171288.fb2 Adi?s A Berl?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Diario berlinés

(Invierno, 1932-1933)

Esta noche, por vez primera este invierno, hace mucho frío. El frío glacial paraliza la ciudad en un absoluto silencio, parecido al silencio de un ardoroso mediodía de verano. En el frío parece como si la ciudad se contrajera hasta quedar reducida a un puntito negro, no mucho mayor que otros centenares de ellos, aislados y difíciles de encontrar en el enorme mapa de Europa. Fuera, en la oscuridad, más allá de los últimos bloques de viviendas, donde las calles terminan en jardines recién parcelados, rígidos de escarcha, está la llanura prusiana. Uno casi la siente esta noche, agazapada al acecho de la ciudad, como la yerma y desamparada inmensidad de un océano salpicada de negros matorrales, lagos helados y diminutos pueblos con nombres extranjeros que recuerdan batallas de guerras medio olvidadas. Berlín es un esqueleto entumecido: es mi propio y dolorido esqueleto. Yo siento en los huesos la herida aguda del hielo en las estructuras del ferrocarril aéreo, en la rejería de los balcones, en los puentes, en los tendidos del tranvía, en las farolas y en los urinarios. El hierro late y se crispa, la piedra y el ladrillo duelen sordos, el yeso se resiente.

Berlín tiene dos centros: uno es el enjambre de hoteles caros, bares, cines y tiendas que se agrupa alrededor del Templo Conmemorativo, chispeante haz de luces como un diamante falso en la penumbra dudosa de la ciudad; el otro, ese estudiado conjunto de edificios públicos cuidadosamente dispuestos alrededor de Unter den Linden, copias de copias de todos los grandes estilos, indicativos emblemas de nuestra dignidad de capital: el parlamento, un par de museos, el banco nacional, la catedral, la ópera, una docena de embajadas, un arco triunfal. No falta nada. Todo tan pomposo, tan correcto, menos la catedral, cuya arquitectura traiciona un destello de esa reprimida histeria que siempre espejea tras los graves muros grises de una fachada prusiana. Avasallada por su absurda cúpula, resulta a primera vista tan inmediatamente grotesca que uno se sorprende bautizándola con algún nombre disparatado: Iglesia de la Consunción Inmaculada.

Pero el verdadero corazón de Berlín está en un bosquecillo negro y húmedo -el Tiergarten-. En estos meses del año el frío expulsa de sus diminutos y desamparados pueblos a los mozos campesinos y los empuja hacia la ciudad, en busca de comida y trabajo. Y la ciudad, que invitadoramente centellea al fondo de la noche, sobre la llanura, es fría y cruel y está muerta. Su llamada es una ilusión, un espejismo en el desierto invernizo. No acoge a estos mozos. No tiene nada que darles. El frío les hace huir de sus calles y refugiarse en el bosquecillo, que es su corazón cruel. Allí se acurrucan sobre los bancos, a helarse y morir de hambre, mientras sueñan con la lumbre lejana de su casa en el pueblo.

Fräulein Schroeder detesta el frío. Arropada en su chaquetón de terciopelo ribeteado de piel, se sienta en un rincón y apoya en la estufa los pies embutidos en gruesas zapatillas. A veces fuma, a veces bebe un sorbo de té, pero la mayor parte del tiempo se le va en estar sentada con la mirada fija en los azulejos de la estufa, en una especie de letargo invernal. Además se siente sola. Fräulein Mayr está de gira en Holanda, así que no tiene a nadie a quien hablar más que a Bobby y a mí.

Y Bobby ha caído en la más completa desgracia. No sólo está sin trabajo y con tres meses de atraso en la pensión, sino que Fräulein Schroeder tiene fundadas sospechas de que le quita dinero del bolso.

– Sabe usted, Herr Issyvoo -me dice-, que no me extrañaría nada que aquellos cincuenta marcos de Fräulein Kost los robase él… Bien capaz es, el muy sinvergüenza. Y pensar que he podido estar tan equivocada. Créame usted, Herr Issyvoo, que le trataba como un hijo, y así lo agradece. Dice que me pagará hasta el último céntimo cuando empiece a trabajar de barman en el Lady Windermere… Cuando empiece…

Y Fräulein Schroeder musita sarcástica:

– La semana sin jueves, digo yo…

Bobby ha perdido su antiguo cuarto y ahora vive confinado en el «pabellón sueco». Debe hacer un frío horrible, ahí arriba. A veces aparece verdaderamente lívido. Ha cambiado mucho durante el último año; su pelo es más escaso, sus ropas más dudosas, su descaro más retador, casi patético. La gente como Bobby no tiene existencia fuera de su empleo, y si se les quita dejan prácticamente de existir. A veces aparece en el cuarto de estar, con las manos en los bolsillos, sin afeitar, y merodea alrededor nuestro silboteando una musiquilla -las melodías que silba ya no están de moda-. Fräulein Schroeder le dirige de vez en cuando la palabra, como quien arroja un mendrugo, pero no le mira ni le hace sitio junto a la estufa. Las cosquillas y las palmadas en el trasero son cosa del pasado.

Ayer, cuando yo estaba fuera, vino a vernos Fräulein Kost. Cuando volví, Fräulein Schroeder aún estaba excitada.

– Figúrese, Herr Issyvoo. No la hubiese reconocido. Si parece una verdadera señora. Su amigo japonés le ha comprado un abrigo de piel: de piel auténtica, que ya me gustaría saber qué le ha costado. Y zapatos de piel de serpiente. Bueno, bueno, supongo que los tiene bien ganados. Si ése es el único negocio que todavía marcha, hoy en día… Estoy viendo que yo también tendré que dedicarme a eso.

