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Leí el diario mientras tomaba el desayuno. El agente de Corona seguía en estado grave, pero los médicos esperaban que saliera con vida. Decían que sufriría algunas parálisis que podrían convertirse en permanentes pero aún era pronto para pronunciarse.
En la Gran Central Station, alguien había asaltado a una vagabunda que guardaba todas sus pertenencias en tres sacos, de los cuales le habían robado dos de ellos. En Brooklyn, en el barrio de Gravesand, un padre y un hijo que tenían varios arrestos por estar implicados en temas pornográficos y por lo que el periodista calificaba como vínculos con el crimen organizado, habían huido en un coche que abandonaron posteriormente para refugiarse en la primera casa que encontraron. Sus perseguidores abrieron fuego sobre ellos con sus pistolas y fusiles. El padre había sido herido, el hijo muerto de un disparo, y la joven esposa y madre, que recientemente se había mudado a la casa, se encontraba colgando un objeto en el hall cuando las balas de los fusiles atravesaron la puerta llevándose la mitad de la cabeza.
Seis de cada siete días de la semana hay reuniones matinales en el YMCA de la calle 63. Aquel día el conferenciante dijo:
– Os voy a contar cómo di a parar aquí. Una mañana me desperté y me dije: "Dios, hoy es un hermoso día y nunca me he sentido mejor en mi vida. Mi salud es envidiable, mi matrimonio funciona estupendamente, mi carrera es brillante y no tengo queja de mi estado espiritual. Creo que es hora de unirme a los Alcohólicos Anónimos".
La sala rompió en risas. Cuando terminó, no fueron alrededor de la mesa. Uno levantaba la mano y el conferenciante le daba la palabra. Un hombre joven declaró tímidamente que acababa de llegar a los noventas días. Fue muy aplaudido. Pensé en levantar la mano e imaginar qué podría decir. Lo único que me vino a la mente fue la joven mujer de Gravesand y también la madre de Lou Rudenko, asesinada por un televisor sanguinario. ¿Pero que tenían que ver esas muertes conmigo? Seguía tratando de pensar en algo cuando la reunión llegó a su final y todos nos levantamos para recitar el Padre Nuestro. Era mejor así. De todas maneras no hubiera sido capaz de decidirme a levantar mi mano.
Tras la reunión caminé un rato por Central Park. El sol lucía al fin y era el primer día bueno de toda la semana. Di un largo paseo y observé a los niños, deportistas, ciclistas, patinadores y traté de reconciliar toda esta sana energía con el rostro lúgubre de la ciudad que se reflejaba cada mañana en la lectura de la prensa.
Dos mundos que se montaban uno encima del otro. Algunos de esos ciclistas serían desprovistos de sus vehículos. Algunos de esos niños joviales cometerían algún atraco, jugarían con revólveres y otros serían víctimas de atracos, disparos y navajazos, y alguien se rompería la cabeza tratando de darle un sentido a todo esto.
Cuando salía del parque, fui acosado por un vagabundo con una chaqueta de béisbol que padecía leucoma y que me pidió una contribución de diez centavos para comprar una botella de vino. A pocos metros, a la izquierda, dos colegas suyos compartían una botella de Nigth Train y observaban nuestra transacción con interés. Iba a mandarle al carajo, luego me sorprendí de mi mismo regalándole un pavo. Quizás tratara de no hacerle perder la imagen delante de sus amigos. Se puso a darme las gracias con más efusión de lo que yo podía soportar, y entonces debió de ver algo en mi rostro que lo detuvo. Retrocedió. Yo crucé la calle y tomé el camino de mi hotel.
No tenía ninguna carta, solamente un aviso de Kim diciéndome que la llamara. El conserje se supone que debe anotar la hora de la llamada en la nota, pero este sitio no es el Waldor. Le pregunté si recordaba la hora. Me respondió que no.
Cuando la llamé exclamó:
– Esperaba que me llamara con impaciencia. ¿Por qué no se pasa a recoger el dinero que le debo?
