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Como Daidre Trahair no estaba en casa, no les quedaba más remedio que regresar a la comisaría de Casvelyn, que fue lo que Bea y la sargento Havers hicieron. Antes de marcharse, Bea encajó su tarjeta en la puerta de la cabaña de Polcare Cove, donde había garabateado una nota en la que le pedía a la veterinaria que la llamara o fuera a la comisaría, aunque no confiaba demasiado en obtener resultados positivos. Al fin y al cabo, la doctora Trahair no tenía teléfono fijo ni móvil y, teniendo en cuenta su relación con la verdad hasta el momento, no estaría muy motivada para ponerse en contacto con ellos. Les había mentido. Ahora sabían que les había mentido. Y ella sabía que ellos sabían que les había mentido. Con la combinación de esos detalles bastante convincentes como telón de fondo de la petición de Bea de contactar con ella, ¿por qué querría Daidre Trahair ponerse en una situación que probablemente desencadenaría un enfrentamiento desagradable con la policía?
– No está investigando como debería -dijo Bea a la sargento Havers de repente mientras subían el sendero y se alejaban de Polcare Cove.
Sus pensamientos habían seguido un rumbo natural. Daidre Trahair y Polcare Cottage conducían inevitablemente a Thomas Lynley y Daidre Trahair y Polcare Cottage. A Bea no le gustaba haberse encontrado a Lynley allí ni que las hubiera recibido de manera informal a ella y a la sargento Havers. Aún le gustaba menos que Lynley hubiera protestado un poco demasiado en lo referente a la inocencia de Daidre Trahair en todos los asuntos relacionados con Santo Kerne.
– Tiene la obsesión de mantener abiertas todas las opciones posibles -dijo Havers. Lo dijo de un modo que Bea consideró cautelosamente indiferente y la inspectora entrecerró los ojos con recelo. La sargento tenía la vista fija en el frente, como si, mientras hablaba, fuera imperativo examinar la carretera por alguna razón-. No es más que eso, el asunto de la cabaña. Estudia las situaciones y las ve como las vería el fiscal. De momento, vamos a olvidarnos de detenciones, piensa él. La verdadera pregunta es: ¿Es lo bastante bueno para presentarlo en un juicio? ¿Sí o no? Si la respuesta es no, pone a todo el mundo a seguir indagando. A veces es un latazo, pero al final todo se resuelve.
– En ese caso, podríamos preguntarnos por qué es reacio a indagar en la historia de Daidre Trahair, ¿no cree?
– Creo que piensa que la línea de Newquay es más sólida. Pero en realidad no importa. Lo retomará donde lo dejó con ella.
Bea volvió a mirar a Havers. El lenguaje corporal de la sargento no coincidía con su tono de voz; el primero era tenso y el segundo, demasiado tranquilo. Aquí había mucho más de lo que se veía a simple vista y Bea creía saber qué era.
– Entre la espada y la pared -le dijo a Havers.
– ¿Qué? -Havers la miró.
– Usted, sargento Havers. Es donde está, ¿verdad? La lealtad hacia él frente a la lealtad hacia su trabajo. La pregunta es: ¿cómo elegirá si tiene que hacerlo?
Havers sonrió un poco y era evidente que no se debía a que algo le hubiera hecho gracia.
– Bueno, sé cómo elegir cuando toca, jefa. No llegué a donde estoy tomando decisiones estúpidas.
– Y la persona lo define todo, ¿verdad? -señaló Bea-. Eso de no tomar decisiones estúpidas. No soy idiota, sargento. No me trate como si lo fuera.
– Espero no ser tan tonta.
– ¿Está enamorada de él?
– ¿De quién? -Havers abrió mucho los ojos. Los tenía pequeños y poco atractivos, pero al abrirlos tanto, Bea vio que eran de un color bonito, azul cielo-. ¿Se refiere al comi…? -Havers utilizó el pulgar para señalar la dirección que Lynley había tomado delante de ellas-. Menuda pareja haríamos, ¿no? -Soltó una carcajada-. Como ya le he dicho, jefa, espero no ser tan tonta.
Bea la miró y vio que, respecto a eso, decía la verdad. Al menos a medias. Y como era a medias, supo que tendría que vigilar de cerca a Havers y controlar su trabajo. No le gustaba la idea -maldita sea, ¿no había nadie en este caso en quien pudiera confiar?-, pero no veía que tuviera otra elección.
De vuelta en Casvelyn, el centro de operaciones transmitía una imagen gratificante de tareas en marcha. El sargento Collins estaba anotando algo sobre las actividades en la pizarra; el agente McNulty trabajaba como una hormiguita en el ordenador de Santo Kerne; a falta de mecanógrafo, uno de los agentes del equipo de relevo estaba introduciendo un fajo de notas en la base de datos de la policía. Mientras tanto, Tráfico había enviado una lista de propietarios de coches iguales a los que habían sido vistos en los alrededores del acantilado donde Santo Kerne había sufrido la caída. El Defender, como había supuesto Bea, fue el que más facilidades ofreció a la hora de comparar los dueños de esos vehículos con los sospechosos del caso. Jago Reeth tenía un Defender muy parecido al coche visto en Alsperyl, aproximadamente a kilómetro y medio al norte del acantilado donde Santo Kerne practicaba rápel. En cuanto al RAV4, el vehículo visto al sur del mismo acantilado pertenecía a un tal Lewis Angarrack.