Pero por mucho sarcasmo que afectase a costa de Fräulein Kost, me di cuenta de que Fräulein Schroeder estaba muy impresionada, y no desfavorablemente. No tanto por el abrigo de piel y los zapatos, sino por algo más importante -verdadero símbolo de la respetabilidad en el mundo de Fräulein Schroeder-, y es que le han hecho una operación en una clínica particular.

– No. No lo que usted imagina, Herr Issyvoo. Algo en la garganta. Y su amigo pagó eso también, claro… Figúrese usted, el médico le quitó algo dentro de la nariz; ahora se puede llenar la boca de agua y echarla por las narices, igual que una lavativa. Si no lo veo no lo creo. Palabra de honor, Herr Issyvoo, que lanzaba el agua de un lado de la cocina al otro. Y no puede negarse que ha mejorado mucho, desde que vivía aquí… No me extrañaría que un día de estos acabase casándose con un director de banco. Sí, sí. Recuerde lo que le digo: esa chica llegará lejos…

Herr Krampf, un joven ingeniero alumno mío, me habla de su infancia en los años de la guerra y la inflación. Dice que en los últimos meses de la guerra desaparecían las correas de las ventanillas de los trenes: la gente las cortaba para vender el cuero. Y que se veían hombres y mujeres vestidos con las tapicerías de los departamentos. Un grupo de amigos suyos del colegio entró en una fábrica una noche y se llevó todas las correas transmisoras. Todos robaban. Todos vendían lo que tuviesen para vender -incluidos ellos mismos-. Un chico de catorce, compañero de clase de Krampf, vendía cocaína por las calles, a la salida del colegio. Los labradores y los carniceros eran omnipotentes. Si uno quería conseguir verduras o carne tenía que plegarse a sus menores caprichos. La familia Krampf conocía a un carnicero, en un pueblecillo cerca de Berlín, que siempre disponía de carne. Pero el tipo tenía una particular perversión sexual: le gustaba pellizcar y dar cachetes en las mejillas de una niña o de una mujer bien educada y fina. La posibilidad de humillar a una señora como Frau Krampf le excitaba enormemente, y si no le daban ese gusto se negaba en redondo a servir carne. Cada domingo, la madre de Krampf acudía al pueblo, en compañía de sus hijos, a ofrecer dócilmente sus mejillas a cambio de un trozo de ternera.

Al final de la Potsdamerstrasse hay un ferial con tiovivos, columpios y atracciones. Una de las mayores es una caseta donde hay combates de grecorromana y boxeo. Se paga y se entra, se ven tres o cuatro combates y después el árbitro anuncia que si se quiere ver más hay que pagar diez pfennigs de suplemento. Uno de los luchadores es un hombre calvo y tripudo: lleva unos pantalones de lienzo arremangados, lo mismo que un bañero. Su adversario viste mallas negras y unas rodilleras de cuero que podrían haber pertenecido al caballo viejo de un simón. Los luchadores se derriban el uno al otro siempre que pueden y se contorsionan en el aire para divertir al público. El gordo hace siempre de perdedor, finge enfurecerse y amenaza con golpear al árbitro.

Uno de los boxeadores es un negro. Invariablemente gana. Los adversarios se golpean mutuamente con los guantes abiertos y hacen un ruido tremendo. El otro boxeador, un chico alto y bien formado, casi veinte años más joven y evidentemente más fuerte que el negro, es derribado con una facilidad ridícula. Se retuerce agónicamente sobre la lona, casi consigue levantarse a la cuenta de diez, para derrumbarse otra vez entre quejidos. Concluido el combate, el árbitro recauda otros diez pfennigs y pregunta si hay algún voluntario entre el público. Antes que nadie pueda responder, otro chico joven, que ha estado hasta ese momento charlando y bromeando abiertamente con los luchadores, salta al ring en un abrir y cerrar de ojos, se quita la ropa y aparece vestido en calzones y botas de boxeo. El árbitro anuncia una bolsa de cinco marcos para el ganador, y esta vez el negro queda fuera de combate.

El público lo toma todo absolutamente en serio, grita animando a sus favoritos e incluso se pelea y hace apuestas. Y, sin embargo, casi todos estaban en la caseta cuando yo entré y allí seguían al marcharme. Desde el punto de vista político, la conclusión que uno saca es deprimente: a esta gente se le puede hacer creer no importa en qué o en quién.

Hoy al anochecer, pasando por la Kleiststrasse, he visto una pequeña multitud agolpada alrededor de un automóvil. Había dos chicas dentro, y en la calzada estaban dos jóvenes judíos discutiendo violentamente con un hombre rubio y corpulento, evidentemente borracho. Los judíos, según parece, recorrían la calle a poca velocidad, en busca de plan, y habían invitado a las chicas a subir al coche. Las chicas aceptaron. Pero en ese momento se había interferido el tipo rubio. Era nazi, nos dijo, y se consideraba en la obligación de defender el honor de las mujeres alemanas contra la obscena amenaza antinórdica. Los judíos, que no parecían en absoluto intimidados, contestaron decididamente al nazi que se ocupase de sus propios asuntos. Mientras tanto, las chicas aprovecharon la pelea para escurrirse fuera del coche y escapar calle abajo. El nazi intentó entonces arrastrar a uno de los judíos por el brazo, en busca del policía más próximo, pero el judío le atizó un puñetazo que lo tumbó boca arriba sobre el pavimento. Antes de que pudiera incorporarse, los dos chicos saltaron al coche y arrancaron a toda velocidad. La multitud se dispersó lentamente, entre comentarios. Muy pocos estaban abiertamente en favor del nazi y algunos defendían a los judíos, pero la mayoría se contentaba con menear dubitativamente la cabeza, mientras murmuraba: «Allerhand!»

