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1996 GUIÓN Y UTILERÍA PARA PELÍCULA

DE FINAL FELIZ

24

Alicia duerme. El teléfono suena varias veces pero ella no se despierta. Deja de sonar. Una luz que se enciende en el techo la obliga a fruncir el entrecejo.

Margarita entra y se acerca a la cama. Le da unos golpecitos en el hombro. Alicia farfulla algo y mira hacia adelante, adormilada.

– Despiérta, niña, te llama Víctor.

– ¿Qué quiere? ¿Qué hora es?

Margarita cubre con la mano el auricular:

– Son las cuatro y media. Dale, cógelo, dice que es muy urgente.

Alicia coge el tubo como un autómata:

– ¿Dime?

(-…)

– ¿A estas horas? ¡Chico, por tu vida, estoy dormida!

Alicia se acoda en la cama y alza las cejas. Parece haberse despertado de golpe. Se ve muy intrigada.

– ¿Tu mujer?

(-…)

– Estábien. Me visto y voy.

Cuelga el teléfono y sólo en ese momento se da cuenta de que Margarita, sentada al borde de la cama, se retuerce las manos a la espera de algún comentario.

Alicia se queda mir ndola, malhumorada y pensativa.

– ¿Algún problema, Ali?

– Parece que la mujer de Víctor ha tenido un accidente…

– ¿Qué le pasó…?

– No me lo dijo…

– ¿Y tú…?

– Figúrate… Si me pide ayuda… -y con una mueca de desgano se desentiende del interrogatorio.

Alicia salta de la cama. Margarita la ve caminar desnuda, con pasitos cortos y tiesos, hacia el baño.

25

Cenicero lleno de colillas. Cuerpo de Groote cubierto con una sábana. Un carillón dorado marca las 05:12

Víctor oye el ruido de la verja automática, atraviesa la sala, atisba entre los listones de las persianas, y ve el carro blanco de Alicia que ingresa al jardín y se dirige hacia el garaje.

Víctor le abre desde adentro. Ya ha desplazado su carro hacia el césped interior para hacerle sitio al de Alicia.

Cuando pasan del garaje a la cocina, Víctor la prepara.

– Ha sucedido algo terrible.

Víctor habla en voz muy baja.

– ¿Elizabeth? -susurra ella y lo mira asustada.

– Más o menos -le responde él.

"Extraña respuesta…"

Alicia nunca ha estado en esa casa.

Pasan a un salón casi tan grande como el de la casa contigua.

Lo primero que Alicia busca con la mirada, es la pantalla. Donde debería estar, sólo se ve un gran cortinado rojo. No ha notado aún la presencia del cuerpo, que yace en un rincón, del otro lado del sof.

Alicia se da vuelta para mirar a Víctor:

– Bueno, por fin ¿qué pasa?

Víctor la coge de la mano, la acerca a un extremo del sof y le señala el bulto cubierto por la sábana.

Alicia se detiene y deja escapar un gritito con la mano sobre la boca.

Víctor se acerca un poco más y destapa el cadáver. Ensartado por la nuca en una punta de lanza, sus largas trenzas se abren en abanico sobre la tierra.

– ¿Una mulata? ¿Y está muerta?

Víctor asiente.

Alicia siente que la piel de las sienes se le estira.

Víctor le muestra, entre las piernas abiertas del cadáver, la huella del resbalón que le costó la vida; y a dos metros, en medio de la sala, una aceituna aplastada y otras más, dispersas por el parquet.

– ¿Resbaló sobre esa aceituna?

Víctor asiente.

Ella vuelve a mirar el cadáver y hace una mueca: "¿Elizabeth, una mulata?"

Víctor enciende dos cigarros. Le entrega uno. Ella demora en cogerlo, y cuando se lo lleva a los labios, inhala con avidez. Él se aleja unos pasos hacia la ventana, para darle tiempo a recobrarse. Luego, acodado sobre el alto espaldar de una butaca, como parapetado, y a distancia, le suelta la noticia más dura:

– Es un hombre -dice, sin mirarla.

– ¡¡¡¿Queeeeeé?!!!

– A veces, yo… me dejaba querer…

Elizabeth muerta, Elizabeth mulata, la mulata un hombre, Víctor amante de un hombre… Ante aquel rosario de inesperadas revelaciones, Alicia alza las cejas, esboza una sonrisa triste y vuelve a mirarlo. Abocina los labios y levanta un dedo para decir algo, pero no atina. Se lleva ambas manos a las sienes, como si quisiera ajustarse las ideas con los dedos. Por fin, le da la espalda y permanece con la mirada fija en el cadáver:

– ¿Y entonces, tu mujer… Elizabeth?

– Elizabeth nunca existió.

Ella se vuelve a encararlo. Sus ojos expresan pasmo, miedo, desconfianza.

Pero las sorpresas no han terminado.

– Es Hendrik Groote.

Alicia se traga ¡aaaaajjj! una gemida bocanada de aire.

– ¿Tu p…patrón?

Víctor ni siquiera asiente. Camina de nuevo a la deriva por la sala y se mesa suavemente los cabellos.

¡Por Dios, tantas situaciones inesperadas!

Por primera vez Alicia examina a Víctor como a un extraño. ¿Quién es realmente ese tipo? ¿Y qué hace ella metida allí, junto a él? "Dime con quién andas…"

El ominoso proverbio fulgura en su conciencia como un reproche.

Se deja caer sobre una bergère y cierra los ojos.

– ¿Y no has pedido ayuda?

– Para eso te llamé.

– ¿Por qué a mí? -y por segunda vez se reprocha andar en compañía de un hombre así.

– Cuando inicien la investigación, es muy posible que descubran la pantalla entre las dos casas. El escándalo puede ser grande y tú vas a estar involucrada. Cuando me interroguen…

"¿Involucrada yo? ¿Pensar denunciarme, chantajearme…? Calma, calma, deja ver primero con qué me sale ahora…"

Se muerde los labios y no se da por aludida. Piensa con desesperada rapidez. Y el miedo crece. Pero su instinto le dice que no debe mostrarse asustada.

Inspira, se obliga a agacharse para ver más de cerca el cadáver y dar a entender que no está tan impresionada.

– ¿Y tú crees que te van a echar la culpa?

La voz de Alicia no delata su ansiedad.

– En absoluto; los técnicos van a comprobar que todo lo que digo es cierto. Fue un resbalón, yo no tengo nada que ver.

– ¿Has tenido relaciones con muchos hombres?

– Con algunos… Imagínate: estuve cinco años preso en una cárcel mexicana…

Cada nueva frase de Víctor la sorprende con algo impensable. Así que el bugarrón de su jefe, ex presidiario… Vaya, carajo…

Y mientras Alicia inspira boquiabierta para seguir asimilando aquella cascada de imprevistos, Víctor se sienta en otra butaca, y cruza los pies sobre una mesa baja.

– Te he llamado, porque esta muerte nos concierne a ambos.

Ella lo mira con cara de poker. Siente que se ha recuperado un poco y se dispone a oírlo; y a enfrentar lo que venga, ¡qué carajo!

Como amantes, Rieks y él llevaban casi tres años, pero en secreto. Rieks tenía esposa e hijos, su madre, tres hermanos, todos millonarios… Hasta ese momento, Víctor había trabajado a sueldo, pero en un par de meses la empresa firmaría con él un contrato por el que iba a ganar un millón y medio de dólares anuales. Pero ahora, muerto Rieks, lo más probable era que anularan su proyecto de los galeones, y hasta que lo despidieran de la empresa. Se quedaría sin nada. Con las manos vacías.

– ¿Y eso por qué?

– Por oposición de la familia: una historia larga que no es el momento de contarte…

Víctor vuelve a pararse y camina lentamente por la sala. Alicia lo observa. Ha decidido tener paciencia. Por la actitud preparatoria y el tono de recuento con que Víctor le ha hablado, ella intuye que todavía no acabaron sus sorpresas.

Por fin, tras una larga pausa, Víctor se agacha para volver a tapar el cadáver, y hace un comentario escalofriante:

– Y sin embargo, a este cadáver se le pueden sacar fácilmente tres millones de dólares.

Alicia lo mira escéptica. Pero los tres millones se adhieren a su oídos, tintinean, resuenan límpidos como un cristal de Baccarat; siguen tañendo, como esas campanas que para acallarlas tienes que ponerles una mano encima. Y entre tan halagüeños ecos, la propia Alicia advierte que su temor inicial cede paso en su nimo, a un vigoroso interés.

Sonríe; pero su sonrisa expresa que no quiere ser objeto de burlas. Malhumorada, encara a Víctor. Se le para a dos centímetros. La frente de ella queda a la altura de sus labios. Lo mira a los ojos desafiante y respira su aliento de nicotina y alcohol:

– Chico… ¿habré oído bien? ¿Tú… 'tás hablando de tres millones de fulas…?

– Su familia pagará lo que les pidamos. Si tú cooperas, claro…

– ¿Tres millones por un cadáver?

– Es un plan bien sencillo, sin riesgo… O sea, sin más riesgo del que uno asume todos los días al salir a la calle… Yo voy a estar adentro, enterado de todo lo que suceda. Pero necesito un partner que actúe desde afuera, y sólo tú podrías serlo.

– ¿Y por qué yo?

– Porque no tengo a nadie más: eres la única que conoce lo que ocurría en estas dos casas…

Ella permanece unos instante absorta. Digiere con calma el razonamiento de Víctor y asiente involuntariamente con la cabeza ladeada. Se detiene en medio de la sala y lo mira con frialdad.

– ¿Y qué me ofreces?

– Lo justo, partes iguales: un millón y medio para cada uno. Con eso podríamos comprarnos la libertad definitiva.

Ella sigue mirándolo, pero ya no lo enfoca fijo. Sus ojos se mueven inquietos. Piensa.

– De lo contrario, te toca volver a pedalear y a menear el culo por la calle. Y te despides del carro, y de los tres mil dólares mensuales. Sin una orden de Rieks, yo no podría disponer de él… La empresa me lo va a retirar…

Alicia suspira entrecortado, como los niños después del llanto. Ya vislumbra los alcances del desastre, y algo que le dice que tiene que contrarrestarlo, tomar medidas. Sí, tal vez…, pero…, no sabe qué pensar de Víctor.

Su percepción, su sentido común, una lógica de los hechos más recientes, le indican que no puede ser un asesino. Sería insensato suponer que ha matado a Groote para sacarle dinero a un cadáver. En todo caso, lo mataría después de cobrar el dinero. Y en ese caso, no la buscaría a ella como cómplice, después del crimen. No no, imposible. Víctor puede ser un bandido, un cínico, un inmoral; pero no es un asesino ni el psicópata que acometiese un plan tan estúpido.

– ¿Y si no acepto tu propuesta?

– Sin tu ayuda, yo no puedo hacer nada. No podría cobrar el rescate…

– ¿Y qué harías, entonces?

– Llamar hoy mismo a la policía; enfrentar durante algunos días las sospechas, interrogatorios, etc., hasta que todo se aclare. Lo del cadáver no me preocupa; no tengo nada que temer. Lo malo es que cuando inspeccionen la casa van a descubrir lo que ocurría aquí.

– ¿Qué cosa?

Alicia vuelve a mirar la espesa cortina roja que cubre la pared divisoria de un extremo al otro y del piso al techo…

Como si adivinara su pensamiento, y sin dejar de hablar, Víctor descorre las cortinas, coge una llave de una gaveta y abre de par en par las puertas del armario.

– Todo esto -señala con un amplio ademán-: la pantalla entre las dos casas…

Ella contempla boquiabierta la sala del estanque. El fauno sigue sonriendo, tumbado boca arriba…

– …y cuando me interroguen, inevitablemente, saldrás a relucir tú. Por eso te llamé, para que me ayudes a pensar.

– En eso estamos… ¿Y cuál es tu otra alternativa?

– Acelerar el coche a doscientos y reventarme contra un pinche rbol.

Ella lo escruta pensativa.

– ¿Sentías algo por Rieks?

– Sí, gratitud, simpatía… Como amigo, fue excelente. Él se enamoró de mí…

– Tiene buen gusto… ¿Y en la empresa lo sabían?

– Hasta ahora, no. Pero si no desaparezco el cadáver, lo van a saber mañana mismo.

– ¿Y cómo lo van a saber?

– ¿Y qué carajos iba a estar haciendo conmigo, disfrazado de negra, con esa pinche peluca y con mi semen adentro?

– Cierto -admite ella.

Él solloza y se tapa los ojos.

Aquella brutal sinceridad de Víctor y su llanto, indiscutiblemente sincero, la animan. La propuesta del secuestro comienza a adquirir corporeidad, peso. Alicia siente que pisa un terreno más firme.

Se acerca a él y le acaricia la nuca. Se sienta a su lado y lo sigue acariciando. Espera a que se desahogue.

– El problema nos afecta a los dos -dice él, mientras se seca las mejillas con el dorso de la mano-. Por eso tenemos que decidir juntos.

Alicia vuelve a pensar en la dimensión del escándalo.

– No me siento bien aquí -le dice de pie-. ¿Por qué no pasamos a la otra casa?

– ¿Tienes las llaves de atrás?

Ella coge su bolso de la mesa, lo abre y le muestra las llaves.

Salen juntos al patio. Las últimas estrellas de la madrugada se apagan hacia occidente. De algún lugar no muy lejano les llega la música de un danzón, y de los frutales del fondo, un olor a trópico maduro.

Víctor quita la traba a la puertecita de hierro que comunica los dos traspatios. Penetran un poco agachados, atraviesan una pequeña colina de grama, siguen un senderido empedrado, bordean la piscina y al llegar a la vivienda, con una segunda llave, Alicia abre la puerta corrediza del ventanal.

– Tengo sed. Voy por un refreso. ¿Quieres?

– Mejor una cerveza…

Mientras ella va a la cocina, él levanta el fauno tumbado y lo pone de pie. Sonríe. La sonrisa del fauno es contagiosa.

– ¿Te gustó lo de ayer?

– Absolutamente genial…

– Pero ya es historia vieja -Alicia le alcanza la cerveza-. Never more… Vamos a lo nuestro, ahora.

Toma un trago largo de cocacola, acomoda sobre la mesa una libreta y un bolígrafo y se sienta como para una reunión de negocios.

– Explícamelo todo con calma -y traza una raya en el bloc.

A las 07:15, Víctor termina su exposición.

Alicia está casi convencida.

Sí: el plan para librarse del cadáver no ofrece dificultad. Bueno…, a menos que se les atraviese un infortunio muy improbable, todo lo que Víctor propone parece factible… El aspecto más complejo es el cobro del rescate; pero tal como lo ha concebido Víctor, que conocerá al detalle y de antemano todo lo que decidan los Groote y sus empleados ¿qué peligro puede haber?

Víctor hace una pausa para ir al baño, y Alicia aprovecha para caminar un poco sobre el césped del patio. Abre una pila que hay junto al garaje y se moja la nuca y las sienes.

Cuando Víctor regresa, ella dobla las dos hojas que ha llenado de notas, las guarda en un bolsillo de sus jeans y coge el llavero.

– Necesito estar sola para decidir -le dice por fin y avanza hacia la salida-. Espérame aquí si quieres. Dentro de un rato vuelvo a darte la respuesta.

– ¿Adónde vas?

– Por ahí, no sé. -Mira la hora.- Espérame, vuelvo seguro antes de las diez.

Víctor no dice nada. La despide con un resignado encogimiento de hombros y un gran bostezo.

– Yo voy a ver si puedo dormir un poco.

Al timón del descapotable, por Quinta Avenida, Alicia comienza a ver más claro. Aquel puñetero azar, aquel patinazo sobre la aceituna, echan por tierra sus planes. Los desbaratan, coño. Sin el dinero que se ganaba con su show, y sin el carro, ya no podrá sostener su tren de vida. De los quince mil fulas que se ha ganado, entre ropas, buena vida y estratégicas invitaciones a sus cortejantes, ha gastado más de diez mil. La reserva que le queda, ya no podrá invertirla en su propia promoción. Eso aplaza y dificulta todo. Cuando ya sus perros olfateaban el rastro de los millones, la presa vuelve a levantar vuelo. ¿Deber aceptar las proposiciones que tiene en firme? ¿Irse a Madrid, a Milán, a Buenos Aires?

