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La identificación del cuerpo de Santo sólo era pura rutina policial. Aunque Ben Kerne lo sabía, por un momento albergó la esperanza ridícula de que todo hubiera sido un terrible error, de que a pesar de que la policía hubiera hallado el coche y la identificación dentro, el chico muerto al pie del acantilado en Polcare Cove fuera otra persona y no Alexander Kerne. Toda fantasía, sin embargo, desapareció cuando se encontró mirando el rostro de su hijo.
Ben fue a Truro solo. Había decidido que no tenía ningún sentido exponer a Dellen al cuerpo de Santo con las marcas de la autopsia, en especial cuando él mismo no tenía ni idea de en qué estado estaría el cadáver. Que Santo estuviera muerto ya era terrible; que Dellen tuviera que ver a qué le había reducido la muerte era impensable.
Cuando miró a Santo, sin embargo, Ben también vio que su interés por proteger a Dellen había sido, en buena parte, innecesario. Le habían arreglado la cara con maquillaje. El resto de él, que sin duda había sido diseccionado y examinado a conciencia, estaba cubierto por una sábana. Ben podría haber pedido ver más, verlo todo, conocer cada centímetro del cuerpo de Santo como no lo había conocido desde su tierna infancia, pero no lo hizo. Le pareció una especie de invasión.
A la pregunta formal «¿es éste Alexander Kerne?», contestó asintiendo con la cabeza y luego firmó los documentos que le pusieron delante y escuchó lo que tenían que decir varias personas sobre la policía, las investigaciones, las funerarias, los entierros y cosas por el estilo. Asistió anestesiado a todos estos procedimientos, en especial a las palabras de pésame. Fueron sinceras; todas las personas con las que tuvo que tratar en el depósito de cadáveres del Hospital Real de Cornualles ya habían recorrido este camino miles de veces antes -más, seguramente-, pero eso no les había arrebatado la capacidad de expresar empatía por el dolor de alguien.
Cuando salió, Ben empezó a sentir de verdad. Tal vez fuera la lluvia fina lo que derritió su escasa protección, porque mientras caminaba hacia su Austin por el aparcamiento le invadió la pena al pensar en la inmensidad de su pérdida y le asoló la culpa por el papel que había jugado en provocarla. Y luego estaba el hecho de saber que viviría con aquello para siempre: que las últimas palabras que le había dicho a Santo las había pronunciado con una repugnancia nacida de su propia incapacidad de aceptar al chico tal como era. Y esa incapacidad provenía de una sospecha, de algo que nunca verbalizaría.
– ¿Por qué no puedes ver como se sienten los otros con tus acciones? -decía Ben a su hijo, el estribillo repetido de una canción que habían cantado durante años en su relación-. Por el amor de Dios, Santo, la gente es real.
– Te comportas como si utilizara a las personas o algo. Te comportas como si impusiera mi voluntad a todo el mundo, y eso no es así. Además, nunca dices nada cuando…
– Maldita sea, no intentes eso conmigo, ¿de acuerdo?
– Mira, papá, si yo pudiera…
– Sí, es eso, ¿verdad? Yo, yo, a mí, a mí. Bueno, dejemos las cosas claras: la vida no gira en torno a ti. Lo que estamos haciendo aquí, por ejemplo, no gira en torno a ti. Lo que pienses y lo que quieras no me incumbe. Lo que hagas, sí. Aquí y donde sea. ¿Te queda claro?
Habían quedado tantas cosas por decir… En especial lo que Ben no había expresado eran sus miedos. Sin embargo, ¿cómo podía sacarlos a la luz, cuando todo lo que estaba relacionado con ellos estaba oculto bajo la alfombra?
Hoy no, sin embargo. Hoy el presente exigía reconocer el pasado que le había traído hasta aquí. Por lo tanto, cuando subió al coche y comenzó a salir de Truro con la intención de conducir hacia el norte, en dirección a Casvelyn, frenó en la señal que indicaba la ruta a St. Ives y mientras esperaba a que desapareciera el centelleo delante de sus ojos tomó una decisión y giró hacia el oeste.
Al final puso rumbo sur por la A30, la principal arteria de la costa norte. No tenía ninguna intención clara en mente, pero a medida que las señales le resultaban más y más familiares tomó de memoria los desvíos adecuados, avanzando hacia el mar a través de un paisaje irregular que externamente era inhóspito por las intrusiones de granito pero que por dentro era rico en minerales. En esta parte del campo se levantaban depósitos de locomotoras en ruinas, un testimonio mudo de las generaciones de hombres de Cornualles que habían trabajado bajo tierra extrayendo estaño y cobre hasta que las vetas se agotaron y las minas quedaron abandonadas al clima y al paso del tiempo.
Estas minas habían alimentado a los pueblos remotos, que se vieron obligados a redefinirse o morir cuando las explotaciones cerraron. La tierra era mala para la agricultura, demasiado rocosa y árida y tan azotada por el viento que sólo conseguían arraigar los matorrales de aulagas, las malas hierbas y las plantas silvestres más fuertes y bajas. Así que la gente se volcó en la ganadería bovina y ovina si podía permitirse un rebaño y en el contrabando cuando llegaron los tiempos difíciles.
El contrabando se llevaba a cabo en los miles de calas de Cornualles. Los que triunfaron con esta forma de trabajo eran los que conocían el mar y las mareas. Pero con el tiempo también llegaron otros medios de sustento. Mejoraron los transportes hacia el suroeste y trajeron a los turistas. Entre ellos estaban los veraneantes que tomaban el sol en las playas y recorrían los senderos que cruzaban el campo. Al final, llegaron los surfistas.
En Pengelly Cove, Ben los vio desde arriba, donde se encontraba la parte principal del pueblo, casas de granito sin pintar con techos de pizarra, ambiente sombrío y desierto en la primavera lluviosa. El lugar estaba definido únicamente por tres calles: dos flanqueadas de tiendas, casas, dos pubs y una posada llamada Curlew Inn y una tercera marcada por una pendiente empinada que serpenteaba hasta un pequeño aparcamiento, un embarcadero de botes salvavidas, la cala y el mar.
A lo lejos entre el oleaje, los surfistas de toda la vida desafiaban al tiempo. Las olas rompían desde el noroeste, en grupos regulares, y sus paredes grises formaban los tubos por los que era conocida Pengelly Cove. Los surfistas los atravesaban girando en la pared de la ola, subiendo hasta la cúspide, desapareciendo para remar hacia dentro y esperar a la siguiente. Nadie gastaba energías cogiendo una ola hasta la orilla, no con este tiempo y no con olas que eran un reflejo de sí mismas y rompían en los arrecifes a unos cien metros de distancia. Las olas que rompían en la orilla eran para principiantes, una pared baja de agua blanca que proporcionaba al neófito cierta sensación parecida al triunfo, pero ningún respeto.