– El tipo que es como un abuelo para Madlyn y el padre de Madlyn -le dijo Bea a Havers-. ¿No es un detalle precioso?
– ¿En cuanto a…? -Era el agente McNulty quien hablaba, medio levantado desde detrás del ordenador de Santo Kerne. Parecía entre esperanzado y emocionado-. Jefa, hay…
– Venganza -reconoció Havers-. Le arrebata a la chica su virtud y la engaña, así que se encargan de él, al menos uno de ellos. O lo planean juntos. Ese tipo de cosas son importantes cuando se trata de un asesinato.
– ¿Jefa? -Otra vez McNulty, ahora levantado del todo.
– Y tanto Reeth como Angarrack tendrían acceso al equipo del chico -dijo Bea-. ¿En el maletero de su coche? Seguramente sabrían que lo guardaba allí.
– ¿Se lo dijo Madlyn?
– Tal vez. Pero cualquiera de los dos pudo verlo en un momento u otro.
– Jefa, sé que no quería que siguiera con lo de las olas grandes -intervino McNulty-. Pero tiene que echar un vistazo a esto.
– Un minuto, agente. -Bea le indicó que se sentara-. Deje que siga una idea a la vez.
– Pero está relacionada. Tiene que ver esa línea.
– ¡Maldita sea, McNulty!
El hombre se sentó e intercambió una mirada de odio con el sargento Collins. «Maldita zorra», decía el mensaje. Bea lo vio y dijo bruscamente:
– Ya vale, agente. De acuerdo, venga. ¿Qué pasa?
Se acercó al ordenador. McNulty pulsó frenéticamente en el teclado. Apareció una página web, con una ola enorme y un surfista del tamaño de una pulga en ella. Bea lo vio y rezó para tener paciencia, aunque quería coger a McNulty por las orejas y sacarlo a rastras del ordenador.
– Es lo que dijo sobre el póster -le dijo el agente- ese tipo mayor de LiquidEarth. Cuando usted y yo estábamos hablando con él. Verá, en primer lugar ese chaval de la ola; en Maverick's, ¿se acuerda?, no podía ser Mark Foo. Es una foto de Jay Moriarty…
– Agente, todo esto me resulta demasiado familiar -le interrumpió Bea.
– Espere. Mire, como le decía, es una foto de Jay Moriarty y es famosa, al menos entre los surfistas que cogen olas grandes. El chico no sólo tenía dieciséis años, sino que en su momento fue el tipo más joven que surfeaba en Maverick's. Y esa foto suya se tomó durante la misma ola que mató a Mark Foo.
– ¿Y es de una importancia crucial porque…?
– Porque los surfistas lo saben. Al menos los surfistas que han estado en Maverick's.
– ¿Qué saben, exactamente?
– La diferencia que hay entre ellos. Entre Jay Moriarty y Mark Foo. -A McNulty se le había iluminado el rostro, como si hubiera resuelto el caso él solo y esperara a que Bea le dijera: «Magnífico, Sherlock». Como no lo hizo prosiguió, tal vez con menos entusiasmo, pero sin duda no menos obstinado-: ¿No lo ve? Ese tipo del Defender, Jago Reeth, dijo que el póster de LiquidEarth era de Mark Foo en la ola que lo mató. Pero aquí, justo aquí… -McNulty pulsó algunas teclas y apareció una fotografía idéntica a la del poster-. Esta foto es la misma, jefa. Y es Jay Moriarty, no Mark Foo.
Bea pensó en aquello. No le gustaba descartar nada de plano, pero McNulty parecía haberse pasado de la raya, su entusiasmo por el surf estaba llevándolo a un terreno que no tenía ninguna relevancia para el caso que tenían entre manos.
– De acuerdo. Bien, Jago Reeth se confundió con el poster de LiquidEarth. ¿Adónde nos lleva eso?
– Al hecho de que no sabe de qué está hablando -proclamó McNulty.
– ¿Sólo porque ha confundido un póster que seguramente no colgó él en la pared?
– Está vendiendo humo -dijo McNulty-. La última ola de Mark Foo forma parte de la historia del surf. La caída de Jay Moriarty también. Es posible que un profano en este deporte no sepa quién fue y qué le pasó. Pero ¿un surfista de toda la vida…? ¿Alguien que dice que lleva décadas siguiendo olas por todo el mundo…? Tiene que saberlo. Y este tipo, Reeth, no lo sabía. Ahora tenemos su coche cerca del lugar donde cayó Santo Kerne. Yo digo que es nuestro hombre.
Bea pensó en aquello. McNulty era un incompetente como detective, cierto. Se pasaría toda la vida en la comisaría de policía de Casvelyn, nunca sobrepasaría la categoría de sargento e incluso ese ascenso sólo se produciría si tenía muchísima suerte y Collins moriría con las botas puestas. Pero en ocasiones los niños, y también los torpes, decían verdades como puños. No quería pasar por alto aquella posibilidad sólo porque la mayor parte del tiempo quisiera darle un manotazo en la cabeza.
– ¿Qué tenemos sobre las huellas en el coche del chico? -le preguntó al sargento Collins-. ¿Están las de Jago Reeth entre ellas?