Antes de llegar a su casa, en el parque de Quinta y Veintiséis se estaciona y enciende un cigarro.

¡Verdá que la muerte del holandés era una jodienda, coño!

Si se destapaba ahora un escándalo, se enterarían todos los extranjeros de La Habana. ¿Cuánto tardaría en regarse la noticia de los shows que ella le montaba a Groote? Su nombre circularía en boca de todos. De firma en firma, de discoteca en discoteca, de puta en puta. Dámaso, Otto, Alberto, Enzo, Yves, todos terminarían por saberlo. Y entonces, adiós Europa, chau Buenos Aires. ¿Volver a pedalear? Sí, pero con aquel antecedente, ya no podría recuperar su imagen de joven dama digna. ¿Quién le propondría matrimonio después de saberla una pornoputa a sueldo de voyeurs? Lo único que le quedaría sería meterse a puta en serio, al duro y sin careta. ¡Coño, cuando todo funcionaba de maravilla! En qué momento había venido a resbalar el maricón de mierda ese.

Sí. Lo de Víctor era lógico. Después de tres años en aquella vida, no quería verse ahora con una mano alante y otra atrás. En su lugar, ella también se daría un tiro. Si no fuera por su madre, coño…

Sin mayor alarma ni sospechas, Margarita asimiló la muerte de Elizabeth. El hecho de que Elizabeth fuera un hombre le provocó un gesto de franca repulsa. Como postre, Alicia le comunicó el plan de Víctor.

Aquello sí la sacudió. Se quedó unos instantes con la vista fija en la pared. Empalideció notoriamente. Parecía no atreverse a mirar a su hija.

Alicia, para darle tiempo, fue a la cocina a buscarse un refresco.

– ¿Y tú, has decidido algo? -la interrogó por fin Margarita desde la sala, sin mover la vista de la pared.

– Sí, una sola cosa…-dijo Alicia, con los ojos casi cerrados y los labios entreabiertos-. Nunca más en mi vida voy a volver a pedalear.

Si los tres ensimismados cabezazos que diera Margarita, aprobaban aquella decisión, Alicia no podía saberlo. Lo que sí sabía era que su madre era una mujer realista, muy pragmática y nada pusilánime; y en ningún momento dudó de que apoyaría cualquier decisión que ella tomara. Pero no imaginó que lo haría tan de inmediato, prácticamente sin discutir.

– Si la familia lo adora, y Víctor va a estar informado desde adentro, al tanto de todo lo que decidan, no creo que corras gran peligro -comentó Margarita, como si nada.

"¿Tan rápido?", se asombró Alicia. "¿Significaba aquello que Margarita la instaba a coger el toro por los cuernos?"

– El mayor problema es el propio Víctor: delincuente, presidiario. ¿Quién lo hubiera imaginado, no? ¿Y si después de ayudarlo se me queda con todo?

– Eso es absurdo; propio de los delincuentes tarados de las películas. Víctor no es eso.

– ¿Y si después me mata para quitarme de encima? Cobrado el rescate, yo también voy a valer un millón y medio.

– ¡Coño, chica, estás desvariando! El debe imaginarse que si tú desapareces, yo voy a sospechar y puedo echarle la policía encima. Tendría que matarnos a las dos. Demasiado complicado y riesgoso.

Alicia la oyó en silencio, asintiendo.

– Además ¿no dices tú que viste claramente la huella del resbalón? Amén de que a nadie, con dos dedos de frente, se le ocurriría planear un secuestro, asesinar a la víctima, y sólo después buscarse un cómplice para pedir el rescate. Y si de una cosa estoy segura es de que Víctor no es un asesino, ni un imbécil. Lo que no me gusta es que nos haya salido bugarrón…-e hizo otra mueca de asco.

– Tampoco pongas esa cara, chica. Ni que se hubiera templado a un leproso. En esta vida uno lucha con lo que Dios le dio…

– Sí, claro, cada cual recibe según su necesidad y cada cual da según la cantidad y calidad de sus instrumentos… ¿No era así?

Alicia soltó una risotada.

– No digas disparates mami, que tú de marxismo nunca entendiste nada…

Que Margarita asimilase aquella situación con tanto aplomo, fue decisivo. Era el empujoncito que Alicia necesitaba.

Mientras conduce de regreso a Siboney, evoca con ternura y gratitud la solidaridad sin vacilaciones que siempre le dispensara Margarita. ¡Todo un hombre, su madre, coño! El compañero ideal para los trances difíciles. Con los ojos húmedos, se dice que jamás se separar de ella.

Bien, ánimo pues. Su suerte está echada. Por aquel trabajo, se va a ganar un millón y medio de fulas. En toda tu vida no va a tener otra oportunidad como aquella… Sería estúpido dejarla pasar…

Y sobre todo, tiene dos razones supremas: la primera es que también ella prefiere morirse antes que volver a una vida mediocre; y la segunda y principal, que el mundo no se hizo para los pendejos: "El que quiera pescado, que se moje", como decía su abuelo gallego.

Cuando regresa a Siboney, él la espera ansioso. No ha podido dormir.

La espera con la puerta abierta, la hace pasar, y se sienta en una butaca, ávido por escucharla.

– ¿Y bien? -pregunta, sin mirarla, con algo infantil en la voz.

Ella enciende un cigarro, deja su bolso sobre una mesa y se queda de pie frente a él.

– Yo no puedo saber si ese tipo se accidentó o lo mataste tú.

Víctor intenta levantarse:

– ¿Pero cómo se te ocurre…?

Alicia autoritaria, lo empuja suavemente dentro de la butaca:

– ¡Me toca a mí, coño! ¡Oye y no interrumpas!

Alicia hace una pausa. Es Víctor quien enciende ahora un cigarro.

– Yo, a tí, no te conozco, Víctor. Sólo sé que me echaste una pila de mentiras… Primero me hiciste creer que estabas muy interesado en mí y hasta insinuaste un posible futuro conmigo. Luego me entero de que eres voyeur, y lo que querías era reclutarme para tus shows, con Elizabeth. Ahora resulta que estuviste preso, que Elizabeth no existe, y que después de templarte tres años a tu jefe, ahora quieres sacarle tres millones con el cuento del secuestro. ¿Qué quieres que piense de ti, Víctor?

Hace otra pausa y da unos pasitos hacia la ventana. Se apoya contra la pared, de frente a él.

– En cuanto a tu plan, seguro que me ocultas algo…

– Tú no tienes el derecho…

– ¡Tengo el derecho y el izquierdo! -grita ella, desaforadamente-. ¡Y cá llate, coño!

El cabecea disgustado, pero finalmente se encoge de hombros y obedece.

Mientras reordena sus ideas, Alicia echa una larga humarada con sus labios en u.

– Pero algo me dice que no eres un asesino, y parece evidente que necesitas mi ayuda. Y como tampoco quiero volver más nunca a una situación tan rejodida, me voy a arriesgar a seguirte. ¡Qué más remedio! Estoy dispuesta a todo. Pero no intentes trampearme porque será tu ruina. Ya he tomado mis medidas…

– Me lo esperaba; y me parece perfecto. Ni tú ni yo tenemos otra alternativa. Y ahora te falta conocer otros detalles del plan.

– No, ahora no me expliques nada. Dime sólo qué hay que hacer para que desaparezca ese cadáver. Me enferma tenerlo al lado.

– Está bien. Es lo primero que vamos a hacer. Pero antes, inmediatamente, tenemos que reunir algunas cosas que tengo aquí en una lista.

Víctor se instala frente a su computadora, y se pone a leer.

26

RIGHT NOW DON'T FORGET

gato Anillo

cinta métrica Huellas carretilla

guantes de goma Borrar listas computer

toallones Quemar página impresa

lona barb. Quemar ropas

alcohol Rastrillar cenizas

Jeans anchos Perder reloj de V.

tijeras Borrar hidden text (A)

cable eléctrico Mucama, jardinero. freezer

pinza

peluca

espejuelos oscuros

billetes de dólares

esparadrapo

medicinas y un líquido potable

agujas, hilo

pañoleta

vestido ancho

horquillas

sandalias

cinto (bolso de A.)

NEXT DAYS

ACTIONS

Escoger hotel (V)

Buscar o crear escondite texto n° 3 cerca hotel escogido (V)

Reservar habitación adecuada con ventana que se abra (A)

Redactar textos para maletín, bib. y escondite (V)

Ejercicios para desfigurar la voz (A)

MATERIALS

Maletín adecuado (Alicia consigue y sitúa en Miramar = AcseM)

Papel carbón (Acsem)

Plumón negro de punta gruesa (AcseM)

Pintura roja en tubo (AcseM).

maleta grande (AcseM)

cadena (AcseM)

destornillador (V)

tornillos (V)

equipo para pesca mayor (A)

tubo que le sirve de sostén (A)

stick adhesivo (seM) (A)

gancho especial (seM) (V)

binoculares (seM) (V)

esponjas de baño (finca) (A)

juego de roldanas (finca) (V)

rollo de soga de c ñamo (finca) (V)

soga de nylon gruesa (finca) (V)

Entre las 10:20 y las 11:30 elaboran el guión circunstanciado de lo que se proponen acometer ese día; más un esquema provisional, que perfeccionar n sobre la marcha, para las acciones de los próximos días. Una vez de acuerdo, sólo se quedan con la lista de utilería.

Han trabajado como para una película. Y como los buenos guionistas, han comenzado por el final. Ante todo, quieren una película con desenlace feliz.

En la casa del estanque, el freezer está montado sobre una armazón de hierro con cuatro rueditas. Alicia trae el gato del descapotable, pero no cabe por debajo. Víctor va por el suyo, un hidráulico alemán a modo de pala. Y ese sí, cabe. Resuelto el primer punto.

Lo segundo es medir el freezer. En el cobertizo, en una caja de herramientas, encuentran un metro de carpintero. Por fuera, el freezer de Alicia mide ciento cuarenta por setenta centímetros y tiene noventa de alto. Víctor calcula que por dentro, las tres dimensiones deben reducirse en unos diez centímetros.

Cuando terminan las mediciones, cambian el freezer de lugar. Lo ubican de modo que con la puerta de la cocina abierta, no se lo pueda ver desde la sala.

Se trasladan a la casa donde está el cadáver y lo miden. Estatura: ciento sesenta y cuatro centímetros. Desde las corvas a los talones, cuarenta y tres centímetros. Cabrá perfectamente. Alicia hace una señal en su lista.

– ¿Qué sigue en el guión? -pregunta Víctor.

Alicia mira su lista.

– Ponernos guantes de goma.

– Bien: ¡acción! -ordena Víctor hacia una cámara imaginaria.

– ¡Toma uno! -grita ella, en papel de script-girl.

Ambos tratan de atenuar la sordidez de lo que están haciendo con un poco de humor negro. Intercambian una primera sonrisa. Ella lo besa en el cuello. Él le acaricia las nalgas. El cadáver los incita a abrazarse, a sentir el calor, la sangre, la vida en sus cuerpos.

Alicia busca en la cocina y encuentra varios guantes de goma. Se pone un par; y al ver que Víctor manipula los suyos con torpeza, lo ayuda a ponérselos.

Víctor sale al patio, se dirige al cobertizo, empuja la puerta y entra. Regresa con la carretilla del jardinero. La lleva hasta la sala. Cargan el cadáver tal como está, con peluca y maquillaje.

Lo tapan con dos toallones y Víctor se lo lleva en la carretilla. Alicia lo sigue.

Al salir nuevamente al descubierto, inspecciona el mundo circundante. Sabe que nadie puede verlos. Sólamente quien se trepara a alguna de las palmas reales que bordean la carretera. Y para ver algo, tendría que usar binoculares. A los que pudieran fisgonear desde un edificio de tres pisos, a unos doscientos metros, el propio Rieks les ha vedado la vista hacia las dos viviendas: un año antes había mandado construir la cancha de squash, con tres muros de ocho metros.

No, nadie puede verlos.

– Y por si nos observan desde un satélite ruso -había bromeado Víctor al discutir el traslado-, lo llevaremos bien tapado.

En realidad, le repele ver el cadáver de Rieks con sus pintarrajos de mulata. No es culpable de su muerte; pero desde que ha comenzado a manipularlo como un mero bulto, se siente sucio. Se repite que no es culpable, que ya no puede flaquear, ni dar marcha atrás, y que no es un miserable carroñero; se persuade de que simplemente, está tomando lo que el destino ha puesto en sus manos.

Le sorprenden el aplomo y serenidad de Alicia.

Antes de introducir el cadáver en la otra casa, Víctor se detiene junto a la barbecue y descuelga una lona que sirve de quitasol. Huele a humo, pero está limpia. Luego entra a la caseta anexa, agarra un saco de carbón y una botella con alcohol. Ella reúne con el rastrillo un poco de hojarasca. Víctor derrama casi medio saco de carbón y vacía todo el alcohol encima. Cuando logran una llama fuerte, de casi un metro, se alejan con el cadáver hacia la casa.

Entran la carretilla a la sala. Alicia quita los toallones y los tiende sobre el piso. Víctor alza los brazos de la carretilla y ella coge al cadáver por los tobillos. Lo deslizan hacia el piso con un cuidado culpable.

De la parte superior del freezer, quitan primero cinco recipientes con cubitos de hielo. Siguen varias cajas de Camembert, media docena de pollos, dos grandes bolsas de nylon con camarones, una pierna de jamón, embutidos de diverso tamaño, bandejas de carne, sesos, colas de langosta, cajas de almejas, de osteones, mariscos varios. Pegados al fondo, hay dos pargos grandes y algunas ruedas de aguja.

– El reloj -dice Víctor, y sale de la cocina.

Cuando Alicia intenta cerrar la tapa del freezer, no lo consigue. Reorganiza la disposición de las vituallas y por fin cierra. El congelador está lleno hasta el tope.

Sobre la mesa quedan algunos quesos, cajones de langostinos y botellas que no caben.

Víctor entra descalzo y en calzoncillos, con el pelo húmedo y desgreñado. Le está dando cuerda a un reloj despertador.

– Te llevas todo eso a tu casa, hoy mismo.

Víctor hace girar las manecillas para poner el reloj en hora.

– ¿Qué haces?

Mientras manipula el reloj a la altura del ombligo:

– Hay que acordarse de avisar a la sirvienta que debe tomar sus vacaciones mañana mismo.

De repente una mano blanca con sortija de esmeralda le aprisiona vidamente la entrepierna.

Alicia de perfil, suspira y le mordisquea el torso.

– ¡Qué extraño! Me excita saber que te gustan los hombres.

– No siempre. Sólo a veces…

Él también comienza a jadear y a lamerle el cuello. Ella se quita el sujetador. Él le besa los senos. Luego la coge por la cintura y la alza.

– ¡Ven!

Alicia se abalanza, lo derrumba sobre el piso, lo besa, lo mordisquea por todo el cuerpo, y por fin lo monta.

– ¡Cuentero! ¡Bugarrón! -Se le sacude encima con violencia-. ¿Por qué me tienen que gustar los hijueputas, eh? ¿Por qué coño no me enamoro de un tipo decente?

Tras la pausa, despojan al cadáver de su vestido y de la peluca de trenzas. Desnudo se le siente mucho el perfume. Y pesa más de lo que se imaginaban. Fracasan en dos intentos de levantarlo. Se les resbala. Y ambos tienen reparos en abrazarlo con fuerza. Por fin, Víctor propone variar la técnica.

– Búscame un pedazo de soga.

