171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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Capítulo 11

La inspectora Hannaford llegó tarde a la comisaría de policía, con un humor de perros y con las palabras de despedida de Ray todavía atormentándola. No quería que nada de lo que tuviera que decirle habitara en su conciencia, pero su ex marido sabía cómo transformar un «adiós» de un momento social inocuo en un dardo envenenado y había que ser veloz para esquivarlo. Ella era rápida verbalmente cuando no tenía nada más en la cabeza, pero en mitad de una investigación de asesinato le resultaba imposible serlo.

Había tenido que ceder en el tema de Pete, otra razón por la que llegaba tarde a la comisaría. Dada la ausencia de agentes del equipo de investigación criminal para trabajar, y a que sólo le habían prestado un equipo de relevo -¿y quién diablos sabía cuándo iban a retirárselo?-, tendría que dedicar muchas horas al caso y alguien debía cuidar a Pete. No tanto porque el chico no pudiera cuidar de sí mismo, ya que llevaba años cocinando y había perfeccionado el arte de hacer la colada el día que su madre había vuelto púrpura su querida camiseta del Arsenal, sino porque había que llevarlo del colegio al entreno de fútbol o a esta visita o aquélla y había que vigilar el tiempo que pasaba en Internet y controlarle los deberes o no se molestaría en hacerlos. En resumen, era un chico de catorce años que necesitaba la supervisión habitual de sus padres. Bea sabía que debía agradecer que su ex marido estuviera dispuesto a asumir el reto.

Salvo que… Estaba convencida de que Ray había orquestado toda la situación sólo por ese motivo: para conseguir acceso libre a Pete. Quería tener una vía más segura con su hijo y había visto todo aquello como una oportunidad para conseguirlo. El nuevo entusiasmo de Pete por quedarse en casa de su padre sugería que Ray también estaba triunfando en ese terreno, lo que provocó que Bea se preguntara cómo enfocaba exactamente Ray la paternidad: desde las comidas que servía a Pete hasta la libertad que le daba.

Así que acribilló a preguntas a su ex marido mientras Pete iba a la habitación de invitados -su habitación, como la llamaba él- a guardar sus cosas, y Ray consiguió encontrar la raíz de sus preguntas de esa forma que tanto lo caracterizaba.

– Está contento de estar aquí porque me quiere -fue su contestación-. Igual que está contento de estar contigo porque te quiere. Tiene dos padres, no uno, Beatrice. Si lo ponemos todo en una balanza, es algo bueno, lo sabes.

Bea quiso decirle «¿dos padres? Ah, vale. Genial, Ray», pero en lugar de eso, dijo:

– No quiero que le expongas a…

– ¿Chicas de veinticinco años correteando desnudas por casa? -preguntó-. Me temo que no. Les he dicho al harén de bellezas que viven aquí en la mansión Playboy que las orgías se posponen de manera indefinida. Tienen el corazón roto, yo mismo estoy destrozado, pero ahí lo tienes. Pete es lo primero.

Se había apoyado en la encimera de la cocina. Había revisado el correo del día anterior y no había indicio alguno de la presencia de alguien más en la casa. Bea lo había comprobado tan subrepticiamente como había podido, diciéndose que no quería exponer a Pete a ninguna relación sexual promiscua de nadie, a su edad y antes de tener la oportunidad de explicarle cada una de las enfermedades de transmisión sexual que podía contraer si jugaba con las partes de su cuerpo.

– Tienes unas ideas muy extrañas de cómo empleo el poco tiempo libre de que dispongo, cariño -le dijo Ray.

Bea no mordió el anzuelo. Le dio una bolsa de provisiones porque no quería estar en deuda con él por quedarse con Pete durante una temporada cuando no le tocaba. Entonces gritó el nombre de su hijo, se despidió de él con un abrazo y le dio un beso en la mejilla con el ruido más fuerte que pudo, a pesar de que el niño se retorciera y dijera «ay mami», y se marchó de la casa.

