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Cuando Fidelma y Eadulf salieron de la cámara de la abadesa empezó a sonar la campana que anunciaba el inicio del ientaculum. La hermana cayó en la cuenta entonces de que tenía la boca seca y estaba hambrienta, pero cuando se disponía a dirigirse al refectorio el fraile la retuvo sujetándola del brazo.
– No tengo hambre -observó-, y me gustaría examinar con más detenimiento el cadáver de Athelnoth.
– De eso puede ocuparse el hermano Edgar, el médico.
Eadulf meneó la cabeza convencido.
– Hay algo que me ronda la cabeza, pero no quisiera que os quedaseis sin comer por mi culpa.
– No os preocupéis, no pienso hacerlo -le aseguró la hermana-. Me encontraré con vos más tarde en el cubiculum de Athelnoth. Discutiremos los datos que tenemos del caso.
Dicho esto, se dio la vuelta para seguir a la hilera de hermanos que se dirigían apresuradamente al refectorio. Allí tomó asiento y, ausente, saludó con una inclinación de cabeza a un par de monjas que se habían sentado con ella.
Una hermana entonaba el Beati immaculati que precedía a la lectura diaria; otras distribuían entre las mesas jarras de leche fresca, tarros de miel y paximatium, pan cocido dos veces. Lo único que se oía en la sala era la voz monótona de la hermana que leía los Evangelios.
Fidelma estaba a punto de acabar de comer cuando paró mientes en un fraile de cabello pajizo que se abría camino entre las mesas en dirección a la puerta del refectorio. Se trataba de Seaxwulf. La hermana decidió ignorarlo cuando los ojos del joven se posaron en ella con una mirada extraña. Parecía querer hablar con ella sin ser visto.
Al llegar a la altura de Fidelma, el fraile se detuvo y miró hacia una de sus sandalias. Entonces se agachó y simuló que se la estaba atando.
– ¡Hermana! -exclamó en un susurro y, para sorpresa de la interpelada, en griego-. Hermana, espero que entendáis esta lengua. Sé que no conocéis bien el sajón, y mi irlandés es aún peor; y no quiero que nadie se entere de lo que hablamos.
Fidelma hizo ademán de volverse para decirle que ella también hablaba griego, pero el monje le advirtió casi en un siseo:
– ¡No me miréis! Creo que me están vigilando. Tengo noticias de la muerte de Étain. Id de aquí a diez minutos a la apotheca; nos encontraremos al lado de los barriles en que se almacena el vino.
Seaxwulf se levantó, como si hubiese acabado de atarse la sandalia, y continuó caminando hacia la puerta. Fidelma siguió comiendo, e hizo un esfuerzo por hacerlo sin prisas.
Finalmente inclinó la cabeza sobre el cuenco vacío, se levantó, hizo una genuflexión y abandonó la sala. Paseó por la parte exterior de la puerta de la abadía y por los jardines. Llevaba la cabeza gacha, pero sus ojos iban de un lado a otro en busca de alguien que pudiera estar observándola o siguiendo sus pasos. Una vez hubo rodeado los edificios y estuvo segura de que nadie la espiaba, aligeró el paso, se introdujo en la abadía y se dirigió hacia la entrada del hypogeum, los sótanos abovedados que se extendían a lo largo del edificio.
Se detuvo al llegar al primer tramo de la pétrea escalera de caracol que llevaba a la oscura cripta. En la puerta había un pequeño anaquel de madera en el que descansaban varias velas, junto a una lámpara de aceite en la que se podían prender. Tomó una y la encendió antes de sumergirse en la oscuridad siguiendo la ruta que había hecho en compañía del hermano Eadulf y sor Athelswith.
Debía de haber un camino más corto, pero no deseaba preguntar a nadie el itinerario que había de seguir para encontrarse con Seaxwulf.
En un principio los sótanos de la abadía se habían excavado con la intención de albergar a los miembros de la casa que morían. Las enormes cámaras estaban recubiertas con bloques de piedra arenisca y contaban con arcos que soportaban el peso de las plantas superiores. Constituían un verdadero laberinto en el que se almacenaban objetos de todo tipo. Fidelma intentó recordar el camino a la apotheca en que se guardaban los vinos importados del reino franco, Roma e Iberia.