Tres horas después volví a pasar por el mismo sitio. El nazi seguía de plantón allí, dispuesto a acudir una vez más en socorro de la feminidad alemana.

Ha habido carta de Fräulein Mayr y Fräulein Schroeder me ha llamado para leérmela. Dice que no le gusta Holanda. Se ha visto obligada a actuar en locales de segunda categoría en pequeñas ciudades y se queja de la falta de calefacción en los hoteles. Los holandeses, según ella, carecen de cultura y hasta ahora sólo ha conocido un caballero refinado y con auténtica clase. Un viudo. El viudo le dice que es una verdadera mujer-mujer y no uno de esos chiquilicuatros de muchachitas. En testimonio de admiración por su arte le ha regalado un juego completo de ropa interior.

Además, Fräulein Mayr ha tenido dificultades con sus compañeras. En cierta ciudad una actriz rival, envidiosa de las facultades vocales de Fräulein Mayr, intentó sacarle un ojo con un alfiler de sombrero. Admiro su valor. Cuando Fräulein Mayr terminó con ella, su estado físico era tan lamentable que no pudo aparecer en escena durante una semana.

Anoche, Fritz Wendel me invitó a una vuelta por los «tugurios». Íbamos un poco en plan de despedida, porque la policía ha empezado a interesarse por esos lugares. A menudo hacen registros y toman nota de los nombres de los clientes. Incluso se habla de una limpieza general de Berlín.

Mi insistencia en visitar el Salomé, en donde nunca había entrado, le desconcertó un tanto. Fritz, en su calidad de enterado de la vida de noche, se mostró de lo más despreciativo. Ni siquiera era auténtico, me dijo. Estaba exclusivamente organizado para escándalo de provincianos.

El Salomé resultó ser muy caro y todavía más deprimente de lo que imaginaba. Unas cuantas aparatosas lesbianas y un grupo de jovencitos con las cejas depiladas revoloteaban junto al bar, y de vez en cuando prorrumpían en estentóreas carcajadas y en chillidos -simbólicos al parecer, de la risa de los réprobos-. El local entero está decorado en rojo y oro -suntuoso terciopelo carmesí y enormes espejos dorado. Estaba lleno. El público se componía sobre todo de respetables hombres de negocios y sus familias, a quienes se oía exclamar con benevolente asombro: «¿Pero de verdad?» «jamás lo hubiera imaginado!» Nos marchamos a mitad del espectáculo, en el momento en que un jovencito en crinolina y sostenes bordados de pedrería ejecutaba penosa y eficientemente tres écarts.

A la salida tropezamos con un grupo de norteamericanos jóvenes, muy borrachos, que dudaban si entrar o no. Les capitaneaba un tipejo rechoncho con lentes de pinza y una mandíbula desagradablemente prominente.

– Oiga usted -le preguntó a Fritz-, ¿qué hay ahí dentro?

– Hombres vestidos de mujeres -sonrió Fritz.

El pequeño americano no podía creerlo.

– ¿Hombres vestidos de mujeres? De mujeres, ¿eh? ¿Quiere usted decir que es un sitio especial?

– La verdad es que aquí todos somos un poco especiales -declaró Fritz solemnemente y en tono siniestro.

El tipo se nos quedó mirando. Había venido corriendo y todavía jadeaba. Los otros se apretujaban azoradamente tras él, dispuestos a todo, las caras inexpresivas y boquiabiertas y un poco asustadas bajo la luz verdosa.

– ¿Usted también es especial?-me preguntó, volviéndose de repente hacia mí.

– Sí -contesté-, muy especial.

Me miraba, jadeante, con la mandíbula caída, dudoso, como si se preguntara si debía pegarme un puñetazo. Luego dio media vuelta, prorrumpió en un viejo grito de guerra de colegio y, seguido por los otros, se precipitó de cabeza en el interior del local.

– ¿Has estado en ese tugurio comunista cerca del Zoo?-me preguntó Fritz cuando salíamos del Salomé-. Creo que deberíamos ir a echar un vistazo. Después de todo, es posible que en seis meses todos llevemos camisas rojas…

Le dije que de acuerdo. Tenía curiosidad por saber en qué consistía un «tugurio comunista» para Fritz.

Era un sótano pequeño y encalado. La gente se sentaba en largos bancos de madera, tras las grandes mesas de madera desnuda. Una docena por mesa, como en un comedor de colegio. En las paredes había composiciones expresionistas, collages hechos con papel de periódico, naipes, marcas de cerveza, cajas de cerillas, cartones de tabaco y fotografías recortadas. El sitio estaba lleno de estudiantes, casi todos vestidos con un desaliño agresivamente político: los hombres con jerseys de marinero y pantalones sucios y con rodilleras, las chicas con blusas mal cortadas, faldas milagrosamente sostenidas por imperdibles y pañolones de colorines descuidadamente anudados al cuello. La dueña fumaba un cigarrillo y el chico que hacía de camarero se paseaba con una colilla entre los labios y daba palmadas en la espalda a los parroquianos cuando le pedían las consumiciones.

