171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Capítulo 12

Le superaba en los dardos. Lynley lo había descubierto bien pronto la noche anterior y añadió aquella información a lo poco que sabía sobre Daidre Trahair. Tenía una diana montada detrás de la puerta del comedor, algo en lo que no había reparado antes porque dejó la puerta abierta en lugar de cerrarla al viento frío, que podía penetrar en el edificio desde el vestíbulo minúsculo cuando alguien entraba en la cabaña.

Debió saber que tendría problemas cuando sacó una cinta para medir la distancia exacta de dos metros treinta y siete centímetros desde la puerta cerrada. Allí colocó el atizador de la chimenea en paralelo y dijo que era su línea de tiro.

– ¿De acuerdo? -le dijo ella-. Esta línea marca dónde tiene que colocarse el jugador, Thomas.

Entonces tuvo la primera pista verdadera de que seguramente estaba sentenciado. Pero pensó «¿qué dificultad puede entrañar?» y fue como un corderito metafórico al matadero, accediendo a un juego llamado 501 sobre el que no sabía nada de nada.

– ¿Hay reglas? -preguntó.

Ella lo miró con recelo.

– Por supuesto que hay reglas. Es un juego, Thomas.

Y procedió a explicárselas. Empezó por la diana y él se vio desbordado casi de inmediato cuando se refirió a las coronas doble y triple y lo que significaba para la puntuación alcanzar una de ellas. Nunca había pensado que fuera estúpido -siempre le había parecido que identificar el blanco era lo único que había que saber para jugar a los dardos-, pero al cabo de unos momentos, estaba totalmente perdido.

Era sencillo, le dijo Daidre.

– Los dos empezarnos con una puntuación de 501 y el objetivo es llegar a cero. Cada uno lanza tres dardos. Dar en el blanco son cincuenta puntos, en la corona exterior, veinticinco, y cualquier dardo en las coronas doble o triple duplica o triplica la puntuación del segmento. ¿Sí?

Thomas asintió. No estaba en absoluto seguro de qué hablaba, pero la confianza, creía él, era la clave del éxito.

– Bien. Ahora, hay una advertencia: el último dardo tiene que alcanzar un doble o el blanco. Y, además, si reduces tu puntuación a uno o por debajo de cero, tu turno termina de inmediato y la tirada pasa al otro lanzador. ¿Me sigues?

Thomas asintió. A estas alturas todavía estaba menos seguro, pero decidió que no podía ser difícil alcanzar una diana situada a menos de tres metros. Además, sólo era un juego y tenía un ego lo bastante fuerte como para salir indemne si Daidre ganaba la partida. Porque podían jugar otra. Dos de tres. Tres de cinco. No importaba. Sólo era una diversión para pasar la noche, ¿no?

Daidre ganó todas las partidas. Podrían haber jugado toda la noche y seguramente habría seguido ganando. Resultó que la muy bruja -porque eso era lo que pensaba de ella para entonces- no sólo era jugadora de torneos, sino también la clase de mujer que no creía que hubiera que preservar el ego de un hombre permitiéndole ciertos momentos de supremacía engañosa.

Al menos tuvo la gentileza de sentirse moderadamente avergonzada.

– Oh, vaya, Dios mío. Bueno, la verdad es que nunca dejo ganar a nadie. Nunca me ha parecido correcto.

– Eres… asombrosa -dijo Thomas-. La cabeza me da vueltas.

– Es que juego mucho. No te lo he dicho, ¿verdad?, así que pagaré una penalización por no contarte la verdad. Te ayudaré con los platos.

Cumplió su palabra y fueron a la cocina en un ambiente cordial; él se encargó de lavar y ella de secar. Le hizo limpiar los fogones -«es lo justo», le dijo-, pero ella barrió el suelo y fregó la pila. Thomas se descubrió disfrutando de su compañía y, en consecuencia, se sintió incómodo cuando tuvo que enfrentarse a la tarea que le habían encomendado.

La hizo de todos modos. En el fondo de su esencia era policía y alguien había muerto a consecuencia de un asesinato. Daidre había mentido a un investigador e independientemente de que estuviera disfrutando de la velada, tenía un trabajo que hacer para la inspectora Hannaford y pensaba hacerlo.

Lo emprendió a la mañana siguiente y desde su habitación en el Salthouse Inn fue capaz de distanciarse bastante. Gracias a unas sencillas llamadas telefónicas descubrió que alguien que se llamaba Daidre Trahair era, en efecto, uno de los veterinarios del zoo de Bristol. Cuando pidió hablar con la doctora Trahair, le comunicaron que se había cogido unos días de baja para atender un asunto familiar en Cornualles.

Aquella noticia no le dio que pensar. A menudo la gente afirmaba tener que ocuparse de asuntos familiares cuando dichos asuntos simplemente se correspondían con la necesidad de escapar unos días de un trabajo estresante. Decidió que no podía tomárselo en cuenta.

La historia sobre el hermano chino adoptado también era cierta. Lok Trahair estudiaba, efectivamente, en la Universidad de Oxford. La propia Daidre estaba licenciada en biología por la Universidad de Glasgow y después había estudiado en el Royal Veterinary College para obtener el título de veterinaria. Todo aquello estaba muy bien, pensó Lynley. Tal vez tuviera secretos que deseaba ocultar a la inspectora Hannaford, pero no eran sobre su identidad o la de su hermano.

Siguió ahondando en su educación, pero ahí fue donde topó con el primer problema. Daidre Trahair había estudiado la secundaria en Falmouth, pero antes de eso no había ningún expediente de ella. No constaba como alumna de ninguna escuela del pueblo: ni pública ni privada, ni normal ni internado ni de monjas… No había nada. O no había vivido en Falmouth durante esos años de su educación o la habían mandado fuera o se había escolarizado en casa.

Sin embargo, habría mencionado haber estudiado en casa, ya que, como había reconocido ella misma, había nacido allí. Era una continuación lógica, ¿no?

No estaba seguro. Tampoco estaba seguro de qué más podía hacer. Estaba considerando sus opciones cuando un golpeteo en la puerta de su habitación lo despertó de sus pensamientos. Siobhan Rourke le entregó un paquete pequeño. Acababa de llegar en el correo, le dijo.

Thomas le dio las gracias y cuando estuvo solo otra vez, lo abrió automáticamente y encontró su cartera. También la abrió. Era un acto reflejo, pero fue más que eso. De repente, recuperó la conciencia de quién era; un hecho para el que no estaba preparado. El carné de conducir doblado en un cuadrado, una tarjeta de débito, tarjetas de crédito, una foto de Helen.

La cogió entre sus dedos. Era de Helen en Navidad, menos de dos meses antes de morir. Tuvieron unas vacaciones apresuradas, sin tiempo para visitar a la familia de ella ni de él porque Lynley estaba en medio de un caso. «No te preocupes, habrá otras Navidades, cariño», le había dicho ella.

«Helen», pensó.

Tuvo que obligarse a regresar al presente. Guardó en su sitio en la cartera la foto de su mujer con la mejilla apoyada en la mano, sonriéndole desde la mesa del desayuno, el pelo todavía despeinado, la cara lavada, como le encantaba a él. Dejó la cartera en la mesita de noche, junto al teléfono. Se sentó en silencio, escuchando sólo su respiración. Pensó en su nombre. Pensó en su cara. No pensó en nada.

