171264.fb2 Absoluci?n Por Asesinato - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Capítulo II

Una voz ronca y estridente, a todas luces impregnada de angustia, hizo que la abadesa levantase la vista del escritorio en el que había estado examinando una página de vitela iluminada, y frunciese el ceño contrariada por haber sido distraída de su tarea.

Se hallaba sentada en una oscura habitación de piedra, iluminada por varias velas de sebo colocadas en candelabros de bronce que rodeaban los altos muros. Era de día, pero la única ventana, aunque alta, no dejaba entrar demasiada luz. Por lo demás, la estancia era fría y austera a pesar de los tapices de gran colorido que cubrían lo lúgubre de la construcción. Ni siquiera el fuego cuyos rescoldos languidecían en el vasto hogar situado al fondo de la habitación daba mucho calor.

La abadesa permaneció sentada en silencio durante unos instantes. Su amplia frente y sus rasgos angulosos se vieron surcados por profundas arrugas al tiempo que sus cejas se juntaban. Sus ojos, tan negros que se hacía casi imposible distinguir las pupilas, emitieron un fulgor airado mientras ladeaba ligeramente la cabeza para escuchar el grito. Entonces, abriendo el manto de lana ricamente tejido que cubría sus hombros, posó su mano durante un instante sobre el crucifijo finamente labrado en oro que, sostenido por una sarta de diminutas cuentas de marfil, llevaba al cuello. Sus ropajes y ornamentos hacían evidente que se trataba de una mujer pudiente y de posición por derecho propio.

El grito proveniente del otro lado de la puerta de madera no cesaba, así que, reprimiendo un suspiro de disgusto, acabó por levantarse. Aunque su estatura no era mayor que la de cualquiera, había algo en su porte que le confería un aire autoritario, que en ese momento acentuaban sus rasgos marcados por la indignación.

Entonces llamaron precipitadamente a la puerta de roble, que se abrió casi al mismo tiempo, antes de que la abadesa pudiera responder. En el umbral apareció, nerviosa, una mujer vestida con el sencillo hábito marrón propio de una hermana de la orden. Tras ella, un hombre con prendas de mendigo luchaba por liberarse de dos hermanos musculosos. La actitud de la hermana y su rostro encendido delataban su nerviosismo; parecía tener problemas para expresar las palabras que su cabeza buscaba con ahínco.

– ¿Qué significa esto?

La voz de la abadesa era suave, y sin embargo, sus palabras estaban marcadas por un tono duro como el acero.

– Madre abadesa -comenzó a decir con aprensión la hermana. Sin embargo, antes de que pudiese acabar la frase, el pordiosero se puso de nuevo a gritar incoherencias.

– ¡Contestad! -ordenó impaciente la abadesa-. ¿A qué viene este indignante alboroto?

– Madre abadesa, este mendigo exigió veros, y cuando intentamos expulsarlo de la abadía empezó a gritar y a agredir a los hermanos. -Las palabras salieron de su boca atropelladamente, en un solo golpe de voz.

La abadesa apretó los labios en señal de reproche.

– Acercadlo -ordenó.

La hermana se volvió para indicar a los hermanos que hicieran lo que se les mandaba. En ese momento, el mendigo dejó de forcejear.

Se trataba de un hombre delgado, hasta tal punto que más parecía un esqueleto que una persona de carne y hueso. Sus ojos eran grises, casi incoloros, y su cabeza se reducía a un matojo mugriento de pelo castaño. La tensa piel que recubría su demacrada figura estaba amarilla y apergaminada. Vestía harapos, y era evidente que no pertenecía al reino de Northumbria.

– ¿Qué queréis? -le interpeló la abadesa, mirándolo con aversión-. ¿Con qué objeto causáis semejante escándalo en esta casa de contemplación?

– ¿«Queréis»? -repitió lentamente el vagabundo antes de proferir en otro idioma una retahíla de sonidos entrecortados tan frenética que la abadesa acabó por inclinar ligeramente hacia atrás la cabeza mientras hacía lo posible por seguirlo.

– ¿Habláis mi lengua, la lengua de los hijos de Erín? <sup>*</sup>

Ella asintió con la cabeza al tiempo que su mente traducía. El reino de Northumbria llevaba treinta años aprendiendo de los monjes irlandeses de la isla sagrada de Iona los fundamentos del cristianismo, la erudición y la alfabetización.

