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Bea Hannaford vio muchas cosas que parecían típicas en la habitación de Santo Kerne y por primera vez se alegró de tener al agente McNulty haciendo penitencia como botones suyo. Porque las paredes del cuarto eran una sucesión de pósters de surf y, por lo que vio Bea, era muy poco lo que McNulty no sabía de surf, de la ubicación de las fotos y de los propios surfistas. Sin embargo, no podía concluir que sus conocimientos fueran relevantes. Sólo sintió alivio al comprobar, al fin y al cabo, que McNulty sí sabía algo de algo.
– La playa de Jaws -murmuró de manera confusa, mirando atemorizado una montaña líquida por la que descendía un loco del tamaño de un dedo-. Santa madre de Dios, mire a ese tipo: es Hamilton, en Maui. Está chalado, se atreve con todo. Dios mío, parece un tsunami, ¿verdad? -Emitió un silbido y sacudió la cabeza con incredulidad.
Ben Kerne estaba con ellos, pero no se atrevió a entrar en el cuarto. Su mujer se había quedado abajo, en el salón. Era obvio que Kerne no quería dejarla sola, pero se vio atrapado entre los policías y su esposa. No podía complacer a unos mientras intentaba controlar a la otra. No había tenido elección. O recorrían el hotel hasta que encontraran la habitación de Santo mientras él se ocupaba de su mujer o tendría que acompañarlos. Había escogido lo segundo, pero estaba bastante claro que su mente estaba en otra parte.
– Hasta ahora no habíamos oído nada sobre Santo y el surf -dijo Bea a Ben Kerne, que estaba en la puerta.
– Comenzó a practicarlo cuando llegamos a Casvelyn -explicó Kerne.
– ¿Su equipo de surf está aquí? La tabla, el traje, lo demás…
– El gorro -murmuró McNulty-. Guantes, escarpines, quillas de repuesto…
– Ya basta, agente -le dijo Bea con brusquedad-. El señor Kerne ya lo ha captado seguramente.
– No -dijo Ben Kerne-. Guardaba su material en otra parte.
– ¿Sí? ¿Por qué? -dijo Bea-. No es muy práctico, ¿no?
Ben miró los pósters mientras respondía.
– Supongo que no le gustaba guardarlo aquí.
– ¿Por qué? -repitió la inspectora.
– Seguramente sospechaba que yo haría algo con él.
– Ah. ¿Agente…? -A Bea le complació ver que Mick McNulty captaba la indirecta y empezaba a tomar notas una vez más-. ¿Por qué podía pensar Santo que usted haría algo con su material, señor Kerne? ¿O quería decir «a su material»?
Y pensó: «Si era el equipo de surf, ¿por qué no el equipo de escalada?».
– Porque sabía que no quería que hiciera surf.
– ¿En serio? Parece un deporte bastante inofensivo, comparado con escalar acantilados.
– Ningún deporte es totalmente inofensivo, inspectora. Pero no era por eso. -Kerne pareció buscar una forma de explicarse y para hacerlo entró en la habitación. Contempló los pósters. Su rostro era glacial.
– ¿Practica usted surf, señor Kerne? -dijo Bea.
– No preferiría que Santo no surfeara si yo sí lo hiciese, ¿no cree?
– No lo sé. ¿Lo preferiría? Sigo sin entender por qué aprobaba un deporte y el otro no.
– Por el tipo de deporte, ¿de acuerdo? -Kerne miró al agente McNulty como disculpándose-. No me gustaba que se relacionara con surfistas porque para muchos de ellos su mundo se reduce a eso y nada más. No quería que formara parte de ese estilo de vida, esperando la oportunidad de salir a surfear, definiendo sus días según los mapas de isóbaras y las tablas de mareas, conduciendo costa arriba y costa abajo para encontrar las perfectas. Y cuando no están surfeando, hablan del tema o fuman marihuana mientras se pasean con sus trajes sin dejar de hablar de surf. El mundo de estos chavales, en el que también hay chicas, lo admito, gira totalmente alrededor de las olas y viajar por el mundo para coger más olas. No quería eso para Santo. ¿Lo querría usted para su hijo o su hija?
– Pero ¿y si su mundo giraba alrededor de la escalada?
– No era así, pero al menos la escalada es un deporte en el que uno depende de los demás. No es solitario, en el sentido en que lo es el surf en general: un surfista solo trepando las olas es algo que se ve constantemente. Y yo no quería que saliera solo: quería que estuviera con gente por si le pasaba algo…
Desvió la mirada otra vez a los pósters y lo que mostraban era -incluso para un observador inexperto como Bea- un peligro tremendo personificado en una avalancha inimaginable de agua: estar expuesto a todo, desde huesos rotos a un ahogamiento seguro. La inspectora se preguntó cuántas personas morían cada año recorriendo un descenso prácticamente vertical que, a diferencia de la tierra con sus texturas conocidas, cambiaba en cuestión de segundos y atrapaba a los incautos.
– Sin embargo, Santo estaba escalando solo cuando se cayó, igual que si hubiera salido a surfear. Y, de todos modos, los surfistas no siempre salen solos, ¿verdad?
– En la ola sí están solos. El surfista y la ola, nadie más. Puede que haya más personas, pero no pintan nada.
– ¿Y en la escalada sí?
– Dependes del otro escalador y él depende de ti. Os protegéis el uno al otro. -Carraspeó bruscamente y añadió-: ¿Qué padre no querría que su hijo estuviera protegido?
– ¿Y cuando Santo no estuvo de acuerdo con su opinión sobre el surf?
– ¿Qué?
– ¿Qué pasó entre ustedes? ¿Discusiones? ¿Castigos? ¿Tiene tendencias violentas, señor Kerne?
Ben se puso frente a ella, pero al hacerlo dio la espalda a la ventana, así que la inspectora ya no pudo interpretar la expresión de su cara.