Aquello era completamente falso, simpático y alegre: uno se sentía en casa inmediatamente. Como siempre, Fritz se encontró con cantidad de amigos. Me presentó a tres: un tal Martin, un estudiante de bellas artes llamado Werner y su novia, Inge. Inge era gruesa y vivaz y llevaba un sombrerito con una pluma que le daba un cómico parecido con Enrique VIII. Mientras Inge y Werner charlaban, Martin permanecía sentado en silencio: era flaco y moreno, con cara de hacha y la sonrisa de sardónica superioridad del conspirador consciente. Luego Inge y Werner dejaron nuestra mesa para juntarse a otro grupo y Martin empezó a hablar de la próxima guerra civil. Explicó que cuando estallase, los comunistas, que tienen muy pocas ametralladoras, se apoderarían de los tejados y desde allí hostigarían a la policía con bombas de mano. Sería sólo cuestión de resistir tres días, porque la flota soviética zarparía inmediatamente rumbo a Swinemünde y empezaría a desembarcar tropas. «Me paso la mayor parte del tiempo fabricando bombas», añadió Martin. Asentí sonriendo y muy azarado, porque no sabía si se estaba riendo de mí o si estaba cometiendo deliberadamente una indiscreción comprometedora. Desde luego no estaba borracho, y tampoco me pareció un loco.

En aquel momento entró un chico de dieciséis o diecisiete años sensacionalmente guapo. Se llamaba Rudi. Vestía una blusa de cosaco, calzones cortos de cuero y botas altas, y se acercó a nuestra mesa con toda la heroica prosopopeya del mensajero que regresa después de cumplir una misión desesperada. Pero no tenía ningún mensaje que transmitir. Tras el vendaval de su entrada y después de una serie de breves y marciales apretones de manos, se sentó apaciblemente a nuestro lado y pidió una taza de té.

Esta tarde he ido otra vez al café «comunista». Realmente es un fascinante mundillo de intriga y contraintriga. Su Napoleón es Martin -el siniestro hacedor de bombas-, Werner su Danton, y Rudi su Juana de Arco. Todos sospechan de todos. Martin me ha prevenido contra Werner: es «políticamente inseguro» y el verano pasado distrajo los fondos de una organización comunista juvenil. Y Werner me ha prevenido contra Martin: o es un espía nazi, o es un confidente de la policía, o está a sueldo del gobierno francés. Además, tanto Martin como Werner me han aconsejado seriamente que no me trate con Rudi, y los dos se negaron a decirme por qué.

Pero es imposible no tratarse con Rudi. Se instaló a mi lado y empezó inmediatamente a hablar -un torrente de entusiasmo. Su palabra favorita es knorke:

– ¡Oh, imponente! -Es explorador. Quería saber cómo son los boys scouts en Inglaterra. ¿Tienen espíritu aventurero?- Todos los chicos alemanes tienen espíritu aventurero. La aventura es imponente. Nuestro jefe es un tipo imponente. El año pasado fue a Laponia y vivió todo el verano en una cabaña, él solo… ¿Eres comunista?

– No. ¿Y tú?

Rudi se ofendió.

– ¡Pues claro! Aquí todos somos comunistas… Te prestaré libros, si quieres… Tienes que venir a ver nuestra guarida. Es imponente… Y cantamos Bandera Roja y todas las canciones prohibidas… ¿Por qué no me enseñas inglés? Quiero aprender todas las lenguas.

Le pregunté si había chicas en su grupo de exploradores. A Rudi le chocó, lo mismo que si hubiera dicho una indecencia.

– Las mujeres no sirven para nada -me dijo rencorosamente-. Todo lo estropean. Y no tienen espíritu de aventura. Los hombres se entienden mucho mejor entre ellos. Tío Peter (nuestro jefe) dice que las mujeres son para estar en casa y zurcir calcetines. ¡Eso es lo suyo!

– ¿Tío Peter es comunista también?

– ¡Pues claro! -Rudi me dirigió una mirada suspicaz-. Por qué lo preguntas?

– Oh, por nada -repliqué apresuradamente-. Creo que le confundía con otra persona…

Esta tarde fui a un reformatorio a visitar a uno de mis alumnos, Herr Brink, que trabaja allí de profesor: Es un hombre achaparrado, con el pelo lacio y exhausto, los ojos apacibles y la frente prominente y pesada del intelectual alemán vegetariano. Lleva sandalias y una camisa de cuello abierto. Le encontré en el gimnasio, dando clase de cultura física a un grupo de niños deficientes -los reformatorios de aquí no sólo albergan delincuentes juveniles sino también deficientes mentales-. Con un cierto orgullo melancólico, me iba señalando casos: un niño heredosifilítico -que bizqueaba horriblemente-; otro, hijo de alcohólicos, que no paraba de reír. Los niños trepaban por las barras igual que monos, riéndose y parloteando, aparentemente felices.

Luego estuvimos en el taller, donde los mayores -todos ellos delincuentes convictos-, vestidos de mono azul, fabrican botas. La mayoría alzaron la cabeza y sonrieron al entrar Brink, sólo unos cuantos permanecían hoscos. Y, sin embargo, me sentía incapaz de mirarles a los ojos. Avergonzado y horriblemente culpable, me pareció, en aquel momento, como si yo fuese el único representante de sus carceleros, de la sociedad burguesa. Me pregunté si alguno de ellos habría sido arrestado en el Casino Alexander y, en ese caso, si me habría reconocido.