– ¿Sabe algo de Chance?
– Vino a verme, hace poco más de una hora. Todo fue a las mil maravillas. ¿Puede venir hasta aquí?
Le dije que me diera una hora. Subí, me duché, me afeité, me vestí, entonces decidí que no me gustaba lo que llevaba puesto y me cambié. Me estaba anudando la corbata cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo: me estaba arreglando para una cita.
No pude hacer otra cosa que reírme.
Tomé el sombrero, el abrigo y salí. Kim vivía en Murray Hill, en la calle 37, entre la Tercera Avenida y Lexington. Caminé hasta llegar a la Quinta, subí a un autobús, hice el resto del camino a pie. Su edificio databa de antes de la guerra, trece pisos, fachada de ladrillo y, en el hall de entrada había palmeras en tiestos. Le hice saber mi nombre al portero. Llamó al departamento de ella por el teléfono interior para asegurarse de que iba a ser bien recibido antes de indicarme la puerta del ascensor. Había un comportamiento de neutralidad deliberada, y parecía que trataba de retener una sonrisa socarrona. Esto me llevó a pensar que él conocía la profesión de Kim y que me tomaba por un cliente.
Me bajé en la undécima planta. La puerta de Kim se abrió antes de que yo llegara. Kim se detuvo un momento bajo el franco de la puerta y viendo sus trenzas rubias, sus ojos azules, sus pómulos prominentes me imaginé por un instante el mascarón de una nave vikinga.
– Oh, Matt -dijo tendiéndome los brazos. Ella era casi de mi misma talla y, cuando me atrajo contra su cuerpo sentí sus senos y sus muslos firmes y reconocí el olor sazonado de su perfume-. Matt -prosiguió, arrastrándome hacia adentro y cerrando la puerta-. Estoy tan infinitamente dichosa de que Elaine me haya sugerido que me pusiera en contacto con usted. ¿Sabe lo que es? Es mi héroe.
– Lo único que hice fue hablar con ese hombre.
– Yo no sé lo que habrá hecho pero ha funcionado. Eso es lo único que me importa. Siéntese, relájese un momento. ¿Puedo traerle algo de beber?
– No, gracias.
– ¿Café?
– Bueno…, si no es molestia.
– Acomódese, es un momento. Es café soluble, espero que no le importe. Soy demasiado perezosa para hacer café de verdad.
Le dije que era perfecto. Me senté en el sofá y esperé a que lo preparara. La habitación era muy acogedora, poco amueblada pero con muy buen gusto. El estéreo emitía discretamente una música de jazz para piano solo. Un gato negro me observó un momento desde una esquina, luego desapareció de la vista.
Encima de la mesa había algunas revistas: People, TV Guide, Cosmopolitan, Natural History. Sobre el estéreo, colgado de la pared, se veía un póster enmarcado: una exposición de Hooper organizada hace dos años en el museo Whitney. Dos máscaras africanas decoraban la pared. Un tapiz escandinavo, en donde el motivo abstracto se perdía en un remolino de verde y azul, cubría la parte central del piso de madera de roble.
Cuando trajo el café, elogié el encanto del salón. Ella contestó diciendo que desearía quedarse con el piso.
– Pero por una parte -prosiguió-, es mejor así. ¿Sabe a lo que me refiero? A que si sigo viviendo aquí habría cierta gente que seguiría viniendo. ¿Entiende? Hombres.
– Sí, entiendo.
– Además está el hecho de que nada me pertenece. Lo único que es de mi propiedad en esta habitación es el póster. Fui a la exposición y quise llevarme un recuerdo conmigo. El estilo con el que ese hombre pinta la soledad. La gente junta sin estar junta, cada uno mirando en otra dirección. Me ha afectado, de verdad.
– ¿Dónde va a vivir?
– En algún sitio bonito -respondió con seguridad.
