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Una noche de octubre de 1930, un mes después de las elecciones, hubo un gran alboroto en la Leipzigerstrasse. Unas escuadras de camorristas nazis salieron a manifestarse contra los judíos. Maltrataron a algunos transeúntes de nariz larga y cabello oscuro y destrozaron los escaparates de todas las tiendas judías. En sí, el incidente no fue muy notable. No se produjeron muertes, apenas algún disparo y no se practicaron más de dos docenas de detenciones. Lo recuerdo únicamente porque fue mi primer contacto con la vida política de Berlín.
Fräulein Mayr estaba encantada, naturalmente.
– ¡Que aprendan! -exclamaba-. La ciudad está infestada de judíos. Levantas una piedra y salen un par de ellos arrastrándose. Acabarán envenenando hasta el agua que bebemos. Nos ahogan, nos roban, nos chupan la sangre. Fíjese en todos los grandes almacenes: Wertheim, K. D. W., Landauer. ¿De quién son?¡Sucios judíos ladrones!
– Los Landauer son amigos íntimos míos -le dije fríamente, y salí de la habitación antes de que Fräulein Mayr tuviera tiempo de pensar una respuesta apropiada.
No era del todo cierto. En realidad, jamás había visto a un Landauer, pero antes de salir de Inglaterra un amigo común me había dado una carta de presentación para ellos. Desconfío de las cartas de presentación. Posiblemente jamás la hubiese utilizado si no es por el comentario de Fräulein Mayr. Decidí escribir a Fräulein Landauer en seguida, por espíritu de contradicción.
Natalia Landauer, a quien conocí tres días después, era entonces una colegiala de dieciocho años. Tenía el pelo oscuro y revuelto, tal vez demasiado abundante: la cara, con sus ojos luminosos, resultaba larga y estrecha y me recordó la de un zorrito joven. Me tendió la mano con el brazo rígido, a la última moda de los estudiantes.
– Por aquí, por favor.
El tono era vivaz y autoritario.
El cuarto de estar era grande y acogedor, al estilo de antes de la guerra, un poco recargado. Natalia empezó a hablar en seguida, con un brío arrollador, en un inglés vacilante y ávido, enseñándome discos, fotos, libros, que sólo me permitía ver por un momento.
– ¿Le gusta Mozart?¿Sí? A mí también. ¡Mucho!… Este cuadro está en el Kronprinz Palast. ¿No ha estado nunca? Yo se lo enseñaré un día, ¿sí?… ¿Le gusta Heine? De verdad, por favor -se volvió a mirarme, sonriendo, con una cierta severidad de maestra de escuela-. Léalo. Me parece muy hermoso.
Llevaba un cuarto de hora allí y Natalia había apartado ya cuatro libros para que me los llevara a casa: Tonio Kröger, los cuentos de Jacobsen, un volumen de Stefan George, las cartas de Goethe.
– Tiene que darme su sincera opinión -me advirtió.
De pronto una criada corrió las puertas de cristal del fondo de la habitación y nos encontramos en presencia de Frau Landauer. Era una mujer grande, pálida, con un lunar en la mejilla derecha, el pelo cepillado hacia atrás y recogido en un moño. Estaba sentada plácidamente a la mesa del comedor, junto a un samovar, sirviendo té en los vasos. Había bandejas de jamón y salchichón y una fuente de esas salchichas húmedas y escurridizas que salpican con agua caliente cuando uno las pincha, queso, rábanos, pan moreno y botellas de cerveza.
– Beberá usted cerveza -ordenó Natalia devolviendo uno de los vasos de té a su madre.
Miré alrededor y vi que los muros, en los escasos espacios que cuadros y aparadores dejaban a la vista, estaban decorados con extrañas figuras de tamaño natural, mujeres con el pelo al viento y ojos de gacela, recortadas en papel pintado y sujetas con chinchetas. Eran como una protesta cómica e inútil contra la pesadez burguesa de los muebles de caoba. Adiviné que los había dibujado Natalia. Sí, las había hecho para una fiesta. Quería quitarlas, pero su madre no la dejaba. Siguió una pequeña discusión, parte de la diaria rutina, sin duda.
– Pero si son horribles -gritó Natalia en inglés.
– Yo creo que son muy bonitas -respondió en alemán Frau Landauer plácidamente, sin alzar los ojos del plato, con la boca llena de rábanos y pan.
Cuando acabamos, Natalia me insinuó que tenía que darle las buenas noches a Frau Landauer. Volvimos al cuarto de estar y me sometió a un interrogatorio en toda regla. ¿Dónde vivía?¿Cuánto pagaba de alquiler? Se lo dije y me dijo que había elegido un mal barrio (Wilmersdorf era mucho mejor) y que me estaban estafando. Podría haber encontrado exactamente la misma habitación con agua corriente y calefacción por el mismo precio.
– Debía de haberme consultado -añadió olvidando que acabábamos de conocernos-. Yo misma se la habría buscado.
– Su amigo dice que es usted escritor -prorrumpió Natalia.
– No soy un escritor de verdad -protesté.
– Pero ha escrito un libro, ¿no?
Sí, había escrito un libro.
Natalia dijo con aire de triunfo:
– Ha escrito un libro y dice que no es escritor de verdad. Creo que está usted loco.
Tuve que contarle la historia de Todos los conspiradores, por qué se titulaba así, de qué trataba, cuándo se había publicado, etc.
– ¿Por qué no me deja un ejemplar?
– No tengo ninguno -le dije complacido-, se ha agotado la edición.
Natalia se quedó desconcertada por unos instantes, pero no tardó en volver al ataque.
– ¿Y qué es lo que va a escribir en Berlín? Ande, dígamelo.
Para dejarla contenta empecé a contarle el argumento de un cuento que había escrito unos años antes para una revista de Cambridge. Improvisé todo lo que pude para mejorarlo, y empecé a pensar que la idea, al fin y al cabo, no era tan mala y que quizá podría escribirla otra vez. A cada frase mía, Natalia apretaba los labios y asentía tan bruscamente que el pelo le ondeaba sobre la cara.
– Sí, sí -decía-. Sí, sí.
Al cabo de unos minutos me di cuenta de que no se enteraba de nada. Estaba claro que no llegaba a entender mi inglés, era demasiado rápido y además no elegía las palabras. A pesar del tremendo esfuerzo que hacía para concentrarse, se quedaba mirándome la raya del pelo o el nudo rozado de la corbata. Incluso me miró a hurtadillas los zapatos. Fingí no darme cuenta. Habría sido de muy mala educación y muy poco amable interrumpirme y echar a perder el placer que Natalia encontraba en que yo le hablara de una forma tan íntima de algo mío, como si no fuéramos dos extraños.
Acabé y me preguntó:
– ¿Y cuándo estará lista?
Había decidido hacerse cargo de mi novela, como de todos mis otros asuntos. Le dije que no sabía. Que era muy perezoso.
– ¿Es usted perezoso?-Natalia abrió con burla los ojos-. ¿De verdad? Pues lo siento. No puedo hacer nada por usted.
Le dije que tenía que irme. Me acompañó hasta la puerta.
– Y tráigame pronto su novela -insistió.
– Sí.
– Cuándo?
– La semana que viene -prometí débilmente.
Dos semanas después volví a ver a los Landauer. Después de cenar Frau Landauer salió del cuarto. Natalia me participó que iríamos al cine juntos.
– Nos invita mi madre.
Antes de salir cogió de pronto dos manzanas y una naranja del aparador y me las puso en el bolsillo. Había llegado a la convicción de que estaba desnutrido. Protesté débilmente.
– Si dice algo más, me enfado -advirtió-. ¿La ha traído?-me preguntó al salir.
Sabía perfectamente que se refería a la novela. Hablé con el tono más inocente que pude.
– ¿Traer… qué?
– Ya sabe. Lo que prometió.
– No recuerdo haberle prometido nada.
– ¿Que no se acuerda?-Natalia rió sarcásticamente.-Pues lo siento mucho. No puedo hacer nada por usted.
Acabó perdonándome antes de llegar al cine. La película larga era una de Pat y Patachon. Natalia comentó incisivamente:
– Supongo que no le gustará esta clase de películas… No deben ser bastante inteligentes para usted.
Negué que sólo me gustaran las películas «inteligentes», pero no pude vencer su escepticismo.
– Bueno. Ya veremos.
Durante toda la película no dejó de observarme a hurtadillas para ver si me estaba riendo. Al principio, me reí exageradamente. Luego, me pareció excesivo y dejé de reír por completo. Hacia el final llegó incluso a pegarme codazos en los momentos en que tenía que reírme. Apenas se habían encendido las luces dejó caer:
– ¿Lo ve? Tenía razón yo. No le ha gustado, ¿verdad?
– Me ha gustado muchísimo.
– Ah, sí, de acuerdo… Pero, ahora, dígamelo de verdad.
– Ya se lo he dicho. Me ha gustado mucho.
– Pero si no se ha reído. Estaba usted sentado todo el tiempo con una cara tan… -Natalia intentó imitar mi expresión-, y no se ha reído ni una sola vez.
– Nunca me río cuando me divierto -dije.
– Ah, ya, tal vez… ¿Qué es? ¿Una costumbre inglesa?
– Ningún inglés se ríe cuando se divierte.
– ¿Quiere que me lo crea? Pues déjeme que le diga que están ustedes locos.
– Es una observación muy poco original.
– Señor mío, ¿es que mis observaciones tienen que ser siempre originales?
– Cuando esté usted conmigo, sí.
– Imbécil.
Nos sentamos un rato en un café cerca del Zoo a tomar helados. Eran grumosos y tenían un ligero sabor a patata. Natalia me hablaba de sus padres:
– No entiendo esos libros de ahora que dicen que los padres siempre discuten con los hijos. ¿Sabe? Es imposible que yo llegue a pelearme con mis padres. Imposible.
Natalia me miró con fijeza para ver si la creía. Asentí.
– Completamente imposible -repitió gravemente-. Porque sé que me quieren. Y desean lo mejor para mí, incluso olvidándose de sí mismos. Ya sabe que mi madre no está muy bien. A veces tiene unos dolores de cabeza terribles. Naturalmente, no puedo dejarla sola. A veces tengo ganas de ir al cine o a un concierto y aunque ella no diga nada, veo que no se encuentra bien y digo no, he cambiado de idea. No voy. Pero lo que es ella, no se queja nunca. Nunca.
(La siguiente vez que fui a visitar a los Landauer me gasté dos marcos y medio en rosas para la madre de Natalia. Valía la pena. Nunca volvió a tener dolor de cabeza las veces que yo propuse acompañar a Natalia).
