171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Capítulo 13

Abajo, Bea encontró a la chica llamada Tammy Penrule sentada en una de las sillas de plástico de la recepción, con los pies planos en el suelo, las manos juntas en el regazo y la espalda en perpendicular con el asiento. Iba vestida de negro, pero no era gótica, como sospechó Bea al principio cuando la vislumbró. No llevaba maquillaje, ni las uñas pintadas de horrible negro, ni tenía protuberancias plateadas que surgían de varios puntos de su cabeza. Tampoco llevaba joyas ni nada que aliviara la oscuridad de su ropa. Parecía un duelo hecho carne.

– ¿Tammy Penrule? -le dijo Bea, innecesariamente.

La chica se levantó de un salto. Estaba como un palillo. No podías mirarla sin pensar en desórdenes alimenticios.

– ¿Tienes información para mí? -La chica asintió-. Ven conmigo, entonces -dijo antes de percatarse de que todavía no había localizado las salas de interrogatorios de la comisaría. Pasearse por el edificio no iba a inspirar ninguna confianza a nadie, así que se dio la vuelta y dijo-: Espera aquí un momento.

Encontró un cuchitril al lado del cuarto de la limpieza que le serviría hasta que una exploración más detenida de las dependencias revelara su secreto en cuanto al lugar donde llevar a cabo los interrogatorios. Cuando tuvo a Tammy Penrule situada en este espacio, le dijo:

– ¿Qué tienes que contarme?

Tammy se lamió los labios. Necesitaban bálsamo, los tenía muy agrietados y una costra fina marcaba el lugar donde el labio inferior se había abierto lo suficiente como para que sangrara.

– Es sobre Santo Kerne -contestó.

– Ya me lo imaginaba.

Bea cruzó los brazos debajo de sus pechos. Inconscientemente, al parecer, Tammy hizo lo mismo, aunque no podía decirse que tuviera pechos, y Bea se preguntó si la relación de Santo Kerne con Madlyn Angarrack había terminado por culpa de esta chica. Todavía no conocía a Madlyn, pero el hecho de que hubiera participado en competiciones de surf sugería a alguien… Tal vez «más definida físicamente» era el término que buscaba. Esta adolescente parecía más un ser evanescente, sólo corpórea mientras tuviera la fuerza de manifestarse en forma humana. Bea no se la imaginaba con las piernas abiertas debajo de un chico de sangre caliente.

– Santo hablaba conmigo -dijo Tammy.

– Ah.

La chica parecía esperar una respuesta más larga, así que Bea dijo, para ayudarla:

– ¿Cómo lo conociste?

– En la tienda de surf Clean Barrel. Es donde trabajo. Va allí a buscar cera y esas cosas. Y a mirar el mapa de isobaras, aunque creo que tal vez sólo era una excusa para verse con otros surfistas. Se puede consultar en Internet y supongo que en el hotel tendrán conexión.

– ¿Adventures Unlimited?

Tammy asintió. La depresión que formaba su garganta era profunda y sombreada. Por encima del cuello de su jersey emergían las puntas de sus clavículas, como la prueba protuberante de la grafiosis en la corteza de un olmo.

– De eso le conozco. De eso y del Sea Dreams.

Bea reconoció el nombre del parque de caravanas y ladeó la cabeza. Tal vez se había equivocado con esta chica y Santo.

– ¿Allí os conocisteis? -le preguntó.

– No. Ya le he dicho que le conocí en el Clean Barrel.

– Lo siento. No me refería a conocer de conocer -contestó Bea-. Me refería a conocer de conoceros bíblicamente.

Tammy se sonrojó. Había tan poca sustancia entre su piel y sus vasos sanguíneos que se puso casi púrpura, y muy deprisa.

– Quiere decir… Santo y yo… ¿Para acostarnos? Oh, no. Yo vivo allí, en el Sea Dreams. Mi abuelo es el propietario del parque de caravanas. Conocía a Santo del Clean Barrel, como le he dicho, pero iba al Sea Dreams con Madlyn. Y también iba solo porque hay un acantilado que utilizaba para practicar a veces y el abuelo le dijo que podía pasar por nuestras tierras si quería hacer rápel. De todos modos, le veía allí y a veces hablábamos.

– ¿Solo? -preguntó Bea. Aquello era una novedad.

– Ya se lo he dicho. Hacía escalada. Subía y bajaba, pero a veces sólo subía, así que empezaba desde abajo… O supongo que simplemente bajaba y luego subía, no lo recuerdo muy bien. También visitaba al señor Reeth, a veces con Madlyn. El señor Reeth es un hombre que trabaja para el padre de Madlyn en…

– Sí, lo sé. Hemos hablado con él. -Pero lo que no sabía era que Santo iba al Sea Dreams solo. Era un enfoque nuevo.

– Santo era un buen chico.

– Era especialmente bueno con las chicas, tengo entendido.

Tammy ya no estaba tan colorada y no volvió a sonrojarse.

– Sí, supongo que sí. Pero conmigo no era así porque… Bueno, eso no importa. La cuestión es que hablábamos de vez en cuando, cuando terminaba de escalar o cuando se marchaba de casa del señor Reeth; a veces mientras esperaba a que Madlyn llegara del trabajo.

– ¿No iban juntos?