Collins consultó un documento, que desenterró de una pila que había encima de la mesa de Bea. Las huellas del chico estaban por todo el coche, como cabría esperar. Las de William Mendick estaban por fuera: en el lado del conductor. Las de Madlyn Angarrack estaban prácticamente en todos los sitios donde estaban las de Santo: dentro, fuera, en la guantera, en los CD. Otras pertenecían a Dellen y Ben Kerne y todavía quedaban algunas por identificar: del CD y del maletero del coche.
– ¿Y en el equipo de escalada?
Collins negó con la cabeza.
– La mayoría de ésas no sirven. Son manchas, principalmente. Tenemos una clara de Santo y una parcial que no hemos identificado. Pero eso es todo.
– Cero. Caca de la vaca. Nada. -Volvieron a los coches avistados en los alrededores del lugar de la caída. Se dirigió a los presentes más meditabunda que directa y dijo-: Sabemos que el chico se encontraba con Madlyn Angarrack para mantener relaciones sexuales en el Sea Dreams, o sea que garantiza el acceso de Jago Reeth a su coche, tengamos sus huellas o no. Eso se lo reconozco, agente. Sabemos que el chico compró su tabla de surf en LiquidEarth, conque ahí tenemos a Lewis Angarrack. En realidad, como estaba saliendo con Madlyn Angarrack, seguro que fue a su casa en algún momento u otro. Así que el padre también pudo enterarse de lo del equipo de escalada allí.
– Pero habría otras personas, ¿no? -preguntó Havers. Miraba la pizarra donde el sargento Collins trabajaba en las actividades-. Cualquiera que conociera al chaval, sus amigos e incluso su propia familia, seguramente sabrían dónde guardaba su equipo. ¿Y no tendrían ellos un acceso más fácil?
– Un acceso más fácil, pero tal vez menos móviles.
– ¿Nadie sale ganando con su muerte? ¿La hermana? ¿El novio de ella? -Havers dio la espalda a la pizarra y pareció leer algo en la expresión de Bea, porque añadió con deferencia-: Hago de abogado del diablo, jefa. Parece que no queremos cerrar ninguna puerta.
– Está Adventures Unlimited -observó Bea.
– El negocio familiar -señaló Havers-. Siempre es un móvil bonito.
– Salvo que todavía no han abierto.
– ¿Alguien que quisiera fastidiar el tema, entonces? ¿Impedir que abrieran? ¿Un rival?
Bea negó con la cabeza.
– Ninguna línea es tan fuerte como la sexual, Barbara.
– De momento -señaló Havers.
El pueblo de Zennor es inhóspito en el mejor de los casos, algo que se debe a su ubicación -encajado a unos ochocientos metros del mar en un pliegue protector de tierra que, de lo contrario, estaría azotada por el viento- y a su apariencia monocromática, que es de granito tosco, agraciada de vez en cuando por la rareza de una palmera seca. En el peor de los casos, definido por un clima pésimo, la penumbra o la oscuridad de la noche, es siniestro, rodeado por campos de los que salen rocas grandes y lisas como maldiciones lanzadas por un dios enfadado. No había cambiado en cien años y seguramente no cambiaría en otros cien. Debía su pasado a la minería y su presente dependía del turismo, pero había poco incluso en pleno verano, ya que no tenía ninguna playa de fácil acceso cerca y la única atracción que podía arrastrar a los curiosos hasta el pueblo, incluso de manera remota seguramente, era la iglesia. A menos que se contara el pub Tinner's Arms, por supuesto, y lo que éste pudiera proporcionar en cuanto a comida y bebida.
El tamaño del aparcamiento de este local sugería que, al menos en verano, el ir y venir de coches era continuado. Lynley aparcó allí y entró para preguntar por la silla de la sirena. Cuando se acercó al dueño, lo encontró resolviendo un sudoku. El hombre levantó una mano para hacer ese gesto universal que dice «un momento», escribió un número en uno de los recuadros, frunció el ceño y lo borró. Cuando por fin permitió la pregunta, eliminó la preposición y el artículo de la silla que Lynley estaba buscando.
– Las sirenas no son muy propensas a sentarse, si lo piensa -dijo el dueño del bar.
De esta manera descubrió Lynley que lo que buscaba era la Silla Sirena y que la encontraría en la iglesia de Zennor. El edificio no estaba lejos del pub, porque en realidad nada en Zennor estaba lejos del pub, ya que el pueblo consistía en dos calles, un camino y un sendero que serpenteaba por una lechería olorosa y que conducía a los acantilados que se alzaban sobre el mar. La iglesia había sido construida algunos siglos atrás en una loma modesta con vistas a casi todo este paisaje.
No estaba cerrada, como solían estar la mayoría de las iglesias rurales de Cornualles. Dentro, el silencio definía el lugar, igual que la fragancia de las piedras mohosas. El color lo proporcionaban los cojines, que formaban filas en la base de los bancos, y la vidriera de la crucifixión que había encima del altar.
Al parecer, la Silla Sirena era la principal característica de la iglesia, puesto que había sido colocada en un lugar especial a un lado de la capilla y sobre ella colgaba un cartel explicativo, que relataba cómo los cristianos de la Edad Media se habían apropiado de un símbolo de Afrodita para representar las dos naturalezas de Jesucristo, como hombre y como Dios. Estaba un poco cogido por los pelos, pensó Lynley, pero imaginaba que los cristianos de la Edad Media no lo habían tenido fácil por estos lares.