Se acomodó en el sofá a mi lado, una de sus largas piernas doblada sobre sus nalgas al mismo tiempo que posaba la taza en equilibrio sobre la rodilla de la otra pierna. Llevaba los mismos vaqueros borgoña que llevaba el otro día en el bar de Armstrong junto con el jersey amarillo. No parecía llevar nada debajo del jersey. Había arrojado las zapatillas antes de sentarse. Las uñas de los pies eran del mismo marrón rojizo que las de las manos.
Observé el azul de sus ojos y el verde de su anillo y luego mi mirada fue atraída por el tapiz. Parecía que alguien había cogido cada uno de los dos colores y los había mezclado con una batidora.
Sopló en el café, bebió un sorbo, se inclinó hacia adelante y depositó la taza sobre la mesa. Sus cigarrillos estaban encima de ella y encendió uno. Dijo:
– No sé lo que le habría dicho a Chance pero realmente lo ha impresionado.
– No veo por qué.
– Me llamó esta mañana y dijo que pasaría por aquí, y cuando llegó aquí yo tenía la puerta trancada y con la cadena de seguridad puesta. De alguna manera sabía que no tenía nada que temer. Sabe, ese tipo de presentimiento que tenemos a veces sin razón.
En efecto, lo sabía. El Estrangulador de Boston no se vio nunca obligado a derribar una puerta. Todas sus víctimas se prestaban a dejarle pasar.
Ella hizo una boquilla con los labios y sopló una columna de humo.
– Él ha sido muy amable. Me ha dicho que nunca se había dado cuenta de que no era feliz y que no tenía intención de retenerme contra mi voluntad. Pareció herido de que yo pudiera pensar semejante cosa de él. ¿Quiere que le diga algo? Casi me hizo sentirme culpable. Y me hizo sentir que estaba cometiendo un grave error, que estaba echando algo que más tarde iba a lamentar. Me dijo: "Tú sabes que nunca vuelvo a coger a la misma dos veces", y yo pensé que estaba loca haciendo lo que hacía. ¿Ve lo que quiero decir?
– Sí, creo que sí.
– Verdaderamente es el rey de la charlatanería. Casi llega a convencerme de que renunciaba a un empleo magnífico, a las pagas extras, a la jubilación. ¡No hace falta exagerar!
– ¿Cuándo tiene que dejar el apartamento?
– Antes de que acabe el mes. Lo más probable es que me vaya primero. Hacer las maletas no es ningún problema. Ninguno de los muebles es mío. Sólo la ropa y los discos y el póster de Hooper pero, ¿quiere saber algo? Creo que se puede quedar donde está. No tengo necesidad de recuerdos.
Bebí unos sorbos de café -era suave para mi gusto-. El disco terminó y a continuación le siguió una composición para piano, batería y bajo. Kim me siguió hablando de la impresión que le había producido a Chance.
– Él me preguntó cómo me las había apañado para dar con usted. Mi respuesta fue vaga. Dije que a través de la amiga de una amiga. Me dijo que no tenía por qué haber contratado sus servicios, que lo único que tenía que haber hecho era hablar con él.
– Lo cual quizá era verdad.
– Quizá, pero no lo creo. Creo que si hubiera comenzado a hablar, suponiendo que tuviera el suficiente coraje para hacerlo, me habría respondido y, al final de la conversación, habría poco a poco cambiado de tema y la historia habría sido descartada. La habríamos dejado de lado, ya que, sin decírmelo abiertamente se las habría arreglado para darme la impresión de que de ninguna manera le podía abandonar, que no me lo permitiría. Sin duda me habría dicho: "Escúchame, zorra, o estás en tu sitio o te quedas sin tu bonita cara". Bueno no diría eso, pero sí lo daría a entender.
– ¿Creyó entender eso hoy? -pregunté.
– No, en absoluto -su mano agarró mi brazo-. Oh, antes de que se me olvide…
Mi brazo soportaba buena parte de su peso cuando se levantó. En unos pocos pasos atravesó la habitación y se puso a rebuscar en su bolso de mano. En un instante ya estaba de vuelta, se sentó de nuevo en el sofá y me tendió cinco billetes de cien dólares. Sin duda eran los mismos que yo había rechazado tres días antes.
