iba de mi vaso a mi rostro.
– Estoy a racionamiento -dije.
– Eso me parece razonable.
– Sin duda.
– Hay que saber moderarse. Déjame decirte algo, Matt. Los antiguos griegos lo sabían todo y sabían moderarse.
Bebió la mitad de su vaso. Se despachaba al menos ocho de esos al día, lo cual suma un litro para un cuerpo de apenas cincuenta kilogramos y nunca parecía sufrir los efectos. Jamás lo vi balbucear o trabarse a la hora de hablar. Siempre era el mismo.
– ¿Y qué? Eso no tenía nada que ver conmigo, ¿verdad?
Eché un trago a la Coca-Cola.
Nos intercambiamos algunas historias. El trabajo de Danny Boy, si es que tenía alguno, era el de informar. Cualquier cosa que le dijeras quedaba archivado en su mente y al juntar piezas de información y cambiarlas de sitio conseguía los suficientes dólares como para que sus zapatos relucieran y que su vaso estuviera siempre lleno. Organizaba encuentros y deducía un porcentaje para sus gastos. Sus manos estaban limpias mientras no tomara plena parte en los numerosos proyectos, la mayoría, de hecho, ilícitos. Cuando estaba en el cuerpo, él era una de mis mejores fuentes de información, un napias que no se hacía pagar en dinero sino en información.
– ¿Te acuerdas de Joe Rudenko? -terció-. Le llamaban Lou el sombrero.
Le dije que sí.
– ¿Te enteraste de lo que le pasó a su madre?
– ¿Qué?
– Encantadora viejecita ucraniana, todavía vivía en el barrio antiguo en el noveno o décimo de la parte Este, donde siempre. Había sido viuda durante muchos años. Debía tener setenta o incluso ochenta. ¿Qué edad puede tener Lou? ¿Cincuenta?
– Puede.
– No tiene importancia. Pues bien, esta encantadora viejecita tenía un amigo, un vejete de la misma edad. La iba a visitar un par de veces por semana y ella cocinaba para él comida ucraniana y, alguna vez iban a ver una película juntos si es que encontraban alguna en que los actores no estuvieran fornicando de principio a fin. He aquí que una tarde, el vejete viene todo excitado porque ha encontrado un televisor en la calle. Alguien lo había arrojado a la basura. Él dice que la gente está loca, que arrojan objetos en buen estado y que él es un manitas, y que la televisión de ella está averiada, y que ésta es en color, y que quizás la consigan reparar.
– ¿Entonces qué paso?
– Entonces enchufa el aparato, lo enciende para ver lo que pasa, y lo que pasa es que el aparato explota. El pierde un brazo y un ojo y la señora Rudenko, que se encontraba sentada enfrente, muere instantáneamente.
– ¿Se trataba de una bomba?
– Exacto. ¿Lo has leído en los periódicos?
– No. Debió habérseme escapado.
– Ocurrió hace cinco o seis meses. Tras la investigación concluyeron que alguien había puesto la bomba en el portal y el destinatario original la había colocado a otro. Quizás se tratara de la mafia, o quizás no, porque todo lo que el vejete pudo decir fue el sitio donde encontró el aparato y eso no sirve de mucho. Lo cierto es que el que recibió el aparato, sospechó lo bastante como para ponerlo en la basura, y el resultado es que acabó matando a la Sra. Rudenko. He visto a Lou y es gracioso, porque no sabía con quién enfadarse. "Es esta maldita ciudad" me dijo. "Esta maldita y puñetera ciudad". Pero, ¿tiene eso para ti algún sentido? Tu vives en mitad de Kansas y un ciclón se te echa encima y te lleva tu casa y te la desmigaja por todo Nebraska. Es la mano de Dios, ¿no?
– Eso es lo que dicen.
– En Kansas Dios se sirve de ciclones, en Nueva York se sirve de televisores asesinos. Quien quiera que seas, Dios o cualquier otro, te sirves de lo que tienes más a mano. ¿Quieres otra Coca-Cola?
– No por el momento
– ¿Qué puedo hacer por ti?
– Busco a un chulo.
– Diógenes buscaba a un hombre honesto. Tu elección es más extendida.
– Busco a un chulo en particular.
– Todos son particulares. Incluso algunos son buena gente. ¿Tiene nombre?
– Chance.
– Ah, ya. Conozco un Chance.