La silla era sencilla y parecía más un banco individual que una silla de verdad. Estaba hecha de roble antiguo y tallada con imágenes de la criatura marina con un membrillo en una mano y un peine en la otra. Sin embargo, nadie estaba sentado en ella esperando a Lynley.
No le quedó más remedio que esperar él, así que Lynley ocupó un lugar en el banco más cercano a la silla. Hacía un frío glacial y reinaba un silencio absoluto.
En este punto de su vida, a Lynley no le gustaban las iglesias. No le gustaban las insinuaciones de mortalidad que sugerían sus cementerios y lo que más deseaba en el mundo era que nada le hiciera pensar en la mortalidad. Más allá de eso, consideraba que no creía en nada más que el azar y la crueldad habitual del hombre con el hombre. Para él, tanto las iglesias como las religiones que representaban hacían promesas que no cumplían: era fácil garantizar la dicha eterna después de la muerte, porque nadie volvía para informar del resultado de una vida vivida aceptando rigurosamente no sólo las restricciones morales concebidas por el hombre, sino también los horrores que el ser humano infligía a sus congéneres.
No llevaba mucho rato esperando cuando oyó el ruido metálico de la puerta de la iglesia que se abría y cerraba de golpe con indiferencia absoluta por la plegaria. Lynley se levantó y dejó el banco. Una figura alta avanzaba con determinación en la luz tenue. Caminaba con energía y sólo cuando llegó a la capilla lateral Lynley logró verla con claridad, en un ancho haz de luz que entraba por una de las ventanas de la iglesia.
Sólo su rostro delataba su edad, porque iba erguido y era robusto. Sin embargo, tenía la cara muy arrugada y la nariz deforme por el rinofima, cuyo aspecto era similar a un cogollo de coliflor sumergido en zumo de remolacha. Ferrell le había dado el nombre de su fuente de información potencial sobre la familia Kerne: David Wilkie, inspector jefe jubilado de la policía de Devon y Cornualles, en su día inspector al mando de las pesquisas sobre la muerte prematura de Jamie Parsons.
– ¿Señor Wilkie? -Lynley se presentó. Sacó su placa y Wilkie se puso las gafas para examinarla.
– Está lejos de su territorio, ¿no? -Wilkie no parecía especialmente simpático-. ¿Por qué está husmeando en la muerte de Parsons?
– ¿Fue un asesinato? -preguntó Lynley.
– Nunca se demostró. Se determinó muerte accidental, pero ambos sabemos qué significa eso. Pudo ser cualquier cosa sin pruebas de nada, así que hay que fiarse de lo que cuenta la gente.
– Por eso he venido a hablar con usted. He conversado con Eddie Kerne. Su hijo Ben…
– No tiene que refrescarme la memoria, chico. Todavía estaría trabajando si las normas me lo permitieran.
– ¿Podríamos ir a hablar a algún sitio, entonces?
– No le gusta demasiado la casa del Señor, ¿no?
– Hoy por hoy me temo que no.
– ¿Qué es usted, entonces? ¿Cristiano sólo cuando las cosas marchan bien? Dios no se manifiesta como usted querría, así que le cierra la puerta en las narices. ¿Es eso? Jóvenes, bah; todos son iguales. -Wilkie metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de piel y sacó un pañuelo que utilizó para limpiarse su horrible nariz con una delicadeza sorprendente. Hizo un gesto con él a Lynley que por un momento pensó que también debía usarlo, una forma extraña de comunión con el anciano. Pero Wilkie prosiguió y dijo-: Mire. Blanco como la leche cuando lo compré, y me hago yo mismo la colada. ¿Qué le parece?
– Impresionante -dijo Lynley-. En eso no podría igualarle.
– Ustedes los jovencitos no podrían igualarme en nada. -Wilkie guardó el pañuelo en su sitio-. Hablamos aquí en la casa del Señor o no hablamos. Además, tengo que quitar el polvo a los bancos. Espere aquí. Tengo el material.
Wilkie, pensó Lynley, no estaba chalado en absoluto. Seguramente podría darle mil vueltas al sargento Ferrell de Newquay. Y haciendo el pino, además.
Cuando el hombre regresó, llevaba un cesto del que sacó una escobilla, varios trapos y una lata de cera para muebles, que abrió haciendo palanca con una llave y untó un trapo en ella con brusquedad.
– No entiendo qué ha pasado con la asistencia a misa -reveló.
Le entregó a Lynley la escobilla y le dio instrucciones detalladas sobre cómo debía usarla en los bancos y debajo de ellos. Él seguiría a Lynley con el trapo, así que le dijo que no se dejase ningún rincón. No había trapos suficientes si los que había en el cesto se ensuciaban. ¿Lo entendía? Lynley lo entendía, lo que al parecer dio licencia a Wilkie para retomar su pensamiento anterior.
– En mi época, la iglesia estaba llena a rebosar. Dos, quizá tres veces el domingo y luego durante el oficio de los miércoles por la tarde. Ahora, entre una Navidad y la siguiente, no se ve ni a veinte feligreses habituales. Aparecen algunos extras en Pascua, pero sólo si hace buen tiempo. Yo lo achaco a los Beatles esos. Recuerdo ese que dijo un día que era Jesucristo. Tendrían que haberle dado una buena lección, en mi opinión.
– Pero eso fue hace mucho tiempo, ¿no? -murmuró Lynley.
