171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Capítulo 8

– Sé que no es buen momento para hablarlo -dijo Alan Cheston-. No habrá un buen momento para hablar de nada durante un tiempo y creo que los dos lo sabemos. Pero la cuestión es… Estos chicos tienen que cumplir con unos plazos y, si vamos a comprometernos, debemos hacérselo saber o perderemos terreno.

Ben Kerne asintió como atontado. No se imaginaba conversando racionalmente sobre ningún tema, menos aún sobre negocios. Lo único que podía imaginar era caminar de nuevo por los pasillos del hotel de la Colina del Rey Jorge, con un hombro contra la pared y la cabeza agachada examinando el suelo. Iba por un pasillo y volvía por otro, cruzaba una puerta cortafuegos y subía las escaleras para atravesar otro pasillo. Seguía y seguía, como un espectro, hasta el infinito. De vez en cuando pensaba en el dinero que se habían gastado para reformar el hotel y se preguntaba qué propósito tenía continuar gastando más. Se preguntaba qué objeto tenía cualquier cosa en ese momento y luego intentaba dejar de pensar.

Eso fue la noche anterior. Dellen tenía pastillas, pero no quiso tomarlas.

Miró a Alan. Lo vio como a través de una niebla, como si tuviera un velo entre los ojos y el cerebro. Intuía al joven, pero carecía de la capacidad necesaria para procesar lo que veía. Así que dijo:

– Adelante. Lo entiendo. -Aunque no quería hacer lo primero y no era verdad lo segundo.

Estaban en el despacho de marketing, una antigua sala de conferencias pequeña que daba a lo que antes era la recepción. En la época en la que el hotel estaba abierto, seguramente se empleaba para reuniones de personal. En la pared todavía había colgada una pizarra vieja manchada con letras fantasmagóricas, sin duda obra de un director que llamaba a sus tropas a la acción, a juzgar por el excesivo subrayado. Debajo de esta superficie para escribir y rodeando la habitación, el revestimiento de las paredes tenía agujeros y, arriba, el papel descolorido mostraba escenas de caza. Los Kerne habían decidido dejarlo todo como estaba cuando compraron el hotel. No lo vería nadie excepto ellos, decidieron, y podían invertir el dinero más provechosamente en otra parte.

Y ése era el objetivo de la reunión con Alan. Ben atendió a lo que estaba diciéndole el joven y escuchó:

– … debemos plantearnos el coste como una inversión para obtener resultados. Además, es un gasto único, pero no se trata de un producto de un uso único, así que amortizaríamos lo que gastáramos produciéndolo. Si tenemos cuidado y evitamos una imagen que quede anticuada, nos irá bien. Ya sabes a qué me refiero: no sacar planos de coches, eludir lugares que puedan resultar anacrónicos dentro de cinco años y utilizar sitios que tengan historia, cosas de ese estilo. Mira. Esta muestra llegó el otro día. Ya se la he enseñado a Dellen, pero seguramente… Bueno, seguramente no te lo habrá mencionado, y es comprensible.

Alan se levantó de la mesa de reuniones -un mueble de pino lleno de marcas y rayones con innumerables quemaduras de cigarrillos olvidados- y se acercó al vídeo. Mientras hablaba se había puesto colorado de un modo febril y Ben especuló, no por primera vez, sobre la relación de su hija con este hombre. Creía saber la razón que escondía la decisión de Kerra de elegir a Alan y estaba bastante seguro de que se equivocaba con él en más de un sentido.

Él y Alan mantenían su reunión habitual sobre estrategias de mercado. Ben no había tenido la voluntad necesaria para cancelarla. Ahora estaba sentado en silencio, planteándose cuál de los dos era el cabrón con menos corazón: Alan por seguir adelante como si aparentemente no hubiera ocurrido nada o él por estar presente. Dellen debía acudir, ya que también trabajaba en el departamento de marketing, pero no se había levantado de la cama.

En la pantalla comenzó una película promocional. Mostraba un centro turístico en las islas Sorlingas: un hotel y un balneario de lujo con campo de golf. No atraería al mismo tipo de clientela que Adventures Unlimited, pero Alan no se lo enseñaba por eso.

Una voz en off melosa hacía los comentarios, un discurso para el centro turístico. Mientras la voz recitaba el panegírico esperado, la película que la acompañaba mostraba imágenes del hotel sobre arenas blancas, clientes del balneario disfrutando de los cuidados de masajistas ágiles y bronceados, golfistas golpeando pelotas, gente cenando en las terrazas y en habitaciones iluminadas con velas. Era el tipo de película que se mostraba a las agencias de viajes. Ellos también podían hacerlo, pero con una base de intereses mucho más amplia. Esto, por lo tanto, era lo que Alan quería: el permiso de Ben para buscar otra forma más de vender Adventures Unlimited.

– Como ya he mencionado, están entrando reservas -dijo Alan en cuanto terminó la película-, y es genial, Ben. Ese artículo que publicaron sobre ti en el Mail on Sunday y lo que estás haciendo con este lugar ha sido un vehículo de promoción sumamente útil. Pero ha llegado el momento de examinar el potencial para un mercado mayor -contó con los dedos-: familias con niños de seis a dieciséis años, colegios privados que programen cursos de madurez de una semana para sus alumnos, solteros que busquen encontrar el amor de su vida, viajeros maduros en buena forma física que no quieran pasar sus años dorados meciéndose en alguna terraza. Luego están los programas de rehabilitación, programas de excarcelación anticipada para jóvenes delincuentes, programas para jóvenes de zonas deprimidas. Ahí fuera hay un mercado enorme y quiero que le saquemos provecho.

A Alan se le había iluminado el rostro, tenía las orejas coloradas y los ojos centelleantes. «Entusiasmo y esperanza», pensó Ben. Eso o los nervios.

– Tienes grandes planes -le dijo a Alan.

– Espero que me contrataras por eso. Lo que tienes aquí, Ben… Este lugar, su ubicación, tus ideas… Invirtiendo en áreas con posibilidades de generar beneficios, estás ante la gallina de los huevos de oro. Te lo juro.

