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Lynley hojeó el libro de Gertrude Jekyll, las fotos y dibujos de jardines con los colores abundantes de la primavera inglesa. Las gamas eran suaves y relajantes y al mirarlas casi pudo sentir cómo sería sentarse en uno de los bancos de madera curada y dejarse llevar por el manto de pétalos de tonos pastel. Así debían ser los jardines, pensó. No los parterres formales de los isabelinos, plantados cuidadosamente con arbustos aburridos y escasa vegetación, sino la imitación exuberante de lo que tendría lugar en una naturaleza en la que hubieran desaparecido las malas hierbas pero donde se permitiera que florecieran otras plantas: bancos de color retozando descontroladamente en céspedes y arriates que desembocaban en senderos serpenteantes, como ocurriría en la naturaleza. Sí, Gertrude Jekyll sabía lo que se hacía.
– Son preciosos, ¿verdad?
Lynley alzó la vista. Daidre Trahair estaba delante de él, ofreciéndole una copa tallada. Mirándola, la veterinaria se disculpó con una mueca y dijo:
– Sólo tengo jerez de aperitivo. Creo que está aquí desde que compré la casa, hará ya… ¿cuatro años? -Sonrió-. No bebo mucho, así que en realidad no sé… ¿El jerez se pasa? No sé decirte si es seco o dulce, para serte sincera. Pero creo que es dulce. En la botella ponía «crema».
– Pues será dulce. Gracias. -Cogió la copa-. ¿Tú no bebes?
– Tengo una copita en la cocina.
– ¿No vas a permitirme que te ayude? -Señaló con la cabeza hacia el lugar donde había escuchado ruidos domésticos-. No se me da muy bien. Soy espantoso, sinceramente, pero estoy seguro de que podré cortar algo si hay que cortar algo. Y medir también. Puedo decirte sin ruborizarme que soy un genio midiendo tazas y cucharadas.
– Es un consuelo -contestó ella-. ¿Eres capaz de preparar una ensalada si todos los ingredientes están colocados sobre la encimera y no tienes que tomar decisiones importantes?
– Mientras no tenga que aliñarla… No querrás que maneje lo que sea que se usa para aliñar una ensalada.
– No puedes ser tan negado -le dijo ella con una carcajada-. Seguro que tu mujer… -Calló. Su expresión se alteró, seguramente porque la de él también se había alterado. Ladeó la cabeza arrepentida-. Lo siento, Thomas. Es difícil no referirse a ella.
Lynley se levantó de su silla con el libro de Jekyll todavía en la mano.
– A Helen le habría encantado un jardín de Gertrude Jekyll -dijo-. Podaba los rosales de nuestra casa de Londres porque decía que estimulaba el nacimiento de más flores.
– Sí, tenía razón. ¿Le gustaba la jardinería?
– Le gustaba estar en los jardines. Creo que le gustaba el efecto de haber trabajado en el jardín.
– ¿Pero no estás seguro?
– No lo sé seguro.
Nunca se lo había preguntado. Simplemente llegaba a casa después del trabajo y la encontraba con unas tijeras de podar en la mano y un cubo de rosas cortadas y marchitas a sus pies. Le miraba y se apartaba el pelo oscuro de la mejilla y decía algo sobre las rosas, sobre los jardines en general. Y lo que decía le arrancaba una sonrisa. Y la sonrisa le obligaba a olvidarse del mundo que había más allá de las paredes de su jardín, un mundo que había que olvidar y encerrar para que no se entrometiera en la vida que compartía con ella.
– Tampoco sabía cocinar, por cierto -añadió Thomas-. Se le daba fatal. Era un desastre absoluto.
– ¿Entonces ninguno de los dos cocinaba?
– Ninguno de los dos. Yo sabía preparar huevos con tostadas, por supuesto, y a Helen se le daba de maravilla abrir latas de sopa, alubias y salmón ahumado, aunque había grandes posibilidades de que metiera la lata en el microondas y quemara todo el sistema eléctrico de la casa. Contratamos a una persona que nos hacía la comida. Era o curry para llevar o morir de hambre. Y la cantidad de curry que se puede comer tiene un límite.
– Pobrecitos -dijo Daidre-. Ven conmigo, pues. Supongo que al menos podrás aprender algo.
Regresó a la cocina y Thomas la siguió. De un armario, sacó un cuenco de madera -grabado con figuras primitivas bailando alrededor del borde- y cogió una tabla de cortar y varios alimentos reconocibles, gracias a Dios, que debían combinarse para preparar la ensalada. Le asignó la tarea dándole un cuchillo y diciendo:
– Échalo todo. Es lo bonito de las ensaladas. Cuando hayas llenado suficiente el cuenco, te enseñaré a preparar un aliño sencillo que no pondrá a prueba tus escasos talentos. ¿Alguna pregunta?
– Estoy seguro de que tendré alguna mientras vaya haciendo.
Trabajaron en un silencio cordial, Lynley en la ensalada y Daidre Trahair en un plato con judías verdes y menta. En el horno estaba cociéndose algo que olía a hojaldre y algo más hervía a fuego lento en un cazo. En un momento tuvieron preparada la comida y Daidre le instruyó en el arte de poner la mesa, algo que al menos sí sabía hacer, pero permitió que ella le enseñara porque hacerlo le permitía a él observarla y evaluarla.
Era muy consciente de las instrucciones de la inspectora Hannaford, y si bien no le gustaba la idea de utilizar la hospitalidad de Daidre Trahair como herramienta de investigación en lugar de como medio para acceder amigablemente a su mundo, su lado de policía venció la parte de él que era una criatura social necesitada de comunicarse con otras criaturas de su especie. Así que observó y esperó y permaneció atento a los detalles que pudiera recabar sobre ella.