– No siempre. Ahora Madlyn trabaja en el pueblo, pero antes no. Tenía que venir de mucho más lejos que Santo, de las afueras de Brandis Corner. Trabajaba en una granja haciendo mermelada.

– Imagino que prefería dar clases de surf.

– Oh, sí, lo prefería. Lo prefiere. Pero las clases las da durante la temporada. El resto del año tiene que dedicarse a otra cosa. Ahora trabaja en la panadería del pueblo. Hacen empanadas, principalmente al por mayor, pero también venden algunas en la tienda.

– ¿Y dónde encaja Santo en todo esto?

– Santo, claro. -Había utilizado las manos para gesticular mientras hablaba, pero ahora volvió a juntarlas en su regazo-. Hablábamos de vez en cuando. Me gustaba, pero no me gustaba en el sentido que seguramente gustaba a la mayoría de las chicas, ya sabe a qué me refiero, así que creo que eso me hacía diferente y quizá más segura o algo así. Para aconsejarle o lo que fuera, porque no podía hablar con su padre o su madre…

– ¿Por qué no?

– Su padre, dijo, se llevaría la impresión equivocada y su madre… No conozco a su madre, pero me da la sensación de que no es… Bueno, no es muy maternal, al parecer. -Se alisó la falda. Parecía una prenda áspera para la piel y apenas tenía forma, un castigo para la moda-. Da igual, Santo me pidió consejo sobre algo y pensé que debería saberlo.

– ¿Qué tipo de consejo?

La chica pareció buscar una forma delicada de contestar y, al no encontrar un eufemismo, optó por dar un rodeo para llegar a la verdad.

– Estaba… Verá, había conocido a otra persona y la situación era irregular (es la palabra que utilizó cuando me lo contó, dijo que era «irregular»), y me preguntó que qué creía yo que debía hacer.

– Irregular. ¿Esa fue la palabra que utilizó? ¿Estás segura?

Tammy asintió.

– Me dijo que creía que quería a Madlyn, pero que también deseaba estar con esa otra persona. Dijo que la deseaba mucho y que si la deseaba tanto podía significar que en realidad no quería a Madlyn.

– Entonces, ¿te habló de amor?

– No, era más bien Santo hablando con Santo. Quería saber qué pensaba yo sobre toda la situación. ¿Debía ser sincero con todo el mundo?, quería saber. ¿Debía contar la verdad de principio a fin?, me preguntó.

– ¿Y qué le dijiste?

– Que debía ser sincero. Le dije que había que ser sincero siempre, porque cuando la gente es sincera sobre quién es, qué quiere y qué hace, da a las otras personas, a aquellas con las que se relaciona, la oportunidad de decidir si realmente quieren estar con el otro. -Miró a Bea y su expresión era seria-. Así que supongo que fue sincero. Y por eso he venido. Creo que tal vez esté muerto por eso.

* * *

– Ante todo, tiene que estar equilibrado -declaró Alan para concluir-. Lo ves, ¿verdad, cariño?

Kerra echaba chispas. «Cariño» era demasiado: ella no era su «cariño». Pensaba que se lo había dejado bien claro, pero el maldito hombre se negaba a creerlo.

Estaban delante del tablón de anuncios acristalado en la zona de entrada del viejo hotel. «Tus instructores» era el tema de su discusión. El argumento de Alan era buscar el equilibrio entre hombres y mujeres en la plantilla. Como Kerra era la encargada de contratarlos, había permitido que la balanza cayera a favor de las mujeres. Esto no era bueno por varias razones, según Alan. Para propósitos de marketing, necesitaban un número igual de hombres y mujeres que impartieran los cursos de las diversas actividades y, si era posible y sumamente deseable, necesitaban más hombres que mujeres. Necesitaban que los hombres tuvieran buen cuerpo y fueran guapos porque, en primer lugar, podían ser un reclamo para atraer a mujeres solteras a Adventures Unlimited y en segundo, Alan tenía pensado utilizarlos en un vídeo. Había contratado a un equipo de Plymouth para que grabara imágenes, así que los instructores que Kerra decidiera emplear tenían que estar allí dentro de tres semanas. O tal vez podían contratar a actores… No, especialistas… Sí, los especialistas podrían venirles muy bien para el vídeo, en realidad. El desembolso inicial sería más elevado, porque seguro que los especialistas tenían una especie de escala salarial según la cual cobraban, pero el rodaje tampoco se alargaría mucho porque serían profesionales, así que el coste final no subiría tanto. Conque…

Era absolutamente exasperante. Kerra quería discutir con él y lo había hecho, pero él la rebatió punto por punto.

– La publicidad de ese artículo del Mail on Sunday nos ha ayudado muchísimo, pero ya han pasado siete meses y vamos a tener que hacer algo más si vemos que empezamos a entrar en saldo negativo. No pasará, por supuesto, este año no y el próximo seguramente tampoco, pero la cuestión es que debemos rebajar las deudas. Así que todo el mundo debe plantearse cuál es la mejor manera de salir de los números rojos.

El rojo le servía. El rojo la mantenía entre querer huir y querer discutir.

– No me estoy negando a contratar a hombres, Alan, si es lo que insinúas -dijo Kerra-. No es culpa mía que no tengamos una avalancha de solicitudes de tíos.