Entonces Alan pareció examinarle, igual que Ben había hecho con Alan. Sacó la cinta del vídeo, se la entregó y puso una mano en el hombro de Ben momentáneamente.

– Vuelve a verla con Dellen cuando os sintáis capaces -dijo-. No hay que tomar una decisión hoy, pero… hay que hacerlo pronto, eso sí.

Ben cerró los dedos en torno a la caja de plástico. Notó las pequeñas marcas contra su piel.

– Estás haciendo un buen trabajo. Organizar el artículo del Mail on Sunday fue una idea brillante…

– Quería que vieras lo que podía hacer -le dijo Alan-. Te agradezco que me contrataras, si no seguramente me habría visto obligado a vivir en Truro o Exeter y no me habría gustado demasiado.

– Pero son sitios mucho mayores que Casvelyn.

– Demasiado grandes para mí si Kerra no está. -Alan soltó una carcajada que sonó nerviosa-. Ella no quería que formara parte de la plantilla, ¿sabes? Dijo que no funcionaría, pero mi intención es demostrarle que se equivoca. Este lugar… -Y extendió los brazos para abarcar todo el hotel-. Este lugar me llena de ideas. Lo único que necesito es alguien que las escuche y dé su aprobación cuando llegue el momento. ¿Has pensado en todos los usos que podemos darle al hotel en temporada baja? Hay sitio para conferencias y, adaptando un poquito la película promocional…

Ben desconectó, no porque no estuviera interesado, sino por el doloroso contraste que presentaba Alan Cheston respecto a Santo. Ahí estaba el celo que Ben había esperado que tuviera su hijo: alguien que abrazara con entusiasmo lo que se habría convertido en la herencia de Santo y de su hermana. Pero el chico no veía las cosas de ese modo. Anhelaba vivir la vida en lugar de construirse una vida. En eso diferían él y su padre. Cierto que sólo tenía dieciocho años y que quizá con la madurez habrían llegado el interés y el compromiso. Pero si el pasado era el mejor indicador del futuro, ¿no era razonable pensar que Santo habría continuado involucrándose en esas cuestiones que ya habían comenzado a definirle como hombre? El encanto y la búsqueda, el encanto y el placer, el encanto y el entusiasmo por lo que el entusiasmo podía conseguirle y no por lo que podía producir.

Ben se preguntó si Alan había visto todo esto cuando le había pedido trabajo en Adventures Unlimited. Porque Alan conocía a Santo, había hablado con él, lo había visto, lo había observado. Por lo tanto, sabía que existía un vacío. Había evaluado ese vacío y había considerado que él era el hombre que debía llenarlo.

– Así que si combinamos nuestros activos y presentamos un plan al banco… -estaba diciendo Alan cuando Ben le interrumpió, después de que la palabra «nuestros» penetrara en sus pensamientos como un golpeteo brusco en la puerta de su conciencia.

– ¿Sabes dónde tenía Santo su material de escalada, Alan?

La verborrea de Alan terminó de repente. Miró a Ben con evidente confusión. ¿Era fingida, no era fingida? Ben no sabría decir.

– ¿Qué? -espetó Alan. Y cuando Ben repitió la pregunta, pareció pensar su respuesta antes de darla-. Supongo que lo tenía en su cuarto, ¿no? ¿O quizá guardado con el tuyo?

– ¿Sabes dónde está el mío?

– ¿Por qué iba a saberlo? -Alan comenzó a guardar el aparato de vídeo. Un silencio flotó entre ellos. Un coche se detuvo fuera y Alan se acercó a la ventana mientras decía-: A menos… -Pero su respuesta se perdió cuando dos puertas se cerraron con fuerza al otro lado-. La policía. Otra vez ese agente, el que ha venido antes. Esta vez le acompaña una mujer.

Ben salió de la sala de reuniones de inmediato y fue al vestíbulo mientras la puerta principal se abría y el agente McNulty entraba. Lo precedía una mujer de aspecto duro con el pelo a lo Sid Vicious teñido de un color rojo que rayaba el violeta. No era joven, pero no era vieja. Lo miró fijamente, pero no sin compasión.

– ¿El señor Kerne? -preguntó, y procedió a presentarse como la inspectora Hannaford. Estaba allí para interrogar a la familia, le dijo.

– ¿A toda la familia? -quiso saber Ben-. Mi esposa está en la cama y mi hija ha salido en bici. -Tuvo la sensación de que aquella información hacía que Kerra pareciera no tener corazón, así que añadió-: Es el estrés. Cuando siente presión, necesita una vía de escape. -Y entonces tuvo la sensación de haber dicho demasiado.

– Hablaremos con su hija más tarde. Mientras tanto, esperaremos a que despierte a su mujer. Son cuestiones preliminares. No les robaremos demasiado tiempo, por ahora.

«Por ahora» significaba que habría un después. Con la policía, por lo general, era más importante lo que se insinuaba que lo que se decía.

– ¿En qué punto de la investigación están? -preguntó.

– Éste es el primer paso, señor Kerne, aparte de las pruebas forenses. Están empezando con las huellas: su equipo, su coche, el contenido de su coche. Trabajarán a partir de ahí. Tendremos que tomarles las huellas -dijo con un gesto que abarcó el hotel y obviamente se refería a todo el mundo que estaba allí-. Pero de momento, sólo son preguntas. Así que si puede ir a buscar a su mujer…

No le quedó más remedio que hacer lo que le pedía. Si no, habría parecido que no quería colaborar, así que no importaba en qué estado se encontrara Dellen.

Ben fue por las escaleras en lugar de coger el ascensor. Quería emplear la subida para pensar. Había muchas cosas que no quería que la policía supiera, temas tanto enterrados como privados.

En su dormitorio, Ben llamó a la puerta con suavidad, pero no esperó a oír la voz de su mujer. Entró en la oscuridad y avanzó hacia la cama, donde encendió una lámpara. Dellen estaba tumbada tal como la había dejado la última vez que la había visto: boca arriba, con un brazo doblado sobre los ojos. A su lado, en la mesita de noche, había dos frascos de pastillas y un vaso de agua. El borde del vaso estaba manchado con una media luna de pintalabios rojo.