– Hablo vuestra lengua con la suficiente destreza -admitió.

El mendigo hizo una pausa para menear la cabeza varias veces de manera muy rápida a modo de asentimiento.

– ¿Sois vos la abadesa Hilda de Streoneshalh?

Ella aspiró impaciente.

– Sí, yo soy Hilda.

– En ese caso, ¡prestad atención, Hilda de Streoneshalh! El aire está preñado de perdición.

La sangre fluirá en esta casa antes de que acabe la semana.

La abadesa dirigió una mirada llena de sorpresa al pordiosero. Le costó algunos segundos recuperarse de su declaración, que él había pronunciado en un tono rotundo, sin ambages. En él no quedaba rastro alguno de la agitación que lo había poseído poco antes. Se mostraba tranquilo, y la miraba con unos ojos que semejaban el gris opaco de un cielo turbio de invierno.

– ¿Y vos, quién sois? -exigió ella al fin, después de haberse recobrado-. ¿Y cómo osáis hacer de profeta en esta casa de Dios?

Los delgados labios del mendigo se abrieron en una sonrisa.

– Soy Canna, hijo de Canna, y he leído todas esas cosas de noche en el firmamento. Pronto acudirá a esta abadía un gran número de hombres grandes y sabios, desde Irlanda, al oeste, Dalriada, al norte, Canterbury, al sur, y Roma, al este. Cada uno vendrá para defender las bondades de sus respectivos caminos para conocer al único Dios verdadero.

La abadesa Hilda hizo un gesto impaciente con su mano delgada.

– Eso lo habría adivinado cualquier palurdo, ¡oh, príncipe de los augures! -respondió enojada-. Nadie ignora que Oswio, el rey, ha convocado a los más destacados eruditos de la Iglesia para debatir si este reino debe seguir la doctrina de Roma o la de Columba de Iona. ¿Por qué nos importunáis con esos chismorreos de cocina?

El vagabundo mostró una sonrisa maliciosa.

– Pero lo que no sabe nadie es que el aire está preñado de muerte. Recordad lo que os digo, abadesa Hilda: antes de que acabe esta semana, la sangre correrá bajo el techo de esta gran abadía y manchará la fría piedra sobre la que se erige.

La abadesa dejó escapar una mueca de desprecio.

– E imagino que, a cambio de algún precio, estáis dispuesto a desviar el curso de dicho mal.

Para sorpresa de la religiosa, el mendigo negó con la cabeza.

– Debéis de saber, hija de Hereri de Deira, que no hay manera de desviar el curso de las estrellas del cielo. No hay modo alguno de alterar su camino una vez que se ha discernido. ¡El día que el sol desaparezca del cielo, correrá la sangre! He venido a advertiros; eso es todo. He cumplido con mi deber ante el Hijo de Dios. ¡No ignoréis mi advertencia!

La abadesa Hilda observó al mendigo mientras éste cerraba firme la boca y levantaba la barbilla en señal de desafío. Se mordió el labio un momento, alterada tanto por los modales del vagabundo como por su mensaje; pero inmediatamente sus rasgos retomaron su expresión severa.

Dirigió una mirada a la hermana que la había interrumpido.

– Llevaos a este charlatán insolente y encargaos de que sea azotado.

Los dos hermanos sujetaron con más fuerza los brazos del mendigo para alejarlo, a rastras y sin que dejara de retorcerse, de la estancia. A su vez, la hermana se dio la vuelta para marcharse; pero en ese momento la abadesa levantó una mano como si quisiera detenerla. La hermana volvió a girarse, al tiempo que Hilda se inclinaba hacia ella y bajaba la voz.

– Decidles que no lo azoten con demasiada fuerza. Cuando hayan acabado, dadle a ese desgraciado un mendrugo de la cocina y dejadlo ir en paz.

La hermana levantó las cejas, dudó un instante si debía cuestionar sus órdenes y enseguida asintió con un gesto y se retiró sin más palabras. La abadesa aún pudo escuchar, desde detrás de las puertas cerradas, la voz estridente del hijo de Canna, que seguía gritando:

– ¡Tened cuidado, abadesa! ¡El día que el sol desaparezca del cielo, correrá la sangre en vuestra abadía!

