171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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Capítulo 17

El último comentario que Tammy le soltó antes de bajarse del coche en Casvelyn fue:

– No entiendes nada, yayo. No me extraña que todo el mundo te dejara.

Parecía más triste que enfadada, lo que había hecho más difícil que Selevan Penrule contraatacara con una grosería. Le habría gustado lanzar dardo y ver si daba en el blanco, con la satisfacción que nace de la larga experiencia en el campo de la guerra verbal, pero algo en sus ojos se lo había impedido, a pesar del dolor que le causó su bala de despedida. Tal vez, pensó, estaba perdiendo facultades. Eso o la chica estaba ganándose un lugar en su corazón. Detestaba pensar que podía ser eso.

La había consolado cuando iban de camino a la tienda de surf Clean Barrel y estaba orgulloso de haber controlado el impulso de enfrentarse a ella la tarde anterior. No le gustaban los secretos y odiaba las mentiras. Que Tammy tuviera secretos y dijera mentiras lo inquietaba más de lo que quería reconocer. Porque a pesar de su ropa, conducta, nutrición e intenciones extrañas, la chica le caía bien y quería pensar que era distinta al resto de adolescentes furtivos del mundo, que llevaban vidas clandestinas que parecían definidas por el sexo, las drogas y la mutilación física.

Había creído que así era, que poseía una diferencia fundamental respecto a los otros chicos de su edad. Pero entonces encontró el sobre debajo de su colchón cuando fue a cambiar las sábanas y al leer el contenido supo que, en realidad, era exactamente igual que sus coetáneos. Cualquier progreso que creyera que había logrado con ella no era más que una farsa.

En algunas situaciones, saberlo no le habría molestado. No iba a pasar nada inmediatamente, así que podía intensificar sus esfuerzos y, con el tiempo, conseguir que se doblegara ante su voluntad… Y también ante la de sus padres. Pero el problema de creer eso estribaba en que la madre de Tammy no era una mujer conocida por su paciencia. Quería resultados y, si no los obtenía, Selevan sabía que la temporada de su nieta en Cornualles llegaría a su fin.

Cogió el sobre que había encontrado debajo del colchón y lo dejó en el salpicadero del coche mientras iban al pueblo. Ella lo vio y luego lo miró a él. Y la condenada tomó la ofensiva.

– Registras mis cosas cuando no estoy en casa -dijo, y cualquiera hubiera dicho que era un espíritu herido de muerte-. Es lo que le hiciste a la tía Nan, ¿verdad?

Selevan no estaba dispuesto a enzarzarse en una discusión sobre su hija y el gamberro inútil con quien llevaba veintiún años de «supuesta» felicidad conyugal.

– No conviertas esto en un tema sobre tu tía, niña -le contestó-. Dime de qué va esta tontería.

– No toleras a nadie que no esté de acuerdo contigo, yayo, y papá es exactamente igual que tú. Si algo no forma parte de tu experiencia, no interesa o es malo; diabólico, incluso. Pues esto no es diabólico. Es lo que quiero y si ni tú, ni papá, ni mamá podéis ver que es justo la respuesta que necesita todo este maldito mundo para dejar de ser como es…

Cogió el sobre y lo metió en su mochila. Selevan pensó en arrebatárselo y tirarlo por la ventanilla, pero ¿qué sentido habría tenido? Podía conseguir otro del mismo lugar de donde había sacado éste. Su voz sonó distinta cuando volvió a hablar. Parecía agitada, la víctima de una traición.

– Creía que lo entendías. Y en cualquier caso, no pensaba que fueras la clase de persona que husmea en las cosas de los demás.

Aquello enfureció bastante a Selevan. Él la había traicionado a ella, ¿no? Era ella la que le escondía la correspondencia, y no al revés. Cuando su madre llamó desde África y Tammy fue el tema de conversación, él no se lo ocultó y no hablaron en clave. Así que estaba totalmente fuera de lugar que se sintiera agraviada.

– Escúchame bien -comenzó Selevan.

– No -dijo ella-. No hasta que tú también empieces a escucharme.

Eso fue todo hasta que abrió la puerta del coche en Casvelyn. Hizo sus últimos comentarios y entró en la tienda. En otro momento la habría seguido. Ningún hijo suyo le había hablado nunca de esa forma sin probar luego la correa, el cinturón, la palmeta o la palma de su mano. El problema era que Tammy no era hija suya. Los separaba una generación dañada y los dos sabían quién había infligido las heridas.