Almorzamos en el saloncito de la matrona. Herr Brink se disculpó por ofrecerme la misma comida que comían los chicos -sopa de patatas con un par de salchichas y un plato de manzanas y ciruelas asadas-. Protesté que no -como sin duda se esperaba que protestase-, que estaba muy buena. Pero la idea de que los chicos comían ésta, o cualquier otra comida, en aquel edificio, hizo que se me atragantara cada cucharada. La comida de las instituciones colectivas tiene siempre un sabor peculiar, quizá puramente imaginario: uno de los recuerdos más vívidos y más repugnantes de mi vida en el colegio es el olor a pan.

– He visto que no hay rejas ni puertas cerradas -dije-. Creí que todos los reformatorios las tenían… ¿No se escapan los chicos?

– Casi nunca-dijo Brink. Sus palabras parecieron hacerle positivamente infeliz y apoyó la cansada cabeza en las manos-. Adónde iban a escapar? Aquí están mal. En casa estarían peor: Y la mayoría lo sabe.

– Pero no hay un deseo instintivo de libertad?

– Sí, tiene usted razón. Pero los chicos lo pierden en seguida. Y el régimen de vida aquí les ayuda a perderlo. A veces pienso que en los alemanes ese deseo nunca es muy fuerte.

– ¿Así que no tienen ustedes demasiadas complicaciones?

– Oh, sí. Hay veces… Hace tres meses sucedió algo espantoso. Un chico robó el abrigo de otro. Pidió permiso para ir a la ciudad (eso les está permitido) seguramente para venderlo. Pero el dueño le siguió y tuvieron una pelea. El dueño del abrigo le tiró una piedra al otro y le hirió. Y el chico, al verse herido, se ensució la herida intencionadamente, para agravarla y escapar al castigo. La herida se infectó y a los tres días murió de un envenenamiento de sangre. Cuando el otro chico lo supo cogió un cuchillo de la cocina y se mató -Brink suspiró-. A veces me desespero -añadió-. Parece como si existiera una maldad especial, una enfermedad que hoy en día lo contamina todo.

– ¿Y qué es lo que puede usted hacer por esos chicos?

– Muy poco. Les enseñamos un oficio. Después intentamos buscarles trabajo, que es casi imposible. Si trabajan en esta zona pueden venir a dormir aquí por la noche… El director cree que los preceptos cristianos pueden cambiar sus vidas. Me temo que yo no estoy de acuerdo. El problema no es tan sencillo. Me temo que la mayoría de ellos, si no encuentran trabajo, volverán a la delincuencia. Después de todo, no se puede obligar a la gente a morirse de hambre.

– ¿Y no hay otra alternativa?

Brink se levantó y me llevó a la ventana.

– ¿Ve usted esos dos edificios? Aquello son unos talleres industriales y aquello es la cárcel. Para los chicos de este distrito existían dos alternativas… Pero ahora los talleres han quebrado. Cerrarán la próxima semana.

Esta mañana fui al club de Rudi, que es además la oficina de la revista de los exploradores. El redactor jefe y cabeza de escuadra, tío Peter, un jovenzuelo macilento con la piel color de pergamino, vestido con una chaqueta de pana y pantalones cortos, es el ídolo de Rudi. Las pocas veces que Rudi deja de hablar es cuando tío Peter tiene algo que decir. Me enseñaron docenas de fotografías de chicos, tomadas desde abajo para darles un aspecto de gigantes de epopeya, perfilados contra enormes nubes. La revista contiene artículos sobre caza, rastreo y alimentación, escritos todos en un tono sobreexcitado, con una latente insinuación de histeria, como si las acciones descritas fueran parte integrante de un ritual erótico o religioso. Había otra media docena de chicos en la habitación, todos en estado de heroica semidesnudez, vestidos con los más sumarios pantalones cortos y las camisas o las camisetas más delgadas, aunque hace tanto frío.

Cuando terminé con las fotos, Rudi me llevó a la sala de reuniones. Largas banderas policromas, bordadas con iniciales y misteriosos emblemas totémicos, pendían de los muros. En un extremo había una mesa baja, cubierta con un tapete carmesí también bordado. Sobre la mesa unos candelabros de latón con cirios encendidos.

– Los encendemos los jueves -me explicó Rudi-, cuando celebramos nuestra asamblea. Y nos sentamos en corro en el suelo y cantamos himnos y contamos historias.

Sobre la mesa con los candelabros estaba una especie de icono -un dibujo enmarcado de un joven explorador de irreal belleza, los ojos severos fijos en la lejanía, un estandarte en la mano. El lugar aquel me hizo sentirme profundamente incómodo. Me disculpé y salí en cuanto pude.

Oído en un café: un joven nazi sentado con su novia discute el futuro del Partido. El nazi está borracho.

– Sí, sí, ya sé que ganaremos, de acuerdo -exclama impaciente-, pero no basta -y golpea la mesa con el puño-. ¡Tiene que haber sangre!

La muchacha le tranquiliza con unos golpecitos en el brazo. Está intentando llevárselo a casa.

– Pero claro que la habrá, cariño -le arrulla apaciguadora-, el jefe lo ha prometido.