El hombre se inclinaba hacia delante frente al viento frío. Apoyado en el oscuro roble con que estaba construida la alta proa de la embarcación, buscaba la costa distante con los ojos entornados. El viento, que ululaba suave erizando su pelo negro, encendía sus mejillas y agitaba su hábito marrón de lana vulgar. Estaba agarrado a la barandilla con ambas manos, aunque las subidas y bajadas de la cubierta bajo sus pies eran suaves en virtud de un viento de costa gemebundo que ponía las olas en movimiento incesante. El mar estaba agitado, y las blancas espumas parecían bailar como plumas a lo largo del paisaje gris del mar.

– ¿Es aquello, capitán? -Levantó la voz para llamar al viejo marinero musculoso que se hallaba justo detrás de él.

Era un hombre de ojos brillantes y rasgos muy marcados. Su piel tenía un tono semejante a la caoba debido a toda una vida de exposición a los vientos marinos. Con una mueca, respondió:

– En efecto, fray Eadulf. Aquél es vuestro destino: la costa del reino de Oswio.

El joven al que se había referido como fray Eadulf se volvió con la intención de examinar la costa. El entusiasmo había animado la expresión de su rostro.

La embarcación llevaba dos días circunnavegando lentamente la costa en dirección norte, tratando de evitar las olas más tempestuosas del mar del Norte. El capitán estaba orgulloso de haber gobernado la nave hacia las bahías y las calas más protegidas en busca del refugio que ofrecían las aguas costeras más tranquilas. No obstante, acabó por verse obligado a internarse mar adentro para sortear un gran promontorio cuya costa sobresalía en dirección noroeste hacia las aguas borrascosas.

El capitán, que respondía al nombre de Stuf y era originario del reino de Sajonia, se acercó al joven monje para señalarle:

– ¿Veis aquellos acantilados?

El hermano Eadulf paseó una mirada curiosa a lo largo de los acantilados de arenisca, que alcanzaban una altura de unos cien o ciento veinte metros y daban la impresión de ser muy escarpados. Estaban rodeados en su base por un estrecho cinturón de arena y algún que otro peñasco de superficie accidentada.

– Sí.

– ¿Podéis distinguir la silueta que se recorta en lo alto de los acantilados? Bueno, pues ésa es la abadía de Hilda, Streoneshalh.

Desde aquella distancia, fray Eadulf no podía distinguir gran cosa aparte de la pequeña forma negra que le había señalado el capitán, y que se erigía justo delante de lo que parecía ser una grieta en el acantilado.

– Ése es nuestro puerto -anunció el capitán como si hubiese leído el pensamiento del joven-. Se encuentra en el valle de un río poco caudaloso llamado Esk, que desemboca en el mar a pocos metros por debajo del monasterio. En los últimos diez años se ha ido construyendo un pequeño municipio, al que debido a la proximidad de la abadía de la madre Hilda han dado el nombre de Witebia, «la ciudad de los puros».

– ¿Cuánto tardaremos en llegar?

El capitán se encogió de hombros.

– Quizás una hora. Depende del viento que nos arrastra a la costa y de la marea. Cerca de la entrada del fondeadero hay un arrecife peligroso que se adentra en el mar a lo largo de poco menos de una milla. Aunque no supone un gran peligro…, si se es buen marinero.

Y a pesar de que no añadió: «… como yo», Eadulf tuvo claro cuál era la intención de este comentario.

El hermano Eadulf apartó con desgana la mirada de la costa perfilada por los acantilados.

– Será mejor que informe a su ilustrísima.

Mientras se daba la vuelta, se tambaleó ligeramente y se mordió el labio para contener la maldición que llegó a su lengua de forma espontánea. Había empezado a tenerse por un hombre de mar, y no sin razón, ya que había cruzado en dos ocasiones el ancho mar que separaba Britania de la tierra de Éireaan, y no hacía mucho tiempo que había surcado el que se extendía entre Britania y la Galia, en su viaje de vuelta después de una peregrinación a la misma Roma que había durado dos años. No obstante, había descubierto que en cada viaje necesitaba aclimatarse a las condiciones del mar. Durante los tres días que había estado navegando desde que partieron del reino de Kent, le había llevado todo un día conseguir andares de marino. De hecho, había pasado el primer día enfermo como nunca, postrado en un jergón de paja, gimiendo y vomitando hasta tal punto que pensó que las náuseas y la fatiga lo llevarían irremediablemente a la muerte. Hasta el tercer día no consiguió mantenerse en pie sin que la bilis le subiera a la garganta. De esa manera pudo dejar que la penetrante brisa del mar le limpiase la cabeza y los pulmones, y por fin volvió a sentirse vagamente humano. No obstante, todavía había olas caprichosas que, de cuando en cuando, lo hacían tambalearse para solaz de Stuf y su tripulación.