– No se trata de culpar a nadie -la tranquilizó-. Pero, si te soy sincero, me pregunto si has sido lo bastante agresiva a la hora de intentar reclutarlos.

No lo había sido en absoluto. No podía serlo. Pero ¿qué sentido tenía decírselo?

– Muy bien -dijo con la mayor cortesía de que fue capaz-. Empezaré con el Watchman. ¿Cuánto dinero podemos gastar en un anuncio para encontrar instructores?

– Oh, necesitaremos una red mucho mayor -dijo Alan, afablemente-. Dudo que un anuncio en el Watchman sirva de mucho. Tenemos que trabajar a nivel nacional: anuncios en revistas especializadas, al menos uno para cada deporte. -Examinó el tablón de anuncios donde estaban colgadas las fotografías de los instructores. Luego miró a Kerra-. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad, Kerra? Debemos considerarlos una atracción. Son más que simples instructores. Son una razón por la que venir a Adventures Unlimited. Como los directores sociales en un crucero.

– «Venid a Adventures Unlimited a echar un polvo» -dijo Kerra-. Sí, entiendo perfectamente lo que quieres decir.

– Es lo que se insinúa, naturalmente. El sexo vende, ya lo sabes.

– Todo acaba reduciéndose al sexo, ¿verdad? -dijo Kerra con amargura.

Alan volvió a mirar las fotografías. O estaba evaluándolas o evitándola a ella.

– Bueno, sí, supongo que sí. Así es la vida.

Kerra se marchó sin contestar. Dijo con brusquedad que se iba al Watchman por si alguien la buscaba, desafiándole a que volviera a exponer su opinión sobre la futilidad de poner un anuncio en ese periódico, y se marchó en la bicicleta.

Esta vez, sin embargo, no tenía ninguna intención de pedalear hasta que el sudor de sus esfuerzos purgara la ansiedad de sus músculos. Tampoco tenía ninguna intención de ir al Watchman a poner un anuncio en busca de hombres cachondos dispuestos a dar clases a mujeres igual de cachondas durante el día y satisfacer sus fantasías sexuales por la noche. Sólo les faltaba eso en Adventures Unlimited: un exceso de testosterona rezumando por los pasillos.

Kerra se alejó de la colina en dirección al Toes on the Nose, donde se vio obligada a seguir la calle de único sentido que cruzaba el pueblo. Subió hasta la cima de la colina, donde St. Mevan Down se adentraba en el mar, y puso rumbo a Queen Street con su ir y venir de coches. Al final, bajó hacia el canal de Casvelyn donde, justo detrás del puerto, había un puente que dibujaba una Y en la carretera. Por la izquierda, se llegaba a la bahía de Widemouth. A la derecha, se encontraba el rompeolas.

Éste formaba la parte sur del canal y el puerto era el extremo nororiental. Estaba flanqueado de casitas, unos cuatro metros y medio por encima del asfalto, y al final se encontraba la mayor de todas, una que sólo un ciego podría no ver. Estaba ribeteada en fucsia y pintada de rosa flamenco. De un modo no muy imaginativo, se llamaba la Casita Rosa y su propietaria era una solterona a quien la gente del pueblo se refería desde hacía tiempo como Alegría, en parte por las flores que a finales de primavera plantaba siempre en el jardín delantero en enormes montículos con un desenfreno bullicioso.

Kerra visitaba la casa de Alegría de manera regular, así que cuando llamó a la puerta la mujer la dejó entrar sin preguntas, diciendo:

– Vaya, ¡qué sorpresa tan bonita, Kerra! Alan no está, pero supongo que ya lo sabes. Pasa, querida.

No medía ni un metro sesenta y a Kerra siempre le había recordado a una pieza de ajedrez. Concretamente, se parecía mucho a un peón. Llevaba el pelo blanco recogido en un moño eduardiano impresionante y le gustaban las blusas color marfil de cuello alto y las faldas de franela acampanadas azul marino o gris que caían hasta el suelo. Siempre parecía a punto de ser descubierta para interpretar un papel en una adaptación cinematográfica de una novela de Henry James, pero por lo que Kerra sabía -que no era mucho, lo reconocía-, Alegría no sentía inclinación alguna por el cine o el teatro.

Alquilaba una de las habitaciones de su casa, el resto estaba ocupado por su enorme colección de objetos de porcelana Carlton Ware de los años treinta. Era de pensamiento liberal y, como prefería que sus inquilinos fueran hombres jóvenes en lugar de mujeres -«Por algún motivo una siempre se siente más segura con un hombre en casa» era su manera de expresarlo-, comprendía que sus inquilinos tuvieran un apetito que debían saciar. Así que tenían derecho a utilizar la cocina y si alguna joven se quedaba a dormir y aparecía al día siguiente a desayunar, Alegría no se quejaba. En realidad, le ponía un té o un café y le preguntaba, «¿has dormido bien, querida?», casi como si la joven viviera allí.

Alan residía temporalmente en la Casita Rosa mientras su casa en Lansdown Road estaba en obras. Podría haberse instalado con sus padres -habría ahorrado dinero-, pero le explicó a Kerra que, aunque quería con locura a su padre y a su madre, le gustaba disfrutar de cierto grado de libertad que a veces la adoración ciega de éstos le impedía tener. Además, le dijo delicadamente, tenían cierta «imagen» de él que no quería estropear.