– ¿Sabes dónde lo puedo encontrar?
Danny Boy frunció el ceño, levantó su vaso vacio y lo volvió a posar.
– No frecuenta ningún sitio con regularidad.
– Eso es lo que me dice todo el mundo.
– Es cierto. En mi opinión, creo que todos deberíamos tener un cuartel general. El mío esta aquí en Poogan's. El tuyo lo tienes en Jimmy Armstrong's, o al menos eso es lo último que oí.
– Sí, aún sigo ahí.
– ¿Ves? Me intereso por ti incluso cuando no te veo. Bien vamos a ver, Chance. Ummh… ¿Qué día es hoy? ¿Jueves?
– Sí. Bueno, viernes madrugada.
– No seas tan minucioso. ¿Qué quieres de él, sino te importa decírmelo?
– Hablar un rato.
– No sé dónde está ahora, pero quizás sepa dónde va a estar dentro de dieciocho o veinte horas. Déjame hacer una llamada. Si esa niña aparece, pídeme otro vaso, ¿lo harás? Y otro para ti.
Conseguí llamar la atención de la niña y le pedí que trajera otro vodka para Danny Boy.
– Muy bien. ¿Y otra Coca-Cola para usted?
Había estado sintiendo fuertes deseos de beber alcohol de forma intermitente desde que entré por la puerta pero de repente ese deseo se hizo irresistible. La idea de la Coca-Cola me daba náuseas. Esta vez pedí una bebida gaseosa con jengibre. Danny Boy seguía al teléfono cuando la camarera nos trajo las bebidas. Colocó el refresco delante de mí y el vodka delante del sitio que Danny Boy había dejado vacío. Me esforzaba por no mirar el vaso de vodka, pero no podía mirar otra cosa. Esperé a que Danny Boy volviera a la mesa y vaciara ese maldito vaso.
Respiraba lenta profundamente, bebiendo mi refresco a sorbos y sujetando mis manos para que no volaran al vodka. Por fin vino a la mesa.
– Tenía razón. Mañana por la noche estará en Garden.
– ¿Los Knicks ya están de vuelta? Creía que aún seguían de gira.
– No en el estadio habitual. Creo que hay un concierto rock. Chance irá a la pelea del viernes por la noche en el Felt Forum.
– ¿Siempre asiste?
– No, pero un peso welter llamado Kid Bascomb, está comenzando y Chance tiene interés en él.
– Tiene acciones invertidas en él.
– Puede. O puede que tan sólo sea un interés puramente intelectual. ¿Qué te hace sonreír?
– La idea de que un chuloputas pueda tener un interés intelectual en la carrera de un peso welter.
– Tú no conoces a Chance.
– No.
– Él no es como los otros.
– Comienzo a creerlo.
– De cualquier forma el hecho de de Kid Bascomb luche mañana no asegura que Chance vaya a estar en el Forum. Pero es probable. Si quieres hablarte te costará el precio de una entrada.
– ¿Cómo haré para reconocerle?
– ¿Nunca le has visto? No, es verdad, acabas de decírmelo. Le reconocerás si es que le ves.
– No entre una multitud enfervorizada. Ni cuando la mitad del pasaje son chulos y jugadores.
Reflexionó un momento y preguntó:
– ¿Esa conversación que vas a tener con Chance le va a contrariar?
– Espero que no.
– Es que suele tener resentimientos con la gente que le señala con el dedo.
– No veo por qué.
– Entonces Matt, te va a costar, el precio de dos entradas. Conténtate de que sea una velada en el Forum y no un campeonato en el ring principal de Garden. Las mejores localidades no te costarán más de diez o doce dólares, quince como máximo. Te saldrá como mucho por treinta.
– ¿Vienes conmigo?
– ¿Por qué no? Treinta por las entradas y cincuenta por el tiempo que pierdo. ¿No creo que tu bolsillo lo soporte?
– Puede, si es que vale la pena.
– Siento que tenga que pedirte el dinero. Si se tratase de un meeting de atletismo no te pediría un centavo. Pero, consuélate, te hubiera pedido cien dólares por un partido de hockey.
– Así que después de todo, tengo suerte. ¿Te veo allí?
– A la entrada. A las nueve, así tendremos tiempo de sobra, ¿no te parece?
– Perfecto.
– Trataré de llevar algún distintivo -dijo-, para que no tengas problemas en encontrarme.