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Capítulo IV

La gran campana de la abadía anunció con su tañido la inminencia del inicio oficial del sínodo. Al menos, pensó Fidelma, ambas partes parecían estar de acuerdo en definir a la asamblea de dignatarios cristianos con el término griego synodós. El de Streoneshalh prometía ser uno de los más importantes, tanto para la Iglesia de Iona como para la romana.

Sor Fidelma ocupó su asiento en el sacrarium de la abadía, ya que la capilla, al ser la parte más espaciosa del templo, se había reservado para uso de la asamblea. El ambiente estaba envuelto en un murmullo general que daba la impresión de estar producido por un número incontable de personas hablando al mismo tiempo. El amplio sacrarium de paredes de piedra y elevado techo abovedado tenía la facultad de amplificar el sonido al producir eco. Con todo, y a pesar de la amplitud del lugar, Fidelma se vio asaltada por una pasajera sensación de claustrofobia ante la visión (y el olor) de la multitud de religiosos que se hacinaban en los distintos asientos. A la izquierda del sacrarium se agrupaban, en filas de oscuros bancos de roble, los partidarios de la doctrina de Columba; a la derecha, aquellos que defendían la de Roma.

Nunca antes había visto Fidelma tal número de dirigentes de la Iglesia de Cristo reunidos. Además de religiosos, que lucían sus hábitos distintivos, había allí congregadas otras personas cuyas ricas vestiduras revelaban que eran nobles de muy diferentes reinos.

– Impresionante, ¿verdad?

Fidelma elevó su mirada y se encontró con que el hermano Taran se abría camino hasta el asiento que ella tenía al lado. Gruñó para sus adentros; había mantenido la esperanza de poder evitar al pretencioso hermano, cuya compañía había llegado a resultarle agotadora tras el largo viaje desde Iona.

– No había visto una reunión tan impresionante desde que el año pasado asistí a la Gran Asamblea de Tara -fue su fría respuesta cuando él quiso saber su opinión. Y lo más impresionante, añadió para sí misma, era el putrefacto olor corporal que impregnaba el sacrarium a pesar de los incensarios que habían sido estratégicamente colocados para fumigar la sala. «Una muestra decepcionante de la higiene de los religiosos northumbrios», pensó en tono de censura. Entre los hermanos irlandeses era costumbre bañarse a diario, y cada nueve días se hacía uso del tigh'n alluis comunal, o sea, «la casa del sudor», en la que unas brasas de turba hacían que los usuarios sudasen copiosamente, tras lo cual se sumergían en agua fría para volver a entrar después en calor mediante enérgicas friegas.

Se sorprendió a sí misma pensando en el monje sajón con el que se había topado la tarde anterior: emanaba un olor a limpio, una vaga fragancia de hierbas aromáticas. Al menos parecía haber alguien entre los sajones que sabía mantenerse aseado. Arrugó la nariz en señal de desaprobación mientras miraba alrededor con la intención de encontrar al monje entre los bancos de los romanos.

De pronto apareció la hermana Gwid, con la cara encendida, como si hubiese estado corriendo, y se deslizó hasta el asiento que quedaba libre al otro lado de Fidelma.

– Habéis estado a punto de perderos la apertura del sínodo. -Fidelma esbozó una sonrisa mientras la desgarbada muchacha hacía lo posible para recuperar el aliento-. ¿No deberíais sentaros con la abadesa Étain, en uno de los bancos de los abogados, para prestarle vuestros servicios como secretaria?

La hermana Gwid negó con una mueca.

– Dice que me llamará en caso de que me necesite hoy.

Fidelma volvió a centrar su atención en la cabecera del sacrarium. En uno de los extremos habían erigido un estrado y sobre él, un asiento regio. Se hallaba vacío, obviamente, a la espera de la llegada del rey Oswio en persona. A ambos lados, aunque algo más atrás, se habían dispuesto varios asientos más pequeños, que ya habían sido ocupados por un grupo de hombres y mujeres: gente de grandes riquezas y elevada posición, a juzgar por sus ropajes y alhajas.

Fidelma se dio cuenta de repente de que el hermano Taran, pese a todos sus defectos, podía serle útil a la hora de identificar a cada una de las personas allí reunidas. A fin de cuentas, ésa era su segunda misión en Northumbria, y sin duda debía de estar bien informado.

– Muy fácil -respondió el picto cuando ella señaló a los que ocupaban los puestos contiguos al asiento regio-. Se trata de los familiares más cercanos de Oswio. La que acaba de tomar asiento es la reina.