Ben descendió a la cala. Lo hizo a pie y no en coche. Lo había dejado delante de la posada Curlew Inn y había vuelto por la calle hasta el cruce. No le molestaba que hiciera mal tiempo, iba preparado para él y quería experimentar la cala como lo había hecho en su juventud: bajando por lo que entonces sólo era un sendero, sin aparcamiento debajo ni nada más salvo el agua, la arena y las cuevas profundas que le saludaban cuando llegaba al final, con la tabla de surf bajo el brazo.
Tenía la esperanza de poder adentrarse en las cuevas, pero la marea estaba demasiado alta y sabía que no debía arriesgarse. Así que pensó en lo mucho que había cambiado el lugar desde la última vez que había estado allí.
El dinero había llegado a la zona. Lo vio por las mansiones de veraneo y las casitas de refugio que daban a la cala. Tiempo atrás, sólo había una, lejos, al final del acantilado, una estructura impresionante de granito que, con su fachada blanca y orgullosa y relucientes canalones y molduras negros, transmitía que allí había más dinero del que tenía cualquier familia del pueblo. Ahora, sin embargo, había por lo menos una docena, aunque la Casa del Acantilado seguía en su sitio, tan orgullosa como siempre. Sólo había estado dentro una vez, en una fiesta de adolescentes organizada por una familia llamada Parsons que la había alquilado durante cinco veranos seguidos. «Una celebración antes de que nuestro Jamie se marche a la universidad», así describieron la reunión.
A nadie del pueblo le caía bien Jamie Parsons, que se había tomado un año sabático para viajar por todo el mundo y no había tenido el sentido común de no decir nada al respecto. Pero todos estuvieron dispuestos a fingir que el chaval era su mejor amigo del alma para pasar una noche de juerga en su casa.
Sin embargo, tenían que parecer guays. Ben lo recordaba. Debía parecer que asistían a este tipo de jolgorios constantemente: el final del verano, una invitación que había llegado por correo (por el amor de Dios), un grupo de rock que venía desde Newquay a tocar, mesas llenas de comida, una luz estroboscópica en la pista de baile y escondrijos por toda la casa donde se podía hacer cualquier travesura imaginable sin que nadie se enterara. Al menos dos de los hijos de los Parsons estaban allí -¿eran cuatro en total?, ¿cinco tal vez?-, pero no había padres. Cualquier tipo de cerveza que pudiera imaginarse, además de alcohol y sustancias ilegales: whisky, vodka, ron con Coca-Cola, pastillas de algo que nadie supo identificar y cannabis. Cannabis para dar y regalar, al parecer. ¿Cocaína también? Ben no se acordaba.
Lo que sí recordaba era la conversación y la recordaba por el surf de aquel verano y por lo que había traído aquel verano.
La gran división existía en cualquier lugar invadido temporalmente por gente que no había nacido ni crecido allí. Siempre estaban los del pueblo… y los intrusos. En Cornualles, en especial, estaban los que trabajaban sin descanso y luchaban por llevar una vida modesta y luego todos los que iban a pasar las vacaciones y a gastar dinero disfrutando de los placeres del suroeste. El placer principal era la costa, con su clima estupendo, aguas cristalinas, calas prístinas y acantilados elevados. El reclamo, sin embargo, era el mar.
Los residentes de toda la vida conocían las reglas. Cualquiera que surfeara con regularidad las conocía, porque eran fáciles y básicas: espera tu turno, no zigzaguees, no te lances cuando otra persona grite que la ola es suya, deja paso a los surfistas más experimentados, respeta la jerarquía. Las olas que rompen en la orilla son para los principiantes con tablas anchas, para los niños que juegan en el agua y, a veces, para los surfistas de kneeboards y bodyboards que buscan una recompensa rápida a sus esfuerzos. Cualquiera que surfeara más allá de las olas que rompían en la orilla volvía al final de una sesión, pero si no, se quedaba mar adentro, meciéndose sobre la tabla o subiendo por la pared de la ola y bajando por el otro lado para remar otra vez mucho antes de llegar a la zona donde estaban los principiantes. Era sencillo. No estaba escrito, pero el desconocimiento nunca era una excusa aceptable.
Nadie sabía si Jamie Parsons funcionaba por desconocimiento o por indiferencia. Lo que sí sabía todo el mundo era que, por algún motivo, creía tener ciertos derechos, que él consideraba suyos y no lo que eran en realidad: errores inexcusables.
Que dijera «esto de aquí es una mierda comparado con North Shore», podría haber sido soportable, pero que lo dijera después de gritar «déjame pasar, tío» para anunciar que zigzaguearía por delante de uno de los surfistas del pueblo, no iba a impresionar a nadie. La cola no significaba nada para Jamie Parsons. «Apechugad con ello», era su respuesta cuando le informaban de que estaba comportándose mal con los otros surfistas. Esas cosas no le importaban porque no era uno de ellos. Él era mejor por el dinero, la vida, las circunstancias, la educación, las posibilidades o como quisieran llamarlo. Él lo sabía y ellos lo sabían. Y el chaval carecía del sentido común necesario para guardarse eso para él.
¿Así que una fiesta en casa de los Parsons…? Por supuesto que irían. Bailarían su música, arrasarían con su comida, apurarían sus bebidas y fumarían su hierba. Se lo merecían por aguantar a aquel capullo. Le habían tenido allí cinco veranos seguidos, pero el último fue el peor.
«Jamie Parsons», pensó Ben. No se había acordado de él en años. Había estado demasiado consumido por Dellen Nankervis aunque, tal como resultaron las cosas, era Jamie Parsons y no Dellen Nankervis quien había determinado el curso de su vida en realidad.
Mientras miraba a los surfistas desde el final del aparcamiento, Ben pensó que todo aquello en lo que se había convertido era resultado de decisiones que había tomado justo aquí, en Pengelly Cove. No en Pengelly Cove el pueblo, sino en Pengelly Cove la ubicación geográfica: cuando la marea estaba alta, una masa de agua en forma de herradura golpeaba las pizarras y las rocas de granito; cuando la marea estaba baja, aparecía una playa enorme de arena que se extendía en dos direcciones mucho más allá de la propia cala, se internaba en los arrecifes y diques de lava y estaba bordeada por cuevas que penetraban en los acantilados donde todavía podían verse las vetas de los minerales. Las cuevas, esas bocas en las rocas creadas por millones de años de cataclismos geológicos y erosión oceánica, habían sido el destino de Ben Kerne desde que las vio cuando era muy pequeño. Los peligros que entrañaban las hacían de lo más cautivadoras. La intimidad que podían llegar a ofrecer las hacían de lo más necesarias.
Su historia estaba ligada inextricablemente a las dos mayores cuevas de Pengelly Cove. Representaban todas sus primeras veces: su primer cigarrillo, su primer porro, su primera borrachera, su primer beso, su primera relación sexual. También registraban las tormentas que habían caracterizado su relación con Dellen. Porque si bien había compartido su primer beso y su primera relación sexual con Dellen Nankervis en una de las dos cuevas grandes e inquietantes, éstas también habían atestiguado todas las traiciones que se habían infligido el uno al otro.