Alicia trae del patiecito techado, contiguo al garaje, una soga de nylon donde la sirvienta tiende trapos de cocina. Víctor se la amarra al cadáver, con doble vuelta por la cintura. Luego Alicia le sostiene los tobillos juntos mientras Víctor, con las piernas abiertas y algo flexionadas a ambos lados de la cintura del cadáver, se agacha, lo coge de la soga y, al enderezarse, lo levanta con un fuerte tirón hacia arriba. Mientras lo sostiene en peso, se le tensan mucho los bíceps. Los pies de Groote quedan hacia arriba y la cabeza casi apoyada en el piso.

Cuando por fin consiguen engancharle las corvas en el borde del freezer, Alicia baja la tapa hasta apoyársela sobre las rodillas y enseguida se encarama encima para trabarlo. Ahora, a Víctor le resulta fácil levantarlo por las axilas hasta que queda como si estuviera sentado al borde del freezer. Cuando Alicia se apea y alza la tapa, Víctor lo empuja un poco hacia adentro y el cadáver se desliza sin dificultad. Luego, le quitan la soga de la cintura, el anillo de matrimonio, y entre los dos, lo ubican de lado, con las piernas recogidas hacia atrás y la cabeza presionada hacia adelante. Lo cubren con la lona. Le enciman el hielo y todo lo demás. El freezer queda repleto hasta los bordes.

A las 12:25 borran con esmero las huellas de la carretilla en ambas salas, queman en la hoguera de la barbecue la p gina donde habían impreso lo ya hecho, el vestido, la peluca, y la soga que le amarraran.

Víctor se queda con el anillo. Dentro de la casa busca en su guardarropas unos jeans negros y muy anchos. Alicia recorta una pierna entre la cadera y la rodilla. Guarda el trozo cortado y echa el resto al fuego. Saca su libreta y hace una marca.

Y a las 14:20 vuelven a sentarse para repensar las necesidades de los próximos pasos.

A las 15:55 se levantan. Han revisado la totalidad del plan, punto por punto. Han calculado todos los detalles, el tiempo e itinerarios.

– ¿Qué viene ahora? -pregunta Víctor.

Ella lee en su libreta.

– Fabricar la herida en la frente -y se muerde los labios compungida.

El sale con paso decidido hacia el garage y regresa con un leño que le pasa a Alicia.

– Dame con esto, mira, aquí, un golpe seco -y se señala un costado de la frente-. Toma puntería, no me vas a dar en la nariz…

Para golpearlo, ella cierra los ojos pero le da donde él le ha pedido. De inmediato, la piel se le amorata y comienza a hincharse.

Víctor se pone a pelar un trozo de cable eléctrico. Cuando termina, Alicia le recoge un poco los guantes y, con el fino alambre de cobre, le hace un amarre en ocho en torno a ambas muñecas. Se lo retuerce bien, primero con sus manos y al final con una pinza, hasta que Víctor ya no soporta el dolor. Esperan unos cinco minutos y cuando Alicia lo libera, las muñecas exhiben un notorio morado al que se suma un poco de sangre en la piel de la parte interior.

– Ya estamos casi terminando -dice él, mientras observa la lista, y hace un par de marcas…

– Estoy muerta de hambre -gime Alicia-. Voy a freírme unos huevos con jamón. ¿Quieres?

– No, gracias, me voy a vestir.

Víctor regresa poco después en jeans negros, mocasines sin medias y una camisa verde de mezclilla. Trae en la mano su libreta y la estudia atentamente.

Ella se acerca a observarle las muñecas. El hematoma ha progresado y también la hinchazón en la frente.

– ¿Duele mucho?

– Sí, pero no me importa. Olvídate. -Y sigue leyendo su lista de tareas-. Ahora viene…, verificar que todo se ha quemado y dispersar cenizas.

Ella también examina su lista, abre su bolso y guarda el trozo de jean cortado.

Víctor va hasta la barbecue y comprueba que todo se ha quemado debidamente. Rastrilla y organiza un poco las cenizas. Encima coloca varios leños que luego rocía con abundante alcohol. Cuando ve elevarse la alta llama azul, guarda en el cobertizo todos los implementos y regresa a la vivienda.

De la colección de pelucas, Alicia escoge una rubia, de cabello muy lacio y largo. Viste un ropón de hilo amarillento, cuadrado, anchote, sin cinto, con flecos que le llegan a los tobillos. Se pone unos lentes oscuros.

Víctor guarda varios billetes de dólares en un bolsillo de las bermudas. Del baño saca un rollo de esparadrapo y se lo pasa a Alicia. También le entrega un papelito donde ha garabateado el nombre de unas medicinas, que ella guarda en su bolso.

A medida que cumplen las tareas previstas, las van tachando de ambas listas. Por fin, antes de salir, Víctor abre el refrigerador y se lleva una latita de refresco de naranja.

Por la puerta que comunica los dos garajes, Víctor pasa al de Rieks, monta en el Volvo y sale hacia el Vedado. Atr s sale ella en el suyo.

Media hora después, los dos coches se estacionan en la cuadra del antiguo hospital "Camilo Cienfuegos". Alicia conecta la alarma, se apea, cierra cuidadosamente, y sube los peldaños hacia la farmacia de venta en dólares. Compra lo que Víctor le ha anotado. Al salir, no monta en su descapotable, sino en el Volvo de Rieks. Pero Víctor se ha hecho a un lado y es ella quien se sienta al timón.

Rumbo a Miramar, entre buches de naranjada, Víctor ingiere trescientos veinticinco miligramos de dipirona y cincuenta de dextroanfetamina sulfato; y cuando ya van atravesando el túnel de Quinta Avenida, comienza a sentir la reacción alérgica.

Quince minutos después, Alicia, siempre disfrazada de rubia informe, se apea frente a una tienda, y regresa en unos diez minutos. Trae agujas, hilo y una pañoleta grande. Se ubica al timón, pero antes de reemprender la marcha, se pone a coser.

Víctor siente taquicardia, las orejas muy calientes y una picazón intensa en todo el cuerpo. Las mejillas han comenzado a hinchársele y el golpe en la frente luce impresionante.

– De verdad que parece que te hubieran entrado a golpes -dice ella, impresionada.

Víctor sonríe y luce peor.

Ella cose el trozo de jeans por el borde más estrecho y cuando termina queda formado un bonete, que Víctor se prueba. Le cubre bien toda la cabeza a modo de capucha, y por delante le cuelga sobre las clavículas.

– Muy bien -dice y se la quita-. Último control.

Cada uno mira su lista, hacen marcas, se miran y asienten.

– Sólo me queda lo del alambre, el esparadrapo, la capucha y los guantes -dice Alicia, leyendo su lista-. Todo lo tengo aquí, dentro del bolso.

– Verifícalo.

Ella revisa en su bolso y asiente.

– Sí, todo está aquí.

– Okey, buena suerte.

Se dan formalmente la mano y sonríen, ella con temor, él con una mueca ridícula, indescifrable, tumefacta.

Regresan hacia el Vedado por la Séptima Avenida y luego se desvían hacia el Bosque de La Habana. Alicia estaciona en un lugar solitario, saca de su bolso el alambre de cobre y vuelve a amarrar a Víctor, esta vez con las manos por detrás. Saca entonces un carrete de esparadrapo, corta dos trozos, y se los pega encima de los p rpados. Luego desprende otro pedazo, y se lo pega a los labios sin quitarlo del carrete, que luego hace girar para amordazarlo con tres vueltas en torno a la nuca. Finalmente, le pone la capucha y le quita los guantes de goma que guarda en su bolso. Le abre la puerta y baja el cristal de su lado para oír bien. No oye ningún ruido de vehículos. De frente, tampoco viene nadie.

– Apéate ahora.

Víctor emite un sonido por la nariz, baja a ciegas del carro, y se deja caer a la vera del camino.

– ¡Suerte!

Ella cierra la puerta y sale hacia Puentes Grandes.

Víctor permanece tendido unos dos minutos. De pronto, oye acercarse un auto; pero le pasa al lado y sigue de largo.

"¡Hijo de la chingada!"

Pero enseguida oye un frenazo y la marcha atr s. Un taxi se detiene y el chofer se apea.

– ¡Alabao! ¿qué es esto?

Se acerca a Víctor, se agacha y le quita la capucha. Al verle la boca y los p rpados tapados y el rostro tumefacto, se impresiona.

– ¡Pa' su madre…!

El hombre lo coge por las axilas y lo endereza, lo ayuda a sentarse en el suelo, y comienza a quitarle el esparadrapo de los ojos sin dejar de hablar

– ¡Mira pa eso! ¡Qué animales, coño!… Pero usté tranquilo, señor, que no le ha pasao na'… Agradezca que está vivo, enseguida lo voy a llevar a que lo atiendan…

El hombre saca ahora una navajita de uñas y le corta la mordaza a la altura de las mejillas.

– ¿Lo asaltaron, señor?

Y sin esperar respuesta corre hacia el carro y regresa con unas alicates, para cortarle el amarre de las muñecas.

– ¡Mire cómo me lo han puesto…!

Víctor no responde.

El hombre lo libera y lo ayuda a ponerse de pie.

Víctor respira entrecortado y permanece un instante con una rodilla apoyada en el piso.

Para ayudarlo a erguirse, el hombre lo coge por un brazo.

Víctor exagera su malestar y se para con dificultad.

– Gracias, amigo -Le tiembla la voz.- Unos cabrones me atacaron…

– ¡Caballero! ¿Qué está pasando en este país? Esto no se había visto nunca…

El taxista lo acompaña hacia el carro:

– Monte, monte, que lo llevo enseguida a un hospital…

– No, no hace falta, lléveme mejor hacia la calle 45, al lado del Parque Zoológico.

Carmen mira unas fotos desplegadas sobre la mesa del comedor. Van Dongen, a su lado, fuma, con una taza de té en la mano.

– ¡Uy, qué flaco est s aquí…!

Carmen le extiende una foto donde se ve el perfil inequívoco de Van Dongen, pintando en una plaza. Viste casi andrajoso y lleva el pelo muy largo,

– Eso fue en la Place de la Contrescarpe, en París, hace veinte años. Yo plantaba ese caballete en cualquier parte, hacía retratos rápidos a los turistas y me bebía de inmediato lo que ganara.

– ¿Y qué te había dado por beber tanto?

– Había fracasado en mi vocación artística, en mis ideales políticos -coge una foto que ella ha dejado sobre la mesa-…

Esto fue en mayo del 68, cuando nos enfrent bamos a la gendarmería en el Barrio Latino…

– ¿Y esa que está contigo?

– Es la madre de mi hija, que vivió conmigo quince años y después se fue con otro… Ahí empezó mi ruina…

– ¿Te afectó mucho?

– No tanto por ella, como por la niña… Me abandoné mucho y no podía sostenerla. Escasamente me ganaba la vida en las calles. Y así duré muchos años. En el 85 terminé en un hospital, en pleno delirio alcohólico. Si no es por Rieks, que vino a buscarme y se pasó tres días conmigo en París, nunca me habría recuperado.

– Nunca pensé que un millonario pudiera tener sentimientos nobles…

– Rieks es todo corazón. Cuando quiere, se entrega. En aquella ocasión me llevó a Curazao, me pagó una clínica, y durante casi dos años, siempre encontró tiempo para visitarme… Casi todas las semana pasaba a conversar conmigo…

– Bueno, era tu primo, ¿no?…

– Su hermano Vincent también es mi primo, y me detesta, como casi toda su familia… Se avergüenzan de esta nariz y no me perdonan mis ideas de juventud. Todavía me acusan de comunista…

Carmen sonríe, divertidamente sorprendida, con las manos en la cintura:

– ¡No me digas que fuiste comunista…!

– Jamás: fui anarquista en la adolescencia y después trotskista…

– ¿Y por qué te protegía Rieks?

– Quizá porque años antes, yo también lo ayudé mucho…

Carmen le coge una mano y lo mira con amorosa intensidad.

– Yo soy un par de años mayor que él y tenía mucho más experiencia. Con 18 años ya había vivido las barricadas en París y la bohemia de los años siguientes, en un medio muy liberal. En una visita que hice a Holanda lo encontré en crisis, aterrorizado de que su padre descubriera su homosexualismo. Se dejaba chantajear por un cr pula. No encontraba escapatoria. Yo lo liberé del tipo y lo convencí de que se aceptara como era… Desde entonces, me hizo su confidente, me escribía a Francia para consultarme sus problemas…

El timbre estridente del portero eléctrico interrumpe el di logo. Van Dongen se para, camina hacia la puerta y coge el auricular.

– Diga. Sí. Sí, es aquí.

Lo que escucha lo sorprende. Alza las cejas en dirección a Carmen, y frunce la boca en un gesto de extrañeza.

– ¿Cu ndo? ¿Y es grave? Sí, sí, pase (aprieta un botón en la pared, junto al auricular y se oye una chicharra). Ya está abierto. Sí, enseguida bajo a ayudarlo.

Cuelga el teléfono y mira alarmado a Carmen, con la mano en el pomo de la puerta:

– Es un taxista que trae herido a Víctor King, el de la empresa. Parece que tuvo un accidente.

Y sale precipitadamente del apartamento mientras Carmen se acerca a la ventana de la sala. Desde allí alcanza a ver al taxista de pie, junto a Víctor, que en ese momento atraviesa el umbral del edificio.

Alicia aparca el Volvo de Groote en el Malecón, a unos metros de la entrada lateral del Hotel Riviera. Lee su lista de acciones próximas y las memoriza. Se asegura de no haber olvidado nada.

Acciona la manija de la puerta y la abre, pero vuelve a arrimarla como si estuviera cerrada. Permanece sentada y se quita los guantes de goma que guarda en su bolso. Con el codo empuja la puerta del carro para abrirla sin dejar huellas digitales.

Ya en el hall del hotel, lo recorre desde un extremo hasta el opuesto. Su silueta rubia pasa inadvertida entre tanto turista. Con el vestido ancho, sin cinturón, parece una regordeta que disimula su falta de cintura. Sale por la puerta principal, llama un taxi y se hace llevar al Hotel "Habana Libre".

Ya en marcha, sentada exactamente detrás del chofer, saca del bolso un par de horquillas y se recoge el pelo. Luego, con una pañoleta, se improvisa un turbante que le disimula completamente la peluca.

Entre la pareja alarmada y el taxista, Víctor se mira las muñecas hinchadas, c rdenas. Permanece mudo un momento, con una sonrisa como de borrachito a medias.

El taxista está muy nervioso y desde que entró no ha parado de hablar sobre lo mala que está la calle.

– …tirado en el Bosque de la Habana, en el camino que bordea el río… Tenía las manos amarradas, esparadrapo en la boca y los ojos, y esta capucha… Figúrense que…

Víctor le pone una mano sobre un hombro para callarlo y casi sin resuello se dirige a Jan:

– May I have some water, please? Sorry, Jan, this was the nearest place…

– Sure, it's okay, Vic. Don't worry about it.

Mientras Van Dongen va por el agua, Carmen le examina sus heridas de la cara.

– Se ve que te golpearon…

Mientras recibe el vaso, Víctor entorna los ojos en un gesto de dolor. Tiene ya las mejillas y pómulos muy hinchados, enrojecidos.

Bebe el agua con avidez y pulso inestable. Unas gotas le chorrean por las comisuras.

– Sí, me cogieron por los pelos de la nuca y me golpearon varias veces la cara contra una puerta…

Se interrumpe para hurgar en su bolsillo trasero. Al echar el brazo hacia atr s, frunce la cara en fingido gesto de dolor. Con lentitud se reacomoda en la silla, saca una billetera, y de ella un billete de cien dólares que entrega al taxista.

El hombre, que ha seguido de pie, impresionado por la cantidad, se disculpa:

– No tengo cambio, señor.

– Está bien así -sonríe Víctor, con esfuerzo-. Son cincuenta por ayudarme y el resto por no comentar esto con nadie.

– ¡Muchísimas gracias, señor! -y saca una tarjeta del bolsillo de su camisa-. Aquí tiene mi tarjeta por si me necesita como testigo.

– No lo creo: de todos modos muchas gracias, y por favor, guarde reserva.

Víctor le extiende la mano, pero permanece sentado. Se dan un apretón y el taxista se retira. Carmen lo acompaña hasta la puerta.