– ¿Qué coño de pregunta es ésa?
– Una que necesita respuesta. Alguien le puso un ojo morado a Santo hace poco. ¿Qué sabe sobre el tema?
Sus hombros se hundieron. Volvió a moverse, pero esta vez se alejó de la luz de la ventana y fue al otro lado de la habitación, donde un ordenador y una impresora descansaban encima de una plancha de contrachapado sobre dos caballetes que formaban una mesa primitiva. En ella había un fajo de papeles boca abajo; Ben Kerne alargó la mano para cogerlos. Bea le detuvo antes de que sus dedos establecieran contacto. Repitió su pregunta.
– No quiso decírmelo -dijo Kerne-. Vi que le habían dado un puñetazo, obviamente. Era un golpe feo. Pero no quiso explicármelo, así que no me quedó más remedio que pensar…
Sacudió la cabeza. Parecía tener información que detestaba revelar.
– Si sabe algo… Si sospecha algo… -dijo Bea.
– No. Es sólo que… Santo gustaba a las chicas y las chicas le gustaban a él. No hacía discriminaciones.
– ¿Entre qué?
– Entra las que estaban disponibles y las que no lo estaban; entre las que tenían novio y las que no. Santo era… Era el puro instinto del apareamiento hecho carne. Tal vez le pegara un padre enfadado, o un novio furioso; no quiso decírmelo. Pero le gustaban las chicas y él les gustaba a ellas. Y la verdad es que se dejaba llevar fácilmente a donde una mujer decidida quisiera llevarle. Era… Me temo que siempre fue así.
– ¿Alguien en particular?
– Su última chica se llamaba Madlyn Angarrack. Fueron… ¿Cómo se dice…? ¿Pareja? Más de un año.
– ¿También es surfista, por casualidad? -preguntó Bea.
– Magnífica, por lo que decía Santo. Una campeona nacional en ciernes. Estaba bastante prendado de ella.
– ¿Y ella de él?
– No era un sentimiento no correspondido.
– ¿Cómo se sintió usted al ver que su hijo andaba con una surfista?
Ben Kerne respondió sin apartar la vista.
– Santo siempre andaba con alguien, inspectora. Sabía que se le pasaría, fuera lo que fuese. Como le he dicho, le gustaban las chicas. No estaba dispuesto a comprometerse ni con Madlyn, ni con nadie. Pasara lo que pasase.
Bea pensó que la última frase era extraña.
– Pero ¿usted sí quería que se comprometiera?
– Quería que hiciera las cosas bien y no se metiera en ningún lío, como cualquier padre.
– ¿No era demasiado ambicioso con él, entonces? Son unas expectativas bastante ilimitadas.
Ben Kerne no dijo nada. Bea tenía la impresión de que ocultaba algo y sabía por experiencia que en las investigaciones de asesinato, cuando alguien hacía eso, en general era por propio interés.
– ¿Pegó alguna vez a Santo, señor Kerne? -le preguntó.
La mirada del hombre y la de ella no flaquearon.
– Ya he respondido a esa pregunta.
La inspectora dejó que el silencio flotara en el ambiente, pero aquello no dio ningún fruto. Se vio obligada a seguir y lo hizo centrando su atención en el ordenador de Santo. Tendrían que llevárselo, le dijo a Kerne. El agente McNulty lo desconectaría todo y guardaría los componentes en el coche. Dicho esto, fue a por el fajo de papeles que descansaba sobre la mesa y que Kerne había querido coger. Les dio la vuelta y los desplegó.
Vio que eran varios diseños que incorporaban las palabras Adventures Unlimited en cada uno de ellos. En uno, las dos palabras formaban una ola encrespada. En otro creaban un logotipo circular con el hotel de la Colina del Rey Jorge en el centro. En un tercero, se convertían en la base sobre la que unas siluetas masculinas y femeninas conseguían diversas proezas atléticas. En otro, formaban un aparato de escalada.
– Él… Dios mío.
Bea alzó la vista de los diseños y vio el rostro afligido de Kerne.
– ¿Qué sucede? -preguntó la inspectora.
– Diseñaba camisetas con el ordenador. Estaba… Es obvio que estaba trabajando en algo para el negocio. No le había pedido que lo hiciera. Oh, Dios mío, Santo.
Dijo esto último como una disculpa. Como reacción, Bea le preguntó por el equipo de escalada de su hijo. Kerne le dijo que había desaparecido todo, todos los anclajes, todas las cuñas, todas las cuerdas, todas las herramientas que necesitaría para cualquier escalada que pudiera realizar.
– ¿Lo habría necesitado todo para la escalada de ayer?
– No -le dijo Kerne-. O bien había empezado a guardarlo en otra parte sin que yo lo supiera o se lo llevó todo el día anterior, cuando salió a hacer su última escalada.
– ¿Por qué? -preguntó Bea.
– Nos dijimos cosas muy feas. Sería su forma de reaccionar. Un modo de decirme «ahora verás».
– ¿Y eso provocó su muerte? ¿Estaría demasiado nervioso para examinar detenidamente su equipo? ¿Era de los que hacen eso?
– ¿Si era impulsivo, quiere decir? ¿Lo suficiente como para escalar sin revisar el equipo? Sí -dijo Kerne-, era exactamente así.
Gracias a Dios o a quien apeteciera dar las gracias cuando había que dar las gracias, era el último radiador. No porque fuera el último de todos los radiadores del hotel, sino porque era el último que tendría que pintar hoy. Media hora para lavar los pinceles y precintar las latas de pintura -después de años de práctica trabajando para su padre, Cadan sabía que podía alargar cualquier actividad el tiempo que fuera necesario- y llegaría el momento de marcharse. Aleluya, joder. Notaba un dolor punzante en la parte baja de la espalda y su cabeza estaba reaccionando una vez más a las emisiones de la pintura. Era evidente que no estaba hecho para este tipo de tarea. Bueno, tampoco le sorprendía.