Había pocos. La veterinaria iba con mucho cuidado. Lo cual era, en sí mismo, un detalle valioso.
Atacaron la cena en el minúsculo comedor de Daidre, donde un trozo de cartón pegado a una ventana le recordó su deber de repararla. Comieron algo que ella denominó Portobello Wellington junto con una guarnición de cuscús con tomates secos, judías verdes con ajo y menta y la ensalada de Thomas aliñada con aceite, vinagre, mostaza y un aderezo italiano. No tenían vino para beber, sólo agua con limón. Daidre se disculpó por ello, igual que había hecho con el jerez.
Dijo que esperaba que no le importara que la cena fuera vegetariana. No era estricta, le explicó, porque no consideraba pecado consumir productos animales como huevos y cosas así. Pero cuando se trataba de la carne de sus criaturas amigas en el planeta, le parecía demasiado… demasiado caníbal.
– Lo que les ocurre a los animales le ocurre al hombre -dijo-. Todo está conectado. -A Thomas le sonó a cita y, justo mientras lo pensaba, ella le dijo sin sonrojarse que lo era. Explicó con encanto-: En realidad no son palabras mías. No recuerdo quién las dijo o las escribió, pero cuando las leí hace unos años me pareció que era muy cierto.
– ¿No se aplica a los zoológicos?
– ¿Si encerrar a los animales provoca el encierro del hombre, quieres decir?
– Algo así. No me gustan demasiado los zoos, perdona.
– A mí tampoco. Se remontan a la época victoriana, ¿verdad? Ese entusiasmo por conocer el mundo natural sin sentir compasión por él. En realidad desprecio los zoos, si te soy sincera.
– Pero eliges trabajar en ellos.
– Elijo comprometerme a mejorar las condiciones de los animales que viven allí.
– Subviertes el sistema desde dentro.
– Tiene más sentido que llevar un cartel de protesta, ¿no crees?
– Como ir a la caza del zorro con un arenque colgado del caballo.
– ¿Te gusta cazar zorros?
– Me parece execrable. Sólo he ido una vez, un 26 de diciembre. Debía de tener unos once años. Mi conclusión fue que Oscar Wilde tenía razón, aunque en ese momento no habría sabido expresarlo así. Sólo vi que no me gustaba. La idea de una jauría persiguiendo a un animal aterrado, y luego permitir despedazarlo si lo encuentran… No era para mí.
– Tienes un corazón indulgente con el mundo animal, entonces.
– No soy cazador, si es a lo que te refieres. Habría sido un hombre prehistórico muy malo.
– No habrías servido para matar mamuts.
– Me temo que la evolución se habría interrumpido precipitadamente si yo hubiera sido el jefe de la tribu.
Daidre se rió.
– Qué chistoso eres, Thomas.
– Sólo de vez en cuando -dijo él-. Cuéntame cómo subviertes el sistema.
– ¿En el zoo? No tan bien como me gustaría. -Se sirvió más judías verdes y le pasó el cuenco-. Come más. La receta es de mi madre. El secreto está en la menta, hay que echarla en aceite de oliva caliente el tiempo justo para que se seque y así libere su sabor -arrugó la nariz-, o algo así. En cualquier caso, las judías las hierves durante cinco minutos. Si las dejas más, se ponen blandas, que es lo último que se pretende.
– No hay nada peor que una judía blanda -señaló Thomas. Se sirvió otra ración-. Mis elogios para tu madre. Están buenísimas. Debe de estar orgullosa. ¿Dónde vive tu madre? La mía al sur de Penzance, cerca de Lamorna Cave. Y me temo que cocina tan bien como yo.
– ¿Eres un hombre de Cornualles, entonces?
– Más o menos, sí. ¿Y tú?
– Yo crecí en Falmouth.
– ¿Naciste allí?
– Yo… Bueno, sí, supongo. Quiero decir que nací en casa y en esa época mis padres vivían a las afueras de Falmouth.
– ¿En serio? Qué insólito -dijo Lynley-. Yo también nací en casa. Todos nacimos en casa.
– En un entorno más enrarecido que la habitación donde nací yo, me atrevería a decir -señaló Daidre-. ¿Cuántos sois?
– Sólo tres. Yo soy el mediano. Tengo una hermana mayor, Judith, y un hermano pequeño, Peter. ¿Y tú?
– Un hermano, Lok.
– Es un nombre poco común.
– Es chino. Nosotros lo adoptamos cuando yo tenía diecisiete años. -Cortó un trozo de su Portobello Wellington y lo sostuvo en el tenedor mientras seguía hablando-. Él tenía seis años. Estudia matemáticas en Oxford. Es un cerebrito, el muy bribón.
– ¿Cómo es que lo adoptasteis?
– Lo vimos en la tele, en realidad, en un programa de la BBC1 sobre orfanatos chinos. Lo entregaron allí porque tenía espina bífida. Creo que sus padres pensaron que no podría cuidarles cuando fueran mayores, aunque no lo sé seguro, la verdad, y tampoco tenían los medios para ocuparse de él, así que lo dieron en adopción.
Lynley la observó. No parecía tener ningún artificio. Todo lo que decía podía verificarse fácilmente. Pero aun así…
– Nosotros, me gusta -le dijo.
Daidre estaba pinchando un poco de ensalada. Sostuvo el tenedor a medio camino de su boca y se sonrojó un poco.
– ¿Nosotros? -preguntó, y Lynley vio que pensaba que se refería a ellos dos, en ese momento, sentados a su pequeña mesa de comedor. Él también se puso colorado.