La hermana observó a la mujer de rostro severo que se encontraba en el asiento más cercano al trono. Se trataba de Eanflaed, y Fidelma no tuvo que rogar a Taran que la pusiese al día de los pormenores: el padre de Eanflaed había sido antaño rey de Northumbria, pero su madre era princesa de Kent, por lo que ella fue educada según la doctrina romana en este último reino. No muy lejos se hallaba su capellán privado, un sacerdote llamado Romano de Kent, que se ceñía de manera estricta a los dictados de Roma. Era un hombre bajito de piel morena, cabello rizado y expresión que Fidelma no habría dudado en calificar de mezquina. Sus ojos daban la impresión de estar demasiado juntos, y sus labios eran excesivamente delgados. De hecho, según le confió Taran en tono de complicidad, corría el rumor de que lo que había llevado a Oswio a convocar el debate había sido la insistencia de Eanflaed, respaldada por Romano.

Eanflaed era la tercera esposa del rey, y había contraído matrimonio con él poco después de su acceso al trono, de lo cual hacía unos veinte años. Oswio se había casado en primeras nupcias con una britana, Rhiainfellt, princesa de Rheged, cuyo pueblo seguía la doctrina de la Iglesia de Iona. Su segunda esposa, tras fallecer aquélla, había sido Fín, hija de Colman Rimid, el norteño rey supremo, Uí Néill, de Irlanda.

Fidelma expresó su sorpresa ante esta información, pues no conocía la relación que unía a Oswio con el rey supremo.

– ¿Qué le ocurrió a ella? ¿También murió?

Fue la hermana Gwid quien se encargó de responder:

– Se divorciaron -declaró en tono aquiescente-. Fín acabó por darse cuenta de hasta qué punto odiaba a Oswio y su país. Tuvo con él un hijo, al que llamaron Aldfrith, pero se lo llevó a Irlanda, donde fue educado en la fundación del piadoso Comgall, el amigo de Colmcille, en Bangor. Ahora goza de gran renombre como poeta en lengua irlandesa; es conocido como Flann Fína, y ha renunciado a su derecho de sucesión a la corona de Northumbria.

Sor Fidelma sacudió la cabeza.

– Según la ley sajona, el primogénito es quien hereda el trono. ¿Era Aldfrith el primogénito?

La hermana Gwid se encogió de hombros con aire indiferente, pero Taran señaló hacia el estrado.

– ¿Veis al joven sentado inmediatamente detrás de Eanflaed, el del cabello rubio y la cicatriz en la cara?

Fidelma dirigió la mirada en la dirección que le indicaba Taran, y casi al mismo tiempo se preguntó por qué sentía ese desprecio repentino por el hombre al que éste había señalado.

– Ese es Alhfrith, el hijo de Oswio y Rhiainfellt, su primera esposa. Es el reyezuelo de la provincia meridional de Deira al que nos referimos ayer. Se dice que está a favor de la Iglesia romana y que rechaza la adhesión de su padre a la de Iona. Ha expulsado del monasterio de Ripon a los monjes fieles a la doctrina de Colmcille para entregárselo a su amigo Wilfrid.

– Y Wulfric de Frihop es su mano derecha -murmuró Fidelma.

El joven tenía un aspecto hosco y agresivo. Quizás ése era motivo suficiente para sentir aversión por la forma arrogante en que se arrellanaba en su asiento.

La mujer de gesto adusto que se encontraba al lado de Alhfrith era al parecer su esposa, Cyneburh, la resentida hija del difunto Penda de Mercia, muerto en batalla a manos de Oswio. A su lado, con una actitud igual de áspera, se hallaba Alhflaed, hermana de Alhfrith, que había contraído matrimonio con Peada, hijo de Penda de Mercia. Las apostillas de Taran se volvieron mucho más animadas llegadas a este punto. Según relató, Alhfrith había sido el responsable de la muerte de Peada, acaecida un año después de que este último hubiese convenido en ser nombrado reyezuelo de Mercia, prometiendo así fidelidad a Oswio. Sin embargo, corría el rumor de que Alhfrith también había puesto sus ambiciosos ojos en dicho reino.