Al pie de la escalera se detuvo y miró a su alrededor. El ambiente era frío, húmedo e insalubre. Sintió un escalofrío, y se arrepintió de no haber informado a Eadulf. Entonces empezó a caminar despacio a lo largo del pasadizo central. Pasó al lado de una serie de ménsulas de piedra que sostenían ataúdes de madera con los restos de los hermanos que habían ido muriendo en Streoneshalh. El lugar estaba impregnado del rancio hedor de la muerte. Fidelma se mordió el labio al llegar a la pequeña cámara en que se hallaba el cuerpo de la abadesa Étain. El del arzobispo Deusdedit, sin embargo, se había sacado de la abadía para ser incinerado, como solía hacerse con todas las víctimas de la peste amarilla.
Era evidente que el personal de la cocina no hacía ese recorrido cada vez que había que rellenar los jarros de vino. Debía de haber un camino más corto desde las cocinas al almacén de vino.
Arrugó la frente intentando recordar el trayecto que habían recorrido con la anciana domina, y decidió seguir recto.
Al contrario de lo que podría parecer, había corrientes de aire en los sótanos. De vez en cuando, su soplo helado hacía que la vela temblase, lo que era indicio de que existían otros accesos por los que entraba la brisa a las catacumbas, y que debían de dar al exterior de la abadía.
Tras caminar un rato empezó a detectar el olor del vino, mezclado con el hedor agridulce de alimentos rancios que se filtraba desde las cocinas de la gran abadía, situadas encima de su cabeza. Supo entonces que se hallaba cerca de la sección del hypogeum dedicada a almacenar el vino. Se detuvo y miró a su alrededor. La luz de la vela era limitada, por lo que no logró ver nada más allá de su cerco luminoso.
– ¡Seaxwulf! -dijo en voz baja-. ¿Estáis ahí?
El aire le devolvió el eco de su voz, convertido casi en un estruendo. La hermana levantó la vela, lo que hizo que las grotescas sombras que la rodeaban bailasen una danza macabra a su alrededor.
– ¡Seaxwulf!
Se deslizó por entre los barriles, mirando detrás de algunos por si el monje estaba escondido. Entonces se detuvo, con la cabeza ladeada; a sus oídos llegó el sonido de un golpe seco. Con el entrecejo arrugado, hizo lo posible por identificarlo; parecía como si alguien estuviese golpeando madera suavemente.
– ¿Sois vos, Seaxwulf?
No hubo respuesta, pero tampoco cesaron los golpes. Intrigada, la hermana rodeó con cautela los descomunales toneles de vino, pero no halló rastro alguno del afeminado secretario de Wighard.
Por fin descubrió de dónde procedía el sonido: del interior de uno de los barriles. Se detuvo, perpleja.
– ¿Seaxwulf? ¿Estáis ahí?
No parecía un lugar idóneo para esconderse. Los golpes se habían vuelto más audibles. Posó la mano sobre el tonel y pudo sentir las vibraciones de la madera. No obtuvo más respuesta que una sucesión de golpes secos. Toc, toc, toc. Se dio la vuelta y encontró un pequeño taburete; lo acercó al tonel, de manera que pudiese alcanzar su parte más alta, que distaba dos metros del suelo, y asomarse al interior.
Sostuvo en alto la vela con una mano y, tras subir con cuidado al taburete, echó un vistazo dentro, donde encontró a Seaxwulf flotando bocabajo en la roja superficie del vino. Las ligeras ondulaciones del líquido hacían que el cuerpo se moviese con ritmo irregular, de tal manera que su cabeza golpeaba la madera de la tina y producía un sonoro golpeteo. Toc, toc, toc.
Fidelma, sobresaltada, dio un paso atrás, lo que la hizo caer del taburete. La vela salió despedida, y la hermana se agitó con violencia en un intento por agarrarse a algo y evitar así la caída, pero no lo logró y cayó de espaldas. Supo que había golpeado el suelo por la súbita cascada de luces que estalló ante sus ojos inmediatamente antes de que todo se apagase.