Ben se sentó en el borde de la cama, pero ella no cambió de posición, aunque sus labios se movieron convulsivamente, así que supo que no estaba dormida.

– Ha venido la policía -dijo-. Quieren hablar con nosotros. Tendrás que bajar.

Movió la cabeza levemente.

– No puedo.

– Tienes que hacerlo.

– No puedo dejar que me vean así. Ya lo sabes.

– Dellen…

Ella bajó el brazo. Entrecerró los ojos por culpa de la luz y volvió la cabeza lejos de la lámpara y de él.

– No puedo y lo sabes -repitió-. A menos que quieras que me vean así. ¿Es lo que quieres?

– ¿Cómo puedes decir eso, Dell? -Ben le puso la mano sobre el hombro. Notó la tensión que recorrió su cuerpo en respuesta.

– A menos -giró la cabeza hacia él- que quieras que me vean así. Porque los dos sabemos que me prefieres de esta manera, ¿verdad? Me quieres así. Casi podría pensar que organizaste la muerte de Santo sólo para hacerme esto. Te resulta muy útil, ¿no?

Ben se levantó bruscamente y se dio la vuelta para que no pudiera verle la cara.

– Lo siento -dijo enseguida-. Oh, Dios mío, Ben. No sé lo que me digo. ¿Por qué no me dejas? Sé que quieres hacerlo, siempre lo has querido. Llevas nuestro matrimonio como una losa. ¿Por qué?

– Por favor, Dell -dijo él. Pero no sabía qué estaba pidiéndole. Se secó la nariz con la manga de la camisa y regresó con ella-. Déjame ayudarte. No van a marcharse hasta que hablen con nosotros.

No añadió lo que también podría haberle dicho: que era probable que la policía volviera más tarde para hablar con Kerra y que también podrían hablar con Dellen entonces. No podía permitir que eso ocurriera, determinó. Necesitaba estar presente cuando hablaran con su mujer y si los investigadores volvían más tarde, siempre existía la posibilidad de que encontraran a Dellen sola.

Se acercó al armario y sacó ropa para ella. Pantalones negros, jersey negro, sandalias negras para sus pies. Eligió la ropa Interior y lo llevó todo a la cama.

– Déjame ayudarte -dijo.

Había sido el imperativo de los años que llevaban juntos. Vivía para servirla. Ella vivía para que la sirvieran.

Retiró las mantas y la sábana de su cuerpo. Debajo, Dellen estaba desnuda y olía mal, y la miró sin sentir ningún deseo. Sin las formas de la niña de quince años con quien había retozado en la hierba entre las dunas, su cuerpo expresaba el odio que su voz no podía pronunciar. Estaba llena de marcas y estirada, teñida y pintada. Era apenas real y, simultáneamente, demasiado corpórea. Era el pasado -confusión y distanciamiento- hecho carne.

Pasó el brazo por debajo de sus hombros y la levantó. Había empezado a llorar. Era un llanto silencioso, horrible de contemplar. Le ensanchaba la boca, le enrojecía la nariz, le empequeñecía los ojos.

– ¿Quieres hacerlo? Pues hazlo. No voy a retenerte. Nunca te he retenido.

– Shhh. Ponte esto -murmuró Ben, y le pasó los brazos por las tiras del sujetador. Dellen no le ayudó en nada, a pesar de sus palabras de ánimo. Se vio obligado a coger sus enormes pechos en sus manos y encajarlos en el sostén antes de abrocharlo por detrás. Así la vistió, y cuando le hubo puesto la ropa, la instó a levantarse y por fin cobró vida.

– No puedo dejar que me vean así -dijo, pero esta vez su tono era distinto. Fue al tocador y de entre el revoltijo de cosméticos y bisutería sacó un cepillo, que pasó con fuerza por su larga melena rubia para desenredarla y se la recogió en un moño aceptable. Encendió una pequeña lámpara de latón que Ben le había regalado hacía tiempo por Navidad y se inclinó sobre el espejo para examinarse la cara. Se aplicó colorete y un poco de rímel y luego rebuscó entre las barras de labios hasta que encontró la que quería y se los pintó.

– De acuerdo -dijo, y se volvió hacia él.

Vestía de negro de los pies a la cabeza, pero sus labios estaban rojos. Rojos como una rosa. Rojos como la sangre.

* * *

Mientras llevaba a cabo los preliminares de la investigación con la ayuda del agente McNulty y el sargento Collins, Bea Hannaford pronto descubrió que, sin ningún género de dudas, tenía como asistentes a los equivalentes policiales de Stan Laurel y Oliver Hardy. Se percató de ello de repente, cuando el agente McNulty le comunicó -con una expresión lacrimógena apropiada en su cara- que había informado a la familia de que la muerte de Santo seguramente era un asesinato. Aunque en sí mismo aquello no podía considerarse un trabajo policial execrable, no cabía la menor duda de que haber compartido alegremente con los Kerne los hechos sobre el equipo de escalada del chico muerto sí lo era.

Bea se había quedado mirando a McNulty, con incredulidad al principio. Luego comprendió que no era que se hubiera expresado mal, sino que realmente había revelado detalles vitales de una investigación policial a personas que podían ser sospechosas. Primero explotó, luego quiso estrangularle.

– ¿Qué hace usted exactamente todo el día, pelársela en los baños públicos? -le preguntó después en tono desagradable-. Porque, señor mío, es usted el agente de policía más penoso que he tenido ocasión de conocer. ¿Es consciente de que ya no tenemos nada que sólo sepamos nosotros y el asesino? ¿Comprende en qué situación nos deja eso?

Después le dijo que la acompañara y mantuviera la boca cerrada hasta que ella le diera permiso para hablar.

Al menos en eso el policía sí mostró tener sentido común. Desde el momento en que llegaron al hotel de la Colina del Key Jorge -una muestra ruinosa de art déco que, en opinión de Bea, había que derruir-, el agente McNulty no articuló palabra alguna. Incluso tomó notas y no levantó la cabeza ni una sola vez de su libreta mientras ella hablaba con Alan Cheston y aguardaban a que Ben Kerne regresara acompañado de su esposa.