El lugar inmediato al de Eanflaed, la esposa de Oswio, estaba ocupado por el primogénito de ambos, Ecgfrith, un joven de dieciocho años huraño y siniestro. Sus ojos negros no encontraban un momento de descanso, mientras que él no dejaba de moverse en su asiento. Taran indicó que su máxima ambición era la de ocupar el trono de Oswio antes de ser mucho más viejo, y que profesaba una gran envidia a su hermanastro mayor, Alhfrith, a quien correspondía por ley la sucesión de la corona. El único otro vástago de Oswio que se hallaba presente era su hija Aelflaed. Había nacido el año en que su padre había logrado derrotar a Penda, por lo que, como prueba de gratitud, el rey la dedicó a Dios y la confió a la abadesa Hilda para que se educase en Streoneshalh en calidad de virgen consagrada a Cristo.

El hermano Taran informó a Fidelma de que Oswio contaba aún con más descendencia: una hija, Osthryth, de nueve años, y un hijo, Aelfwine, de tres. Ambos eran demasiado jóvenes para asistir al debate. Fidelma interrumpió el monólogo entusiasta del hermano acerca de los concurrentes.

– Demasiados datos para una sola sesión. Tendré que ir conociendo a todos a medida que se desarrolle el debate; pero hay aquí tanta gente…

Taran asintió satisfecho.

– Se trata de un debate muy importante, hermana. Aquí no sólo está representada la casa real de Northumbria, sino que también hay otros soberanos. Mirad: ahí está Domangart de Dalriada, junto a Drust, el rey de los pictos; y allí están los príncipes y representantes de Cenwealh de Wessex, Eorcenberht de Kent, Wulfhere de Mercia y…

– ¡Basta! Nunca lograré dominar esos extravagantes nombres sajones. Ya te avisaré yo cuando necesite tus conocimientos.

Fidelma permaneció estudiando el mar de rostros que poblaban la sala, cuando de súbito se abrió la puerta y entró un hombre con un pendón. Según informó Taran puntualmente, se trataba del thuff, el estandarte que siempre precedía al rey para anunciar su presencia. Entonces apareció un hombre alto y atractivo, de músculos bien formados, cabello áureo y largos bigotes, vestido con ropajes ricos y profusamente adornados, y una diadema dorada sobre su cabeza.

Así vio por primera vez Fidelma a Oswio, rey de Northumbria. Se había coronado rey a la muerte de su hermano Oswaldo, que había perdido la vida luchando contra Penda y sus aliados británicos en Maserfeld. Pocos años más tarde, el rey había logrado vengar su muerte al exterminar a Penda y a sus seguidores. Como consecuencia, Oswio poseía el título de bretwalda, que, según informó Taran, lo convertía en señor de todos los reinos anglos y sajones.

Fidelma examinó atentamente al corpulento soberano. Conocía bien su historia: él y sus hermanos habían abandonado Northumbria siendo niños, cuando su padre, el rey, fue asesinado por Eduino, que le había usurpado el trono. Los vástagos reales exiliados se habían criado en el reino de Dalriada, y habían sido convertidos de sus creencias paganas al cristianismo en la isla sagrada de Iona. Cuando el hermano mayor de Oswio, Oswaldo, recuperó el trono y los hizo volver del exilio, pidió a los religiosos de Iona que enviasen misioneros para que adoctrinasen a su pueblo, lo liberasen del paganismo y le enseñasen el arte de la caligrafía, así como a leer y escribir. Para Fidelma, parecía obvio que Oswio se pondría de parte de la Iglesia de Iona. Sin embargo, la hermana recordó que al rey, a pesar de que ejercía de juez supremo en el debate, no le sería fácil sustraerse a la presión de sus herederos y los representantes de reyes menores, que hacían las veces de jurado en el proceso.

Detrás de Oswio, en la procesión que se abría camino a través de la sala, desde la puerta principal hasta los asientos del estrado, se hallaba en primer lugar Colmán, seguido de Hilda y de otra mujer cuyos rasgos se asemejaban a los del rey.

– Ésa es la hermana mayor de Oswio, Abbe -susurró Gwid, rompiendo el silencio que se había apoderado de la sala-. Estuvo exiliada en Iona y es una firme defensora de la liturgia de Colmcille. Es la abadesa de Coldingham, una casa doble situada al norte en la que hombres y mujeres dedican sus vidas y familias a seguir el camino de Cristo.

»He oído decir que el lugar no goza de muy buena reputación -añadió en tono de censura; su voz era incluso más baja de lo habitual-. Se comenta que en la abadía son frecuentes las grandes comilonas, en las que no faltan la bebida y otros entretenimientos.