– La iglesia no volvió a ser lo mismo después de que hablara ese infiel. Nunca. Todos esos capullos con el pelo largo hasta la rabadilla cantando sobre satisfacer sus placeres y destrozando sus instrumentos. Esas cosas cuestan dinero, pero ¿acaso les importa? No. Es todo una infamia. No me extraña que la gente dejara de venir a mostrar su debido respeto al Señor.
Lynley empezaba a replantearse el tema de la chaladura. También necesitaba que Havers estuviera con él para decirle cuatro cosas al hombre sobre su versión de la historia del rock and roll. Él también había madurado tarde en casi todo y el rock and roll era una de las muchas áreas de la cultura pop del pasado sobre las que no podía hablar, elocuentemente o no. Así que no lo intentó. Esperó a que Wilkie se cansara del tema y, mientras tanto, se volvió tan diligente como pudo con la escobilla en los rincones de los bancos y pese a la iluminación inadecuada de la iglesia.
Entonces, como había esperado, Wilkie terminó con una valoración con la que Lynley no discrepaba:
– El mundo se va al infierno a una velocidad endemoniada, en mi opinión.
Unos minutos después, mientras trabajaban en otra fila de bancos, el viejo habló de repente:
– Los padres querían que ese chaval pagara por la muerte, Benesek Kerne. Se les puso entre ceja y ceja y no quisieron dejarlo.
– ¿Se refiere a los padres del chico muerto?
– El padre en especial se volvió loco cuando murió el chaval. Era la niña de sus ojos, ese Jamie, y Jon Parsons, que así se llamaba, nunca me lo ocultó. Un hombre tiene que tener un hijo preferido, me dijo, y los demás tienen que emularle para ganarse el favor del padre.
– Entonces, ¿tenían más hijos?
– Cuatro en total. Tres chicas más pequeñas (una era prácticamente un bebé) y el chico que murió. Los padres esperaron a la resolución de la investigación y cuando se determinó que había sido una muerte accidental, el padre vino a hablar conmigo unas semanas después. Estaba ido, el pobre. Me dijo que sabía seguro que el chico de los Kerne era el responsable. Le pregunté por qué había esperado a contarme aquello (yo no creía lo que me contaba, pensé que eran los desvaríos de un hombre desquiciado por el dolor) y me dijo que alguien se había chivado después de la investigación. Había estado indagando él mismo, me dijo. Había contratado a un detective. Y lo que consiguieron fue un chivatazo.
– ¿Cree que le decía la verdad?
– ¿Acaso no es ésa la pregunta? ¿Quién diablos lo sabe?
– Esa persona, el chivato, ¿nunca habló con usted?
– Sólo con Parsons. Es lo que afirmaba él. Y tanto usted como yo sabemos que no significa nada porque lo que ese hombre más deseaba en el mundo era que detuviéramos a alguien. Necesitaba culpar a alguien. Y la mujer también. Los dos necesitaban un culpable porque creían que acusar, detener, juzgar y encarcelar a alguien haría que se sintieran mejor, algo que no es cierto, naturalmente. Pero el padre no quería escuchar. ¿Qué padre querría? Llevar a cabo su propia investigación es lo único que le impedía hundirse en la miseria. Así que estuve dispuesto a colaborar con él, ayudarle a superar el desastre en que se había convertido su vida. Y le pedí que me dijera quién era el chivato. No podía detener a nadie basándome en chismes que ni siquiera tenía de primera mano.
– Naturalmente -señaló Lynley.
– Pero no quiso decírmelo, así que, ¿qué más podía hacer que no hubiera hecho ya? Habíamos investigado la muerte del chaval del derecho y del revés y, créame, no quedaba más por examinar. El chaval de los Kerne no tenía coartada, aparte de «me fui caminando a casa para despejarme», pero por eso no se cuelga a nadie, ¿verdad? Aun así, yo quería ayudarle. Llevamos al chico Kerne a la comisaría una vez más, cuatro veces más, dieciocho veces más… Quién coño se acuerda. Husmeamos en todos los aspectos de su vida y también en la vida de todos sus amigos. A Benesek no le caía bien el chico de los Parsons, eso lo descubrimos enseguida, pero resultó que el chaval no caía bien a nadie.
– ¿Tenían coartada? ¿Sus amigos?
– Todos me contaron la misma historia. Estaban en casa y en la cama. Esas historias no se alteraron y nadie rompió filas. No pude sacarles nada, ni siquiera pegándome a ellos como una lapa. O habían hecho un pacto o decían la verdad. Según mi experiencia, cuando un grupo de chavales hace algo malo, al final alguien acaba desmoronándose si sigues insistiendo. Pero eso nunca pasó.
– ¿Así que llegó a la conclusión de que decían la verdad?
– No podía haber otra.
– ¿Qué le contaron sobre su relación con el chico muerto? ¿Cuál era su historia con él?
– Sencilla. Kerne y Parsons tuvieron unas palabras esa noche, una pequeña pelea por algo que pasó durante la fiesta. Kerne se marchó y sus amigos también. Y, según lo que contaron todos, ninguno volvió más tarde para acabar con el chico de los Parsons. Debió de bajar solo a la playa, dijeron. Fin de la historia.
– Tengo entendido que murió en una cueva.
– Entró de noche, la marea subió, quedó atrapado y no pudo salir. Las pruebas toxicológicas demostraron que había bebido hasta perder el conocimiento y encima había tomado drogas. Lo que pensamos al principio era que se había encontrado con una chica en la cueva para echar un polvo y que se había desmayado antes o después.