Cheston no escatimó en detalles: tenía veinticinco años, supuestamente era el compañero de la hija de los Kerne, había crecido en Cambridge y era el único hijo de una física («mi madre», explicó con orgullo) y un bibliotecario de la universidad («mi padre», añadió otra vez innecesariamente), ambos jubilados. Había estudiado en Trinity Hall, ido a la facultad de Económicas de Londres y trabajado en el departamento de marketing de una empresa de reurbanización de Birmingham hasta que sus padres se retiraron a Casvelyn, momento en que se trasladó a Cornualles para estar cerca de ellos en sus últimos años. Era propietario de una casa adosada en Lansdown Road que estaba reformando, para adecuarla a la mujer y la familia que esperaba tener, así que mientras tanto vivía en un estudio al final de Breakwater Road.

– Bueno, no es exactamente un estudio -añadió después de ver que el agente McNulty garabateaba laboriosamente por un momento-. Es más bien una habitación en esa casa que hay al final de la calle, la mansión rosa enfrente del canal. Puedo utilizar la cocina y… bueno, la propietaria es bastante liberal en cuanto al uso del resto de la casa.

Con aquello, Bea supuso que se refería a que la propietaria tenía ideas modernas. Con aquello, Bea supuso que se refería a que él y la hija de Kerne follaban allí impunemente.

– Kerra y yo tenemos intención de casarnos -añadió, como si aquel detalle sutil pudiera calmar las aguas turbulentas de lo que había interpretado erróneamente como preocupación en el rostro de Bea por la virtud de la joven.

– Ah, qué bien. ¿Y Santo? -le preguntó-. ¿Qué clase de relación tenía usted con él?

– Era un chaval estupendo -fue la contestación de Alan-. Era difícil que no te cayera bien. No era un gran intelectual, entiéndame, pero desprendía felicidad, jovialidad. La contagiaba y, por lo que pude ver, a la gente le gustaba estar con él. A la gente en general.

«Alegría de vivir», pensó Bea. Insistió.

– ¿Y qué me dice de usted? ¿Le gustaba estar con él?

– No pasábamos demasiado tiempo juntos. Soy el novio de Kerra, así que Santo y yo… Éramos más como parientes políticos, supongo. Teníamos un trato agradable y cordial cuando hablábamos, pero nada más. No compartíamos los mismos intereses. Él era muy físico. Yo soy más… ¿cerebral?

– Lo que le convierte a usted en una persona más adecuada para llevar un negocio, supongo -señaló Bea.

– Sí, por supuesto.

– Como este negocio, por ejemplo.

El joven no era idiota. Él, a diferencia de los Stan y Oliver con los que tenía que cargar, no confundía la gimnasia con la magnesia, pasara lo que pasase.

– En realidad, Santo se sintió un poco aliviado cuando supo que yo iba a trabajar aquí -dijo-. Le quitó de encima una presión que no deseaba.

– ¿Qué clase de presión?

– Tenía que trabajar con su madre en esta área del negocio y no quería. Al menos eso es lo que me indujo a creer. Me dijo que no era la persona adecuada para esta parte de la operación.

– Pero a usted no le importa trabajar en esta área, trabajar con ella.

– En absoluto.

Cuando respondió, mantuvo los ojos bien clavados en los de Bea y todo el cuerpo inmóvil. Sólo aquello provocó que se preguntara por la naturaleza de su mentira.

– Me gustaría ver el material de escalada de Santo, si me enseña dónde puedo encontrarlo, señor Cheston -dijo la inspectora.

– Lo siento, pero lo cierto es que no sé dónde lo guardaba.

También debía preguntarse sobre aquello. Había contestado con bastante rapidez, como si esperara que le formulara la pregunta.

– Aquí llega Ben con Dellen -dijo al oír el sonido del viejo ascensor cuando Bea estaba a punto de insistir en este tema.

– Volveremos a hablar, seguramente.

– Por supuesto. Cuando usted quiera.

Alan regresó a su despacho antes de que el ascensor llegara a la planta baja y expulsara a los Kerne. Ben salió primero y alargó la mano para ayudar a su mujer. Ella emergió despacio, parecía más bien una sonámbula. «Pastillas», pensó Bea. Estaba sedada, algo esperable en la madre de un chico muerto.

Sin embargo, lo que no era esperable era su aspecto. El término cortés para describirlo sería «belleza ajada». Tendría unos cuarenta y cinco años y sufría la maldición de la mujer voluptuosa: las curvas seductoras de su juventud habían dado paso en la edad madura a la redondez y la caída de las carnes. También había sido fumadora y tal vez todavía lo fuera, porque tenía la piel muy arrugada alrededor de los ojos y agrietada en torno a los labios. No estaba gorda, pero no tenía el cuerpo tonificado de su marido. «Demasiado poco ejercicio y demasiados caprichos», concluyó Bea.

Y, sin embargo, la mujer tenía algo: pedicura en los pies, manicura en las manos, melena rubia espléndida con un brillo agradable, grandes ojos violeta con pestañas negras y gruesas y una forma de moverse que pedía ayuda. Los trovadores la habrían llamado damisela. Bea la llamó «mujer problemática» y esperó a averiguar por qué.

– Señora Kerne, gracias por atendernos. -Y luego le dijo a Ben-: ¿Podríamos hablar en algún sitio? No debería llevarnos demasiado tiempo.

La última frase era típica casuística policial. Bea tardaría lo que tuviera que tardar hasta quedarse satisfecha. Ben Kerne dijo que podían subir al primer piso del hotel. Allí se encontraba el salón de los huéspedes. Estarían cómodos.

Lo estuvieron. La habitación daba a la playa de St. Mevan y estaba amueblada con sofás nuevos y resistentes de felpa, un televisor de pantalla grande, un reproductor de DVD, un equipo de música, un billar y una cocina. Este último espacio tenía artículos para preparar té y una reluciente cafetera de acero inoxidable para cappuccinos. Las paredes exhibían pósters antiguos de escenas deportivas de las décadas de 1920 y 1930: esquiadores, excursionistas, ciclistas, nadadores y tenistas. Estaba bien pensado y era muy bonito. Habían invertido una buena suma en este espacio.

