171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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Capítulo 18

Si no hubiera sido porque la tarde anterior estaba lloviendo, Ben Kerne seguramente no habría visto a su padre cuando fue a Pengelly Cove. Pero como llovía, insistió en llevar a su madre a la ecocasa cuando terminó su jornada laboral en la posada Curlew Inn. Tenía su triciclo grande, con el que iba todos los días a trabajar sin demasiadas dificultades a pesar de la apoplejía que había sufrido hacía algunos años, pero él insistió. El triciclo cabría en la parte de atrás del Austin, le dijo. No iba a permitir que fuera por aquellas calles estrechas con ese mal tiempo. En realidad, tampoco debería utilizarlo aunque hiciera bueno. No tenía la edad -menos aún las condiciones físicas- para moverse en triciclo. Cuando ella le dijo, articulando cuidadosamente las palabras después de la apoplejía «tiene tres ruedas, Ben», él respondió que no importaba. Le dijo que su padre debería mostrar algo de sentido común y comprar un coche ahora que él y su mujer eran mayores.

Justo cuando decía aquello, pensó en la evolución de las relaciones entre padres e hijos, donde al final el padre se convierte en el hijo. Y se preguntó sin querer preguntárselo si su frágil relación con Santo habría sufrido una transformación similar. Lo dudaba. En estos momentos veía a Santo como lo vería siempre: congelado en una juventud eterna sin posibilidad de pasar a cosas más importantes que las inquietudes de la adolescencia fogosa.

La adolescencia fogosa le atormentó durante la larga noche que siguió a su visita a la ecocasa. Sin embargo, cuando bajó por el sendero lleno de surcos hacia la vieja granja, era el último tema en el que creía que iba a centrarse su mente. Siguió las subidas y las bajadas y las curvas del camino sin asfaltar y se maravilló de que el paso del tiempo no le hubiera liberado del miedo que siempre le había tenido a su padre. Lejos de Eddie Kerne, no había tenido que plantearse el miedo. A medida que se acercaba a él, era como si nunca se hubiera marchado de Pengelly Cove.

Su madre lo notó. Con esa voz alterada suya -«Dios mío, ¿realmente parece portuguesa?», se preguntó Ben- le dijo que encontraría a su padre muy cambiado por los años. A lo que él respondió:

– No me pareció muy distinto por teléfono, mamá.

– Físicamente -matizó ella-. Ahora está débil. Intenta ocultarlo, pero empieza a notar la edad.

No añadió que también empezaba a notar su fracaso. La ecocasa había sido el sueño de su vida: vivir de la tierra, en armonía con los elementos. En realidad, había planeado dominar esos elementos para que trabajaran para él. Había sido un intento admirable de vivir de manera ecológica, pero había abarcado demasiado y no tenía fuerza suficiente para sostenerlo todo.

Si Eddie Kerne oyó el Austin subir hacia la ecocasa, no salió. Tampoco lo hizo mientras Ben se esforzaba por sacar el triciclo de su madre de la parte trasera del coche. Cuando se acercaron a la vieja puerta de entrada, sin embargo, Eddie les estaba esperando. La abrió antes de que llegaran, como si hubiera estado observando desde una de las ventanas sucias y mal colocadas.

A pesar de la advertencia de su madre, Ben se quedó impresionado cuando vio a su padre. Estaba viejo, pensó, y parecía más viejo de lo que era. Llevaba gafas de anciano -una montura gruesa, negra, con los cristales manchados- y detrás de ellas sus ojos habían perdido gran parte de su color. Uno estaba nublado por una catarata, que Ben sabía que nunca se operaría. El resto de él también estaba viejo: desde su ropa remendadísima y mal conjuntada hasta las zonas de su cara que la maquinilla de afeitar se había saltado y los pelos rizados que le salían de las orejas y la nariz. Andaba despacio y tenía los hombros encorvados. Era la personificación del Fin de los Días.

Ben sintió un mareo repentino cuando lo vio.

– Papá -dijo.

Eddie Kerne le examinó, uno de esos movimientos bruscos de arriba a abajo que -para el hijo del hombre que los realiza- tienden a significar que está evaluándole y juzgándole al mismo tiempo. Se apartó de la puerta sin comentar nada y desapareció en las entrañas de la casa.

En otras circunstancias, Ben se habría marchado en aquel momento. Pero su madre murmuró:

– Chist.

Aquello le consoló, independientemente de adonde dirigiera el sonido. Le devolvió a su infancia al instante y abrazó su significado. «Mamá está aquí, tesoro. No llores.» Notó su mano en la parte baja de la espalda, instándole a avanzar.

Eddie los esperaba en la cocina, que parecía ser la única estancia en uso del piso de abajo. Era cálida y estaba bien iluminada, mientras que el resto del lugar estaba envuelto en sombras, atestado de cachivaches, olía a moho y tenía las paredes cubiertas de roces de roedores.

Encendió el hervidor. Ann Kerne lo señaló con la cabeza de manera significativa, como si fuera una prueba de que algo en el interior de Eddie había cambiado con su decadencia física. El anciano se acercó arrastrando los pies hacia el armario y sacó tres tazas junto con un bote de café instantáneo y una caja maltrecha de terrones de azúcar. Cuando lo dejó todo en la mesa amarilla desportillada, acompañado de una jarrita de leche de plástico, una barra de pan y un rectángulo de margarina sin envolver, le dijo a Ben:

– Scotland Yard. No la policía local, sino Scotland Yard. No es lo que pensabas, ¿eh? Le queda grande a la policía local. No te lo imaginabas, ¿verdad? La pregunta es: ¿y ella?

Ben sabía quién era «ella». La de siempre. Eddie prosiguió.

– La otra pregunta es: ¿quién les llamó? ¿Quién quiere que Scotland Yard se meta en el caso y por qué han venido corriendo como locos?

– No lo sé -contestó Ben.

– Apuesto a que no. Si a la poli local le queda grande, es grave. Y si es grave, es ella. Estás pagando las consecuencias, Benesek. Yo ya sabía que pasaría.

– Dellen no tiene nada que ver con esto, papá.

– No digas su nombre delante de mí. Es una maldición.

– Eddie… -dijo su mujer en tono conciliador, y puso la mano en el brazo de Ben como si temiera que se levantara y se marchara.