El capitán tendió una mano callosa, fuerte y bronceada al joven monje con el fin de sujetarlo cuando estuvo a punto de perder el equilibrio, y fray Eadulf lo obsequió con una tímida sonrisa en señal de agradecimiento antes de marcharse. Según se alejaba, Stuf observó divertido sus torpes andares. Una semana más, pensó, y el joven religioso se convertiría con toda probabilidad en un marinero bastante digno. El trabajo duro no tardaría en poner sus músculos de nuevo en forma, pues no le cabía duda alguna de que se habían vuelto flácidos a fuerza de pasar un año tras otro entregado a la oración en claustros oscuros, sin ningún contacto con el sol. Aquel monje tenía planta de guerrero, y esta idea hizo que Stuf sacudiese la cabeza en un gesto reprobatorio: el cristianismo estaba convirtiendo a los guerreros sajones en mujercitas.

El viejo capitán había transportado cargamentos de todo tipo a lo largo de aquella costa, pero era la primera vez que navegaba con una partida de cristianos. Se trataba de unos pasajeros curiosos, por el aliento de Woden. Stuf no ocultaba que prefería adorar a las deidades antiguas, que eran los dioses de sus mayores. De hecho, su propio país de Sajonia estaba empezando a permitir con desgana que los que hablaban del Dios sin nombre cuyo Hijo recibía el de Cristo entrasen en su reino para predicar. Stuf hubiese preferido que el rey de Sajonia siguiese prohibiéndoles enseñar en su territorio. No soportaba a los cristianos ni sus enseñanzas. Cuando le llegase la hora, prefería presentarse en la Sala de los Héroes empuñando su espada, gritando el nombre sagrado de Woden, como habían hecho antes que él sus ancestros, a gimotear el nombre de un dios extranjero en la lengua estrafalaria de los romanos antes de expirar de manera pacífica en el lecho. No era digno de un guerrero sajón pasar a la otra vida de esa manera. De hecho, a un sajón le estaba vedada cualquier vida ultraterrenal si no acudía a la Sala de los Héroes espada en mano.

Por lo que Stuf tenía entendido, el tal Cristo era concebido como un Dios de la paz, de los esclavos y los ancianos. Sin duda era preferible un dios varonil o uno belicoso, como lo eran Tiw o Woden, Thunor, Freyr o Seaxnat, que castigaban a sus enemigos, favorecían a los guerreros y asesinaban a los débiles. Sin embargo, él era ante todo un hombre de negocios, dueño de una embarcación, y el oro de los cristianos era tan bueno como el de cualquiera; así que no era asunto de su incumbencia que su cargamento estuviese constituido por un grupo de religiosos de Cristo.

Se dio la vuelta, de espaldas al viento, y escupió por encima de la borda, al tiempo que levantaba sus ojos sin color, aunque no carentes de brillo, a la enorme vela que se extendía sobre él. Había llegado el momento de arriarla y poner a los treinta y ocho esclavos que manejaban los remos a empujar hacia la costa. Recorrió los veinticinco metros de la nave en dirección a la popa, gritando órdenes a diestro y siniestro.

El hermano Eadulf se abrió paso también hacia la popa para encontrarse con sus compañeros, media docena de hombres que se hallaban tumbados en jergones de paja. Se dirigió a uno de ellos, un hombre de aspecto jovial y cabello gris.

– Hemos divisado Witebia, hermano Wighard -anunció-. Según el capitán, desembarcaremos en una hora. ¿Debo comunicarlo a su ilustrísima?

El hombre regordete sacudió la cabeza.

– Su ilustrísima aún no se encuentra bien -respondió afligido.

Fray Eadulf le dirigió una mirada de preocupación.

– En ese caso, deberíamos llevarlo a proa. Allí el aire le devolverá la salud.