Bea se preguntó de dónde habría salido el dinero para un proyecto como aquél y no se lo pensó dos veces antes de preguntar. En lugar de una respuesta, sin embargo, Ben Kerne preguntó si los policías querían un cappuccino. Bea rechazó el ofrecimiento para ambos antes de que el agente McNulty -que había levantado la cabeza de su libreta con un entusiasmo que a la inspectora le pareció precipitado- pudiera aceptarlo. Kerne se acercó a la cafetera de todos modos, y dijo:

– Si no les importa… -Procedió a preparar un brebaje de algún tipo que colocó en las manos de su esposa. Ella lo cogió sin entusiasmo. Él le pidió que tomara un poco, parecía preocupado. Dellen dijo que no quería, pero Ben fue tenaz-. Tienes que bebértelo -le dijo.

Se miraron y parecieron enzarzarse en una batalla de voluntades. Dellen parpadeó, se llevó la taza a los labios y no la bajó hasta que apuró el contenido, dejando una inquietante mancha roja allí donde sus labios habían tocado la cerámica.

Bea les preguntó cuánto tiempo llevaban viviendo en Casvelyn y Ben contestó que habían llegado hacía dos años. Antes vivían en Truro, tenían dos tiendas de deportes en esa ciudad y las había vendido -junto con la casa familiar- para financiar parcialmente el proyecto de Adventures Unlimited. El resto del dinero procedía del banco, naturalmente. Nadie se embarcaba en una empresa como ésa sin contar con más de una fuente de financiación. Tenían previsto abrir a mediados de junio, pero ahora… No lo sabía.

Bea dejó pasar ese comentario por el momento.

– ¿Se crió en Truro, señor Kerne? ¿Usted y su mujer fueron novios desde la infancia?

Ben dudó al oír aquello, por alguna razón. Miró a Dellen como si se planteara cuál era la mejor manera de articular su respuesta. Bea se preguntó qué era lo que provocaba aquella pausa: haberse criado en Truro o haber sido novios desde la infancia.

– En Truro no -contestó por fin-. Pero en cuanto a lo de novios desde la infancia… -Volvió a mirar a su mujer y no había ninguna duda de que su expresión era de cariño-. Llevamos juntos más o menos desde que éramos adolescentes: desde los quince o los dieciséis años, ¿verdad, Dell? -No esperó a que su mujer respondiera-. Pero éramos como la mayoría de los chicos: salíamos y rompíamos, nos perdonábamos y volvíamos a estar juntos. Lo hicimos durante seis o siete años antes de casarnos, ¿verdad, Dell?

– No lo sé -dijo Dellen-. He olvidado todo eso.

Tenía la voz ronca, la voz de una fumadora. Le quedaba bien. Cualquier otra clase de voz habría resultado absolutamente atípica en ella.

– ¿En serio? -Ben se volvió hacia ella-. El drama de nuestra adolescencia parecía no acabar nunca. Como sucede cuando alguien te importa.

– ¿Qué clase de drama? -preguntó Bea mientras a su lado el agente McNulty seguía garabateando gratamente en su libreta.

– Me acostaba con otros -dijo Dellen sin rodeos.

– Dell…

– Seguramente lo averiguará, así que mejor se lo decimos nosotros -dijo Dellen-. Yo era la puta del pueblo, inspectora. -Luego le dijo a su marido-: ¿Puedes prepararme otro café, Ben? Más caliente, por favor. El anterior estaba bastante tibio.

Mientras su mujer hablaba, el rostro de Ben se volvió pétreo. Tras un segundo de duda, se levantó del sofá donde se había sentado junto a su esposa y se acercó de nuevo a la cafetera. Bea dejó que el silencio se prolongara y cuando el agente McNulty se aclaró la garganta como si fuera a hablar, le dio un golpe en el pie para que siguiera callado. Le gustaba que hubiera tensión durante un interrogatorio, en especial si uno de los sospechosos se la proporcionaba al otro sin querer.

Dellen volvió a hablar al fin, pero miró a Ben, como si lo que decía encerrara un mensaje oculto para él.

– Vivíamos en la costa, Ben y yo, pero no en un lugar como Newquay, donde al menos hay algunos entretenimientos. Éramos de un pueblo donde no había nada que hacer aparte de ir a la playa en verano y practicar sexo en invierno. Y a veces también practicar sexo en verano, si hacía mal tiempo para ir a la playa. Íbamos en pandilla, un grupo de chicos y chicas, y nos liábamos entre nosotros. Salíamos con uno un tiempo, luego con otro unos días. Hasta que nos fuimos a Truro. Ben se marchó primero y yo, chica lista, le seguí al instante. Y aquello marcó la diferencia. Las cosas cambiaron para nosotros en Truro.

Ben regresó con la bebida. También llevaba un paquete de cigarrillos que había cogido de algún sitio de la cocina. Le encendió uno y se lo dio. Se sentó a su lado, bastante cerca.

Dellen apuró el segundo café prácticamente como el primero, como si tuviera la boca de amianto. Cogió el cigarrillo, dio una calada experta e hizo lo que Bea siempre había pensado que era una doble inhalación: se tragó el humo, dejó escapar un poco y volvió a tragárselo todo. Dellen Kerne hizo que el acto pareciera único. Bea intentó examinar detenidamente a la mujer. Le temblaban las manos.

– ¿Las luces de la gran ciudad? -les preguntó a los Kerne-. ¿Fue eso lo que les llevó a Truro?

– No exactamente -dijo Dellen-. Ben tenía un tío que le acogió cuando tenía dieciocho años. Siempre estaba peleándose con su padre por mí. Papá (el de Ben, no el mío) creía que si conseguía que su hijo se fuera del pueblo también le separaría de mí. O a mí de él. No pensó que yo le seguiría. ¿Verdad, Ben?

Ben puso la mano sobre la de ella. Estaba hablando demasiado y todos lo sabían, pero sólo Ben y su mujer sabían por qué lo hacía. Bea se preguntó qué tenía que ver todo aquello con Santo mientras Ben se esforzaba por tomar el control de la conversación.