Ray la siguió hasta el coche. Hacía viento y el día estaba gris, también comenzaba a llover, pero no corrió ni buscó refugio. Esperó a que Bea hubiera subido y le hizo un gesto para que bajara la ventanilla. Cuando ella la bajó, Ray se inclinó hacia delante y dijo:

– ¿Qué hará falta, Beatrice?

– ¿Cómo? -preguntó ella, sin ocultar su irritación.

– Para que me perdones. ¿Qué tengo que hacer?

Bea sacudió la cabeza con incredulidad, dio marcha atrás por el sendero de entrada y se alejó. Pero no consiguió borrar la pregunta de su cabeza.

Estaba predispuesta a enfadarse con el sargento Collins y el agente McNulty cuando por fin entró en la comisaría a grandes zancadas, pero los dos pobres patanes hicieron que fuera imposible sentir algo parecido al enfado. Debido a su tardanza, Collins había estado a la altura de las circunstancias y había encomendado a la mitad de los agentes de relevo sondear la zona en un radio de cinco kilómetros a partir de Polcare Cove por si obtenían algo interesante de los habitantes de las diversas aldeas y granjas. A los demás les dijo que comprobaran los historiales de todas las personas relacionadas con el crimen: cada uno de los Kerne -en especial la situación financiera de Ben Kerne y si ésta había cambiado con el fallecimiento de su hijo-, Madlyn Angarrack, la familia de ésta, Daidre Trahair, Thomas Lynley y Alan Cheston. Estaban tomando las huellas a todo el mundo y habían informado a los Kerne de que el cuerpo de Santo estaba listo para la formalidad del proceso de identificación en Truro.

Mientras tanto, el agente McNulty había estado trabajando en el ordenador de Santo Kerne. Cuando Bea llegó, se encontraba revisando todos los e-mails borrados («Voy a tardar horas, maldita sea», le comunicó, como si esperara que le dijera que olvidara aquella operación tediosa, algo que no tenía intención de hacer) y antes de eso había extraído de los archivos del ordenador lo que parecían más diseños para camisetas.

McNulty los había dividido en categorías: negocios locales cuyos nombres reconocía (como pubs, hoteles y tiendas de surf); grupos de rock tanto populares como sumamente desconocidos; festivales, desde música a arte; y, por último, aquellos diseños que eran cuestionables porque «tenía un presentimiento sobre ellos», lo que Bea interpretó que significaba que no sabía qué representaban. Se equivocaba, como descubrió enseguida.

El primer diseño de camisetas cuestionable era para LiquidEarth, un nombre que Bea reconoció de la factura encontrada en el coche de Santo Kerne. Era, le explicó el agente McNulty, el nombre de una empresa de fabricación de tablas de surf. El propietario era Lewis Angarrack.

– ¿Como Madlyn Angarrack? -le preguntó Bea.

– Es su padre.

– Interesante.

– ¿Qué hay de los otros?

Cornish Gold era el segundo diseño que había destacado. Pertenecía a una fábrica de sidra, le dijo.

– ¿Por qué es importante?

– Es el único negocio de fuera de Casvelyn. He pensado que merecía la pena investigarlo.

McNulty tal vez no fuera tan inútil como había concluido antes, se dijo Bea.

– ¿Y el último? -Examinó detenidamente el diseño. Al parecer constaba de dos lados. El anverso declaraba: Realiza un acto de subversión escrito encima de un cubo de basura, que sugería de todo, desde bombas en la calle a hurgar en las basuras de los famosos para recoger información y venderla a los tabloides. En el reverso, sin embargo, el asunto se aclaraba. Come gratis, decía un pilluelo a lo Artful Dodger que señalaba el mismo cubo de basura, volcado y con el contenido desparramado por el suelo.

– ¿Qué opinas de este dibujo? -preguntó Bea al agente.