Víctor inhala a todo pulmón, como para reunir fuerzas.

– ¿Un cigarrillo?

Jan le extiende unos Camel y Víctor coge uno. Le tiembla mucho la mano. Jan lo enciende callado, y espera.

– Secuestraron a Rieks…

Carmen se lleva una mano a la frente…

– ¡Madre mía!

Jan traga en seco. Mira a Víctor con dureza, pero no dice nada. Se chupa los labios, y en las mejillas se le forman dos huecos que parecieran agrandarle la nariz.

– Y ahora…

– Ahora vamos a un hospital -lo interrumpe Jan.

– ¡Sí -aprueba Carmen-, hay uno muy cerca de aquí!

– Imposible… -dice Víctor en voz baja, mirando al piso-. Se enteraría la policía… Y eso sería muy peligroso para Rieks.

Hace una pausa, como para aliviarse de un dolor.

– Además, yo no necesito un médico. Sólo un poco de descanso.

Jan vuelve a sentarse y Carmen le coge el pulso.

– ¡Tienes una taquicardia galopante!

Víctor desestima su alarma con un visaje negativo.

– Es por el susto. No tiene importancia. Sólo necesito reposo.

– ¿Quieres un calmante? Tengo uno muy…

Víctor la interrumpe.

– No, en cuanto duerma un poco, se me pasa. ¿Qué hora es? Esos cabrones me quitaron el reloj.

– Seis y diez… Puedes acostarte en el cuarto de huéspedes.

– Gracias, Jan; y te ruego localizar a Bos. Si tú est s disponible ¿podríamos citarlo aquí mismo a las nueve?

– No problem!

– Esta misma noche hay que decidir lo del rescate.

– ¿Piden mucho? -pregunta Jan.

– Sí, tres millones; pero ahora necesito dormir…

Van Dongen cierra los ojos y suelta un silbido de alarma.

Cuando Alicia se apea del taxi en el Habana Libre, ya no es la rubia regordeta que saliera del Volvo en el Riviera. Pero con las sandalias, las gafas de sol, el turbante en la cabeza y el vestido holgado, tampoco es Alicia.

Frente al hotel, toma otro taxi. En camino, se quita el turbante y la peluca, que queda dentro del pañuelo. Se recoge el vestido hasta las rodillas, y se amarra el cinto. Se apea en el cruce de Línea y L.

Y ahora sí, la que recorre las dos calles que la separan de su descapotable blanco, es la seductora Alicia de siempre.

A casa de su madre llega a las 17:30

En cinco minutos, Margarita oyó un resumen de las acciones. Ella hubiera preferido más detalles, pero ante el notorio cansancio que Alicia traía en el semblante, optó por servirle algo de comer y prepararle su baño.

"¡Uff, qué día!", pensó Alicia, ya en la cama.

Eso mismo pensó Víctor, y en ese mismo instante.

Aún no había podido cerrar un ojo.

Calculó que su alergia e hinchazón, provocada con los f rmacos, cesaría alrededor de las ocho. La taquicardia en cambio, de acuerdo con la dosis que ingiriera, no debería ceder hasta la medianoche.

27

Víctor, Jan Van Dongen y Karl Bos, est n sentados a la mesa.

Karl Bos es un gigante pecoso de unos 50 años. Tiene una cabellera pelirroja con grandes ondas. Echa unos cuentos malísimos, pero logra hacer reír, porque él mismo los festeja con atronadoras y contagiosas carcajadas. Está casado con una negra gorda, también pelirroja y af sica, de las Antillas Holandesas, a quién sólo se le ha oído decir "yes" y "thank you".

En su papel de gerente de la GROOTE INTERNATIONAL INC. en Cuba, Bos suele vestir muy atildado. Hace gala de una anticuada elegancia, fuma en boquilla, usa pitillera de plata, se peina con un fijador brillante y se cruza la melena en la nuca. Para la ocasión viste traje gris y corbata roja.

Su aspecto contrasta con la desastrosa apariencia de Víctor, cuya hinchazón en la frente, ahora cubierta por un parche, parece haber aumentado. Ha envejecido diez años. La piel de la cara, que unas horas antes era de un rojo muy intenso, ha adquirido ahora una palidez verdosa. Según Carmen, debería ir a un hospital, porque tiene el pulso en 100 y la presión muy alta. l se ha negado, y tampoco ha querido aceptar una camisa de Jan. Sigue con la misma mezclilla verde, tiznada en el pecho y rota en la sisa. Fuma un cigarro tras otro y su voz se oye endeble y trémula.

Carmen trae un recipiente con hielo. Bos coge dos cubitos y los echa en un vaso de whisky. En la mesa hay una grabadora. Van Dongen introduce un casete, y hace a Carmen una discreta señal para que se retire. Luego sitúa el micrófono ante Víctor. El di logo transcurre en inglés.

– ¿Podemos empezar, Jan? -pregunta Bos.

Van Dongen asiente y mira a Víctor, que se inclina un poco sobre el micrófono.

– Estaba redactando mi informe cuando me llamó Rieks. No desde Varadero, como creía yo. Me dijo que había amanecido con mucha resaca por los tragos de la víspera, y que había aplazado el viaje hasta después del mediodía. Y me pidió que pasara en seguida por su casa. Quería entregarme algo para Jan. Yo cogí el file, y caminé los pocos pasos que separan mi casa de la suya. Y al abrirse la puerta me ponen una pistola en la sien y un encapuchado me dice: "Hands up!"…

– ¿En inglés? -interrumpe Bos.

– Sí, en inglés. Me mandó cogerme las manos por detrás y otro me amarró las muñecas. Mira cómo me han puesto.

Víctor da vuelta sus manos para enseñar las marcas de alambre en las muñecas. Luego se sirve un whisky puro, bebe un trago, hace una mueca horrible y continúa.

Karl Bos toma apuntes.

Van Dongen mira al vacío.

– Eran tres encapuchados, pero creo que entre ellos había una mujer. Sentí un fuerte olor a Chanel nø 5…

– ¿Y serían cubanos?

– Lo dudo. Sólo oí hablar al que me apuntaba, y tenía un acento neoyorkino muy marcado.

– Cuando te amenazaron ¿estaba presente Rieks?

– Sí, aunque al principio no lo vi, porque lo tenían sentado en un rincón a mis espaldas, con las manos amarradas atr s.

– ¿Y qué decía él?

– Nada. Ni una palabra… Luego, antes de sacarnos de la casa, nos pegaron esparadrapo en los p rpados y en la boca, y nos pusieron capuchas.

Bos coge la capucha y la examina, muy impresionado.

– Luego nos hicieron entrar al garaje y montar en el Volvo de Rieks. Calculo que estuvimos dando vueltas durante unos cuarenta minutos, sin salir de la ciudad. Finalmente llegamos a otro garaje o cobertizo, algo rústico, con piso de tierra.

– ¿Llegaste a oír algun ruido del exterior? -pregunta Jan.

– Sí, unos gritos, algo lejanos, como de chamacos jugando.

Víctor hace una mueca de dolor y respira con dificultad…

– Agua, por favor…

Jan pone la pausa y Bos se apresura a destapar una botellita.

Víctor apura el vaso con un gran temblequeo. Al final se le derrama un chorrito por una de las comisuras. Parece haber perdido el control de sus músculos faciales.

– Dejemos esto para otro momento… -propone Bos.

– No -insiste Víctor-, ya pasó, sigamos, fue sólo un mareo…

En cuanto se recupera un poco, durante otros diez minutos de grabación, Víctor describe la atmósfera intimidatoria en que los secuestradores puntualizaron los detalles del rescate.

Con la voz entrecortada, bajando instintivamente el volumen, enumeró las horrendas represalias que tomarían contra Groote si no se les cumplían puntualmente sus exigencias. Y querían nada menos que tres millones de dólares para el 17 de noviembre…

– Nos llamar n a la oficina dentro de poco, para darnos las indicaciones del rescate. Luego nos dejar n unos días para juntar el dinero. Y no aceptan ninguna negociación ni demora en el pago. El tipo me dijo: "O pagan en tiempo y forma, o lo enfriamos".

Al decir esto último, Víctor contuvo un sollozo y se tapó los ojos. Tuvo que esperar unos segundos para poder seguir hablando. Le temblaba demasiado la voz, y tenía el rostro tan amoratado, que Jan y Bos insistieron en llevarlo a un hospital, pero él se negó. Sólo necesitaba descansar.

– Bien, si después te sientes mejor y recuerdas más detalles, gr balos en otro casete -sugiere Van Dongen-. Cualquier insignificancia podría dar una pista.

– Sí, Jan tiene razón. Puede ser útil en caso de que la familia o el mismo Rieks decidan informar a la policía.

– Ojal no decidan eso -comenta Víctor, con la cabeza gacha, mir ndose las muñecas-. Sería terrible para Rieks…

Media hora después, Bos y Jan se llevan a Víctor. Sobre la marcha le insisten en que vea a un médico pero él se niega. Por fin lo dejan en su casa.

Al timón de su carro, Van Dongen se vuelve a mirar a Bos:

– ¿Cómo haremos para reunir tanto efectivo?

– Nosotros no podemos decidir nada hasta que Vincent Groote, Christina y el resto de la familia, oigan la grabación de Víctor.

– Sí -asiente Van Dongen-, creo que eso es lo primero.

Bos se queda un instante pensativo, saca su agenda electrónica y hace una anotación.

– Yo mismo voy a llevar el casete a Amsterdam. Ojal pueda conseguir un pasaje para mañana.

28

En una puerta, un pequeño letrero indica:

CIRURGÍA MAXILO-FACIAL CONSULTAS.

De bata blanca y con una varilla en la mano, un médico apunta hacia un perfil de Van Dongen, proyectado sobre una pantalla blanca.

– Y practicando una incisión frontal a 45 grados en la parte nterosuperior del tabique nasal, podríamos f cilmente formarle una nariz un poco aplastada, como de boxeador…

Acciona el proyector y aparece ahora un rostro tipo Belmondo, de frente y de perfil.

– Esta nariz, por ejemplo, juega muy bien con su entrecejo y el óvalo de su cara…

Y vuelve a la imagen del perfil de Van Dongen:

– Porque si cortamos aquí, luego aquí, y eliminamos este excedente carnoso…

A medida que el médico habla, Jan van Dongen lo escucha con creciente horror en la cara. Llega a un punto en que lo interrumpe. Alza ambas manos para taparse los oídos.

– Por favor, doctor, no siga… Le pido excusas, pero me enfermo de sólo oír…

– Ese es su gran problema -interviene Carmen-: le tiene terror a la operación…

– Yo puedo asegurarle que no va a sentir el mínimo dolor, ni siquiera después de la operación.

– Tampoco es por miedo al dolor. Es la simple idea de que me serruchen el tabique nasal. De sólo pensarlo, me siento muy mal…

– Mira como suda, Chucho -dice Carmen al médico, y saca un pañuelo para secar a Jan.

– Sí sí, ya veo; y se ha puesto muy p lido… ¿Siente algún mareo?

– No, mareo no, un poco de escalofríos…

– Déjeme decirle que yo he tenido pacientes capaces de sufrir los dolores más agudos, por evitar que se les aplique una simple inyección intrasmuscular. Personalmente, yo rechazo operar cuando existen fobias de este tipo, porque el miedo irracional es incontrolable, y en medio de una intervención, el paciente más robusto puede hacerte un paro cardíaco.

– Si yo no le tuviera tanto terror al cuchillo, hace 25 años que me habría operado… En mi adolescencia, mi familia trató de convencerme, pero era algo superior a mí…

– Si ese es el caso -dice el médico de pie y dirigiéndose a Carmen- no perdamos tiempo. Yo te aconsejo que antes de pensar en la operación, lo lleves a un psiquiatra. Quizá con un tratamiento adecuado, quiza mediante hipnosis previa, la operación no le sea tan traum tica…

29

Vestida con un camisón ultra corto y muy sexy, Alicia está tomando un jugo de naranja, apoyada contra el congelador donde se encuentra el cadáver de Groote.

Una mujer blanca, cincuentona, con cofia y delantal de camarera, está fregando los cristales de una ventana.

Alicia, se le acerca con un sobre de manila en la mano.

– Ay, Mariana, casi me olvido: Víctor me dejó esto para ti.

La mujer se quita los guantes y coge el sobre.

– Es tu sueldo y el del jardinero, más las vacaciones de los dos.

La mujer mira a Alicia, asombrada.

– Víctor quiere que las tomen a partir de hoy.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué ahora?

– Como yo me marcho unos días a Varadero y él sale en viaje de negocios esta noche, prestó la casa a unos amigos italianos…

– Sí, ya comprendo… Quieren correrse las juergas sin que nadie se entere…

Disconforme, retorna a sus cristales. Alicia la mira de reojo y sigue sorbiendo su jugo.

30

Van Dongen pone en el maletero del Chevrolet rojo de Víctor, el bolso de viaje de Karl Bos. Karl se sienta al lado de Víctor y se seca el sudor de la cara con un pañuelo.

Detrás, un carro toca el claxon. Hace calor. En las inmediaciones del aeropuerto hay un gran atasco. Autocares, taxis, coches particulares se entremezclan en caótico forcejeo por evadirse.

Sombreros de yarey, carretillas cargadas de maletas, ron a pico de botella, luctuosas despedidas, camisetas con la efigie del Che.

Víctor consigue zafarse del atasco y su coche se va alejando entre la muchedumbre.

– La familia pagar sin condiciones -comenta Bos, cuando el carro enfila por la Avenida de Rancho Boyeros…

– ¿Y la esposa de Rieks, qué dice? -inquiere Víctor.

– Estáde acuerdo. Y también la madre, que como siempre se mostró muy enérgica y prohíbe que intervenga la policía. Ella, el abogado de la familia y Vincent me recalcaron varias veces que debemos aceptar las condiciones de los secuestradores y pagar lo que sea.

– Yo creo que debemos pedirles una foto de Rieks, junto a un periódico del día. Tenemos que asegurarnos de que esté vivo.

– No, Jan: los Groote me han prohibido hacer eso. El dinero no les importa. Si a Rieks le ocurriera una desgracia, la esposa cobraría de todos modos un seguro por diez millones de dólares. Lo que quieren es no alarmar a los secuestradores, para no poner en peligro su vida.

– ¡Pero con pedirles una foto no corremos ningún riesgo! De todos modos, si se niegan, haremos como ellos digan. Pero si aceptan enviarnos la foto, yo me sentiré mucho más aliviado.

Karl Bos piensa unos instantes y hace un gesto de duda. Luego mira la hora y pide un celular.

Víctor le presta el suyo y Bos saluda en holandés a su mujer; luego en inglés a su secretaria, y le pide que fije una cita con un ingeniero cubano para el día siguiente.

Diez minutos después, el Chevrolet estaciona en el vecino barrio de Fontanar.

La negra, mujer de Bos, sale a recibirlo.

– Ok, gracias, nos reunimos dentro de dos horas en mi despacho.

A la reunión sólo asistieron Karl Bos, Van Dongen y Víctor, sin secretarias.

El primer punto, era decidir quien mediaría en la entrega del rescate. Víctor se anticipó a excusarse. Adujo estar todavía muy deprimido por lo que le había sucedido. En efecto, a sólo cinco días de haber sido atacado, aún persistían en su frente y muñecas las huellas de los hematomas. Se lo veía p lido, había perdido peso.

Van Dongen se propuso a sí mismo y Karl estuvo de acuerdo.

Víctor preguntó cómo iban a solucionar el problema del cash. Semejante suma creaba un serio problema. A petición de Bos, Vincent Groote ya había ordenado al Sr. De Greiff, de la sucursal caraqueña, enviar con un emisario los tres millones a Cuba. Y De Greiff se había comprometido a situarlo en La Habana, el 15 de noviembre.

Van Dongen insistió en su idea de pedir fotos de Groote con un periódico del día en la mano. Victor lo apoyó decididamente y Karl Bos terminó por aceptar.