– No reinventes la historia. La verdad -y eso se lo dijo directamente a Bea- es que mi padre y yo nunca nos llevamos bien. Su sueño era vivir de la tierra y después de dieciocho años yo ya tuve suficiente. Arreglé las cosas para irme a vivir con mi tío y me marché a Truro. Dellen me siguió al cabo de… No sé… ¿Cuánto tiempo? ¿Ocho meses?

– Parecieron ocho siglos -dijo Dellen-. Mi castigo era saber apreciar algo bueno cuando lo veía, y que todavía lo sé apreciar. -Mantuvo la mirada fija en Ben Kerne mientras le decía a Bea-: Tengo un marido maravilloso cuya paciencia he puesto a prueba durante muchos años, inspectora Hannaford. ¿Puedo tomar otro café, Ben?

– ¿Estás segura de que es sensato?

– Pero más caliente, por favor. Creo que esa máquina no funciona muy bien.

Bea pensó que ése era el tema: el café y lo que el café representaba. Ella no lo había querido y él había insistido. El café como metáfora; Dellen Kerne estaba restregándoselo por la cara.

– Me gustaría ver el cuarto de su hijo, si puedo -dijo la inspectora-. En cuanto se termine el café, naturalmente.

* * *

Daidre Trahair caminaba hacia Polcare Cove por la cima del acantilado cuando le vio. Soplaba un viento fresco y acababa de pararse para volver a atarse el pelo con el pasador de concha. Había logrado recogérselo casi todo y se había puesto el resto detrás de las orejas, y ahí estaba él, tal vez a unos cien metros al sur de donde se encontraba ella. Era obvio que acababa de subir de la cala, así que lo primero que pensó fue que había empezado a caminar otra vez, reanudando su marcha, después de que la inspectora Hannaford lo liberara de toda sospecha. Concluyó que era bastante razonable: en cuanto había dicho que era de New Scotland Yard seguramente había quedado absuelto. Ojalá ella hubiera sido la mitad de lista…

Pero debía ser sincera, al menos consigo misma. Thomas Lynley no les había contado que era de New Scotland Yard. Era algo que los otros dos supusieron anoche en cuanto dijo cómo se llamaba.

Él dijo: «Thomas Lynley». Y uno de ellos, no recordaba cuál, preguntó «¿de New Scotland Yard?» de un modo que pareció decirlo todo. Thomas contestó algo para señalarles que su suposición era correcta y eso fue todo.

Ahora ya sabía por qué. Porque si se trataba del Thomas Lynley de New Scotland Yard, también era el Thomas Lynley cuya mujer había sido asesinada en plena calle delante de su casa de Belgravia. Todos los policías del país conocerían la historia. Al fin y al cabo, la policía era una hermandad, si podía llamársele así. Eso significaba, Daidre lo sabía, que todos los policías del país estaban conectados. Debía recordarlo y debía tener cuidado cuando estuviera con él, independientemente de su dolor y de la tendencia de ella a mitigarlo. «Todo el mundo siente dolor -se dijo-. La vida consiste en aprender a sobrellevarlo.»

Lynley levantó una mano para saludarla. Ella le devolvió el saludo. Caminaron el uno hacia el otro por la cima del acantilado. Aquí el sendero era estrecho e irregular, con fragmentos de piedras carboníferas que sobresalían del suelo, y en el extremo este susurraba un manto de aulagas, una intromisión amarilla que se erguía con fuerza en el viento. Detrás de las aulagas, la hierba crecía con abundancia, aunque en ella pacían libremente las ovejas.

Cuando estuvieron lo bastante cerca como para oírse, Daidre le dijo a Thomas Lynley:

– Vaya, reanudas la marcha, ¿entonces? -En cuanto habló, se percató de que no era así y añadió-: Pero no llevas la mochila, así que no te vas.

Él asintió con solemnidad.

– Serías una buena detective.

– Era una deducción muy elemental, me temo. Cualquier otra cosa se me escaparía. ¿Has salido a pasear?

– Estaba buscándote.

Como había hecho con el pelo de Daidre, el viento alborotó el de Lynley y él se lo apartó de la frente. De nuevo, la veterinaria pensó en lo mucho que se parecía al suyo. Supuso que en verano se le aclaraba bastante.

– ¿A mí? -preguntó-. ¿Cómo sabías dónde encontrarme? Aparte de llamar a la puerta de la cabaña, quiero decir. Porque supongo que esta vez sí habrás llamado. No tengo muchas ventanas más que ofrecerte.

– He llamado. Al no contestar nadie, he echado un vistazo, y he visto huellas recientes y las he seguido. Ha sido bastante fácil.

– Aquí estoy -dijo ella.

– Aquí estás.

Lynley sonrió y pareció dudar por alguna razón, algo que sorprendió a Daidre, ya que parecía el tipo de hombre que no dudaría ante nada.

– ¿Y? -dijo ella, y ladeó la cabeza. Observó que tenía una cicatriz en el labio superior que rompía su físico desconcertantemente. Tenía un rostro atractivo en un sentido clásico: rasgos fuertes bien definidos; ningún indicio de endogamia.

– He venido a invitarte a cenar -explicó Thomas-. Me temo que sólo puedo proponerte el Salthouse Inn, porque aún no tengo dinero y no puedo invitarte a comer y pedirte que pagues tú, ¿verdad? Pero en el hostal cargarán la cena en mi cuenta y como el desayuno era excelente, al menos abundante, imagino que la cena también será aceptable.

– Qué invitación tan sospechosa -dijo Daidre.

Lynley pareció pensar en ello.

– ¿Por lo de «aceptable»?

– Sí. «Te invito a una cena aceptable aunque no ostentosa.» Es una de esas peticiones corteses posvictorianas a la que sólo puede responderse con un «gracias, creo».

Él se rió.

– Lo siento. Mi madre se retorcería en su tumba si estuviera muerta, que no es el caso. Permíteme decir, entonces, que he echado un vistazo al menú de esta noche y parece… si no magnífico, al menos sí bárbaro.

Ella también se rió.

– ¿Bárbaro? ¿De dónde sale eso? Da igual, no me lo digas. Comamos en mi casa. Ya he preparado algo y hay suficiente para dos. Sólo hay que meterlo en el horno.

– Pero entonces estaré doblemente en deuda contigo.