Así que la dejó marchar y regresó al Sea Dreams acongojado. Limpió un poco y se preparó un segundo desayuno de judías y tostadas, con la esperanza de que tener el estómago más lleno curaría su irritación. Lo llevó a la mesa y comió, pero siguió sintiéndose mal.

El ruido de la puerta de un coche que se cerraba distrajo a Selevan de su sufrimiento. Miró por la ventana y vio que Jago Reeth abría la puerta de su caravana mientras Madlyn Angarrack se acercaba a él. Jago bajó las escaleras y extendió los brazos. Madlyn acudió a ellos y Jago le dio unas palmaditas primero en la espalda y luego en la cabeza. Entraron en la caravana mientras Madlyn se secaba los ojos en la manga de la camisa de franela de Jago.

Aquella imagen le hirió. No entendía cómo conseguía Jago Reeth lo que a él le resultaba tan difícil: ser un hombre con quien la gente joven deseara hablar. Era obvio que había algo en su manera de escuchar y reaccionar que Selevan no había aprendido.

Salvo que era muy fácil cuando no se trataba de un familiar tuyo, ¿no? ¿Acaso no lo había dicho el propio Jago?

No importaba. Lo único que Selevan sabía era que Jago Reeth tal vez poseyera la clave para que un abuelo pudiera mantener una sola conversación razonable con su nieta. Necesitaba averiguar cuál era esa clave antes de que la madre de Tammy se cansara y mandara a la chica a otro lugar a recibir la cura mental.

Esperó a que Madlyn Angarrack se marchara, cuarenta y tres minutos exactos después de llegar. Entonces se dirigió a la caravana de Jago y llamó a la puerta. Cuando abrió, Selevan vio que su amigo estaba a punto de salir a algún lado, porque se había puesto la chaqueta, las gafas medio rotas que sólo se ponía en LiquidEarth y una cinta en la cabeza para que el pelo no le cayera sobre la cara. Selevan iba a ofrecerle una disculpa por interrumpir sus planes, pero el hombre lo detuvo y le dijo que entrara.

– Hay algo que te carcome -dijo Jago-. Lo veo sin que tengas que decírmelo, colega. Sólo deja que… -Se acercó a un teléfono y pulsó algunos números. Le respondió un contestador, al parecer, porque dijo-: Lew, soy yo. Llegaré tarde. Tengo una especie de emergencia en casa. Madlyn se ha pasado por aquí, por cierto. Estaba un poco disgustada otra vez, pero creo que lo lleva mejor. En el armario de aire caliente hay una tabla que hay que repasar, ¿vale? -Colgó el auricular.

Selevan observó sus movimientos. Esta mañana el parkinson tenía mal aspecto. Eso o la medicación de Jago no le había hecho efecto. La vejez era una mierda, no cabía duda. Pero la vejez y la enfermedad juntas eran un infierno.

Para introducir el tema de conversación, sacó de su bolsillo el collar que le había cogido a Tammy el día anterior. Lo dejó sobre la mesa y cuando Jago regresó y se sentó en el banco que servía de asiento, lo señaló.

– Le encontré esto a la chica -le dijo-. Lo llevaba colgado del cuello. Dice que la M significa María. ¿Te lo puedes creer? Sobresalía y lo dijo así, tan tranquila, como si fuera la cosa más normal del mundo.

Jago cogió el collar y lo examinó.

– Es un escapulario -dijo.

– Exacto. Así lo llamó, escapulario. Pero la M es de María. Eso es lo que me preocupa. Lo de María.

Jago asintió, pero Selevan vio que una sonrisa jugueteaba en las comisuras de sus labios. Le resultó un poco irritante. Qué fácil era para Jago reírse de la situación, maldita sea. No era su nieta la que llevaba una M de María en el cuello.

– Algo le ha pasado a esa chica en algún momento de su vida -dijo-. Es lo único que puedo imaginar por el lío que tiene en la cabeza. Yo lo achaco a África. Estar expuesta a todas esas mujeres en pelotas, caminando por las calles de donde sea con sus partes colgando. No me extraña nada que se haya confundido.

– La madre de Dios -dijo Jago.

– Eso y más -dijo Selevan.

Entonces Jago se rió y le salió del corazón. Selevan se encabritó.