Kerra lo interpretó como él esperaba.

– Dios mío, no pueden pensar que eres virgen, Alan. -Y como él no contestó-: ¿Lo piensan, Alan?

– No, no, claro que no. Claro que no lo piensan. Qué ridiculez… Saben que soy «normal». Pero son mayores, ¿sabes?, y considero que es una muestra de respeto hacia ellos no acostarme con una mujer en su casa sin estar casado. Se sentirían muy… Bueno, raros.

Kerra lo comprendió, al menos al principio. Pero al final, el tema de que Alan viviera de alquiler y no con sus padres empezó a tomar un cariz distinto.

Así que tenía que saberlo. Tenía que asegurarse.

– Me he dejado algo bastante personal en la habitación de Alan, señora Carey -le dijo a Alegría, porque así era como se llamaba- y me preguntaba si podría entrar un momentito y echar un vistazo. Alan ha olvidado darme las llaves, pero si quiere llamarle al trabajo…

– Oh, querida, no hace falta. La habitación no está cerrada con llave de todos modos, porque hoy toca cambiar las sábanas. Ya sabes dónde es. Estaba viendo la tele. ¿Quieres una taza de té? ¿Necesitas que te ayude?

Kerra dijo que no: tanto al té como al ofrecimiento de ayuda. No tardaría mucho, añadió. Se marcharía cuando tuviera lo que había venido a buscar.

– ¿Y vas a salir con esta lluvia, querida? ¿En la bicicleta? Está lloviendo a mares. Vaya, vas a coger una pulmonía, Kerra. ¿Estás segura de que no quieres una buena taza de PG Tips?

No, no. Estaba bien, le aseguró Kerra a la señora Carey. Estaba la mar de bien. Las dos se rieron con su comentario insulso y se separaron al fondo del salón. Alegría regresó a su tele mientras Kerra recorría el pasillo que llevaba al otro extremo de la casa. Allí, la habitación de Alan daba a la parte suroccidental de la playa de St. Mevan. Desde la ventana vio que había subido la marea. Había olas de un metro y al menos media docena de surfistas se mecían en la distancia.

Kerra les dio la espalda. Le vino a la mente la imagen de su padre la noche anterior y lo que significaba que le hubiera ocultado parte de su vida. Pero descartó pensar en ello porque ahora no era el momento y, en cualquier caso, tenía que trabajar deprisa.

Buscaba indicios sin saber realmente en qué consistirían. Necesitaba comprender por qué el Alan Cheston de los últimos días no era el Alan Cheston que conocía y con el que se había liado. Imaginaba que sabía la explicación, pero aun así quería pruebas sólidas, aunque lo que haría cuando las tuviera era algo que todavía no se había planteado.

También era la primera vez que registraba una habitación. Toda aquella empresa hacía que se sintiera sucia, pero la otra alternativa era lanzarle acusaciones y no podía permitirse tomar ese camino.

Se preparó mentalmente y empezó a mirar. Vio que todo era muy típico de Alan, todos los elementos del lugar. Su djembe estaba en su sitio en un rincón de la habitación, delante de un taburete donde se sentaba para tocarlo durante su meditación diaria. Apoyada cerca, en una estantería donde tenía sus libros de yoga, había una pandereta, una especie de regalo de broma que Kerra le había hecho antes de comprender lo importante que era el tambor para el régimen espiritual de Alan. Encima de la estantería estaban sus fotos: Alan, con un birrete y una toga de la universidad, flanqueado por sus padres; Alan con Kerra de vacaciones en Portsmouth, rodeándole los hombros con el brazo en la cubierta del Victory; Kerra sola, sentada en la cima plana de Lanyon Quoit; Alan más joven con el perro de su infancia, una mezcla de terrier del color de un muelle oxidado.

El problema era que Kerra no tenía ni idea de qué estaba buscando. Quería un indicio, pero no sabía si reconocería nada que no estuviera escrito con luces de neón intermitentes. Se paseó por la habitación abriendo y cerrando cajones de la cómoda y luego del escritorio. Aparte de la ropa de colores conservadores perfectamente doblada, los únicos artículos de interés con los que se topó fueron una colección de felicitaciones de cumpleaños regaladas o enviadas a Alan a lo largo de los años y una lista titulada «Objetivos a cinco años» en la que leyó que, entre otras cosas, quería aprender italiano, tomar clases de xilófono y viajar a la Patagonia, además de «casarme con Kerra», que figuraba antes que la Patagonia pero después del italiano.

Y entonces, en una rejilla para tostadas plateada que se había vuelto negra donde Alan guardaba el correo, lo encontró: el objeto sin propósito en el cuarto de un hombre para quien todos los elementos tenían un propósito, tanto en el presente como en el pasado o el futuro. Era una postal, detrás de la correspondencia del banco, el dentista y la facultad de Económicas de Londres. La foto de la postal estaba tomada desde el mar hacia la orilla y la vista ofrecida era de dos cuevas profundas, una a cada lado de una cala. Encima de la cala se veía un pueblo de Cornualles que Kerra conocía bien, ya que era el lugar adonde mandaban a ella y a su hermano de pequeños para quedarse con sus abuelos mientras su madre atravesaba una de sus etapas.