La hermana Fidelma guardó silencio. Existía un número elevado de cohospitae o casas dobles, y no había nada de execrable en ellas. No le gustaba la forma en que la hermana Gwid parecía insinuar que dicha forma de vida tenía algo de malvado. Era consciente de que algunos ascetas desaprobaban esa costumbre y defendían que todo el que dedicase su vida al servicio de Cristo debería mantenerse célibe. Incluso había oído hablar de grupos de ascetas que cohabitaban sin mantener ningún contacto sexual como una forma de probar la fuerza de su fe y el carácter sobrenatural de la castidad, una práctica contra la que se había pronunciado Juan Crisóstomo de Antioquía.

Fidelma no estaba en contra de que los religiosos de ambos sexos viviesen juntos. Creía, al igual que la mayoría de los seguidores de Roma, de las Iglesias britanas e irlandesas e incluso de las orientales, que los religiosos debían casarse y procrear. Los únicos que ensalzaban el celibato y exigían la separación de sexos entre los religiosos eran los ascetas, y nunca había imaginado que la hermana Gwid pudiese ser una de ellos o respaldase sus postulados. Ella misma estaba convencida de que tarde o temprano acabaría encontrando a alguien con quien compartir su labor; pero aún tenía mucho tiempo para eso, y todavía no había encontrado a ningún hombre que la atrajese hasta tal punto de decidirse a dar el paso. También cabía la posibilidad de que nunca se presentase la ocasión; así es la vida. En cierta medida, envidiaba la seguridad que su amiga Étain demostraba renunciando a su cargo en Kildare para casarse de nuevo.

Volvió a concentrarse en la procesión. El siguiente miembro de la comitiva era un hombre mayor, de rostro amarillento y brillante de sudor. Apoyaba todo su peso en el brazo de otro más joven. Al ver la expresión de este último, Fidelma no pudo menos de suponerle la astucia de un lobo, a pesar de la redondez querúbica de su rostro. Tenía los ojos demasiado juntos y en constante movimiento, como si estuviese buscando a posibles enemigos. Era evidente que el anciano estaba enfermo. La hermana se volvió hacia Taran.

– Deusdedit, arzobispo de Canterbury, y su secretario, Wighard -respondió él antes de que Fidelma hubiese tenido tiempo de articular la pregunta-. Ambos actuarán como principales representantes de nuestros oponentes.

– ¿Y ese señor tan mayor que cierra la marcha?

Acababa de fijarse en el último miembro de la procesión, que daba la impresión de ser centenario. Tenía la espalda encorvada y su cuerpo semejaba más el de un esqueleto andante que el de un hombre vivo.

– Es el hombre que puede persuadir a los sajones en nuestra contra -observó el hermano.

Fidelma levantó una ceja.

– ¿Ése es Wilfrid? Me lo había imaginado más joven.

Taran meneó la cabeza.

– No es Wilfrid, sino Jacobo, al que los sajones llaman James. Hace unos ochenta años, cuando Roma quiso reforzar la misión de Agustín en Kent, envió a un grupo de misioneros encabezado por uno llamado Paulino. Jacobo formaba parte de dicha comisión…, lo que hace suponer que tiene más de dieciséis lustros. Cuando Eduino de Northumbria se casó con Aethelburh de Kent, la madre de la reina Eanflaed (aquí presente) trajo consigo a Paulino en calidad de capellán particular e intentó sin éxito convertir a los habitantes de este reino a la doctrina romana. Después, el misionero huyó con Aethelburh y Eanflaed, que aún era un bebé, a Kent, donde murió veinte años después víctima de la rebelión de los paganos.

– ¿Y Jacobo… James? -insistió Fidelma-. ¿También huyó?

– Permaneció en Catraeth, que los sajones llaman Catterick, donde algunas veces vivía como ermitaño y otras intentaba convertir a los nativos a la fe de Cristo. Estoy convencido de que lo harán comparecer para probar que Roma intentó convertir el reino de Northumbria antes que Iona, y que por tanto este reino debería seguir su doctrina. Tenemos en contra el hecho de que es un personaje venerable que, además, conoció tanto a Paulino como a Agustín.

A su pesar, sor Fidelma estaba impresionada por los conocimientos del hermano Taran.

La procesión llegó por fin a su lugar señalado, y la abadesa Hilda hizo un gesto para que los asistentes se levantasen. El obispo Colmán dio un paso al frente y trazó en el aire la señal de la cruz. Seguidamente elevó la mano e impartió la bendición a la manera de la Iglesia de Iona, es decir, con los dedos índice, anular y meñique extendidos como símbolo de la Trinidad, en lugar de usar los dedos pulgar, índice y medio según la costumbre romana. Esto provocó un ligero murmullo entre los bancos de los partidarios de Roma, pero Colmán prefirió ignorarlo y acabó de bendecir a la concurrencia en griego, lengua usada normalmente en las celebraciones de la Iglesia de Iona.