– No te líes, colega. Tú mismo has dicho que la M es de María. En un escapulario, la M de María se refiere a la madre de Jesús. Es un objeto devoto. Lo llevan los católicos. Algunos pueden llevar una fotografía de Jesucristo. Otros de un santo: san Tal y san Cual. Es un signo de devoción.

– Maldita sea -murmuró Selevan-. Esto no se acabará nunca, joder. -A la madre de Tammy le daría un ataque, no cabía la menor duda. Una razón más para coger a la chica y mandarla a otra parte. En la mente de Sally Joy lo único peor que ser católica era ser terrorista-. San Jorge y el dragón habrían sido mejor -dijo Selevan. Esa imagen, al menos, podría considerarse patriótica.

– No creo que san Jorge aparezca en ninguno de éstos -dijo Jago, con el escapulario colgando de sus dedos-, porque los dragones son seres imaginarios que convierten a san Jorge en algo cuestionable. Pero es la idea general que se tiene de ellos. Alguien que crea en una persona santa se pone esto en el cuello y supongo que también acaba sintiéndose santa.

– Todo esto es culpa de los putos políticos -dijo Selevan sombríamente-. Por ellos el mundo está como está y por eso la niña está trabajando para convertirse en santa. Intenta prepararse para el fin de los días, sí. Y nadie ha sido capaz de conseguir que cambie de opinión.

– ¿Es lo que dice ella?

– ¿Eh? -Selevan cogió el escapulario y se lo guardó en el bolsillo de la pechera de su camisa-. Dice que quiere llevar una vida devota. Son sus palabras exactas: «Quiero llevar una vida devota, yayo. Creo que es a lo que todo el mundo debería aspirar». Como si sentarte solo en alguna cueva y comer hierba y beber tu propio pis una vez a la semana fuera a solucionar los problemas del mundo.

– Ése es el plan, ¿verdad?

– Bueno, no sé cuál es el plan, coño. Nadie lo sabe, y eso incluye a la chica. ¿Ves cómo funciona? Oye hablar de un culto al que puede unirse y quiere unirse a él porque este culto, a diferencia del resto que hay ahí fuera, es el que va a salvar al mundo.

Jago parecía pensativo. Selevan esperaba que se le estuviera ocurriendo una solución al problema de Tammy. Pero no dijo nada, así que volvió a hablar.

– No sé conectar con la chica. No sé ni por dónde empezar. He encontrado una carta debajo de su cama donde le decían: «Pásate por aquí y echa un vistazo, haz una entrevista para que podamos formarnos una opinión de ti y ver si eres adecuada y nos gustas y eso». Se la he enseñado y se ha puesto como loca porque husmeo en sus cosas.

Jago parecía pensativo. Se rascó la cabeza.

– Lo has hecho, ¿eh? -dijo.

– ¿Cómo?

– Has husmeado en sus cosas. ¿No es eso?

– Tenía que hacerlo. Si no, su madre se pone toda histérica conmigo. Me dice: «Necesitamos que consigas que vea la luz. Alguien tiene que conseguir que vea la luz antes de que sea demasiado tarde».

– Ése es justo el problema -señaló Jago-. Ahí es donde os equivocáis todos.

– ¿Dónde? -Selevan se dirigió a su amigo sin ponerse a la defensiva. Si estaba enfocando el problema con Tammy de manera equivocada, pensaba aprender a hacer las cosas bien de inmediato y por eso había recurrido a Jago.

– Lo malo de los jóvenes -dijo Jago- es que hay que dejar que tomen sus propias decisiones, colega.

– Pero…

– Escúchame bien. Forma parte de su camino a la madurez. Toman una decisión, cometen un error y, si nadie acude corriendo como un bombero a salvarles del resultado, aprenden de la experiencia. El trabajo de un padre, o del abuelo, la madre o la abuela, no consiste en impedirles que aprendan lo que tienen que aprender, colega. Lo que deben hacer es ayudarles a encontrar un final a la historia.