– Has dicho que «vosotros» lo adoptasteis. Me ha gustado.
– Ah. Bueno, fue una decisión familiar. Siempre tomábamos las decisiones importantes en familia. Celebrábamos reuniones familiares los domingos por la tarde, justo después del asado y el pudín de Yorkshire.
– ¿Entonces tus padres no eran vegetarianos?
– Dios mío, no. Comíamos carne y verdura. Cordero, cerdo o ternera todos los domingos, pollo de vez en cuando. Coles de Bruselas hervidas. Señor, odio las coles de Bruselas… Siempre las he odiado y siempre las odiaré. Y también zanahorias y coliflor.
– ¿Judías no?
– ¿Judías? -Lo miró perpleja.
– Has dicho que tu madre te enseñó la receta de judías verdes.
Daidre miró el cuenco, donde quedaban diez o doce.
– Oh, sí, las judías -dijo-. Eso sería después del curso de cocina. A mi padre le gustaba mucho la comida mediterránea y mamá decidió que debía haber vida más allá de los espaguetis a la boloñesa, así que se propuso encontrarla.
– ¿En Falmouth?
– Sí. Ya he dicho que crecí en Falmouth.
– ¿También fuiste al colegio allí?
Daidre lo observó abiertamente. Su rostro era amable y estaba sonriendo, pero había cautela en sus ojos.
– ¿Me estás interrogando, Thomas?
Lynley levantó las dos manos, un gesto que debía interpretarse como franqueza y sumisión.
– Lo siento, gajes del oficio. Háblame de Gertrude Jekyll. -Por un momento se preguntó si lo haría, y añadió amablemente-: He visto que tienes diversos libros sobre ella.
– Es la antítesis absoluta de Capability Brown -fue su respuesta tras pensar un momento-. Comprendía que no todo el mundo tenía paisajes amplios con los que trabajar. Me gusta eso de ella. Yo tendría un jardín al estilo Jekyll si pudiera, pero aquí seguramente estoy condenada a las plantas suculentas. Cualquier otra cosa con el viento y este tiempo… Bueno, a veces hay que ser práctico.
– ¿Y a veces no?
– Sin duda.
Habían terminado de comer durante la conversación y Daidre se levantó para empezar a recoger la mesa. Si se había ofendido por el interrogatorio lo ocultó bien, porque le sonrió y le dijo que fuera con ella para ayudarle a fregar los platos.
– Después de esto -dijo ella-, voy a pisotearte el corazón y a dejarte hecho polvo, metafóricamente hablando, por supuesto.
– ¿Y cómo piensas hacerlo?
– ¿En una sola noche, quieres decir? -Ladeó la cabeza en dirección al salón-. Con una partida de dardos. Tengo que practicar para un torneo y aunque imagino que no serás un gran contrincante, me sacarás del apuro.
– Mi única respuesta a eso tiene que ser que te daré una paliza y te humillaré -le dijo Lynley.
– Si me arrojas un guante así, tenemos que jugar ya -contestó ella-. El que pierda friega los platos.
– Hecho.
Ben Kerne sabía que tendría que llamar a su padre. Teniendo en cuenta la edad del anciano, también sabía que debería conducir hasta Pengelly Cove y contarle lo de Santo en persona, pero hacía años que no iba al pueblo y ahora mismo no podía enfrentarse a ello. Nada habría cambiado -en parte debido a su ubicación remota y más incluso al compromiso de sus habitantes de no alterar nunca nada, incluidas sus actitudes- y esa ausencia de cambio lo catapultaría de nuevo al pasado, que era el penúltimo lugar en el que deseaba vivir. El último era el presente. Anhelaba un limbo para la mente, un Leteo en el que poder nadar hasta que los recuerdos ya no le preocuparan.
Ben habría dejado pasar todo aquel asunto si los abuelos de Santo no adoraran a su nieto. Sabía que era improbable que algún día se pusieran en contacto con él, pues no lo habían hecho desde que se había casado y sólo hablaba con ellos cuando llamaba de vez en cuando, bien para mantener una conversación forzada en vacaciones, bien para hablar más libremente con su madre cuando la telefoneaba a su despacho o estaba desesperado por encontrar un sitio para mandar a Santo y a Kerra cuando Dellen atravesaba una de sus malas épocas. Las cosas tal vez habrían sido distintas si les hubiera escrito, quizá los habría ablandado con el tiempo. Pero no era de los que escribían y aunque así hubiese sido, tenía que pensar en Dellen y en su lealtad hacia ella y en todo lo que esa lealtad le había exigido desde la adolescencia. Así que dejó pasar todos los intentos por reconciliarse y ellos hicieron lo mismo. Y cuando su madre sufrió de repente un derrame cerebral con casi sesenta años, se enteró de su estado porque el suceso ocurrió mientras Santo y Kerra pasaban una temporada con sus abuelos y le llevaron la noticia cuando regresaron a casa. Incluso habían prohibido a los hermanos y hermanas de Ben que comunicaran la información.
Otro hombre quizás habría dispensado el mismo trato a sus padres ahora, permitiendo que se enteraran de la muerte de Santo como el destino quisiera. Pero Ben había intentado ser distinto a su padre -si bien había fracasado en muchos sentidos- y eso significaba crear una grieta en la pared que en estos momentos rodeaba su corazón y permitir que alguna forma de compasión penetrara en él a pesar de su necesidad de ocultarse en un lugar donde podría llorar a salvo todas las cosas que necesitaba llorar.