Cadan se puso en cuclillas sobre los talones y admiró su trabajo. Habían cometido una estupidez al colocar la moqueta antes de que alguien pintara los radiadores, pensó. Pero había logrado limpiar la gota más reciente frotando con diligencia y las que no había podido eliminar, imaginaba que quedarían ocultas por las cortinas. Además, era la única gota fea del día y eso significaba algo.
– Nos largamos de aquí, Poohster -declaró.
El loro se equilibró en el hombro de Cadan y contestó con un graznido seguido de «¡tornillos sueltos en la nevera! ¡Llama a la poli! ¡Llama a la poli!», una más de sus frases curiosas.
La puerta de la habitación se abrió mientras Pooh batía sus alas, preparándose para descender al suelo o bien para llevar a cabo una función corporal desagradable en el hombro de Cadan.
– Ni se te ocurra, colega -dijo el chico.
– ¿Quién eres tú, por favor? -dijo una voz de mujer contestando preocupada a su comentario-. ¿Qué haces aquí?
Quien hablaba era una mujer vestida de negro y Cadan imaginó que sería la madre de Santo Kerne, Dellen. Se levantó apresuradamente.
– Polly quiere un polvo, Polly quiere un polvo -dijo Pooh, exhibiendo, no por primera vez, el nivel de grosería que era capaz de adoptar en un momento.
– ¿Qué es eso? -preguntó Dellen Kerne, en clara referencia al pájaro.
– Un loro.
La mujer parecía enfadada.
– Ya veo que es un loro -le dijo-. No soy estúpida ni ciega. ¿Qué clase de loro y qué hace aquí y qué haces tú aquí, por cierto?
– Es un loro mexicano. -Cadan notó que se acaloraba, pero sabía que la mujer no advertiría su turbación porque su piel aceitunada no se sonrojaba cuando la sangre le subía a la cara-. Se llama Pooh.
– ¿Como Winnie the Pooh?
– Sólo que es menos sociable.
Una sonrisa parpadeó en sus labios.
– ¿Por qué no te conozco? ¿Por qué no te había visto antes?
Cadan se presentó.
– Ben…, el señor Kerne me contrató ayer. Seguramente olvidó hablarle de mí por… -Cadan vio hacia dónde iban sus palabras demasiado tarde para evitarlas. Torció la boca y quiso desaparecer, ya que aparte de pintar radiadores y soñar con qué utilidad podía darse al campo de golf había dedicado el día a evitar precisamente un encuentro como aquél: estar cara a cara con los padres de Santo Kerne en un momento en el que debía reconocer la magnitud de su pérdida con una frase de pésame adecuada-. Siento lo de Santo -dijo.
Dellen lo miró sin alterarse.
– Por supuesto que lo sientes.
Aquello podía significar cualquier cosa. Cadan cambió de posición. Todavía tenía un pincel en la mano y de repente, como un tonto, se preguntó qué debía hacer con él, o con la lata de pintura. Se los habían traído y nadie le había dicho dónde dejarlos al final de la jornada. Y a él no se le había ocurrido preguntar.
– ¿Lo conocías? -dijo Dellen Kerne con brusquedad-. ¿Conocías a Santo?
– Un poco, sí.
– ¿Y qué pensabas de él?
Aquél era terreno pantanoso. Cadan no supo qué responder.
– Le compró una tabla de surf a mi padre. -No mencionó a Madlyn, no quería mencionar a Madlyn y no quería pensar por qué no quería mencionarla.
– Entiendo, sí. Pero eso no responde mi pregunta, ¿verdad? -Dellen entró un poco más en la habitación. Por alguna razón, se acercó al armario empotrado y lo abrió. Miró dentro. Habló al interior del armario, aunque pareciera extraño-. Santo se parecía mucho a mí. Quien no lo conociera, no lo sabía. Y tú no le conocías, ¿verdad? En realidad no.
– Ya se lo he dicho, un poco. Le veía por ahí. Más cuando empezó a aprender a surfear que después.
– ¿Tú también practicas el surf?
– ¿Yo? No. Bueno, lo he practicado, claro, pero no es lo único… Tengo otros intereses, quiero decir.
Se dio la vuelta.
– ¿Ah, sí? ¿Cuáles? El deporte, supongo. Pareces estar bastante en forma. Y también las mujeres. Normalmente las mujeres son uno de los principales intereses de los chicos de tu edad. ¿Eres como los otros chicos? -Frunció el ceño-. ¿Podemos abrir esa ventana, Cadan? El olor a pintura…
Cadan quiso decirle que era su hotel, así que podía hacer lo que quisiera, pero dejó con cuidado el pincel, fue a la ventana y forcejeó para abrirla, lo cual no fue fácil. Había que arreglarla o engrasarla o algo, lo que se hiciera para rejuvenecer una ventana.
– Gracias -dijo Dellen-. Ahora voy a fumarme un cigarrillo. ¿Tú fumas? ¿No? Qué sorpresa. Tienes pinta de fumador.
Cadan sabía que debía preguntar qué pinta tenía un fumador; si la mujer hubiera tenido entre veinte y treinta años lo abría hecho. Su actitud habría sido que las preguntas de este tipo, de una naturaleza potencialmente metafórica, podían generar respuestas interesantes, lo que a su vez podía generar acontecimientos interesantes. Pero en este caso, mantuvo la boca cerrada y Dellen dijo:
– Espero que no te importe que fume.
Él dijo que no con la cabeza. Esperaba que ella no contara con que le encendiera el cigarrillo -parecía la clase de mujer a quien los hombres colmaban de atenciones-, ya que no llevaba ni cerillas ni mechero. Pero no se había equivocado con él. Era fumador, pero lo había dejado hacía poco, diciéndose como un tonto que la raíz de sus problemas era el tabaco y no el alcohol.