Hoy es domingo de Navidad y las calles están atestadas de gentes que van de compras. A lo largo de la Tauentzienstrasse, hombres, mujeres y niños rebuscan postales, flores, libros de himnos, brillantina y brazaletes. Los árboles de Navidad se amontonan para la venta en la calzada central, entre las dos líneas de tranvía. Miembros de las SA uniformados hacen sonar sus huchas. En las calles laterales hay apostadas camionetas llenas de policías, porque cualquier multitud, hoy en día, puede convertirse en una manifestación política. El Ejército de Salvación ha instalado un inmenso árbol iluminado en la Wittenbergplatz, con una estrella azul, luminosa. Un grupo de estudiantes alrededor hacía comentarios sarcásticos. Reconocí entre ellos a Werner, el del café «comunista».

– ¡El próximo año, para estas fechas -dijo Werner-, habrá cambiado de color! -Rió estruendosamente, estaba excitado, ligeramente histérico. Me contó que ayer lo habían pasado en grande.- Sabes, otros tres camaradas y yo decidimos organizar una manifestación en la Lonja del Trabajo, en Neukölln. Yo tenía que hablar y los otros vigilaban para que no me interrumpieran. Fuimos allí a eso de las diez y media, cuando aquello está atestado. Claro que lo teníamos todo preparado de antemano. Mis camaradas se apostaron cada uno en una puerta, para que ningún empleado pudiese escabullirse. Así que allí les teníamos, copados como conejos. Por supuesto que no podíamos impedir que telefoneasen a la policía, eso ya lo sabíamos. Contábamos con tener seis o siete minutos… Bueno, en cuanto vi que los otros tenían las puertas cubiertas me encaramé a una mesa. Me puse a vocear y no sé lo que dije, lo primero que me vino a la cabeza. El caso es que les gustó… En cosa de medio mi-mito estaban todos tan excitados que llegué a asustarme. Tenía miedo que se colaran en las oficinas y linchasen a alguien. ¡Te digo que aquello era un verdadero motín! Pero justo cuando la cosa había empezado a ponerse animada subió un camarada a decirnos que la policía ya estaba allí, saliendo de la furgoneta. Así que tuvimos que salir por pies… Creo que nos habrían cogido, pero la gente estaba de nuestra parte y no les dejó pasar hasta que nosotros salimos a la calle, por la otra puerta… -Werner concluyó jadeante-: Te lo digo, Christopher, el capitalismo no puede durar mucho más. ¡El proletariado está en marcha!

Esta noche a primera hora estaba en la Bülowstrasse. Había habido un gran mitin nazi en el Sportpalast y salían de allí grupos de hombres y de jóvenes, con sus uniformes pardos y negros. Delante de mí marchaban tres tipos de las SA, cada cual con un estandarte nazi al hombro, como si fuera un fusil, la enseña enrollada al asta, que terminaba en una aguda punta de flecha.

De repente, los tres SA se encontraron de cara con un chico de diecisiete o dieciocho años, vestido de paisano, que venía a toda prisa en dirección opuesta. Oí gritar a uno de los nazis: «¡Ahí viene!», y los tres se arrojaron sobre él. Chilló y probó a zafarse, pero los otros fueron más rápidos. Le empujaron dentro del portal de una casa y en un instante estuvieron sobre él, pateándole y alanceándole con las agudas puntas metálicas de los estandartes. Ocurrió con tan increíble rapidez que apenas pude llegar a creer lo que veía -ya los tres nazis habían abandonado a su víctima y se abrían paso entre la multitud, camino de las escaleras de la estación del ferrocarril aéreo.

Otro transeúnte y yo fuimos los primeros en alcanzar el portal donde yacía el muchacho. Estaba acurrucado en un rincón, doblado sobre sí mismo, como un saco medio vacío. Le incorporamos y tuve una angustiosa visión de su rostro -el ojo izquierdo estaba casi salido de su órbita y de la herida manaba sangre a chorros. No estaba muerto. Alguien se ofreció a llevarle al hospital en un taxi.

Nos rodeaban ya docenas de espectadores. Parecían sorprendidos pero no excesivamente indignados -estos incidentes ocurren ahora a menudo. «Allerhand…!», murmuraban. Veinte yardas más allá, en la esquina de la Potsdamerstrasse, estaba plantado un grupo de policías armados. Con el vientre metido y el pecho sacado, las manos descansando en las pistoleras, ignoraban tranquilamente el suceso.

Werner se ha convertido en un héroe. Su fotografía apareció hace pocos días en el Rote Fahne. «Otra víctima de la brutalidad policial», se decía al pie. Ayer era día de Año Nuevo y fui a verle al hospital.

Parece que después de Navidades hubo una batalla callejera cerca del Stettiner Bahnhof. Werner andaba por allí, sin saber de qué se trataba. Por si acaso fuese algo político empezó a gritar: «¡Frente Rojo!» Un policía intentó detenerle y Werner le pegó un puntapié en el vientre. El policía tiró del revólver y disparó tres veces a las piernas de Werner. Luego llamó a un compañero y entre los dos le metieron en un taxi. Camino del cuartelillo, los policías le golpearon en la cabeza con sus porras hasta que se desvaneció. Lo más probable es que sea procesado cuando le den de alta.

Me lo contó muy satisfecho, sentado en la cama y rodeado de admiradores y amigos. Estaban allí Rudi e Inge; ella con su sombrero a lo Enrique VIII. Sobre el edredón de la cama había desparramados recortes de periódicos. Alguien había subrayado cuidadosamente el nombre de Werner con un trazo rojo.

Hoy, 22 de enero, los nazis habían organizado una manifestación en la Bülowplatz, delante del Edificio Karl Liebknecht. Durante la pasada semana los comunistas han estado intentando que se prohibiese; decían que era una provocación -y, en realidad, eso era. Fui allí con Frank, el corresponsal de prensa.