En todo caso, la policía iba a ponerse en contacto con Eddie y Ann Kerne, porque eso era lo que hacía la policía. Hurgaba en las vidas y las historias de todos aquellos relacionados con el fallecido -Dios mío, estaba llamando «fallecido» a Santo, ¿qué significaba aquello sobre el estado de su corazón?- y buscaba cualquier detalle que pudiera utilizarse para culpar a alguien. Sin duda el dolor que sentiría su padre cuando se enterara de lo de Santo le empujaría primero a soltar palabrotas y luego acusaciones sin que su esposa quisiera o pudiera actuar como influencia moderadora de sus palabras; Ann Kerne se quedaría cerca transmitiendo lo que sentía: tormento después de estar años con un hombre a quien amaba pero cuyo carácter apenas podía suavizar. Y aunque no pudiera acusarse a Ben de nada en la muerte de Santo, el trabajo de la policía era deducir y atar cabos, por muy poco relacionados que estuvieran. Así que no necesitaba que hablaran con su padre sin que éste supiera lo que le había sucedido a su nieto preferido.
Ben decidió llamar desde su despacho y no desde el piso familiar y bajó por las escaleras para prolongar lo inevitable. Cuando llegó, no descolgó el teléfono enseguida, sino que miró la pizarra donde estaban marcadas las semanas anteriores y posteriores a la inauguración de Adventures Unlimited en forma de calendario con las actividades y las reservas anotadas en él. En la pizarra vio reflejado lo mucho que necesitaban a Alan Cheston. Durante los meses anteriores a la llegada de Alan, Dellen se había encargado del marketing de Adventures Unlimited, pero no lo había asumido como un trabajo de verdad. Tenía ideas, pero prácticamente no les daba continuidad. La organización no era su fuerte.
«¿Y cuál es su fuerte, si me permites preguntártelo? -habría dicho su padre-. No, no te molestes, no hace falta que me respondas. Todo el puto pueblo sabe qué es lo que se le da bien, que no te quepa la menor duda, hijo mío.»
No era cierto, naturalmente. Sólo era la forma que tenía su padre de ridiculizarle porque creía que no había que alabar a los niños, algo que en la mente de Eddie Kerne significaba que los niños no debían tener confianza en sus propias decisiones. No era mal hombre, sólo firme en su manera de ser, que no era la de Ben, así que chocaron.
Igual que el propio Ben y su hijo, pensó. El verdadero infierno de ser padre era darse cuenta de que tu propio padre proyectaba una sombra de la que no podías esperar escapar.
Examinó el calendario. Quedaban cuatro semanas para la inauguración y tenían que abrir, aunque no veía cómo podrían hacerlo. Su corazón no estaba en ello, pero habían invertido tantísimo dinero en el proyecto que no abrir o posponer la inauguración no eran alternativas viables. Además, para Ben las reservas que tenían eran pactos que no podían romperse, y si bien no contaban con tantas como había soñado en este punto del desarrollo del negocio, confiaba en que haber contratado a Alan Cheston solucionaría aquel tema. Alan tenía ideas y los medios para convertirlas en realidad. Era listo, y también un líder. Y lo más importante, no se parecía en nada a Santo.
Ben detestó la deslealtad de aquel pensamiento. Al pensar en ello estaba haciendo lo que había jurado que nunca haría: repetir el pasado. «¡Estás pensando con la puta polla, chico!», habían sido las palabras de su padre, entonadas sólo variando la emoción que las subrayaba: desde la tristeza a la furia, pasando por el escarnio y el desdén. Santo había hecho casi lo mismo y Ben no quería pensar en qué había detrás de la tendencia de su hijo a los devaneos sexuales o adónde podía haberle llevado esa tendencia.
Antes de poder evitarlo mucho más, descolgó el teléfono de su mesa. Marcó los números. No dudaba de que su padre aún estaría levantado y rondaría por la casa destartalada. Como Ben, Eddie Kerne era insomne. Todavía estaría horas despierto, haciendo lo que hiciera uno por la noche cuando estaba comprometido con un estilo de vida ecológico, como había decidido su padre hacía tiempo. Eddie Kerne y su familia sólo tenían electricidad si podían generarla gracias al viento o al agua; sólo tenían agua si podían desviarla de un arroyo o subirla de un pozo. Tenían calefacción cuando los paneles solares la producían. Cultivaban o criaban lo que necesitaban para alimentarse y su casa era una granja abandonada y en ruinas, comprada a un precio de ganga y rescatada de la destrucción por Eddie Kerne y sus hijos: piedra a piedra, encalada, techada y con unas ventanas montadas con tanta inexperiencia que el viento invernal se filtraba por las rendijas entre los marcos y las paredes.
Su padre respondió como lo hacía normalmente.
– Al habla -rugió. Cuando Ben no habló de inmediato, su padre añadió-: Si estás ahí, dale ya. Si no, cuelga el teléfono.
– Soy Ben.
– ¿Qué Ben?
– Benesek. No te he despertado, ¿verdad?
– ¿Y qué si lo has hecho? -preguntó después de una breve pausa-. ¿Acaso ahora te importa alguien aparte de ti mismo?
«De tal padre, tal astilla -quiso responder Ben-. Tuve un profesor muy bueno.» Pero en lugar de eso dijo:
– Santo murió ayer. He pensado que querrías saberlo, ya que él te tenía cariño, y he pensado que tal vez el sentimiento era mutuo.
Otra pausa. Esta fue más larga. Y luego:
– Cabrón -dijo su padre. Su voz era tan tensa que Ben pensó que iba a romperse-. Cabrón. No has cambiado, ¿verdad, joder?
– ¿Quieres saber lo que le pasó a Santo?
– ¿Qué le dejaste hacer?
– ¿Qué hice esta vez, quieres decir?
– ¿Qué pasó, maldita sea? ¿Qué coño pasó?