Al cabo de un momento, reanudó su trabajo. Se planteó sus opciones. Había que seguir investigando a Daidre Trahair, pero no quería ser él quien lo hiciera, por mucha lealtad que sintiera hacia un colega policía. Porque él no era policía, ni aquí ni ahora. Pero otros sí.

Antes de poder frenarse, porque sería muy fácil hacerlo, descolgó el teléfono y marcó un número que conocía mejor que el suyo. Y una voz tan familiar como la de un familiar respondió al otro lado: Dorothea Harriman, la secretaria de departamento de New Scotland Yard.

Al principio no estaba seguro de si podría hablar, pero al final consiguió decir:

– Dee.

Ella le reconoció al instante.

– Comisario… Inspector… ¿Señor? -dijo en voz muy baja.

– Sólo Thomas -dijo él-. Sólo Thomas, Dee.

– Oh, madre mía, no, señor -fue su respuesta. Dee Harriman, quien nunca había llamado a nadie por otro nombre que no incluyera su rango completo-. ¿Cómo está, comisario Lynley?

– Estoy bien, Dee. ¿Está Barbara disponible?

– ¿La sargento Havers? -Una pregunta estúpida, nada propia de Dee. Lynley se dijo que por qué la había hecho-. No. No está, comisario. No está aquí. Pero el sargento Nkata anda por aquí, y el inspector Stewart. Y también el inspect…

Lynley le ahorró el recitado interminable.

– Llamaré a Barbara al móvil. Y, Dee…

– Diga, comisario.

– No le digas a nadie que he llamado. ¿De acuerdo?

– Pero ¿está usted…?

– Por favor.

– Sí, sí, por supuesto. Pero esperamos… No sólo yo… Sé que hablo por todo el mundo si le digo…

– Gracias.

Colgó. Pensó en telefonear a Barbara Havers, compañera de tantos años y amiga cascarrabias. Sabía que le ofrecería su ayuda encantada, pero lo haría demasiado encantada y, si se encontraba en medio de una investigación, lo haría igualmente y luego padecería las consecuencias de ese ofrecimiento sin mencionárselo.

No sabía si podía hacerlo por otros motivos: lo que había sentido en cuanto escuchó la voz de Dorothea Harriman. Era demasiado pronto, obviamente, tal vez la herida fuera demasiado profunda para que sanara.

Sin embargo, un chico había muerto y Lynley era quien era. Volvió a descolgar el teléfono.

– ¿Sí? -El modo de responder era típico de Havers. También lo hizo gritando, porque era evidente que estaba desplazándose a algún sitio en la trampa mortal de su coche, a juzgar por el ruido de fondo.

Respiró hondo, todavía indeciso.

– Eh. ¿Hay alguien ahí? -dijo ella-. No te oigo. ¿Me oyes?

– Sí. Te oigo, Barbara -dijo-. El juego está en marcha. ¿Puedes ayudarme?

Hubo una pausa larga. Lynley oyó ruidos procedentes de su radio, el sonido distante del tráfico. Prudentemente, pareció, Havers se detuvo en el arcén de la carretera para hablar. Pero siguió sin decir nada.

– ¿Barbara? -dijo Lynley.

– Dígame, señor -fue su respuesta.

* * *

LiquidEarth se encontraba en Binner Down, entre un grupo de pequeñas empresas manufactureras en los terrenos de una base aérea militar desmantelada hacía tiempo. Era una reliquia de la Segunda Guerra Mundial, reducida durante todas aquellas décadas posteriores a una combinación de edificios destartalados, calles llenas de surcos y cubiertas de zarzas. Entre las construcciones abandonadas a lo largo de las calles, la zona parecía un vertedero. Trampas para langostas y redes de pescador en desuso se apilaban al lado de bloques de hormigón roto; neumáticos tirados y muebles mohosos languidecían contra tanques de propano; retretes manchados y lavabos descascarillados eran elementos que contrastaban en este entorno y luchaban contra la hiedra silvestre. Había colchones, bolsas de basura negras llenas de sabe Dios qué, sillas de tres patas, puertas astilladas, marcos de ventanas destrozados. Era un sitio perfecto para deshacerse de un cadáver, concluyó Bea Hannaford. Se tardarían años en encontrarlo.

El olor del lugar se colaba incluso dentro del coche. La humedad del aire transportaba los humos y el estiércol de vaca de una lechería que había al otro lado del pueblo. Añadiéndose a aquel ambiente general desagradable, había en el asfalto charcos de agua de lluvia estancada con manchas de aceite.

Había traído al agente McNulty con ella, tanto para que le hiciera de copiloto como para que tomara notas. Basándose en los comentarios que había realizado en el cuarto de Santo Kerne el día anterior, decidió que quizá resultara útil en temas relacionados con el surf, y como había residido toda la vida en Casvelyn, al menos conocía el pueblo.

Habían llegado a LiquidEarth trazando una ruta tortuosa que los llevó por el puerto, que formaba el extremo nororiental del canal en desuso de Casvelyn. Accedieron a Binner Down desde una calle llamada Arundel, de la que salía un sendero lleno de baches que pasaba por una granja mugrienta. Detrás se encontraba la base aérea desmantelada y más allá, a lo lejos, se levantaba una casa en ruinas, un lugar desastroso tomado por una sucesión de surfistas y que había quedado destrozado por culpa de su ocupación. McNulty pareció tomárselo con filosofía. ¿Qué podía esperarse?, parecía decir.

Bea pronto vio que era afortunada por contar con él, porque no había ninguna dirección que identificara los negocios asentados en el antiguo aeródromo. Eran edificios de hormigón prácticamente sin ventanas con techos de metal galvanizado de los que sobresalía la hiedra. Rampas de cemento agrietadas conducían a puertas metálicas pesadas delante de cada uno y de vez en cuando había un pasillo entre ellos.

McNulty dirigió a Bea por un camino en el extremo norte del aeródromo. Después de dar botes durante unos trescientos metros, con el consecuente dolor en la columna, el agente dijo por fin:

– Ya estamos, jefa.

Señaló una de tres casetas que en su día, declaró, habían alojado a las mujeres de la sección femenina de la Marina Real Británica. A Bea le resultó bastante difícil de creer, pero la época había sido dura. Comparado con llevar una existencia penosa en una zona bombardeada de Londres o Coventry, seguramente este lugar era el paraíso.

Después de bajar del coche y realizar algunos movimientos quiroprácticos para aliviar el dolor de espalda, McNulty señaló lo cerca que estaba este punto de la morada de los surfistas. La llamó Binner Down House y se erigía a lo lejos, justo enfrente de la colina que tenían delante. Era práctico para ellos si lo pensabas. Si necesitaban reparar las tablas, sólo tenían que cruzar y dejárselas a Lew Angarrack.

Entraron en LiquidEarth por una puerta fortificada con no menos de cuatro cerrojos. Se encontraron de inmediato en un taller de exposición pequeño, donde en estantes a lo largo de dos paredes había apoyadas tablas largas y cortas con el morro hacia arriba y sin quillas. En una tercera pared había colgados posters de surf con olas del tamaño de un transatlántico, mientras que en la cuarta pared estaba el mostrador del negocio. Dentro y detrás del mismo, había una exposición de accesorios para la práctica del surf: bolsas para tablas, cuerdas, quillas. No había trajes de neopreno. Tampoco camisetas diseñadas por Santo Kerne.