– Mi padre siempre desea lo mejor para mí -continuó Natalia-. Mi padre quiere que diga siempre: Tengo unos padres ricos. No tengo que preocuparme por el dinero -Natalia suspiró-. Pero yo soy distinta. Siempre espero lo peor. No hay más que ver cómo están las cosas en Alemania, hoy en día. Y mi padre puede perderlo todo en un segundo. ¿Sabía usted que ya nos ha pasado una vez? Antes de la guerra mi padre tenía una gran fábrica en Posen. Viene la guerra y mi padre tuvo que irse. Mañana puede ocurrir lo mismo aquí. Pero mi padre tiene un carácter que le da lo mismo. Puede empezar con un pfennig y trabajar hasta recuperarlo todo. Por eso -siguió Natalia-, quiero dejar los estudios y empezar a aprender algo útil que me permita ganarme el pan. No sé cuánto tiempo les va a durar el dinero a mis padres. Mi padre quiere que haga la reválida para que pueda ingresar en la universidad. Pero quisiera hablarle y pedirle que me deje ir a París a estudiar Arte. Con lo que sé de dibujo y pintura tal vez pueda ganarme la vida. También puedo aprender a guisar. ¿Sabe que no sé freír ni un huevo?
– Yo tampoco.
– En un hombre no importa tanto. Pero una chica debe estar preparada para todo. Si quiero -añadió Natalia con suficiencia-, me escaparé algún día con el hombre que ame y me iré a vivir con él. Aunque no nos casemos, no me importa. Por eso debo estar preparada para hacerlo todo por mí misma, ¿comprende? No basta con decir: he pasado la reválida, me he doctorado en la universidad… Ese hombre me preguntará: «¿Dónde está la cena?»
Nos quedamos callados.
– ¿No se habrá escandalizado por eso que he dicho -dijo de repente-, de que podría vivir con un hombre aunque no estuviésemos casados?
– Claro que no.
– No me entienda mal, por favor. Yo no admiro a las mujeres que siempre van de un hombre a otro. Me parece tan… -Natalia hizo un gesto de asco-, tan degenerado.
– ¿No cree que una mujer puede cambiar de sentimientos?
– No sé. No entiendo de esas cosas. Pero es degenerado.
La acompañé hasta su casa. Natalia repetía siempre el mismo juego: le dejaba subir a uno hasta la puerta y después, con una rapidez extraordinaria, le estrechaba la mano, entraba y le daba con la puerta en las narices.
– ¿Me llama?¿La semana que viene?¿Sí?
Todavía me parece oír su voz. Cerró dando un portazo y sin esperar respuesta.
Natalia evitaba toda clase de contactos, tanto directos como indirectos. De la misma forma que nunca se permitía charlar conmigo en la puerta, me di cuenta de que prefería interponer una mesa entre nosotros cuando nos sentábamos. Detestaba que la ayudara a ponerse el abrigo.
– Señor mío, todavía no tengo sesenta años.
Si antes de salir de un café o de un restaurante me sorprendía mirando hacia la percha en donde estaba colgado su abrigo, se abalanzaba, lo cogía y se lo llevaba a un rincón, como un animal que defiende su comida.
Una noche entramos en un café y pedirnos dos tazas de chocolate. Al servirnos, la camarera se olvidó de traer una cucharilla para Natalia. Yo había bebido de mi taza antes de removerla con la cucharilla. Lo más natural era ofrecérsela a Natalia. La sorpresa que me llevé al ver que la rechazaba con un gesto de asco me dejó bastante mohíno. Evitaba hasta ese contacto tan indirecto con mi boca.
Un día compró unas entradas para un concierto de Mozart. La velada no fue un éxito. La austera sala de estilo corintio estaba helada. El fulgor de la luz eléctrica me escocía en los ojos. Las relucientes sillas de madera eran duras e incómodas. El público asistía al concierto como si se tratara de una ceremonia religiosa. Su entusiasmo, tenso y lleno de fervor, me oprimía como un dolor de cabeza. Ni por un momento me pude sustraer a la idea de aquellas cabezas ciegas, ceñudas, escuchando. A pesar de Mozart no dejaba de pensar que aquélla era una manera absurda de perder la noche.
A la vuelta me sentía cansado y de mal humor. Tuvimos una ligera discusión. Hablábamos de los Bernstein. Fue Natalia la que me proporcionó las clases con los Bernstein. Hippi y ella iban al mismo colegio. Un par de días antes le había dado a Hippi su primera lección de inglés.
– ¿Te gusta?-me preguntó Natalia.
– Mucho. ¿A ti no?
– Sí, a mí también… Pero tiene dos grandes defectos. Claro que no te habrás dado cuenta todavía…
No me inmuté. Natalia añadió gravemente:
– ¿Sabes? Me gustaría que me dijeras todos mis defectos.
Si hubiera estado de otro humor me habría parecido divertido, hasta conmovedor. Pero con el que tenía, pensé: «Quiere que la halague». Contesté secamente:
– No sé a qué te refieres al decir «defectos». No acostumbro a juzgar a la gente por la primera impresión. Harías mejor en preguntárselo a tus profesores.
Natalia se quedó atónita unos segundos. Pero no se dio por vencida. ¿Había leído alguno de los libros que me dejó?
No los había leído, pero contesté:
– Sí, he leído Frau Marie Grubbe.
¿Y qué me había parecido?
– Está muy bien -dije de mal talante. Me sentía culpable. Natalia me miró fijamente.
– Me temo que eres muy poco sincero. No dices lo que piensas.
De pronto, me sentí irritado como un niño.
– Naturalmente que no. ¿Por qué tengo que decir lo que pienso? Las discusiones me aburren. Y no tengo la menor intención de decir algo sólo para que empieces a discutir acerca de ello.
– Si es así -dijo desalentada-, entonces es inútil que intentemos hablar en serio de nada.
– Claro que es inútil.
– Entonces será mejor que no hablemos de nada -dijo la pobre Natalia.
– Lo mejor será -dije- que imitemos ruidos de animales. Me gusta tu voz, pero me importa un pito lo que dices. Sería mucho mejor que dijéramos guau-guau y bee y miau.
Natalia se sonrojó. Estaba furiosa y profundamente herida. Después de un largo silencio dijo:
– Sí. Creo que sí.
Antes de llegar a su casa intenté arreglarlo, como si hubiese sido una broma, pero Natalia no reaccionó. Volví a casa avergonzado de mí mismo.
Sin embargo, a los pocos días, Natalia me telefoneó y me invitó a almorzar. Ella misma abrió la puerta -era obvio que me había estado esperando- y me saludó diciendo:
– ¡Guau, guau!, ¡bee!, ¡miau!
Un momento creí que se había vuelto loca. Luego, me acordé de nuestra discusión. Después de su broma, Natalia no tuvo el menor inconveniente en hacer las paces.
Pasamos a la sala y empezó a distribuir tabletas de aspirina en los jarros de flores, para resucitarlas. Le pregunté qué había hecho aquellos días.
– No he ido al colegio en toda la semana -dijo-. No me encontraba muy bien. Hace tres días estaba ahí, al lado del piano y de pronto me caigo… así. ¿Cómo se dice ohnmächtig?
– ¿Quieres decir que te desmayaste?
– Sí, eso es. Ohnmächtig.
– En ese caso deberías estar en la cama -me sentí masculinamente protector-. ¿Qué tal te encuentras?
Natalia rió alegremente. La verdad es que nunca la había visto con mejor aspecto.
– Bah, no es nada grave. Tengo algo que decirte -añadió-. Creo que será una agradable sorpresa para ti. Hoy vienen mi padre y mi primo Bernhard.
– Estupendo.
– ¿Verdad que sí? Mi padre nos da una alegría cada vez que viene. Como está de viaje casi siempre… Tiene muchos negocios en todas partes, en París, en Viena, en Praga. Se pasa la vida en el tren. Te gustará, estoy segura.
– Yo también.
Inevitablemente, cuando se abrieron las puertas de cristal, Herr Landauer me estaba esperando. A su lado estaba Bernhard Landauer, el primo de Natalia, un joven pálido y alto, con un traje oscuro, unos cuantos años mayor que yo.
– Encantado de conocerle -dijo Bernhard al estrecharme la mano. Hablaba inglés sin el menor acento extranjero.
Herr Landauer era un hombrecillo vivaz, de tez oscura y apergaminada surcada por las arrugas, como una bota vieja y reluciente. Tenía ojos de botón, pardos, brillantes y diminutos, y cejas de cómico barato, tan espesas y tan negras que parecían retocadas con corcho quemado. Se veía que adoraba a su familia. Abrió la puerta a Frau Landauer como se la hubiera abierto a una chica joven y bonita. Su sonrisa benévola y satisfecha nos abarcaba a todos: a Natalia, radiante de alegría por la vuelta de su padre; a Frau Landauer, ligeramente congestionada, a Bernhard, tranquilo, pálido y cortésmente enigmático, e incluso a mí. Herr Landauer se me dirigía la mayor parte del tiempo, evitando cuidadosamente toda alusión a asuntos familiares que hubieran podido recordarme que yo era un extraño.
– Hace treinta y cinco años viví en Inglaterra -dijo, con fuerte acento alemán-. Estuve en su capital trabajando en mi tesis de doctorado sobre las condiciones de vida de los obreros judíos en el East End. Llegué a ver bastante más de lo que los funcionarios ingleses querían que viera. Yo era muy joven entonces, creo que más que usted ahora. Tuve unas conversaciones con cargadores y prostitutas y encargados de lo que ustedes llaman pubs. Muy interesante -Herr Landauer sonrió con reticencia-. Mi tesis causó una revolución. Se ha traducido a cinco idiomas, por lo menos.
– ¡Cinco idiomas! -repitió Natalia en alemán-. ¿Ves? Mi padre también escribe…
– Bah, eso fue hace treinta y cinco años. Mucho antes de que tú nacieras, querida -Herr Landauer inclinó la cabeza, como desaprobando las palabras de Natalia, con sus ojillos benevolentes-. Ahora no tengo tiempo para esas cosas.
De nuevo se dirigió a mí:
– Acabo de leer un libro en francés acerca de lord Byron, ese gran poeta de ustedes. Es un libro muy interesante. Me gustaría que usted, como escritor, me diera su opinión sobre una cuestión muy importante. ¿Usted cree que lord Byron era culpable de incesto?¿Qué cree usted, Mr. Isherwood?
Me sonrojé. Por alguna estúpida razón, la presencia de Frau Landauer, que comía plácidamente, me azaraba en aquel momento, no la de Natalia. Bernhard fijó la mirada en su plato, sonriendo levemente.
– Bueno -empecé-, es muy difícil…
– Es una cuestión muy interesante -interrumpió Herr Landauer, mirando satisfecho a su alrededor mientras masticaba complacido-. ¿Debemos admitir que un hombre de genio es una persona excepcional a quien hay que permitir cosas excepcionales? O sería mejor decir: No, puede usted escribir una bonita poesía o pintar un bonito cuadro, pero en su vida diaria debe usted comportarse como una persona ordinaria y debe usted obedecer las leyes que hemos creado para la gente ordinaria. No se le permite ser extraordinario -Herr Landauer nos miró uno a uno, triunfante, con la boca llena de comida. De pronto, fijó sus ojos en mí-. Su autor de teatro, Osar Wilde, es otro ejemplo… Le pongo este caso, Mr. Isherwood. Me gustaría mucho que me diera su opinión. ¿Fue justa la ley inglesa al castigarle o no lo fue?¿Qué le parece?
Herr Landauer me miraba encantado, con el tenedor a medio camino entre el plato y la boca. Me di cuenta de que Bernhard sonreía discretamente.