Pengelly Cove. Tenían prohibido bajar a la playa, hiciera el tiempo que hiciese. La razón que les daban era la marea y las cuevas. La marea subía deprisa, como sucedía en la bahía de Morecambe. Se adentraba en una cueva que creías que podías explorar sin peligro, el agua la inundaba y las paredes marcaban su altura, que era superior al hombre más alto, de una forma tan implacable como despiadada.

«En esas cuevas han muerto niños como vosotros -bramaba su abuelo-, así que cuando estéis aquí no iréis a la playa. Además, hay trabajo de sobra en la casa para manteneros ocupados y, si veo que os aburrís, os daré más.»

Pero todo eso era una excusa y lo sabían, Kerra y Santo. Ir a la playa significaba ir al pueblo, y en el pueblo eran conocidos como los hijos de Dellen Kerne, o Dellen Nankervis, como se llamaba entonces. Dellen la alta, la fácil, la que se abría de piernas, el putón del pueblo. La Dellen cuya letra inconfundible formaba la frase «es aquí» que figuraba escrita en rojo en el reverso de la postal que había encontrado en la vieja rejilla para las tostadas de Alan. De la palabra «aquí» salía una flecha que bajaba hasta la cueva de la parte sur de la cala.

Kerra se guardó la postal en el bolsillo y siguió mirando. Pero en realidad no le hacía falta nada más.

* * *

Cadan se había pasado toda la mañana con la boca como un estropajo y el estómago repitiéndole en la garganta. Desde el principio, lo que había necesitado era un trago, pero una conversación con su hermana antes de llegar a Adventures Unlimited le había impedido echar un vistazo al alcohol que tenía su padre. Madlyn no habría delatado a Cadan a su padre si le hubiera sorprendido revisando armarios -a pesar de sus rarezas generales, la hermana de Cadan nunca había destacado por ser una chivata-, pero se habría percatado de lo que estaba sucediendo y le habría pegado la chapa. No podía soportarlo. En realidad, ya le suponía un verdadero esfuerzo el mero hecho de responder a lo que Madlyn decía sobre un tema que no tenía nada que ver con él, sino con Ione Soutar, que había telefoneado tres veces en las últimas treinta y seis horas con una excusa espuria tras otra.

– Bueno, es estúpida si alguna vez pensó que tenían futuro -había dicho Madlyn-. Quiero decir, ¿acaso había algo entre ellos aparte de sexo y citas? Si es que puede llamarse cita a lo que hacían, porque juzgar competiciones de surf en Newquay y comer pizza y curry por las noches con esas dos niñas detestables que tiene… No es precisamente lo que yo llamaría una relación prometedora, ¿no crees? ¿En qué estaba pensando?

Cadan era la última persona capaz de responder a esos interrogantes y se preguntó si Madlyn debía pontificar de aquella manera sobre qué constituía una relación prometedora. Pero imaginaba que su última pregunta era retórica y estaba contento por no tener que responder.

Madlyn continuó.

– Lo único que tenía que hacer era mirar su historial. Pero ¿podía hacerlo? ¿Quería hacerlo? No. ¿Y por qué? Porque le consideraba un padre en potencia y eso era lo que quería, para Leigh y para Jennie. Bien sabe Dios que lo necesitan. Sobre todo Leigh.

Cadan sí logró contestar a eso.

– Jenny es maja.

Esperaba que aquello pusiera punto final al tema y le dejara en paz con su resaca y la sensación de mareo generalizada.

– Oh, supongo que si te gustan de esa edad, es maja. La otra, sin embargo… Menuda pieza está hecha esa Leigh.

Estuvo un momento sin decir nada y Cadan vio que su hermana le observaba mirar a Pooh. Estaba esperando a que el loro se acabara su desayuno de semillas de girasol y manzanas. Pooh prefería las manzanas inglesas -Cox, si podía conseguirlas-, pero si era necesario y fuera de temporada disfrutaba de una Fuji importada, que era lo que estaba comiendo ahora.

Madlyn prosiguió.

– Pero por el amor de Dios. Él ya ha tenido hijos. ¿Por qué querría pasar por todo eso otra vez? ¿Por qué ella no lo vio? No lo entiendo, ¿y tú?

Cadan farfulló algo que no le comprometiera. Aunque no hubiera estado muñéndose de ganas por abrazarse al retrete no habría sido tan tonto como para hablar, extensamente o no, de su padre con su hermana. Así que contestó:

– Vamos, Pooh, tenemos trabajo.

Le ofreció el último trozo de manzana al loro. Pooh lo rechazó y se limpió el pico con la garra derecha. Luego se puso a investigar las plumas de debajo de su ala izquierda, como si fuera un minero aviar por la excavación que emprendió. Cadan frunció el ceño y pensó en ácaros. Mientras tanto, Madlyn siguió hablando.

Estaba dándose la vuelta para utilizar el espejo que había encima de la chimenea de carbón diminuta y arreglarse el pelo. En el pasado, nunca había prestado demasiada atención a su pelo, pues no le había hecho falta. Como Cadan y su padre, lo tenía oscuro y rizado; si lo llevaba bastante corto, no necesitaba demasiados cuidados: se lo arreglaba por las mañanas con una buena sacudida. Se lo había dejado crecer porque a Santo Kerne le gustaba más largo. En cuanto terminó lo que fuera que tuvieran, porque Cadan no quería llamarlo relación, pensó que se lo cortaría -aunque sólo fuera para vengarse de Santo-, pero de momento no lo había hecho. Tampoco había vuelto a surfear.