«Dios santo, ¿no puedes librarte de esa maldita zorra? -le preguntó su padre-. Te está volviendo loco, chico. Déjala, diablos, antes de que te engulla y te escupa en el barro.»
Quiso hacerlo, pero descubrió que no podía. El poder que ejercía sobre él era demasiado fuerte. Había otras chicas, pero eran criaturas sencillas comparadas con Dellen: calientabraguetas de risita fácil, cotorras superficiales que no dejaban de peinarse el pelo aclarado por el sol y de preguntar a los chicos si creían que estaban gordas. Carecían de misterio, de una personalidad compleja. Y lo más importante, ninguna necesitaba a Ben tanto como Dellen. Ella siempre volvía a él y él siempre estaba dispuesto. Y si otros dos chicos la habían dejado embarazada durante esos años desenfrenados de la adolescencia, él no se había quedado atrás y a sus veinte años había logrado igualarles.
La tercera vez que pasó le pidió que se casara con él porque había demostrado la verdadera naturaleza de su amor: le había seguido hasta Truro sin dinero, sólo con lo que había podido meter en una bolsa de viaje. Le dijo: «Es tuyo, Ben, y yo también», con la curva incipiente de su barriga para probarlo.
Todo iría mejor, pensó Ben. Se casarían y el matrimonio pondría fin para siempre a los ciclos de conexión, traición, ruptura, añoranza y reconexión.
Así que se trasladó de Pengelly Cove a Truro para empezar de nuevo pero no lo consiguió. Se marchó de Truro a Casvelyn por la misma razón con prácticamente el mismo resultado. En realidad, con un resultado mucho peor esta vez, porque Santo estaba muerto y el tejido insustancial de la vida de Ben se había roto en pedazos.
Ahora le parecía que la idea de las lecciones que había que dar lo había empezado todo. Qué insoportable era darse cuenta de que esas lecciones también lo habían terminado todo. Sólo el estudiante y el profesor eran distintos. El hecho crucial de la aceptación seguía siendo el mismo.
Lynley optó por conducir por la costa hasta Pengelly Cove en cuanto la inspectora Hannaford lo identificó como el pueblo de donde era originaria la familia Kerne.
– Así mato dos pájaros de un tiro -le explicó.
A lo que Hannaford respondió con astucia:
– Está evitando un poco su responsabilidad, ¿verdad? ¿Qué ha descubierto sobre la doctora Trahair que no quiere que sepa, comisario?
No estaba evitando nada, le dijo alegremente. Pero como había que investigar a los Kerne y como debía ganarse la confianza de Daidre Trahair siguiendo las instrucciones de la propia inspectora Hannaford, le pareció que tenía un motivo racional para sugerir una excursión a la veterinaria…
– No tiene que ser una excursión -protestó Hannaford-. No tiene que ser nada. Ni siquiera tiene que verla para hurgar en su vida y supongo que ya lo sabe.
– Sí, por supuesto -dijo Lynley-. Pero es una oportunidad para…
– De acuerdo, de acuerdo. Sólo procure estar en contacto conmigo.
Así que se llevó a Daidre Trahair con él, un plan que resultó bastante sencillo porque comenzó cumpliendo su palabra y fue a la casita de la veterinaria a reparar la ventana que había roto. Había decidido que no podía tratarse de un ejercicio mental complicado y como licenciado de Oxford que era -aunque en historia, que apenas tenía nada que ver con cristales-, sin duda poseía la inteligencia para entender cómo había que realizar la sustitución. El hecho de que nunca en su vida hubiera participado en un solo trabajo de reforma doméstica no le disuadió. Seguro que estaba a la altura. No habría ningún problema.
– Qué amable eres, Thomas, pero ¿no debería llamar a un cristalero? -dijo Daidre. Parecía dudar de sus intenciones con el cristal y la masilla.
– Tonterías. Es muy sencillo.
– ¿Alguna vez…? Quiero decir, ¿antes de hoy?
– Muchas veces. Otras tareas, quiero decir. En cuanto a ventanas, reconozco que soy virgen. Bueno… Veamos qué tenemos aquí.
Lo que tenían era una casita de doscientos años de antigüedad, posiblemente más, porque Daidre no estaba segura. Siempre había querido reconstruir la historia del lugar, pero de momento aún no se había puesto a ello. Lo que sí sabía era que había empezado siendo una cabaña de pescadores utilizada por una mansión cercana a Alsperyl. Esa casa había desaparecido -su interior había quedado destruido hacía tiempo por un incendio y los habitantes del pueblo se habían ido llevando las piedras, que utilizaron para todo, desde construir cabañas a delimitar sus propiedades-, pero como databa de 1723, era muy probable que esta pequeña edificación fuera de la misma época.
Esto significaba, naturalmente, que nada estaba recto, incluidas las ventanas, cuyos marcos habían sido construidos precisamente para encajar en aperturas que carecían de cualquier precisión. Para su desgracia, Lynley lo descubrió cuando sostuvo el cristal delante del marco después de limpiar los restos de la ventana rota. Vio que había una pequeña inclinación horizontal, suficiente para que colocar el cristal fuera… todo un reto.
Tendría que haber medido los dos lados, se percató. Notó que el cuello se le ponía rojo de la vergüenza.
– Oh, vaya -dijo Daidre. Y luego añadió deprisa, como si creyera que su comentario revelaba falta de confianza-. Bueno, estoy segura de que es sólo cuestión de…
– Masilla -dijo él.
– ¿Disculpa?
– Sólo hace falta más cantidad de masilla en un lado. En realidad no supone ningún problema.
– Oh, perfecto. Está bien, estupendo.
Se marchó de inmediato a la cocina, murmurando algo sobre preparar un té. Lynley lidió con el proyecto: con la masilla, el cuchillo para la masilla, el cristal, la colocación del mismo y la lluvia, que tendría que haber sabido que haría imposible toda la empresa. Ella se quedó en la cocina. Se quedó allí tanto tiempo que Lynley llegó a la conclusión que no sólo estaba riéndose de su ineptitud, sino también ocultando el hecho de que ella misma habría podido arreglar la ventana con una mano atada a la espalda. Al fin y al cabo, era la mujer que le había barrido a los dardos.
Cuando por fin regresó, Lynley se las había arreglado para meter el cristal, pero era obvio que alguien con más aptitudes que él tendría que ir a reparar su reparación. Lo admitió y se disculpó. Debía ir a Pengelly Cove, le dijo, y si tenía tiempo para acompañarle, se lo compensaría todo invitándola a cenar.
– ¿A Pengelly Cove? ¿Por qué? -preguntó ella.
– Asuntos policiales -contestó él.
– ¿La inspectora Hannaford cree que hay respuestas en Pengelly Cove? ¿Y te ha encargado a ti buscarlas? ¿Por qué no envía a uno de sus policías? -preguntó Daidre. Cuando Lynley dudó sobre qué respuesta darle, ella sólo tardó un momento en comprenderlo-. Ah. Así que ya no eres sospechoso. ¿Es una decisión sensata por parte de la inspectora Hannaford?
– ¿Qué?