Ben se lo contó tan brevemente como pudo. Al final añadió el tema del asesinato. No lo llamó «asesinato», sino que utilizó la palabra «homicidio».
– Alguien dañó su equipo de escalada -le dijo a su padre.
– Dios santo. -La voz de Eddie Kerne se alteró, había pasado del enfado al horror. Pero volvió a pasar al enfado rápidamente-: ¿Y qué diablos estabas haciendo tú mientras él escalaba algún maldito acantilado? ¿Mirándole? ¿Animándole? ¿O montándotelo con ella?
– Salió a escalar solo. Yo no sabía que se había ido. No sé por qué fue. -Esto último era mentira, pero no podía soportar darle más munición a su padre-. Al principio creyeron que había sido un accidente, pero cuando examinaron su equipo vieron que alguien lo había manipulado.
– ¿Quién?
– Bueno, no lo saben, papá. Si lo supieran, lo habrían detenido y el tema estaría solucionado.
– ¿«Solucionado»? ¿Así hablas de la muerte de tu hijo? ¿De tu propia sangre? ¿«Solucionado»? ¿El tema se soluciona y tú sigues con tu vida? ¿Es eso, Benesek? ¿Tú y esa cómo se llame avanzáis hacia el futuro y dejáis atrás el pasado? Bueno, se te da bien eso, ¿no? Y a ella también. Ella es un genio, si mal no recuerdo. ¿Cómo se ha tomado todo esto? Interfiere en su estilo de vida, ¿no?
Ben había olvidado los énfasis desagradables del discurso de su padre, cargado de palabras y preguntas mordaces, todas diseñadas para socavar la conciencia frágil que uno tenía de sí mismo. Nadie debía ser un individuo en el mundo de Eddie Kerne. La familia significaba adherirse a una sola creencia y un solo modo de vida. «De tal palo, tal astilla», pensó de repente. Cuánto la había fastidiado con la clase de paternidad que le habían concedido.
– Todavía no hay fecha para el funeral -dijo Ben-. La policía no nos ha entregado el cuerpo. Ni siquiera le he visto todavía.
– ¿Cómo diablos sabes que es Santo, entonces?
– Como su coche estaba en el lugar, como su identificación estaba en el coche, como todavía no ha vuelto a casa, creo que se puede decir sin temor a equivocarnos que se trata de Santo.
– Eres un desgraciado, Benesek. Mira que hablar así de tu propio hijo…
– ¿Qué quieres que diga cuando nada de lo que diga será correcto? He llamado para contártelo porque ibas a enterarte igual por la policía y he pensado…
– No quieres eso, ¿verdad? Que yo y la poli hablemos. Que yo me ponga a hablar por esta boquita y ellos pongan la oreja.
– Si es lo que crees… -dijo Ben-. Lo que iba a decir es que supuse que agradecerías saber la noticia por mí y no por la policía. Hablarán contigo y con mamá. Hablarán con todo el mundo relacionado con Santo. He pensado que querrías saber qué les traía por tu propiedad cuando aparezcan.
– Oh, habría imaginado que tenía que ver contigo -dijo Eddie Kerne.
– Sí. Supongo que sí.
Ben colgó entonces, sin despedirse. Estaba de pie, pero se sentó a su mesa. Notaba una gran presión creciendo en su interior, como si un tumor en su pecho estuviera aumentando hasta un tamaño que le cortaría la respiración. La habitación parecía cerrada. Pronto se agotaría el oxígeno.
Necesitaba escapar. Como siempre, habría dicho su padre. Su padre: un hombre que reescribía la historia para adaptarla al propósito que exigiera cada momento. Pero para este momento no había ninguna historia, sólo podía lidiar con el presente.
Se levantó. Recorrió los pasillos hasta el cuarto del material, adonde ya había ido antes y adonde había llevado a la inspectora Hannaford. Esta vez, sin embargo, no se acercó a la hilera de armarios largos donde guardaban el equipo de escalada, sino que cruzó la habitación y entró en otra más pequeña, donde había un aparador del tamaño de un armario ropero grande con un candado colgando del cerrojo. La única llave que había de esta cerradura obraba en su poder y ahora la utilizó. Cuando abrió la puerta, el olor a goma vieja fue intenso. Habían pasado más de veinte años. Antes incluso de que naciera Kerra. Seguramente se caería a trozos.
Pero no fue así. Se puso el traje antes de tener claro por qué se lo ponía, vistiéndose todo de neopreno, y se subió la cremallera de la espalda ayudándose del cordón, un tirón fuerte. El resto fue fácil. No se había deteriorado porque siempre había cuidado su equipo.
«Anda, venga, vámonos a casa -le decían sus amigos-. No seas cabrón, Kerne. Se nos está helando el culo.»
Había una manguera y la usaba para quitar la sal, y luego hacía lo mismo cuando llevaba el equipo a casa. Los equipos de surf eran caros y no quería tener que comprarse otro porque la sal hubiera deteriorado y podrido el que tenía. Así que lavaba el traje a conciencia -los escarpines, los guantes y también el gorro-, y lo mismo con la tabla. Sus compañeros se desternillaban y le llamaban mariquita, pero él no cedía en sus intenciones.
Pensó en eso y en todo lo demás. Sintió la maldición de su propia determinación.
La tabla también estaba en el armario. La sacó con cuidado y la examinó. No tenía ni una abolladura, la superficie todavía estaba encerada. Una verdadera antigualla para los estándares de hoy pero perfectamente adecuada para lo que pensaba hacer, fuera lo que fuese, porque no lo sabía exactamente. Tan sólo quería salir del hotel. Cogió los escarpines, los guantes y el gorro y se puso la tabla bajo el brazo.