Entonces le tocó el turno a Deusdedit, que, ayudado por su acompañante, se adelantó y, con un susurro suave que subrayaba aún más su enfermedad, impartió una bendición al estilo romano y en latín. Tras esto, todos volvieron a sentarse, a excepción de la abadesa Hilda.

– Hermanos y hermanas en Cristo, el debate acaba de empezar. ¿Debe nuestra Iglesia, la de Northumbria, seguir la doctrina de Iona, que sacó a esta tierra de la oscuridad en que se hallaba para sumergirla en la luz de Cristo, o por el contrario ha de regirse por la de Roma, desde donde llegó por vez primera dicha luz aquí, a los últimos confines del mundo? La decisión está en vuestras manos. -Dirigió su mirada a los bancos que se hallaban a su derecha y añadió-: Es el momento de presentar los alegatos iniciales. Agilbert de Wessex, ¿estáis preparado para pronunciar vuestro discurso preliminar?

– ¡No! -exclamó una voz estridente. La siguió un silencio que dio paso a un creciente murmullo.

La abadesa levantó una mano. Un hombre delgado de piel morena, expresión altiva y nariz aguileña se levantó de su asiento.

– Agilbert es franco -susurró Taran-, aunque estudió durante años en Irlanda.

– Hace mucho tiempo -empezó a decir Agilbert con voz vacilante y en un sajón tan cerrado que Fidelma se vio obligada a pedir a Taran que hiciese de intérprete-, Cenwealh de Wessex me invitó a convertirme en obispo de su reino. Ocupé dicho puesto durante diez años, pero Cenwealh no estaba contento con mi labor, pues, según él, yo no hablaba bien su dialecto sajón. Así que nombró a Wine para que me sucediese, y yo abandoné la tierra de los sajones occidentales. Ahora se me pide que defienda las prácticas de Roma, pero si mi manera de hablar no es digna de Cenwealh y los sajones occidentales, me temo que tampoco lo es de este lugar. Es por eso por lo que mi pupilo Wilfrid de Ripon se encargará del alegato inicial en favor de la Iglesia de Roma.

Fidelma frunció el ceño.

– El franco parece algo susceptible.

– Tengo entendido que regresa al reino franco porque les ha tomado antipatía a todos los sajones.

Entonces se levantó un hombre más joven, bajito y corpulento, de rostro rubicundo y ademán brusco y agresivo.

– Yo, Wilfrid de Ripon, estoy listo para exponer mi argumentación preliminar.

Hilda inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

– Y del lado de Iona, ¿está lista la abadesa Étain de Kildare para pronunciar su discurso de apertura?

La abadesa se había vuelto hacia los bancos ocupados por los partidarios de la Iglesia de Iona.

No hubo respuesta alguna.

Fidelma estiró el cuello hacia delante y reparó por primera vez en que aún no había visto a Étain en el sacrarium. El murmullo que se había empezado a oír en la sala se convirtió casi en un bramido. Entonces se elevó potente la voz de la madre Abbe:

– Parece que la abadesa de Kildare no se halla presente.

En ese momento se produjo un gran revuelo en torno a una de las puertas del sacrarium, donde Fidelma pudo distinguir la figura de uno de los hermanos, de pie en el umbral, pálido y jadeante.

– ¡Una catástrofe! -exclamó con un alarido-. ¡Oh hermanos, una catástrofe!

La abadesa Hilda dirigió al monje una mirada cargada de cólera.

– ¡Hermano Agatho, os estáis excediendo!

El aludido corrió hacia ella. A pesar de la distancia que la separaba de él, Fidelma pudo ver el pánico dibujado en su rostro.

– ¡Yo no! ¡Acercaos al ventanal y mirad al sol! La mano de Dios lo está borrando del cielo… y el cielo se está oscureciendo. Domine, dirige nos! Se trata, evidentemente, de un mal augurio sobre esta asamblea.

Taran tradujo apresuradamente el discurso a Fidelma, incapaz de entender las atropelladas palabras del sajón.

El sacrarium fue presa de una gran agitación, y muchos de los reunidos corrieron a mirar por los ventanales. De ellos, fue el austero Agilbert el que se volvió hacia los que habían permanecido sentados:

– Es tal como lo ha descrito el hermano Agatho: el sol ha desaparecido del cielo. Un mal presagio recae sobre este proceso.