Selevan lo entendía. Podía analizarlo en su cabeza y estar básicamente de acuerdo. Pero estar de acuerdo era un proceso del intelecto, no tenía nada que ver con el corazón. La posición de Jago en la vida -como no tenía ni hijos ni nietos- le facilitaba ceñirse a aquella filosofía admirable, y también explicaba por qué los jóvenes se veían capaces de hablar con él. Ellos hablaban; él escuchaba. Probablemente era como compartir los secretos con una tumba. Pero ¿qué sentido tenía si la tumba no decía «espera un momento. Estás haciendo el ridículo»? ¿O «estás eligiendo mal, maldita sea»? ¿O «escúchame porque he vivido sesenta años más que tú y esos años bien tienen que contar para algo, si no, ¿qué sentido tiene haberlos vivido?»? Más allá de eso, ¿los padres y los abuelos no tenían cierto derecho a meter a sus vástagos en cintura. Era lo que le había ocurrido a él. Tal vez no le gustara, tal vez no lo quisiera, tal vez no lo habría escogido ni en un millón de años, pero ¿acaso no se había convertido en una persona mejor y más fuerte por haber tirado a la basura sus sueños de entrar en la Marina Real para llevar una vida diligente en la granja?

Jago estaba observándole con una de sus pobladas cejas levantada por encima de la montura de sus gafas viejas. Su expresión decía que sabía lo que Selevan estaba pensando sobre él como persona que sabía escuchar y no discrepó de su evaluación.

– No es sólo eso, colega, a pesar de lo que pienses. Si consigues llegar a conocerles, acabas preocupándote por ellos y acabas detestando verles tomar una decisión que sabes que es mala. Pero nadie escucha cuando es joven. ¿Tú lo hacías?

Selevan bajó la mirada. Cuando le planificaron la vida, ésa fue la pega: él había escuchado. Había elegido lo que le habían dicho que eligiera. Y se había arrepentido toda su vida. En realidad, era de lo único que se arrepentía.

– Maldita sea. -Suspiró y se puso la cabeza entre las manos.

– Exacto -aceptó su amigo Jago Reeth.

* * *

Bea Hannaford no había comenzado el día de muy buen humor y sus perspectivas no mejoraron durante la reunión con la sargento Barbara Havers de New Scotland Yard. Después de la llegada de la sargento a Casvelyn, Bea le ordenó que se registrara en el hostal Salthouse Inn y revisara lo que Thomas Lynley había conseguido descubrir hasta entonces sobre la doctora Trahair. Sabía que Barbara Havers había trabajado mucho tiempo con Lynley en Londres y si alguien era capaz de sacarle información al hombre, le pareció que ella era la persona adecuada. Pero «por ahora parece que está limpia» fue lo máximo que Havers tenía que comunicar sobre las incursiones de Lynley en el misterioso pasado de Daidre Trahair, lo que hizo que Hannaford se cuestionara si había manejado el asunto de manera inteligente. Al fin y al cabo, había aceptado que el subdirector de la Met, sir David Hillier, le prestara a la antigua compañera de Lynley para trabajar en la investigación del asesinato. La respuesta «Dice que por ahora está limpia, pero que seguirá indagando» a la pregunta «¿Qué sabemos de lo que ha averiguado el comisario Lynley sobre la doctora Trahair?» no era lo que Hannaford deseaba escuchar e hizo que pensara en las lealtades y de qué lado deberían estar.

Ella misma había hablado con Lynley. Él le informó sobre su excursión a Pengelly Cove la tarde anterior y la inspectora vio que su interés se centraba ahora en los Kerne. Todo eso estaba muy bien, ya que al final tenían que investigarlo todo, pero indagar en el pasado de los Kerne no haría que Lynley se interesara por Daidre Trahair y lo que Bea Hannaford quería precisamente era que se interesara por Daidre Trahair. La veterinaria había mentido, de eso no cabía la menor duda. Basándose en cómo miraba a Lynley cuando los había visto juntos -una mezcla entre compasión, admiración y deseo-, a Bea le había parecido que el comisario era su mejor baza si el objetivo consistía en distinguir entre las verdades de la doctora y sus mentiras. Ahora ya no estaba tan segura.

Así que después de hablar con Barbara Havers, Bea estaba de peor humor que cuando se había levantado, y no creía que fuera posible. Porque se había despertado con las preguntas de Pete y sus comentarios del día anterior en la cabeza, lo que significaba que se había despertado exactamente igual que se había acostado. «¿Por qué le odias tanto…? Él te quiere.»

Era evidente que había llegado la hora de someterse a otra ronda de citas por Internet, aunque ojalá hubiera podido ahorrarse las horas que se tardaba en buscar, seleccionar, contactar, intentar discernir si valía la pena dedicar una noche al tipo en cuestión y luego, de algún modo, encontrar esa noche. Y luego… ¿Qué sentido tendría en realidad? ¿Con cuántos sapos más tendría que cenar, beber o tomar un café para que alguno se mostrara más principesco que ambicioso? Con cientos, al parecer. Miles. Y ni siquiera estaba segura de querer una relación. Ella, Pete y los perros se las arreglaban bien solos.