Pero ver a su padre cambió las cosas para Ben de repente. «Está tan viejo -pensó-. Tan terriblemente viejo. Y deshecho también.» Se preguntó cómo no había comprendido hasta ahora que la vida había derrotado a su padre hacía mucho tiempo. Eddie Kerne la había emprendido a puñetazos con ella y se había negado a someterse a sus exigencias. Estas exigencias eran de compromiso y transformación: aceptar la vida según las condiciones de ésta, lo que requería tener la capacidad de cambiar de rumbo cuando fuera necesario, modificar comportamientos y alterar sueños, para poder satisfacer las realidades a las que se enfrentaba. Pero nunca había sido capaz de hacer eso, así que estaba abatido y la vida había arrollado su cuerpo destrozado.

El hervidor se apagó cuando el agua estuvo lista. Cuando Eddie se dio la vuelta para llevarlo a la mesa, Ben se acercó a él. Oyó que su madre murmuraba «chist» otra vez, pero ahora ese consuelo le resultó innecesario. Se aproximó a su padre, un hombre frente a otro.

– Ojalá las cosas pudieran ser distintas para todos. Te quiero, papá.

Los hombros de Eddie se hundieron más.

– ¿Por qué no pudiste librarte de ella? -Su voz sonaba tan rota como su espíritu.

– No lo sé -dijo Ben-. No pude, simplemente. Pero el responsable soy yo, no Dellen. Ella no puede cargar con la culpa de mi debilidad.

– No querías ver…

– Tienes razón.

– ¿Y ahora?

– No lo sé.

– ¿Todavía?

– Sí. Es mi infierno personal. ¿Lo entiendes? En todos estos años, ni una sola vez tuviste que convertirlo en el tuyo.

A Eddie le temblaron los hombros. Intentó levantar el hervidor, pero no pudo. Ben lo hizo por él y lo llevó a la mesa, donde sirvió el agua en sus tazas. No quería café; le mantendría despierto toda la noche cuando lo único que quería era dormir indefinidamente. Pero se lo bebería si era lo que se le exigía, si era la comunión que buscaba su padre.

Se sentaron los tres. Eddie fue el último en hacerlo. Parecía que le pesaba demasiado la cabeza para que su cuello pudiera sostenerla y le caía hacia delante, la barbilla casi tocándole el pecho.

– ¿Qué te pasa, Eddie? -preguntó Ann Kerne a su marido.

– Se lo he contado al poli -contestó-. Podría haberle largado de la propiedad, pero no lo he hecho. Quería… No sé qué quería. Benesek, le he contado todo lo que sé.

Así que la mala noche que pasó tenía dos orígenes: el café que había tomado y lo que había averiguado. Porque si su conversación con Eddie Kerne había contribuido en cierta medida a enterrar una parte del terrible pasado que los separaba, esa misma conversación había resucitado otra parte. Durante el resto del día y de la noche, tuvo que enfrentarse a ella. Tuvo que preguntarse por ella. Y no era una actividad que le apeteciera especialmente.

Comparada con el resto de su vida, una noche debería ser insignificante. Una fiesta con sus amigos y punto. Una reunión a la que no habría asistido si sólo dos días antes no hubiera tenido el valor para romper con Dellen Nankervis por enésima vez. Por eso estaba taciturno, creía que su vida estaba hecha añicos. «Tienes que animarte», fue la recomendación de sus amigos. «Ese capullo de Parsons monta una fiesta. Está invitado todo el mundo, así que vente con nosotros. Deja de pensar en esa zorra por una vez.»

Resultó imposible, porque Dellen estaba allí: con un vestido de tirantes color carmesí y sandalias de vértigo, las piernas tersas y la espalda bronceada, la melena rubia suave y larga, los ojos del color de las campanillas. Con diecisiete años y un corazón de sirena se presentó sola, pero no lo estuvo mucho tiempo. Porque iba vestida como el fuego y como el fuego los atrajo. A los amigos de Ben no, porque ellos sabían la trampa que suponía Dellen Nankervis: cómo la tendía, cómo la hacía saltar y, al final, qué hacía con su presa. Así que guardaron las distancias, pero los otros no. Ben observó hasta que no pudo soportarlo más.

Le pusieron un vaso en la mano y bebió. Le dejaron una pastilla en la mano y la tomó. Le colocaron un porro entre los dedos y fumó. El milagro fue que no muriera con todo lo que consumió aquella noche. Lo que hizo fue recibir las atenciones de cualquier chica dispuesta a desaparecer con él en un rincón oscuro. Sabía que habían sido tres; tal vez más. No importaba. Lo único que contaba era que Dellen lo viera.

De repente, el juego terminó con un: «Aparta tus putas manos de mi hermana». La voz encendida era de Jamie Parsons, interpretando el papel de hermano indignado -o de hermano que se había tomado un año sabático, de hermano rico, de hermano que viajaba por todo el mundo a los lugares más importantes del surf y que se aseguraba de que todo el mundo lo supiera- que descubría a un pringado con los dedos en las bragas de su hermana y a su hermana contra la pared con una pierna levantada y encantada de la vida. Encantada de la vida, ése era su crimen, declaró Ben gritando como un tonto y en presencia de todo el mundo que alcanzó a escuchar, cuando Jamie Parsons los separó.

Lo echaron al momento y sin ninguna delicadeza. Sus amigos le siguieron y, por lo que él sabía o se atrevió a preguntar, Dellen se quedó.

«Dios mío, a ese capullo hay que darle una lección», coincidieron todos, puestos hasta las cejas de alcohol, drogas y rencor hacia Jamie Parsons.

¿Y después de eso? Ben no tenía ni idea.

Estuvo toda la noche repasando la historia en su cabeza, después de regresar de la ecocasa y de Pengelly Cove a Casvelyn. Había vuelto sobre las diez y no hizo mucho más que pasear arriba y abajo del hotel, deteniéndose en las ventanas para mirar a la bahía turbulenta. El silencio reinaba en el hotel, Kerra no estaba, Alan se había marchado y Dellen… No la encontró ni en el salón, ni en la cocina, ni en las dependencias familiares, y no buscó más. Necesitaba tiempo para revisar lo que recordaba y diferenciarlo de lo que imaginaba.

A media mañana entró en su dormitorio. Dellen estaba tumbada en diagonal sobre la cama. Respiraba fuerte, sumida en un sueño inducido por los medicamentos, y el frasco de pastillas que se le había proporcionado descansaba abierto en la mesita de noche, donde la luz todavía estaba encendida, como seguramente habría estado toda la noche, porque Dellen estaría demasiado incapacitada para apagarla.