El lugar desprendía un olor que producía picor en los ojos. Resultó provenir de un cuarto polvoriento situado al fondo del taller de exposición, donde un hombre que llevaba un mono, el pelo recogido en una coleta y gafas grandes vertía con cuidado la sustancia de un cubo de plástico sobre una tabla de surf colocada sobre dos caballetes.

El hombre se movía despacio, tal vez por la naturaleza del trabajo, tal vez por su discapacidad, sus costumbres o su edad. Tenía temblores, vio Bea. Por el parkinson, el alcohol o lo que fuera.

– Disculpe. ¿El señor Angarrack? -dijo la inspectora justo cuando oyeron, a un lado, el sonido de una herramienta eléctrica detrás de una puerta cerrada.

– No es él -dijo McNulty en voz baja detrás de ella-. Lew será el que está en la otra habitación, perfilando una tabla.

Bea interpretó que aquello significaba que Angarrack estaba manejando la herramienta que hacía el ruido. Mientras llegaba a esa conclusión, el señor mayor se dio la vuelta. Tenía una cara antigua y llevaba las gafas unidas con un alambre.

– Lo siento. Ahora no puedo dejar esto -dijo señalando con la cabeza lo que estaba haciendo-. Pero entren. ¿Son los policías?

Era obvio, ya que McNulty vestía de uniforme. Pero Bea dio un paso adelante, dejando huellas en el suelo cubierto de polvo de poliestireno y le mostró su identificación. El hombre le echó un vistazo superficial asintiendo con la cabeza y dijo que él era Jago Reeth, el estratificador. Estaba aplicando la última capa de resina a una tabla y tenía que repartirla antes de que comenzara a fijarse o tendría problemas para lijarla. Pero estaría libre para hablar con ellos cuando terminara si querían. Si querían hablar con Lew, estaba dando los primeros retoques a los cantos de una tabla y no querría que nadie lo molestara, porque le gustaba hacerlo de una vez.

– Nos aseguraremos de presentarle nuestras disculpas -le dijo Bea a Jago Reeth-. ¿Puede ir a buscarle o podemos…? -Señaló la puerta tras la cual el chirrido de una herramienta evidenciaba un trabajo laborioso con los cantos.

– Esperen, entonces -dijo Jago-. Dejen que me ocupe de esto. No tardaré ni cinco minutos y hay que hacerlo enseguida.

Le observaron mientras terminaba con el cubo de plástico. La resina formó un charco poco profundo definido por la curva de la tabla de surf y utilizó un pincel para repartirla de manera uniforme. Una vez más, Bea se fijó en el temblor de su mano mientras manejaba el pincel. Pareció que el hombre le leyó el pensamiento a través de la mirada.

– No me quedan muchos años buenos -dijo el hombre-. Debí coger las olas grandes cuando tuve ocasión.

– ¿También practica surf? -le preguntó Bea a Jago Reeth.

– Ahora ya no. Si quiero ver el día de mañana. -Alzó la vista para mirarla desde su posición inclinada sobre la tabla. Detrás de las gafas, cuyos cristales tenían motitas blancas, sus ojos eran claros y penetrantes a pesar de su edad-. Han venido por Santo Kerne, supongo. Fue un asesinato, ¿no?

– Lo sabe, ¿verdad? -preguntó Bea a Jago Reeth.

– No lo sabía -dijo-. Me lo imaginaba.

– ¿Por qué?

– Están aquí. ¿Por qué iban a venir si no fuera un asesinato? ¿O se pasean por ahí dando el pésame a todo el mundo que conocía al chaval?

– ¿Se cuenta usted entre ellos?

– Sí -respondió-. Hacía poco, pero le conocía. Hará unos seis meses, desde que empecé a trabajar con Lew.

– ¿Así que no reside en el pueblo desde siempre?

El hombre deslizó el pincel a lo largo de toda la tabla.

– ¿Yo? No. Esta vez venía de Australia. Llevo siguiendo la temporada desde que tengo memoria.

– ¿De verano o de surf?

– En algunos lugares es lo mismo. En otros, es invierno. Siempre necesitan gente que fabrique tablas, y yo soy su hombre.

– ¿No es un poco pronto aquí para la temporada?

– No tanto. Sólo quedan unas semanas. Y ahora es cuando más me necesitan porque los pedidos entran antes de que empiece. Luego, durante la temporada, las tablas se abollan y hay que repararlas. Newquay, North Shore, Queensland, California. Voy allí a trabajar. Antes trabajaba primero y surfeaba después; a veces al revés.

– Pero ya no.

– Diablos, no. Seguro que me mataría. El padre de Santo pensaba que el chico se mataría surfeando, ¿saben? Menudo idiota. Es más seguro que cruzar la calle. Y los chavales están en contacto con el aire libre y el sol.

– Escalando acantilados también -señaló Bea.

Jago la miró.

– Y mire cómo acabó.

– ¿Conoce a los Kerne, entonces?

– A Santo. Ya se lo he dicho. Y al resto por lo que él me contaba. Eso es todo lo que sé.

Dejó el pincel en el cubo, que había puesto en el suelo debajo de la tabla, y examinó detenidamente su trabajo, poniéndose en cuclillas para estudiarla desde la cola hasta morro. Entonces se levantó y fue a la puerta tras la que estaban perfilándose los cantos de la tabla. La cerró después de entrar y, al cabo de un momento, la herramienta paró.

El agente McNulty, vio Bea, estaba inspeccionando el lugar con una arruga entre las cejas, como si pensara en lo que estaba observando. Ella no sabía nada sobre la fabricación de tablas de surf, así que dijo:

– ¿Qué?

El hombre despertó de sus pensamientos.

– Algo. Todavía no lo sé exactamente.

– ¿Sobre el lugar? ¿Sobre Reeth? ¿Sobre Santo? ¿Su familia? ¿Qué?

– No estoy seguro.

La inspectora soltó un suspiro. Seguramente el agente necesitaría una tabla ouija.

Lew Angarrack se reunió con ellos. Iba vestido igual que Jago Reeth, con un mono blanco de papel resistente, el acompañamiento perfecto para el resto de su aspecto, que también era blanco. Su abundante pelo podría ser de cualquier color -seguramente canoso, debido a su edad, que parecía sobrepasar los cuarenta y cinco-, pero ahora parecía una peluca de abogado inglés, por lo cubierto que estaba de polvo de poliestireno. Este mismo polvo formaba una fina pátina en su frente y sus mejillas. Alrededor de la boca y los ojos estaba limpio, lo que se explicaba por la máscara con filtro y las gafas protectoras que colgaban de su cuello.

Detrás de él, Bea vio la tabla en la que trabajaba. Igual que la tabla que el estratificador estaba terminando, descansaba sobre dos caballetes altos: recortada de su plancha oblonga de poliestireno y dividida en dos mitades por una varilla de madera. En una pared a un lado del cuarto había apoyadas más de estas placas. En el otro lado, vio Bea, había un estante con herramientas: cepillos eléctricos, lijadoras orbitales y escofinas, por lo que parecía.

Angarrack no era un hombre grande, no era mucho más alto que la propia Bea, pero parecía bastante musculoso de cintura para arriba y la inspectora imaginó que tendría bastante fuerza. Al parecer, Jago Reeth le había puesto al corriente de los hechos en torno a la muerte de Santo Kerne, pero no pareció adoptar una actitud cautelosa al ver a la policía. Tampoco parecía sorprendido; ni impactado ni apenado, en realidad.