Por lo tanto, cuando Bea se encontró con Barbara Havers cerca de la pizarra mientras repasaban las actividades del día, examinó a la sargento de la Met con una mirada crítica que respondía más a una valoración de su compromiso profesional que a una evaluación de su sentido de la moda, que era más deplorable de lo que habría imaginado posible en una mujer adulta. Hoy la sargento Havers vestía un jersey de punto lleno de bolas encima de una camiseta de cuello alto con lo que parecía una mancha de café en la parte superior. Llevaba unos pantalones de tweed color aceituna que la hacían más delgada -le quedaban fácilmente dos centímetros demasiado cortos y seguramente tenían doce años- y calzaba las mismas deportivas rojas de caña alta. Parecía un cruce entre un vagabundo y un refugiado de una zona de guerra, cuya vestimenta procedía de la ropa desechada por Oxfam.

Bea intentó no hacer caso a todo aquello.

– Tengo la clara impresión de que el comisario Lynley me está dando largas con el tema de la doctora Trahair -le dijo-. ¿Qué cree usted, sargento?

La miró fijamente para evaluar la respuesta.

– Podría ser -contestó Havers con soltura-. Teniendo en cuenta todo lo que le ha ocurrido, no está al cien por cien precisamente. Pero si ella está detrás de lo que le pasó a ese chaval y lo averigua, irá a por ella, puede estar segura.

– ¿Me está diciendo que debería permitirle que lleve esto de la manera que él considere oportuna?

Havers no respondió de inmediato. Miró la pizarra. Pensar detenidamente podía indicar sus prioridades y Bea lo consideró una señal en su favor.

– Creo que hará las cosas bien -dijo Havers-. Lo último que permitirá es que alguien salga impune de un asesinato, teniendo en cuenta las circunstancias. Ya sabe a qué me refiero.

Por supuesto. Estaba eso. Aquello que le hacía sensible también lo convertía en un hombre que nunca querría que otra persona viviera lo que él había vivido. Aparte de eso, su sensibilidad podía jugar a su favor, ya que alguien vulnerable podía conseguir que otro cometiera errores fundamentales en su presencia. Estaba pensando en los errores de la doctora Trahair, naturalmente. Si había cometido uno, acabaría cometiendo más.

– De acuerdo -dijo Bea-. Acompáñeme, entonces. Tenemos un tipo en el pueblo que estuvo en la trena por pegar a otro tío, en la costa sur. Fue hace unos años. Acabó gritándole al juez que todo había sido culpa del alcohol, pero como el tipo que recibió sus atenciones terminó en una silla de ruedas…

– Joder -espetó la sargento Havers.

– … el juez lo encerró. Ya ha salido, pero también su temperamento y su tendencia a la bebida. Conocía a Santo Kerne y alguien le puso un ojo morado a Santo poco antes de morir. Ya sé que no es el tipo de paliza que le llevó a la cárcel, pero hay que interrogarle a conciencia.

Will Mendick se hallaba en su lugar de trabajo, un supermercado moderno de ladrillo que no encajaba en absoluto con los alrededores, ya que estaba en el cruce de la parte alta de Belle Vue con St. Mevan Crescent, que Bea señaló a Havers como la ruta a Adventures Unlimited, una mole visible en la colina. El súper también se encontraba muy cerca de las delicias de Casvelyn de Cornualles y cuando se bajaron del Land Rover de Bea en el aparcamiento situado detrás del local, la brisa matutina les trajo el aroma de las empanadas recién hechas. Barbara Havers puso fin a aquel olor agradable al encenderse un cigarrillo. Dio unas caladas ávidas mientras caminaban por el lateral del edificio hacia la puerta de entrada y logró fumarse la mitad antes de entrar.

En un arrebato sumamente optimista y primaveral, la dirección del supermercado había apagado la calefacción, así que dentro el frío era glacial. A esta hora del día había poca clientela y sólo una de las seis cajas estaba abierta. Preguntaron allí y Bea y la sargento Havers fueron dirigidas hacia el fondo del local, donde dos puertas de vaivén cerraban al almacén donde se guardaban los productos. En ellas había colgados dos carteles: No pasar y Sólo personal autorizado.