– Creo que se merece una gratificación.
– Usted me ha pagado suficientemente.
– Pero ha hecho un trabajo magnífico.
Ella pasó un brazo por detrás del sofá y se inclinó hacia mí. Miré sus trenzas rubias que caían sobre sus hombros y pensé en una mujer que conocía y que tenía una buhardilla en Tribeca. Era escultora y una de sus obras representaba la cabeza de una medusa, con serpientes en vez de cabellos. Kim tenía la misma frente ancha, las mismas mejillas prominentes que la escultura de Jan Kane.
La expresión, sin embargo, no era la misma. La medusa de Jan tenía un aire muy decaído. El rostro de Kim era más difícil de descifrar.
– ¿Son lentes de contacto?
– ¿Qué? Ah, ¿mis ojos? Es el color natural. Un poco extraño, ¿verdad?
– Inhabitual.
Ahora podía descifrar su rostro.
– Hermosos ojos -susurré.
Su boca grande esbozó el comienzo de una sonrisa. Hice un movimiento hacia ella, y al mismo tiempo, ella vino a mis brazos. Era fresca y ardiente. Besé su boca, su cuello, sus párpados cerrados.
Su habitación era amplia e inundada de luz. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra. La vasta cama no estaba hecha y el minino negro dormía sobre una poltrona recubierta de zaraza. Kim cerró las cortinas, me lanzó una mirada tímida y comenzó a desvestirse.
Nuestro capítulo fue un tanto extraño. Su cuerpo era estupendo, de los que hacen soñar, y ella se entregaba por entero. Me sorprendía por la intensidad de mi propio deseo que era casi enteramente físico. Mi mente quedaba curiosamente aparte de su cuerpo y del mío. Era como si nos estuviera observando desde lejos.
La conclusión aportó descanso y liberación, pero nada más. Me retiré y tuve la impresión de encontrarme en medio de un inmenso desierto de arena y de maleza seca. Hubo un momento de tristeza infinita. Sentí el dolor palpitar al fondo de mi garganta y las lágrimas subieron a mis ojos.
Luego ese abatimiento pasó. No sé lo que lo trajo ni lo que se lo llevó.
Ella me dijo sonriendo.
– Bien -dijo sobre sí misma para darme la cara y posó una mano sobre mi brazo-. Ha sido muy bonito, Matt.
Me vestí, rechacé otra taza de café. En la puerta, me agarró de la mano, me dio de nuevo las gracias y prometió darme la dirección y el número de teléfono de su nuevo nido. Yo le dije que no dudara en llamarme sea cual fuese la razón. No nos besamos.
En el ascensor, me acordé de algo que había dicho: "creo que se merece una gratificación". Bueno en cierta manera es una forma de llamar a eso como cualquier otra.
Hice el camino de regreso a mi hotel a pie. Me detuve varias veces, una de ellas fue a tomar un café y un sándwich, otra en una iglesia donde tuve la intención de dejar cincuenta dólares en el cepillo hasta que me di cuenta que no podía. Kim me había pagado en billetes de cien y no tenía suficiente suelto.
No sé por qué ni como cogí esa costumbre de dar limosnas. Esa es una de las cosas que comencé a hacer tras haber abandonado a Anita y a los críos y pasar a Manhattan. Ignoro lo que las iglesias hacen con ese dinero, pero estoy seguro de que ellas no tienen más necesidad que yo. Desde hace tiempo trato de romper con esa costumbre, pero cada vez que toco dinero me entra una sensación de nerviosismo que no puedo calmar hasta que no meto un diez por ciento de la suma en el cepillo de cualquier iglesia. Debe ser una especie de superstición, por eso pienso que una vez que ha empezado debo continuar con ello o sino algo terrible se me echará encima.
Dios sabe que es absurdo. Que haga donativos a la iglesia no va a evitar que ocurran catástrofes.