– ¿Descartarte de la lista de sospechosos porque eres policía? Es ser bastante corto de miras, ¿no?
– Creo que ha tenido problemas para encontrar mis motivos.
– Entiendo. -Su voz se había alterado y Lynley supo que había atado el resto de los cabos. Si él ya no era sospechoso, ella sí. Sabría que existía una razón y seguramente sabría por qué.
Lynley pensó que rechazaría acompañarle, pero no lo hizo y él se alegró. Buscaba un modo de llegar a la verdad de quién era y qué escondía y, sin recursos fáciles para averiguarlo, ganarse su confianza a través de una relación cordial parecía ser la mejor manera.
Los milagros resultaron ser su vía de acceso. Habían subido desde la cala y serpenteaban por Stowe Wood de camino a la A39 cuando le preguntó si creía en los milagros. Al principio, Daidre frunció el ceño al oír la pregunta.
– Ah -dijo entonces-. Los papeles de Internet que viste. No, en realidad no. Pero un amigo mío, un compañero del zoo, el cuidador de los primates, está planeando un viaje para sus padres porque ellos sí creen en los milagros y necesitan uno desesperadamente.
– Qué amable por tu parte ayudarle. -Lynley la miró. Se había puesto roja-. Tu…
«¿Qué relación tiene con el compañero? -se preguntó-. ¿Es su amante, su novio, su antiguo compañero? ¿Por qué ha reaccionado así?»
– Lo hago por amistad -dijo, como si hubiera formulado las preguntas en voz alta-. Cáncer de páncreas. El diagnóstico es definitivo, pero no es un anciano. Paul dice que su padre sólo tiene cincuenta y cuatro años y quieren intentarlo todo. Yo creo que es inútil, pero ¿quién soy yo para decírselo? Así que le comenté que… Bueno, que buscaría el lugar con mejores estadísticas. Menuda tontería, ¿verdad?
– No necesariamente.
– Claro que lo es, Thomas. ¿Cómo se aplican las estadísticas a un lugar dominado por el misticismo y una fe ferviente aunque equivocada? Si me baño en estas aguas, ¿mis probabilidades de curación son más altas que si garabateo mi petición en un trozo de papel y lo dejo al pie de la estatua de mármol de un santo? ¿Y si beso la tierra de Medjugorje? ¿O la mejor opción es quedarse en casa y rezar a alguien que está a punto de ganarse la aureola? Necesitan milagros para conseguir que los santifiquen, ¿verdad? ¿Qué hay de esa opción? Al menos nos ahorraría el dinero que tampoco podemos gastar. -Soltó un suspiro y Lynley volvió a mirarla. Estaba recostada en la puerta del coche y tenía bastante mala cara-. Lo siento, me estoy enrollando. Pero odio ver que la gente abandona su sentido común por culpa de una crisis. Ya sabes a qué me refiero.
– Sí -dijo él sin alterarse-. Sé perfectamente a qué te refieres.
Daidre se llevó la mano a los labios. Tenía unas manos de aspecto fuerte, unas manos sensibles, manos de médico, con las uñas limpias y cortas.
– Oh, Dios mío. Maldita sea, lo siento muchísimo. He vuelto a hacerlo. A veces me voy de la lengua.
– No pasa nada.
– Sí que pasa. Habrías hecho cualquier cosa para salvarla. Lo siento muchísimo.
– No. Lo que has dicho es absolutamente cierto. En las crisis, la gente se retuerce buscando respuestas e intentando obtener una solución. Y para ellos la solución es lo que quieren y no necesariamente lo que es mejor para otra persona.
– Aun así no quería causarte dolor. Nunca quiero causárselo a nadie, en realidad.
– Gracias.
A partir de ese momento no vio cómo llegar a sus mentiras, salvo contando también él algunas, algo que prefería no hacer. Sin duda, dependía de Bea Hannaford interrogar a Daidre Trahair sobre la supuesta ruta que había seguido desde Bristol a Polcare Cove. Dependía de Bea Hannaford revelar a Daidre qué era exactamente lo que sabía la policía sobre su presunto almuerzo en un pub y dependía de Bea Hannaford decidir cómo utilizar esa información para forzar a la veterinaria a admitir lo que tuviera que admitir.
Lynley utilizó la pausa en la conversación para tomar otra dirección.
– Empezamos con una institutriz -dijo sin pensarlo mucho-. ¿Te lo había dicho? Muy decimonónico todo. Sólo duró hasta que mi hermana y yo nos rebelamos y le metimos ranas en la cama la noche de Guy Fawkes. Y en esa época del año, no era fácil encontrar ranas, créeme.
– ¿Me estás diciendo de verdad que teníais una institutriz? ¿Una pobre Jane Eyre sin ningún señor Rochester que la rescatara de su vida de servidumbre, cenando sola en su dormitorio porque no estaba ni arriba ni abajo?
– No era tan malo. Cenaba con nosotros, con la familia. Habíamos empezado con una niñera, pero cuando llegó el momento de ir al colegio contrataron a una institutriz. Para mi hermana mayor y para mí. Cuando nació mi hermano pequeño (que es diez años menor que yo, ¿te lo había dicho?) todo eso ya había terminado.
– Pero es tan… Tan encantadoramente antiguo. -Lynley percibió la carcajada en la voz de Daidre.
– Sí, ¿verdad? Pero era eso, el internado o la escuela del pueblo, donde nos mezclaríamos con los niños de allí.
– Con su espantoso acento de Cornualles -señaló Daidre.
– Exacto. Mi padre estaba decidido a que siguiéramos sus pasos, que no conducían a la escuela del pueblo. Mi madre estaba igual de decidida a no mandarnos a un internado a los siete años…
– Una mujer sabia.
– … así que llegaron al acuerdo de ponernos una institutriz hasta que la espantamos con la cordura apenas intacta. Y a partir de entonces fuimos a la escuela del pueblo, que era lo que nosotros queríamos. Sin embargo, mi padre debía comprobar nuestro acento todos los días, o eso parecía. Dios nos librara de sonar normales.
– ¿Ya falleció?
– Hace muchos años. -Lynley se aventuró a mirarla. Daidre estaba examinándolo y se preguntó si estaría pensando en el tema de la educación y en por qué hablaban de ello-. ¿Y tú? -le preguntó, e intentó sonar informal. Se dio cuenta de que se sentía incómodo. En el pasado, intentar hacer caer a un sospechoso en una trampa no le había supuesto ningún problema.
– Mis padres tienen una salud de hierro.
– Me refería al colegio -dijo.
– Ah. Me temo que fue tediosamente normal.
– ¿En Falmouth, entonces?
– Sí. Mi familia no es de las que mandan a los hijos a un internado. Fui a la escuela del pueblo, con toda la chusma.