Bea las abrió con el hombro, con la placa preparada. Se encontraron con un hombre sin afeitar que se metía en el servicio de empleados y lo detuvieron con una palabra: «Policía». El tipo no reaccionó como Bea habría querido, pero al menos pareció dispuesto a colaborar. Le preguntó por Will Mendick. A su respuesta de que suponía que estaba fuera, se vieron volviendo al lugar de donde venían: recorriendo el lateral del edificio, pero esta vez por dentro, por un pasillo lúgubre, y debajo de estantes altísimos de productos de papel, latas apiladas de esto y lo otro y cartones enormes de suficientes marcas de comida basura como para que la obesidad mórbida siguiera afectando a varias generaciones.

En la parte sur del edificio había una zona de carga con palés de artículos en proceso de ser descargados de un camión articulado gigantesco. Bea esperaba encontrar aquí a Will Mendick, pero en respuesta a otra pregunta le señalaron un grupo de cubos de basura al fondo de la zona de descarga. Allí vio a un joven metiendo verduras desechadas y otros productos en una bolsa de basura negra. Al parecer se trataba de Will Mendick cometiendo el acto de subversión para el que Santo Kerne había creado su camiseta, pero para conseguirlo tenía que luchar contra las gaviotas, que batían sus alas a su alrededor. De vez en cuando planeaban cerca de él para intentar asustarle y lograr que se marchara de su territorio, como extras en la película de Hitchcock.

Mendick miró detenidamente la placa de Bea cuando la inspectora se la mostró. Era alto y rubicundo y se puso más rubicundo de inmediato cuando vio que la policía había ido a verle. Definitivamente, era la piel de un hombre culpable, pensó Bea.

El joven miró a la inspectora, luego a Havers y otra vez a Bea, y su expresión sugería que ninguna de las dos mujeres encajaba en su idea de qué aspecto debería tener un policía.

– Estoy en el descanso -les dijo, como si le preocupara que estuvieran allí para controlar su horario laboral.

– No pasa nada -le informó Bea-. Podemos hablar mientras… Hace lo que sea que esté haciendo.

– ¿Sabe cuánta comida se tira a la basura en este país? -le preguntó con brusquedad.

– Bastante, imagino.

– Se queda corta. Pruebe con toneladas. Toneladas. Se pasa la fecha de caducidad y se tira. Es un crimen, sí.

– Bien por usted por utilizarla, entonces.

– Me la como. -Parecía a la defensiva.

– Ya lo había deducido -le dijo Bea.

– Apuesto a que tiene que hacerlo -señaló Barbara Havers en tono agradable-. Es un poco complicado mandarla a Sudán antes de que se pudra, se descomponga, se ponga dura o lo que sea. Tampoco le cuesta pasta, así es un punto a su favor.

Mendick la miró como si evaluara su nivel de irrespetuosidad. El rostro de la sargento no revelaba nada. El joven pareció tomar la decisión de obviar cualquier juicio que pudieran hacer sobre su actividad.

– Han venido a hablar conmigo, así que hablen -dijo.

– Conocía a Santo Kerne lo bastante bien como para que le diseñara una camiseta, por lo que tenemos entendido.

– Si saben eso, también sabrán que es un pueblo pequeño y que la mayoría de la gente conocía a Santo Kerne. Espero que también hablen con ellos.

– Acabaremos contactando con el resto de conocidos suyos -respondió Bea-. Ahora estamos interesadas en usted. Háblenos de Conrad Nelson. Vive postrado en una silla de ruedas, por lo que he oído.

Mendick tenía algunos granos en la cara, cerca de la boca, y se volvieron de color frambuesa. Se puso a revisar los desechos del supermercado otra vez. Escogió algunas manzanas magulladas y siguió con varios calabacines mustios.

– Ya pagué por ello -dijo.

– Lo sabemos -Bea le tranquilizó-. Pero lo que no sabemos es cómo pasó y por qué.

– No tiene nada que ver con su investigación.

– Es una agresión con agravantes -le explicó Bea-. Una lesión física grave y una temporada en el trullo a expensas de ya sabe quién. Cuando alguien tiene datos así en su pasado, señor Mendick, nos gusta saber más. Sobre todo si conoce, mucho o poco, a alguien que ha sido asesinado.

– Por el humo se sabe dónde está el fuego. -Havers encendió otro cigarrillo como para dar énfasis a su comentario.