Bea se presentó e hizo lo propio con el agente McNulty.

– ¿Podemos hablar con el señor Angarrack?

– Esa pregunta es una mera formalidad, ¿no? -contestó el hombre con brusquedad-. Están aquí y supongo que eso significa que vamos a hablar.

– Tal vez pueda enseñarnos el lugar mientras conversamos -dijo Bea-. No sé nada de cómo se fabrican las tablas de surf.

– Se llama perfilar -le dijo Jago Reeth, que se había quedado cerca de ellos.

– No hay mucho que ver -explicó Angarrack-. Perfilar, diseñar, estratificar, lijar. Hay un cuarto para cada etapa.

Utilizó el pulgar para señalarlos a medida que hablaba. La puerta del cuarto de diseño estaba abierta pero con la luz apagada, así que pulsó un interruptor en la pared. Les asaltaron colores brillantes, rociados por las paredes, el suelo y el techo. Había otro caballete en medio de la habitación, pero ninguna tabla esperaba encima, aunque había cinco contra la pared, perfiladas y a punto para el arte de alguien.

– ¿También las decora? -preguntó Bea.

– Yo no. Un veterano se ocupó de los diseños durante un tiempo hasta que se marchó. Luego se encargó Santo, para pagarme una tabla que quería. Ahora estoy buscando a alguien.

– ¿Por la muerte de Santo?

– No. Ya le había echado.

– ¿Por qué?

– Supongo que por lealtad, diría yo.

– ¿Hacia quién?

– Mi hija.

– La novia de Santo.

– Lo fue durante una época, pero en el pasado. -Pasó a su lado y salió al taller, donde en una mesa plegable detrás del mostrador había un hervidor eléctrico junto a unos folletos, una carpeta llena de papeles y diseños para tablas. Lo enchufó y preguntó-: ¿Quieren algo? -Cuando ellos contestaron que no, gritó-: ¿Jago?

– Solo y muy cargado -respondió Jago.

– Háblenos de Santo Kerne -dijo Bea mientras Lew seguía a lo suyo con el café instantáneo, que echó en abundancia en una taza y en menor cantidad en la otra.

– Me compró una tabla hace un par de años. Había observado a los surfistas cerca del hotel y dijo que quería aprender. Fue primero al Clean Barrel…

– La tienda de surf -murmuró McNulty, como si creyera que Bea necesitaba un traductor.

– … y Will Mendick, el tipo que trabajaba allí, le recomendó que me comprara la tabla a mí. Llevo algunas al Clean Barrel, pero no muchas.

– No se gana dinero con la venta al por menor -gritó Jago desde la otra habitación.

– Muy cierto, sí. A Santo le gustaba una que había visto en el Clean Barrel, pero era demasiado avanzada para él, aunque en aquel momento él no lo habría sabido. Era una tabla corta, de tres quillas. Preguntó por ella, pero Will sabía que no aprendería bien con esa tabla, si llegaba a aprender, y me lo mandó a mí. Le hice una con la que pudiera aprender, algo más ancha, más larga, con una sola quilla. Y Madlyn, mi hija, le dio clases.

– Así fue como empezaron a salir, entonces.

– Básicamente.

El hervidor se apagó. Angarrack vertió el agua en las tazas, removió el líquido y dijo:

– Aquí tienes, colega. -Aquello hizo que Jago Reeth se uniera a ellos. Sorbió el café.

– ¿Cómo se sintió al respecto? -preguntó Bea a Angarrack-. De su relación.

Observó que Jago miraba a Lew atentamente. «Interesante», pensó, y grabó en su mente el nombre de los dos tipos.

– ¿La verdad? No me gustaba. Madlyn se desconcentró. Antes tenía un objetivo: los nacionales, competiciones internacionales. Después de conocer a Santo, todo eso desapareció. Todavía veía más allá de sus narices, pero no veía ni un centímetro más allá de Santo Kerne.

– El primer amor -comentó Jago-. Es brutal.

– Los dos eran demasiado jóvenes -continuó Angarrack-. No tenían ni diecisiete años cuando se conocieron y no sé qué edad tendrían cuando comenzaron a… -Hizo un gesto con la mano para indicar que debían completar ellos la frase.

– Se convirtieron en amantes -infirió Bea.

– A esa edad no es amor -le dijo Angarrack-. Para los chicos no lo es. Pero ¿para ella? Los ojos le hacían chiribitas y estaba atontada. Santo por aquí, Santo por allá. Ojalá hubiera podido hacer algo para impedirlo.

– Así es la vida, Lew. -Jago se recostó en el marco de la puerta del cuarto de estratificación con la taza en la mano.

– No le prohibí que le viera -prosiguió Angarrack-. ¿Qué sentido habría tenido? Pero le dije que tuviera cuidado.

– ¿Con qué?

– Con lo obvio. Ya era bastante malo que hubiera dejado la competición. Aún peor sería que llegara embarazada, o peor que eso.

– ¿Peor?

– Con alguna enfermedad.

– Ah. Parece que piensa que el chico era promiscuo.

– No sabía cómo coño era. Y no quería tener que averiguarlo porque Madlyn se hubiera metido en algún lío, cualquier lío. Así que la advertí y luego lo dejé estar. -Angarrack todavía no había cogido su taza, pero lo hizo ahora y bebió un sorbo-. Seguramente ése fue mi error.

– ¿Porqué?¿Acaso…?

– Lo habría superado antes cuando la historia terminó. En realidad, no lo ha superado.

– Me atrevería a decir que ahora lo hará -dijo Bea.

Los dos hombres intercambiaron una mirada rápida, casi furtiva. Bea lo vio y grabó en su mente ese gesto.

– Hemos encontrado el diseño para una camiseta de LiquidEarth en el ordenador de Santo -dijo la inspectora. El agente McNulty sacó el dibujo y lo entregó al perfilador de tablas de surf-. ¿Se lo pidió usted?

Angarrack negó con la cabeza.

– Cuando Madlyn rompió con Santo, yo también rompí con él. Tal vez fuera un diseño para pagar la tabla nueva…

– ¿Otra tabla?

– La primera se le había quedado pequeña. Necesitaba otra, superior a la tabla de aprendizaje, si quería mejorar. Pero en cuanto le eché, no tenía modo de pagarme. Quizás iba a hacerlo con esto. -Le devolvió el diseño a McNulty.

– Enséñale el otro -le dijo Bea al agente, y McNulty sacó el diseño de Realiza un acto de subversión y se lo entregó. Lew lo miró y negó con la cabeza. Se lo pasó a Jago, que se ajustó las gafas con los nudillos, leyó el logotipo y dijo:

– Will Mendick. Era para él.

– El tipo de la tienda de surf Clean Barrel.

– Eso era antes. Ahora trabaja en el supermercado Blue Star.

– ¿Qué significa el diseño?

– Es un freegan. Al menos era como Santo decía que se llama a sí mismo.

– ¿Un freegan? No he oído nunca esa palabra.

– Sólo come lo que es gratis: cosas que cultiva además de porquería que saca de los cubos de basura de detrás del mercado y de los restaurantes.

– Qué tentador. ¿Se trata de un movimiento o algo así?