La había pillado. Era el momento en que normalmente Lynley habría hecho saltar la trampa, pero sabía que podría habérsele pasado alguna escuela en algún lugar. Podría haber estudiado en un colegio que ahora estuviera cerrado. Descubrió que quería darle el beneficio de la duda. Dejó correr el tema. Realizaron el resto del viaje hasta Pengelly Cove en un ambiente cordial. Él habló de cómo su vida de privilegios le había conducido a ser policía; ella habló de su pasión por los animales y cómo esa pasión la había llevado de rescatar erizos, aves marinas, pájaros cantores y patos a la facultad de Veterinaria y, al final, al zoo. La única criatura del mundo animal que no le gustaba, confesó, era el ganso de Canadá.
– Están invadiendo el planeta -declaró-. Bueno, al menos parece que están invadiendo Inglaterra.
Afirmó que su animal preferido era la nutria: de río o de mar. No era maniática en cuanto a las nutrias.
En Pengelly Cove fue cuestión de unos minutos descubrir en la oficina de correos -un único mostrador en la tienda polivalente del pueblo- que en los alrededores vivía más de un Kerne. Eran todos descendientes de un tal Eddie Kerne y su mujer, Ann. Kerne mantenía una propiedad curiosa que él llamaba Ecocasa a unos ocho kilómetros del pueblo. Ann trabajaba en la posada Curlew Inn, aunque el empleo parecía una sinecura en estos momentos porque estaba envejeciendo mal después de sufrir una apoplejía algunos años atrás.
– Hay Kernes por todo el lugar -les dijo la jefa de la oficina de correos. Era la única trabajadora de la tienda, una mujer de pelo gris de edad incierta, pero sin duda avanzada, a quien habían encontrado cosiendo un botón minúsculo en una camisa blanca de niño. Se pinchó el dedo con el alfiler mientras trabajaba. Dijo «maldita sea, joder» y «perdón» y limpió una mancha de sangre en la chaqueta de punto azul marino antes de seguir hablando-. Si salen fuera y gritan el apellido Kerne, habrá diez personas en la calle que se giren y digan «¿qué?».
Examinó la resistencia del arreglo y cortó el hilo con los dientes.
– No tenía ni idea -dijo Lynley. Mientras Daidre miraba un centro frutal deprimente que había justo detrás de la puerta de la tienda, él compró unas postales que no enviaría nunca, además de sellos, un periódico local y un tubo de caramelos de menta que sí probaría-. ¿Los primeros Kerne tuvieron una buena prole, entonces?
La jefa de la oficina de correos cobró los artículos.
– Siete hijos en total tuvieron Ann y Eddie. Y todos siguen por aquí excepto el mayor. Benesek, creo. Se marchó hace siglos. ¿Son amigos de los Kerne? -La mujer miró a Lynley y luego a Daidre. Parecía dubitativa.
Lynley contestó que no era un amigo. Sacó su placa de policía. La expresión de la señora se alteró. Las palabras «poli» y «cautela» no podrían haber estado escritas más claramente en su rostro.
– El hijo de Ben Kerne ha muerto -le dijo Lynley.
– ¿De verdad? -preguntó ella, llevándose una mano al corazón. Inconscientemente, se cogió el pecho izquierdo-. Oh, Dios mío. Qué noticia tan triste. ¿Qué le ha pasado?
– ¿Conocía usted a Santo Kerne?
– Por aquí no hay nadie que no conozca a Santo. A veces se quedaban con Eddie y Ann cuando él y su hermana eran pequeños. Kerra se llama la chica. Ann los traía a comprar dulces o helados. Pero Eddie no, Eddie nunca. No viene al pueblo si puede evitarlo. Hace años que no viene.
– ¿Por qué?
– Unos dicen que por orgullo. Otros que por vergüenza. Pero Ann no. Además tenía que trabajar para que Eddie pudiera cumplir su sueño de vivir ecológicamente.
– ¿Vergüenza por qué? -preguntó Lynley.
Ella sonrió brevemente, pero Lynley sabía que no tenía nada que ver con la simpatía o el buen humor, sino con el hecho de reconocer la posición que ostentaba cada uno en aquel momento: él, el interlocutor profesional y ella, la fuente de información.
– Es un pueblo pequeño -dijo-. Cuando a alguien le van mal las cosas, pueden irle peor. Ya me entiende.
Podría ser una afirmación sobre los Kerne, pero también sobre sí misma y Lynley lo entendía. Como era la jefa de la oficina de correos y la tendera, sabría bastante sobre lo que sucedía en Pengelly Cove. Como vivía en el pueblo, también sabría que lo más prudente era tener la boca cerrada y no contar cosas que no importaban a un forastero.
– Tendrá que hablar con Ann o Eddie -dijo-. Ann tiene problemillas con el habla por culpa de la apoplejía que tuvo, pero Eddie le hinchará la cabeza, supongo. Hable con Eddie. Estará en casa.
Les dio las indicaciones para llegar a la propiedad de los Kerne, que resultó ser una finca de varias hectáreas al noreste de Pengelly Cove, una antigua granja de ovejas transformada por los esfuerzos de una familia por vivir ecológicamente.
Lynley se dirigió solo a las tierras después de que Daidre decidiera quedarse en el pueblo hasta que él hubiera terminado sus asuntos con los Kerne. Entró en la propiedad por una verja oxidada que estaba desintegrándose y se extendía delante de un sendero pedregoso pero no estaba cerrada. Recorrió más o menos un kilómetro antes de ver una estructura en mitad de la ladera. Era una mezcolanza arquitectónica hecha de adobe y cañas, piedras, tejas, maderos, andamios y láminas de plástico grueso. La casa podría ser de cualquier siglo. Era un milagro que se mantuviera en pie.
No muy lejos de ella, una noria daba vueltas a los pies de un canal, ambos construidos toscamente. La primera parecía ser una fuente de electricidad, a juzgar por su conexión a un generador descomunal pero oxidado. El segundo parecía redirigir un arroyo para que abasteciera de agua a la noria, un estanque y luego varios canales que regaban una huerta enorme. Parecía recién sembrada, a la espera del sol de finales de primavera y del verano. Cerca se amontonaba una gran pila amorfa de abono.
Lynley aparcó junto a un grupo de bicicletas viejas. Sólo una tenía las ruedas hinchadas y todas estaban oxidadas hasta el punto de la desintegración. No parecía haber una ruta directa a la puerta delantera o trasera de la casa. Un sendero serpenteaba vagamente desde las bicicletas hacia el andamio, pero en cuanto llegaba se transformaba en unos ladrillos que se abrían paso entre las malas hierbas pisoteadas. Pasando de un grupo de ladrillos al otro, Lynley por fin llegó a lo que parecía ser la entrada de la casa: una puerta tan picada por el clima, la putrefacción y los insectos que resultaba difícil creer que funcionara.
Pero sí. Un par de golpes fuertes en la madera le pusieron cara a cara con un señor mayor y mal afeitado que tenía un ojo nublado por una catarata. Iba vestido de colores bastante llamativos, con unos viejos pantalones caquis y un jersey verde lima gastado en los codos. Llevaba sandalias y unos calcetines de rombos naranjas y marrones. Lynley decidió que tenía que ser Eddie Kerne. Sacó su placa para enseñársela y se presentó.