– Bueno… -empecé, rojo hasta las orejas.
Esta vez, sin embargo, fue Frau Landauer quien me salvó inesperadamente, haciendo una observación en alemán a Natalia acerca de la verdura. Hubo una pequeña discusión y Herr Landauer acabó por olvidar su pregunta. Siguió comiendo eufóricamente. Pero Natalia tenía que meter la pata.
– Dile a mi padre el nombre de tu libro. Yo no me acuerdo. Es un título tan raro…
Intenté dirigirle una velada mirada de reproche.
– Todos los conspiradores -contesté fríamente.
– Ah, sí. Todos los conspiradores…
– Ah, ¿escribe usted novelas policíacas, Mr. Isherwood? -Herr Landauer me sonreía aprobadoramente.
– La verdad es que mi novela no tiene nada que ver con la policía -contesté educadamente.
Herr Landauer se quedó confuso y decepcionado.
– ¿No tiene nada que ver con la policía?
– Explíqueselo, por favor -ordenó Natalia.
Suspiré con resignación.
– El título pretende ser simbólico… Está tomado del Julio César, de Shakespeare…
Herr Landauer reaccionó en el acto:
– Ah, Shakespeare. ¡Espléndido! Muy interesante…
– Creo que tienen ustedes estupendas traducciones de Shakespeare… -me sonreí de mi propia astucia: le estaba brindando un desvío.
– Sí, ya lo creo. Son de las mejores obras en nuestra lengua. Gracias a ellas Shakespeare se ha convertido casi en un poeta alemán, por así decirlo…
– Pero no le has dicho -insistió Natalia maliciosamente-de qué trata tu novela.
– Trata de dos chicos. Uno de ellos es artista y el otro es estudiante de medicina -dije entre dientes.
– ¿Y ésos son los dos únicos personajes de tu novela?-preguntó Natalia.
– Claro que no… Me sorprende tu mala memoria. No hace mucho que te conté toda la historia.
– Imbécil, no te lo pregunto por mí. Naturalmente que recuerdo todo el asunto. Pero mi padre no lo sabe todavía. Así que haz el favor de contárselo… ¿Y qué sigue?
– El artista tiene una madre y una hermana que son muy desgraciadas.
– ¿Por qué son desgraciadas? Ni mis padres ni yo somos desgraciados.
Habría querido que se la tragara la tierra.
– No todo el mundo es igual -contesté prudente, huyendo de la mirada de Herr Landauer.
– Bueno -dijo Natalia-, ¿y qué ocurre entonces?
– El artista huye de su casa y su hermana se casa con un sujeto indeseable.
Natalia se dio cuenta de que no estaba dispuesto a soportar mucho más. Me asestó la última estocada con toda deliberación. -¿Y cuántos ejemplares has vendido?
– Cinco.
– Cinco. Qué pocos, ¿verdad?
– Sí, muy pocos.
Parecía sobreentendido que después de la comida Bernhard y sus tíos tenían que hablar de asuntos de familia.
– ¿Te gustaría -preguntó Natalia- salir de paseo un rato? Herr Landauer me despidió ceremoniosamente.
– No hay que decirle que será usted siempre bienvenido bajo mi techo, Mr. Isherwood.
Nos hicimos una profunda reverencia.
– Tal vez -dijo Bernhard, dándome su tarjeta- le gustaría visitarme alguna noche para aliviar un poco mi soledad.
Le di las gracias y le dije que encantado.
– ¿Qué te parece mi padre?-me preguntó Natalia en cuanto salimos.
– Creo que es el padre más encantador que he conocido.
– ¿De verdad?-Natalia estaba radiante.
– Sinceramente.
– Confiésame. ¿Verdad que mi padre te chocó cuando hablaba de lord Byron? Tenías las mejillas como pimientos.
Me reí.
– Tu padre me hace sentir anticuado. Tiene una conversación tan moderna.
Natalia rió triunfante.
– ¿Ves? Tenía razón. Te ha chocado. Oh, estoy tan contenta. Sabes? Le digo a mi padre: Un joven muy inteligente va a venir a vernos…, y él quiere demostrarte que también puede ser moderno y hablar de todos esos temas. ¿Creías que mi padre era un estúpido? Por favor, di la verdad.
– No -protesté-, nunca creí semejante cosa.
– Bueno, pues ya ves que no es estúpido… Es muy inteligente. Lo que pasa es que no tiene mucho tiempo para leer porque siempre tiene trabajo. A veces tiene que trabajar dieciocho y diecinueve horas al día. Es terrible… es el mejor padre del inundo.
– Tu primo Bernhard es socio de tu padre, ¿no?
Natalia asintió.
– Es el que dirige los almacenes, aquí en Berlín. También es muy inteligente.
– Supongo que os veréis muy a menudo…
– No… no viene a menudo a nuestra casa. Es muy raro, ¿sabes? Me parece que le gusta mucho estar solo. Me llevé una sorpresa cuando te pidió que le visitaras… Debes tener cuidado.
– ¿Cuidado?¿Por qué demonios debo tener cuidado?
– Es muy sarcástico, ¿sabes? Puede que se ría de ti.
– Bueno, no creo que sea tan terrible… Mucha gente se ríe de mí… Tú, por ejemplo, te ríes de mí a veces.
– Ah, es diferente -Natalia movió su cabeza gravemente. Se veía que hablaba por experiencia propia, bastante desagradable-. Cuando yo me río es de broma, ¿sabes? Pero cuando Bernhard se ríe de uno, no es lo mismo.
Bernhard vivía en una calle tranquila, cerca del Tiergarten. Cuando llamé al timbre del portal, un portero con cara de gnomo se asomó a mirarme por una ventanilla del sótano y me preguntó que a quién quería ver; finalmente, después de examinar me durante unos segundos con profunda desconfianza, apretó un botón. La puerta era tan pesada que tuve que empujarla. Luego se cerró tras de mí con un pesado estampido, como un cañonazo. Seguían dos puertas más hasta el patio; después, la de la Gartenhaus; después, cinco tramos de escalera; después, la puerta del piso. Cuatro puertas para proteger a Bernhard del mundo exterior.
Llevaba puesto sobre el traje un bonito quimono bordado. No era exactamente tal como le recordaba de la primera vez: no había visto en él nada oriental. Supongo que el quimono me lo sugirió. Su bien dibujado perfil, ceremonioso, picudo, acaso demasiado civilizado, le daba el aire de un pájaro en un bordado chino. Pensé que era blando, pasivo y, al mismo tiempo, curiosamente fuerte, con la fuerza estática de una figura de marfil en un altar. Me fijé otra vez en lo bien que hablaba d inglés. Y en los movimientos de sus manos al mostrarme una cabeza de Buda del siglo XII, procedente de Khmer, a los pies de la cama, «velando mis sueños». Había otras muchas cabezas en piedra arenisca y estatuillas griegas, siamesas e indochinas sobre una librería baja pintada de blanco, la mayoría adquiridas en el curso de sus viajes. Entre unos volúmenes de Kunst-Geschichte, reproducciones fotográficas y monografías de escultura y antigüedades, vi La colina, de Vachell, y ¿Qué hacer?, de Lenin. El piso podía muy bien haber estado situado en mitad del campo: no se oía el más débil ruido exterior. Una criada nos sirvió silenciosamente la cena. Yo tomé sopa, pescado, una chuleta y postres. Bernhard sólo leche, tomate y galletas.
Hablamos de Londres, que Bernhard no conocía, y de París, donde había estudiado en el taller de un escultor. De joven había querido ser escultor, «pero», dijo sonriendo suavemente, «la Providencia lo ha querido de otro modo».
Quería hablarle de los negocios de los Landauer, pero no me atreví. Temía parecer indiscreto. Fue el mismo Bernhard quien se refirió a ellos de pasada.
– Tiene que hacernos una visita cualquier día, si le interesa… Supongo que resulta interesante, aunque sólo sea como fenómeno económico contemporáneo.
Sonrió, con la cara marcada por la fatiga. Por un momento, me pasó por la imaginación la idea de que estaba mortalmente enfermo.
Después de la cena pareció más animado, empezó a hablarme de sus viajes. Unos cuantos años antes había dado la vuelta al mundo discretamente curioso, ligeramente irónico, metiendo su delicada y aguda nariz en todo: las comunidades judías de Palestina, las colonias judías en el mar Negro, los comités revolucionarios de la India, los ejércitos rebeldes de México. Escogiendo cuidadosamente las palabras, me describió una vacilante conversación con un barquero chino acerca del demonio y un ejemplo, casi increíble, de la brutalidad de la policía de Nueva York.
Durante la velada sonó el teléfono cuatro o cinco veces. Cada vez me pareció que alguien le estaba pidiendo ayuda o consejo. «Ven a verme mañana», decía con su voz cansada y apaciguadora. «Sí… estoy seguro de que podremos solucionarlo… No te preocupes más, por favor. Vete a casa y trata de dormir. Tómate dos o tres aspirinas…» Sonrió irónicamente. Sin duda, iba a prestar dinero a todos los peticionarios.
– Dígame -me preguntó, antes de irme-, si no es impertinente… ¿qué le ha hecho venir a vivir a Berlín?
– Aprender alemán -dije. Después de la advertencia de Natalia, no iba a confiarle a Bernhard la historia de mi vida.
– ¿Y es usted feliz?
– Muy feliz.
– Me parece estupendo… Estupendo… -Bernhard se rió con su cortés ironía.- Un espíritu poseído de tal vitalidad que puede ser feliz, incluso en Berlín. Tiene usted que enseñarme su secreto. ¿Puedo sentarme a sus pies y aprender de su sabiduría?
Su sonrisa se crispó y acabó por desaparecer. Otra vez había caído sobre su rostro, joven, la sombra de una fatiga mortal.
– Espero-dijo- que me llame siempre que no tenga nada mejor que hacer.
Poco después fui a ver a Bernhard a su despacho.
Landauers era un enorme edificio de acero y cristal, cerca de la Postdamer Platz. Tardé casi un cuarto de hora en encontrar el camino entre las secciones de ropa interior, sastrería, electrodomésticos, deportes y baterías de cocina, hasta el mundo secreto del otro lado de la escena… los despachos de ventas, compras y viajantes y la pequeña oficina de Bernhard. Un portero me llevó a una salita de espera, con los muros revestidos de madera barnizada, una suntuosa alfombra azul y una vista de Berlín en el año 1803. Al poco rato, apareció Bernhard. Aquella mañana parecía más joven, más elegante, con su corbata de lazo y su traje gris claro.
– Espero que le guste esta sala -dijo-. Como tengo que hacer esperar a mucha gente aquí, me veo obligado a proporcionarles una atmósfera sedante para calmar su impaciencia.
– Está muy bien -contesté. Estaba azarado. Por decir algo añadí-: ¿Qué clase de madera es?
– Nogal del Cáucaso -Bernhard pronunció las palabras con su precisión y limpieza características. Me sonrió. Parecía estar de mejor humor-. Venga a ver la tienda.