– No sé, pero me ha parecido que valía la pena investigarlo porque no tiene nada que ver con ninguna organización, a diferencia de los otros. He tenido un presentimiento, ya se lo he dicho. Lo que no puede identificarse debe examinarse.

Sonaba como si citara un manual. Pero demostraba sentido común, la primera señal que daba de él. Aquello la esperanzó.

– Puede que tenga futuro en esta profesión -le dijo Bea.

El agente no pareció del todo contento con la idea.

* * *

Por la mañana, Tammy estaba callada, lo que inquietó a Selevan Penrule. Siempre había sido taciturna, pero esta vez su falta de conversación parecía indicar un ensimismamiento que no había mostrado hasta entonces. Antes, a su abuelo siempre le había parecido que la chica tenía un carácter prodigiosamente tranquilo, otra señal más de que algo raro le pasaba, porque se suponía que a su edad no debía ser tranquila respecto a nada. Se suponía que tenía que preocuparse por su piel y su cuerpo, por llevar la ropa adecuada y el peinado perfecto y otras tonterías así. Pero esa mañana parecía absorta en algo. Selevan albergaba pocas dudas sobre qué era ese algo.

Estudió cómo enfocar el tema. Pensó en la conversación que había mantenido con Jago Reeth y en lo que Jago había dicho sobre orientar y no dirigir a los jóvenes. A pesar de que Selevan había reaccionado diciéndole «para ti es fácil decirlo, amigo», tenía que reconocer que las palabras de Jago eran sensatas. ¿Qué sentido tenía intentar imponer tu voluntad a un adolescente cuando éste también tenía su propia voluntad? Las personas no tenían que hacer lo mismo que sus padres, ¿no? Si así fuera, el mundo no cambiaría nunca, nunca evolucionaría, tal vez nunca sería interesante siquiera. Todo sería rígido, generación tras generación. Pero, por otro lado, ¿tan malo era eso?

Selevan no lo sabía. Lo que sí sabía era que había acabado haciendo lo mismo que sus padres, pese a sus propios deseos sobre el asunto y por un giro cruel del destino personificado en la salud enfermiza de su padre. Así que cedió al deber y el resultado final fue que continuó con una lechería de la que había querido escapar cuanto antes, primero de niño y luego de adolescente. Nunca pensó que aquella situación fuera justa, así que debía preguntarse si la familia estaba siendo justa con Tammy, al oponerse a sus deseos. Por otro lado, ¿qué pasaba si sus deseos no eran sus deseos sino el resultado de su miedo? Esa pregunta sí requería una respuesta. Pero no podía contestarse a menos que se formulara.

Sin embargo, esperó. Primero tenía que cumplir la promesa que le había hecho a ella y a sus padres, y eso significaba revisar su mochila antes de llevarla en coche al trabajo. La chica se sometió al registro con resignación. Le observó en silencio. Selevan notaba su mirada mientras hurgaba en sus pertenencias en busca de material prohibido. Nada. Un almuerzo escaso, una cartera con cinco libras que le había dado como asignación dos semanas antes, un bálsamo de labios y su libreta de direcciones. También había una novela de bolsillo y Selevan se abalanzó sobre ella al considerarla una prueba. Pero el título -Las sandalias del pescador- sugería que por fin estaba leyendo sobre Cornualles y su patrimonio, así que lo dejó pasar. Le devolvió la mochila con un comentario brusco:

– Quiero verla siempre así.

Luego se fijó en que llevaba puesto algo que no había visto antes. No era una prenda nueva. Seguía vistiendo toda de negro de los pies a la cabeza, como la reina Victoria después de la muerte de su marido Alberto, pero lucía algo distinto alrededor del cuello. Lo llevaba por dentro del jersey y lo único que podía ver era la cuerda verde.

– ¿Qué es esto? -preguntó, y lo sacó. No parecía un collar; pero si lo era, era el más extraño que había visto nunca.