Al final de un túnel largo y oscuro, Fidelma oyó un ligero gemido. Parpadeó e intentó distinguir algo en la penumbra. Finalmente el pasadizo desapareció y se hizo la luz; entonces se dio cuenta de que era ella quien gemía.
Ante ella pudo ver el rostro angustiado de fray Eadulf.
– ¿Fidelma? ¿Cómo estáis?
Volvió a parpadear, y entonces todo se hizo más nítido. Supo que se hallaba tumbada en el catre de su propia celda. Por encima del hombro del monje sajón asomaba el rostro gris e inquieto de la anciana domina, que la miraba preocupada.
– Creo que bien -dijo tristemente. Tenía la boca seca-. ¿Puedo beber agua?
Sor Athelswith se inclinó y le puso una taza de loza entre las manos. El agua estaba fría y resultó refrescante.
– Me he caído -dijo la hermana al tiempo que devolvía la taza, aunque en ese mismo instante se dio cuenta de que no era precisamente un comentario muy inteligente.
Eadulf sonrió aliviado.
– Sí, al parecer habéis resbalado de un taburete en la apotheca. ¿Qué diantre estabais haciendo allí?
El recuerdo volvió de súbito a su mente; hizo un esfuerzo por incorporarse. La habían colocado en el lecho vestida por completo. Le dolía la nuca.
– ¡Seaxwulf!
Eadulf frunció el sobrecejo sin entender.
– ¿Qué tiene él que ver en esto? -preguntó exaltado-. ¿Os ha agredido?
Fidelma lo miró extrañada, y tras unos instantes repuso:
– ¿Lo habéis visto?
Eadulf sacudió la cabeza, con la frente aún arrugada.
– La buena hermana parece turbada -musitó sor Athelswith.
Fidelma se inclinó hasta tomar la mano del fraile.
– Han asesinado a Seaxwulf. ¿No lo habéis visto? -insistió.
El hermano volvió a sacudir la cabeza, sin apartar su mirada de la de ella. Sor Athelswith se llevó las manos a la boca con la intención de ahogar un grito. Fidelma intentó levantarse del catre, pero Eadulf se lo impidió.
– Debéis tener cuidado, quizás habéis sufrido lesiones.
– Estoy bien -replicó irritada-. ¿Cómo me habéis encontrado?
La respuesta la proporcionó sor Athelswith:
– Un miembro del personal de cocinas oyó un grito procedente de los sótanos y bajó a ver qué sucedía. Os encontró boca arriba al lado de un barril de vino. Mandó buscarme y hice buscar a Eadulf, que os ha traído hasta aquí.
Fidelma volvió a mirar al fraile.
– ¿Mirasteis dentro del barril que había a mi lado?
– No. No os entiendo.
– En ese caso, volved allí y hacedlo. Han asesinado a Seaxwulf y lo han abandonado en el tonel.
Sin decir nada más, Eadulf se levantó y salió del habitáculo. Fidelma, irritada, hizo un gesto a la metomentodo sor Athelswith para que se retirara, se levantó y se dirigió hacia la mesa, donde habían colocado una jofaina y una jarra de agua. Allí se refrescó la cara. Sentía unas intensas punzadas en la cabeza.
– No hace falta que esperéis, hermana -declaró al ver que la monja se hallaba aún al lado de la puerta-. Y no mencionéis una palabra de esto hasta que os lo digamos; más tarde os daré información más detallada.
La domina salió de la celda sorbiéndose la nariz para dar a entender que había sido herida en su orgullo. Fidelma se mantuvo en pie durante un momento, pero al ver que todo se le hacía borroso de nuevo volvió a sentarse bruscamente y empezó a masajearse las sienes con la punta de los dedos.
Eadulf regresó poco después, sin aliento después de haber estado corriendo.
– ¿Qué? -le preguntó Fidelma antes de darle tiempo a abrir la boca-. ¿Habéis visto el cadáver?