– Que es exactamente donde quiero tenerle, milord.

El rostro de Lynley se alteró, toda diversión desapareció por culpa de su lapsus linguae. Daidre se maldijo por su falta de cautela y lo que presagiaba sobre su capacidad por ocultar otras cosas en su presencia.

– Ah, así que lo sabes -dijo Thomas.

Daidre buscó una explicación y decidió que ya existía una que le parecería razonable incluso a él.

– Cuando anoche dijiste que era de Scotland Yard, quise saber si era cierto. Así que me puse a investigar. -Apartó la vista un momento. Vio que las gaviotas argénteas estaban posándose en la pared cercana del acantilado para pasar la noche, emparejándose en los salientes y en las grietas, agitando las alas, acurrucándose para protegerse del viento-. Lo siento muchísimo, Thomas.

Después de un momento en que más gaviotas aterrizaron y otras volaron alto y graznaron, Lynley dijo:

– No tienes por qué disculparte, yo habría hecho lo mismo en tu situación. Te encuentras a un desconocido en tu casa que dice ser policía, fuera hay un muerto. ¿Qué ibas a creer?

– No me refería a eso.

Volvió a mirarle. Él tenía el viento en contra; ella a favor, y le alborotaba el pelo, que le azotaba la cara a pesar de llevar el pasador.

– ¿Entonces a qué? -preguntó él.

– Tu mujer. Siento muchísimo lo que le pasó. Qué experiencia tan desgarradora has tenido que vivir.

– Ah -dijo él-. Sí. -Desvió la mirada a las aves marinas. Daidre sabía que las vería igual que ella, emparejándose no porque el número diera seguridad, sino porque la seguridad existía al lado de otra gaviota-. Fue mucho más desgarrador para ella que para mí.

– No -comentó Daidre-. No lo creo.

– ¿No? Bueno, me atrevería a decir que hay pocas cosas más desgarradoras que morir de un disparo, sobre todo cuando la muerte no es inmediata. Yo no tuve que pasar por eso, Helen sí. Un momento estaba allí, intentando llevar las compras a la puerta de casa, y al siguiente recibía un disparo. Sería bastante desgarrador, ¿no crees?

Su voz era sombría y no la miró mientras hablaba. Lynley había malinterpretado sus palabras y Daidre trató de explicarse.

– Yo creo que la muerte es el final de esta parte de nuestra existencia, Thomas: la experiencia humana del ser espiritual. El espíritu abandona el cuerpo y luego pasa a lo que hay después. Y lo que hay después tiene que ser mejor que lo que hay aquí ¿o qué sentido tiene, en realidad?

– ¿En serio crees eso? -Su tono estaba a medio camino entre la amargura y la incredulidad-. ¿En el cielo y el infierno y tonterías de ese estilo?

– En el cielo y el infierno, no. Todo eso parece bastante estúpido, ¿verdad? Que un Dios o quien sea que haya allí arriba en su trono condene a un alma al tormento eterno y eleve a otra a cantar himnos con los ángeles. No puede ser la razón de todo esto. -Su brazo abarcó el acantilado y el mar-. Pero ¿si hay algo más allá de lo que somos capaces de comprender en es tos momentos…? Sí, eso sí lo creo. Así que tú… todavía eres el ser espiritual que padece y trata de comprender la experiencia humana mientras que ella ya sabe…

– Helen -dijo Lynley-. Se llamaba Helen.

– Helen, sí, perdona. Helen. Ahora sabe en qué consiste todo. Pero eso proporciona poca tranquilidad. A ti, quiero decir… Saber que Helen ha seguido adelante.

– No lo eligió ella -dijo Lynley.

– ¿Acaso elegimos alguna vez, Thomas?

– Suicidio. -La miró sin alterarse. Daidre sintió un escalofrío.

– El suicidio no es una elección. Es una decisión basada en la creencia de que no hay elección.

– Dios mío.

Un músculo de su mandíbula se movió. Daidre se arrepentía muchísimo de su lapsus linguae. Una simple palabra -milord- había reducido a Lynley a su herida. Estas cosas requieren tiempo, quería decirle. Era un tópico, pero encerraba una gran verdad.

– Thomas, ¿te apetece dar un paseo? -le preguntó Daidre-. Hay algo que me gustaría enseñarte. Está un poco lejos… Tal vez a kilómetro y medio costa arriba por el sendero, pero nos abrirá el apetito para la cena.

Pensó que tal vez rechazaría su propuesta, pero no. Thomas asintió y Daidre le hizo un gesto con la mano para que la siguiera. Se dirigieron hacia el lugar de donde había venido ella, bajando primero hasta otra cala, donde unas placas magníficas de pizarra emergían de la espuma invasora y avanzaban hacia la cima traicionera de un acantilado de arenisca y pizarra. El viento y las olas, y también la posición que ocupaban -uno detrás de la otra- dificultaban la conversación, así que Daidre no dijo nada, ni tampoco Thomas Lynley. Era mejor así, decidió ella. A veces, dejar que pasara el momento sin decir nada era una manera más eficaz de enfocar la curación que tocar una cicatriz tierna.

La primavera había traído flores silvestres a las zonas más protegidas por el viento y a lo largo del camino de las cañadas el amarillo de los zuzones se mezclaba con los rosas de las armerías, mientras que los jacintos silvestres todavía marcaban los lugares donde antiguamente se alzaban los bosques. Mientras ascendían, prácticamente no vieron casas en las inmediaciones de los acantilados, pero a lo lejos se levantaban algunas granjas de piedra junto a sus graneros mayores, y el ganado pacía en prados limitados por los setos de tierra de Cornualles, en cuya rica vegetación crecían los escaramujos y las cordifloras.

El pueblo más cercano se llamaba Alsperyl y era su destino. Consistía en una iglesia, una vicaría, un grupo de casitas, una escuela antigua y un pub. Era todo de piedra sin pintar y se encontraba a unos ochocientos metros al este del sendero del acantilado, detrás de un prado irregular. Sólo se veía la aguja de la iglesia. Daidre la señaló y dijo:

– Santa Morwenna, pero vamos a seguir por aquí un poco más, si puedes.