31

Alicia fuma nerviosa.

– ¡Cojones! ¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Mandarles la foto del cadáver, tieso, maquillado de mulata?

– ¡Calma, Alicia! No hay ningún problema.

Ella lo mira malhumorada y con cierta intriga.

– Mañana, cuando tú llames a Bos y te proponga lo de la foto, dile que primero tienes que consultar con tus socios… Y no olvides preguntar quién va a entregar el rescate. Te va a decir que ser Van Dongen…

Alicia garabatea unas notas sobre la mesa y hace otro gesto de mal humor.

– No comprendo por qué no te ofreciste tú… Todo sería más f cil si tú mismo recibes el rescate…

Víctor se aproxima al congelador, lo abre y mira en su interior.

– Ni hablar: no quiero tocar ese dinero ante la gente de la compañía…

Sin interrumpirse, Víctor se pone a quitar las vituallas del congelador.

– … porque resulta ya bastante sospechoso que yo sea el único testigo del secuestro. Y además, Van Dongen es su primo, el hombre de confianza…

Alicia se asombra de verlo en su trajín con los alimentos.

– ¿Qué haces?

– Hay que descongelarlo ¿no?

Ella se queda mirándolo sin comprender

– Para la foto, Alicia… Tenemos que descongelar a Rieks.

– ¿Y cómo vamos…?

– Primero lo exponemos unas horas al sol, allá atrás, al borde de la piscina. Le ponemos una pantaloneta y lo acostamos en una reposadera.

– Está bien…

Alicia se estremece con una mueca de asco.

Doblado, con medio cuerpo dentro del enorme refrigerador, Víctor saca un par de langostas y un pescado, que le pasa a Alicia. Ella los agrega al resto de los alimentos, amontonados sobre la mesa de la cocina.

– Ya, esto es lo último -dice Víctor y se yerque para mirar a Alicia.

Ella se arrima y divisa, en el fondo, el cuerpo de Groote, en posición fetal. Víctor, de lado ahora, introduce una mano e intenta moverlo. Hace varios intentos y no lo consigue.

– ¡Puta madre! ¡Estápegado al fondo!

– Tendríamos que haberle colocado una lona debajo.

– Ahora habr que echarle agua tibia para despegarlo.

Alicia coge inmediatamente una olla grande y comienza a llenarla de agua.

Víctor, ahora con el pecho al aire, enciende un cigarro. Alicia pone la olla a calentar y se le acerca.

– ¿Calculaste por fin el peso de los billetes?

– Todavía no, pero ya traje la pesa de Mami.

Alicia da unos pasos, coge su bolso y saca una cajita que contiene una diminuta balanza de bronce.

Víctor aplasta el cigarro y se pone a escoger pesas, también de bronce:

– Dame ac unos dólares.

– No tengo ningún billete de cien.

– Eso no importa. Cualquier billete sirve, incluso los de un dólar. Todos pesan lo mismo.

Alicia hace un gesto de sorpresa y saca del bolso varios billetes de uno y cinco dólares. l cuenta diez billetes, los alisa con la mano y los pone en un platillo. Luego manipula varias pesas hasta que los platillos se equilibran:

– ¡Retebién! Cada uno pesa un gramo. Para llegar a 3 millones, harán falta 30.000, o sea, que el rescate va a pesar 30 kilos.

Alicia lo mira preocupada:

– ¿Y qué yo hago para alzar tanto peso?

– No problem! Voy a equiparte con un aparato capaz de alzar un elefante.

32

Karl Bos, en su depacho, firma unos documentos. Se los entrega a una secretaria que se marcha y cierra la puerta. Jan, Víctor y Bos est n alrededor de una mesa con tres teléfonos, como para una reunión de negocios. Hay documentos, tazas de café, botellas de agua mineral.

Tensión en los rostros. Víctor fuma y se pasa la mano por el pelo. Van Dongen mira al techo, coge su calculadora y anota unas cifras, en silencio. Karl Bos consulta la hora. En eso suena el teléfono. Bos levanta el tubo.

– Yes?

Bos escucha. Enseguida, arquea las cejas y cabecea hacia los otros para confirmar que son los secuestradores.

– It's a woman! -susurra, tapando el micrófono-. Yes, I understand…

Alicia, vestida de gringa gordita (peluca y sandalias), habla un inglés americano muy gangoso. Para exagerar y deformar su voz, habla en un tono más alto y se sujeta la nariz con dos dedos.

– ¿Tendr n listo el dinero para el día 17?

– Sí, lo tendremos.

– ¿Quién nos lo va a entregar?

– El señor Jan Van Dongen…

– Ah, el hombre de la narizota, lo conocemos… Bien, preparen trescientos fajos. Cada uno debe contener cien billetes de cien, no seriados. Son treinta kilos. Calculen el volumen y procúrense una maleta adecuada.

– De acuerdo, pero antes de la entrega, queremos ver una foto del Sr. Groote, junto a un periódico de hoy o de mañana.

– ¿Una foto? Hmmm… Supongo que no haya problema, pero tendré que consultarlo.

Y cuelga.

Karl Bos también cuelga.

– Creo que van a aceptar lo de la foto -dice Bos, y con el pulgar le hace a Van Dongen un signo de victoria.

– ¡Fue una buenal idea, Jan! -aprueba Víctor.

Van Dongen los observa sonriente.

– Bueno -Bos se pone de pie y recoge la boquilla con el cigarro encendido que había dejado en un cenicero-. Ahora ¡manos a la obra! Quieren trescientos fajos con cien billetes de cien en cada uno. Tiene que estar todo preparado para el día 17.

Van Dongen saca de su cartera un billete de 10 dólares. Coge una pequeña regla y lo mide a lo ancho y a lo largo. Reflexiona. Mueve los labios imperceptiblemente con los ojos entornados y anuncia:

– Nos hace falta una maleta que contenga un octavo de metro cúbico…

– Y un hombre fuerte -añade Bos-. Dicen que va a pesar treinta kilos…

– Yo tengo unas pesas en casa -bromea Víctor mirando a Jan-, por si necesitas fortalecerte.

33

Un hombre de pelo lacio, negro, y bigote muy espeso, presenta un recibo en el mostrador de Foto Center, en la calle 23. La muchacha le entrega un sobre. l paga y se marcha.

Ya en su carro, cuando dobla por Malecón, el hombre se quita la peluca y el bigote.

– Quedaste magnífico, Víctor, irreconocible -dice Alicia, sentada a su lado, con las fotos en la mano.

Víctor observa una y sonríe.

– Sí, muy buena.

Al día siguiente, una de aquellas fotos del mismo bigotudo de pelo renegrido, pegada a un pasaporte holandés a nombre del difunto Hendryck Groote, servir como documento en el Hotel Tritón.

El falso Hendryck Groote recibe las llaves de la habitación

número 306, reservada la antevíspera a su nombre.

– Le deseamos una feliz estancia en nuestro hotel, Sr. Groote

– sonríe la recepcionista.

34

Alicia y Víctor ya han conseguido, casi, descongelar el cadáver. Tendido en una reposadera, al borde de la piscina, Groote tiene en la cabeza el típico sombrero cubano de yarey, que lo protege del sol. Víctor se acerca, le palpa las carnes por varios sitios, y estima el punto de descongelación.

A unos diez metros, Alicia lo observa y carga un cubo con agua, del que sale un poco de humo. Cuando Víctor le hace una seña, ella se acerca y comienza a fregar el cadáver. Lo frota con una esponja enjabonada, para quitarle el maquillaje oscuro.

– ¡Cuidado con no arrancarle la piel de la cara! No está del todo descongelado.

– ¿Aún no está descongelado? -se asombra ella.

– No completamente. Y creo que más vale así: si no, se nos derrumbaría por su propio peso.

Alicia hace una mueca de disgusto y se frota la nariz con el dorso de la mano que sostiene la esponja.

– ¡Puaj! ¡Pronto va a comenzar a apestar!

Víctor cierra los ojos y ladea la cabeza.

– No creo… Pero ni me hables. Acabemos de una vez.

Terminado el aseo, Víctor coge el cadáver por las axilas y ella por los talones. Con esfuerzo, logran acostarlo dentro de una carretilla que Víctor coge de espaldas, para no verlo, y se lleva a rastras hacia el interior de la vivienda. La cabeza del cadáver se descuelga hacia atr s. Alicia, que los sigue, apresura el paso y le sostiene la cabeza sobre la marcha. Ni ella misma sabe por qué lo hace.

Pasan gran trabajo para vestir el cadáver. Y es mayor el problema cuando intentan ubicarlo en una postura convincente para la foto. Lo sientan a una mesa con el periódico extendido por delante. A la altura del pecho, lo atan con una soga al respaldo de la silla. Para mantenerle erguida la cabeza, logran con mucha dificultad cogerle con un cordel un puñado del pelo relativamente largo de la nuca. Luego amarran el cordel a la pata de un mueble.

Como fondo, han colocado una sabana que impide ver detalles del lugar.

Cuando ya lo tienen convenientemente situado, fracasan en varias tentativas por mantenerle los ojos abiertos. Una y otra vez, el cadáver les dirige guiños burlescos. Por momentos tienen que reírse. A medida que lo cambian de posición, sus facciones se deforman en muecas de una macabra comicidad.

Luego intentan colocarlo con el torso algo avanzado, como si estuviera acodado, leyendo el periódico abierto sobre la mesa.

Por indicación de Víctor, lo desamarran de la silla, y Alicia se tiende boca arriba en el suelo, bajo la mesa. Para sostener el cadáver en la posición que Víctor quiere, Alicia le apoya ambos pies en el abdomen. Pero al avanzar el cuerpo sobre la mesa, los brazos se le abren en una posición antinatural. Con sendos palos de trapear, Alicia intenta impedir que se le caigan los brazos. Cuando por fin lo consigue, Víctor comienza a girar alrededor de la mesa y ametralla al cadáver con la m quina fotogr fica. Busca el ngulo ideal.

Alicia se impacienta.

– Dame chance para unas pocas más. Hay que hacer muchas para escoger.

Alicia sudando bajo la mesa, se esfuerza por mantener la fragilísima mise-en-scŠne.

– ¡Date prisa, coño, que no aguanto más!

– Espera… -insiste Víctor mientras toma un medio perfil desde atr s-. Una más, sólo una. Así es perfecto. Creo que ya lo tenemos…

Víctor no termina de hablar. Lo interrumpe el estrepitoso derrumbe de Groote, que termina por empujar la mesa y caer encima de Alicia. Ella lanza un grito que acompaña la caída, y luego estalla en una carcajada de horror, enredada con el cadáver, el periódico y los palos.

35

Al día siguiente, por la mañana, la secretaria de Bos se asoma a la puerta del despacho. Al ver a Van Dongen con su jefe, se detiene. Bos la interroga con la mirada. Ella le muestra un sobre. Por su actitud, debe ser algo importante. Bos le hace señas de que se acerque, recibe el sobre, agradece, y la muchacha se retira.

Bos extrae una foto, la observa un instante…

– Nuestro pobre Rieks -comenta Bos, y se le demuda el rostro, y se le aguan los ojos.

En cuanto Jan tiene la foto en sus manos, comienza a cabecear negativamente. Frunce los labios y sigue cabeceando.

– ¿Por qué no lo tomaron de frente? -Sacude nuevamente la cabeza-. Esto me horroriza…

Bos vuelve a examinar la foto:

– ¿Cu l es el problema, Jan?

Entra Víctor. Sin hablar, Bos le entrega la foto.

– A ver qué piensas tú…-lo interroga Bos.

– ¡No se le ven los ojos! -insiste Van Dongen-. Esta podría perfectamente ser la foto de un cadáver…

– No me parece, Jan -dice Víctor-. ¿Después de tantos días, cómo podrían…?

– Eso digo yo -lo apoya Bos.

– No me pregunten cómo. Lo cierto es que esta foto me genera todavía más inquietud…

– ¿Lo habr n drogado? -se pregunta Víctor.

– Quizá le hayan golpeado la cara… -aventura Bos.

– Y más simple aún: quizá lo hayan matado.

Víctor hace un gesto de rechazo. Mira sombrío a Van Dongen. Da a entender que desestima las exageraciones de aquel paranoico.

Una mucama uniformada llena tres tazas de café, las pone en una bandeja y sale hacia la recepción. En eso oye la risa estentórea de Bos y comienza a sonreír. Oye una segunda y una tercera carcajadas atronadoras y al ver que la recepcionista también se ríe, intercambia con ella un guiño de complicidad.

Cuando Bos ríe de buena gana, todo el mundo se entera. Su hilaridad atraviesa puertas, tabiques, maderas, cemento, se prende de las paredes, recorre los pasillos. Y cuando el jefe está contento, todo el mundo ríe, porque Karl Bos, aquel cincuentón pelirrojo y mofletudo, tiene una risa infantil, resonante, contagiosa. Imposible oírla y quedarse serio.

Cuando la mucama abre la puerta del despacho, se oye también la risa de Víctor, mucho más moderada. Al entrar con la bandejita del café, se encuentra a Van Dongen, de pie ante los otros dos, que lo oyen arrellanados en el sof.

– ¿Arenques con salsa de mangos? ¡No jodas, Jan, eso no puede ser!

– ¿Y cómo dices que se llama la tía?

– Cornelia. -Van Dongen es el único que no ríe-. Es la hermana mayor del padre de Rieks. Completamente loca. Tortura a sus invitados con su culinaria.

– Y el Tropical Baltic ¿lo inventó ella?

– Sí; y siempre cuenta a sus invitados, que una vez se lo hizo probar al chef del Waldorf Astoria, y el tipo quedó tan maravillado, que le pidió la receta para incluirla en su repertorio.

– ¡Jaaa, ja, ja! ¿Y eso es verdad?

– ¡Qué va! Puro delirio mitómano de la vieja…

– ¡Jaaaa, ja, ja…! ¡Ayyy!

El pelirrojo coge aire para seguir riéndose.

La mucama, con su bandeja vacía, se retira con obsequiosa discreción. La recepcionista, muerta de curiosidad, le implora con los ojos una explicación.

– Figúrate, en inglés no entiendo nada…

En el despacho Víctor pregunta a Van Dongen:

– ¿Y tú crees que Rieks recuerde el nombre del plato?

– Claro, Vic -asegura Van Dongen-. Tú sabes que a Rieks le encantan las bromas pesadas. Y cuando tiene la vena s dica, lleva invitados a casa de la tía Cornelia, a comer el Tropical Baltic.

Las risotadas de Bos vuelven a atronar en el despacho. La hilaridad le colorea el cutis. Al sacudir la cabeza, se le despega sobre la frente un mechón rebelde.

– ¿Y qué propones, entonces? -pregunta, sin dejar de reír, mientras se seca las gafas empañadas.

– Muy simple, Karl: cuando los secuestradores llamen mañana, les pedimos que averigüen con Rieks el nombre de la tía, del plato, y de los ingredientes. Para ellos no representa ninguna dificultad pregunt rselo y decírnoslo…

Víctor asiente con reiterados y enf ticos cabezazos.

– Absolutamente de acuerdo -aprueba Víctor-. Si nos contestan bien, mañana sabremos con toda certeza que Rieks está vivo.

– Una idea genial -apoya Bos. Y suelta otra carcajada.

Anochecido ya, cuando iba entrando al garaje de su casa, Jan se dio cuenta de que había cometido un error. El plato de la tía Cornelia no se llamaba Tropical Baltic, sino Tropical Boreas.

Recordó entonces que la tía había inventado también una sopa de bacalao con chile de la puta madre, ron y aguacate. Y por cierto, aquella sopa no era tan mala como para que Rieks le gastara bromas a alguien. Jan la había probado una vez, y se podía tomar, sobre todo en invierno. Y a esa sopa, Cornelia la había bautizado Caribbean Baltic. Después de veinte años en Curazao, donde enterrara al sueco que fue su devoto marido, ella se dedicaba a evocar los años más felices de su vida, con aquellas contrastantes fantasías culinarias.