– Está destrozándose los pulmones a usted y a los demás -le dijo Mendick-. Es un hábito asqueroso.

– ¿Y hurgar en la basura qué es? -preguntó Havers.

– No dejar que algo se eche a perder.

– Maldita sea. Ojalá tuviera su nobleza de carácter. Imagino que la perdió de vista, esa parte tan noble suya, cuando le dio la paliza a ese tipo de Plymouth, ¿eh?

– Ya he dicho que cumplí condena por ello.

– Tenemos entendido que le dijo al juez que fue por el alcohol -intervino Bea-. ¿Todavía tiene un problema con la bebida? ¿Todavía hace que se le vaya la olla? Es lo que afirmó, me han dicho.

– Ya no bebo, así que no hace que se me vaya nada. -Miró dentro del cubo de basura, al parecer vio algo que quería y metió la mano para sacar un paquete de barritas de higo. Lo guardó en la bolsa y siguió con su búsqueda. Partió una barra de pan, duro aparentemente, y lo tiró al asfalto para las gaviotas. Las aves fueron a por él con gula-. Voy a Alcohólicos Anónimos, si les sirve de algo. Y no he bebido desde que estoy fuera.

– Espero que así sea, señor Mendick. ¿Cómo empezó ese altercado en Plymouth?

– Ya les he dicho que no tiene nada que ver… -Pareció replantearse su tono de enfado, así como el rumbo de la conversación, porque suspiró y dijo-: Solía ponerme ciego perdido. Me peleé con ese tipo y no sé por qué porque cuando bebía de esa manera no me acordaba de lo que me había hecho estallar ni si algo me había hecho estallar en realidad. Al día siguiente no recordaba la pelea y siento mucho que el tipo acabara así, joder, porque no era mi intención. Seguramente sólo quise darle una lección.

– ¿Y así da las lecciones usted normalmente?

– Cuando bebía, sí. No me siento orgulloso de ello. Pero ha terminado. Cumplí condena, ya pagué por ello. Intento estar limpio.

– ¿Intenta?

– Maldita sea. -Se subió al cubo de la basura. Empezó a hurgar con más energía entre su contenido.

– Santo Kerne recibió un puñetazo bastante fuerte en algún momento antes de morir -dijo Bea-. Me preguntaba si podría hablarnos del tema.

– No puedo.

– ¿No puede o no quiere?

– ¿Por qué quieren cargarme la culpa?

«Porque pareces culpable, maldita sea -pensó Bea-. Porque mientes sobre algo y lo veo en el color de tu piel, que ahora está encendida de las mejillas a las orejas e incluso al cuero cabelludo.»

– Mi trabajo consiste en cargarle la culpa a alguien -contestó Bea-. Si ese alguien no es usted, me gustaría saber por qué.

– No tenía ninguna razón para hacerle daño. Ni para matarle. Ni para nada.

– ¿Cómo le conoció?

– Yo trabajaba en el Clean Barrel, esa tienda de surf que hay en la esquina del paseo. -Mendick señaló con la cabeza hacia allí-. Vino porque quería una tabla. Así nos conocimos unos meses después de que llegara al pueblo.

– Pero ya no trabaja en el Clean Barrel. ¿También tiene algo que ver con Santo Kerne?

– Le mandé a LiquidEarth a comprar la tabla y me descubrieron. Perdí el trabajo. No podía mandar a nadie a la competencia. No es que LiquidEarth fuera la competencia, pero el jefe no quiso escucharme, así que me echó.

– Le culpabas de ello, ¿no?

– Siento decepcionarla, pero no. Mandar a Santo a LiquidEarth era lo correcto. Era principiante. Ni siquiera lo había probado nunca y necesitaba una tabla para principiantes. En ese momento no teníamos ninguna decente, sólo mierda de China, por si le interesa saberlo, y esa basura se la vendemos básicamente a los turistas, así que le dije que fuera a ver a Lew Angarrack, que le fabricaría una buena tabla con la que podría aprender. Le costaría un poco más, pero sería la adecuada para él. Eso fue lo que hice, y fue lo único. Dios mío. Por la reacción de Nigel Coyle parecía que hubiera matado a alguien. Santo me trajo la tabla para que la viera y resultó que Coyle estaba allí y el resto es historia.

– Entonces, Santo se la jugó.