Jago se encogió de hombros.

– Qué sé yo. Pero él y Santo eran amigos, más o menos, así que podría ser un favor. Lo de la camiseta, digo.

Bea se quedó satisfecha al oír que el agente McNulty anotaba todo aquello en lugar de examinar los pósters de surf. No le satisfizo tanto cuando de repente le dijo a Jago:

– ¿Alguna vez ha visto las olas gigantes? McNulty se sonrojó mientras hablaba, como si supiera que aquello era impropio pero no pudiera contenerse más.

– Oh, sí. En Ke Iki, Waimea, Jaws, Teahupoo.

– ¿Son tan grandes como dicen?

– Depende del tiempo -respondió Jago-. A veces son grandes como edificios. O mayores.

– ¿Dónde? ¿Cuándo? -Y luego le dijo a Bea, disculpándose-: Tengo pensado ir, ¿sabe? Mi mujer y yo y los niños… Es nuestro sueño. Y cuando vayamos, quiero estar seguro del lugar y las olas… Ya sabe.

– ¿También hace surf, entonces? -le preguntó Jago.

– Un poco. No como ustedes, pero yo…

– Ya es suficiente, agente -dijo Bea a McNulty.

Parecía angustiado, le habían arrebatado una oportunidad.

– Sólo quería saber…

– ¿Dónde podríamos encontrar a su hija? -preguntó la inspectora a Lew Angarrack mientras hacía un gesto impaciente a McNulty para que se callara.

Lew se terminó el café y dejó la taza en la mesa de cartón.

– ¿Por qué buscan a Madlyn? -dijo.

– Diría que es bastante obvio.

– Pues la verdad es que no.

– ¿La ex novia potencialmente rechazada de Santo Kerne, señor Angarrack? Hay que interrogarla como a todos los demás.

Era evidente que a Angarrack no le gustaba a donde quería ir a parar Bea, pero le dijo que podía encontrar a su hija en su lugar de trabajo. Bea le entregó su tarjeta y rodeó con un círculo su número de móvil. Si se le ocurría algo más…

El hombre asintió y retomó su trabajo. Entró en el cuarto de perfilado y cerró la puerta. Al cabo de un momento, el sonido de una herramienta eléctrica volvió a chillar en el edificio.

Jago Reeth se quedó con Bea y el agente.

– Una cosa más… -dijo, mirando hacia atrás-. Tengo conciencia de algo, así que si tienen un momento para seguir hablando… -Cuando Bea asintió, añadió-: Preferiría que Lew no supiera nada de esto, ¿entienden? Tal como han ido las cosas, se cabrearía muchísimo si se enterara.

– ¿De qué?

Jago cambió de posición.

– Yo les dejé el sitio. Sé que seguramente no debí hacerlo. Lo vi después, pero entonces ya había saltado la liebre. No podía volver a meterla en la jaula cuando no dejaba de corretear, ¿verdad?

– Aunque admiro que quiera conservar la metáfora -le dijo Bea-, ¿podría hablar más claro?

– Santo y Madlyn. Voy habitualmente al Salthouse Inn por las tardes, y me encuentro con un amigo allí casi todos los días. Santo y Madlyn utilizaban mi casa.

– ¿Para acostarse?

No parecía alegrarse de tener que reconocerlo.

– Podría haber dejado que se espabilaran solos, pero me pareció… Quería que estuvieran seguros, ¿saben? No que lo hicieran en el asiento trasero de un coche en alguna parte. En… No lo sé.

– Pero si su padre tiene un hotel… -señaló Bea.

Jago se secó la boca con el dorso de la muñeca.

– De acuerdo, sí. Están las habitaciones del viejo Rey Jorge, por si sirven de algo. Pero eso no significaba… Ellos dos allí… Yo sólo quería… Dios mío. No podía estar seguro de si Santo se pondría lo que tenía que ponerse para que ella estuviera segura, así que se los dejé allí. Junto a la cama.

– Preservativos.

Parecía moderadamente incómodo, un viejo no acostumbrado a mantener conversaciones tan francas con alguien a quien, de lo contrario, habría considerado una dama. «El sexo débil», pensó Bea. La inspectora vio que aquel pensamiento cruzaba su rostro.

– Los usaba, pero no siempre, ¿sabe?

– ¿Y sabe que los usaba porque…? -le instó Bea a continuar.

Jago parecía horrorizado.

– Dios mío, mujer.

– No estoy segura de si Dios tiene mucho que ver en todo esto, señor Reeth. Responda a la pregunta. ¿Los contaba antes y después? ¿Hurgaba en la basura? ¿Qué?

El hombre parecía abatido.

– Las dos cosas, maldita sea. Me preocupo por esa chica, tiene buen corazón. Un poco de carácter, pero buen corazón. Tal como yo lo veo, iba a suceder de todos modos, así que me aseguré de que lo hicieran bien.

– ¿Dónde está? Su casa, quiero decir.

– Tengo una caravana en el Sea Dreams.

Bea miró al agente McNulty y él asintió. Conocía el lugar. Bien.

– Tal vez queramos verla -dijo la inspectora.

– Me lo imaginaba. -Sacudió la cabeza con desesperación-. Jóvenes, ¿qué significan para ellos las consecuencias cuando son jóvenes?

– Sí, bueno. En el calor del momento, ¿quién piensa en las consecuencias? -preguntó Bea.

– Pero hay más que consecuencias, ¿verdad? -dijo Jago-. Igual que esto. -Al parecer, se refería a uno de los pósters de la pared. Mostraba una tabla de surf en el aire, la caída exagerada y memorable de su propietario, crucificado con una ola monstruosa de fondo-. Si no piensan en el momento presente, no digamos ya en el después. Y mire lo que pasa.

– ¿Quién es? -preguntó McNulty acercándose al poster.

– Un tipo que se llamaba Mark Foo, un minuto o dos antes de que el pobre desgraciado muriera.

La boca de McNulty formó una O de respeto y comenzó a responder. Bea vio que se ponía cómodo para escuchar una charla sobre surf como Dios manda e imaginaba perfectamente adonde los llevaría un viaje por aquel camino de recuerdos acuáticos y tristes.

– Parece un poco más peligroso que escalar acantilados, ¿no? Tal vez el padre de Santo hizo bien insistiéndole en que no hiciera surf.

– ¿Intentar apartar al chico de lo que amaba? ¿Cómo puede estar eso bien?

– Tal vez porque su intención era evitar que muriera.

– Pero no pudo evitarlo, ¿no? -dijo Jago Reeth-. Al fin y al cabo, la muerte no siempre es algo que podamos evitar a los demás.

* * *

Una vez más, Daidre Trahair entró en Internet desde el despacho del Watchman de Max Priestley, pero en esta ocasión tuvo que pagar. Sin embargo, Max no le pidió dinero: el precio era una entrevista con uno de sus dos reporteros. Resultaba que Steve Teller estaba en las oficinas trabajando en el artículo sobre la muerte de Santo Kerne. Ella era la pieza que faltaba. El crimen exigía ofrecer el relato de un testigo ocular.

– ¿Crimen? -dijo Daidre Trahair, porque decidió que era la respuesta esperada. Había visto el cadáver y había visto la eslinga, pero Max no lo sabía, aunque tal vez lo supusiera.