En la sección de artículos para cocina, una dependienta de uniforme encarecía las excelencias de un molinillo de café. Bernhard se detuvo a preguntarle que cómo iban las ventas. La mujer nos ofreció dos tazas de café. Mientras las bebíamos, Bernhard le explicó que yo era un comerciante de café muy conocido en Londres y que, por tanto, mi opinión era importante. La mujer se lo creyó al principio, pero Bernhard y yo nos reímos tanto que empezó a sospechar. Bernhard dejó caer la taza de café y se rompió. Se azaró mucho y pidió abundantes excusas.
– No importa -aseguró la mujer, como si Bernhard fuera un empleado al que su torpeza le pudiera valer un rapapolvo-, tengo más.
Luego fuimos a la sección de juguetes. Bernhard me dijo que ni él ni su tío permitían la venta de juguetes de guerra y pistolas en Landauers. Hacia poco que habían tenido una discusión en una reunión de directivos a propósito de unos tanques de juguete, y Bernhard había conseguido salirse con la suya.
– Aunque, la verdad, me parece que es hilar muy delgado -añadió sombríamente, cogiendo un tractor de juguete con ruedas de oruga.
Luego me enseñó una sala en la que los niños podían jugar mientras las madres hacían sus compras. Una niñera uniformada ayudaba a dos críos a construir un castillo con ladrillos de corcho.
– Fíjese-dijo Bernhard- que la filantropía está combinada con la propaganda. Ahí enfrente exhibimos sombreros muy bonitos y bastante baratos. Las madres, al traer a sus niños, caen inmediatamente en la tentación… Temo que nos considere usted desoladoramente materialistas.
Pregunté por qué no había una sección de libros.
– Porque no nos atrevemos. Mi tío sabe que me pasaría en ella todo el día.
Me fijé que en todos los departamentos había un soporte con una hilera de bombillas de colores, roja, azul, verde y amarilla. Pregunté para qué eran y Bernhard me explicó que cada una de las luces correspondían a un jefe de la empresa.
– Yo soy la luz azul. Tal vez sea simbólico, hasta cierto punto.
Antes de que tuviera tiempo de preguntarle qué quería decir, la luz azul que estábamos mirando empezó a parpadear. Bernhard se dirigió al teléfono más próximo: alguien quería verle en su despacho. Nos despedimos. Antes de salir, me compré un par de calcetines.
Bernhard y yo nos vimos bastante durante los primeros meses del invierno. Pero no creo que llegara a conocerle enteramente, a pesar de las muchas veladas que pasamos juntos. Su rostro impasible y fatigado, bajo la luz tamizada de la pantalla -mientras la voz se complacía en relatar escenas y anécdotas divertidas-, seguía siendo remoto. Una vez me contó una comida que había tenido con unos amigos suyos, judíos ortodoxos. Mientras hablaban, Bernhard dijo.
– Ah, ¿conque vamos a comer hoy fuera? ¡Qué bien! La temperatura es muy buena todavía en esta época del año, ¿verdad? Y tienen ustedes un jardín tan agradable…
De pronto, tuvo la impresión de que sus anfitriones le miraban de una manera un tanto hosca. Se acordó, horrorizado, de que era la Fiesta de los Tabernáculos.
Me reí. Me estaba divirtiendo. Bernhard narraba con mucha gracia. No obstante, no podía librarme de un cierto sentimiento de impaciencia. Por qué me trata como a un niño?, pensé. Nos trata a todos como si fuéramos niños… sus tíos, Natalia, y yo. Nos cuenta cuentos. Claro que es simpático y encantador… pero sus gestos, cuando ofrece un vaso de vino, un cigarrillo, tienen la arrogante humildad del oriental. Nunca dice lo que piensa y siente en realidad. Y me desprecia por no saberlo. Nunca me dirá nada de sí mismo o de las cosas que le importan. Y precisamente porque yo no soy como él, porque soy el polo opuesto y compartiría felizmente mis ideas y mis sensaciones con cuarenta millones de personas, suponiendo que les interesase, en parte admiro a Bernhard y en parte le detesto.
Raras veces llegarnos a comentar la situación política en Alemania, pero una noche Bernhard me contó una historia de la guerra civil. Un estudiante amigo suyo había venido a verle. Estaba nervioso y no quería sentarse. Al cabo de un rato le confesó que le habían ordenado recoger un mensaje en el edificio de la redacción de un periódico que estaba sitiado por la policía. Para llegar hasta allí tenía que gatear por los tejados, exponiéndose al fuego de las ametralladoras. Estaba claro que no sentía el menor deseo de cumplir con su misión. Bernhard le dijo que se quitase el abrigo, demasiado grueso para el calor que hacía en el cuarto, caldeado por la calefacción. El chico tenía la cara empapada en sudor. Por fin, después de muchos titubeos, acabó por quitárselo, y Bernhard vio con la consiguiente alarma que el forro tenía unos bolsillos interiores llenos de granadas de mano.
– Lo peor era -decía Bernhard- que había decidido no arriesgarse más y dejar el abrigo en mi casa. Quería llenar la bañera de agua fría y sumergir las bombas. Por fin le convencí de que sería mejor que se las llevara por la noche y las dejara caer al canal… Y así lo hizo por fin. Ahora es uno de los profesores más sobresalientes de una de nuestras universidades de provincias. Estoy seguro de que ya habrá olvidado su fuga, bastante vergonzosa, por cierto…
– ¿Ha sido comunista alguna vez, Bernhard?-le pregunté.
En un segundo vi en su expresión que estaba otra vez a la defensiva. Tardó un momento en contestarme lentamente:
– No, Christopher. Mucho me temo que mi constitución no me haya procurado jamás la energía necesaria para el entusiasmo.
De nuevo tuve una sensación de molestia. Me puse nervioso.
– ¿…incluso para creer en algo?
Bernhard sonrió con aire fatigado ante mi brusquedad. Mi irritación quizá le divertía.
– Tal vez… -añadiendo luego para sí-: No… no es verdad.
– ¿En qué cree, entonces?-insistí amenazante.
Bernhard guardó silencio unos segundos, considerando mi pregunta, su agudo perfil inmutable, los ojos entornados… Por fin, dijo:
– Tal vez crea en la disciplina.
– ¿En la disciplina?
– ¿No lo comprende, Christopher? Intentaré explicárselo… Creo en la disciplina para mí, no necesariamente para los otros. No puedo juzgar a los demás. Sólo sé que para mí existen ciertos principios a los que obedezco y sin los cuales estoy perdido… ¿Le parece muy tétrico?
– No.
Es como Natalia, pensé.
– No me condene con demasiada severidad, Christopher -de nuevo, una sonrisa burlona empezó a dibujarse en los labios de Bernhard-. Recuerde que soy el producto de un cruce de razas. Después de todo hasta es posible que en mi sangre haya una gota de pura sangre prusiana. Tal vez este dedo meñique -alzó un dedo a la luz- es el dedo de un sargento prusiano, un sargento instructor… Usted, Christopher, con sus siglos de libertad anglosajona respaldándole, con su Carta Magna grabada en el corazón, no puede entender que nosotros, pobres bárbaros, necesitemos un uniforme para mantenernos tiesos.
– ¿Por qué se burla siempre de mí, Bernhard?
– ¡Burlarme de usted, querido Christopher! No me atrevería. Pero quizá aquella vez se le había escapado más de lo que pensaba decirme.
Hacía tiempo que venía pensando en un posible experimento: presentar a Sally Bowles y a Natalia. Creo que sabía de antemano cuál sería el resultado. Menos mal que tuve el sentido común de no invitar al mismo tiempo a Fritz Wendel.
Estábamos citados en un café elegante de Kurfürstendamm. Natalia fue la primera en presentarse. Llegaba con un cuarto de hora de retraso, probablemente con el deseo de reservarse el privilegio de ser la última. Pero no contaba con Sally y no había tenido el valor suficiente para llegar tarde a lo grande. ¡Pobre Natalia! Había hecho todo lo posible por parecer mayor, y lo único que había conseguido era parecer vulgar. Llevaba puesto un largo vestido de calle que le sentaba fatal. Y se había plantado un sombrerito ladeado en la cabeza, parodia inconsciente del sombrero a lo paje con el que había de presentarse Sally. Pero el pelo de Natalia era demasiado rizado y el sombrero naufragaba entre sus abundantes ondas como un bote en un mar revuelto.
– ¿Qué tal estoy?-preguntó nerviosamente sentándose enfrente de mí.
– Estás muy bien.
– Por favor, dime la verdad, ¿qué impresión le causaré a Sally?
– Le gustarás mucho.
– Cómo puedes decir eso?-Natalia estaba indignada-. ¡Todavía no puedes saberlo!
– ¡Primero quieres que te dé mi opinión y luego me dices que todavía no puedo saberlo…!
– ¡Imbécil! ¡No te estoy pidiendo que me eches un piropo!
– Entonces no comprendo para qué me lo has preguntado.
– Ah, ¿no?-gritó burlonamente-. ¿No lo entiendes? Pues lo siento mucho. No se puede hacer nada…
En aquel momento llegó Sally.
– Hola, cielo -exclamó, con el acento más arrullador que pudo encontrar-. Llego terriblemente tarde… ¿me perdonáis?-Se sentó afectadamente, envolviéndonos en oleadas de perfume, mientras se quitaba los guantes con un lánguido gesto de muñeca-. Acabo de hacer el amor con un productor judío, un viejo asqueroso. Espero que me dé un contrato… aunque, la verdad…
Le pegué una patada por debajo de la mesa. Sally se calló con una expresión de absurdo desfallecimiento… pero era ya demasiado tarde. Natalia se iba helando por momentos. Todo lo que yo le había dicho y dejado entrever, disculpando de antemano la conducta de Sally, se vino abajo en un segundo. Luego de una pausa glacial, Natalia me preguntó en alemán si había visto Sous les toits de Paris. Estaba claro que no quería darle a Sally la menor oportunidad de reírse de su inglés.
Sally metió baza antes de que yo pudiera abrir la boca. No se había azorado lo más mínimo. Ella sí la había visto y le había parecido maravillosa, ¿y no era maravilloso Prejean? ¿Nos acordábamos de la escena en que pasa un tren por el fondo mientras ellos están luchando?El alemán de Sally era horroroso -mucho más que de costumbre- y empecé a sospechar que lo hacía deliberadamente para burlarse de Natalia.
Pasé el resto de la entrevista en agonía. Natalia apenas musitó una palabra. Sally hablaba en su horroroso alemán, llevando lo que ella creía una conversación trivial acerca de la industria inglesa del cine. Pero como para cada anécdota era necesario contar que ésta era la amante del otro, que fulano se emborrachaba, y que mengano se drogaba, la atmósfera no era precisamente de lo más agradable. Acabé por impacientarme con las dos: con Sally, por su interminable y estúpida charla pornográfica, y con Natalia por su mojigatería. Al fin, después de lo que me pareció una eternidad -en realidad apenas había durado más de veinte minutos- Natalia anunció que tenía que marcharse.
– ¡Dios mío, yo también! -gritó Sally en inglés-. Chris, cielo, me llevas hasta el Eden, ¿verdad?
Miré cobardemente a Natalia, tratando de hacerle comprender mi desamparo. Demasiado sabía que iba a considerarlo como una prueba de lealtad, y acababa de defraudarla. Natalia me miró sin compasión. Sus facciones eran impenetrables. No cabía la menor duda de que estaba hecha un basilisco.