Se sentó en el borde de la cama. Ella no se despertó. No se había quitado la ropa que llevaba la noche anterior y el pañuelo rojo formaba un charco debajo de su cabeza, los flecos desplegados como pétalos y Dellen en el centro, el corazón de la flor.

Su maldición era que aún podía amarla. Su maldición era que podía mirarla ahora y a pesar de todo y, en especial, a pesar del asesinato de Santo, aún podía querer reclamarla porque Dellen poseía, y temía que siempre poseería, la capacidad de borrar de su corazón y su mente todo lo que no tuviera que ver con ella. Y Ben no comprendía cómo era posible o qué recoveco terrible de su psique hacía que fuera posible.

Dellen abrió los ojos. En ellos y durante sólo un momento, antes de que la conciencia despertara por completo, Ben vio la verdad en el embotamiento de su expresión: que su esposa nunca podría darle lo que necesitaba de ella, aunque continuara intentando sacárselo una y otra vez.

Dellen giró la cabeza.

– Déjame -dijo-. O mátame. Porque no puedo…

– Vi su cuerpo -le dijo Ben-. O su cara, mejor dicho. Le habían diseccionado (es lo que hacen, sólo que utilizan una palabra distinta), así que lo tenían tapado hasta la barbilla. Podría haber visto el resto, pero no quise. Fue suficiente ver su cara.

– Oh, Dios mío.

– Era una mera formalidad. Sabían que era Santo. Tienen su coche, tienen su carné de conducir. Así que no necesitaban que lo viera. Supongo que podría haber cerrado los ojos en el último momento y decir simplemente: «Sí, es Santo» y no haberle mirado.

Dellen levantó el brazo y se llevó con fuerza el puño a la boca. Ben no quería evaluar todas las razones por las que se sentía obligado a hablar en aquellos momentos. Lo único que aceptaba sobre sí mismo era que sentía que era necesario hacer algo más que transmitir una información antiséptica a su esposa. Sentía que era necesario sacarla de sí misma y sumergirla en la maternidad, aunque eso significara que le culpara como merecía que le culparan. Sería mejor que verla marchar a otra parte, pensó.

«No puede evitarlo.» Se había recordado aquel hecho constantemente a lo largo de los años. «No es responsable. Necesita que la ayude.» Ya no sabía si era verdad. Pero creer otra cosa a estas alturas convertiría más de un cuarto de siglo de su vida en una mentira.

– Cargo con la culpa de todo lo que ha pasado -prosiguió-. No podía aceptarlo. Necesitaba más de lo que nadie podía darme y cuando no podían dármelo, intentaba arrancárselo. Así fue contigo y conmigo. Así fue con Santo.

– Tendrías que haberte divorciado de mí. ¿Por qué diablos no te divorciaste de mí?

Dellen rompió a llorar. Se dio la vuelta para ponerse de lado, de cara a la mesita de noche donde estaba el frasco de pastillas. Alargó el brazo como si pensara tomar otra dosis.

– Ahora no -dijo Ben, y cogió el bote.

– Necesito…

– Necesitas quedarte aquí.

– No puedo. Dámelo. No me dejes así.

Esa frase era la causa, la raíz de todo. «No me dejes así. Te quiero, te quiero… No sé por qué… Tengo la cabeza a punto de estallar y no puedo evitarlo… Ven aquí, cariño. Ven aquí, ven.»

– Han enviado a alguien de Londres. -Ben vio por su expresión que Dellen no comprendía. Se había alejado de la muerte de Santo y quería alejarse más, pero no podía permitírselo-. Un policía, alguien de Scotland Yard, ha hablado con mi padre.

– ¿Por qué?

– Cuando asesinan a alguien lo comprueban todo. Investigan hasta el último rincón de la vida de todo el mundo. ¿Entiendes lo que significa eso? Ha hablado con papá y papá le ha contado todo lo que sabe.

– ¿Sobre qué?

– Sobre por qué me fui de Pengelly Cove.

– Pero eso no tiene nada que ver con…

– Es algo para investigar y es lo que hacen. Investigar.

– Dame las pastillas.

– No.

Dellen intentó cogerlas de todos modos. Ben las alejó de ella.

– No he dormido en toda la noche -dijo-. Ir a Pengelly Cove, hablar con papá… Me lo ha recordado todo. Esa fiesta en la casa del acantilado, el alcohol, las drogas, los magreos en la oscuridad… Si las cosas iban a más ¿a quién demonios le importaba quién lo viera? Y las cosas fueron a más, ¿verdad?

– No me acuerdo. Fue hace mucho tiempo. Ben, por favor, dame las pastillas.

– Si lo hago te irás y quiero que estés aquí. Necesitas sentir algo de lo que siento yo. Quiero eso de ti porque si no tengo eso…

«¿Qué?», se preguntó. Si Dellen no podía darle lo que le pedía, ¿qué haría que no hubiera intentado ya en el pasado y no hubiera conseguido? Sus amenazas estaban vacías y los dos lo sabían.

– Al final, la muerte llama a la muerte, hagamos lo que hagamos -le dijo-. No me gustaba que Santo hiciera surf, creía que podría llevarle a donde me llevó a mí y me dije que ésa era mi razón. Pero la verdad era que quería arrebatarle su esencia porque tenía miedo. Todo se reducía a creer que tenía que vivir como vivo yo. Es como si le hubiera dicho: «Vive como si estuvieras muerto y te querré por ello». Y esto… -Hizo un gesto con las pastillas. Dellen intentó cogerlas, así que las apartó y se levantó de la cama-. Esto también te matará, te matará para el mundo. Pero en el mundo es donde quiero que estés.

– Ya sabes qué pasará. No puedo contenerme. Lo intento y siento como si me aporrearan el cráneo.

– Y siempre ha sido así.

– Tú lo sabes.

– Y buscas alivio. En las pastillas y en el alcohol. Y si no hay pastillas y el alcohol no funciona…

– ¡Dámelas! -También se levantó de la cama.

Ben estaba cerca de la ventana, así que no supuso ningún esfuerzo. La abrió y tiró los sedantes abajo, al arriate embarrado donde languidecían las plantas primaverales, esperando al sol que tardaba en llegar.

Dellen gimió y corrió hacia Ben. Le golpeó con los puños. Él se los cogió y los inmovilizó.