– Bueno, ahora se liará con otra, si no lo ha hecho ya. Y ella también. Y con eso acabará todo el tema. Supongo que habrá algunas semanas más de lágrimas por teléfono, pero él guardará ese silencio dolorido suyo y, al cabo de un tiempo, ella se cansará y se dará cuenta de que ha tirado por la borda tres años de su vida o lo que sea que hayan durado porque no me acuerdo y, como el reloj sigue avanzando, pasará página. Querrá a un hombre antes de quedarse como una pasa. Y créeme, sabe que el momento se acerca.

Madlyn estaba satisfecha. Cadan lo percibía en su voz. Cuanto más tiempo llevaba su padre saliendo con Ione Soutar, más se inquietaba ella. Había sido la reina de la casa durante la mayor parte de su vida -gracias al salto final que dio la Saltadora poco después de que Madlyn cumpliera cinco años- y lo último que quería era que otra mujer usurpara su posición de Fémina Única. Había ejercido bastante poder desde ese lugar y nadie que tuviera el poder quería perderlo nunca.

Cadan recogió los periódicos de debajo de la percha de Pooh e hizo una bola para envolver los restos de comida y las copiosas excreciones matinales de su cuerpo. Extendió un ejemplar antiguo del Watchman debajo y dijo:

– Lo que tú digas. Nos vamos.

– ¿Os vais? ¿Adonde? -Madlyn frunció el ceño.

– A trabajar.

– ¿Cómo?

No hacía falta que pareciera tan asombrada, pensó Cadan.

– A Adventures Unlimited -le respondió-. Me han contratado.

Su rostro se alteró. Cadan vio cómo iba a tomarse aquella información: como una traición fraternal, por mucho que necesitara un trabajo remunerado. Bueno, que se lo tomara como quisiera. Le hacía falta una fuente de ingresos y los empleos eran prácticamente inexistentes. Aun así, tenía tantas ganas de enzarzarse en una conversación sobre Adventures Unlimited como las había tenido de enzarzarse en la conversación sobre Ione Soutar y la ruptura de ésta con su padre. Así que se colocó a Pooh en el hombro y dijo para cambiar de tema:

– Hablando de quedarse como una pasa, Mad… ¿Qué coño hacías con Jago anteanoche? Ése se arrugaría como hace cuarenta años, ¿no?

– Jago es un amigo -contestó ella.

– Lo entiendo. El tipo me cae bien, pero no me verás pasando la noche con él.

– ¿Acaso sugieres…? Eres repugnante, Cade. Si necesitas los detalles, vino a contarme lo de Santo, pero no quería decírmelo en la panadería, así que me llevó a la caravana porque le preocupaba cómo reaccionaría a la noticia. Se preocupa por mí, Cadan.

– ¿Y nosotros no?

– A ti no te caía bien Santo. No finjas que sí.

– Al final a ti tampoco. ¿O acaso cambió algo? ¿Volvió a ti arrastrándose, suplicándote que le perdonaras y declarándote su amor? -Cadan hizo un sonido de burla y Pooh lo imitó a la perfección-. Me parece que no.

– Agujeros en el ático -observó Pooh estridentemente.

Cadan hizo una mueca al oír el sonido tan cerca de su oído. Madlyn lo vio.

– Anoche te emborrachaste -le dijo-. Es lo que hacías en tu cuarto, ¿verdad? ¿Qué pasa contigo, Cade?

Deseó poder contestar a esa pregunta. Le habría encantado. Pero el hecho era que había ido a la licorería sin pensar y sin pensar había comprado la botella de Beefeater y también sin pensar se la había bebido. Se dijo a sí mismo que el hecho de que estuviera bebiendo en casa era admirable teniendo en cuenta que podría estar en un pub o sentado en una esquina en la calle o -peor aún- conduciendo mientras le daba a la botella. Pero en lugar de eso estaba comportándose de manera responsable: se destruía en silencio entre las cuatro paredes de su habitación, donde no haría daño a nadie salvo a sí mismo.

Con qué estaba relacionado todo aquello, no se lo había cuestionado. Pero mientras la resaca remitía -una bendición que no se producía hasta media tarde-, se percató de que se acercaba peligrosamente el momento de tener que pensar.

Y acabó pensando en su padre, y también en Madlyn y Santo. Pero no le gustaba la dirección que tomaban sus meditaciones cuando juntaba a esas tres personas en su cabeza, porque entonces, el cuarto pensamiento que aparecía como un tío pesado el día de Navidad era el asesinato.

Funcionaba así: Madlyn enamorada, Madlyn destrozada, Santo muerto, Lew Angarrack… ¿Qué? En el mar con su tabla de surf cuando no había ni una sola ola que mereciera la pena coger; desaparecido en combate y resuelto a no decir nada sobre dónde había estado. ¿A qué equivalían esas dos imágenes? ¿Una hija despechada? ¿Un padre enfurecido? Cadan no quería ampliar sus horizontes sobre el tema, así que pensó en Will Mendick: el abanderado del amor por Madlyn, del amor no correspondido por Madlyn, esperando a intervenir como paño de lágrimas en cuanto Santo Kerne por fin se quitara de en medio.