Evidentemente, la confusión entre Baltic y Boreas, por la analogía de los términos, era explicable. Jan pensó en llamar por teléfono a Bos y a Víctor, para rectificar, pero se dijo que no valía la pena.

Ya él les explicaría, al día siguiente.

36

El bigotudo se asegura de que nadie lo vea, coge el pomo de la puerta con un pañuelo y penetra en la habitación nø 306 del hotel Tritón. Ya adentro, saca unos guantes de cirujano y se los pone. Se quita una chaqueta ligera y la cuelga de un armario.

Ante un espejo adosado a la pared, encima de una mesita donde hay una carpeta, papeles, bolígrafos y vasos, se quita el bigote, la peluca y los pone dentro del cajón de la mesa de luz.

Coge el celular que lleva enganchado a la cintura y llama.

– Ya estoy aquí. Puedes subir.

Entra al baño, se mira al espejo y se lava la cara.

Regresa a la habitación, mira en derredor y vuelve a descorrer la puerta del armario. Del minibar que encuentra adentro, coge una ración de whisky, una botella de agua mineral y una bandejita de hielo. Libera un vaso de su envoltura antiséptica, se prepara un trago bien aguado y toma un sorbo largo.

Enciende un cigarro y se acerca a una ventana. Ladea apenas la cortina y mira en varias direcciones. Luego descorre la cortina, abre la ventana y contempla el mar, que ya comienza a mostrar sus crestas tornasoladas, al caer el día.

Es el 16 de noviembre, víspera del cobro del rescate.

Está nervioso, pero se controla bien.

Desde la mañana ha hecho tres tandas respiratorias de autocontrol, según una técnica que le enseñara un presidiario chino en México.

Cuando apura su segundo trago, oye tres golpes juntos y un cuarto demorado.

Alicia le hace una mueca en el umbral de la puerta.

Adentro, sentada al borde de una cama, se pone guantes de cirujano y luego se quita la peluca.

En media hora repasan, punto por punto, las últimas acciones de ese día y el siguiente.

Mientras Víctor vuelve a disfrazarse de bigotudo y se pone la chaqueta, ella le repite de memoria sus tareas, por última vez.

Satisfecho, Víctor sonríe, se acerca, le soba las nalgas. Ella se aferra a sus labios.

– Dejémoslo para mañana, que es el gran día.

– No me has dicho lo que vas hacer conmigo cuando seamos millonarios.

– Tengo grandes planes para tí.

– ¿Para… nosotros?

Víctor se pone gafas de sol.

– Grandes planes para ambos…

Un minuto después, también Alicia se ríe de la tía Cornelia y de su culinaria.

Víctor vuelve a mirar su reloj.

– En un cuarto de hora llego a la oficina. Tú, espera un poco más. Quiero estar allí cuando entre tu llamado.

– El plato de la tía Cornelia es arenque con salsa de mangos. Lo llama Tropical Baltic. Preparen todo para mañana por la mañana. Llamaremos entre las 10 y las 11.

Alicia cuelga.

Bos también cuelga y alza los brazos en triunfo.

– Cornelia, arenque con mangos, Tropical Baltic, todo perfecto.

Víctor silba y aplaude.

– ¡Estávivo!

– Gracias a Dios -dice Bos y aprieta el interfono-.Llamemos a Jan, para que acabe de tranquilizarse

En eso entra Van Dongen. Al enterarse de la noticia, no sonríe. Se queda pensativo.

– ¿Est s seguro, Karl, de que dijo exactamente eso?

– Absolutamente: Cornelia, arenque con mangos, Tropical Baltic.

– ¿Satisfecho, Jan? -lo palmea Víctor.

– OK, ahora sí, puedo quedarme tranquilo -admite Jan, con un gesto enigm tico, evitando mirarlo. Perdón -añade de pronto y sale de prisa como si hubiera olvidado algo.

37

Jan van Dongen no ha olvidado nada. Se refugia en el baño en un estado de gran zozobra. Se encierra en una cabina a controlarse. No quiere que nadie se dé cuenta. Sobre todo, no quiere que Víctor se dé cuenta.

"¡Hijo de puta, asesino! ¿Qué hacer ahora?"

En el baño permanece hasta sentir que se le afloja el plexo y recupera su ritmo normal de respiración. Y a poco, cuando ya puede pensar con alguna serenidad, va vislumbrando que hay en todo aquello puntos oscuros, imprecisiones sobre las que necesita reflexionar mucho, antes de tomar ninguna decisión. Calma, mucha calma necesita ahora.

Media hora después, Van Dongen conduce lentamente por el Malecón de La Habana. Atraviesa el túnel de la Quinta Avenida y a poco se estaciona en una calle oscura de Miramar. Sólo en ese momento, toma conciencia del lugar y la hora. Ha conducido a la deriva, sin rumbo. Ha estado viajando hacia adentro de sí mismo, buscando respuestas.

El primer impacto de imaginarse a Rieks asesinado por Víctor, le había calentado la cabeza. Atropelladamente, durante los quince minutos que permaneciera encerrado en el baño de la empresa, maquinó venganzas. Pensó en dirigirse inmediatamente a la policía, explicar el caso y pedir ayuda contra Víctor; o hablar con Bos y ponerlo al tanto… O llamar a Vincent… Pero eso lo desechó de inmediato. Algo lo indujo a posponer toda muestra de indignación o alarma. Ya habría tiempo de ajustar cuentas con Víctor.

Regresó a su casa a las 19:00, oscuro ya. Carmen trabajaba toda esa semana por la noche. Se dio un baño, tomó un café, se sirvió un trago de ginebra y se acostó en el sof á, con los pies hacia arriba y los ojos cerrados.

Y a las 20:10 se paró firmemente convencido de que Víctor no había asesinado intencionalmente a Rieks. Aquel secuestro no convenía económicamente a Víctor. Y la muerte de Rieks lo perjudicaba muchísimo. A partir de enero o febrero, Víctor comenzaría a ganar un millón y medio por año. Y eso gracias a Rieks, su gallina de los huevos de oro. Era insensato que hubiera planeado aquel secuestro, para ganarse lo que de todos modos ganaría cada dos años legalmente y sin riesgos; y mediante el honroso ejercicio de una actividad que había sido la gran pasión de su vida.

Además, Víctor sabía que muerto Rieks, Vincent Groote lo botaría a la calle. No. Era impensable que Víctor decidiera asesinar a Rieks.

En cuanto a Bos, que también conocía lo del Tropical Baltic, Van Dongen no podía imagin rselo, ni remotamente, cómplice de secuestro y asesinato. Aquel niño cincuentón, carente de toda maldad y fantasía, con su mentalidad contable, sus chistes pesados y su buenmuchachismo, era incapaz de robarse un centavo ni de matar una mosca.

Lo único razonable era que Víctor matara a Rieks involuntariamente. Quiza en una riña por cuestiones amorosas. O que Rieks muriera envenenado, o por un exceso de alcohol, o de droga, o de barbitúricos; o como le sucediera aquella vez en Londres, cuando cayera en coma por intoxicación de mariscos, a los que su organismo hacía un rechazo fortísimo. O por cualquier accidente inimaginable. Y en ese caso sería lógico que, desesperado, a sabiendas de que con Rieks se le escapaba un futuro brillante, Víctor hubiera decidido salvar algo de su naufragio, mediante un simulacro de secuestro.

Lo más grave era que evidentemente tenía complicidad con la mujer de los llamados. Quizá era alguna amante. Quizá Rieks se sintiera traicionado y hubiera intentado agredirlo y Víctor lo había matado en defensa propia. Pero era inadmisible suponerle premeditación y alevosía.

Esa noche, Van Dongen tomó varias decisiones.

Primera y segunda: esperaría hasta comprobar la muerte de Rieks, que él daba por segura; y hasta conocer los resultados de la autopsia. Necesitaba detalles precisos sobre la forma en que había muerto.

Tercera: quería contribuir al pago del rescate para observar de cerca la conducta de Víctor y de su, o de sus cómplices.

Cuarta: de ninguna manera defendería el dinero de Vincent Groote y su horrible familia, que siempre le fuera tan hostil. Lo sentía por Christina, la viuda de Rieks, que no era mala persona y le había demostrado afecto. Pero ella cobraría un seguro de diez millones. Económicamente, saldría ganando.

Y quinta: aunque era evidente que Víctor había intentado sacarle dinero al cadáver, Jan no lo denunciaría. Eso, había que perdon rselo. En su lugar, él hubiera hecho algo parecido y sin ningún cargo de conciencia.

En todo caso, estaba seguro de que Víctor no era un solapado asesino, ni un orate, capaz de actuar tan torpemente en contra de sus mayores intereses.

Además, Jan conocía demasiado bien a Rieks. Sabía hasta que punto podía volverse agresivo, cuando era presa de sus furibundos ataques de celos, de su histeria, de sus morbosas sospechas.

Por otra parte, si finalmente Jan obtenía de la investigación policial, la certidumbre de que Víctor era un asesino alevoso, tiempo habría de hacerlo condenar, o de ajustarle personalmente las cuentas a nombre de Rieks.

38

Víctor, con bigotes y peluca, entra esa mañana al Tritón a las 07:30 en punto, halando un carrito de dos ruedas con una gran maleta blanca, en cuyo interior transporta dos paralelepípedos de cemento, cada uno con un peso de 25 kilos. Un botones lo ayuda con un grueso estuche cilíndrico de lona negra, de 2 metros de largo por 50 centímetros de di metro.

Víctor recomienda al muchacho, en pésimo español, no golpear el bulto aquel, porque contiene un teodolito y equipos ópticos para un trabajo de agrimensura.

Alicia, según lo convenido, llega a las 8.

Víctor le explica que dentro de la maleta blanca, cabe perfectamente la anaranjada que escogió Van Dongen para transportar el dinero del rescate. Víctor ya ha tomado las medidas de ambas, y la una cabe holgadamente dentro de la otra.

De inmediato, ambos se ponen los guantes y comienzan a armar el equipo de pesca, que viene dentro del estuche de lona negra.

A las 08:20 Víctor termina de armar las seis partes de una base met lica rectangular, que ubica frente a la ventana del balcón. La base está provista, en su parte anterior, de un tubo de inox, de unos 40 centímetros de altura. Víctor introduce en el tubo la caña de pescar, de un grueso material pl stico, imitación madera, capaz de flexionarse ante cualquier peso inferior a cien kilos, pero sin llegar jamás a la U. Fija la caña con un dispositivo de seguridad y luego le ajusta el reel.

Cuando Víctor abre la enorme maleta blanca y saca los bloques de cemento, Alicia lo mira hacer desconcertada. l emplaza los dos bloques en la parte posterior de la base met lica, uno encima del otro, y encima de ellos una almohada.

– ¿Y eso?

– La base debería ir atornillada al piso -dice Víctor jadeando todavía por el esfuerzo-, pero aquí no se puede. Se darían cuenta los de abajo. Pero eso no importa: entre tú y los bloques har n suficiente contrapeso. Ven, siéntate encima y prueba.

Ella se sube a la base, se acomoda sobre la almohada y hace girar el carrete.

Por el gesto de Víctor, que enciende un cigarro sonriente, todo parece funcionar normalmente, pero Alicia hace una mueca de duda:

– ¿Y tú est s seguro de que este trasto va a levantar 30 kilos?

– ¡Carajo, Alicia! Hace veinte años que pesco con equipos como este. El hilo y el reel pueden izar animales de ochenta kilos. Treinta, te los levanta como una pluma… Y el contrapeso que haces tú, más los bloques de hormigón, representa ciento diez.

Alicia hace girar de nuevo el reel.

Víctor mira en derredor, como buscando algo. Por fin abre un armario y saca mediante sucesivos halones, la pequeña nevera del minibar. La desplaza con gran esfuerzo hasta el centro de la habitación y desaloja su contenido sobre el piso.

– Mira: esta mierda pesa como 40 kilos.

Coge enseguida el hilo de pescar, y con destreza marinera, amarra la nevera por su cuatro lados y remata con un par de nudos corredizos. Alicia lo observa, muy interesada.

– ¡Dale, ponlo a girar!

Alicia da varias vueltas al carrete, sin ningún esfuerzo. Al ver que la nevera se eleva, se lleva una mano a la boca. Está asombrada de poder izar con tanta facilidad aquel peso, hasta casi medio metro del suelo.

– ¿Convencida? Ahora atiende.

– Cuando hayas subido la maleta con el dinero, la metes dentro de la otra, la amarras a este carrito y luego embalas sin prisa el equipo. No tienes por qué apurarte. En unos 5 a 7 minutos puedes estar saliendo hacia el ascensor. No tendr s ningún problema. Lo importante es que actúes con naturalidad y mucha calma.

Alicia asiente y mira con desconfianza los bloques de hormigón.

– Y cuando encuentren aquí estos tarecos ¿qué?

– Nada. Por el pasaporte que les dimos, descubrir n que el cuarto lo reservó un tal Hendrick Groote. La policía va a suponer que los secuestradores le usaron el pasaporte para tomar el cuarto a nombre suyo. Y como el pobre Rieks no les podr contar nada…

– ¿Y si después algún empleado del hotel reconoce el estuche negro ese del equipo de pesca? ¿No es tuyo…?

– Justamente, el original no es negro, sino verde, con varias inscripciones y el dibujo de un delfín en amarillo. Pero hace un par de días le dí varias manos de pintura negra. Nadie lo podría reconocer. Además, cuando lleguemos a la casa lo voy a quemar.

– Eres un genio del mal -lo celebra ella, pero sigue preocupada, nerviosa-. ¿Cu nto pesa el equipo?

– Casi ocho kilos.

– Y treinta kilos de la maleta, más los ocho del equipo en este carrito tan endeble ¿no ser demasiado para mí?

– Esto no es nada endeble: son varillas de acero.

Víctor se para sobre la base del carrito y se coge de una de las varillas superiores. Luego se acuclilla y la conmina:

– Si no me crees, inténtalo conmigo, que peso 80 kilos.

Alicia pasa algún trabajo al principio, para ponerlo en movimiento.

Sobre la marcha, Víctor le acaricia las piernas.

A pesar del jugueteo y las cosquillas, en efecto, Alicia logra moverlo por la habitación con relativa soltura.

Karl Bos, de una contadora autom tica de billetes, recoge un último fajo y se lo entrega a Víctor. Víctor lo introduce en otra maquinita, que lo envuelve por la parte más angosta, con una cinta de un material pl stico transparente. La cinta se adhiere a sí misma, pero no a los billetes, y cada cinco centímetros lleva estampado un número y el texto ABN-AMRO dentro de un óvalo azulado.

– Recuenta tú, ahora, el número de fajos -dice Bos a Van Dongen.

– No hace falta contarlos, Karl. La cinta fajadora te lo dice. Mira, los cuatro últimos fajos tienen impresos los números 297, 298, 299 y 300. Trescientos fajos de 10 000 dólares hacen los tres millones. No hay error posible.

Bos hace un mudo gesto de admiración.

Víctor coge un fajo, lo arquea como si fueran naipes y lo suelta para que los billetes le acaricien las yemas de sus pulgares. Luego lo arroja con una elegancia teatral, y el fajo cae como al descuido encima de los otros.

Quizá por rivalizar en elegancia, Van Dongen coge una rosa roja, de un florerito sobre la mesa de centro, y la echa, también teatralmente, en la maleta.

Bos lo mira ceñudo, como si le reprochara una broma lúgubre.

– ¿Qué es eso, Jan?

– Para la secuestradora de la c lida voz -sonríe Van Dongen.

Víctor suelta una risotada.

Una vez cerrada la maleta, Víctor la coge por la correa de cuero cosida a un extremo y comienza a arrastrarla sobre las losas del despacho.

– Funciona muy bien. Es muy cómoda. Las rueditas son bien sólidas… No vas a tener ningún problema.

– Bueno, al fin, ya estamos listos -dice Bos, con aire cansado.

Van Dongen asiente y mira su reloj. Bos vuelve a colocar la maleta en la enorme caja de caudales y la cierra cuidadosamente.