Cadan vio que Dellen llevaba un paquete de cigarrillos y también cerillas dentro de la cajetilla. Se encendió uno, dio una calada y sacó el humo por la nariz.
– ¿Qué coño se quema? -comentó Pooh.
Cadan hizo una mueca.
– Lo siento. Se lo ha oído a mi hermana un millón de veces. La imita. Imita a todo el mundo. Ella odia el tabaco. Lo siento. -No quería que pensara que estaba criticándola.
– Estás nervioso -dijo Dellen-. Es por mí. Y no te preocupes por el pájaro. Al fin y al cabo, no sabe lo que dice.
– Sí. Bueno, a veces juraría que sí.
– ¿Como lo que ha dicho del polvo?
Cadan parpadeó.
– ¿Qué?
– «Polly quiere un polvo» -le recordó ella-. Es lo primero que ha dicho cuando he entrado. No es cierto, en realidad, que quiera un polvo. Pero siento curiosidad sobre por qué lo ha dicho. Supongo que utilizas al pájaro para ligar. ¿Por eso lo has traído?
– Viene conmigo casi siempre.
– No puede ser muy práctico.
– Nos las arreglamos.
– ¿Sí?
Dellen observó al pájaro, pero Cadan tenía la sensación de que en realidad no veía a Pooh. No sabría decir qué veía, pero su siguiente frase le dio una ligera idea.
– Santo y yo estábamos bastante unidos. ¿Tú y tu madre estáis unidos, Cadan?
– No.
No añadió que era imposible estar unido a Wenna Rice Angarrack McCloud Jackson Smythe la Saltadora. Nunca se había quedado en un sitio el tiempo suficiente como para que estar unido a alguien fuera una de las cartas de la baraja con la que jugaba.
– Santo y yo estábamos bastante unidos -repitió Dellen-. Éramos muy parecidos. Sensualistas. ¿Sabes lo que es? -No le dio oportunidad de responder, aunque de todos modos tampoco habría sabido darle una definición-. Vivimos para los sentidos: para lo que podemos ver y oír y oler, para lo que podemos saborear, para lo que podemos tocar y para lo que puede tocarnos. Experimentamos la vida en toda su riqueza, sin culpa y sin miedo. Así era Santo. Así le enseñé a ser.
– Muy bien.
Cadan pensó en cuánto deseaba salir de aquella habitación, pero no estaba seguro de cómo marcharse sin que pareciera que estaba huyendo. Se dijo que no existía ninguna razón real para dar media vuelta y desaparecer por la puerta, pero tenía el presentimiento, un instinto casi animal, de que el peligro acechaba.
– ¿Cómo eres tú, Cadan? -le dijo Dellen-. ¿Puedo tocar al pájaro o me morderá?
– Le gusta que le rasquen la cabeza -contestó él-, donde tendría las orejas si los pájaros tuvieran de eso. Orejas como las nuestras, quiero decir, porque sí oyen, obviamente.
– ¿Así? -Entonces se acercó a Cadan. Él olió su perfume. Almizcle, pensó. La mujer utilizó la uña del dedo índice pintada de rojo. Pooh aceptó sus atenciones, como hacía normalmente. Ronroneó como un gato, otro sonido más que había aprendido de un dueño anterior. Dellen sonrió al pájaro-. No me has contestado. ¿Cómo eres tú? ¿Sensualista? ¿Emocional? ¿Intelectual?
– Ni de coña -contestó él-. Intelectual, quiero decir. No soy intelectual.
– Ah. ¿Eres emocional? ¿Un puñado de sentimientos? ¿Sensible? Interiormente, me refiero. -Cadan negó con la caliza-. Entonces eres sensualista, como yo. Como Santo. Ya me lo había parecido. Tienes ese aire. Imagino que tu novia lo agradecerá, si tienes. ¿Tienes novia?
– Ahora no.
– Qué lástima. Eres bastante atractivo, Cadan. ¿Qué haces para conseguir sexo?
Cadan sintió más que nunca la necesidad de escapar; sin embargo, Dellen no estaba haciendo nada más que acariciar al pájaro y hablar con él. Aun así, algo no le funcionaba bien a aquella mujer.
Entonces, de repente, cayó en la cuenta de que su hijo había muerto. No sólo había muerto, sino que lo habían asesinado. Ya no estaba, se lo habían cargado, lo habían mandado al otro barrio, lo que fuera. Cuando un hijo moría -o una hija o un marido-, ¿no se suponía que la madre tenía que rasgarse la ropa? ¿Tirarse del pelo? ¿Llorar a mares?
– Porque algo harás para conseguir sexo, Cadan -dijo-. Un joven viril como tú… No pretenderás que crea que vives como un cura célibe.
– Espero al verano -contestó al fin.
El dedo de la mujer dudó a menos de dos centímetros de la cabeza verde de Pooh. El pájaro se movió a un lado para volver a ponerse en su radio de acción.
– ¿Al verano? -dijo Dellen.
– El pueblo está lleno de chicas entonces; vienen de vacaciones.
– Ah, entonces prefieres las relaciones cortas. El sexo sin ataduras.
– Bueno -dijo él-. Sí. A mí me funciona.
– Imagino. Hoy por ti, mañana por mí y todo el mundo contento. Sin preguntas. Sé exactamente a qué te refieres. Aunque supongo que te sorprenderá. Una mujer de mi edad, casada y con hijos, que sepa a qué te refieres.
Cadan le ofreció una media sonrisa. No era sincera, sólo un modo de reconocer lo que estaba diciendo sin reconocer lo que estaba diciendo. Miró hacia la puerta.
– Bueno -dijo, e intentó que su tono fuera firme, una forma de decir: «Esto es todo, pues. Encantado de hablar con usted».
– ¿Por qué no nos habíamos conocido antes? -dijo Dellen.