– ¿Cuándo te veré?-me aventuré a preguntar.
– No lo sé -contestó… y se marchó Kurfürstendamm abajo como si en su vida fuera a ponernos los ojos encima otra vez.
Sólo teníamos que andar unas pocas manzanas, pero Sally se empeñó en coger un taxi. Dijo que no estaba bien llegar al Eden a pie.
– No le he gustado a esa chica, ¿verdad?-comentó por el camino.
– No, Sally, no mucho.
– No sé por qué… Hice todo lo que pude para caerle simpática.
– Si eso es lo que tú llamas caer simpática… -me reí, a pesar de mi enfado.
– Bueno, ¿qué es lo que tendría que haber hecho?
– Sería mejor que preguntaras qué es lo que no tendrías que haber hecho… ¿No puedes hablar de otra cosa que no sean adulterios?
– La gente me tiene que tomar como soy -dijo Sally con petulancia.
– ¿Uñas incluidas?-Natalia no había dejado de fijarse en ellas, una y otra vez, con horrorizada fascinación.
Sally rió.
– Precisamente hoy no me he pintado las uñas de los pies.
– Pero Sally, ¿es que también te las pintas?
– Naturalmente que sí.
– Pero, ¿por qué demonios? Pero si nadie… -rectifiqué-, casi nadie las va a ver…
Sally rió engreída.
– Ya lo sé, cielo… pero me hace sentirme tan maravillosamente sensual…
Mi relación con Natalia empezó a declinar a partir de aquel encuentro, aunque nunca hubo entre nosotros una abierta discusión, ni mucho menos una franca ruptura. Volvimos a vernos a los tres o cuatro días. En, seguida me di cuenta del cambio de temperatura. Hablamos, como siempre, de arte, de música, de libros… evitando cautelosamente cualquier tema personal. Paseamos por el Tiergarten cerca de una hora. Natalia me preguntó con brusquedad:
– ¿Te gusta mucho Sally Bowles?
Sus ojos, fijos en el sendero cubierto de hojas secas, sonreían maliciosos.
– Claro… Vamos a casarnos muy pronto.
– Imbécil.
Seguimos andando en silencio.
– ¿Sabes -dijo de pronto, como si acabara de hacer un sorprendente descubrimiento-, que no me gusta tu Sally Bowles?
– Ya lo sé.
Había conseguido ofenderla…
– ¿No te importa lo que pienso?
– En absoluto -sonreí burlonamente.
– Sólo te importa tu Sally Bowles, ¿verdad?
– Me importa muchísimo.
Natalia enrojeció, y se mordió los labios. Estaba frenética.
– Un día te darás cuenta de que tengo razón.
– No me cabe la menor duda.
Durante el regreso no nos dijimos ni una palabra. Al llegar al portal me preguntó, como siempre:
– ¿Por qué no me llamas cualquier día… -hizo una pausa para preparar el efecto-; si te deja tu Sally Bowles?
Me reí.
– Me deje o no me deje, te llamaré muy pronto. -Natalia me dio con la puerta en las narices.
No cumplí mi palabra. Pasó un mes antes de que me decidiera a marcar el número de Natalia. No es que no pensara en llamarla algunas veces, pero me daba pereza. Cuando por fin nos vimos, la temperatura había bajado unos cuantos grados más. Ya casi parecíamos simples conocidos. Por lo visto, Natalia estaba convencida de que Sally era mi amante. Y yo no veía la necesidad de sacarla de su error; habría tenido que tener con ella una conversación demasiado larga y demasiado íntima y, francamente, no me sentía con ánimos. Además, es seguro que mis explicaciones la habrían dejado un poco más escandalizada y bastante más celosa. No creo que Natalia pensase jamás en mí como un posible enamorado, pero lo cierto es que había empezado a comportarse conmigo como una hermana mayor algo mandona. Y era precisamente ese papel el que Sally le había robado. Era una pena pero, después de todo, las cosas estaban mejor así. Seguí el juego, contestando a sus indirectas con alguna que otra insinuación de felicidad conyugal: «Esta mañana, mientras desayunábamos…» o «¿Te gusta esta corbata? Me la eligió Sally». La pobre Natalia las recibía en profundo silencio. Como tantas otras veces, me sentía culpable y odioso. Nos volvimos a ver dos veces más. Luego, a finales de febrero la volví a llamar y me dijeron que estaba en el extranjero.
También estuve bastante tiempo sin ver a Bernhard. Por eso me sorprendió oír su voz por teléfono una mañana. Me preguntó si quería «salir al campo» y pasar la noche fuera. Lo decía con un cierto misterio. Cuando quise sonsacarle a dónde íbamos y a qué, se echó a reír.
Me vino a buscar a las ocho en un enorme coche cerrado con chófer. El coche, según me dijo Bernhard, pertenecía a la firma. Era típico, pensé, de la sencillez patriarcal con que vivían los padres de Natalia que ni siquiera dispusieran de coche particular. Bernhard parecía incluso excusarse por la existencia de aquél. Era una sencillez complicada, la negación de una negación. Sus raíces se adentraban en la espantosa y culpable conciencia de poseer. Dios mío, pensé, ¿cuándo llegaré al fondo de esta gente? Cuándo llegaré a entenderles? El mero hecho de pensar en el modo de ser de los Landauer me dejaba un sentimiento de total y derrotada fatiga.
– ¿Está cansado?-me preguntó solícito.
– Oh, no -intenté animarme-, en absoluto.
– ¿No le importa si vamos antes a casa de un amigo? Hay alguien que quiere venir con nosotros. Espero que no le importe…
– No, claro que no -respondí cortésmente.
– Es muy tranquilo. Se trata de un viejo amigo de la familia.
Bernhard parecía divertirse mucho por una razón que yo no acababa de entender. Sonrió silenciosamente.
El coche se detuvo ante una villa en la Fasanenstrasse. Bernhard llamó a la puerta y entró, para reaparecer al cabo de unos segundos con un skye terrier en los brazos. Me reí.
– Es usted excesivamente educado -dijo Bernhard sonriendo-. De todas formas, creo haber notado cierta impaciencia en usted… ¿Estoy en lo cierto?
– Quizá…
– Me pregunto qué es lo que usted esperaba. ¿Tal vez un viejo aburrido?-Bernhard acarició al terrier.- Me temo, Christopher, que es usted demasiado educado, incluso para confesármelo ahora.
El coche aminoró la velocidad y se detuvo en la casilla de peaje de la carretera Avus.
– ¿Adónde vamos?-pregunté-. Me gustaría saberlo. Bernhard sonrió con su blanda sonrisa oriental.
– Qué misterioso soy, ¿verdad?
– Mucho.
– Ir hacia la noche, sin saber a dónde, debe ser una experiencia maravillosa para usted. Si le digo que vamos a París, o a Madrid, o a Moscú, desaparecería el misterio y habría perdido usted la mitad del placer… ¿Sabe, Christopher, que le envidio por no saber a dónde vamos?
– Es una forma de considerar el asunto, desde luego… Pero, de todas formas, sé que no vamos a Moscú. Vamos en dirección contraria.
Bernhard rió.
– Es usted tan inglés a veces, Christopher… No sé si se da usted cuenta.
– Creo que es usted el que me hace sentir inglés -contesté. Luego temí que mi respuesta hubiera sido un poco ofensiva. Bernhard pareció darse cuenta de mi temor.
– ¿Debo tomarlo como una gentileza o como un reproche?
– Como una gentileza, naturalmente.
El coche rodaba por la negra Avus entre la inmensa oscuridad del campo de invierno. Enormes signos fosforescentes destellaban un momento al resplandor de los faros para extinguirse luego igual que una cerilla. Berlín era ya un fulgor rojizo detrás de nosotros, a punto de desaparecer tras un bosque de pinos. La luz del faro de la Funkturm ondeaba su rayito a través de la noche. La negra carretera corría rugiente a nuestro encuentro como si fuera hacia su destrucción. En la tapizada oscuridad del coche, Bernhard acariciaba al perro inquieto sobre sus rodillas.
– Bueno, se lo diré… Vamos a un lugar situado a la orilla del Wannsee que perteneció en otro tiempo a mi padre. Lo que llaman ustedes en inglés un country cottage.
– ¿Un cottage?¡Qué bonito!
A Bernhard pareció divertirle mi tono. Por el matiz de su voz adiviné que estaba sonriendo.
– Espero que no le parecerá demasiado incómodo.
– Me gustará mucho. Estoy seguro.
– Tal vez le parezca un poco primitivo, a primera vista… -Bernhard se sonrió-. Sin embargo, es divertido…
– Debe serlo…
Creo que de una manera inconcreta había esperado un buen hotel con luces, música y buena comida. Pensé amargamente que sólo un habitante de la ciudad, decadente y supercivilizado, calificaría de «divertido» acampar en una cabaña pequeña y húmeda en medio de la noche invernal. Y qué típico resultaba que me condujera a esa cabaña en un coche de lujo. ¿Y dónde iba a dormir el chófer? Probablemente, en el mejor hotel de Potsdam… Al pasar las luces de la casilla de peaje, al final de la Avus, vi que Bernhard seguía sonriendo.
El coche torció a la derecha, cuesta abajo, por una carretera flanqueada de árboles. Se sentía la proximidad del gran lago, oculto tras el bosque, a mano izquierda. Apenas me di cuenta de que la carretera había expirado en una verja y un camino particular. Por fin, nos detuvimos ante la puerta de una gran mansión.
– ¿Dónde estamos?-pregunté, suponiendo que teníamos que recoger a alguien más… quizá otro terrier.
Bernhard rió alegremente.
– Querido Christopher, ya hemos llegado a nuestro destino. ¡Salga!
Un criado con una chaquetilla rayada nos abrió la puerta. Saltamos del coche tras el perro. Bernhard me guió a través del hall poniéndome la mano en el hombro al subir las escaleras. Observé la suntuosa alfombra y los grabados enmarcados. Después abrió la puerta de un lujoso dormitorio rosa y blanco, con un grueso edredón de seda sobre la cama. Más allá estaba el cuarto de baño, plateado y reluciente, con esponjosas toallas blancas.
Bernhard sonrió.
– ¡Pobre Christopher! ¡Me temo que le haya decepcionado nuestra cabaña! ¿No le parecerá demasiado ostentosa y demasiado grande? Usted que esperaba darse el gusto de dormir en el suelo entre escarabajos…
El recuerdo de aquella broma nos rondó durante toda la cena. Cada vez que el criado servía un nuevo plato en fuente de plata, Bernhard me miraba de reojo y sonreía maliciosamente. El comedor era de un barroco contenido, elegante, pero sin ningún sabor. Le pregunté cuándo se había construido aquella casa.