– Ya deben estar por llamar. Shit! Hace falta acabar de una vez con esta pesadilla.

39

17 de noviembre, 10:00 a.m.

Un teléfono suena. La recepcionista descuelga el auricular.

– Groote International, buenos días… Yes, just a moment, please.

La muchacha pulsa el botón del intercomunicador.

– Mr. Bos, there's a call for you from Miss Myriam.

Karl Bos alza las cejas significativamente. Víctor lo mira expectante. Jan, que fuma y observa el paisaje por el ventanal, ni siquiera se vuelve.

– Hello? Yes…, yes… I understand, yes…(garabatea algo en un papel). Okay, we'll be there in a few minutes, but…

Y cuando expone su deseo de seguir en un segundo carro a Van Dongen, para su sorpresa ella le dice:

– No problem.

Bos cuelga y se levanta de un brinco, excitado. Mira sus apuntes.

– ¿Cómo va a ser la entrega? -pregunta Víctor.

– Muy simple, ya les explicaré.

Y Bos camina de prisa hacia un rincón. Se agacha, compone un código, abre la puerta y extrae la maleta. Víctor se le acerca para cogerla por la correa. Cuando tira de ella, la maleta rueda f cilmente. Los tres hombres se alejan en fila india por el lustroso embaldosado del pasillo, hasta el ascensor.

Mientras lo esperan, Bos suelta por fin lo que ya había demorado demasiado:

– Aceptan que vayamos en dos carros, siempre que tú conduzcas solo adelante -y le pone una mano en el pecho a Van Dongen-. Tienes que presentarte con la maleta en el lobby del Hotel Tritón dentro de veinte minutos. Habr un sobre a tu nombre en la recepción.

– Mejor salir por la puerta del subsuelo -propone Víctor, antes de pulsar un botón.

– Okay, let's go!

[10:05]

Alicia sale por la puerta principal del hotel, toma un pasillo a la derecha y se dirige hacia la piscina… Está disfrazada de gordita americana y lleva un pañuelo en la cabeza. De repente se detiene, echa un vistazo discreto hacia arriba, y hacia abajo, como si evaluara distancias. Saca del bolso una cajetilla de cigarros y aprovecha para dejar caer un tubo de témpera roja. Al agacharse para recogerlo traza rápidamente en el suelo un círculo rojo de 15 centímetros de di metro.

[10:20]

Víctor conduce con Karl Bos a su lado. Adelante avanza el carro de Van Dongen, que se estaciona en medio de otros dos carros. El de Víctor, queda en posición paralela al de Van Dongen. Entre ambos hay otros vehículos. Pero desde aquella explanada abierta, tienen excelente visibilidad hacia el hotel.

Ven a Van Dongen apearse, caminar hacia el maletero y abrirlo. Con binoculares, desde su ventana, también lo ve Alicia.

Un botones uniformado acude a ayudarlo con su pesada maleta.

Cuando Jan y el muchacho van subiendo los peldaños que conducen al lobby, Alicia deja los prism ticos sobre la cama y se prepara para cumplir su programa.

[10:27]

Jan Van Dongen y el botones llegan a la recepción. Tras una breve espera, una muchacha los atiende.

– Soy Van Dongen. Me anunciaron que hay un recado para mí.

Ella busca en una lista:

– Van Dongen… Sí, aquí tiene, señor.

Le entrega un sobre cerrado. Van Dongen lo coge y se aleja unos pasos por el lobby. Adentro hay un mensaje.

"Atraviese el Duty-Free Shop y salga del edificio del hotel. Siga por el pasillo que está a su derecha en dirección a la piscina. A partir de los baños de caballeros, comience a contar las baldosas. Deténgase en la baldosa número veintiséis, que tiene pintado un círculo rojo. Espere. Al cabo de unos instantes, un cartel le indicar cómo continuar."

[10:31]

Desde la perspectiva de su coche, Víctor y Bos ven a Van Dongen salir del Duty-Free Shop. Luego gira hacia la derecha y camina como buscando algo en el piso. Arrastra la maleta sobre sus rueditas, con una correa. Ahora lo ven detenerse. Víctor se come las uñas. A Karl Bos se le pinta la sorpresa en la cara cuando un cartel baja de repente, desde el tercer piso, y se detiene exactamente ante los ojos de Van Dongen.

– ¡Mira, mira, un cartel…! ¡Los hijos de puta, ahí est n! -y señala-: Viene de aquella ventana, del tercer piso ¿la ves?

Víctor observa atentamente. Se muestra perplejo.

Bos maldice. Tiene la nariz encendida, muy roja en la punta. A mordizcos ha hecho trizas el mocho de tabaco babeado que está fumando.

[10:32]

Se sobresalta un poco al ver el mensaje, que le queda exactamente a la altura de sus ojos. En grandes letras negras sobre fondo blanco, Van Dongen lee:

CUELGUE LA MALETA AQUI Y MARCHESE

POR DONDE VINO SIN MIRAR ATRAS.

Van Dongen ensarta el asa de la maleta en el enorme anzuelo donde viene sujeto el cartel. Da media vuelta y se aleja hacia el frente del hotel.

La maleta inicia un rápido ascenso hacia el tercer piso.

Algunos turistas que curiosean alrededor de la piscina asisten intrigados a la escena.

Víctor sigue comiéndose las uñas.

Bos, airado y estupefacto, contempla el final de la maniobra. De la ventana surge una mano que coge la maleta por la correa y la introduce en la habitación.

[10:34]

Alicia se apodera de la maleta y la coloca velozmente en el piso. La introduce en la maleta blanca que ubica sobre el carrito. La amarra firmemente con un el stico amarillo que tiene ganchos en la punta.

Desarma y embala los avíos de pesca, pero deja, según instrucciones de Víctor, la base, que le resultaría muy pesada, y los dos bloques de cemento.

Por fin se quita los guantes y sale al pasillo. Con toda calma se dirige hacia un extremo. Alicia sigue disfrazada de gordita gringa, y saluda en silencio, con una sonrisa tímida, a las dos personas que esperan el ascensor.

Van Dongen ha sentido deseos de vomitar y entró al baño. Y cuando atraviesa el lobby hacia la salida, Alicia distingue su narizota. Con sorprendente aplomo, muy segura de su disfraz, ella se detiene a encender un cigarrillo y lo ve salir por la puerta principal para dirigirse hacia el parking.

Lo ve incluso dirigirse, con gran lentitud, hacia el carro de Víctor.

– No me siento bien -declara al detenerse junto a la ventanilla de Bos, y se toca la frente. Se ve muy p lido.

– Vete un rato a la casa -le propone Bos-. ¿Quieres que te acompañe?

– No, no es para tanto. Necesito un sedante y descansar un poco. Nos vemos después del mediodía en la oficina.

[10:42]

Alicia se apea de un taxi en casa de su mam. El taxista la ayuda a bajar la maleta. Alicia ya no trae peluca ni el vestido holgado.

Margarita abre la puerta. El chofer deposita la maleta sobre el umbral de la sala. Alicia le da una propina y entra. Cuando coge la maleta para desplazarla al interior y poder cerrar la puerta, tiene que subir dos peldaños. El esfuerzo de cargar aquel peso la obliga a arquear mucho la cintura.

Margarita la mira con cierta alarma.

– ¿Y esa maleta tan pesada? ¿Qué cargas ahí, chica?

Alicia se esperaba esa pregunta y ya traía preparada la respuesta. Pero se tomó su tiempo.

Sacó sus cigarros, encendió uno, se sentó en una butaca y puso un pie encima de la maleta. Luego el otro, cruzado por encima.

Y con una mirada entre satisfecha y desafiante, a boca de jarro, le espetó:

– ¿Qué tú crees que puedo traer?

Una muda alarma persiste en los ojos inquisitivos de Margarita.

– No tengo la menor idea. Dime ya, niña…

– Si te lo digo no me lo más a creer… Adivina -y le regala una sonrisa triunfal.

Sin ninguna vacilación y mucho aplomo, Margarita adivina:

– ¿Tres millones de dólares?

La sorprendida es ahora Alicia:

– ¡Sí, Mami! Pero…¿cómo es posible? ¿de dónde sacas…?

– Te conozco Alicia. Y me lo esperaba. Sabía que no me lo ibas a anunciar, para no ponerme nerviosa.

Alicia se para y abraza a la madre, y salta y gira sin soltarla…

– Lo conseguimos, mami, lo conseguimos…

Y enseguida se agacha para abrir la maleta mientras Margarita corre un cerrojo en la puerta y baja las persianas que dan al jardín.

Al ver los fajos de cien dólares que ocupan todo el espacio, Alicia sonríe satisfecha. Va a coger uno, pero detecta una rosa roja en lo alto y se la lleva a la nariz, sonriente. Piensa que si viene de Víctor, es una delicadeza y muy original.

– Chica, aquí en la sala no. Guarda eso ya, me pones nerviosa.

En eso tocan a la puerta.

– ¿No te digo? -susurra Margarita-. Cierra eso ya y sácalo de aquí.

Mientras Alicia arrastra la maleta sobre sus rueditas, hacia un desván que queda debajo de la escalera, Margarita espía por la ventana.

– Es Leonor. ¡Cómo jode! -comenta en voz baja y abre uno de los dos postiguitos de la puerta-. Dime, Leo…

– Nada, es que vi entrar a Alicia y como hace tanto que no nos vemos…

Alicia decide enfrentar a Leo y se acerca al hueco del postigo.

– Ay, no te pongas brava, chica, pero ven en otro momento… Llegué sólo a bañarme y tengo que volver a salir enseguida.

Cinco minutos después, con una toalla al hombro, camino a la ducha, Alicia sonríe al recordar la ocurrencia de la flor y lo comenta con Margarita.

– Verdad que Víctor tiene a veces detalles encantadores…

Ya en pleno baño, enjabonada, ojos cerrados, oye entrar a su madre, que descorre la cortina y le pasa un inalámbrico.

– Disculpa, es Víctor. Dice que es muy urgente.

Alicia se vuelve, cierra la ducha, se seca las manos y coge el teléfono:

– Sí, dime… Sí, de maravilla, verdes, apiladitos, divinos… ¿Cómo? Sí, ¿por qué negarlo, es lo que más me gusta en el mundo?

Escucha unos momentos y suelta una risa fresca.

– Pero lo que más me gustó es la flor que me pusiste adentro…

Oye un instante y hace un pequeño mohín, desilusionada:

– Ah, ¿el narizón? ¡Vaya, qué atento! Yo me había hecho la ilusión de que fueses tú. ¿Cómo? Okey, termino de bañarme y salgo a llamar.

[11:05]

Tras comerse un bocadito y tomar un vaso de leche en salida de baño, Alicia se viste con unos jeans y un pulóver, y se dirige a una cabina telefónica de la calle 42. Desde allí llama a la GROOTE INTERNATIONAL INC.

Tras presentarse nuevamente como Myriam en su inglés gangoso, pide de hablar con el Sr. Karl Bos, a quien informa que ya han recibido el dinero y que todo está en orden. Con respecto a la devolución del secuestrado, deben esperar un llamado por la noche, pero no en la oficina. Llamarán a casa de Bos, o de Van Dongen o de Víctor King. En ese llamado se les dirá dónde deben ir a recoger al Sr. Groote.

Bos intenta protestar por la demora, pero Myriam le explica que para seguridad de los secuestradores, el traslado de Groote desde su cautiverio a un lugar público, se efectuará en condiciones de nocturnidad. Y le colgó sin más.

Víctor le pidió hacer aquel llamado porque quería escurrirse de la oficina. Si Groote no sería devuelto hasta la noche, se justificaba que Víctor también pudiese pretextar agotamiento y no acudir a la empresa en todo el resto del día. No quería tener que fingir ante Van Dongen y Bos la ansiedad y nerviosismo crecientes, de los que inevitablemente serían víctimas ellos, cuando pasaran las horas y nada se supiera de Groote.

[12:50]

Un aguacero tropical se desploma sobre la ciudad. Alicia espera en la puerta de su casa. Tiene listo un paraguas y la maleta a su lado, sobre la loza del zaguán.

Mientras el Chevrolet de Víctor se estaciona, ella abre el paraguas. Víctor baja de prisa, coge la maleta y la introduce en el asiento de atrás. Cuando se sienta al volante, Alicia ya está instalada a su lado.

Ruedan en silencio unos segundos, y al doblar hacia la Avenida Primera, Víctor estaciona el carro, sonríe orgulloso y le ofrece sus dos palmas en alto. Ella las golpea con las suyas y suelta una carcajada. El lanza un silbido triunfal y la abraza. Ella lo besa en la boca y se le acurruca en el pecho. l la estrecha unos instantes y enseguida se desprende:

– ¡Jujuuy! -y Víctor sacude ahora los puños-. Ganamos, puta madre… Con los pinches millones ya nadie nos va a chingar la vida…

Ella le sigue la corriente y se burla de sus mejicanadas:

– Es la mera verdá, cuate…-y lo besa con ardor, y lo abraza, ávida de acción inmediata…

Él la aparta delicadamente.

– Ahora no, Alicia… Primero tenemos que platicar un poco y ver cómo vamos a deshacernos del… del…

– Sí, chico, del bulto -dice Alicia, que ya ha renunciado al desahogo en el carro, y se reacomoda el pelo y sus ropas-. Bien ¿cuál es el plan, ahora?

– Deshacernos de él, antes de que denuncien su desaparición y la policía intervenga… Y lo mejor es hacerlo hoy mismo…

– ¿Hoy mismo?

– Sí, apenas anochezca…

[13:15]

Llegados a Siboney, Víctor descarga la maleta y la deposita en medio de la sala. La abre y los ojos le brillan de codicia. Pero como hiciera Alicia, sonríe al ver la flor, la coge y la huele.

– Pensé que la habrías guardado en tu casa.

Alicia, coge la flor y se queda mir ndola desilusionada.

– Hubiera preferido que me la enviases tú…

Víctor cierra la maleta, condescendiente:

– Este no es el momento de ponerte rom ntica, Alicia. Tenemos mucho que hacer.

l repone la maleta en un armario, y ella se coloca la flor en una oreja. l la coge por una mano y la lleva al escritorio donde tiene su computadora, que enciende. Teclea brevemente y se pone a leer.

– Lo más urgente es deshacerse del cadáver. Lo segundo, esconder el dinero en un lugar donde nadie pueda encontrarlo, hasta que surjan condiciones para usarlo o sacarlo del país.

– Para deshacernos del cadáver yo creo que el mejor lugar es el patio de mi casa. Ya hablé con mam…

– ¿Pero tú est s loca o te has vuelto idiota? -Víctor se levanta, manotea y la mira alarmado-. ¿Has sido capaz de contarle a tu mama…?

– ¡No seas tonto, coño! Claro que se lo conté. Por un lado, necesito protegerme…

Víctor lanza un puñetazo contra una pared al tiempo que le grita:

– ¿Pero protegerte de qué!

– ¡De tí, coño, de tí! Y ahora c lmate y no me alces la voz… Y ve sabiendo que para guardar secretos, a mi madre le tengo más confianza que a mí misma.

La discusión se prolongó casi media hora. Por fin, amainó la furia de Víctor. Siguió acus ndola de haber cometido un disparate,

pero se convenció de que nada ganaría con seguir discutiendo.

– Bueno ¿qué otro remedio? -se dio por vencido-. A lo hecho, pecho. Pero, de todos modos, mejor que el patio de tu mam, me parece el otro lugar que me mostraste, cerca del zoológico.