Como Frank dijo luego, aquello era una manifestación de policías y no una manifestación nazi -había por lo menos dos policías por cada nazi-. Es posible que el general Schleicher la haya autorizado para demostrar quiénes son los verdaderos amos de Berlín. Todo el mundo dice que va a proclamar una dictadura militar.

Pero los verdaderos amos de Berlín no son los policías, ni el ejército, ni tampoco los nazis. Los amos de Berlín son los obreros -a pesar de toda la propaganda que he escuchado y he leído, a pesar de todas las manifestaciones a que he asistido, hasta hoy no me había dado verdadera cuenta-. De los centenares de personas que poblaban las calles próximas a la Bülowplatz relativamente pocas debían ser comunistas decididos, y sin embargo uno tenía la impresión que todas ellas estaban en contra de la manifestación. Alguien rompió a cantar la Internacional y, en un instante, todos le corearon, incluso las mujeres asomadas a las ventanas de los pisos altos, con sus críos en brazos. Los nazis, entre un doble cordón de policías, marchaban al paso más rápido posible, escabullidos. La mayoría llevaban los ojos bajos, otros miraban inexpresivamente al frente; sólo unos pocos ensayaban una sonrisa, insegura y furtiva. Cuando la columna hubo pasado, apareció un tipo de las SA, rechoncho y ya maduro, jadeante, que se había quedado atrás y que ahora, mortalmente asustado al encontrarse solo, se esforzaba inútilmente por dar alcance a los otros. La entera multitud estalló en carcajadas.

Durante la manifestación no se permitía a nadie la entrada en la Bülowplatz. La multitud se arremolinaba dificultosamente alrededor, y las cosas empezaron a ponerse feas. Los policías, enarbolando los fusiles, nos ordenaron retroceder, y unos cuantos -los menos experimentados- se aturullaron y encararon el arma. De pronto apareció un carro blindado que empezó a hacer girar lentamente su ametralladora en nuestra dirección. Hubo una estampida hacia los portales y los cafés, pero en cuanto el carro desapareció la gente se echó otra vez a la calle, gritando y cantando. Aquello se parecía demasiado a un juego de colegiales traviesos para resultar alarmante. Frank lo pasó en grande. Corría de un lado a otro sonriente, con sus inmensos anteojos de búho y su gabán demasiado grande, como un pájaro burlón y desgarbado.

Hace una semana que escribí lo anterior. Schleicher ha dimitido. Los tipos del monóculo y la camisa dura se salieron con la suya y Hitler ha formado gobierno con Hugenberg. Nadie cree que pueda durar mucho.

Los periódicos van pareciéndose cada vez más a un boletín escolar. No traen más que nuevos castigos, nuevas reglas y listas de gentes confinadas. Esta mañana Göring ha inventado tres variedades inéditas de alta traición.

Todas las tardes voy al inmenso y medio vacío café de los artistas, junto al Templo Conmemorativo, donde los judíos y los intelectuales de izquierda inclinan las cabezas sobre los veladores de mármol para hablar en voz baja y asustada. Muchos de ellos saben que les detendrán -hoy, o mañana, o si no la semana próxima-. Todos extreman las cortesías y la solicitud, se saludan a golpe de sombrero y se preguntan por sus familias. Viejos y conocidos piques literarios son hoy cosa olvidada.

Casi diariamente los tipos de las SA aparecen por el café. A veces es una colecta y todo el mundo se siente obligado a dar algo. Otras es una detención. La otra tarde un escritor judío corrió a la cabina telefónica para avisar a la policía. Los nazis le sacaron a rastras y se lo llevaron. Nadie movió un dedo. Uno hubiera podido oír el vuelo de una mosca, mientras estaban allí.

Los corresponsales extranjeros cenan todas las noches en un pequeño restaurante italiano, donde se sientan a una gran mesa redonda, en un rincón. El local entero les mira a hurtadillas y trata de oír lo que hablan. Si viene alguien con información -detalles de un nuevo arresto, o las señas de una víctima a cuyos parientes entrevistar-, uno de los periodistas se levanta de la mesa y sale con él a dar una vuelta por la calle.

A un conocido mío, un chico comunista, le detuvieron los SA, le llevaron a su cuartel y le dieron una paliza. Después de tres o cuatro días le soltaron y volvió a casa. A la mañana siguiente llamaron a la puerta. Mi amigo, con un brazo en cabestrillo y cojeando, fue a abrir: en el descansillo estaba un nazi con una hucha. No pudo contenerse al verle.

– ¿No tenéis bastante con pegarme?-chilló-. ¡Encima venís a pedirme dinero!

El nazi sonrió.

– ¡Vamos, vamos, camarada! ¡Basta de politiquerías! ¡Recuerda que vivimos en el Tercer Reich! ¡Hay que ser todos hermanos y sobreponerse a esos estúpidos rencores políticos!

Esta tarde, en el salón de té ruso de la Kleiststrasse, me encontré con D. Creí estar soñando. Me saludó radiante, como siempre.

– ¡Dios mío! -murmuré-. ¿Qué estás haciendo aquí? D. sonreía.

– ¿Creías que me había marchado al extranjero?

– Pues claro…

– Pero si la situación actual es tan interesante…

Rompí a reír.

– Desde luego ésa es una manera de ver las cosas… Pero, ¿no es muy peligrosa para ti?