– No. -El fraile sacudió la cabeza-. En el barril no hay cadáver alguno.
Fidelma levantó la cabeza con un movimiento repentino para mirarlo.
– ¿Cómo?
– He mirado en todos los barriles, y en ninguno lo he encontrado.
La hermana volvió a ponerse de pie, con los labios apretados y, al parecer, ningún síntoma de vértigo.
– Yo lo vi. Estoy convencida de que lo ahogaron en el vino. ¡Yo lo vi!
Eadulf le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
– Os creo, hermana. Alguien debe de haberlo sacado de allí después de que os trajésemos aquí.
Fidelma lanzó un suspiro.
– Sí, quizás ha sido eso.
– Lo mejor será que me contéis exactamente qué es lo que ha ocurrido.
La hermana se sentó en el lecho, al tiempo que se frotaba la frente con las manos para aliviar las punzadas que volvía a sentir.
– Os dije que anduvieseis con cautela -la reprendió-. ¿Os duele la cabeza?
– Sí -gruñó sulfurada-. ¿Qué esperáis, después de una caída como la que he sufrido?
El fraile sonrió con comprensión.
– No os preocupéis, iré a la cocina para prepararos un bebedizo que os ayudará.
– ¿Un bebedizo? ¿Otro de los tósigos que decís haber aprendido a preparar en Tuaim Brecain? -gimió.
– Se trata de un remedio a base de hierbas -le aseguró con una sonrisa-. Una mezcla de salvia y trébol rojo. Si os lo bebéis, aliviará el dolor de vuestra cabeza, aunque no creo que vuestro caso sea tan grave, a juzgar por la vitalidad con que protestáis.
Y diciendo esto se marchó para regresar poco después, antes casi de que ella se diese cuenta.
– La tisana no tardará en llegar. Mientras tanto, contadme qué sucedió.
Así lo hizo la hermana, sin circunloquios ni adornos retóricos.
– Debisteis haberme informado de vuestra cita secreta antes de poneros a fisgonear por los sótanos -la amonestó.
Entonces llamaron a la puerta, y una hermana entró con una taza humeante.
– ¡Ah!, la infusión. -Eadulf sonrió-. Quizá su sabor no os resulte agradable, hermana; pero os garantizo que sanará vuestro dolor de cabeza.
Fidelma dio un sorbo al repulsivo bebedizo, y su sabor le hizo torcer el gesto.
– Será mejor que os lo traguéis lo más rápido que podáis -le aconsejó el fraile.
Fidelma hizo un mohín, pero siguió su consejo: cerró los ojos y se lo bebió de un solo trago.
– Tiene un sabor horrible -observó al tiempo que dejaba la taza en la mesa-. Se diría que disfrutáis haciéndome ingerir vuestros nocivos brebajes.
– En nuestra lengua solemos decir que las buenas curas, cuanto más amargas, más seguras -repuso él complacido-. Bueno, ¿dónde nos habíamos…?
– Seaxwulf. Según decís, se han llevado el cuerpo, pero ¿por qué? ¿Para qué querrían matarlo y luego tomarse tantas molestias con el propósito de ocultar su cadáver?
– Está claro que lo asesinaron para evitar que hablase con vos.
– ¿Y qué secreto iría a confiarme? ¿Qué podía ser tan importante para concertar una reunión a escondidas… y para que alguien acabara asesinándolo?
– Quizás el monje conocía la identidad del asesino que buscamos.
Fidelma se sentó en el catre y apretó los dientes con rabia.
– Ya ha habido tres crímenes, tres, y aún estamos tan cerca de resolverlos como al principio.
Eadulf meneó la cabeza.
– No estoy de acuerdo, hermana -observó vehemente.
Fidelma levantó la vista sorprendida.
– ¿Qué queréis decir?
– Si no nos hubiésemos acercado a la solución, sólo habría habido un asesinato: los otros dos se han cometido para evitar que descubramos al asesino. Hemos debido de estar a punto de llegar al final, y eso lo ha obligado a actuar antes de que lo consiguiéramos.
Fidelma se paró a reflexionar.