– Quiero que veas. Y que escuches y que sientas. Y que recuerdes. Si tengo que enfrentarme yo solo a todo esto…

– ¡Te odio! -gritó ella-. Quieres y quieres, pero no encontrarás a nadie que te dé lo que quieres. Esa persona no soy yo. Nunca lo he sido y no me dejas ir. Y te odio. Dios mío, ¡cuánto te odio, Dios mío!

Se apartó de él bruscamente y por un momento Ben pensó que saldría corriendo de la habitación y escarbaría en el barro para rescatar las pastillas que se disolvían rápidamente. Pero fue al armario, donde comenzó a sacar ropa de dentro como una loca. Era rojo sobre rojo, carmesí, magenta y todas las tonalidades intermedias, y lo lanzó todo al suelo en un montón. Estaba buscando la prenda más representativa, pensó Ben, como el vestido de tirantes carmesí que llevaba aquella noche lejana.

– Cuéntame qué pasó -le dijo-. Yo estaba con la hermana de Parsons. Le hacía lo que podía, lo que me dejaba, que era mucho. Él nos encontró juntos y me echó. No porque le preocupara que estuviera a punto de tirarme a su hermana en el pasillo de la casa de sus padres en mitad de una fiesta, sino porque le gustaba sentirse superior a todo el mundo y ésa era otra manera de conseguirlo. No era un tema de clase, ni siquiera de dinero. Era un tema de Jamie. Cuéntame qué pasó entre vosotros cuando me fui.

Dellen siguió tirando ropa al suelo. Cuando terminó con el armario, fue a la cómoda. Allí hizo lo mismo. Bragas y sujetadores, combinaciones, jerseys, pañuelos. Sólo lo que era rojo, hasta que la ropa se acumuló a su alrededor como la pulpa de una fruta.

– ¿Te lo follaste, Dellen? Nunca te he preguntado por ninguno en concreto, pero sobre éste quiero saberlo. Le dijiste:

«Hay una cueva en la playa donde Ben y yo vamos a follar, te veré allí». Y él no sabría que habíamos roto tú y yo. Pensaría que era una buena manera de darme una lección. Así que se reunió contigo allí y…

– ¡No!

– … te folló como tú querías. Pero había tomado algunas de las drogas que había; maría, coca, LSD, éxtasis… Las había mezclado con lo que estuviera bebiendo y en cuanto hizo lo que querías que hiciera lo dejaste allí, inconsciente y bien adentro en la cueva, y cuando subió la marea como siempre sube…

– ¡No!

– … tú te habías marchado hacía rato. Tenías lo que querías y no tenía nada que ver con follar, sino con vengarte. Y lo que imaginaste fue que, como Jamie era Jamie, él mismo se aseguraría en cuanto me viera de que supiera que se te había tirado. Pero lo que no imaginaste fue que la marea te ganaría la partida y…

– ¡Lo conté! -gritó. No tenía más prendas que tirar al suelo, así que cogió la lámpara de la mesita de noche y la blandió-. Hablé y conté todo lo que sabía. ¿Ya estás contento? ¿Es eso lo que querías que dijera?

Ben se quedó mudo. No pensaba que algo pudiera dejarle sin palabras a estas alturas, pero no las encontró. No pensaba que pudiera haber más sorpresas del pasado, pero era evidente que no iba a ser así.

* * *

Bea y la sargento Havers fueron caminando del supermercado Blue Star a Casvelyn de Cornualles. La panadería estaba funcionando a pleno rendimiento, preparando la entrega de productos a los pubs, hoteles, cafés y restaurantes de la zona. De ahí que el aroma embriagador del hojaldre suculento flotara en el aire como una miasma hipnótica. Se hacía más intenso a medida que se acercaban a la tienda y Bea oyó que Barbara Havers murmuraba fervientemente:

– Madre del amor hermoso.

Bea la miró. La sargento miraba con nostalgia en dirección al escaparate de Casvelyn de Cornualles, donde las bandejas de empanadas recién horneadas descansaban en hileras seductoras de colesterol, carbohidratos y calorías, tentadoras y absolutamente contrarias a cualquier dieta.

– Agradable, ¿verdad? -le dijo Bea a la sargento.

– Huele bien. Se lo reconozco.

– Tiene que probar una empanada mientras esté aquí en Cornualles. Y si va a hacerlo, éstas son las mejores.

– Tomaré nota. -Havers las miró largamente mientras seguía a Bea al interior de la tienda.

Madlyn Angarrack atendía a una fila de clientes mientras Shar sacaba bandejas con los productos de la panadería de la enorme cocina y las colocaba en las vitrinas. Parecía que hoy no tenían sólo empanadas, ya que Shar llevaba barras de pan artesanal, de corteza gruesa y con romero.

Aunque Madlyn estaba ocupada, Bea no tenía ninguna intención de ponerse al final de la cola. Se disculpó a los clientes que esperaban turno mostrando ostensiblemente su placa y murmurando mientras pasaba a su lado:

– Perdón. Policía. -Una vez en la caja, dijo en un volumen considerable-: Tenemos que hablar, señorita Angarrack. Aquí o en la comisaría, pero ahora mismo, en cualquier caso.

Madlyn no trató de ganar tiempo.

– Shar, ¿te encargas de la caja? -le dijo a su compañera-. No tardaré -añadió, sin embargo, de manera significativa en referencia a su colaboración con la policía o a su intención de exigir de inmediato un abogado. Luego cogió una chaqueta y salió.

– Ella es la sargento Havers -dijo Bea a modo de introducción-. Viene de New Scotland Yard para ayudar en la investigación.

Los ojos de Madlyn miraron un momento a Havers y luego otra vez a Bea. Con una voz que parecía entre cautelosa y confusa dijo:

– ¿Por qué Scotland Yard…?

– Piénselo.

Bea vio que poder introducir las palabras New Scotland Yard iba a tener uno o dos usos imprevistos. Eran tres palabras que hacían que la gente se irguiera y tomara nota, independientemente de lo que supieran o no sobre la policía metropolitana.

Madlyn no habló y miró a Havers. Y si se preguntó dónde iba una representante de New Scotland Yard vestida como una superviviente del huracán Katrina no dijo nada. Havers sacó una libreta maltrecha mientras Madlyn la observaba y anotó algo. Seguramente era un recordatorio para comprar una empanada antes de irse de Casvelyn al Salthouse Inn aquella tarde, pero a Bea no le importó. Parecía algo oficial y era lo que contaba.

– No me gusta que me mientan -le dijo Bea a Madlyn-. Me hacer perder el tiempo, me obliga a explorar territorios viejos y me aparta de mi camino.