– ¿Lo que pensaron al principio?
– Verá, el cadáver quedó muy destrozado, después de estar seis horas rebotando contra la cueva mientras la marea entraba y salía, pero el forense encontró marcas que no concordaban con eso y resultaban estar alrededor de las muñecas y los tobillos.
– Entonces lo ataron. Pero ¿no había más pruebas?
– Heces en los oídos, ¿no es un poco extraño? Pero nada más. Y no había ningún testigo de nada. De principio a fin, fue un caso que se basó en lo que decía uno, lo que decía la otra, lo que decían los de más allá. Dedos que señalaban, rumores y ya está. Sin pruebas sólidas, sin ningún testigo de nada, sin una sola prueba circunstancial siquiera… Lo único que podíamos esperar era que alguien se desmoronara y tal vez hubiera pasado si Parsons no hubiera sido Parsons.
– ¿Qué significa eso?
– Era un capullo, me entristece decirlo. La familia tenía diñero, así que el chico se creía mejor que los demás y le gustaba demostrarlo. No era muy popular entre los jóvenes del pueblo comportándose así, ya me entiende.
– ¿Aun así fueron a su fiesta?
– Alcohol gratis, drogas gratis, sin padres, la ocasión de besuquearse con la chica que les gustaba. No hay mucho que hacer en Pengelly Cove en la mejor de las épocas. No iban a rechazar una oportunidad para divertirse.
– ¿Qué pasó con ellos, entonces?
– ¿Con los otros chicos? ¿Los amigos de Kerne? Siguen en Pengelly Cove, que yo sepa.
– ¿Y la familia Parsons?
– No volvió nunca al pueblo. Eran de Exeter, regresaron allí y allí se quedaron. El padre tenía un negocio de gestión inmobiliaria. Se llamaba Parsons y… otro nombre, no me acuerdo. Durante un tiempo, él volvió a Pengelly de manera regular, los fines de semana y en vacaciones, para intentar poner punto final al caso, algo que nunca ocurrió. También contrató a más de un detective para que juntara los cabos sueltos. Se gastó una fortuna en todo el tema. Pero si Benesek Kerne y esos chicos estaban detrás de lo que le pasó a Jamie Parsons, habían aprendido de la primera investigación sobre su muerte: si no hay pruebas sólidas ni ningún testigo de nada, mantén la boca cerrada y serás intocable.
– Tengo entendido que construyó una especie de monumento al chico -señaló Lynley.
– ¿Quién? ¿Parsons? -Cuando Lynley asintió, explicó-: Bueno, la familia tenía la pasta para hacerlo y si les proporcionaba algo de paz, toda la idea adquiría más fuerza.
Wilkie había estado limpiando los bancos y ahora se irguió y estiró la espalda. Lynley hizo lo mismo. Por un momento, se quedaron ahí en silencio en el centro de la iglesia, examinando la vidriera de colores encima del altar. Cuando el anciano volvió a hablar, parecía pensativo, como si hubiera meditado bastante sobre el tema a lo largo de los años transcurridos.
– No me gustaba dejar cosas pendientes. Tenía la sensación de que el padre del chico muerto no sería capaz de encontrar un momento de paz si no responsabilizábamos a alguien de lo que había sucedido. Pero creo que… -Hizo una pausa y se rascó la nuca. Su expresión decía que su cuerpo estaba presente, pero que su mente había viajado a otro tiempo y a otro lugar-. Creo que esos chicos, si estuvieron implicados, no tenían intención de que Parsons muriera. No eran de ésos. Ninguno de ellos.
– Si no querían que muriera, ¿qué querían?
Se frotó la cara. El sonido de la piel áspera sobre los pelos ásperos de su barba impregnó el aire.
– Darle una lección. Asustarle un poco. Como he dicho antes, por lo que averigüé, el chico era un engreído y no le importaba dejar claro lo que hacía y lo que tenía que ellos no.
– Pero atarle, dejarle ahí…
– Habían bebido todos. Y tomado drogas también. Hicieron que bajara a la cueva, tal vez le dijeran que tenían más drogas para vender, y se abalanzaron sobre él. Lo ataron por las muñecas y los tobillos y le disciplinaron. Una charla. Unos golpes. Le echaron un poco de caca por encima. Luego lo desataron y lo dejaron allí y creyeron que se iría a casa. Pero no contaron con lo borracho y drogado que iba y el chaval se quedó inconsciente… Fin de la historia. Verá, el tema es, como le he dicho, que ninguno de esos chicos era mala gente. Ninguno de ellos se había metido nunca en ningún lío. Y se lo conté a los padres. Pero no era lo que querían escuchar.
– ¿Quién encontró el cadáver?
– Eso fue lo peor -dijo Wilkie-. Parsons llamó a la policía a la mañana siguiente de la fiesta para decir que el chico había desaparecido. La policía dijo lo de siempre: que seguramente se había ligado a alguna chica del pueblo y que estaría durmiendo en su cama o escondido debajo. Que volviera a llamar si no aparecía al cabo de un día o dos, porque de lo contrario no podían hacer nada. Mientras tanto, una de sus hijas, una de las hermanas del chico, le contó la discusión que Jamie había tenido con Kerne y Parsons creyó que ahí había más de lo que parecía, por lo que salió a buscar al chico. Fue él quien lo encontró. -Wilkie sacudió la cabeza con incredulidad-. No puedo imaginarme cómo sería eso, pero supongo que podría volver loco a cualquier hombre. Su hijo preferido, su único hijo varón. Nadie respondió nunca por lo que pasó, y el único nombre asociado con las horas anteriores a su muerte era el de Benesek Kerne. Puede entenderse que se obsesionara con él.