– Acabo de empezar…
– No, eso ya lo entiendo. Pero no comprendo porque no nos habíamos visto antes. Tienes la edad de Santo más o menos…
– En realidad tengo cuatro años más. Tiene la…
– … y te pareces mucho a él también. Así que no entiendo por qué nunca viniste por aquí con él.
– … edad de mi hermana Madlyn. Seguramente conocerá a Madlyn, mi hermana. Ella y Santo eran… Bueno, cómo quiera llamarlo.
– ¿Qué? -preguntó Dellen perpleja-. ¿Cómo has dicho que se llama?
– Madlyn. Madlyn Angarrack. Ellos, ella y Santo, llevaban juntos unos… No sé… ¿Año y medio? ¿Dos años? Lo que sea. Es mi hermana. Madlyn es mi hermana.
Dellen se quedó mirándolo fijamente. Luego miró más allá, pero no parecía observar nada en concreto.
– Qué cosa tan extraña -dijo con una voz totalmente distinta-. ¿Madlyn dices que se llama?
– Sí. Madlyn Angarrack.
– Y ella y Santo eran… ¿Qué, exactamente?
– Novios, pareja, amantes, lo que sea.
– Es una broma.
Cadan negó con la cabeza, confuso, preguntándose por qué iba a pensar que estaba bromeando.
– Se conocieron cuando fue a comprarle una tabla a mi padre. Madlyn le enseñó a surfear. A Santo, me refiero, no a mi padre, claro. Así se conocieron. Y luego… Bueno, supongo que podría decirse que empezaron a quedar y después a salir.
– ¿Y dices que se llama Madlyn? -preguntó Dellen.
– Sí. Madlyn.
– Salieron un año y medio.
– Un año y medio más o menos, sí. Eso es.
– Entonces, ¿por qué no la conocí nunca? -dijo la mujer.
Cuando la inspectora Bea Hannaford regresó a la comisaría de policía con el agente McNulty a la zaga, descubrió que Ray había logrado satisfacer sus deseos de tener un centro de operaciones en Casvelyn y que el sargento Collins había equipado la sala con un nivel de pericia que le sorprendió. De algún modo, había conseguido ordenar la sala de reuniones del piso superior y dejarla preparada. Había tablones con fotos de Santo Kerne vivo y muerto donde podían anotar perfectamente la lista de actividades y también mesas, teléfonos, ordenadores con la base de datos de la policía, impresoras, un archivador y material. Lo único que no tenía el centro de operaciones era, por desgracia, el elemento más vital en cualquier investigación: los agentes del equipo de investigación criminal.
La ausencia de una brigada de homicidios iba a dejar a Bea en la situación nada envidiable de tener que llevar a cabo la investigación sólo con McNulty y Collins hasta que se presentara alguien. Como la brigada tendría que haber llegado junto al contenido del centro de operaciones, Bea etiquetó la situación de inaceptable. También le fastidiaba porque sabía muy bien que su ex marido podía mandar una brigada de homicidios del quinto pino a Londres en menos de tres horas si le presionaban.
– Maldita sea -murmuró. Le dijo a McNulty que pasara sus notas al ordenador y fue a la mesa del rincón, donde pronto descubrió que tener teléfono no significaba necesariamente disponer de línea telefónica. Miró al sargento Collins de manera significativa.
– La compañía dice que tardarán tres horas -informó el hombre disculpándose-. Aquí no hay conexión, o sea que mandarán a alguien de Bodmin para instalarla. Hasta entonces tendremos que utilizar los móviles o los teléfonos de abajo.
– ¿Saben que se trata de una investigación de asesinato?
– Lo saben -contestó, pero su tono de voz sugería que, con un asesinato de por medio o no, a la compañía le daba bastante igual.
– Joder -dijo Bea, y sacó su móvil. Fue a la mesa del rincón y marcó el número del trabajo de Ray-. Alguien la ha cagado -fue lo que le dijo cuando por fin le pasaron con él.
– Hola Beatrice -dijo él-. De nada por el centro de operaciones. ¿Voy a quedarme con Pete esta noche también?
– No te llamo por Pete. ¿Dónde están los tíos del equipo de investigación criminal?
– Ah, eso. Bueno, tenemos un problemilla. -Procedió a desinflar el globo-: No es posible, cariño. No hay ningún agente disponible en estos momentos para mandar a Casvelyn. Puedes llamar a Dorset o a Somerset e intentar conseguir a alguno de los suyos, naturalmente, o hacerlo yo por ti. Mientras tanto, lo que sí puedo hacer es enviarte a un equipo de relevo.
– Un equipo de relevo -dijo ella-. ¿Enviarme un equipo de relevo, Ray? Es una investigación de asesinato. De asesinato. Un delito grave que requiere un equipo de investigación de delitos graves.
– Pides peras al olmo -replicó él-. No puedo hacer mucho más. Intenté sugerirte que mantuvieras el centro de operaciones en…
– ¿Me estás castigando?
– No seas ridícula. Eres tú quien…
– No te atrevas a entrar ahí. Esto es un tema profesional.
– Creo que Pete se quedará conmigo hasta que consigas resultados -dijo Ray con suavidad-. Vas a estar bastante ocupada. No quiero que se quede solo, no es buena idea.
– Tú no quieres que se quede contigo… Tú no…
Bea se quedó muda, una reacción tan extraña ante Ray que hizo que aún se quedara más muda. Sólo podía poner fin a la conversación. Tendría que haberlo hecho con dignidad, pero lo único que consiguió fue apagar el móvil y lanzarlo a la mesa.
Cuando el aparato sonó un momento después, pensó que su ex marido llamaba para disculparse o, más probablemente, para sermonearla sobre el procedimiento policial, su tendencia a las decisiones cortas de miras y el hecho de que siempre cruzara los límites de lo permitido mientras esperaba a que alguien le allanara el camino. Cogió el móvil y dijo:
– ¿Qué? ¡¿Qué?!