– Yo no…

– Ahórrenos algo de tiempo en este segundo asalto del combate, ¿de acuerdo?

– No entiendo por qué piensa…

– ¿Necesita que se lo recuerde? Hace siete semanas y media, Santo Kerne rompió con usted y, según me dijo, eso fue todo: era lo único que sabía, punto final, las apariencias no engañaban. Pero resulta que sabía un poquito más que eso, ¿verdad? Sabía que estaba viéndose con otra persona y había algo en ello que le daba asco. ¿Le suena de algo lo que estoy diciendo, señorita Angarrack?

La mirada de Madlyn se alteró. Era evidente que su cerebro estaba enzarzado en todo tipo de cálculos y su expresión evidenciaba que esos cálculos decían «¿quién ha sido el maldito chivato?». Seguramente los sospechosos no eran infinitos y cuando los ojos de Madlyn se posaron en el supermercado Blue Star, la satisfacción jugueteó en su rostro. Después vino la determinación. Will Mendick estaba muerto, decidió Bea Hannaford.

– ¿Qué le gustaría contarnos? -preguntó Bea.

La sargento Havers dio unos golpecitos con el lápiz en la libreta de manera muy significativa. El lápiz estaba mordido, eso no le sorprendió en absoluto, como si poseer un utensilio de escritura que estuviera en cualquier otro estado hubiera ido algo completamente atípico en ella.

La mirada de Madlyn volvió a Bea. No parecía resignada. Parecía vengada, una actitud que, en la opinión de la inspectora, no debería mostrar un sospechoso de asesinato.

– Rompió conmigo. Ya se lo dije y era la verdad. No le mentí y no puede dar a entender que le mentí. Y de todos modos no estaba bajo juramento, o sea que…

– Ahórrese el rollo legal -intervino Havers-. Que yo sepa no estamos en un episodio de The Bill. Mintió, engañó o bailó la polca. No nos importa. Vayamos a los hechos. Yo estaré contenta, la inspectora estará contenta y, créame, usted también estará contenta.

Madlyn no pareció agradecer el consejo. Hizo una mueca de desagrado, pero parecía que el objetivo de la expresión era tratar de ubicarse porque cuando volvió a hablar contó una historia totalmente distinta de la que había contado antes.

– De acuerdo -dijo-. Fui yo la que rompió con él. Creía que me estaba engañando, así que le seguí. No me siento orgullosa de ello, pero tenía que saberlo. Cuando lo supe, le dejé. Me dolió hacerlo porque era estúpida y todavía le quería, pero corté con él de todos modos. Esa es la historia. Y es la verdad.

– De momento -dijo Bea.

– Acabo de decirle…

– ¿Adonde le siguió? -preguntó Havers, con el lápiz preparado-. ¿Cuándo le siguió? ¿Y cómo? ¿A pie, en coche, en bicicleta, con unos zancos?

– ¿Qué era lo que le daba asco del hecho de que le engañara? -inquirió Bea-. ¿Sólo el hecho en sí o había algo más? Creo que «anormal» fue la palabra que eligió usted para describirlo.

– Yo nunca dije…

– A nosotros no. Nunca. Ese es parte del problema actual. De su problema, quiero decir. Cuando le dice una cosa a una persona y otra cosa a la poli, al final todo vuelve para darle una patada en el culo. Así que sugiero que se considere pateada y que haga algo para quitarse la bota del culo, por decirlo de algún modo.

– Por la rabia, ya sabe -murmuró Havers. Bea reprimió una sonrisa. Empezaba a gustarle aquella mujer despeinada.

La mandíbula de Madlyn se tensó. Parecía que la realidad de la situación empezaba a calar. Podía seguir siendo testaruda y aceptar que las dos mujeres la amenazaran y ridiculizaran o podía hablar. Escogió la opción que parecía tener más posibilidades de provocar su marcha inminente.

– Creo que la gente debería limitarse a los de su clase -dijo.

– ¿Y Santo no se limitaba a los de su clase? -preguntó Bea-. ¿Qué significa eso, exactamente?

– Lo que acabo de decir.

– ¿Qué? -preguntó Havers con impaciencia-. ¿Se lo hacía con monaguillos? ¿Con cabras? ¿Ovejas? ¿Alguna calabaza de vez en cuando? ¿Qué?

– ¡Basta! -gritó Madlyn-. Se tiraba a otras mujeres, ¿vale? A mujeres mayores. Me encaré con él y cuando estuve segura se lo dije. Y lo supe porque le seguí.

– Volvemos a lo mismo -dijo Bea-. Le siguió ¿adónde?

– A Polcare Cottage. -Tenía los ojos brillantes-. Santo fue a Polcare Cove y le seguí. Entró y… Yo esperé y esperé porque era estúpida y quería pensar que… Pero no. No. Así que al cabo de un rato fui a la puerta y la aporreé… Ya pueden imaginarse el resto, ¿no, maldita sea? No tengo nada más que decirles, así que déjenme en paz. Déjenme en paz de una vez, joder.

Dicho esto, las empujó para pasar entre las dos y se marchó indignada hacia la puerta de la panadería. Se frotó las mejillas con furia mientras caminaba.

– ¿Qué es Polcare Cottage? -preguntó la sargento Havers.

– Un sitio muy bonito que vamos a visitar -dijo Bea.

* * *

Lynley no se acercó a la cabaña enseguida porque vio de inmediato que seguramente no tendría sentido. Parecía que no estaba en casa. O eso o había aparcado el Opel en la mayor de las dos construcciones anexas situadas en su propiedad en Polcare Cove. Tamborileó los dedos en el volante de su Ford alquilado y se planteó cuál debía ser su siguiente movimiento. Informar de lo que sabía a la inspectora Hannaford parecía ocupar el primer lugar de la lista, pero no se sentía tranquilo con esa decisión. Quería brindar a Daidre Trahair la oportunidad de explicarse.

A pesar de lo que Barbara Havers pudiera pensar cuando se separaron en el Salthouse Inn, Lynley se tomó sus comentarios a pecho. Se encontraba en una situación precaria y lo sabía, aunque detestaba reconocerlo o incluso pensarlo siquiera. Estaba desesperado por escapar del pozo negro en el que llevaba sumergido semanas y semanas y se sentía dispuesto a agarrarse a cualquier cuerda que lo sacara de allí. La larga caminata por el sendero de la costa suroccidental no le había proporcionado la huida que esperaba, así que tenía que admitir que tal vez la compañía de Daidre Trahair en conjunción con la amabilidad de sus ojos le habían engatusado para pasar por alto los detalles que, de lo contrario, habría reconocido.