– La policía nos lo ha comunicado esta mañana -le explicó Max-. Steve está trabajando en la sala de maquetación. Como ahora estoy utilizando el ordenador, tendrás tiempo para hablar con él.

Daidre no creía que Max estuviera usando el ordenador, pero no discutió con él. No quería involucrarse, no quería ver su nombre, su foto, la dirección de su cabaña ni nada más relacionado con ella en el periódico, pero no vio cómo evitarlo sin levantar las sospechas del periodista, así que accedió. Necesitaba el ordenador y este lugar le permitía más tiempo e intimidad que el único ordenador de la biblioteca. Estaba paranoica -y lo sabía muy bien, maldita sea-, pero volverse paranoica parecía lo más prudente.

Así que fue con Max a la sala de maquetación, mientras se tomaba un momento para lanzarle una mirada subrepticia y determinar qué podía esconderse debajo de su serenidad. Como ella, paseaba por el sendero de la costa. Se lo había encontrado en más de una ocasión en la cima de alguno de los acantilados con su perro como única compañía. La cuarta o quinta vez, habían bromeado entre ellos diciendo «tenemos que dejar de vernos así», y ella le había preguntado por qué paseaba tanto por el sendero. Contestó que a Lily le gustaba y que a él le gustaba estar solo. «Soy hijo único. Estoy acostumbrado a la soledad.» Pero Daidre nunca había creído que fuera la verdad de la cuestión.

Hoy no estaba accesible. No es que alguna vez lo estuviera especialmente. Como siempre, iba vestido como si saliera de un reportaje gráfico de Country Life sobre las actividades cotidianas en Cornualles: el cuello de la camisa azul almidonada aparecía por encima de su jersey de punto color crema, iba bien afeitado y sus gafas brillaban con las luces del techo, tan inmaculadas como el resto de él. Un hombre de cuarenta y tantos años sin ningún pecado.

– Aquí está nuestra presa, Steve -dijo al entrar en la sala de maquetación, donde el reportero trabajaba en un ordenador en el rincón-. Ha accedido a que la entrevistáramos. No tengas piedad con ella.

Daidre le lanzó una mirada.

– Haces que suene como si estuviera implicada de alguna manera.

– No me has parecido sorprendida, por no decir horrorizada, cuando te he dicho que era un asesinato -dijo Max.

Se miraron fijamente. Daidre sopesó las posibles respuestas y se decidió:

– He visto el cadáver. ¿Lo has olvidado?

– ¿Tan obvio era? La primera información que salió fue que se había caído.

– Creo que querían que pareciera eso. -Daidre oyó que Teller tecleaba en el ordenador y dijo con demasiada brusquedad-: No he indicado que la entrevista pudiera comenzar.

Max se rió.

– Estás con un periodista, querida. Todo es jugoso, con el debido respeto. Estás advertida, bla, bla, bla.

– Entiendo. -Se sentó y supo que lo hizo remilgadamente, en el borde de una silla que no podía ser más incómoda. Se puso el bolso en las rodillas y juntó las manos encima. Sabía que parecía una maestra o una candidata esperanzada a un empleo. No pudo evitarlo y tampoco lo intentó-. Esta situación no me satisface del todo.

– A nadie le satisface nunca, salvo a los famosillos de segunda fila.

Entonces Max los dejó, gritando:

– Janna, ¿ya sabemos algo del sumario?

Janna contestó algo desde la otra sala mientras Steve Teller formulaba a Daidre su primera pregunta. Primero quería los hechos y luego sus impresiones, le dijo. Lo segundo, decidió ella, era lo último que contaría a nadie, menos aún a un periodista. Pero, igual que un policía, sin duda el hombre estaría entrenado para olerse las mentiras y advertir las excusas, así que tendría cuidado con cómo decía lo que decía. No le gustaba dejar las cosas al azar.

La experiencia en el Watchman le robó un total de dos horas y se repartió a partes iguales entre la conversación con Teller y su investigación en Internet. Cuando tuvo impreso lo que necesitaba para examinarlo después, concluyó su búsqueda con las palabras «Adventures Unlimited». Hizo una pausa antes de pulsar el botón para que el motor se pusiera en marcha. La intención era preguntarse hasta dónde quería llegar realmente. ¿Era mejor saber o no saber? Si sabía, ¿podría dar la espalda a ese conocimiento? No estaba segura.

La lista de resultados para el negocio neófito no era larga. Vio que el Mail on Sunday le había dedicado un artículo extenso, igual que varios periódicos pequeños de Cornualles. El Watchman era uno de ellos.

«¿Por qué no?», se preguntó. Adventures Unlimited era una historia de Casvelyn. El Watchman era un diario de Casvelyn. El hotel de la Colina del Rey Jorge había sido rescatado de la destrucción -«vamos, Daidre, es un edificio protegido, no iba a dinamitarlo precisamente, ¿no?»-, por lo que también estaba eso…

Leyó el artículo y miró las fotos. Era todo muy típico: el interés arquitectónico, el plan, la familia. Aparecían sus fotografías y también la de Santo. Había información sobre todos ellos, sin destacar en particular a nadie porque se trataba, naturalmente, de un negocio familiar. Al final de todo miró quién firmaba el artículo. Vio que el propio Max había escrito la historia. No era insólito porque el periódico era muy pequeño y, por lo tanto, el trabajo se compartía. Pero a pesar de todo era potencialmente condenatorio.

Se preguntó qué significaba todo aquello para ella: Max, Santo Kerne, los acantilados y Adventures Unlimited. Pensó en Donne y luego lo descartó. A diferencia del poeta, había demasiadas veces en que no se sentía parte de la humanidad.

Se marchó de las oficinas del periódico. Estaba pensando en Max Priestley y en lo que había leído cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Se dio la vuelta y vio a Thomas Lynley avanzando por Princes Street con un trozo de cartón grande bajo el brazo y una bolsa pequeña colgada de los dedos.

Una vez más, pensó en lo distinto que estaba sin la barba, vestido con ropa nueva y refrescado al menos en parte.

– No pareces demasiado escarmentado por la paliza que te llevaste anoche en los dardos -le dijo-. ¿Debo suponer que tu ego está intacto, Thomas?

– No del todo -contestó-. Me he pasado toda la noche despierto practicando en el bar del hostal. Donde me he enterado, por cierto, que machacas a todo el que va. Casi con los ojos vendados, por lo que cuentan.

– Son unos exagerados, me parece.

– ¿Sí? ¿Qué otros secretos ocultas?

– El roller derby -respondió ella-. ¿Te suena de algo? Es un deporte americano en el que terroríficas mujeres ataviadas con patines en línea se golpean las unas a las otras.

– Santo cielo.

– En Bristol tenemos un equipo nuevo y yo soy una anotadora súper dura, mucho más despiadada con los patines que con los dardos. Nos llamamos Boudica's Broads, por cierto, y yo soy Electra la Cojonuda. Todas tenemos apodos amenazantes.

– Nunca deja de sorprenderme, doctora Trahair.

– Me gusta considerarlo parte de mi encanto. ¿Qué llevas ahí? -preguntó señalando el paquete con la cabeza.

– Ah, pues resulta que me alegro de encontrarte. ¿Podría meter esto en tu coche? Es el cristal para sustituir la ventana que te rompí, y también las herramientas para arreglarla.

– ¿Cómo has sabido las medidas?