Pero ¿tendría Will Mendick acceso al equipo de escalada de Santo?, se preguntó Cadan. ¿Era Will el tipo de persona que recurriría a una manera tan astuta de deshacerse de alguien? Aunque la respuesta a ambas cuestiones era sí, ¿acaso la verdadera pregunta no era si Will estaba realmente tan colado por Madlyn como para librarse de Santo con la esperanza de tener algo con ella? ¿Acaso tenía sentido? ¿Por qué borrar a Santo de la vida de Madlyn cuando el propio Santo ya lo había hecho? A menos que la muerte de Santo no tuviera nada que ver con Madlyn… ¿No sería un alivio que así fuera?

Pero si tenía que ver con ella, ¿qué pasaba con Jago, entonces? Jago en el papel de Anciano Vengador. ¿Quién sospecharía de un viejo que temblaba como un barman agitando un martini? Apenas estaba en condiciones de sentarse en el retrete sin ayuda, menos aún en la forma física que se creía necesaria para matar a otro ser humano. Pero no había sido un asesinato directo, ¿no? Alguien había manipulado el equipo de Santo, según decía Kerra Kerne. Seguro que Jago podría haberse encargado de eso. Pero claro, también podría haberlo hecho cualquiera de los otros. Madlyn, por ejemplo. También Lew, y Will, y Kerra Kerne, y Alan Cheston, Papá Noel o el Conejito de Pascua.

Cadan tenía la cabeza embotada. De hecho, hacía demasiado poco que se le había pasado la resaca para poder pensar detenidamente sobre nada. No se había tomado ningún descanso desde que había llegado a Adventures Unlimited aquella mañana y ya se merecía uno. Tal vez un poco de aire fresco, e incluso un sándwich, le permitirían meditar con mayor claridad sobre aquellos pensamientos.

Pooh había tenido paciencia. Sin causar el más mínimo daño y dejando sólo un recadito de sus intestinos de pájaro, se había pasado horas contemplando a Cadan pintar los radiadores desde su posición en diversas barras de ducha. El loro también se merecía un poco de descanso y relax y seguramente no rechazaría un bocado de sándwich.

Cadan no se había traído ninguno de casa, así que tenía un pequeño problema. Pero podía remediarlo con una escapada rápida al Toes on the Nose y comprar comida para llevar. Ahora que su estómago había recuperado su estado normal, un sándwich de pan integral con atún y maíz le sonaba de maravilla, con patatas de acompañamiento y una Coca-Cola.

En primer lugar, tenía que trasladar el material de pintura a la otra habitación, algo que realizó deprisa. Se dirigió a las escaleras -renunciando al viejo ascensor chirriante que, francamente, le ponía los pelos de punta- y compartió con Pooh lo que vendría a continuación.

– Vamos al Toes on the Nose, así que compórtate. No digas palabrotas delante de las señoras -le dijo.

– ¿De qué señoras hablas?

La pregunta venía de detrás. Cadan se dio la vuelta. La madre de Santo Kerne había aparecido de la nada, como un espíritu que se hubiera materializado directamente a través del revestimiento. Estaba acercándose a él en silencio por la alfombra nueva. Iba otra vez vestida de negro, pero en esta ocasión matizado en el cuello por un pañuelo rojo ondulante que conjuntaba a la perfección con el rojo de sus zapatos.

Esos zapatos recordaron a Cadan, ridículamente, a una descripción que había oído una vez en El mago de Oz: la historia de dos viejas que se peleaban por unos zapatos rojos. Sonrió inconscientemente al pensar en aquello. Dellen le devolvió la sonrisa.

– No le pediste que no dijera palabrotas delante de mí. -Tenía la voz ronca, como una cantante de blues.

– ¿Qué? -dijo Cadan como un tonto.

– Tu pájaro. Cuando nos presentaste no le dijiste que no dijera palabrotas en mi presencia. Me pregunto cómo debería tomármelo, Cadan. ¿Acaso no soy una señora?

No tenía ni idea de qué contestar, así que se rió de manera poco convincente. Esperó a que Dellen pasara delante de él en el pasillo. No lo hizo.

– Me voy a comer -dijo Cadan.

Ella miró su reloj.

– Es un poco tarde, ¿no?

– Antes no tenía hambre.

– ¿Y ahora sí? ¿Sí tienes hambre?

– Un poco, sí.

– Bien. Ven conmigo.

Fue hacia las escaleras pero no bajó, sino que subió y, cuando Cadan no la siguió de inmediato, se dio la vuelta.

– Ven conmigo, Cadan -le dijo-. No muerdo. Arriba hay una cocina y te preparé algo allí.

– Oh, no se preocupe. Iba a ir al Toes…

– No seas tonto. Será más rápido y no tendrás que pagar. -Dellen sonrió con añoranza-. No con dinero, quiero decir, pero sí con tu compañía. Me gustaría hablar con alguien.

– Quizá Kerra…

– No está. Mi marido ha desaparecido. Alan se ha encerrado a hablar por teléfono. Ven conmigo, Cadan. -Su mirada se ensombreció cuando el chico no se movió-. Necesitas comer y yo necesito hablar. Podemos sernos útiles mutuamente. -Como él siguió sin moverse porque no se le ocurría una forma de escapar de la situación, Dellen añadió-: Soy la mujer del jefe. Creo que no te queda más remedio que hacerme caso.