Thomas dijo que sí con la cabeza y ella se sintió estúpida por el último comentario. No era un tipo débil y el dolor no le quitaba a uno la capacidad de caminar. Ella también asintió y le guió unos doscientos metros más, donde una apertura en el brezo mecido por el viento en el lado del sendero que daba al mar desembocaba en unos escalones de piedra.

– No es una bajada muy pronunciada, pero ten cuidado -dijo Daidre-. El borde sigue siendo mortal. Y estamos a… no sé… ¿Unos cincuenta metros del agua, quizá?

Tras descender los escalones, que trazaban una curva siguiendo la forma natural de la pared del acantilado, llegaron a otro sendero pequeño, cubierto casi por completo de aulagas y uvas de gato que crecían con fuerza a pesar del viento. Unos veinte metros más adelante, el sendero terminaba bruscamente, pero no porque el acantilado se precipitara al mar como cabría esperar, sino porque en su pared había una pequeña cabaña. La fachada estaba revestida con tablones de madera y los laterales -allí donde emergían más allá de la pared del acantilado-, con bloques de arenisca. El tiempo había vuelto gris el lado de madera. Las bisagras de la puerta teñían de óxido los dos paneles llenos de rayones.

Daidre volvió la cabeza y miró a Thomas Lynley para ver su reacción: una estructura así en un lugar tan remoto. Tenía los ojos muy abiertos y una sonrisa cruzaba su boca. Su expresión parecía preguntar «¿Qué es este sitio?».

Ella respondió a su pregunta silenciosa hablando por encima del viento que los zarandeaba.

– ¿No es maravillosa, Thomas? Se llama la cabaña de Hedra. Al parecer, si hay que creer lo que dice el diario del padre Walcombe, está aquí desde finales del siglo XVIII.

– ¿La construyó él?

– ¿El padre Walcombe? No, no. No era albañil, pero sí un cronista bastante bueno. Escribía un diario de las actividades que se celebraran alrededor de Alsperyl. Lo encontré en la biblioteca de Casvelyn. Fue el pastor de Santa Morwenna durante… No sé… cuarenta años, más o menos. Intentó salvar al alma atormentada que construyó este lugar.

– Ah, que debía de ser la tal Hedra de la cabaña, ¿no?

– La misma. Parece ser que se quedó viuda cuando su marido, que pescaba en las aguas de Polcare Cove, se vio sorprendido por una tormenta y se ahogó. La dejó sola con un niño pequeño. Según el padre Walcombe, que por lo general no embellece los hechos, un día el chico desapareció; seguramente se acercó demasiado en una zona demasiado friable como para soportar su peso. En lugar de enfrentarse a las muertes del padre y del hijo con seis meses de diferencia, la pobre Hedra eligió creer que un selkie se había llevado al niño. Se dijo que había bajado hasta el agua (sabe Dios cómo lo consiguió desde esta altura) y que allí le esperaba la foca en su forma humana, que le hizo señas para que se adentrara en el mar y se uniera al resto de… -Frunció el ceño-. Maldita sea. No recuerdo cómo se llama a un grupo de focas. No puede ser manada. ¿Un rebaño? Pero eso es para las ovejas. Bueno, ahora no importa. Es lo que pasó. Hedra construyó esta cabaña para esperar a que regresara y eso hizo el resto de su vida. Una historia conmovedora, ¿verdad?

– ¿Es cierta?

– Si creemos al padre Walcombe, sí. Entremos. Hay más por ver. Refugiémonos del viento.

Las puertas superior e inferior se cerraban con unas barras de madera que se deslizaban a través de tiradores sólidos de madera y que descansaban sobre unos ganchos. Mientras empujaba la de arriba y luego la de abajo y abría las puertas, Daidre dijo mirando hacia atrás:

– Hedra sabía lo que se hacía. Se construyó un lugar bastante robusto para esperar a su hijo. Está todo cubierto de madera. En cada lado hay un banco, el techo se sostiene con unas vigas bastante decentes y el suelo es de pizarra. Es como si supiera que iba a esperar mucho tiempo, ¿verdad?

Daidre entró primero, pero entonces se detuvo en seco. A su espalda, oyó que Thomas se agachaba para pasar por debajo del dintel y unirse a ella.

– Oh, maldita sea -dijo Daidre indignada.

– Vaya, qué pena -dijo él.

Alguien había mutilado la pared que tenían justo delante hacía poco, a juzgar por las marcas recientes en los paneles de madera de la pequeña construcción. Los restos de un corazón grabado con anterioridad -sin duda acompañado por las iniciales de los amantes- describían una curva alrededor de una serie de tajos feos que ahora eran bastante profundos, como hechos en carne. No quedaba rastro de ninguna inicial.

– Bueno -dijo Daidre, intentando dar un tono filosófico al desastre-, supongo que no podemos decir que las paredes no estuvieran ya grabadas. Y al menos no han utilizado ningún espray. Pero de todos modos me pregunto, ¿por qué hará la gente algo así?

Thomas estaba observando el resto de la cabaña, con sus más de doscientos años de grabados: iniciales, fechas, otros corazones, algún que otro nombre.

– En la escuela donde estudié -dijo pensativo- hay una pared… No está lejos de la entrada, en realidad, así que es imposible que a los visitantes se les pase por alto. Los alumnos han escrito sus iniciales desde… No sé, supongo que desde la época de Enrique VI. Siempre que vuelvo, porque vuelvo de vez en cuando, es lo que se hace, busco las mías. Siguen ahí. De algún modo, me dicen que soy real, que existía entonces y que existo ahora incluso. Pero cuando miro las demás (y hay centenares, seguramente miles), no puedo evitar pensar en lo fugaz que es la vida. Aquí pasa lo mismo, ¿verdad?

– Supongo que sí. -Daidre pasó los dedos por encima de algunas de las inscripciones más antiguas: una cruz celta, el nombre Daniel, B.J.+S.R.-. Me gusta venir aquí a pensar -le dijo-. A veces me pregunto quiénes fueron estas personas que se unieron tan llenos de confianza. ¿Perduró su amor? También me pregunto eso.

Por su parte, Lynley tocó el corazón dañado.

– Nada perdura. Es nuestra maldición.