– Mi padre la construyó en 1904. Quería que se pareciera lo más posible a una casa inglesa. Mi madre era inglesa…
Después de cenar salimos a pasear al jardín, en la oscuridad. El viento, subiendo desde el lago, soplaba entre los árboles. Seguí a Bernhard, tropezando con el terrier, que no hacía más que correr entre mis piernas. Bajamos unos peldaños de piedra que desembocaban en un embarcadero. La oscura superficie del lago se rizaba de olas. Más allá, en dirección a Potsdam, unas cuantas luces diseminadas se reflejaban en el agua negra como colas de cometas. Un desmantelado farol de gas golpeaba el parapeto, mecido por el viento. Bajo nosotros, las olas se estrellaban, blandas y húmedas, contra la piedra invisible.
– Cuando era niño solía bajar esta escalera en invierno y estarme aquí horas enteras… -empezó Bernhard. Hablaba en un tono tan bajo, que a duras penas podía oír lo que decía. Ni siquiera su cara me era visible: estaba mirando hacia el otro lado, más allá del lago. De vez en cuando sus palabras sonaban más claras, como si fuera el viento quien hablase-. Era durante la guerra. Mi hermano mayor murió nada más empezar… Más tarde, algunos rivales comerciales de mi padre empezaron a hacer propaganda en contra suya, sólo porque mi madre era inglesa. Lo que pretendían es que nadie viniese a vernos. Llegaron a rumorear que éramos espías. Al final, ni siquiera los comerciantes locales llamaban a la puerta… Resulta ridículo, si no fuera terrible, que los seres humanos puedan encerrar tanta maldad…
Me estremecí mientras escudriñaba la oscuridad sobre el agua. Hacía frío. La voz de Bernhard, suave y educada, seguía sonando en mi oído.
– Me quedaba de pie aquí, en las noches de invierno y me imaginaba que yo era el único ser humano en el mundo. Supongo que debí de ser un chico raro… Nunca me llevé bien con los demás, aunque hacía todo lo posible por ser popular y tener amigos. Tal vez ése fuera mi error… tenía demasiadas ganas de tener amigos. Los chicos se daban cuenta y se volvían crueles. De una manera objetiva, no me es difícil comprender su reacción. Quizá yo mismo, en otras circunstancias, me habría comportado igual. Es difícil saberlo… Pero soportar aquello en el colegio era como soportar una tortura china… Tal vez comprenda ahora por qué me gustaba bajar aquí por la noche y estar solo. Además, estábamos en guerra… Por aquel entonces yo creía que la guerra podía durar diez, quince, hasta veinte años más. Sabía de antemano que incluso yo mismo sería llamado a filas. Es curioso, pero no recuerdo en absoluto haber experimentado sensación de miedo. Lo aceptaba sin reparos. Me parecía completamente natural tener que morir. Supongo que esa era la mentalidad de todo el mundo durante la guerra. Aunque creo que en mi caso había algo típicamente semita en mi actitud… Es muy difícil hablar imparcialmente de eso. A veces, uno se resiste a admitir ciertas cosas, por la simple razón de que repugnan a la propia estimación…
Volvimos lentamente y empezamos a remontar la ladera del jardín. De vez en cuando, oíamos el jadeo del terrier persiguiendo algo en la oscuridad. Bernhard prosiguió con voz vacilante, rebuscando las palabras:
– Después de la muerte de mi hermano, mi madre casi no salió de la casa. Supongo que quería olvidarse de que existía Alemania. Empezó a estudiar hebreo y a dedicar todo su tiempo a la historia y la literatura judías. Tal vez sea ésa una frase sintomática de la experiencia judía… ese volver la espalda a la cultura y las tradiciones europeas. Yo mismo me doy cuenta de ello a veces… recuerdo a mi madre paseando por la casa como una sonámbula. El tiempo que estaba sin estudiar se lo pasaba lamentándose. Lo terrible es que se estaba muriendo de cáncer… En cuanto supo qué era lo que tenía, se negó terminantemente a recibir a un médico. La aterrorizaba la idea de sufrir una operación… Al final, cuando el dolor se hizo irresistible, se mató…
Habíamos llegado a la casa. Bernhard abrió una puerta encristalada. A través de un pequeño invernadero llegamos a una habitación sumergida en sombras bailarinas que brotaban de una chimenea estilo inglés. Bernhard encendió tantas luces que me cegó.
– ¿Es necesaria tanta luz?-pregunté-. Me parece mucho mejor la luz del fuego.
– ¿Le parece mejor?-Bernhard sonrió débilmente.- A mí también… Pensé que a lo mejor prefería usted la luz eléctrica.
– ¿Por qué demonios tiene que gustarme más?
Su tono me hizo desconfiar.
– No sé. Sencillamente, forma parte de la idea que tengo de usted. Qué idiota soy…
Bernhard se estaba burlando. No contesté. Se levantó y apagó todas las lámparas, excepto una pequeña situada en una mesa a mi lado. Hubo un largo silencio.
– ¿Le gustaría oír la radio?
Esta vez su tono me hizo reír.
– No hace falta que haga nada para distraerme. Soy completamente feliz junto al fuego.
– Me alegro… Qué estúpido soy… Tenía la impresión contraria.
– ¿Qué quiere decir?
– Me temía que se estuviera usted aburriendo…
– ¡Claro que no! ¡Qué tontería!
– Es usted muy amable, Christopher. Es usted siempre muy amable. Pero puedo leer en sus ojos lo que está pensando… -nunca había oído a Bernhard hablar en aquel tono: era casi hostil-. Se está usted preguntando por qué le he traído a esta casa. Y sobre todo, se está usted preguntando por qué le he contado todo lo que acabo de contarle.
– Me alegro mucho de que me lo haya contado.
– No, Christopher, no es verdad. Está usted un poco sorprendido. Usted cree que esas cosas no deben contarse jamás. Mi sentimentalismo judío repugna un poco a su educación inglesa… Se halaga usted mismo creyéndose un hombre de mundo, pero su formación es demasiado rígida para soportar ciertas formas de debilidad. Cree que la gente no debería hablar como yo lo he hecho. No es correcto.
– Bernhard, está usted diciendo tonterías.
– ¿Usted cree? Tal vez… Aunque yo no estoy de acuerdo. No importa… Ya que quiere usted saberlo, le voy a decir por qué le he traído… Quería hacer un experimento.
– ¿Un experimento?¿Quiere usted decir conmigo?
– No. Un experimento conmigo mismo. Es decir… durante diez años jamás he hablado a un ser humano en la forma en que le he hablado a usted esta noche… Dudo de que pueda usted ponerse en mi lugar… entender lo que quiero decir. Y esta noche… Tal vez sea imposible explicarlo, después de todo… Deje que se lo exponga de otro modo. Le traigo aquí, a esta casa que no representa nada para usted. No tiene usted ningún motivo para sentirse deprimido por el pasado. Entonces, yo voy y le cuento mi historia… Es posible que así, de esta forma, pueda uno librarse de sus fantasmas… Ya sé que me estoy expresando muy mal. Le parece muy absurdo lo que le estoy diciendo, ¿verdad?
– Ni lo más mínimo… Pero, por qué me ha elegido a mí para su experimento?
– ¡Qué forma tan dura tiene de decir eso, Christopher! ¡Cuánto me debe despreciar!
– No, Bernhard, no. Precisamente estoy pensando en cuánto debe usted despreciarme a mí… A veces me pregunto por qué me trata. Incluso llego a creer que me detesta y que en lo que hace y dice se esfuerza a veces por demostrármelo. Y, sin embargo, por otro lado, también pienso que no es así. De otro modo, no me llamaría usted tan a menudo para que fuera a verle… De todas formas, empiezo a cansarme de lo que usted llama sus experimentos. El de esta noche no ha sido el primero. Le fallan sus experimentos y luego se enfada usted conmigo. Déjeme decirle que eso me parece injusto… Pero lo que no puedo soportar es que me muestre usted su resentimiento adoptando ese aire de humildad burlona… En realidad es usted la persona menos humilde que he conocido en toda mi vida.
Bernhard no contestó. Encendió un cigarrillo y echó el humo por la nariz. Al cabo de un rato, dijo:
– Creo que no está usted en lo justo. Por lo menos, no del todo. Aunque parcialmente… Sí, hay algo en usted que le envidio y que me atrae mucho, pero que, al mismo tiempo, suscita mi antagonismo… Tal vez sea porque tengo algo de inglés y usted representa algo de mi propio carácter… No, tampoco es verdad… No es tan sencillo como yo quisiera… Me temo -Bernhard se pasó una mano por la frente y los ojos, con un gesto de entristecida ironía- que soy un mecanismo innecesariamente complicado.
Hubo un momento de silencio. Luego añadió:
– Le he metido en una conversación tontamente egocéntrica. Perdóneme. No tengo ningún derecho a hablarle así.
Se levantó, cruzó la habitación en silencio y encendió la radio. Al levantarse, apoyó la mano sobre mi hombro por un momento. Seguido de los primeros compases de la música, volvió a su silla enfrente del fuego, sonriendo. Era una sonrisa apacible y curiosamente agresiva. Tenía la hostilidad de algo muy antiguo. Pensé en una de las estatuillas orientales de su piso.
– Esta noche -sonrió débilmente- están retransmitiendo el último acto de Die Meistersinger.
– Muy interesante -dije.
Media hora más tarde, Bernhard me acompañó a mi habitación, sonriendo, mientras mantenía la mano apoyada sobre mi hombro. A la mañana siguiente, durante el desayuno, parecía cansado pero estuvo alegre y divertido. No hizo la menor alusión a la charla de la noche anterior.
Volvimos en coche a Berlín y me dejó en la esquina de la Nollendorfplatz.
– Llámeme pronto -dije.
– Naturalmente. La semana que viene.
– Y muchas gracias.
– Querido Christopher, gracias a usted por haber venido.
No volví a verle en seis meses.
Era un domingo, a principios de agosto, y se celebraba el referéndum para decidir acerca del gobierno Brüning. Estaba tumbado en mi cama, otra vez en el apartamento de Fräulein Schroeder. Hacía mucho calor. El dolor en un dedo del pie me hacía jurar: la última vez que estuve bañándome en Ruegen me había cortado con un trozo de hojalata y la herida se había infectado inesperadamente y estaba llena de pus. Me alegró que Bernhard me telefoneara.
– ¿Se acuerda usted de la cabaña en la orilla del Wannsee?¿La recuerda? Me estaba preguntando si le gustaría pasar unas horas allí esta tarde… Sí, ya me ha explicado su patrona lo que le ha sucedido. Lo siento mucho… Puedo enviar el coche a buscarle. Creo que le sentaría bien escapar un rato de la ciudad. Allí podrá hacer lo que le dé la gana… incluso echarse un rato y descansar. Estará usted en libertad.
Después de comer vino a recogerme el coche. Hacía una tarde espléndida. En el camino bendije a Bernhard por su amabilidad. Aunque el chasco que me llevé al llegar no fue pequeño: el jardín de la casa estaba atestado de gente.
Me puse furioso. Es una faena que no se hace, me dije. Allí estaba, con mi ropa vieja, un pie vendado y un bastón, en medio de un garden-party en todo su apogeo. Y allí estaba Bernhard, en pantalones de franela y saltando como un niño. Era increíble lo joven que parecía. Se dirigió hacia mí inclinándose sobre la balaustrada, apoyado en una mano.
– Christopher, por fin ha llegado. ¡Póngase usted cómodo!