Cadan soltó dos carcajadas, pero no había nada que le hiciera gracia. Parecía que no tenía más opción que subir las escaleras con ella.

Llegaron a lo que parecía ser el piso de la familia. Era un espacio bastante grande decorado modestamente con lo que en su día habían sido muebles daneses modernos pero que ahora eran muebles daneses retro. Dellen lo llevó a través de un salón hasta la cocina, donde señaló una mesa y le dijo que se sentara. Encendió una radio que descansaba sobre la encimera blanca inmaculada y giró la ruedecilla hasta que encontró la emisora que al parecer prefería. Ponían música de bailes de salón.

– Es bonita, ¿verdad? -dijo Dellen, y dejó el volumen bajo-. Bien. -Se puso las manos en las caderas-. ¿Qué te apetece, Cadan?

Era justo el tipo de pregunta que salía en las películas: una pregunta de la señora Robinson mientras el pobre Benjamin estaba atrapado pensando todavía en el plástico. Dellen Kerne era una señora Robinson, de eso no cabía la menor duda. Estaba un poco ajada, había que reconocerlo, pero de una forma voluptuosa. Lucía el tipo de curvas que no se veían en mujeres más jóvenes obsesionadas con parecer modelos de pasarela, y si su piel estaba deteriorada por años de sol y cigarrillos, su cabellera rubia lo compensaba, igual que su boca, que tenía lo que llamaban unos labios «carnosos».

Cadan reaccionó a ella. Fue automático: demasiado tiempo de celibato y ahora demasiada sangre dirigiéndose al lugar equivocado.

– Yo iba a pedir… atún y maíz -tartamudeó.

Los labios llenos de Dellen dibujaron una curva.

– Creo que podremos arreglarlo.

Cadan era vagamente consciente de los movimientos de Pooh sobre su hombro: el loro estaba clavándole las garras un poquito demasiado en la piel. Necesitaba bajarlo, pero no le gustaba dejarlo en el respaldo de una silla, porque cuando lo levantaba de su hombro y lo colocaba en una percha, Pooh se lo tomaba como una señal de que podía descargar. Buscó un periódico que pudiera poner debajo de la silla, por si acaso. Vislumbró uno en la barra y fue a cogerlo; era un ejemplar de la semana anterior del Watchman. Lo cogió y dijo a Dellen:

– ¿Le importa? Pooh necesita colocarse en algún sitio y si pudiera poner esto en el suelo…

Dellen estaba abriendo una lata.

– ¿Para el pájaro? Por supuesto. -Cuando Cadan tuvo el periódico extendido y a Pooh en el respaldo de la silla, añadió-: Es una mascota poco corriente, ¿no?

Cadan creía que la pregunta era retórica, pero contestó de todos modos.

– Los loros pueden llegar a vivir ochenta años. -La respuesta pareció bastar en sí misma: era improbable que una mascota que podía llegar a vivir ochenta años se marchara a ninguna parte y no hacía falta ser licenciado en psicología para comprender aquello.

– Sí. Ochenta. Comprendo. -Le lanzó una mirada y su sonrisa fue tímida-. Espero que los cumpla. Pero no siempre sucede así, ¿verdad?

Cadan bajó la mirada.

– Siento lo de Santo.

– Gracias. -Se quedó callada un momento-. Todavía no puedo hablar de él. No dejo de pensar que, si avanzo un poquito, incluso si intento distraerme, no tendré que enfrentarme al hecho de que está muerto. Sé que no es verdad, pero no estoy… ¿Cómo puede estar alguien preparado para vivir la muerte de un hijo? -Alargó la mano deprisa hacia la ruedecilla de la radio y subió el volumen. Empezó a moverse con la música-. Bailemos, Cadan.

Era un ritmo vagamente suramericano: un tango, una rumba, algo así. Requería que los cuerpos se movieran juntos sinuosamente y Cadan no quería en absoluto ser uno de ellos. Pero Dellen avanzó hacia él con un balanceo de caderas a cada paso, un movimiento de un hombro, luego del otro, las manos extendidas.

Cadan vio que estaba llorando como lloraban las actrices en las películas: sin que se les pusiera la cara roja, sin contraer las facciones, sólo lágrimas que surcaban sus mejillas al caer de sus ojos extraordinarios. Bailaba y lloraba a la vez. Se apiadó de ella. La madre de un chico que había sido asesinado… ¿Quién podía decir cómo debía comportarse? Si quería hablar, si quería bailar, ¿qué más daba? Lo llevaba lo mejor que podía.

– Baila conmigo, Cadan -le dijo-. Por favor, baila conmigo.

Él la cogió entre sus brazos.

Ella se apretó contra él enseguida, cada movimiento encerraba una caricia. Cadan no conocía el baile, pero no parecía importar. Dellen subió los dos brazos hasta su cuello y lo acercó a ella con una mano en su nuca. Cuando levantó la cara hacia él, el resto surgió de manera natural.

Cadan bajó la boca hacia ella, pasó las manos de su cintura a su trasero y la atrajo con fuerza hacia él.

Ella no se quejó.