– He vuelto para tomarlas. -Movió vagamente la cabeza en dirección a la cabaña, al norte del pueblo-. He tenido que entrar otra vez, como no estabas… -reconoció-. Espero que no te importe.

– Confío en que no habrás roto otra ventana para entrar.

– No me ha hecho falta, había roto una ya. Mejor repararla antes de que alguien más descubra el daño y se aproveche de… De lo que sea que tengas escondido ahí dentro.

– Más bien poco, a menos que alguien quiera robarme la diana.

– Por mí encantado -contestó Lynley, con fervor, y ella se rió-. Ahora que nos hemos encontrado, ¿puedo meter esto en tu coche?

Ella le llevó a donde lo había dejado. Había estacionado el Opel en el mismo lugar que el día anterior, en el aparcamiento enfrente del Toes on the Nose, que albergaba otra reunión de surfistas, aunque esta vez rondaban por fuera, mirando vagamente hacia la playa de St. Mevan. Desde la posición ventajosa del aparcamiento, el hotel de la Colina Rey Jorge se encuadraba a unos trescientos metros de allí. Daidre señaló la estructura a Lynley. Allí vivía Santo Kerne, le dijo.

– No me dijiste que había sido un asesinato, Thomas -le comentó después-. Seguro que anoche lo sabías, pero no me dijiste nada.

– ¿Por qué supones que lo sabía?

– Te fuiste con esa policía por la tarde. Tú también lo eres. Policía, quiero decir. No puedo imaginar que no te lo dijera. Por la fraternidad entre miembros del cuerpo y todo eso.

– Me lo dijo -reconoció Lynley.

– ¿Soy sospechosa?

– Lo somos todos, yo incluido.

– ¿Y le contaste…?

– ¿Qué?

– ¿Que conocía, o al menos había reconocido, a Santo Kerne?

Lynley se tomó su tiempo para contestar y Daidre se preguntó por qué.

– No -dijo al fin-. No se lo conté.

– ¿Por qué?

No respondió la pregunta.

– Ah. Tu coche -dijo cuando llegaron.

Daidre quería insistirle para que le diera una contestación, pero tampoco quería saber la respuesta porque no estaba segura de qué haría con ella cuando la obtuviera. Hurgó en su bolso para coger las llaves. Los papeles que llevaba del Watchman se le resbalaron de las manos y cayeron al asfalto.

– Maldita sea -dijo mientras se empapaban por el agua de la lluvia. Empezó a agacharse para recogerlos.

– Déjame a mí -dijo Lynley y, siempre tan caballeroso, dejó el paquete en el suelo y se encorvó para recuperarlos.

Siempre tan policía también, miró los papeles y luego a ella. Daidre notó que se ponía colorada.

– ¿Estás esperando un milagro? -preguntó.

– Mi vida social ha sido bastante escasa estos últimos años. Todo ayuda, pienso yo. ¿Puedo preguntarte por qué no me lo dijiste, Thomas?

– ¿Decirte qué?

– Que a Santo Kerne lo habían asesinado. No puede ser información privilegiada. Max Priestley lo sabía.

Lynley le devolvió los papeles que había imprimido de Internet y recogió su paquete mientras Daidre abría el maletero del Opel.

– ¿Y Max Priestley es?

– El dueño y director del Watchman. He hablado antes con él.

– Como periodista, habrá recibido la información de la inspectora Hannaford, supongo. Será la responsable de determinar qué datos se hacen públicos, porque dudo que cuenten con un agente de prensa en el pueblo, a menos que haya asignado a alguien esas funciones. No dependía de mí decírselo a nadie hasta que Hannaford estuviera dispuesta a revelar la información.

– Entiendo. -No podía decirle «pero pensaba que éramos amigos» porque no era exactamente cierto. No parecía tener sentido continuar con el tema, así que preguntó-: ¿Vas a venir a la cabaña ahora, entonces? ¿A reparar la ventana?

Lynley le dijo que aún le quedaban algunas cosas que hacer en el pueblo, pero que después, si no le importaba, pasaría por Polcare Cove y la arreglaría. Daidre le preguntó si realmente sabía reparar una ventana. Por algún motivo uno no esperaba que un conde, aunque se ganara la vida como policía, supiera qué hacer con un cristal y masilla. Lynley le dijo que estaba seguro de poder arreglárselas con bastante destreza.

Luego, por razones que Daidre no puedo descifrar, Thomas le preguntó:

– ¿Normalmente realizas tus investigaciones en las oficinas de un periódico?

– Normalmente no realizo ninguna investigación, en especial cuando estoy en Cornualles. Pero si tengo que buscar algo, sí, utilizo el Watchman. Max Priestley tiene un retriever al que he tratado, así que me deja.

– No puede ser el único lugar donde consultar Internet.

– Piensa en dónde estamos, Thomas. Ya tengo bastante suerte con que haya conexión en Casvelyn. -Señaló hacia el sur, en dirección al puerto-. Podría ir a la biblioteca, supongo, pero hay límite de tiempo: quince minutos y entra la siguiente persona. Es exasperante si intentas hacer algo más importante que consultar el correo.

– También es más privado, supongo -dijo Lynley.

– También -reconoció ella.

– Y ambos sabemos que te gusta la privacidad.

Ella sonrió, pero sabía que se le había notado el esfuerzo. Era momento de salir corriendo, con elegancia o no. Le dijo que le vería, tal vez, cuando fuera a reparar la ventana. Entonces se fue.

Mientras salía del aparcamiento Daidre notó la mirada de Thomas clavada en ella.

* * *

Lynley la observó marchar. Daidre Trahair era un enigma en más de un sentido. Se guardaba muchas cosas. Imaginaba que algunas tenían que ver con Santo Kerne, pero quería creer que no todas. No estaba seguro de por qué, pero se reconoció a sí mismo que aquella mujer le caía bien. Admiraba su independencia y lo que parecía ser un estilo de vida que iba contracorriente. No se asemejaba a nadie que hubiera conocido.

Pero aquello en sí planteaba preguntas. ¿Quién era, exactamente, y por qué parecía haber brotado a la existencia de adolescente, plenamente formada, como Atenea de la cabeza de Zeus? Las preguntas sobre ella eran muy inquietantes. Tenía que admitir que centenares de alarmas rodeaban a esta mujer, aunque sólo algunas estaban relacionadas con un chico muerto hallado al pie de un acantilado cerca de su casa.

Fue caminando del aparcamiento a la comisaría, al final de Lansdown Road. Era una calle adoquinada estrecha de casas blancas adosadas, con tejados deteriorados y muy manchadas por la lluvia que caía por los canalones oxidados. La mayoría se habían sumido en el mal estado que prevalecía en las zonas más pobres de Cornualles, donde el aburguesamiento todavía no había extendido sus dedos codiciosos. Sin embargo, una de ellas estaba siendo reformada, y sus andamios sugerían que mejores tiempos habían llegado para alguien del barrio.

La comisaría de policía era una monstruosidad incluso aquí. Era un edificio de estuco gris que no poseía ningún elemento arquitectónico de interés que recomendar. La fachada era plana y el tejado también, una caja de zapatos con alguna ventana de vez en cuando y un tablón de anuncios en la puerta.