Este particular donativo tendrá que esperar. De todas maneras me senté durante varios minutos disfrutando de la paz que me proporcionaba la iglesia desierta. Dejé mi espíritu vagar un momento. Al poco un anciano se sentó al otro lado del pasillo. Cerró los ojos y pareció abandonarse en una profunda meditación.
Me preguntaba si estaba rezando. Me preguntaba qué sensación producía el rezar y qué podría aportar a la gente. Cuando me encuentro en una iglesia -no importa cuál- me entran ganas de rezar, pero no sé cómo.
Esa noche asistí a la reunión de St. Paul's, pero fui incapaz de concentrarme en lo que estaban diciendo. Pensaba en otras cosas. Durante el coloquio, el muchacho de la reunión del mediodía anunció que había llegado a los noventa días, y una vez más recibió una ovación por parte de todo el mundo. El conferenciante le dijo:
– ¿Sabes lo que viene detrás de los noventa días? Tus siguientes noventa días.
Cuando llegó mi turno dije:
– Me llamo Matt. Paso.
Me acosté temprano. No tardé mucho en dormirme, pero las pesadillas me despertaron varias veces. Mi pensamiento consciente se escapaba cada vez que trataba de recuperarlo.
Por fin me levanté, salí a desayunar, compré el diario y subí a mi habitación a leerlo. El domingo al mediodía había una reunión no muy lejos de mi hotel. Nunca había asistido pero figuraba en la lista de reuniones. Cuando me decidí a ir ya debía estar acabando. Me quedé en mi habitación leyendo el diario.
Beber hacía que el tiempo pasara volando. Solía sentarme en la barra de Armstrong durante horas, bebiendo café con bourbon, bebiendo despacio, sorbo a sorbo, mientras las horas pasaban. Tratas de hacer lo mismo sin alcohol y no funciona. Es imposible.
Sobre las tres pensé en Kim. Fui hasta el teléfono para llamarla pero me detuve. Nos acostamos juntos porque ese era el regalo que sabía hacer y que yo no sabía rechazar, pero eso no nos hacía amantes. No nos comprometía en nada, y fuera lo que fuera lo que tuvimos entre manos se había acabado.
Recordé sus cabellos y la Medusa de Jan Kane, lo que hizo que me entraran deseos de llamar a Jan. ¿Pero qué conversación podríamos tener?
Podría decirle que iba por el séptimo día y medio sin alcohol. No tenía ningún contacto con ella desde que comenzó a asistir a las reuniones por sí misma. Le había aconsejado evitar a la gente, los lugares y todo lo que estuviera asociado a la bebida, y yo entraba en esa categoría. ¿Y qué? Eso no significaba que ella no quisiera verme. Y por la misma razón tampoco significaba que yo quisiera verla.
Habíamos pasado algunas noches estupendas bebiendo juntos. Quizá podríamos pasar momentos tan agradables sin la bebida. Pero lo más seguro es que fuera como estar sentado en el bar de Armstrong durante cinco horas sin bourbon en el café.
Lo más lejos que llegué fue a buscar su número pero no me atreví a llamarla.
El conferenciante en St. Paul's contó cómo verdaderamente había tocado fondo. Había sido heroinómano durante muchos años. Se había desenganchado y se pasó a la bebida para convertirse en uno de los vagabundos desaliñados de Bowery. Daba la impresión de que había visto el infierno y de que no había olvidado el espectáculo.
En el descanso, Jim me acorraló contra la cafetera. Me preguntó qué tal estaba. Le respondí que no estaba mal. Me preguntó entonces cuánto hace que no bebía.
– Hoy es mi séptimo día.
– Eso es estupendo, Matt. Estupendo.
En el coloquio me dije que quizás me decidiera a hablar cuando fuera mi turno. No sabía si decir que era un alcohólico ya que no estaba seguro de serlo, de todas maneras siempre podía decir que estaba en mi séptimo día o que estaba contento de estar ahí, o cualquier cosa. Sin embargo cuando llegó mi turno dije lo de siempre.