– Tenéis razón, tal vez es mucho más fácil de lo que pensamos. Tenéis toda la razón, Eadulf.
El aludido esbozó una sonrisa afligida.
– También he descubierto que no todo era mentira en la historia del broche que nos contó Athelnoth.
– ¿Cómo?
Eadulf extendió una mano y en la palma apareció un pequeño broche de plata. Se trataba de un objeto de factura exquisita, adornado con motivos circulares y espirales resaltados con esmalte y piedras semipreciosas. La hermana lo cogió y lo sostuvo en alto, dándole vueltas entre sus dedos.
– Parece claro que proviene del taller de un artesano irlandés -afirmó-. ¿Dónde lo habéis encontrado?
– Cuando el hermano Edgar, el médico, desnudó el cadáver de Athelnoth para hacerle la autopsia, encontramos un pequeño monedero que llevaba pegado al cuerpo con una correa de cuero. Dentro no había nada a excepción del broche. ¡Ah!, y un trozo de vitela con caracteres griegos.
– ¿A ver?
Eadulf se lo dio, algo incómodo.
– Mis conocimientos de griego no me han permitido descifrarlo por completo.
Los ojos de Fidelma se iluminaron.
– Se trata de un poema amoroso, breve y sencillo:
Amor ha agitado mi corazón como a los robles el viento montano.
Dejó escapar un suave suspiro.
– Cada vez que creemos haber resuelto el misterio, éste no hace más que volverse más oscuro.
– No os entiendo. Seguro que no es una adivinanza tan complicada: éste debe de ser el broche que perdió Étain y que Athelnoth pensaba devolverle, aunque no lo encontró cuando nos condujo a su cubiculum con la intención de mostrárnoslo. También parece obvio que estaba escribiéndole un poema de amor a Étain, con el que pretendía ganarse su favor, como señaló la hermana Gwid.
Fidelma le dirigió una mirada de preocupación.
– Si éste es el broche de Étain y Athelnoth tenía la intención de devolvérselo, ¿por qué lo llevaba en un lugar tan resguardado, y junto a un poema de amor? Tal vez lo tenía ahí incluso cuando fingía buscarlo delante de nosotros. En tal caso, sí que estaba mintiendo, pero ¿por qué?
Eadulf sonrió.
– Porque en efecto se había encaprichado con la abadesa. El poema estaba destinado a ella, y probablemente quería conservar el broche de recuerdo. La gente acaba enamorándose de los objetos que pertenecen a la persona amada; en ocasiones descarga su pasión en las cosas.
Los ojos de Fidelma se encendieron.
– ¡Un recuerdo! ¡Qué idiota he sido! Creo que nos habéis acercado a la verdad.
Eadulf la observó desconcertado, sin saber a ciencia cierta si se estaba burlando de él o no.
– Seaxwulf estaba leyendo poesía amatoria griega en la biblioteca la otra noche, y nos preguntó si los amantes solían intercambiarse regalos. ¿Lo veis claro ahora?
El fraile estaba completamente atónito.
– No sé en qué nos puede ayudar este dato. ¿Estáis diciendo que fue Seaxwulf quien mató a Athelnoth?
– ¿Para después ahogarse a sí mismo en un tonel de vino? ¡Usad la cabeza, Eadulf!
Tras proferir una exclamación exasperada, Fidelma se levantó de repente, lo que la hizo tambalearse ligeramente. El fraile, preocupado, la tomó del brazo, y durante unos segundos esperaron a que se recuperase del súbito mareo. Entonces la hermana echó a andar hecha un saco de nervios.
– Bajemos a la apotheca para examinar el barril del que ha desaparecido nuestro tercer cadáver. Hay algo que Seaxwulf debía de llevar y que quizás encontremos allí.
– ¿Cómo estáis? -preguntó el monje con cierta angustia.
– Muy bien -respondió ella. Entonces se detuvo, y en su rostro asomó una sonrisa-. Claro que estoy bien -insistió, con voz algo más suave-. Teníais razón: vuestro preparado era repugnante, pero ya no me duele la cabeza. Tenéis talento, Eadulf; seríais un buen boticario.