El cuarto del material tenía una puerta que conducía a la terraza y de ahí se llegaba a la piscina todavía vacía. Una escalera de hormigón en el otro extremo del área de la piscina conducía a la colina a la que el viejo hotel debía su nombre y un sendero a lo largo del borde de dicha colina seguía la curva de la playa de St. Mevan. Pegadas al acantilado había una hilera de casetas de playa, no las típicas que normalmente se encuentran separadas, sino una fila unida que parecía un establo largo y bajo con puertas azules estrechas.
Ben siguió esta ruta, aspirando el aire frío y salado y escuchando el estrépito de las olas. Se detuvo arriba de las casetas para ponerse el gorro de neopreno, pero los escarpines y los guantes se los enfundaría cuando llegara a la orilla.
Miró el mar. Había subido la marea, así que los arrecifes estaban cubiertos y mantendrían las olas constantes. Desde allí parecían tener un metro y medio de altura y el oleaje venía del sur. Rompían a la derecha, con viento de tierra. Si hubiera sido de día -incluso si estuviera amaneciendo o atardeciendo-, se consideraría que las condiciones eran buenas hasta para esta época del año, cuando el agua todavía estaría fría como un cubito de hielo.
Nadie hacía surf de noche. Abundaban los peligros, desde tiburones a arrecifes y corrientes. Pero la cuestión no era tanto surfear como recordar, y, aunque Ben no quería recordar, hablar con su padre estaba obligándole a ello. Era eso o quedarse en el hotel de la Colina del Rey Jorge, y con eso sí que no podía.
Bajó la escalera hasta la playa. Allí abajo no había luces, pero al menos las farolas altas del sendero de la colina iluminaban las rocas y la arena. Siguió su camino por las placas de pizarra y las piedras de arenisca, restos de la cima del acantilado que ahora formaba la base de la colina, y por fin pisó la playa. No era la arena blanda de una isla tropical, sino los cascajos producidos a lo largo de millones de años a medida que el suelo helado fue calentándose, hasta que los desprendimientos lentos dejaron gravilla gruesa tras de sí y el agua que golpeaba constantemente estas rocas las redujo a pequeños granos duros que brillaban con el sol, pero que a oscuras estaban apagados y tenían un color gris y pardusco, implacables para la piel y ásperos al tacto.
A su derecha estaba el Sea Pit, y ahora la marea alta lo llenaba con agua nueva, casi sumergiéndola para conseguirlo. A su izquierda estaba el afluente del río Cas y, más allá, lo que quedaba del canal de Casvelyn. Delante tenía el mar, agitado y exigente, llamándolo.
Dejó la tabla en la arena y se enfundó los escarpines y los guantes. Se puso un momento en cuclillas -una figura negra agachada dando la espalda a Casvelyn- y observó la fosforescencia de las olas. De joven iba a la playa por la noche, pero no para hacer surf. Cuando terminaban de coger olas, encendían una hoguera. Cuando lo único que quedaban eran las brasas, se ponían en parejas y, si la marea era baja, las magníficas cuevas de Pengelly Cove les hacían señas. Allí hacían el amor. Sobre una manta, o no. Semivestidos o desnudos. Borrachos, un poco achispados o sobrios.
Ella era más joven en esa época. Le pertenecía. Era lo que él deseaba, lo único que deseaba. Ella también lo sabía y ahí había surgido el problema.
Ben se levantó y se acercó al agua con la tabla. No tenía cuerda, pero no importaba. Si la perdía, la perdía. Como tantas otras cosas en su vida, mantener la tabla cerca de él si se caía era una preocupación que ahora mismo no podía controlar.
Sus pies y tobillos recibieron primero el impacto del frío y luego fueron las piernas, los muslos y el torso. La temperatura de su cuerpo tardaría unos momentos en calentar el agua dentro del traje y, mientras tanto, el frío glacial le recordaba que estaba vivo.
Con el agua a la altura de los muslos, se deslizó sobre la tabla y comenzó a remar por el agua blanca hacia el arrecife de la derecha. La espuma le salpicó la cara y las olas bañaron su cuerpo. Pensó, brevemente, que podría remar para siempre, hasta que se hiciera de día, hasta que estuviera tan lejos de la orilla que Cornualles fuera tan sólo un recuerdo. Pero en lugar de eso, gobernado sombríamente por el amor y el deber, se detuvo después de los arrecifes y allí se sentó en la tabla a horcajadas. Primero dando la espalda a la orilla, mirando el mar inmenso y ondulante. Luego giró la tabla y vio las luces de Casvelyn: la hilera de farolas altas que brillaban blancas en la colina y luego el resplandor ámbar detrás de las cortinas de las ventanas de las casas del pueblo, como las luces de gas del siglo xix o las hogueras de una época anterior.
Las olas eran seductoras, le ofrecían un ritmo hipnótico que era tan reconfortante como falso. Era como regresar al vientre materno. Podías tumbarte sobre la tabla, mecerte en el mar y dormir para siempre. Pero las olas rompían -el agua caía sobre sí misma- y la masa continental que había debajo subía hasta la orilla. Aquel lugar entrañaba peligro y también seducción. Había que actuar o someterse a la fuerza de las olas.
Se preguntó si, después de tantos años, reconocería el momento: esa confluencia de forma, fuerza y ondulación que anunciaba al surfista que había que lanzarse. Pero algunas cosas eran un acto reflejo y vio que coger olas era una de ellas. La comprensión y la experiencia se fusionaban en la aptitud, y el paso del tiempo no se la había robado.