Una vez acabada la reunión, Jim se me acercó cuando estaba recogiendo mi silla de tijera y me dijo:
– ¿Sabes que un pequeño grupo de nosotros solemos parar en el Cob's Corner para tomar un café al salir de aquí. Ya sabes, para cotillear un poco. ¿Por qué no nos acompañas?
– Bueno, me gustaría ir -tercié-. Pero me es imposible esta noche.
– Entonces, ¿en mejor ocasión?
– Por supuesto, Jim.
Podía haber ido. No tenía nada que hacer. Sin embargo me fui a Armstrong y comí una hamburguesa, un pastel de queso y bebí una taza de café. Pude haber tomado lo mismo en Cob's Corner.
En fin, siempre me ha gustado Armstrong los domingos por la noche. No hay mucha clientela; sólo los habituales. Tras haber comido, llevé mi taza a la barra y charlé un rato con un técnico de la CBS que se llamaba Manny y un músico llamado Gordon. Ni siquiera tuve deseos de beber.
Fui a acostarme. Me levanté con un sentimiento de inseguridad que achaqué a un sueño que no pude recordar. Tras ducharme y afeitarme esa extraña sensación seguía ahí. Me vestí, bajé, dejé una bolsa con ropa sucia en la lavandería y un traje y un pantalón en la tintorería. Tomé el desayuno y leí el Daily News. Uno de los columnistas había entrevistado al marido de la joven mujer que había recibido los disparos de fusil en Gravesand. Se acababan de mudar a aquella casa. Era la casa de sus sueños, la oportunidad de vivir finalmente una vida agradable en un barrio agradable. Y ocurrió que esa pareja de delincuentes, tratando de huir, escogieron precisamente esa casa. "Como si la mano de Dios hubiera señalado a Claire Ryzcek", escribió el columnista.
En las noticias breves me enteré de que dos vagabundos de Bowery se habían peleado por una camisa que uno de ellos había encontrado en una estación del metro. Uno de ellos había apuñalado al otro con una navaja de veinte centímetros. La víctima tenía cincuenta años y su asesino treinta y tres. Me preguntaba si el incidente hubiera sido considerado por la prensa si no hubiera tenido lugar bajo tierra. Cuando se matan entre sí en los asilos de Bowery no es motivo de noticia.
Continué pasando las hojas del diario como si esperase encontrar algo en particular. Ese vago sentimiento de malestar seguía sin quitárseme. Tenía la impresión de tener una ligera resaca y tuve que recordarme que no había bebido nada la noche previa. Era mi octavo día.
Fui al banco, deposité parte de los quinientos dólares en mi cuenta y cambié el resto en billetes de diez y de veinte. Entré en la iglesia de St. Paul's para desembarazarme de cincuenta pavos pero había una misa. De manera que me dirigí al YMCA de la calle 63 donde escuché el testimonio más aburrido que había oído hasta la fecha. Me pareció que el conferenciante mencionó cada trago desde la edad de los once hasta ahora. Su voz monótona se convirtió en un suplicio de tres cuartos de hora.
Cuando terminó, me fui a sentar al parque y me comí un perrito caliente que compré a un vendedor ambulante. Volví a mi hotel a las tres, me eché un poco, salí de nuevo a las cuatro y media. Compré el Post y fui a leerlo al bar de Armstrong. Debí haber visto el amplio titular cuando lo compré, pero no presté atención. Me senté en una mesa, pedí un café, miré la primera página y, ¡bang!
"Call-girl masacrada".
Sabía que lo iba a leer. Pero también sabía que no tenía verdadera necesidad de leerlo. Me quedé un momento sentado con los ojos cerrados y el periódico entre mis manos crispadas, tratando de alterar el curso de la historia con la sola fuerza de mi voluntad. Un color -el azul de sus ojos- irradiaba detrás de mis párpados cerrados. Respiraba con dificultad y, de nuevo, esa sensación al fondo de mi garganta.
Pasé esa maldita página y ahí estaba, en la tercera, en el lugar donde sabía que encontraría la crónica. Ella estaba muerta. El muy hijo de puta la había matado.