D. seguía sonriendo y se volvió hacia la chica que estaba sentada con él.

– Es Mr. Isherwood… Puedes hablar tranquilamente delante de él. Odia a los nazis tanto como nosotros. ¡Mr. Isherwood es un antifascista decidido!

Se rió y me dio una palmada en la espalda. Varias personas que estaban cerca y que le habían oído reaccionaron curiosamente. No sé si es que no podían dar crédito a sus oídos o si estaban tan asustados que no se dieron por enterados y siguieron allí, sorbiendo su té, paralizados de mudo terror. Jamás en mi vida me había sentido tan incómodo.

(La táctica de D. no era mala, después de todo. Nunca le detuvieron y dos meses más tarde pudo escapar a Holanda).

Al pasar esta mañana por la Bülowstrasse los nazis estaban saqueando las oficinas de una pequeña editorial liberal y pacifista. Habían traído un camión en el que amontonaban los libros. El chófer leía burlonamente los títulos a la multitud.

– Nie Wieder Krieg! -voceó mientras exhibía un volumen con el mismo gesto de asco y cautela que si se tratase de un reptil venenoso. La gente estalló en carcajadas.

– ¡No más guerras! -coreó una mujer gruesa y bien vestida, con una risa de sarcasmo bestial-. ¡Vaya idea!

Uno de mis actuales alumnos es Herr N., que fue jefe de policía con el régimen de Weimar. Viene todos los días. Quiere perfeccionar su inglés porque se marcha muy pronto a Estados Unidos, en donde le han ofrecido un empleo. Lo más curioso de nuestras clases es que tienen lugar en el enorme automóvil cerrado de Herr N. mientras circulamos por las calles. Herr N. nunca sube a recogerme: envía al chófer y en cuanto yo bajo el coche arranca. A veces paramos un rato en la linde del Tiergarten y paseamos por los senderos, con el chófer siguiéndonos a respetuosa distancia.

Herr N. me habla casi siempre de su familia. Le preocupa su hijo, que está delicado de salud, y al que tiene que dejar aquí para someterse a una operación. Su mujer también está delicada: espera que el viaje no la fatigue demasiado. Me describe sus síntomas y las medicinas que toma. Me cuenta historias de la infancia de su hijo. De una manera impersonal y plena de tacto hemos acabado por intimar bastante. Herr N., que se comporta siempre con una encantadora cortesía, escucha grave y atentamente mis explicaciones gramaticales. Bajo sus palabras uno siente latir una inmensa tristeza.

Nunca hablarnos de política, pero sé que Herr N. está contra los nazis y, posiblemente, en constante peligro de detención. Una mañana, pasando por Unter den Linden, adelantamos a un grupo de finchados y estirados SA, que marchaban hablando entre ellos y cerrando la calle. Herr N. tuvo una sonrisa vaga y triste: «Uno ve cosas raras hoy en día en las calles». Fue su único comentario.

Otras veces se inclina sobre la ventanilla y contempla pasar un edificio o una plaza con una absorta fijeza, como si quisiera grabar su imagen en la memoria, mientras le dice adiós.

Mañana salgo hacia Inglaterra. Volveré dentro de unas semanas a recoger mis cosas, antes de dejar Berlín definitivamente. Fräulein Schroeder, la pobre, está inconsolable.

– Nunca encontraré otro caballero como usted, Herr Isherwood, siempre tan puntual en el pago… La verdad es que no sé por qué se marcha usted así de Berlín, tan de repente…

No serviría de nada explicárselo ni hablar de política. Ha empezado a adaptarse al nuevo régimen, lo mismo que siempre se adaptará a cualquier otro. Esta mañana incluso la oí hablar respetuosamente del «Führer» con la portera. Si alguien le recordase que en las elecciones de noviembre votó comunista lo negaría furiosa, y con perfecta buena fe. Sumisa a una ley natural, como el animal que pelecha en invierno, Fräulein Schroeder se aclimata. Miles de personas como Fräulein Schroeder están aclimatándose. Al fin y al cabo, gobierne quien gobierne, están condenados a vivir en esta ciudad.

Hoy brilla el sol y el día es tibio y suave. Sin abrigo ni sombrero, salgo a dar por última vez mi paseo matinal. Brilla el sol y Hitler es el amo de esta ciudad. Brilla el sol y docenas de amigos míos -mis alumnos del Liceo de Trabajadores, los hombres y las mujeres con quienes me encontraba en la I.A.H. -están presos, si es que no están muertos. Pero no es en ellos en quienes voy pensando- ellos, los de ideas claras, los decididos, los heroicos, que conocían y aceptaban el riesgo. Voy pensando en el pobre Rudi y en su absurda blusa cosaca. Sus imaginaciones, sus fantasías de libro de cuentos se han convertido en un juego mortalmente serio que los nazis están perfectamente dispuestos a jugar. Los nazis no se reirán de él: le tomarán exactamente por lo que pretende ser. Quizá en este mismo momento le están atormentando a muerte.

Capto el reflejo de mi cara en la luna de un escaparate y me horroriza ver que estoy sonriendo. Imposible dejar de sonreír, con un tiempo tan hermoso… Los tranvías pasan, Kleiststrasse arriba, como siempre. Y lo mismo los transeúntes que la cúpula en forma de tetera de la estación de la Nollendorfplarz guardan un aire curiosamente familiar, un vivo parecido con algo recordado, habitual y placentero, como en una buena fotografía.

No. Ni siquiera ahora puedo creer del todo en todo lo ocurrido…