Sin embargo, era el laboratorio forense. Alguien llamado Duke Clarence Washoe -qué nombre tan raro… ¿En qué estarían pensando sus padres, por el amor de Dios?- telefoneaba para transmitir el informe sobre las huellas dactilares.
– Tenemos los resultados, reina -fue su forma de comunicarle la noticia.
– Jefa -dijo ella-. O inspectora Hannaford. Ni señora, ni doña, ni reina, ni nada que sugiera que usted y yo estamos emparentados o tenemos familiares de la realeza, ¿entendido?
– Oh, entendido, lo siento. -Una pausa. Pareció necesitar un momento para ajustar su enfoque-. Tenemos huellas del fiambre por todo el coche…
– Víctima -dijo Bea, y pensó con hastío en lo mucho que había afectado la televisión americana a las comunicaciones normales-. Nada de fiambre: víctima. O Santo Kerne, si lo prefiere. Mostremos un poco de respecto, señor Washoe.
– Duke Clarence -dijo el hombre-. Puede llamarme Duke Clarence.
– Será un placer supremo -contestó ella-. Siga.
– También hay once grupos de huellas distintas en el exterior del coche. Dentro, siete. Del fiam… del chico muerto y de otras seis personas que también dejaron huellas en la puerta del copiloto, el salpicadero, las manijas de las ventanillas y la guantera. También hay huellas en las cajas de CD, del chico y de tres personas más.
– ¿Qué hay del equipo de escalada?
– Las únicas huellas aceptables están en la cinta que se utilizó para marcarlo, pero son de Santo Kerne.
– Maldita sea -dijo Bea.
– Pero hay un grupo muy claro en el maletero del coche. Recientes, diría. Aunque no sé de qué le servirán.
«De nada -pensó Bea-. Cualquier persona del pueblo que hubiera cruzado la maldita calle podría haber tocado el maldito coche al pasar.» Mandaría a los forenses las huellas que habían tomado a toda la gente relacionada ni que fuera remotamente con Santo Kerne, pero la verdad era que identificar a quién pertenecían los dedos que habían dejado las huellas en el coche del chico seguramente no iba a llevarles a ninguna parte. Era una decepción.
– Infórmeme de todo lo que surja -le dijo a Duke Clarence Washoe-. Tiene que haber algo en el coche que podamos utilizar.
– Respecto a eso, tenemos algunos cabellos en el equipo de escalada. Tal vez podamos sacar algo.
– ¿Con tejido? -preguntó esperanzada.
– Pues sí.
– Guárdelo bien, entonces. Siga trabajando, señor Washoe.
– Puede llamarme Duke Clarence -le recordó.
– Ah, sí -dijo ella-. Lo había olvidado.
Colgaron. Bea se sentó a la mesa. Observó al agente McNulty, que estaba al otro lado de la sala intentando pasar a limpio sus notas, y vio que en realidad el hombre no sabía escribir con ordenador. Buscaba cada letra para teclearla con los índices, haciendo pausas prodigiosas entre pulsación y pulsación. Sabía que si le miraba durante más de treinta segundos pegaría un grito, así que se levantó y se dispuso a salir de la sala.
El sargento Collins se encontró con ella en la puerta.
– Teléfono, abajo -dijo.
– Gracias a Dios -dijo con fervor-. ¿Dónde están?
– ¿Quién?
– Los de la compañía telefónica.
– ¿La compañía telefónica? Aún no han llegado.
– ¿Entonces, qué…?
– El teléfono. Tiene una llamada abajo. Es un agente de…
– De Middlemore -acabó ella-. Será mi ex marido, el subdirector Hannaford. Entreténgalo, necesito tiempo. -Ray, decidió, lo había intentado en el móvil y ahora trataba de localizarla en el fijo. A estas alturas ya echaría fuego por los ojos. No le apetecía mucho comprobarlo-. Dile que acabo de salir a encargarme de un tema. Que me llame mañana, o a casa más tarde. -Era lo máximo que le concedería.
– No es el subdirector Hannaford -dijo Collins.
– Ha dicho un agente…
– Alguien que se llama sir David…
– ¿Qué le pasa a esa gente? -preguntó Bea-. Acabo de hablar por teléfono con un tal Duke Clarence de Chepstow y ¿ahora un sir David?
– Hillier, se llama -dijo Collins-. Sir David Hillier, subdirector de la Met.
– ¿Scotland Yard? -preguntó Bea-. Perfecto, justo lo que necesito.
Cuando llegó la hora de tomar su trago habitual en el Salthouse Inn, Selevan Penrule necesitaba uno. Y según su forma de ver las cosas, también se lo merecía. Algo fuerte de los Dieciséis hombres de Tain. O los que fueran.
Tener que enfrentarse a la testarudez de su nieta y a la histeria de la madre de ésta en un mismo día sería demasiado para cualquiera. No le extrañaba que David se hubiera llevado a toda la familia a Rhodesia o como se llamara ahora. Seguramente pensó que una buena dosis de calor, cólera, tuberculosis, serpientes y moscas tsé-tsé -o lo que fuera que tuvieran en ese clima espantoso- las metería a las dos en cintura. Pero no lo había logrado, a juzgar por el comportamiento de Tammy y la voz de Sally Joy por teléfono.
– ¿Está comiendo bien? -le había preguntado Sally Joy desde las entrañas de África, donde una conexión telefónica estable era, al parecer, algo similar a la transformación espontánea del gato atigrado en león de dos cabezas-. ¿Sigue rezando, padre Penrule?
– Está…
– ¿Ha subido de peso? ¿Cuánto tiempo pasa de rodillas? ¿Qué hay de la Biblia? ¿Tiene una Biblia?
«Jesusito de mi corazón», pensó Selevan. Sally Joy le mareaba, maldita sea.