El hermano Wighard volvió a sacudir la cabeza de manera enérgica.

– Sé que habéis estudiado las artes de la medicina, Eadulf; pero curas como ésa pueden llegar a ser mortales, hermano. No interrumpáis por el momento el descanso de su ilustrísima.

Eadulf dudó unos instantes, sopesando de un lado sus conocimientos y creencias y de otro el hecho de que Wighard no era alguien a quien pudiera ignorarse. Era el secretario de Deusdedit, arzobispo de Canterbury, y en ese caso el mismo Deusdedit constituía el objeto de su conversación.

El arzobispo era un hombre anciano. Había sido ordenado por Eugenio I, obispo de Roma y padre de la Iglesia universal, que le había encomendado la tarea de dirigir la misión de Roma en el reino anglosajón de Britania. Nadie podía conversar con él sin el previo consentimiento de Wighard. Los rasgos de querubín de su secretario escondían una mente fría y calculadora, y una ambición tan aguda como la espada más afilada, por lo que Eadulf había podido descubrir durante los pocos días que había vivido en contacto con el monje de Kent. Wighard mostraba un celo extremado con respecto a su posición como secretario y confidente del arzobispo.

Deusdedit tenía el honor de ser el primer sajón en ocupar el cargo que Agustín había inaugurado en Canterbury, cuando llegó de Roma con el propósito de convertir a los paganos sajones al culto de Cristo hacía escasamente setenta años. El puesto de jefe de los misioneros de Roma en tierras de los anglosajones estaba reservado para religiosos romanos. Sin embargo, Deusdedit, nacido en Sajonia occidental, donde recibió el nombre de Frithuwine, había demostrado con creces su erudición, paciencia y entusiasmo hacia la doctrina de Roma. Había sido bautizado en la nueva fe con el nombre de aquel que ha sido entregado (deditus) a Dios (Deus). El santo padre no mostró ningún inconveniente en nombrarlo su portavoz en los reinos anglosajones, así que Deusdedit llevaba ya nueve años guiando los pasos de los cristianos que confiaban en la autoridad espiritual de Roma.

No obstante, la salud de Deusdedit no había sido precisamente buena desde el inicio del viaje, y el arzobispo se había visto obligado a pasar la mayor parte del tiempo aislado de los demás, atendido sólo por su secretario Wighard.

Eadulf vaciló ante Wighard: se preguntaba si no debería ser más enérgico a la hora de ofrecer sus conocimientos de medicina; pero acabó por encogerse de hombros:

– ¿Haréis saber al menos a su ilustrísima que no tardaremos en desembarcar? -preguntó.

Wighard lo tranquilizó con un gesto.

– Se lo diré. Avisadme, Eadulf, si divisáis algún indicio de que en la playa se ha preparado una recepción.

El hermano Eadulf inclinó la cabeza. La vela ya estaba arriada y asegurada, y los quejumbrosos remeros halaban los largos remos de madera para impulsar la suave embarcación. Eadulf permaneció algunos instantes inmerso en la actividad que se estaba desarrollando a bordo mientras la nave parecía planear sobre las aguas en dirección a la costa. Se sorprendió pensando que ése era precisamente el tipo de barco en que sus ancestros debían de haber cruzado, tiempo atrás, el vasto mar con el fin de asaltar y conquistar la fértil isla de Britania.

Los supervisores recorrían las filas de esclavos mientras éstos gruñían y se afanaban con los remos, y los animaban a golpe de látigo o profiriendo gritos cargados de imprecaciones. De vez en cuando se oía un agudo grito de dolor cuando la lengua de un látigo entraba en contacto con la piel sin protección de algún esclavo. Eadulf observaba a los marineros corriendo de un lado a otro, a causa de sus incontables ocupaciones, con una envidia mal contenida. Se conmovió al caer en la cuenta de lo que estaba pensando.

No tenía derecho a envidiar a nadie, ya que fue él quien dio la espalda al cargo hereditario de gerefa, o magistrado, de las tierras del jefe de Seaxmund's Ham cuando alcanzó la edad de veintiún años. En aquel momento abjuró de los dioses del South Folk, en el reino de Anglia Oriental, para seguir al nuevo Dios cuyo credo les había llegado de Irlanda. Lo convenció, siendo joven y entusiasta, un irlandés que, aunque hablaba un sajón terrible, consiguió hacerse entender lo suficiente para lograr su propósito. Su nombre era Fursa, y no sólo le enseñó a leer y escribir en su sajón nativo, lengua que Eadulf no había visto por escrito con anterioridad, sino que también lo inició en el conocimiento de las lenguas latina e irlandesa, y lo convirtió a la doctrina de Cristo, el Hijo de aquel Dios sin nombre.