Se formó la cúspide de la ola y Ben se elevó con ella: primero remando, después con una rodilla sobre la tabla, y luego se irguió. No tenía gomas autoadhesivas en la cola de la tabla para mantener el pie fijo en su sitio porque en esta tabla -en su tabla- nunca había colocado esta pieza. Se lanzó a la pared de la ola. Giró ganando altura y velocidad, sus músculos actuaban sólo de memoria. Entonces se encontró en el tubo y estaba limpio. «Habitación verde, colega -habrían gritado-. ¡Yiiijáa! Estás en la habitación verde, Kerne.»
Surfeó hasta que sólo quedó agua blanca y allí se bajó, con el mar a la altura de los muslos otra vez en la parte menos profunda, y cogió la tabla antes de que se alejara de él. Se quedó quieto con las olas interiores rompiendo contra él. Le costaba respirar y permaneció allí hasta que los latidos de su corazón se ralentizaron.
Entonces caminó hacia la playa, el agua del mar caía de su cuerpo como una capa. Se dirigió hacia las escaleras.
Mientras lo hacía, una figura -una silueta en la medianoche- avanzó a su encuentro.
Kerra le había visto marcharse del hotel. Al principio, no supo que era su padre. En realidad, en un momento de locura el corazón le dio un brinco y pensó que era Santo quien estaba ahí abajo, cruzando la terraza y subiendo la escalera hacia la colina y la playa de St. Mevan para surfear de noche en secreto. Le había observado desde arriba y al ver sólo la figura vestida de negro y saber que esa figura había salido del hotel… No pudo pensar otra cosa. Había sido todo un error, pensó disparatadamente. Un error terrible, espantoso, horrible. Habían encontrado un cadáver en la base de ese acantilado en Polcare Cove, pero no era el de su hermano.
Así que corrió hacia las escaleras y las bajó, porque el ascensor antiguo habría sido demasiado lento. Atravesó a toda velocidad el comedor, que, como el cuarto del material, se abría a la terraza y también lo cruzó y subió corriendo las escaleras. Cuando llegó a la colina, la figura vestida de negro estaba abajo en la playa, de cuclillas junto a la tabla de surf. Así que esperó allí y observó. Sólo cuando se acercó después de ver que cogía una sola ola se percató de que era su padre.
Su mente se llenó de preguntas y luego de ira, con el porqué eterno e incontestable sobre prácticamente todo lo que había definido su infancia. ¿Por qué fingiste…? ¿Por qué discutías con Santo por…? Y, más allá de eso, estaba el quién de todo aquello. ¿Quién eres, papá?
Pero no formuló ninguna de estas preguntas inacabadas mientras su padre llegaba a donde estaba ella al pie de las escaleras, sino que intentó leer su rostro en la penumbra.
Su padre se detuvo. Su expresión pareció suavizarse y dio la impresión de que quería hablar. Pero cuando al fin abrió la boca, fue sólo para decir:
– Kerra, tesoro. -Y pasó a su lado. Subió los peldaños hasta el sendero de la colina y ella lo siguió. Sin mediar palabra, se acercaron al hotel, donde descendieron hacia la piscina vacía. Su padre se detuvo al lado de una manguera y lavó la tabla para quitarle el agua salada. Luego siguió caminando y entró en el hotel.
En el cuarto del material se quitó el traje de neopreno. Debajo llevaba los calzoncillos y tenía la carne de gallina por culpa del frío, pero no parecía importarle porque no temblaba. Llevó el traje a un cubo de basura de plástico grande que había en un rincón del cuarto y lo echó dentro sin ceremonias. La tabla, que estaba goteando, la llevó a otro cuarto -un cuarto interior, vio Kerra, una habitación del hotel que todavía no había investigado- y la guardó en un armario. Su padre lo cerró con un candado, que luego comprobó como para asegurarse que el contenido del mismo estaba a salvo de las miradas de los curiosos. De las miradas de la familia, se percató. De las miradas de ella y de Santo, porque su madre debía de conocer aquel secreto desde siempre.
«Santo», pensó Kerra. Menuda hipocresía. Sencillamente no entendía nada.
Su padre utilizó la camiseta para secarse. La lanzó a un lado y se puso el jersey. Le hizo un gesto para que se diera la vuelta, cosa que hizo, y oyó que se quitaba los calzoncillos, que cayeron al suelo, y luego que se subía la cremallera de los pantalones.
– De acuerdo -dijo entonces. Ella se dio la vuelta otra vez y se encontraron cara a cara. Era evidente que su padre esperaba sus preguntas.
Kerra decidió sorprenderle igual que él la había sorprendido a ella. Así que dijo:
– Es por ella, ¿verdad?
– ¿Por quién?
– Por mamá. No podías surfear y vigilarla al mismo tiempo, así que dejaste el surf. Es eso, ¿no? Te he visto, papá. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Veinte años? ¿Más?
– Sí. Desde antes de que nacieras.
– Así que te has puesto el traje de neopreno, has salido ahí fuera, has cogido la primera ola y eso ha sido todo. Ningún problema. Ha sido fácil, un juego de niños. Nada del otro mundo. Como caminar. Como respirar.
– Sí, eso es. Así ha sido.
– Lo que significa que… ¿Cuánto tiempo llevabas surfeando cuando lo dejaste?
Su padre recogió la camiseta y la dobló con esmero a pesar de cómo la había dejado, toda empapada.
– Casi toda la vida -contestó-. Es lo que hacíamos en esa época, no había nada más. Ya has visto cómo viven tus abuelos. Teníamos la playa en verano y el colegio el resto del año. En casa había trabajo intentando que el maldito edificio no se viniera abajo, y cuando teníamos tiempo libre hacíamos surf. No había dinero para irse de vacaciones. Nada de vuelos baratos a España. No era como ahora.