Dentro, un pequeño vestíbulo ofrecía una hilera de tres sillas de plástico y un mostrador de recepción. Bea Hannaford estaba sentada detrás de éste, con el auricular del teléfono pegado a la oreja. Levantó un dedo para saludar a Lynley y dijo a quien estuviera al otro lado:

– Lo pillo. Bueno, no es ninguna sorpresa, ¿verdad? Querremos hablar otra vez con ella, entonces, ¿no?

Colgó y llevó a Lynley arriba al centro de operaciones, que habían montado en el primer piso del edificio en un espacio que, de lo contrario, parecía una sala de reuniones, una cafetería, un vestuario y un comedor. Aquí arriba se las arreglaban con algunos tablones y ordenadores equipados con la base de datos de la policía, pero el personal era claramente insuficiente. Lynley vio que el agente y el sargento estaban muy enfrascados en su trabajo y que otros dos intercambiaban información sobre el caso o los antecedentes de los caballos que corrían en Newmarket, resultaba difícil saberlo. En los tablones estaban listadas las tareas, algunas completadas y otras pendientes.

– Encárguese de la recepción, sargento -dijo la inspectora Hannaford al sargento Collins; cuando éste se marchó de la sala le comentó a Lynley-: Resulta que la mujer mentía.

– ¿Qué mujer? -preguntó Thomas, aunque sólo estaban investigando a una, que él supiera.

– Una pregunta meramente formal, ¿verdad? -dijo la inspectora de manera significativa-. Nuestra doctora Trahair, esa mujer. No la recuerdan en ningún pub de los que están en la ruta que afirma haber tomado desde Bristol. Y en esta época del año la recordarían, teniendo en cuenta la poca gente que circula por esta zona del país.

– Quizá. Pero debe de haber un centenar de pubs.

– Por donde vino, no. Decir que ésa fue la ruta que tomó podría ser su primer error. Y cuando hay uno, hay otros, créame. ¿Qué ha descubierto sobre ella?

Lynley le relató la información de Falmouth que había recabado sobre Daidre Trahair. Añadió lo que sabía sobre su hermano, su trabajo y su educación. Todo lo que había dicho sobre ella estaba comprobado, le explicó. De momento, todo bien.

– ¿Por qué será que creo que no me cuenta todo lo que hay que contar? -fue la respuesta de Bea Hannaford después de observarle un momento-. ¿Está ocultando algo, comisario Lynley?

Quiso decirle que ya no era el comisario Lynley. No tenía nada que ver con el trabajo policial, razón por la cual tampoco estaba obligado a contarle todos los hechos que había obtenido. Pero respondió:

– Está realizando una investigación curiosa en Internet. Es eso, aunque no veo qué relación puede tener con el asesinato.

– ¿Qué clase de investigación?

– Milagros. O mejor dicho, lugares asociados con milagros. Lourdes, por ejemplo, una iglesia en Nuevo México. También había otros, pero no me dio tiempo a mirar todos sus papeles y, de todos modos, no llevaba las gafas. Ha estado consultando Internet en el Watchman, el periódico local. Conoce al dueño, parece ser.

– Será Max Priestley. -Era el agente McNulty, que hablaba desde un ordenador en un rincón de la sala-. Ha estado en contacto con el chico muerto, por cierto.

– ¿En serio? -dijo Bea Hannaford-. Eso sí es un giro interesante. -Le contó a Lynley que el agente estaba revisando los mensajes de correo electrónico antiguos de Santo Kerne buscando datos valiosos-. ¿Qué dice?

– «A mí me da igual. Ten cuidado.» Supongo que es Priestley, porque procede del MEP en Watchman.com, etcétera. Aunque podría haberlo escrito cualquiera que conozca su clave y tenga acceso a un ordenador del periódico, supongo.

– ¿Eso es todo? -preguntó Hannaford al agente.

– De Priestley, sí. Pero hay un montón de mensajes de Madlyn Angarrack procedentes directamente de LiquidEarth. Está registrada casi toda la evolución de la relación. Informal, estrecha, íntima, picante, explícita y luego nada más. Como si en cuanto empezaron a hacer guarradas no quisiera que figurara por escrito.

– Interesante… -señaló Bea.

– A mí también me lo ha parecido. Pero decir que estaba «loca por él» ni se acerca a lo que sentía por el chico. En mi opinión, apuesto a que no habría rechazado la idea de que alguien le cortara los huevos cuando rompieron ella y Santo. ¿Qué es eso que se dice sobre el despecho de una mujer?

– No hay mayor peligro que una mujer despechada -murmuró Lynley.

– Eso. Bueno, yo digo que la investiguemos más. Es probable que tuviera acceso al equipo de escalada de Santo en algún momento, o que supiera dónde lo guardaba.

– La tenemos en nuestra lista -dijo Hannaford-. ¿Es todo, entonces?

– También tengo e-mails de alguien que se hace llamar Freeganman; diría que se trata de Mendick, porque dudo que abunde mucha gente como él en el pueblo.

Hannaford explicó el apodo a Lynley: cómo se habían enterado y con quién estaba asociado.

– ¿Y qué tiene que decir el señor Mendick? -le preguntó al agente.

– «¿Puede quedar entre nosotros?» No es muy esclarecedor, lo reconozco, pero aun así…

– Es una razón para hablar con él. Apuntemos el supermercado Blue Star en nuestra agenda.

– Bien.

McNulty regresó al ordenador. Hannaford fue a una mesa y metió la mano en un bolso de bandolera que parecía pesar mucho. Sacó un móvil y se lo lanzó a Lynley.

– He comprobado que la cobertura aquí es fatal, pero quiero que lo lleve y que lo tenga encendido.

– ¿Motivos? -preguntó Lynley.

– Tengo que dar un motivo, ¿verdad, comisario?

«Aunque sólo sea porque mi rango es superior al suyo» habría sido la respuesta de Lynley en otras circunstancias, pero no en éstas.

– Tengo curiosidad. Sugiere que aún piensa que puedo serle útil.

– Correcto. Me falta personal y quiero que esté disponible para mí.

– Ya no soy…

– Chorradas. Un policía siempre es policía. Aquí hay necesidades, y los dos sabemos que no va a escapar de una situación que requiere su ayuda. Aparte de eso, es usted un protagonista principal de este caso y no va a largarse a ninguna parte porque saldré a buscarle hasta que le diga que ya puede marcharse, así que será mejor que esté dispuesto a serme útil.

– ¿Tiene algo en mente?

– La doctora Trahair. Quiero detalles. Todo. Desde el número de zapato que calza hasta su grupo sanguíneo y todo lo que haya en medio.

– ¿Y cómo se supone que…?

– Oh, por favor, comisario. No me tome por estúpida. Tiene recursos y tiene encanto; utilice los dos. Investigue su pasado, llévesela de picnic, invítela a beber, a comer, léale poesía, acaríciele la mano. Gánese su confianza. Me importa un pimiento cómo lo haga, pero hágalo. Y cuando lo haya hecho, lo quiero todo. ¿Ha quedado claro?

El sargento Collins había aparecido en la puerta mientras Hannaford hablaba.

– ¿Jefa? Alguien ha venido a verla. Una chavala rara que se llama Tammy Penrule está abajo y dice que tiene información para usted.

– Quiero ese teléfono cargado -le dijo la inspectora a Lynley-. Use sus armas. Haga lo que tenga que hacer.

– No me siento cómodo con…

– No es problema mío. Un asesinato tampoco es una situación cómoda.