– Ya te dije que vigilaría a la chica. Es lo que estoy haciendo. ¿Algo más?
– Oh, soy una pesada. Soy una pesada, ya lo sé. Pero no entiendes lo que es tener una hija.
– Yo también tengo una, ¿no? Y cuatro hijos, por si te interesa.
– Ya lo sé, ya lo sé. Pero en el caso de Tammy…
– O me la dejas a mí o te la mando de vuelta, mujer.
Aquello funcionó. Lo último que querían Sally Joy y David era que su hija regresara a África, que estuviera expuesta a sus penurias y creyera que podía hacer algo para remediarlas sin la ayuda de nadie.
– De acuerdo. Ya lo sé: haces lo que puedes.
«Y mejor que tú», pensó Selevan. Pero eso fue antes de sorprender a Tammy de rodillas. Se había construido lo que él denominaba un banco de oraciones -ella lo describió como un reclinoséqué, pero a Selevan no le iban las palabras extravagantes- en su minúscula zona para dormir en la caravana y al principio pensó que quería colgar la ropa del respaldo, como hacían los hombres con sus trajes en los hoteles elegantes. Pero poco después del desayuno, cuando fue a buscarla para llevarla en coche al trabajo, la encontró arrodillada con un libro abierto en la repisa estrecha y leyendo muy concentrada. Aquello lo descubrió demasiado tarde, porque lo primero que supuso era que la chica estaba pasando el maldito rosario otra vez, a pesar de que ya le había requisado dos. Se acercó a ella y la levantó por los hombros:
– No toleraré estas tonterías -le dijo, y luego vio que sólo estaba leyendo.
Ni siquiera era la Biblia, pero tampoco era mucho mejor. Estaba enfrascada en los escritos de algún santo.
– Santa Teresa de Jesús -reveló la chica-. Yayo, sólo es filosofía.
– Si son los garabatos de alguna santa son chorradas religiosas -le dijo mientras le arrebataba el libro-. Te estás llenando la cabeza de basura, eso es lo que haces.
– No es justo -dijo ella, y se le humedecieron los ojos.
Después condujeron hasta Casvelyn en silencio, con Tammy dándole la espalda, así que lo único que Selevan pudo ver fue la curva de su barbilla testaruda y su melena sin lustre. Se sorbió la nariz y él comprendió que estaba llorando y se sintió… No sabía cómo se sentía y maldijo con todas sus fuerzas a sus padres por habérsela mandado, porque él intentaba ayudar a la chica, hacer que recuperara el poco sentido común que le quedaba, conseguir que viera que debía vivir la vida y no malgastarla entregándose a lecturas sobre las actividades de santos y pecadores.
Así que estaba irritado con ella. Con la obstinación podía lidiar; podía gritar y ser duro, pero las lágrimas…
– Son bolleras, chica, todas ésas, ya sabes. Lo entiendes, ¿no?
– No seas estúpido -dijo en voz baja, y lloró un poco más fuerte.
Le recordó a Nan, su hija. A un trayecto en coche con Nan sentada en la misma postura, dándole la espalda.
«Sólo es ir a Exeter -le había dicho-. Sólo es una discoteca, papá.»
«No toleraré ninguna de estas tonterías mientras vivas bajo mi techo. Así que sécate la cara o probarás la palma de mi mano y no será para secártela.»
¿Tan severo había sido con la chica cuando lo único que quería ella era salir de discotecas con sus amigos? Sí, lo había sido. Porque la cosa empezaba yendo a discotecas con los amigos y acababa en desgracia.
Todo aquello parecía muy inocente ahora. ¿En qué estaría pensando cuando negó a Nan unas horas de placer porque él no las había disfrutado cuando tenía su edad?
El día transcurrió despacio y las nubes cubrieron el cielo interior de Selevan. Estaba más que listo para ir al Salthouse Inn cuando llegó la hora de abrazar a los Dieciséis hombres de Tain. También estaba listo para hablar y la conversación se la proporcionaría su compañero habitual de copas, que ya le esperaba en un rincón al lado de la chimenea cuando entró en el bar del Salthouse Inn a última hora de la tarde.
Era Jago Reeth, y estaba sentado con su habitual pinta de Guinness entre las manos, los tobillos alrededor de las patas de su taburete y la espalda arqueada de manera que las gafas -reparadas en la varilla con un alambre- le habían resbalado hasta la punta de su nariz huesuda. Llevaba su uniforme habitual de vaqueros y sudadera manchado y sus botas estaban, como siempre, grises por el polvo del poliestireno lijado del taller de tablas de surf donde trabajaba. Hacía tiempo que había pasado la edad de jubilarse, pero cuando le preguntaban le gustaba decir: «Los viejos surfistas nunca mueren ni se consumen; simplemente buscan un trabajo normal cuando terminan sus días entre las olas». Los de Jago concluyeron por culpa del parkinson y Selevan siempre sentía compasión por su contemporáneo cuando veía que le temblaban las manos. Pero Jago siempre atajaba cualquier muestra de preocupación: «Ya he vivido lo mío. Es momento de dar paso a los jóvenes».
Por lo tanto, era el confesor perfecto para la situación en que se encontraba Selevan ahora mismo, y en cuanto tuvo su Glenmorangie en la mano le contó a su amigo el altercado que había tenido por la mañana con Tammy en respuesta a la pregunta de Jago.
– ¿Cómo andas? -le dijo mientras se llevaba la jarra a la boca. Utilizó las dos manos, observó Selevan.
– Se está volviendo bollera -le dijo Selevan al término de su relato.
Jago se encogió de hombros.
– Bueno, los chavales tienen que hacer lo que quieran hacer, amigo. Si no, te metes en un lío. No veo qué sentido tiene hacer eso, ¿sabes?
– Pero sus padres…
– ¿Qué saben los padres? ¿Qué sabías tú, por cierto? Y tú tuviste, ¿cuántos? ¿Cinco? ¿Sabías distinguir la gimnasia de la magnesia cuando tratabas con ellos?