Había topado con otro de esos detalles después de que Havers se marchara aquella mañana. Ni por testarudez ni por ceguera había telefoneado de nuevo al zoo de Bristol. En esta ocasión, sin embargo, en lugar de pedir por la doctora Trahair, preguntó por los cuidadores de los primates. Cuando acabaron de pasarle con lo que parecieron media docena de empleados y departamentos, estaba bastante seguro de cuál sería la noticia: en el zoo no había ningún cuidador de primates llamado Paul. De hecho, a los primates los cuidaba un equipo de mujeres, dirigidas por una tal Mimsie Vanee, con quien Lynley no necesitaba hablar.

Otra mentira que apuntarle, otra mancha negra por la que había que preguntar.

Lo que imaginaba que debía hacer era poner sus cartas sobre la mesa para que la veterinaria las viera. Al fin y al cabo, él era la persona con quien Daidre Trahair había hablado de Paul el cuidador de primates y su padre enfermo terminal. Tal vez, pensó, había malinterpretado o entendido mal lo que había dicho la mujer. Sin duda, se merecía la oportunidad de aclararlo. ¿No se la merecería cualquiera en su situación?

Se bajó del Ford y se acercó a la cabaña de Daidre. Llamó a la puerta azul y esperó. Como pensaba, la veterinaria no estaba en casa, pero fue a las construcciones anexas por si acaso.

La más grande estaba totalmente vacía, como debería estar para poder estacionar un coche dentro de sus límites estrechos. También estaba prácticamente inacabada y la presencia de telarañas y una gruesa capa de polvo indicaba que nadie la utilizaba a menudo. Pero en el suelo del edificio había marcas de neumáticos. Lynley se agachó y las examinó. Varios coches habían aparcado allí, vio. Era algo a tener en cuenta, aunque no estaba seguro de qué debía hacer con la información.

El edificio más pequeño era un cobertizo. Dentro había herramientas, todas muy usadas, lo que atestiguaba los intentos de Daidre para crear algo parecido a un jardín en su trocito de tierra, por muy cerca que estuviera del mar.

Estaba examinándolas a falta de algo mejor que examinar cuando escuchó el sonido de un coche que se acercaba, los neumáticos chirriando en las piedrecitas del arcén. Estaba bloqueándole la entrada, así que salió del cobertizo para apartar su vehículo. Pero vio que no era Daidre Trahair quien llegaba, sino la inspectora Hannaford, y Barbara Havers iba con ella.

Lynley se desanimó al verlas. Había albergado la esperanza de que Havers no le hubiera comentado nada a Bea Hannaford sobre lo que había descubierto en Falmouth, aunque sabía lo improbable que era. Barbara era un perro de presa cuando de una investigación se trataba. Habría arrollado a su propia abuela con un camión articulado si iba tras la pista de algo relevante. No pensaría que el pasado de Daidre Trahair no era relevante porque había que indagar cualquier cosa extraña, contradictoria, extravagante o sospechosa y examinarla desde todos los ángulos y Barbara Havers era la policía perfecta para hacerlo.

Sus ojos se encontraron cuando la sargento se bajó del coche y Lynley intentó borrar la decepción de su rostro. Ella se detuvo para sacar un cigarrillo de un paquete de Players, volvió la espalda a la brisa y protegió del viento un mechero de plástico.

Bea Hannaford se acercó a él.

– ¿No está?

Lynley negó con la cabeza.

– Está muy seguro, ¿no? -Hannaford lo miró fijamente.

– No he mirado por las ventanas -contestó él-, pero no imagino por qué no abriría la puerta si estuviera en casa.

– Yo sí. Por cierto, ¿cómo marcha nuestra investigación sobre la buena de la doctora? Ya ha pasado bastante tiempo con ella. Supongo que tendrá algo de lo que informar.

Lynley miró a Havers, sentía una curiosa ráfaga de gratitud hacia su ex compañera. También sintió vergüenza por haberla juzgado mal y vio lo mucho que los últimos meses le habían cambiado. Havers permaneció básicamente inexpresiva, pero levantó una ceja. Acababa de lanzar la pelota a su tejado, vio, y podía hacer con ella lo que quisiera. Por ahora.

– No sé por qué le mintió sobre la ruta que tomó desde Bristol -le dijo a Hannaford-. No he llegado mucho más lejos. Tiene mucho cuidado con lo que revela de sí misma.

– No el suficiente -dijo la inspectora-. Resulta que mintió sobre si conocía a Santo Kerne. El chaval era su amante. Lo compartía con su novia sin que su novia lo supiera. Al principio, quiero decir. Ella, la novia, tenía sospechas al respecto, así que le siguió y él la condujo justo aquí. Parece que al chico le gustaban todas las que pudiera pillar. Mayores, jóvenes y de edad intermedia.

Aunque notó que el corazón se le aceleraba mientras la inspectora hablaba, Lynley dijo sin alterar la voz:

– No acabo de entenderlo.

– ¿Entender el qué?

– Que su novia le siguiera y usted llegue a la conclusión de que él y la doctora Trahair eran amantes.

– Señor… -Era el tono de advertencia de Havers.

– ¿Está loco? -le dijo Hannaford a Lynley-. La novia se encaró a él, Thomas.

– ¿Se encaró a él o a ellos?

– A él o a ellos. ¿Qué importancia tiene eso?

– Toda la importancia del mundo si en realidad no vio nada.

– ¿En realidad? ¿Y que esperaba que hiciera la chica? ¿Entrar por la ventana con una cámara mientras se lo estaban montando? ¿Para tener pruebas en las que apoyarse si alguna vez tenía que hablar con la poli? Vio suficiente para hablar con él y él le contó lo que estaba pasando.

– ¿Le dijo que la doctora Trahair era su amante?

– ¿Qué diablos cree que…?

– Sólo me parece que si le gustaban las mujeres mayores, preferiría ir detrás de una que estuviera más fácilmente disponible para él. La doctora Trahair, por lo que nos ha dicho, sólo viene aquí en vacaciones y algún fin de semana.

– Por lo que nos ha dicho, maldita sea. Nos ha mentido prácticamente en todo hasta ahora, señor mío, así que creo que podemos suponer con toda tranquilidad que si Santo Kerne vino a su cabaña…

– ¿Podríamos hablar un momento, inspectora Hannaford? -intervino Havers-. Yo y el comisario, quiero decir.