A pesar de mis protestas me quitó la chaqueta y el sombrero. Para colmo de mala suerte, llevaba tirantes.
La mayoría de los invitados iban vestidos con elegantes pantalones de franela estilo Riviera. Con una sonrisa forzada avancé entre la gente, mientras adoptaba instintivamente ese aire de excentricidad adusta con que se defiende uno en semejantes ocasiones. Unas parejas bailaban al son de un gramófono. Dos jóvenes se estaban peleando con almohadones, jaleados por sus respectivas mujeres. La mayor parte de los concurrentes estaban echados en alfombras sobre la hierba, charlando. Todo era muy informal. Mientras, los criados y chóferes permanecían en pie a un lado y observaban con discreción los juegos de sus amos, como niñeras de aristocrática prole.
¿Qué hacían?¿Por qué los había invitado Bernhard?¿Intentaba exorcizar de nuevo sus fantasmas, esta vez de una manera más complicada? Llegué a la conclusión de que no, de que se trataba simplemente de una fiesta de compromiso, de esas que se dan una vez al año para todos los amigos, parientes y conocidos de la familia. El mío era un nombre más en la lista de invitados. Bueno, era idiota enfadarse. Me dispuse a divertirme, ya que estaba allí.
Entonces, con gran sorpresa, descubrí a Natalia. Llevaba un ligero vestido amarillo con mangas abullonadas y un gran sombrero de paja en la mano. Estaba tan bonita que tardé en reconocerla. Vino cordialmente a darme la bienvenida.
– Ah, Christopher. ¡Estoy tan contenta…!
– ¿Dónde te has metido todo este tiempo?
– En París… ¿No lo sabías? ¿De veras? Siempre esperaba carta tuya… pero no llegó nunca.
– Pero, Natalia, si no me dejaste tus señas…
– ¡Claro que te las envié!
– Pues en ese caso, tampoco yo recibí tu carta… También he estado fuera.
– Ah, ¿sí?¿Has estado fuera? Pues lo siento… no puedo hacer nada.
Nos reímos. La risa de Natalia, como todo lo demás en ella, había cambiado. Ya no era la risa severa de la estudiante que me había ordenado leer a Goethe y a Jacobsen. Y había en su rostro una permanente sonrisa feliz, casi encantada, como si estuviera todo el tiempo escuchando una música celeste, pensé. A pesar de su alegría al verme, apenas parecía atender a nuestra conversación.
– ¿Y qué es lo que haces en París?¿Estás estudiando arte como querías?
– ¡Claro!
– ¿Y te gusta?
– Es maravilloso.
Natalia meneó la cabeza vigorosamente. Sus ojos estaban radiantes. Sospeché en sus palabras cierto doble sentido.
– ¿Está tu madre contigo?
– Sí, sí…
– ¿Habéis cogido un apartamento juntas?
– Sí… -volvió a asentir con la cabeza-. Un apartamento… ¡Oh, es maravilloso!
– ¿Y vuelves pronto?
– Ya lo creo! ¡Naturalmente!… ¡Mañana mismo!
Parecía sorprendida por mi pregunta… sorprendida de que no lo supiera todo el mundo… ¡Qué bien conocía yo aquel sentimiento! Natalia estaba enamorada.
Estuvimos hablando un rato… Natalia sonreía todo el tiempo, escuchándome como en sueños, como si no me oyera. De pronto, le entró prisa. Es muy tarde, dijo. Tenía que hacer las maletas. Me dio la mano y la vi correr alegre sobre el césped, hacia el coche que la esperaba. Se había olvidado de pedirme que le escribiera y de darme su dirección. Mientras agitaba la mano diciéndole adiós, sentí una punzada de envidia en el dedo infectado.
Después la gente joven de la familia bajó a bañarse al lago. Bernhard se bañó también. Tenía el cuerpo blanco, inocente, con el estómago redondo y un poco abultado, como el de un niño. Reía y salpicaba y gritaba más que nadie. Cuando se dio cuenta de que le estaba mirando le dio por hacer aún más ruido… Era, pensé, como si me desafiase. ¿Recordaría, como yo, lo que me había dicho en aquel mismo lugar seis meses antes?
– ¡Venga con nosotros, Christopher! -gritó-. ¡Le sentará bien a su dedo!
Cuando por fin salieron del agua y empezaron a secarse, él y otros muchachos se estuvieron persiguiendo bajo los árboles entre carcajadas.
A pesar de la animación de Bernhard, la fiesta no acababa de cuajar. Se había dividido en grupos y camarillas. Hasta en los momentos de mayor bullicio, una gran parte de los invitados seguía hablando de política en voz baja y en tono grave. Probablemente muchos de ellos habían venido a la fiesta para encontrarse y tratar de sus asuntos. Ni siquiera se tomaban la molestia de intervenir en la conversación general: igual hubieran podido verse en sus despachos o en sus casas.
Se hizo de noche, y una chica empezó a cantar. Cantaba en ruso, que siempre le hace a uno pensar que debe ser algo muy triste. Los criados trajeron un gran bol de sangría. Empezó a refrescar: Había millones de estrellas. En el lago inmenso, apacible, las velas seguían su ruta en zigzag a impulsos de la brisa nocturna, como si fueran fantasmas vacilantes. El gramófono seguía sonando. Tumbado sobre unos almohadones, escuchaba a un cirujano judío que sostenía que Francia no entendería nunca a Alemania porque los franceses no habían conocido nada semejante a la vida neurótica de la posguerra alemana. Una chica rió estridentemente entre un grupo de hombres. Lejos, en la ciudad, estarían en pleno escrutinio de los votos. Pensé en Natalia: se ha escapado… tal vez no demasiado pronto. Por mucho que se tarde en tomar una decisión, toda esta gente está condenada. Esta noche es el ensayo general de una catástrofe. Es como la última noche de una época.
A las diez y media la fiesta empezó a disolverse. Todos permanecíamos en el vestíbulo o cerca de la puerta principal, mientras alguien hablaba por teléfono con Berlín. Después de unos momentos de espera susurrante, el rostro tenso que escuchaba en la oscuridad se distendió en una sonrisa. El gobierno está a salvo, dijo. Algunos aplaudieron, medio irónicos pero aliviados. Me volví y encontré a Bernhard a mi lado. «El capitalismo está salvado, una vez más.» Sonreía vagamente.
Bernhard me buscó un asiento libre en un coche. Volvimos a Berlín. Al pasar por la Tauentzienstrasse se anunciaban los periódicos con las noticias del tiroteo en la Bülowplatz. Pensé en nuestra fiesta junto al lago echados en la hierba, bebiendo sangría mientras el gramófono sonaba. Y en el policía, revólver en mano subiendo a trompicones los escalones del cine, herido para caer muerto a los pies de una figura de cartón anunciando una película cómica.
Otra pausa -ocho meses esta vez. Llamé al timbre de su piso. Sí, estaba.
– ¡Qué gran honor, Christopher! ¡Desgraciadamente, un honor poco frecuente!
– Sí, lo siento. He pensado muchas veces en venir a verle… No sé por qué no lo he hecho…
– ¿Ha estado usted en Berlín todo este tiempo?¿Sabe que he llamado dos veces a Fräulein Schroeder y alguien me dijo que estaba usted en Inglaterra?
– Es lo que le dije a Fräulein Schroeder. No quería que supiera que estaba en Berlín.
– Ah, ¿sí?¿Es que se pelearon ustedes?
– Qué va, al contrario. Le dije que me iba a Inglaterra porque si no, se habría empeñado en mantenerme. Las cosas no me han ido muy bien… Pero ya se ha arreglado todo -añadí rápidamente, al observar la expresión preocupada de Bernhard.
– ¿De veras? Menos mal… ¿y qué ha estado haciendo todo este tiempo?
– Vivir con una familia de cinco personas en una buhardilla de dos habitaciones en Hallesches Tor.
Bernhard sonrió.
– Caramba, Christopher… ¡qué vida tan romántica lleva!
– Me parece estupendo que le parezca romántica. A mí no.
Nos reímos los dos.
– De todas formas -dijo Bernhard-, parece que le ha ido muy bien. Es usted la viva imagen de la salud.
No pude devolver el cumplido. Nunca le había visto tan mal. Tenía la cara pálida y la expresión cansada. Su fatiga se hacía patente incluso cuando sonreía. Unas ojeras enormes y oscuras le sombreaban los ojos. El pelo parecía más escaso. Era como si tuviera diez años más.
– Y usted, ¿qué tal?-pregunté.
– Me temo que mi existencia es triste y monótona en comparación con la suya… A pesar de todo, tengo diversiones un tanto truculentas.
– ¿Qué clase de diversiones?
– Ésta, por ejemplo… -Bernhard fue a su mesa, cogió una cuartilla y me la tendió-. ¡Me llegó esta mañana por correo!
Leí estas palabras escritas a máquina:
«Bernhard Landauer, ve con cuidado. Vamos a ajustar cuentas contigo, tu tío y todos los asquerosos judíos. Os damos veinticuatro horas para dejar Alemania. Si no, sois hombres muertos.»
Bernhard rió.
– Sedientos de sangre, ¿no?
– Es increíble… ¿Quién cree que puede habérsela enviado?
– Algún empleado despedido, quizá. O algún bromista. O un loco. O algún exaltado colegial nazi.
– ¿Qué piensa hacer?
– Nada.
– ¿Por qué no se lo dice a la policía?
– Querido Christopher, la policía se cansaría en seguida de atender estas tonterías. Recibimos tres o cuatro cada semana.
– Es lo mismo. Esta carta puede ir en serio… Los nazis escriben como colegiales, pero son capaces de todo. Precisamente por eso son tan peligrosos. La gente se ríe de ellos y luego será demasiado tarde…
Bernhard sonrió cansadamente.
– Le agradezco mucho que se preocupe por mí. Pero no vale la pena. Mi existencia no es tan importante ni para mí ni para los demás, como para que tengan que protegerme las fuerzas de la ley… En cuanto a mi tío, está en Varsovia ahora…
Me di cuenta de que quería cambiar de tema.
– ¿Sabe algo de Natalia y de Frau Landauer?
– ¡Oh, sí, claro que sí! Natalia se ha casado. ¿No lo sabía? Con un chico francés, médico… Me han dicho que son muy felices.
– Me alegro mucho.
– Sí… Es agradable saber que los amigos de uno son felices, ¿verdad?-Bernhard cruzó la habitación y tiró el anónimo a la papelera-. Sobre todo cuando viven en otro país… -sonrió tristemente.
– Qué cree que va a ocurrir en Alemania?-pregunté-. Habrá un golpe de estado nazi o una revolución comunista?
Bernhard rió.
– ¡Veo que no ha perdido nada de su entusiasmo! Ojalá que esa cuestión me pareciera a mí tan importante como le parece a usted…
«Ya verá si le va a parecer importante un día de éstos…» Las palabras me acudieron a los labios, pero me contuve. Ahora me alegro de no haber llegado a pronunciarlas.
Me limité a preguntar:
– ¿Por qué?