Tenía dos extremos, idénticos los dos, con unos cuadrados pequeños de tela. Estaban decorados con una M bordada sobre la que también había grabada una pequeña corona dorada. Selevan examinó los cuadrados de tela con recelo.

– ¿Qué es esto, niña? -preguntó a Tammy.

– Un escapulario -contestó ella.

– ¿Un escapu qué?

– Un escapulario.

– ¿Y qué significa la M?

– María.

– ¿Qué María? -preguntó. Ella suspiró.

– Oh, yayo -fue su respuesta.

Esta reacción no le alivió precisamente. Se guardó el escapulario y le dijo que moviera el trasero hacia el coche. Cuando se reunió con ella, sabía que había llegado el momento, así que habló.

– ¿Es miedo? -le preguntó.

– ¿Qué miedo?

– Ya sabes qué miedo: a los hombres. ¿Tu madre te ha…? Ya sabes. Maldita sea, ya sabes de qué estoy hablando, niña.

– La verdad es que no.

– ¿Te ha hablado tu madre…?

A su mujer, su madre no se lo había contado. La pobre Dot no sabía nada. Había llegado a él no sólo virgen, sino también ignorante como un corderito. Él había estado desastroso por culpa de la inexperiencia y los nervios, que se manifestaron en impaciencia y provocaron que ella llorara de terror. Pero las chicas modernas no eran así, ¿verdad? Ya lo sabían todo antes de cumplir diez años.

Por otro lado, la ignorancia y el miedo explicaban muchas cosas sobre Tammy. Porque podían ser la raíz de lo que estaba viviendo actualmente, guardándoselo todo para ella.

– ¿Te ha hablado tu madre de eso, niña?

– ¿De qué?

– De las flores y las abejas. Los gatos y los gatitos. ¿Te ha contado tu madre?

– Oh, yayo -dijo ella.

– Déjate de «oh, yayo» y ponme al tanto, maldita sea. Porque si no te lo ha contado…

«Pobre Dot -pensó-. Pobre Dot, que lo ignoraba todo.» Era la mayor en una familia de chicas y nunca había visto a un hombre adulto desnudo excepto en los museos, y la pobre mujer realmente pensaba que los genitales de los hombres tenían forma de hoja de parra… Dios mío, qué horror de noche de bodas. Lo que aprendió de ella fue lo idiota que había sido por mostrar respeto y esperar al matrimonio, porque si lo hubieran hecho antes al menos ella habría sabido si quería casarse de verdad… Sólo que entonces habría insistido en casarse, así que lo mirara como lo mirase, se vio atrapado; como siempre lo había estado: por el amor, por el deber y ahora por Tammy.

– ¿Qué se supone que significa ese «oh, yayo»? -le preguntó-. ¿Lo sabes? ¿Te da vergüenza? ¿Qué te pasa?

Tammy agachó la cabeza. Selevan pensó que tal vez estuviera a punto de echarse a llorar y él no quería eso, así que arrancó el coche. Subieron la cuesta y salieron del parque de caravanas. Vio que la chica no iba a hablar: pretendía ponerle las cosas difíciles. Qué testaruda era, diantre. No podía imaginar de dónde le venía, pero no le sorprendía que sus padres hubieran llegado a desesperarse con ella.

No le quedaba más remedio que insistir si no iba a responderle, así que después de salir del parque de caravanas y subir por la carretera hacia Casvelyn, Selevan sacó sus armas.

– Es el orden natural de las cosas -le dijo-. Los hombres y las mujeres juntos. Todo lo demás es antinatural y me refiero a todo lo demás, ya entiendes qué quiero decir, niña. No hay que preocuparse porque tengamos partes distintas; nuestras partes distintas deben juntarse. El hombre se pone arriba y la mujer debajo. Juntan sus cosas porque así es como funciona. Él se mete dentro y retozan un rato y cuando acaban, se duermen. Después a veces sale un bebé. A veces no. Pero es como tiene que ser y si el hombre anda con ojo, se convierte en algo muy bonito que los dos pueden disfrutar.