– Pero lo dejaste.
– Lo dejé. Las cosas cambian, Kerra.
– Sí. Apareció ella. Ese fue el cambio. Te liaste con ella y cuando viste cómo era, ya era demasiado tarde, no podías escapar. Así que tuviste que elegir y la elegiste a ella.
– No es tan sencillo.
Ben pasó al lado de Kerra, salió de la habitación más pequeña y entró en el cuarto del material, más grande. Esperó a que le siguiera y cuando estuvo con él cerró la puerta de la habitación pequeña con llave.
– ¿Lo sabía Santo?
– ¿El qué?
– Esto. -Señaló la puerta que acababa de cerrar-. Eras bueno, ¿verdad? He visto suficiente para saberlo. Entonces, ¿por qué…?
De repente, se encontró más al borde de las lágrimas de lo que había estado en las últimas treinta horas fatídicas.
Su padre la observaba. Ella vio que estaba inefablemente triste y en esa tristeza comprendió que, si bien eran una familia -ellos cuatro antes, ellos tres ahora-, tan sólo eran una familia de nombre. Más allá de compartir un apellido, eran y siempre habían sido un depositario de secretos, simplemente. Ella había creído que todos esos secretos estaban relacionados con su madre, con los problemas que tenía, con los periodos de extraña alteración que sufría. Y eran secretos de los que ella formaba parte desde hacía tiempo porque no había manera de evitar saberlos cuando el simple hecho de llegar a casa después del colegio podía colocarla en medio de lo que siempre se había denominado «una situación un poco embarazosa; no le digas ni una palabra a tu padre, cielo». Pero papá lo sabía de todos modos. Todos lo sabían por la ropa que llevaba, su forma de ladear la cabeza cuando hablaba, la cadencia de sus frases, el tamborileo de sus dedos en la mesa durante la cena y la inquietud en sus ojos. Y el rojo; lo sabían por el rojo. Para Kerra y para Santo, lo que seguía inmediatamente a ese color era una visita prolongada a los viejos Kerne y su abuelo diciendo: «¿Qué ha hecho ahora esa zorra?». Pero la orden con la que vivían Kerra y Santo era «No digáis nada de esto a vuestros abuelos, ¿entendido?». Había que tener fe, guardar el secreto y, al final, las cosas volverían a la normalidad, fuera lo que fuese eso.
Pero ahora Kerra comprendió que había incluso más secretos que aquellos que había guardado sobre su madre: pedazos misteriosos de información que iban más allá de la psique confusa de Dellen y que también afectaban a su padre. Al entender esa verdad hiriente, Kerra se dio cuenta de que no había ningún terreno sólido que pisar si deseaba avanzar y seguir hacia el futuro.
– Yo tenía trece años -dijo-. Había un chico que me gustaba, se llamaba Stuart. Él tenía catorce y la cara llena de granos horribles, pero a mí me gustaba. Los granos hacían que pareciera una apuesta segura, ¿sabes? Sólo que no lo era. Es gracioso porque en realidad lo único que hice fue ir a la cocina a por unas tartaletas de mermelada y algo de beber, tardé menos de cinco minutos, y no hizo falta más. Stuart no entendía qué pasaba. Pero yo sí, porque había crecido sabiéndolo. Igual que Santo. Sólo que él estaba a salvo porque, afrontémoslo, Santo era igual que ella.
– No en todos los sentidos -dijo su padre-. No. Eso no.
– Eso. Lo sabes. «Eso.» Y en sentidos que me afectaban a mí.
– Ah. Madlyn.
– Éramos mejores amigas antes de que Santo se fijara en ella.
– Kerra, Santo no quería…
– Sí, sí quería. Vaya si quería, joder. Y lo peor de todo es que no le hizo falta perseguirla. Ya estaba persiguiendo… ¿Qué? ¿A tres chicas más? ¿O ya había terminado con ellas? -Sabía que su voz transmitía lo que parecía: resentimiento. Pero en aquel momento le pareció que nada en su vida había estado nunca a salvo de la depredación.
– Kerra -dijo su padre-, la gente elige su camino. No puedes hacer nada para remediarlo.
– ¿De verdad crees eso? ¿Así la defiendes a ella? ¿A él?
– No estoy…
– Sí. Siempre lo has hecho, al menos con ella. Te ha puesto en ridículo durante casi toda mi vida y me juego lo que quieras que también desde el día en que la conociste.
Si a Ben le ofendió el comentario de Kerra, no lo dijo.
– No hablaba de tu madre, tesoro, ni tampoco de Santo. Hablaba de ese chico, Stuart, fuera quien fuese, de Madlyn Angarrack. -Hizo una pausa antes de acabar diciendo-: De Alan, Kerra. De todo el mundo. Las personas elegirán su camino. Es mejor que las dejes hacerlo.
– ¿Como hiciste tú, quieres decir?
– No puedo explicarte más.
– ¿Porque es un secreto? -preguntó Kerra, y no le importó que la pregunta sonara como una provocación-. ¿Como el resto de cosas de tu vida? ¿Como el surf?
– No elegimos dónde querer. No elegimos a quién querer.
– Yo no lo creo en absoluto -dijo ella-. Dime por qué no te gustaba que Santo hiciera surf.
– Porque creía que no le aportaría nada bueno.
– ¿Es lo que te pasó a ti?
Ben no dijo nada. Por un momento, Kerra pensó que no respondería. Pero al final dijo lo que sabía que diría:
– Sí. A mí no me aportó nada bueno. Así que colgué la tabla y seguí adelante con mi vida.
– Con ella -señaló Kerra.
– Sí. Con tu madre.