– ¿Sabe que el hijo de Benesek Kerne también ha muerto? -preguntó Lynley-. Se cayó de uno de los acantilados. Alguien había manipulado su equipo de escalada. Es un asesinato.
Wilkie negó con la cabeza.
– No lo sabía -dijo-. Diablos, qué desgracia. ¿Cuántos años tenía?
– Dieciocho.
– Como Parsons. Qué pena más grande, maldita sea.
Daidre estaba inquieta. Lo que quería era la paz que disfrutaba hacía una semana, cuando lo único que la vida le pedía era que cuidara de sí misma y cumpliera con las obligaciones de su carrera. Tal vez acabara sola por ello, pero lo prefería. Su pequeña existencia era más segura de esta manera y la seguridad era fundamental. Hacía años que lo era.
Ahora, sin embargo, el vehículo lento que había sido su vida estaba sufriendo graves problemas de motor. Qué hacer con ellos era el tema que perturbaba su serenidad.
Así que después de regresar a Polcare Cove, dejó el coche en la cabaña y bajó el resto de la distancia a pie hasta el mar. Allí, cogió el sendero e inició la ascensión rocosa.
Hacía viento en el camino y aún más en la cima del acantilado. Su pelo se agitaba alrededor de su cara y las puntas se le metían en los ojos y le dolía. Cuando salía a los acantilados, normalmente se quitaba las lentillas y se ponía las gafas. Pero al marcharse aquella mañana no las había cogido, por una simple cuestión de vanidad. Tendría que haber pasado por casa a recogerlas, pero después de la excursión de aquel día le pareció que sólo subir enérgicamente al acantilado podía mantenerla anclada en el tiempo presente.
Algunas situaciones requerían la intervención de alguien, pensó, pero sin duda ésta no era una de ellas. No quería hacer lo que le pedían, pero sabía muy bien que aquí la cuestión no era querer.
Poco después de llegar a la cima del acantilado, oyó el sonido de un motor ruidoso. Estaba sentada en un afloramiento de piedra caliza, contemplando las gaviotas tridáctidas y siguiendo los arcos majestuosos que describían las aves en el aire mientras buscaban refugio en los nichos del acantilado. Pero se levantó, regresó al sendero y vio que una moto bajaba por el camino, llegaba a su cabaña y giraba en la entrada de guijarros de su casa, donde se detuvo. El conductor se quitó el casco y se acercó a la puerta.
Daidre pensó en un cartero o un mensajero cuando lo vio: alguien que le traía un paquete, ¿tal vez un mensaje de Bristol? Pero no estaba esperando nada y por lo que pudo ver, el motorista tampoco llevaba nada. Vio que rodeaba la cabaña para buscar otra puerta o mirar por una ventana. O peor, pensó.
Daidre se dirigió al sendero y empezó a bajar. No tenía sentido gritar porque no podría oírla desde tan lejos. En realidad, no tenía demasiado sentido apresurarse. La cabaña estaba a cierta distancia del mar y ella se encontraba a cierta distancia del camino. Seguramente cuando llegara, el motorista ya se habría ido.
Pero la idea de que alguien pudiera estar entrando en su casa hizo que apretara el paso. Mientras caminaba mantenía la mirada entre sus pies y la cabaña y el hecho de que la moto siguiera en su lugar en la entrada hizo que se diera prisa y aumentara su curiosidad.
Llegó sin resuello y cruzó corriendo la verja. Sin embargo, en lugar de un ladrón con medio cuerpo dentro de la casa y medio fuera encontró a una chica vestida con ropa de cuero y repantingada en el escalón. Tenía la espalda contra la puerta azul intenso y las piernas estiradas. Llevaba un aro de plata horrible en el tabique y una gargantilla de color turquesa tatuada alrededor del cuello.
Daidre la reconoció: Cilla Cormack, la pesadilla de la vida de su propia madre. Su abuela vivía al lado de la familia de Daidre en Falmouth. ¿Qué diablos hacía aquí?, pensó.
Cilla alzó la mirada cuando Daidre se acercó. El sol pálido brillaba en el aro de su nariz y le daba el aspecto poco atractivo de esas anillas que se ponen a las vacas para instarlas a colaborar cuando se les ata una correa.
– Eh -dijo la chica, y saludó a Daidre con la cabeza. Se levantó y dio unos golpes con los pies en el suelo como si necesitara activar la circulación.
– Vaya sorpresa -dijo Daidre-. ¿Cómo estás, Cilla? ¿Cómo está tu madre?
– Zorra -respondió, y Daidre supuso que se refería a su madre. Las disputas de la chica con la mujer eran una especie de leyenda en el barrio-. ¿Puedo ir al baño o algo?
– Claro. -Daidre abrió la puerta y la condujo adentro. Cilla cruzó con torpeza el recibidor y fue al salón-. Por aquí -dijo, y esperó a ver qué pasaba a continuación porque Cilla no habría venido desde Falmouth sólo para ir al lavabo.