No sabía distinguir nada de nada. Selevan tenía que reconocerlo, incluso cuando trataba con su mujer. Estaba demasiado ocupado cabreándose por tener que encargarse de la maldita lechería en lugar de hacer lo que quería hacer: alistarse en la Marina, ver mundo y largarse bien lejos de Cornualles. Había sido un desastre como padre y como marido y su papel de lechero no se le había dado mucho mejor.
– Para ti es fácil decirlo, amigo -comentó, pero no en tono desagradable. Jago no tenía hijos, nunca se había casado y había pasado su juventud y su madurez siguiendo olas.
Jago sonrió, mostrándole unos dientes que habían vivido mucho uso y pocos cuidados.
– Tienes toda la razón -admitió él-. Debería cerrar el pico.
– Y, de todos modos, ¿cómo iba a entender un inútil como yo a una chica? -preguntó Selevan.
– Sólo hay que evitar que les hagan un bombo demasiado pronto, en mi opinión.
Jago apuró el resto de su Guinness y se apartó de la mesa. Era alto y tardó un momento en desenredar sus largas piernas del taburete. Mientras iba a la barra a pedir otra cerveza, Selevan pensó en lo que había dicho su amigo.
Era un buen consejo, salvo que no se aplicaba a Tammy. Que le hicieran un bombo no figuraba entre sus intereses. De momento, lo que colgaba entre las piernas de los hombres no le seducía lo más mínimo. Si alguna vez la chica llegaba embarazada sería motivo de celebración, no se formaría el alboroto general que normalmente cabría suponer entre padres y parientes furiosos.
– No ha traído a ninguna bollera a casa -dijo cuando Jago volvió.
– Entonces, ¿por qué no se lo has preguntado?
– ¿Y cómo demonios se supone que tengo que plantearlo?
– ¿Te gustan más los felpudos que las pollas, cielo? ¿Por qué? -propuso Jago, y luego sonrió-. Mira, colega, tienes que mantener las puertas abiertas entre vosotros fingiendo que no ves lo que tienes delante. Los chavales no son como en nuestra época. Empiezan pronto y no saben lo que se hacen, ¿verdad? Los mayores están ahí para orientarles, no para dirigirles.
– Es lo que intento hacer -dijo Selevan.
– La cuestión es cómo lo intentas, tío.
Selevan no podía discutírselo. Ya había metido la pata con sus propios hijos y ahora estaba haciendo lo mismo con Tammy. Por el contrario, tenía que reconocerlo, Jago Reeth sí sabía tratar a los jóvenes. Había visto a los dos chicos Angarrack ir y venir de la caravana que Jago tenía alquilada en el Sea Dreams y cuando el chaval muerto, Santo Kerne, había ido a pedirle permiso a Selevan para acceder a la playa a través de su propiedad, acabó pasando más tiempo con el viejo surfista que en el agua cuando le dio su autorización: enceraban juntos la tabla de Santo, la examinaban en busca de abolladuras e imperfecciones, arreglaban las quillas, se sentaban en las sillas de playa en el trozo de césped descuidado que había junto a la caravana y hablaban. ¿Sobre qué?, se preguntaba Selevan. ¿Cómo se hablaba con alguien de otra generación?
Jago contestó como si hubiera formulado las preguntas en voz alta:
– Se trata más de escuchar que de otra cosa, de no soltar discursos cuando lo único que te mueres por hacer es soltar un discurso o dar un sermón. Maldita sea, qué ganas me entran de darles un sermón. Pero espero a que por fin me digan «bueno, ¿y tú qué opinas?», y ahí llega la oportunidad. Así de sencillo. -Guiñó un ojo-. Pero no es fácil, ya sabes. Un cuarto de hora con ellos y lo último que quieres es recuperar la juventud. Traumas y lágrimas.
– Lo dices por la chica -dijo Selevan sabiamente.
– Oh, sí, lo digo por la chica. Se llevó un buen golpe. No me pidió consejo antes ni después, pero… -Entonces bebió un trago largo de cerveza negra y se la pasó por la boca, lo cual seguramente era, pensó Selevan, su única concesión a la higiene bucal-, acabé rompiendo mi propia regla.
– ¿Le soltaste un sermón?
– Le dije lo que haría yo en su lugar.
– ¿Qué?
– Matar a ese cabrón. -Jago lo dijo con tranquilidad, como si Santo Kerne no estuviera muerto como un pavo el día de Navidad. Selevan levantó las dos cejas al oír aquello. Jago prosiguió-: No era posible, naturalmente, porque le dije que lo hiciera como algo simbólico. Mata el pasado, dile adiós; prende una hoguera y echa todo lo que tenga que ver con vosotros dos: agendas, diarios, cartas, felicitaciones, fotos, tarjetas de San Valentín, ositos de peluche, condones usados de su primer polvo si en el momento se había puesto sentimental… Todo. Deshazte de todo y pasa página.
– Fácil de decir -señaló Selevan.
– Cierto. Pero cuando para una chica es el primero y han llegado hasta el final, si las cosas van mal es la única manera. Borrón y cuenta nueva, es lo que pienso yo. Que es lo que por fin empezaba a hacer cuando… Bueno… cuando pasó.
– Qué mala suerte.
Jago asintió.
– Lo empeora todo para ella. ¿Cómo se supone ahora que va a ver a Santo Kerne de una manera real? No. Su trabajo para superarlo ha quedado interrumpido. Ojalá no hubiera sucedido todo esto. No era mal chaval, pero tenía sus cosas y ella no lo vio hasta que fue demasiado tarde, maldita sea. Entonces el tren ya había salido de la estación y lo único que podía hacer era apartarse.
– El amor es una putada -dijo Selevan.
– Es matador -coincidió Jago.