– Barbara, ya no soy… -dijo Lynley con firmeza.

– Su Ilustrísima -se corrigió Havers mordazmente-. Su Excelencia… Señor Lynley… Cómo desee que lo llamen en estos momentos… Si no le importa, jefa.

Hannaford levantó las manos.

– Todo suyo. -Empezó a caminar hacia la cabaña, pero se detuvo y señaló a Lynley con el dedo-. Detective, si descubro que está obstruyendo esta investigación en cualquier sentido…

– Me las veré con usted -dijo Lynley-. Ya lo sé.

La observó dirigirse indignada hacia la casa y llamar a la puerta. Cuando nadie contestó, fue hacia la parte trasera, con la clara intención de hacer lo que pensaba que habría hecho la novia de Santo: mirar por las ventanas. Lynley se volvió hacia Havers.

– Gracias -le dijo.

– No estaba rescatándole.

– No lo decía por eso. -Señaló a Hannaford moviendo la cabeza hacia la cabaña-. Sino por no darle la información de Falmouth. Podrías haberlo hecho, deberías haberlo hecho. Los dos lo sabemos. Gracias.

– Me gusta ser consecuente. -Dio una calada honda al cigarrillo antes de tirarlo al suelo. Se quitó una hebra de tabaco de la lengua-. ¿Por qué empezar ahora a respetar a la autoridad?, usted ya me entiende.

Lynley sonrió.

– Entonces, también ves…

– No -dijo ella-. No lo veo. Al menos no veo lo que usted quiere que vea. Ha mentido, señor. No es trigo limpio. Hemos venido a llevárnosla para interrogarla. Más, si es necesario.

– ¿Más? ¿Detenerla? ¿Por qué? Me parece que si de verdad tenía una aventura con ese chico, el móvil para matarle recae directamente en otra persona.

– No necesariamente. Y, por favor, no me diga que no lo sabe.

Miró hacia la casa. Hannaford había desaparecido, ahora estaría en las ventanas que daban al mar, en la parte oeste de la cabaña. Havers respiró hondo y tosió con tos de fumadora.

– Tienes que dejar el tabaco -le dijo Lynley.

– Ya. Mañana. Mientras tanto, tenemos un problemilla.

– Ven conmigo a Newquay.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Porque tengo una pista sobre este caso y está allí. Hace unos treinta años el padre de Santo Kerne tuvo algo que ver en una muerte. Creo que hay que investigarlo.

– ¿El padre de Santo Kerne? Señor, está escaqueándose.

– ¿Escaqueándome de qué?

– Ya lo sabe. -Ladeó la cabeza hacia la cabaña.

– Havers, no estoy escaqueándome. Ven conmigo a Newquay.

El plan le parecía muy acertado. Incluso tenía el sabor de los viejos tiempos: los dos indagando, hablando sobre pruebas, barajando posibilidades. De repente, quería que la sargento estuviera con él.

– No puedo, señor -contestó ella.

– ¿Por qué no?

– En primer lugar, porque me han enviado para ayudar a la inspectora Hannaford. Y en segundo lugar… -Se pasó la mano por el pelo rubio rojizo, mal cortado como siempre, y liso como el camino de un mártir al cielo. Como de costumbre, lo tenía encrespado por la electricidad estática, con la mayor parte de punta-. Señor, ¿cómo se lo digo?

– ¿El qué?

– Ha pasado usted por lo peor.

– Barbara…

– No. Tiene que escucharme, maldita sea. Asesinaron a su esposa, perdió a su hijo. Por el amor de Dios, tuvo que desenchufar las máquinas.

Lynley cerró los ojos. La mano de Havers le agarró el brazo y lo cogió con fuerza.

– Sé que es duro. Sé que es horrible.

– No -murmuró él-. No lo sabes. No puedes saberlo.

– De acuerdo. No lo sé y no puedo saberlo. Pero lo que le pasó a Helen destrozó su mundo y nadie, nadie, maldita sea, sale de algo así con la cabeza intacta, señor.

Entonces Lynley la miró.

– ¿Estás diciendo que estoy loco? ¿A eso hemos llegado?

Havers le soltó el brazo.

– Estoy diciendo que su herida es profunda. No está abordando este caso desde una posición de fuerza porque no puede, y esperar cualquier otra cosa de usted mismo es una equivocación, diablos. No sé quién es esa mujer ni por qué está aquí, ni si es Daidre Trahair o alguien que dice ser Daidre Trahair. Pero el hecho es que cuando alguien miente en una investigación de asesinato, la policía lo investiga. Así que la pregunta es: ¿por qué no quiere hacerlo? Creo que los dos sabemos la respuesta.

– ¿Sí? ¿Cuál es?

– Está utilizando su acento de lord. Sé lo que significa eso: quiere distanciarse y normalmente lo consigue. Bueno, pues yo no pienso permitírselo, señor. Estoy aquí, justo delante de usted, y tiene que analizar lo que está haciendo y por qué. Y si no puede enfrentarse a la idea de hacerlo, también tiene que analizar eso.

Lynley no contestó. Sentía como si una ola le arrastrara y rompiera todo aquello que había construido para contenerla temporalmente.

– Oh, Dios mío -murmuró al final, pero fue lo máximo que pudo decir. Alzó la cabeza y miró al cielo, donde unas nubes grises prometían transformar el día.

Cuando Havers volvió a hablar, su voz había cambiado, había pasado de estricta a suave. Aquel cambio le afectó tanto como sus comentarios.

– ¿Por qué ha venido aquí? ¿A su casa? ¿Ha averiguado algo más sobre ella?

– He pensado… -Se aclaró la garganta y la miró. Estaba tan formal y era tan indescriptiblemente real… Sabía que estaba de su parte, pero no podía hacer que aquello importara en estos momentos. Si le contaba la verdad a Havers, se abalanzaría sobre ella. La evidencia de una mentira más de Daidre Trahair inclinaría la balanza-. He pensado que quizá quisiera acompañarme a Newquay. Me daría la oportunidad de hablar con ella otra vez, intentar establecer… -No terminó la idea. Ahora sonaba, incluso a sus oídos, patéticamente desesperado. «Que es como estoy», pensó.

Havers asintió. Hannaford apareció por el lado más alejado de la cabaña. Estaba pisando las densas amofilas y prímulas que había debajo de las ventanas. Resultaba más que obvio que quería que Daidre Trahair supiera que alguien había estado allí.