– ¿Y por eso le maté? ¿Esperé dos años para matarle? Me temo que no. Ya se sentía bastante mal por lo que pasó. Me pidió perdón sesenta mil veces.

– ¿Dónde?

– Dónde ¿qué?

– ¿Dónde le pidió perdón? ¿Dónde le veía?

– Donde fuera -dijo-. Es un pueblo pequeño, ya se lo he dicho.

– ¿En la playa?

– No voy a la playa.

– ¿En un pueblo de surfistas como Casvelyn usted no va a la playa?

– No hago surf.

– ¿Vendía tablas de surf, pero no hace surf? ¿Por qué, señor Mendick?

– ¡Maldita sea! -Mendick se irguió. Era mucho más alto que ellas encima del cubo de basura, pero lo habría sido igualmente, porque era espigado aunque desgarbado.

Bea vio que las venas le palpitaban en las sienes. Se preguntó qué necesitaba para controlar ese carácter repugnante suyo y también qué necesitaba para desatarlo con alguien.

A su lado, notó que la sargento Havers se tensaba y la miró. Tenía una expresión severa en su rostro y le cayó bien por eso, porque decía que Havers no era la clase de mujer que retrocedía fácilmente en una confrontación.

– ¿Competía con otros surfistas? -preguntó Bea-. ¿Competía con Santo? ¿Competía él con usted? ¿Se rindió? ¿Qué?

– No me gusta el mar. -Habló entre dientes-. No me gusta no saber qué tengo debajo en el agua porque hay tiburones en todo el mundo y no me apetece tener trato con ninguno. Entiendo de tablas y entiendo de surf, pero no lo practico. ¿De acuerdo?

– Supongo. ¿Escala usted, señor Mendick?

– ¿Escalo qué? No, no hago escalada.

– ¿Entonces qué hace?

– Voy con mis amigos.

– ¿Santo Kerne era uno de ellos?

– Él no era… -Mendick evitó la rapidez de su conversación, como si reconociera lo fácil que podía verse atrapado si seguía con ese ritmo. Antes de bajarse del cubo y contestar, metió más productos en la bolsa de basura (unas latas muy abolladas, algunos paquetes de espinacas y otras verduras, un puñado de bolsas de hierbas, un paquete de pastas de té)-. Santo no tenía amigos. No en el sentido normal. No como los demás. Tenía personas con quienes se asociaba cuando las quería para algo.

– ¿Como por ejemplo?

– Como tener experiencias con ellas. Así lo describía él. Era lo que le iba: tener experiencias.

– ¿Qué clase de experiencias?

Mendick dudó, y Bea supo que habían llegado al quid de la cuestión. Había tardado más en tenerlo en este punto de lo que le gustaba y por un momento pensó que tal vez estuviera perdiendo facultades. Pero al menos le tenía allí, así que se dijo que todavía le quedaba vida.

– ¿Señor Mendick?

– Sexuales -contestó-. A Santo le volvía loco el sexo.

– Tenía dieciocho años -señaló Havers-. ¿A qué chico cuerdo de dieciocho años no le vuelve loco el sexo?

– ¿Como le volvía a él? ¿Lo que le gustaba? Sí, diría que hay chicos de dieciocho años que no se parecen en nada a él.

– ¿Qué le gustaba?

– No lo sé. Sólo sé que era anormal. Es lo único que me dijo ella; eso y que la estaba engañando.

– ¿Ella? -preguntó Bea-. ¿Se refiere a Madlyn Angarrack? ¿Qué le contó?

– Nada. Sólo que le daba asco lo que le gustaba a Santo.

– Ah.

Eso les llevaba casi al punto de partida, pensó Bea. Y parecía que en esta investigación el punto de partida siempre significaba destapar a otro mentiroso.

– ¿Es amigo de Madlyn, entonces? -estaba preguntando Havers.

– No mucho. Conozco a su hermano, Cadan, así que a ella también. Ya se lo he dicho, Casvelyn es un pueblo pequeño. Con el tiempo, todo el mundo acaba conociéndose.

– ¿En qué sentido? -preguntó Bea a Will Mendick.

El joven parecía confuso.

– ¿Qué?

– Lo de conocerse -dijo-. Ha dicho que todo el mundo acaba conociéndose. Me preguntaba en qué sentido.

Quedó claro por la expresión de Mendick que no había captado la indirecta. Pero no importaba. Tenían a Madlyn Angarrack donde querían.