Unos minutos después -durante los cuales el agua corrió con entusiasmo y Daidre empezó a preguntarse si la chica había decidido darse un baño-, Cilla regresó. Tenía el pelo mojado y peinado hacia atrás y olía como si se hubiera puesto su perfume.
– Mejor -dijo-. Estaba súper incómoda. Las carreteras están mal en esta época del año.
– Ah -dijo Daidre-. ¿Quieres… tomar algo? ¿Té? ¿Café?
– Un cigarrillo.
– No fumo, lo siento.
– Me lo imaginaba. -Cilla miró a su alrededor y asintió-. Esto es muy bonito. Pero no vives aquí siempre, ¿no?
– No. Cilla, ¿hay algo…?
Daidre sintió que sus modales la coartaban. No se preguntaba a una visita a qué diablos había venido. Por otro lado, era imposible que la chica sólo pasara por ahí. Sonrió e intentó animarla a hablar. Cilla no tenía muchas luces, pero consiguió captar el mensaje.
– Mi abuela me ha pedido que viniera -explicó-. Dice que no tienes móvil.
Daidre se alarmó.
– ¿Ha pasado algo? ¿Qué sucede? ¿Alguien está enfermo?
– La abuela dice que se pasó alguien de Scotland Yard, y que lo mejor era que lo supieras enseguida, porque preguntaron por ti. Dice que primero pasaron por tu casa, pero que cuando no encontraron a nadie empezaron a llamar arriba y abajo a las puertas de toda la calle. Te telefoneó a Bristol para decírtelo. No estabas, así que imaginó que estarías aquí y me pidió que viniera a contártelo. ¿Por qué no tienes móvil, eh? ¿O un teléfono aquí? Tendría sentido, podría haber una emergencia. El camino para llegar aquí desde Falmouth es malísimo. Y la gasolina… ¿Sabes lo que cuesta la gasolina hoy en día?
La chica parecía ofendida. Daidre fue al aparador del comedor, cogió veinte libras y se las dio.
– Gracias por venir -le dijo-. No habrá sido fácil llegar hasta aquí.
Cilla transigió.
– Bueno, me lo ha pedido la abuela. Y es buena gente. Siempre deja que me quede en su casa cuando mamá me echa, que es una vez a la semana. Así que como me lo ha pedido y me ha dicho que era importante… -Se encogió de hombros-. Da igual, aquí estoy. Ha dicho que debías saberlo. También ha dicho… -Entonces Cilla frunció el ceño, como si intentara recordar el resto del mensaje. A Daidre le sorprendió que la abuela de la chica no lo hubiera apuntado. Pero seguramente la anciana pensó que Cilla perdería la nota, mientras que un mensaje breve de una o dos frases no supondría ningún reto para la capacidad retentiva de la chica-. Ah, sí. También ha dicho que no te preocuparas porque no contó nada. -Cilla se tocó el aro de la nariz como para cerciorarse de que todavía seguía en su sitio-. ¿Por qué está Scotland Yard husmeando en tu vida? -preguntó. Y añadió sonriendo-: ¿Qué has hecho? ¿Tienes cadáveres enterrados en el jardín o algo así?
Daidre sonrió levemente.
– Seis o siete -dijo.
– Ya lo pensaba. -Cilla ladeó la cabeza-. Te has quedado blanca. Mejor será que te sientes. Pon la cabeza… -Pareció que perdía el hilo de lo que pasaba por su mente-. ¿Quieres un vaso de agua, eh?
– No, no. Estoy bien. No he comido demasiado… ¿Estás segura de que no quieres nada?
– Tengo que volver -dijo-. Esta noche tengo una cita. Mi novio me saca a bailar.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Estamos tomando clases. Qué tontería, ¿no?, pero así hacemos algo. Estamos en ese punto en que la chica da vueltas y tiene que poner la espalda muy rígida y llevar la cabeza bien alta; ese tipo de cosas. Tengo que llevar tacones y no me gusta demasiado, pero la profesora dice que estamos mejorando bastante. Quiere que vayamos a una competición. Bruce, mi novio, está como loco con eso y dice que tenemos que practicar todos los días, así que por eso vamos a bailar esta noche. Casi siempre practicamos en el salón de mi madre, pero él dice que estamos preparados para bailar en público.
– Qué bonito -dijo Daidre. Esperó a que siguiera. Esperaba que lo que siguiera fuera la salida de Cilla de su casa, para que Daidre pudiera asimilar el mensaje que le había traído la chica. Scotland Yard en Falmouth haciendo preguntas. Notó que la ansiedad le subía por los brazos.
– Bueno, tengo que irme -dijo Cilla, como si le leyera el pensamiento-. Mira, será mejor que te plantees ponerte teléfono, ¿vale? Podrías meterlo en un armario o algo y conectarlo cuando quisieras. Algo así.
– Sí. Lo haré, sí -le dijo Daidre-. Muchas gracias por venir hasta aquí, Cilla.
Entonces la chica se marchó y Daidre se quedó en el escalón de entrada, observándola mientras accionaba como una experta el pedal de arranque -esta motorista no necesitaba usar el contacto eléctrico- y giraba el vehículo en la entrada. Al cabo de un momento, despidiéndose con la mano, la chica se fue. Subió deprisa el camino estrecho, desapareció tras una curva y dejó a Daidre enfrentándose con las repercusiones de su visita.
«Scotland Yard -pensó-. Preguntas.» Sólo podía haber una razón -y una persona- detrás de aquello.