Kerne miró la identificación y luego a él. Se dio la vuelta y se alejó de la puerta, adentrándose en las entrañas de la casa sin abrir la boca. La puerta permaneció abierta, así que Lynley supuso que debía seguirle y así lo hizo.
El interior de la casa no suponía una gran mejora respecto al exterior. Parecía ser una obra en progreso desde hacía tiempo, a juzgar por la edad de los maderos expuestos. Las paredes del pasillo central habían quedado reducidas al armazón, pero no olía a madera nueva, sino que sobre los tablones había una capa de polvo, lo que sugería que el trabajo se había iniciado años atrás y nunca se había concluido.
El destino de Kerne era un taller y para llegar a él condujo a Lynley a través de una cocina y un lavadero, donde había una lavadora con un rodillo antiguo y cuerdas gruesas que cruzaban el techo para tender la ropa cuando el tiempo era inclemente. Este cuarto olía intensamente a moho, un ambiente sensorial que sólo mejoró un poco cuando entraron en el taller que estaba detrás. Llegaron a él después de cruzar una apertura sin puertas en la pared del fondo del lavadero, separado del resto de la casa por un plástico que Kerne apartó hacia un lado. Este mismo tipo de plástico cubría las ventanas del taller, una habitación que había sido construida más recientemente que el resto de la casa: estaba hecha de bloques de hormigón. Hacía un frío gélido allí dentro, como en una despensa antigua sin los estantes de mármol.
Lynley pensó en la palabra «cavernícola» cuando entró en el taller. Dentro se apretujaban una mesa de trabajo, armarios colgados caprichosamente, un taburete alto y miles de herramientas, y la imagen global era de serrín, manchas de aceite, salpicaduras de pintura y suciedad general. Representaba un lugar algo dudoso para que un hombre pudiera escapar de su mujer y sus hijos, con la excusa de que tenía que realizar unos ajustes cruciales a este o aquel proyecto.
Parecía haber muchos sobre la mesa de trabajo de Eddie Kerne: parte de una aspiradora, dos lámparas rotas, un secador de pelo sin cable, cinco tazas de té sin asas, una banqueta que escupía el relleno. Kerne parecía estar trabajando en las tazas, porque un tubo de pegamento abierto se añadía a las demás fragancias del cuarto, la mayoría de las cuales estaban asociadas a la humedad. La tuberculosis parecía el resultado probable de una estancia prolongada en este lugar, y Kerne tenía una tos severa que hizo que Lynley pensara en el pobre Keats escribiendo cartas agónicas a su querida Fanny.
– No puedo decirle nada -fue el comentario inicial de Kerne. Lo dijo girando la cabeza mientras cogía una de las tazas y la miraba entrecerrando los ojos, comparando un asa desmembrada con el punto donde se había roto una de la taza-. Sé por qué ha venido, sí, pero no puedo decirle nada.
– Le han informado de la muerte de su nieto.
– Me llamó, eso hizo. -Kerne carraspeó, pero gracias a Dios no escupió-. Me lo dijo. Eso es todo.
– ¿Su hijo, Ben Kerne? ¿Le llamó?
– El mismo. Eso lo hizo bien, sí. -El énfasis que dio a la palabra «eso» indicaba qué más cosas consideraba que su hijo hacía bien: nada.
– Tengo entendido que hace años que Ben ya no vive en Pengelly Cove -dijo Lynley.
– No le queríamos aquí.
Kerne cogió el tubo de pegamento y aplicó una buena dosis en los dos extremos del asa que había elegido para la taza. Tenía buen pulso, algo beneficioso para una tarea como aquélla, pero el ojo inútil le perjudicaba. Era evidente que el asa pertenecía a una taza distinta, porque el color no coincidía y la forma menos aún. Sin embargo, Kerne la pegó en su sitio, esperando a que se produjera una forma aceptable de aglutinación.
– Lo mandamos con su tío a Truro y allí se quedó. Tuvo que hacerlo, después de que ella lo siguiera hasta allí.
– ¿Ella?
Kerne le lanzó una mirada con una ceja levantada. Era el tipo de mirada que decía «¿todavía no lo sabe?».
– La mujer -dijo bruscamente.
– La mujer de Ben. ¿La actual señora Kerne?
– Será. Él se marchó para escapar y ella le siguió como un perrito faldero. Igual de enchochado estaba él con ella, si me perdona la expresión. Menuda pieza está hecha, no quiero saber nada de ninguno de los dos mientras esté con ese putón. Ha sido la fuente de todos sus problemas desde el primer día hasta ahora, esa Dellen Nankervis. Y si quiere puede apuntarlo en lo que sea que lleve para apuntar. Y escriba también quién lo ha dicho. No me avergüenzo de mis sentimientos, porque todos y cada uno de ellos han resultado ser ciertos a lo largo de los años.
Parecía enfadado, pero el enfado parecía ocultar lo que se había roto dentro de él.
– Llevan mucho tiempo juntos -señaló Lynley.
– Y ahora Santo. -Kerne cogió otra taza y otra asa-. ¿No cree que ella está detrás de lo sucedido? Husmee. Husmee por aquí, husmee en Truro, husmee allí. Percibirá el olor de algo desagradable y su rastro le llevará derechito a ella. -Volvió a utilizar el pegamento con prácticamente el mismo resultado: una taza y un asa que eran como parientes lejanos que no se conocían-. Ya me contará.
– Estaba haciendo rápel, señor Kerne. Hay un acantilado en Polcare Cove…
– No conozco el lugar.
– … al norte de Casvelyn, donde vive la familia. Es una pared de unos sesenta metros. Tenía una eslinga fijada en la cima del acantilado y creemos que estaba atada a un muro. La eslinga falló cuando inició el descenso. La habían manipulado.
Kerne no miró a Lynley, pero dejó de trabajar un momento. Sus hombros se agitaron, entonces sacudió la cabeza con energía.
– Lo siento -dijo Lynley-. Tengo entendido que Santo y su hermana pasaban mucho tiempo con ustedes cuando eran más pequeños.
– Por culpa de ella -dijo las palabras escupiéndolas-. Se ligaba a otro hombre y lo llevaba a casa y se lo tiraba allí, en la cama de su propio marido. ¿Él se lo ha contado? ¿Se lo ha contado alguien? No, supongo que no. Ya se lo hacía cuando era adolescente y lo ha seguido haciendo de adulta. También le hicieron un bombo. Más de una vez.
– ¿Se quedó embarazada de otro? -preguntó Lynley.
– Él no sabe que yo lo sé, no, pero ella me lo contó. Kerra, quiero decir. «Mamá se ha quedado embarazada de alguien y tiene que quitárselo», nos dijo. En realidad, la niña me lo dijo a mí, así tal cual, y sólo tenía diez años. Diez malditos años. ¿Qué clase de mujer le cuenta a su hija pequeña la mierda que está haciendo con su vida? «Papá dice que está pasando un bache, pero yo la vi con el señor de la inmobiliaria, yayo…» O el profesor de baile o el profesor de ciencias del instituto. ¿Qué más le daba a ella? Cuando le picaba, alguien tenía que rascarle y si Ben no le rascaba como a ella le gustaba y cuando ella quería, se ocupaba de que otro lo hiciera por él, maldita sea. Así que no me diga que no está detrás de todo esto porque sí lo está.