Hacía unos cuatro años, antes de empezar a pedalear, Alicia había tenido una aventurilla con un dirigente de alto nivel, hombre casado, que mucho se cuidaba de no ser visto en sus travesuras. Habían sido varios encuentros, siempre en un carro de matrícula particular, que el hombre estacionaba en el mismo lugar: calle 38 del Nuevo Vedado, una paralela a la avenida que une el Zoológico con el Bosque de la Habana. Junto a la enorme fosa que hace allí el terreno, Alicia había visto una unidad militar con instalaciones soterradas. Pero al pasar casualmente por allí a principios de año, se encontró con que la unidad había sido desmantelada. Y no existía tampoco la alambrada con los arbustos que vedaban el acceso y la vista hacia el fondo de la fosa. Vio unas volquetas y una motoniveladora, que estaban acarreando arena y tierra, sin duda para alguna construcción. En su extremo elevado, la Calle 38 tiene unas pocas casas y un solo edificio de varias plantas, en construcción; pero en sus cuatrocientos metros finales, cuando desciende en una curva muy cerrada hacia el río Almendares, queda limitada a la izquierda por un alto farallón rocoso, y por la fosa a la derecha. Al desaparecer la unidad militar y no haber viviendas del otro lado, el lugar resulta perfecto para el amor furtivo; y para deshacerse de un cadáver.

En cuanto Alicia se lo propuso, Víctor fue al lugar y lo encontró excelente.

– Okey, está bien. Manos a la obra -aceptó Alicia.

– Tenemos que ponerlo de nuevo a descongelarse.

– ¿Y para qué descongelarlo?

– Para poder malquillarlo un poco, vestirlo y ubicarlo en la parte de atr s del carro. Tú te le sientas al lado y puedes fingir que…

Alicia hace un gesto como si fuera a vomitar:

– No, Víctor, no resisto una sola manipulación más con el cadáver. Pong moslo dentro de un saco, doblado, así como está y nos lo llevamos en el maletero.

Victor se queda mir ndola, se muerde un labio; inclina la cabeza, pensativo, y vuelve a mirarla. Duda.

[17:30]

Entra un Peugeot al garaje y cuando la puerta autom tica se cierra tras él, se apea el bigotudo Víctor. Tras quitarse la peluca, saca de un bolsillo unos papeles y se los entrega a Alicia.

– Toma. Gu rdalos tú. Son los papeles que me dieron en Rent-A-Car.

Mientras Victor se despega el bigote, ella dobla los papeles y comenta:

– El cadáver estaba otra vez pegado al fondo. Tuve que desconectar el freezer y echarle un poco de agua tibia.

Ambos caminan hacia la cocina. La mesa está repleta de las vituallas que Alicia ha desalojado. El abre la tapa del freezer y ella extiende sobre el piso un par de s banas de dos plazas. Entre los dos tumban el freezer. El cadáver, en posición fetal, resbala hacia el piso. Víctor lo seca con una toalla. Ella hace un gesto de desagrado. Finalmente, Víctor lo deposita sobre una s bana, lo envuelve y luego, con dos de sus puntas, hace un amarre sobre la cabeza, y con las otras dos, sobre los pies. Alicia hala por el nudo de los pies y Víctor por el de la cabeza y lo arrastran hacia el garaje.

[19:10]

La madre de Alicia abre la puerta y un hombre sonriente la saluda.

Es un trigueño apuesto, de unos 40 años.

– ¡Fernando! ¿Tú aquí…?

Fernando la abraza.

– Acabo de llegar -habla con notorio acento argentino-. Vengo directo del aeropuerto…

– ¿Pero cómo no nos avisaste?

– Quería darles la sorpresa…

– Ay, chico, qué mala suerte la tuya. Alicia anda atareadísima con sus clases y ex menes… Me dijo que hoy iba a estar en casa de una amiga, estudiando hasta tarde…

– Bueno, entonces sigo hasta el hotel y así descanso un rato. Si viene Alicia decíle que por la noche la llamo.

– ¡Qué sorpresa se va a llevar!

– ¿Me prometés guardar un secreto y no decirle nada a ella?

– Sí, claro…

– Vine a casarme con Alicia.

Margarita se lleva una mano al pecho y abre la boca y los ojos en un gesto de enorme sorpresa.

[19:22]

El Peugeot termina de escalar la empinada cuesta que nace junto al Jardín Zoológico de La Habana. Al culminarla, cuatro cuadras más arriba, toma hacia la derecha el desvío de la Calle 38, por la que desciende, esta vez en un pronunciado declive.

Pasa de largo junto a las casas de la parte alta. Al pie de un edificio en obra, hay tres o cuatro personas inactivas. Cuando el Peugeot desciende unas dos cuadras hacia el río, se oye un ladrido. Otros le hacen eco.

Al estacionar junto a una fosa, las ruedas descansan sobre el borde de un acantilado de ocho metros.

En la calzada no se ven carros estacionados. Ni transeúntes. Tras un minuto de inmovilidad y silencio, Víctor se apea por un lado y Alicia por el otro y se reúnen junto al maletero. Miran en todas direcciones.

– ¡Ahora! En esta oscuridad nadie nos ve.

Abren el maletero, cogen el fardo por los nudos y lo depositan al borde del precipicio. Víctor saca un cuchillo, corta por debajo de cada nudo y le pasa la tela cortada a Alicia. Luego se agacha, coge el envoltorio por un extremo, lo alza con fuerza y hace que el cadáver gire hacia el vacío. Tres segundos después, el ruido sordo del impacto en el fondo, rebota contra los farallones.

Víctor recoge los restos de s bana y colcha y se introduce con ellos en el Peugeot. Alicia ya está adentro. Víctor enciende las luces y el carro parte, cuesta abajo, con el motor apagado.

[20:11]

Suena el timbre de la puerta. Un negro joven, acompañado del portero del edificio, extiende un carnet de la Policía Nacional Revolucionaria y pide hablar con el Sr. Karl Bos.

– Adelante -le dice el propio Bos-. Siéntese, por favor.

El policía se acomoda, se coge las manos en actitud de quien prepara lo que va a decir. Luego saca de su bolsillo superior una especie de tarjeta y se la pasa a Bos.

– ¿Reconoce a este señor?

Bos mira con avidez y temor.

Es una licencia de conducción con la foto y nombre de Hendryck Groote.

– Sí, es Hendryck Groote, el presidente de la empresa donde trabajo… ¿Le ha pasado algo?

– Lamento informarle que apareció muerto, hace poco, en el fondo de una obra en construcción…

Bos hace un gesto de consternación y se derrumba hacia un lado del sillón, con ambas manos en las sienes.

[20:41]

Alicia en el interior del Peugeot, termina de pasar un trapo húmedo sobre el timón, la palanca de cambios, y prácticamente todo el tablero.

Víctor hace lo mismo por fuera. En eso oye timbrar su celular, y se lo quita de la cintura.

– ¿Sí? Sí, hola, Karl. ¿Alguna novedad?

– ¡Qué horrible!

Tras un prolongado silencio, en que Víctor sólo asiente, dice por fin:

– Sí sí, voy para all inmediatamente.

Cuelga y se vuelve a Alicia.

– Ya encontraron el cadáver… Parece que había unos muchachos jugando en el fondo de la fosa. La Policía quiere que vayamos a reconocerlo en la morgue…

Alicia eleva la cabeza y los brazos al cielo y exclama:

– ¡Qué ganas de emborracharme, coño!

– Por favor, no lo hagas ahora. Necesitamos nuestros cinco sentidos. Mientras yo regreso, llévate el carro y abandónalo en cualquier lugar del Vedado. Luego espérame, disfrazada, en el bar del Habana Libre, pero no te excedas…

[21:15]

Casi simultáneamente, con rostros igualmente lúgubres, Bos y Víctor cabecean afirmativamente ante un hombre, visto de espaldas, que ha levantado una s bana.

Reconocido Groote, el hombre deja caer la s bana y se lleva el cadáver en una camilla rodante.

– Si ustedes se sienten en condiciones ¿podrían responderme unas preguntas ahora…?

– Yo le confieso que no me siento en condiciones. Esto es terrible… -le dice Víctor,

– Yo también preferiría, teniente…

– Perfectamente, no hay ningún problema. ¿Podríamos reunirnos mañana a las nueve?

Bos y Víctor asienten.

– De acuerdo; pero quisiera informarles que no han terminado los problemas en su empresa. La mujer del Sr. Jan Van Dongen ha denunciado la desaparición de su marido. Dice que no ha recibido siquiera un llamado desde el mediodía.

– Yo ya lo sabía, y también me preocupo. Jan no volvió a aparecer ni a llamar en toda la tarde. Realmente, es algo incomprensible…

– Permítanme informarles que el Sr. Van Dongen salió de Rancho Boyeros esta tarde a las 16:30 con destino a México -saca un papel y lee-: en un vuelo de Aerotaxis, que había reservado y pagado desde antiayer a nombre de la empresa.

Bos y Victor se miran asombrados.

[21:50]

Alicia, disfrazada otra vez de gringa gorda, espera sentada en la barra. Cuando llega Víctor, se le sienta al lado y pide un coñac.

– ¿Donde lo dejaste?

– A tres cuadras de aquí. No problem. Ojal alguien se lo robe esta noche. ¿Y a tí cómo te fue en la morgue?

Víctor no le responde.

– ¿Tendrías la amabilidad de responderme? ¿Todo bien?

– Todavía no lo sé. El narizón Van Dongen se marchó de Cuba sin decir nada. Ni a su mujer.

Alicia, muy alarmada, se vira para mirar a los ojos de Víctor.

– ¿Y eso? Por cierto ¿tú miraste bien el contenido de la maleta?

– Eso mismo iba a preguntarte yo… Porque nos distrajimos con la flor y al final no miramos…

– Tú piensas que el narizón pudo hacernos alguna trampa…

– No me imagino cómo. Parece imposible; pero me da muy mala espina que se haya marchado sin decir nada a nadie…

[22:26]

El Chevrolet entra en la finca. Ambos se apean con premura y van hacia el armario donde han guardado la maleta con los tres millones.

Víctor la carga, la deposita encima de un sof y se apresura a abrirla, ante la ansiosa expectativa de Alicia. Cuando los fajos vuelven a desplegarse ante su vista, cuidadosamente ordenados, coge uno al azar y le desliza el pulgar sobre un extremo.

Con un grito y un poderoso movimiento de rabia, Víctor rompe el fajo, deja caer una cascada de papeles en blanco, y lanza el resto contra el piso. Entre horribles imprecaciones en inglés, coge otro, y otro, y todos son fraudulentos.

De pronto, se pone ambas manos en la cintura y se queda mirando a Alicia, como dispuesto a agredirla.

– No puedo creer que tú…

La apunta con un dedo y avanza hacia ella, pero se detiene, con la mano en alto y el entrecejo fruncido. Mira de reojo a la maleta y de pronto, en dos zancadas regresa junto a ella, coge dos fajos, uno del fondo y otro de arriba, y los examina muy de cerca. Vuelve a lanzarlos contra el piso y se coge la cabeza…

Mientras golpea y patea lo que tiene por delante, comienza a gritar in crescendo, con los puños en alto:

– Son of a bitch!… Son of a bitch!… The focking son of a bitch!

Alicia lo mira con severidad, pero no parece impresionada.

– Me haces el favor de calmarte y decirme qué está pasando…

Victor demora en reaccionar. Finalmente baja los brazos en un gesto de impotencia.

– Discúlpame, Alicia… Por un momento pensé que entre tú y tu madre habrían cambiado los billetes…

– Por Dios, qué ridiculez… ¿En qué tiempo?

Víctor coge un fajo y le muestra la cinta transparente que lo envuelve por el medio:

– Y aunque tuvieras todo el tiempo, estas cintas fajadoras, con esta inscripción, no existen en Cuba. Pertenecen a un banco holandés y fueron traídas de Venezuela hace pocos días. Y el número más alto que introdujimos en la maleta, era el 300. En cambio, estas comienzan en el 301 y llegan al 600. Eso, sólo pudo hacerlo alguien de la oficina, que tenía otra maleta igual…

Alicia lo mira fija y fríamente:

– ¿Y yo no tengo derecho a pensar que tú te complotaste con Van Dongen para trampearme a mí?

40

Una mesa muy bien puesta, para tres. Vajilla fina, copas de cristal, mantelería elegante, flores. Alicia y Margarita visten de noche. Alicia repasa con una servilleta el borde de una copa y la mira al trasluz, mientras la madre ordena varios cubiertos al lado de cada plato.

– ¿Y tú has descartado que Víctor pueda estar de acuerdo con el narizón?

– Totalmente. Si eran cómplices desde un principio, ¿para qué me necesitaban? Yo hubiera sido sólo un estorbo, y hasta un peligro para ellos…

– Quizá no fueran cómplices al principio, pero sí después…

– Olvídate, mami, eso es imposible… Yo he estado al lado de Víctor todo el tiempo y no hubo nada sospechoso en su conducta… Aquí lo único que hay que hacer es olvidarse de Víctor, del narizón, de Cuba e irnos con Fernando a la Argentina.

Margarita la mira preocupada:

– Ay, m'hija, no sé, así, tan de golpe… Yo ya no tengo edad para aventuras… Tú crees que Fernando pueda…

– Y si no puede, podr, él o el que sea. Eso es asunto mío. Pero tú no me vas a abandonar ahora, cuando más te necesito…

Suena el timbre de calle y Margarita se apresura a abrir. En la puerta está Fernando, con un ramillete de flores.

– Adelante, bienvenido -le sonríe Margarita, obsequiosa.

41

Alicia vio por última vez a Víctor el 20 de noviembre, una semana después de haberse deshecho del cadáver. Víctor la llamó para pedirle las llaves del carro.

Ella condujo hasta el punto donde se dieran cita, un bar de Miramar, dentro de un patio a cielo abierto.

Cuando Alicia lo vio sentado a una mesa, sintió una mezcla de tristeza y rencor, y el deseo de alejarse de él de inmediato, corriendo, y para siempre.

l la invitó a un trago en su mesa.

– Gracias, no puedo.

Ella puso las llaves sobre la mesa sin mirarlo, se dio vuelta y se alejó sin despedirse. Vestía otra vez como una estudiante.

Del parqueo del local salía en ese momento un negro gordo en una moto. Ella le pidió botella y él hombre se la dio gustoso.

Víctor la vio alejarse montada atr s, con el pelo recogido. Se había hecho una cola de caballo con un pompón rojo en la punta. Cuando la moto dobló en la salida, el pompón saltarín se le sacudió varias veces a uno y otro lado de la nuca.

Víctor la siguió con la vista, pero ni siquiera en ese momento, cuando quedó de perfil, se volvió para despedirse de él.

Se sintió muy solo y víctima de una injusticia del destino. El pinche destino que todo lo enreda y hace que la gente se conozca a destiempo.

Tomó su whisky, pidió otro, doble, y encendió un cigarro.

Y volvió a pensar cómo pudo hacer Van Dongen para preparar y entregar la maleta con los billetes falsos. La posibilidad de un cambiazo del dinero bueno por el falso en aquel momento, habría requerido que un cómplice de Van Dongen, Carmen por ejemplo, estuviera esper ndolo con una maleta idéntica allí mismo…

¡Bah, absurdo…! Van Dongen no supo que la entrega iba a ser en el Tritón hasta que Bos se lo dijera adentro del ascensor, cuando ya iban bajando. Imposible que hubiera podido avisar nada a nadie…

¿Y por qué no pensar que Van Dongen hubiera escondido en el maletero de su carro, una maleta idéntica, repleta de papeles sin valor? Tuvo dos días para prepararla…

Víctor recordó que el día en que pagaron el rescate, él había arrastrado la maleta hasta el carro de Van Dongen para cargarla en el maletero. Y recordaba haber visto el maletero vacío. Pero quizá Van Dongen había preparado un doble fondo…

A una semana de pensar y repensar obsesivamente en todos los detalles, no veía otra posibilidad. En todo caso, ya nada podía hacer él.

¿Recuperar el dinero?

Imposible.

¿Urdir una venganza?

¿Para qué? Vengarse no es propio de personas inteligentes.

Víctor era buen perdedor. En esta vida había que aprender a perder, porque siempre hay alguien que te pone banderillas. Y el que se enfurece cuando se las ponen, es tan bruto como un miura.

Lo que sí lo fastidiaba ahora, era aquel desaire de Alicia. Nunca se imaginó que le doliera tanto.