Lynley le contó sus intenciones: Newquay, la policía, la historia de Ben Kerne y la muerte de un chico llamado Jamie Parsons.

Hannaford no se quedó impresionada.

– Una misión inútil -declaró-. ¿Qué se supone que tenemos que sacar de todo eso?

– Todavía no lo sé. Pero me parece que…

– Quiero que la investigue, comisario. ¿Está implicada de alguna manera en algo que pasó hace mil años? Entonces tendría… ¿Qué? ¿Cuatro años? ¿Cinco?

– Reconozco que hay cosas sobre ella que hay que explorar.

– ¿En serio? Me alegra oírlo. Pues explórelas. ¿Lleva el móvil ese encima? ¿Sí? Déjelo encendido, entonces. -Sacudió la cabeza color fucsia hacia su coche-. Nos marchamos. En cuanto localice a la doctora Trahair, llévela a la comisaría. ¿Le ha quedado claro?

– Sí -dijo Lynley-. Muy claro.

Observó a Hannaford mientras se iba hacia el coche. Él y Havers intercambiaron una mirada antes de que la sargento la siguiera.

Lynley decidió ir a Newquay de todos modos, era lo bueno que tenía su papel en la investigación. Y al carajo con las consecuencias si él y Hannaford discrepaban, no estaba obligado a anteponer las intenciones de ella a las suyas.

En cuanto recorrió la madeja de senderos que separaban Polcare Cove de la A39, tomó la ruta más directa a Newquay. Topó con un atasco provocado por un camión que había volcado a unos ocho kilómetros a las afueras de Wadebridge, lo que le retrasó bastante, y llegó a la capital del surf de Cornualles poco después de las dos de la tarde. Se perdió de inmediato y maldijo al hijo adolescente obediente y complaciente que había sido antes de la muerte de su progenitor. Newquay, había comentado su padre en más de una ocasión, era una ciudad vulgar, no el tipo de lugar que frecuentaba un «verdadero» Lynley. Por lo tanto, no sabía nada de la ciudad, mientras que su hermano menor -que jamás sintió la carga de la necesidad de contentarle- seguramente se orientaría con los ojos vendados.

Después de sufrir dos veces la red frustrante de sentido único y estar a punto de meterse en la zona peatonal una vez, Lynley cedió en su empeño y siguió las señales hasta la oficina de información, donde una mujer amable le preguntó si estaba «¿buscando Fistral, querido?», por lo que asumió que le confundía con un surfista granadito. Sin embargo, estuvo encantada de indicarle cómo llegar a la comisaría de policía, y con todo lujo de detalles, así que logró encontrarla sin mayores dificultades.

Su placa de policía funcionó como esperaba, aunque no le llevó tan lejos como había planeado. El agente de guardia en la recepción le condujo al jefe del equipo de investigación criminal, un sargento llamado Ferrell que tenía la cabeza redonda como un globo y las cejas tan gruesas y negras que parecían artificiales. Estaba al corriente de la investigación que se llevaba a cabo en la zona de Casvelyn. Sin embargo, desconocía que la Met participaba en ella. Dijo que aquel dato era significativo. La presencia de la Met sugería una investigación dentro de la investigación, lo que a su vez sugería una incompetencia enorme por parte del agente al mando.

Para ser justo con Hannaford, Lynley sacó al sargento Ferrell del error que cometía al dudar de las capacidades de la inspectora. Él se encontraba en la zona de vacaciones, le explicó. Había estado presente cuando se halló el cadáver. El chico, le contó, era el hijo de un hombre que había estado involucrado, al menos tangencialmente, en una muerte ocurrida hacía bastantes años, una muerte que había investigado la policía de Newquay, y por eso Lynley estaba en la ciudad: para recabar información relacionada con ese caso.

Era obvio que treinta años atrás, Ferrell iba en pañales, así que el sargento no sabía nada de nadie llamado Parsons, de Benesek Kerne ni de ningún percance ocurrido en una cueva de Pengelly Cove. Por otro lado, no le resultaría complicado averiguar quién sabía algo relacionado con esa muerte. Si al comisario no le importaba esperar un ratito…

Lynley decidió esperar en la cantina para rondar por el lugar y acelerar el tema. Se compró una manzana porque sabía que debía comer, pese a que no había tenido hambre desde su conversación con Havers por la mañana. La mordió, no le complació encontrarla harinosa y la tiró a la basura. Pidió un café y deseó vagamente ser todavía fumador. Ahora estaba prohibido fumar en la cantina, por supuesto, pero tener algo que hacer con las manos habría sido gratificante, aunque sólo fuera hacer rodar un cigarrillo apagado entre los dedos. Al menos no sentiría la necesidad de hacer trizas los sobres de azúcar, que fue lo que hizo mientras esperaba a que regresara el sargento Ferrell. Abrió uno y lo vertió en el café. Con el contenido de los otros hizo una pila sobre la mesa, donde pasó un palito de plástico por el azúcar, haciendo dibujos mientras intentaba no pensar.

Paul el cuidador de primates no existía, pero ¿qué significaba aquello en realidad? Una persona sorprendida mirando páginas sobre milagros querría tener una excusa. Era la naturaleza humana. La vergüenza llevaba a la mentira; no era ningún crimen. Pero, por supuesto, no había sido el único ejemplo de embuste de la veterinaria y ése era el problema al que se enfrentaba: qué hacer con las mentiras de Daidre Trahair y, aún más, qué pensar de ellas.

El sargento Ferrell no regresó hasta veintiséis largos minutos después. Cuando entró en la cantina, sin embargo, sólo llevaba un papel. Lynley esperaba cajas de expedientes que pudiera revisar, así que se sintió abatido. Pero había una alegría moderada en lo que Ferrell tenía que decirle.

– El inspector que llevó el caso se jubiló mucho antes de mi época -le contó a Lynley-. Ahora tendrá más de ochenta años. Vive en Zennor, enfrente de la iglesia y al lado del pub. Dice que se reunirá con usted junto a la silla de la sirena si quiere hablar con él.

– ¿La silla de la sirena?

– Es lo que me ha dicho. Ha dicho que si es usted buen policía, debería ser capaz de encontrarla. -Ferrell se encogió de hombros y pareció un poco avergonzado-. Un tipo curioso, en mi opinión. Se lo digo como advertencia. Puede que esté un poco chalado, creo yo.