No se refería a Santo, pensó Lynley. Kerne hablaba de su hijo, desde el pozo de resentimiento y pesar del padre que sabe que nada de lo que diga o haga podrá cambiar el camino de un hijo que ha tomado la decisión equivocada. En aquello, Kerne le recordaba a su propio padre y a las regañinas que le había dado a lo largo de toda su infancia cuando se relacionaba demasiado con cualquiera a quien el hombre considerara corriente. No surtieron efecto y Lynley siempre había pensado que la experiencia le había enriquecido.
– No tenía ni idea -dijo.
– Bueno, normal, ¿no?, porque no es probable que se lo cuente a nadie. Pero cayó en sus garras cuando era un chaval y ha estado ciego desde entonces. Llevan años juntándose y separándose y cada vez que yo y su madre empezamos a pensar que por fin se ha librado de esa zorra, ha visto la luz, se la ha quitado de encima y nosotros también y que puede comenzar una vida normal como el resto, ahí aparece otra vez, llenándole la cabeza de chorradas sobre lo mucho que le necesita y que él es el único y que lo siente mucho, tanto que se folló a otro, pero no fue culpa suya, porque él no estaba allí para cuidar de ella, no le prestaba la atención que merecía… Y ahí está, poniéndole caliente y él no puede pensar con claridad y es incapaz de ver cómo es o qué está haciendo o lo atrapado que está. Provoca el desastre, por eso le mandamos fuera. Y ella lo siguió… La muy perra hizo las maletas y siguió a nuestro Ben… -Dejó a un lado la segunda taza mal reparada. Respiraba con dificultad, había un sonido líquido en su pecho. Lynley se preguntó si alguna vez iba al médico-. Así que su madre y yo pensamos que si le decíamos que dejaría de ser hijo nuestro si no cortaba con esa maldita zorra lo haría. Era nuestro hijo, el mayor, y tenía que pensar en sus hermanos y hermanas, y ellos le querían, sí, y se llevaban todos bien. Imaginamos que sólo debía estar unos años fuera, hasta que se olvidara todo, y que cuando eso ocurriera volvería a donde debía estar, que era aquí con nosotros. Pero no funcionó, no, porque no quiere quitársela de encima. La lleva dentro, metida en la piel y en la sangre, y ahí acaba todo.
– ¿Hasta que se olvidara el qué? -preguntó Lynley.
– ¿Eh? -Desde la mesa, Kerne giró la cabeza para mirar a Lynley.
– Ha dicho que su hijo debía pasar unos años fuera, «hasta que se olvidara todo». Me pregunto a qué se refiere.
Kerne entrecerró el ojo bueno.
– No habla como un poli -dijo-. Los polis hablan como nosotros, pero usted tiene una voz que… ¿De dónde es?
Lynley no iba a distraerse con una conversación sobre sus raíces.
– Señor Kerne, si sabe algo que esté relacionado con la muerte de su nieto, y es obvio que sí, necesito saber qué es.
El hombre reanudó su tarea.
– Lo que pasó, pasó hace años. Benesek tenía… ¿Qué? ¿Diecisiete años? ¿Dieciocho? No tiene nada que ver con Santo.
– Por favor, deje que eso lo decida yo. Cuénteme lo que sabe.
Después del imperativo, Lynley aguardó. Esperaba que el dolor del viejo -reprimido, pero tan vivo dentro de él- le obligara a hablar.
Kerne por fin lo hizo, aunque parecía que hablaba más para sí mismo que para Lynley.
– Estaban todos surfeando y alguien acabó mal. Todo el mundo se señalaba entre sí y nadie asumía la culpa. Pero las cosas se pusieron feas, así que su madre y yo le mandamos a Truro hasta que la gente dejara de mirarle mal.
– ¿Quién acabó mal? ¿Cómo?
Kerne dio una palmada en la mesa.
– Ya le he dicho que no importa. ¿Qué tiene que ver eso con Santo? Es Santo el que ha muerto, no su padre. Un maldito chaval se emborracha una noche y termina durmiendo la mona en una de las cuevas de la cala. ¿Qué tiene que ver eso con Santo?
– ¿Hacían surf de noche? -insistió Lynley en preguntar-. ¿Qué pasó?
– ¿Qué cree que pasó? No estaban haciendo surf, estaban de fiesta, y él estaba de fiesta igual que el resto. Mezcló no sé qué drogas con lo que fuera que estuviera bebiendo y cuando subió la marea la palmó. La marea entra en esas cuevas más deprisa de lo que nadie puede moverse porque son profundas, y todo el mundo sabe que si entras, será mejor que sepas cómo está el mar y cómo se comporta, porque si no no sales. El mar te golpea y te revuelca, y nadie tiene la culpa de que seas estúpido y no escuches si te dicen que no bajes a la cala cuando las condiciones son peligrosas.
– Pero eso es lo que le pasó a alguien, ¿no? -dijo Lynley.
– Es lo que pasó.
– ¿A quién?
– A un chaval que venía aquí los veranos. Su familia tenía dinero y alquilaba la casa grande del acantilado. Yo no les conocía, pero Benesek sí. Todos los jóvenes les conocían porque bajaban a la playa en verano. Ese chaval, John o James… Sí, James… Así se llamaba.
– ¿El que se ahogó?
– Su familia no lo vio así. No quisieron ver que fue culpa del chico. Querían un culpable y eligieron a nuestro Benesek. También a otros, pero Benesek estaba detrás de lo que pasó, eso dijeron. Hicieron venir a la policía de Newquay y no aflojaron, ni la familia ni la poli. «Sabes algo y ya estás largando», dijeron. Pero Benesek no sabía nada de nada, maldita sea, y es lo que repitió una y otra vez. Al final la poli tuvo que creerle, pero entonces el padre del chaval ya había construido un recordatorio enorme y estúpido para el chico y todo el mundo miraba a Ben de una manera muy rara, de modo que lo mandamos con su tío porque debía tener una oportunidad en la vida y aquí no iban a dársela, joder.
– ¿Un recordatorio? ¿Dónde?
– En la costa, en alguna parte, arriba en el acantilado. Debieron de pensar que un monumento como ése haría que la gente no olvidara nunca lo que pasó. Yo no voy por el camino de la costa, así que no lo he visto nunca, pero sería lo que querrían para que la gente lo tuviera fresco. -Se rió con tristeza-. Se gastaron un buen dinero seguramente con la esperanza de que persiguiera a Ben hasta que se muriera, pero no sabían que no volvería nunca a casa, así que no sirvió de nada. -Cogió otra taza, ésta más rota que sus compañeras, con una grieta grande que iba desde el borde hasta abajo y descascarillada en un lado, justo donde quien bebiera posaría los labios. Parecía una estupidez arreglarla, pero también parecía evidente que Eddie Kerne iba a intentarlo de todos modos. Dijo en voz baja-: Era un buen chico. Quería lo mejor para él. Intenté que tuviera lo mejor. ¿Qué padre no quiere lo mejor para su hijo?