Ahí estaba. Ya lo había dicho. Pero quería repetir una parte, para asegurarse de que lo entendía.

– Todo lo demás -dijo dando un golpecito en el volante- no está en el orden natural de las cosas y tenemos que ser naturales. Naturales, como la naturaleza. Y en la naturaleza lo que no se ve y nunca verás…

– He estado hablando con Dios -dijo Tammy.

Esa sí era una manera de poner fin a una conversación, pensó Selevan. Y justo cuando menos se lo esperaba, como si no hubiera estado intentando decirle algo a la chica.

– ¿Ah, sí? -le preguntó-. ¿Y qué te ha respondido Dios? Qué majo que tenga tiempo para ti, por cierto, porque el muy cabrón nunca ha tenido tiempo para mí.

– He intentado escuchar -Tammy hablaba como una niña que tiene cosas en la cabeza-. He intentado escuchar su voz.

– ¿Su voz? ¿La voz de Dios? ¿Desde dónde? ¿Esperas que salga de las aulagas o algo así?

– La voz de Dios viene de dentro -dijo Tammy, y se tocó suavemente el pecho delgado con el puño cerrado-. He intentado escuchar la voz que oigo en mi interior. Es una voz sosegada, la voz de lo que está bien. Cuando la oyes, lo sabes, yayo.

– ¿La oyes mucho?

– Cuando estoy tranquila. Pero ahora no puedo.

– Yo te he visto tranquila día y noche.

– Pero no por dentro.

– ¿Por qué? -Selevan la miró. Estaba concentrada en el día lluvioso, caían gotas de los setos mientras el coche los dejaba atrás, una urraca cruzaba el cielo.

– Tengo la cabeza llena de ruido -dijo-. Si mi cabeza no se calla, no puedo escuchar a Dios.

«¿Ruido?», pensó Selevan. ¿De qué hablaba aquella chica exasperante? Un momento creía que había conseguido que entrara en razón y al otro volvía a desconcertarlo.

– ¿Qué tienes ahí arriba, entonces? -le preguntó, y le dio un golpecito en la cabeza-. ¿Duendes y demonios?

– No te rías -contestó ella-. Estoy intentando decirte… No puedo preguntar nada ni preguntárselo a nadie. Así que te lo digo a ti, porque no se me ocurre nadie más. Supongo que estoy pidiendo ayuda, yayo.

Ahora habían llegado al fondo de la cuestión, pensó. Era el momento que habían esperado los padres de la chica. El tiempo que había pasado con su abuelo había merecido la pena. Esperó a que continuara hablando.

– Mmm -dijo para indicar su disposición a escucharla. Transcurrieron los minutos mientras se acercaban a Casvelyn. Tammy no dijo nada más hasta que llegaron al pueblo.

Entonces fue breve. Selevan había parado en el arcén delante de la tienda de surf Clean Barrel antes de que hablara.

– Si supiera algo -le dijo Tammy con los ojos clavados en la puerta de la tienda- y si lo que supiera pudiera causarle problemas a alguien… ¿Qué debería hacer, yayo? He estado preguntándoselo a Dios, pero no me ha contestado. ¿Qué debería hacer? Podría seguir preguntando, porque cuando le pasa algo malo a alguien a quien aprecias, es como…

– El chico Kerne -la interrumpió Selevan-. ¿Sabes algo sobre el chico Kerne, Tammy? Mírame, niña, no mires afuera.

Ella lo miró. Selevan vio que estaba más atribulada de lo que pensaba. Así que sólo existía una respuesta y se la debía, a pesar de los inconvenientes que pudiera provocar en su propia vida.

– Si sabes algo, tienes que contárselo a la policía -dijo-. No hay más. Tienes que hacerlo hoy.