Eadulf había llegado a ser un discípulo tan capaz que Fursa le proporcionó cartas de presentación y lo envió a su Irlanda natal, en un primer momento a un monasterio de Durrow en el que se formaban y educaban estudiantes de todos los rincones del mundo. Pasó un año estudiando entre aquellos piadosos hermanos, si bien, tras interesarse por los remedios y los poderes curativos de los apotecarios irlandeses, acabó ampliando sus estudios durante cuatro años en la famosa escuela de medicina de Tuaim Brecain, donde aprendió las artes del legendario Midach, hijo de Diancecht. Éste había muerto asesinado, y de las trescientas sesenta y cinco articulaciones, tendones y miembros de su cuerpo habían brotado otras tantas hierbas diferentes, cada una de las cuales tenía la propiedad de curar la parte del cuerpo de la que había germinado.

Este aprendizaje despertó en él la sed de conocimiento, y también le hizo descubrir las dotes que poseía para resolver acertijos. De esta manera, enigmas que para otros eran como una lengua desconocida representaban para él adivinanzas de fácil solución. Daba por sentado que dicha facultad estaba relacionada con el conocimiento oral del derecho sajón que había adquirido a través de su familia, que ocupaba la posición de gerefa hereditario. En ocasiones, aunque no con demasiada frecuencia, había lamentado haber renegado de Woden y Seaxnat, pues, de lo contrario, él también habría sido gerefa del jefe de Seaxmund's Ham.

Al igual que muchos otros monjes sajones, había seguido las enseñanzas de sus mentores irlandeses en lo referente a las costumbres litúrgicas de su Iglesia, el calendario de la celebración de la Semana Santa, tan relevante para la fe cristiana, e incluso el estilo de su tonsura, que anunciaba que habían dedicado sus vidas a Cristo de manera incuestionable. No fue hasta su regreso de Irlanda cuando Eadulf trabó conocimiento con los religiosos que seguían, a través del arzobispo de Canterbury, la autoridad de Roma. De esta manera, descubrió que las prácticas de la Iglesia romana no eran las de los irlandeses ni tampoco las de los británicos. No sólo se diferenciaban en la liturgia, sino también en el calendario de Semana Santa. Incluso su tonsura difería en gran medida de la de Roma.

Eadulf decidió resolver este misterio, y con esta intención emprendió una peregrinación a Roma, tras la cual pasó dos años estudiando con los maestros de la Ciudad Eterna. Cuando regresó al reino de Kent, lo hizo exhibiendo en su coronilla la corona spinea, la tonsura de Roma, y ansioso por ofrecer sus servicios a Deusdedit, dedicado a los principios de la doctrina romana.

Y por fin había llegado el momento en que los años de disputas entre el dogma de los monjes irlandeses y los romanos parecían tocar a su fin. Oswio, el poderoso rey de Northumbria, cuyo reino había sido convertido por los monjes irlandeses del monasterio de Columba, situado en la isla sagrada de Iona, había decidido convocar una gran asamblea en la abadía de Streoneshalh en la que abogados de ambas doctrinas discutirían sus creencias. Finalmente, el rey juzgaría los resultados para decidir, de una vez por todas, si su reino debía someterse a Roma o a los irlandeses. Y de todos era sabido que lo que hiciera Northumbria sería secundado por los demás reinos anglosajones, desde Anglia Oriental y Mercia hasta Wessex y Sussex.

Clérigos procedentes de los cuatro puntos cardinales estaban llegando a Witebia, y no tardarían en enclaustrarse en la sala del monasterio de Streoneshalh que dominaba el diminuto fondeadero. Eadulf lo observaba todo, sintiendo una gran emoción a medida que la nave se acercaba a los altos acantilados y el negro contorno de la impresionante abadía de Hilda de Streoneshalh se hacía más claro a sus ojos.


  1. <a l:href="#_ftnref1">*</a> Nombre antiguo de Irlanda (N. del T.)