– Porque sería una señal de que todavía hay algo sano en mí… Es natural que uno se interese por esas cosas hoy en día. Lo reconozco. Es sano. Es saludable… Y precisamente porque a mí me parece un poco irreal, un poco (por favor, no se ofenda, Christopher) trivial, me doy cuenta de que estoy perdiendo el contacto con la realidad. Y eso es muy malo, naturalmente… Uno debe conservar cierto sentido de las cosas… ¿Sabe?, a veces, cuando me siento aquí a solas, por la noche, entre estos libros y estas estatuillas, me entra una extraña sensación de irrealidad, como si sólo esto fuera mi vida… Sí, incluso a veces me entra la duda de si nuestra empresa, ese enorme edificio abarrotado de mercancías desde el suelo al tejado, existe realmente, fuera de mi imaginación… Y a veces tengo la sensación desagradable de que ni yo mismo existo, como en los sueños. No cabe duda de que es algo morboso, desequilibrado… Christopher, le voy a confesar algo… Una noche me inquieté tanto pensando que Landauers no existía que cogí el teléfono y llamé a uno de los vigilantes nocturnos con un pretexto idiota, sólo para cerciorarme de que estaba equivocado. Tuvimos una larga conversación, comprende?¿Cree que me estoy volviendo loco?
– No creo nada de eso… Le ocurre a cualquiera que haya tenido un exceso de trabajo.
– ¿Qué le parece si me fuese de vacaciones? Un mes en Italia, ahora que empieza la primavera… Sí… recuerdo los días en que un mes de luz italiana solucionaba todos mis problemas. Pero esa droga ha perdido ya todo su poder. ¡Fíjese qué paradoja! Landauers ni siquiera existe para mí y sin embargo soy más esclavo que nunca de él. Es el castigo a una vida de sórdido materialismo. Quíteme usted el yugo de encima y me siento completamente desgraciado… ¡Ah, Christopher, ojalá mi destino le sirva de advertencia!
Sonreía y hablaba ligeramente, medio en broma. No quise seguir aquella conversación.
– ¿Sabe -dije-, que ahora sí que voy de verdad a Inglaterra? Dentro de tres o cuatro días.
– Lo siento. ¿Cuánto tiempo va a estar allí?
– Probablemente todo el verano.
– ¿Por fin se ha cansado de Berlín?
– Oh, no… Más bien tengo la impresión de que es Berlín quien se ha cansado de mí.
– ¿Así que volverá?
– Sí, eso espero.
– Me parece, Christopher, que usted volverá siempre a Berlín. Pertenece a esta ciudad.
– Tal vez sí, en cierto sentido.
– Es curioso que la gente parezca siempre pertenecer a ciertos sitios: especialmente, a los sitios en que no han nacido… Cuando estuve por primera vez en China tuve la impresión de encontrarme como en casa, por primera vez en mi vida… Tal vez el día en que muera, el viento llevará mi alma a Pekín.
– ¡Sería mucho mejor que el tren le llevara el cuerpo a Pekín lo antes posible!
Bernhard rió.
– ¡Muy bien, seguiré su consejo! Pero con dos condiciones: primera, que venga usted conmigo; segunda, que salgamos esta misma noche.
– ¿Habla usted en serio?
– Naturalmente que sí.
– ¡Qué pena! Me habría gustado ir con usted… Desgraciadamente, todo el capital que poseo son ciento cincuenta marcos.
– No se preocupe, será usted mi invitado.
– ¡Oh, Bernhard, es maravilloso! Nos detendríamos unos cuantos días en Varsovia para sacar los visados. Después a Moscú para tomar el transiberiano…
– Entonces, ¿viene?
– ¿Esta noche?
Fingí recapacitar.
– Me temo que no podrá ser esta noche… Tendría que recoger antes la ropa de la lavandería… ¿Qué tal mañana?
– Mañana es demasiado tarde.
– ¡Qué pena!
– ¿Verdad que sí?
Nos reímos. Bernhard parecía muy divertido por la broma. Había algo excesivo en su risa, como si la situación tuviera una gracia especial que yo no hubiera captado. Todavía nos reíamos cuando me despedí de él.
Quizá soy algo lento en entender las bromas. Porque tardé casi dieciocho meses en verle la gracia a ésta…, en adivinar que se trataba del último experimento de Bernhard, el más osado y el más cínico. Ahora tengo la absoluta certeza de que hablaba completamente en serio.
Cuando volví a Berlín, en el otoño de 1932, me sentí obligado a llamar a Bernhard. Una voz me dijo que estaba en viaje de negocios, en Hamburgo. Ahora me arrepiento -uno se arrepiente siempre demasiado tarde- de no haber insistido. Pero tenía tanta gente que ver, tantos alumnos, tanto que hacer, que los días pasaron y acabaron convirtiéndose en meses. Llegaron las Navidades y le envié una postal. No tuve respuesta. Seguramente estaba otra vez fuera de Berlín. Empezó el Año Nuevo.
Fue cuando la subida de Hitler, el incendio del Reichstag y la farsa de las elecciones. Me pregunté cómo estaría Bernhard. Tres veces le llamé por teléfono desde la calle -por nada del mundo hubiera querido crear complicaciones a Fräulein Schroeder inútilmente. Por fin, una noche a principios de abril, me acerqué a su casa. El portero sacó la cabeza por la ventanilla y estuvo más suspicaz que nunca. Al principio parecía dispuesto a negar que conociera a Bernhard. Por fin, contestó rápidamente:
– Herr Landauer se ha marchado… Se ha ido de aquí.
– ¿Es que se ha mudado de piso?-pregunté-. ¿Me puede dar su dirección?
– Se ha ido -repitió el portero, y me cerró la ventanilla de golpe.
No me preocupé más… Llegué a la conclusión, bastante natural, de que Bernhard estaba sano y salvo en el extranjero.
La mañana del boicot a los judíos me di una vuelta por Landauers. Aparentemente todo seguía igual. Dos o tres muchachos de las SA estaban apostados en cada una de las entradas. Cada vez que se acercaba un comprador, uno de ellos decía: «Recuerde que es un negocio judío». Los chicos parecían bastante educados, sonrientes, y bromeaban entre ellos. Los transeúntes se agolpaban en corrillos para presenciar el espectáculo… interesados, divertidos, o simplemente apáticos, sin decidirse a aprobar o no. No se veía nada de lo que pude leer luego en los periódicos: en las pequeñas ciudades, los compradores tuvieron que soportar la humillación de que les estamparan un sello en la frente y en las mejillas. En Landauers entraba bastante gente. Yo mismo me decidí a entrar, compré lo primero que vi -un rallador para nuez moscada- y volví a salir tranquilamente, balanceando mi paquetito. Uno de los chicos que estaba a la salida guiñó un ojo a un compañero y le dijo algo al oído. Recordé haberle visto una o dos veces en el Casino Alexander, cuando vivía con los Nowak.
Dejé definitivamente Berlín en mayo. Mi primera parada fue Praga -y allí precisamente, sentado una noche en un restaurante, solo, supe las últimas noticias acerca de la familia Landauer.
Dos hombres hablaban en alemán en la mesa de al lado. Uno de ellos era austríaco. El otro, no podría decir de dónde era. Reluciente y gordinflón, de unos cuarenta y cinco años, podía ser propietario de cualquier pequeño negocio en cualquier capital europea, entre Belgrado y Estocolmo. Los dos eran indudablemente prósperos, técnicamente arios y políticamente neutros. El más gordo me llamó la atención al decir:
– ¿Conoces Landauers?¿Landauers de Berlín?
El austríaco asintió.
– Claro que sí… Traté mucho con ellos en otro tiempo… Bonito edificio el que tienen… Debe haber costado bastante…
– ¿Has leído los periódicos esta mañana?
– No. No tuve tiempo… Me estoy mudando a un piso nuevo… Ya sabes… La mujer vuelve uno de estos días…
– ¿Vuelve? No me digas. Ha estado en Viena, ¿no?
– Eso mismo.
– ¿Lo ha pasado bien?
– ¡Díselo a ella! Me ha costado lo mío, de todas formas.
– Está muy caro todo en Viena.
– Es verdad.
– La comida es muy cara.
– La comida es cara en todas partes.
– Supongo que tienes razón -el gordo empezó a hurgarse los dientes-. ¿Qué te estaba diciendo?
– Estabas hablando de Landauers.
– Ah, sí… ¿No has leído los periódicos esta mañana?
– No, no los he leído.
– Decían algo de Bernhard Landauer.
– ¿Bernhard?-dijo el austriaco-. Déjame pensar… pensar… es el hijo, ¿no?
– No sé…
El gordo extrajo de entre los dientes una hebra de carne con el palillo. Empezó a mirarlo atentamente mientras lo sostenía contra la luz.
– Creo que es el hijo -dijo el austríaco-. O quizá el sobrino… No, creo que es el hijo.
– Sea el que sea -el gordo dejó caer en el plato la fibra de carne, con asco-. Ha muerto.
– No me digas.
– Un ataque al corazón -el gordo frunció el entrecejo y se llevó una mano a la boca para cubrir un eructo. Llevaba tres anillos de oro-. Eso es lo que dicen los periódicos.
– Ataque al corazón! -El austríaco se revolvió incómodo en su asiento.- ¡No me digas!
– Hay mucho ataque al corazón -dijo el gordo- en Alemania estos días.
El austríaco asintió.
– No puede uno creer todo lo que oye. Es verdad.
– Si me lo preguntas -dijo el gordo-, cualquiera puede tener un ataque al corazón si le meten una bala dentro.
El austríaco parecía muy incómodo.
– Estos nazis -empezó.
– Van a lo suyo -el gordo parecía divertirse poniendo la carne de gallina a su amigo-. Fíjate en lo que te digo: van a limpiar Alemania de judíos. Completamente.
El austríaco sacudió la cabeza.
– No me gusta.
– Campos de concentración -dijo el gordo encendiendo un puro-. Los meten en ellos, les hacen firmar cosas y… luego les da un ataque al corazón.
– No me gusta nada -dijo el austríaco-. Es malo para los negocios.
– Sí, todo resulta tan inseguro…
– Exactamente. Nunca sabe uno con quién está negociando -el gordo se rió. A su estilo, era más bien macabro-. Puede ser un cadáver.
El austríaco se estremeció.
– ¿Qué tal el viejo, el viejo Landauer?¿Se lo han cargado también?
– No, está perfectamente. Demasiado listo para ellos. Está en París.
– ¡No me digas!
– Supongo que los nazis se apoderarán del negocio. Es lo que hacen ahora.
– Seguramente se habrá quedado en la ruina.
– ¡Qué va! -El gordo sacudió desdeñosamente la ceniza del cigarro-. Ya tendrá algo escondido en algún sitio. Ya verás. Empezará con cualquier otra cosa. Estos judíos son muy listos…
– Es verdad -asintió el austríaco-. Cualquiera le pone a un judío la bota encima…
La idea pareció animarle un poco. Se iluminó su cara.
– Esto me recuerda. Sabía que tenía algo que contarte… ¿Sabes el chiste del judío y la chica que tenía una pierna de madera?
– No -el gordo sopló el puro encendido. Estaba haciendo una digestión perfecta. Se encontraba en el estado ideal para una sobremesa-. Cuenta…