– Ninguno -reconoció Lynley.
No se tardaba demasiado en explorar Pengelly Cove. Aparte de la tienda y las dos calles principales estaban la cala, una iglesia antigua justo a las afueras del pueblo y la posada Curlew Inn para pasar el rato. En cuanto se quedó sola en la aldea, Daidre empezó por la iglesia. Imaginó que estaría cerrada a cal y canto, como tantas otras iglesias rurales en estos tiempos de indiferencia religiosa y vandalismo, pero se equivocó. El lugar se llamaba St. Sithy's, estaba abierto y se levantaba en medio de un cementerio donde los restos de los narcisos de este año todavía flanqueaban los senderos dando paso a las aguileñas.
Dentro, la iglesia olía a piedra y polvo y el aire era frío. Había un interruptor para las luces justo al lado de la puerta y Daidre lo accionó para iluminar un único pasillo, una nave y una colección de cuerdas multicolores que colgaban del campanario. A su izquierda, había una pila bautismal de granito tosco, mientras que a la derecha una galería de piedra irregular conducía al púlpito y al altar. Podría haber sido cualquier iglesia de Cornualles salvo por una diferencia: un rastrillo benéfico. Consistía en una mesa y estantes justo detrás de la pila bautismal y encima había artículos usados para vender, con una caja de madera cerrada donde se pagaba la voluntad.
Daidre fue a inspeccionar todo aquello y no encontró ningún orden, sino un encanto extravagante. Tapetes de puntilla antiguos se mezclaban con algún que otro objeto de porcelana; abalorios de cristal colgaban de los cuellos de animales disecados muy desgastados. Los libros tenían los lomos despegados; los platos para pasteles y los moldes para tartas ofrecían herramientas de jardín en lugar de dulces. Había incluso una caja de zapatos con postales históricas, que hojeó y vio que la mayoría ya habían sido escritas, franqueadas y recibidas tiempo atrás. Entre ellas había una fotografía de una caravana gitana, de la clase que hacía años que no veía: redondeada por arriba y pintada con colores alegres, la celebración de una vida ambulante. De improviso, se le nubló la vista cuando cogió esta postal. A diferencia de tantas otras, no tenía nada escrito.
En otro momento no lo hubiera hecho, pero la compró. Luego compró otras dos que sí tenían mensajes: una de una tal tía Hazel y un tal tío Dan que mostraba unas barcas de pesca en Padstow Harbour, y otra de Binkie y Earl que retrataba una fila de surfistas delante de tablas largas Malibú clavadas verticalmente en la arena de Newquay. Debajo de sus pies decía «Fistral Beach» y se trataba, al parecer, del lugar donde «¡la boda es en diciembre!», según Binkie o Earl.
Con estos artículos en su poder, Daidre salió de la iglesia, no sin antes mirar el tablón de oraciones donde los miembros de la congregación anotaban sus peticiones para ruegos colectivos a su deidad mutua. La mayoría tenían que ver con la salud y Daidre pensó en lo poco que se acordaban las personas de Dios a menos que la enfermedad física las visitara a ellas o a alguien a quien querían.
Ella no era religiosa, pero se percató de que aquí se le brindaba la oportunidad de saltar al terreno de juego espiritual. El Dios del azar estaba bajo los palos y ella tenía la pierna armada. Chutar o no chutar, ¿qué más daba?, eran las cuestiones que se le planteaban. Había buscado milagros en Internet, ¿acaso no era éste un campo donde podía encontrarse un milagro?
Cogió el bolígrafo ofrecido y un trozo de papel que resultó ser parte del reverso de un folleto viejo donde se anunciaba la venta de comida casera. Le dio la vuelta y empezó a escribir en el lado en blanco. Llegó hasta «por favor, recen por», pero descubrió que no podía seguir. No encontró las palabras para expresar su petición, porque ni siquiera estaba segura de si la petición era suya. Anotarla y luego colgarla en el tablón de oraciones resultó ser una tarea demasiado monumental, empañada por una hipocresía con la que no podía soportar vivir. Dejó el bolígrafo, arrugó el papel, se lo guardó en el bolsillo y se marchó de la iglesia.
Se negaba a sentirse culpable. Era más fácil estar enfadada. Tal vez fuera el último refugio de los que tenían miedo, pero no le importaba. Utilizó expresiones como «no lo necesito», «no me importa» y «No se lo debo en absoluto», y éstas la llevaron de la iglesia al cementerio, del cementerio a la carretera y desde allí a la calle principal de Pengelly Cove. Cuando llegó a la posada Curlew Inn ya había descartado todas las cuestiones relacionadas con el tablón de oraciones y la ayudó en sus esfuerzos ver a Ben Kerne entrando en la posada antes que ella.
No lo conocía personalmente. Sabía de él, por supuesto, y había oído que lo mencionaban en más de una conversación en los últimos dos años. Pero tal vez no lo habría reconocido tan deprisa si aquella mañana no hubiera visto su fotografía en el artículo del Watchman sobre el negocio que había montado en el hotel de la Colina del Rey Jorge.
Se dirigía a la posada Curlew Inn de todos modos, así que siguió a Ben Kerne adentro. Daidre jugaba con ventaja, porque nunca les habían presentado. Por lo tanto, fue fácil convertirse en su sombra distante. Imaginó que estaría buscando a su madre, ya que había oído la conversación entre la jefa de la oficina de correos y Thomas Lynley sobre el trabajo de Ann Kerne. O eso o quería comer, pero le parecía improbable, aunque en realidad ya casi era hora de cenar.
Una vez dentro, Ben Kerne no caminó en dirección al restaurante de la posada y, mientras avanzaba, a Daidre le pareció evidente que el hombre estaba familiarizado con el lugar. Pasó por delante de la recepción y recorrió un pasillo lúgubre hacia un rectángulo de luz que caía de la ventana de lo que parecía un despacho iluminado al fondo del edificio. Entró sin llamar a la puerta, lo que sugería que estaban esperándole o que deseaba que su aparición fuera una sorpresa y, por lo tanto, desarmar a quien estuviera allí.
Daidre se movió deprisa para observar y estuvo a tiempo de ver a una mujer mayor que se levantaba con torpeza de detrás de una mesa. Tenía el pelo gris, la cara pálida y una parte de ella se arrastraba un poco, y Daidre recordó que había sufrido una apoplejía. Pero se había recuperado lo bastante bien como para poder alargar un brazo hacia su hijo. Cuando él avanzó hacia ella, su madre lo abrazó con tanta fuerza que Daidre vio que el cuerpo de él se aplastaba contra el de ella. No se dijeron nada. Sólo expresaron y se fundieron en el vínculo entre madre e hijo.
La intensidad del momento atravesó la ventana del despacho y llegó hasta Daidre y también la abrazó. Pero no sintió ningún consuelo, sino un dolor que no pudo soportar. Se marchó.