171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

Capítulo 21

A pesar de la advertencia de Jago, Cadan no pudo controlarse. Era una completa locura y lo sabía muy bien, pero se recreó en ella de todos modos: el suave tacto de sus muslos rodeándole con fuerza; el sonido de sus gemidos y luego el «sí» extasiado e intenso de su respuesta y con el telón de fondo de las olas rompiendo en la orilla cercana; la mezcla de aromas del mar, de sus fragancias femeninas y de la madera putrefacta de la minúscula caseta de la playa. Su sal eterna allí donde lamía mientras ella gritaba «sí, sí» y le metía los dedos en el pelo; la luz tenue de las grietas alrededor de la puerta proyectando un resplandor casi etéreo en su piel, que era resbaladiza pero ágil y firme y, Dios mío, tan hambrienta y tan dispuesta…

Podría haber sido así, pensó Cadan, y a pesar de que se estaba haciendo tarde no se encontraba tan lejos de colocar a Pooh en el salón, sacar la bicicleta del garaje y pedalear frenéticamente hasta Adventures Unlimited para aceptar la oferta de Dellen Kerne para verse en las casetas de la playa. Había visto suficientes películas en el cine para saber que el tema mujer adulta-chico joven nunca era perfecto -menos aún estable-, lo cual era una ventaja para él. La idea en sí de hacérselo con Dellen Kerne estaba tan bien en la mente de Cadan que había traspasado la frontera de lo correcto y había entrado en un terreno absolutamente distinto: el de lo sublime, lo místico, lo metafísico. El único problema era, por desgracia, la propia Dellen.

Estaba chiflada, de eso no cabía la menor duda. Pese al deseo de apretar sus labios en varias partes del cuerpo de la mujer, Cadan reconocía a una achotada cuando la veía, suponiendo que «achotada» fuera realmente una palabra, algo que dudaba seriamente. Pero si no era una palabra, tenía que serlo, y ella estaba cien por cien achotada. Era una achotada que andaba, hablaba, respiraba, comía y dormía. Cadan Angarrack, aparte de un chaval que iba lo bastante caliente como para follarse a un rebaño de ovejas, era lo suficientemente inteligente como para rehuir a una achotada.

No había ido a trabajar, pero no se había visto capaz de enfrentarse a ninguna pregunta de su padre sobre por qué andaba por casa. Así que para impedir que Lew se adentrara en ese terreno, Cadan se levantó como siempre, se vistió como siempre -incluso se puso los vaqueros salpicados de pintura, lo que consideró un detalle muy bonito- y se sentó como siempre a desayunar a la mesa, donde Madlyn comía medio pomelo espléndido y Lew volcaba una buena fritanga de la sartén en su plato.

Al ver a Cadan, Lew señaló la comida de un modo sorprendentemente afable. Cadan lo interpretó como una ofrenda de paz y un reconocimiento a sus esfuerzos por rehabilitarse a través de un empleo remunerado, así que aceptó el desayuno con un «fantástico, papá, gracias», empezó a comer y le preguntó a su hermana cómo lo llevaba.

Madlyn le lanzó una mirada torva que recomendaba un cambio de conversación, así que Cadan examinó a su padre un momento y se percató de que Lew desprendía una tranquilidad de movimientos que en el pasado había significado una liberación sexual reciente. Decidió que era improbable que su padre se hubiera hecho una paja mientras se duchaba aquella mañana.

– ¿Has vuelto con Ione, papá? -le preguntó en un tono de hombre a hombre cuyas implicaciones no podían malinterpretarse.

Y Lew no lo malinterpretó, sin duda. Cadan lo vio. Porque la piel morena de su padre se oscureció un poquito antes de que regresara a los fogones para preparar una segunda fritanga. Y lo hizo en silencio.

Un hurra por las conversaciones cordiales en familia. Pero no se preocupó. Como no iba a producirse ningún sonido más entre ellos más allá de los propios de masticar y tragar, el tema del trabajo de Cadan no surgió. Por otro lado, el chico se moría por preguntar qué problema suponía intercambiar unas palabras subidas de tono sobre el hecho de que Lew hubiera conseguido aplacar el resentimiento de Ione el tiempo suficiente como para sujetarla valientemente a la cama. De acuerdo, Madlyn estaba presente y tal vez hubiera que mostrar cierta deferencia con su feminidad -por no mencionar con todo lo malo que le había pasado últimamente- y no sacar los aspectos más ordinarios de las relaciones entre hombres y mujeres. Por otro lado, un guiño entre varones no habría estado de más y, en otros tiempos mejores, a Lew no le había importado permitir que su hijo supiera algunos detallitos de sus conquistas triunfales.

Así que Cadan se preguntó qué estaba pasando.

¿Estaba Lew con otra mujer? Era propio de él, sin duda. Por la vida del pequeño clan de los Angarrack habían pasado varias mujeres, que por lo general acababan llorando, despotricando o intentando ser razonables con una conversación en la mesa de la cocina o en la puerta de casa o en el jardín o donde fuera, porque Lew Angarrack no quería comprometerse con ellas. Pero cuando otra mujer hacía su aparición en escena, normalmente Lew la traía a casa para que conociera a los niños antes de acostarse con ella porque así se llevaba la impresión de que realmente existía una posibilidad entre ellos… un futuro. Por lo tanto, ¿qué significaba que Lew estuviera en la cocina tan feliz y como si hubiera dado un buen repaso a una mujer cuando no había traído a nadie de visita? Los chicos eran mayores, cierto, pero en aquella casa había cosas grabadas a fuego y desde siempre una de ellas había sido el comportamiento de Lew.

Esto provocó que pensara en Dellen Kerne. No era que la hubiera apartado de su mente en ningún momento, pero le pareció que el secretismo de Lew significaba que había motivos para el mismo y que hubiera motivos implicaba algo ilícito, lo cual sin duda conducía al adulterio. Una mujer casada. Dios santo, concluyó. Su padre se había tirado a Dellen primero. No sabía cómo, pero imaginaba que había ocurrido. Sintió una punzada de auténticos celos.

Tuvo mucho tiempo durante el día para meditar acerca de lo que aún podría sacar de un encuentro con Dellen. Tenía la sensación de que la mujer no consideraría un problema echar un polvo con el padre y con el hijo, pero la verdad era que no quería empeorar todavía más las cosas con su padre, así que acabó intentando concentrarse en otros asuntos.

El problema estribaba en que Cadan era una persona de acción, no de reflexión. Meditar le producía ansiedad y la cura tomaba dos direcciones. Una de ellas era actuar y la otra, beber. Sabía cuál de las dos debía elegir, teniendo en cuenta su historial, pero sabía muy bien que quería escoger la otra y, a medida que transcurrían las horas, el deseo aumentó. Cuando el deseo le presionó hasta tal punto que el pensamiento racional se volvió imposible, dio a Pooh un plato de fruta para mantenerle ocupado -entre otros comestibles, el loro sentía especial debilidad por las naranjas españolas- y cogió su bicicleta. Binner Down House era su destino.

El propósito de Cadan era buscar a alguien con quien tomar unas copas. Beber solo más de una vez a la semana sugería que podía tenerse un problemilla con las sustancias de la variedad líquida que alteraban el humor y no quería ser etiquetado como nada más que un bon vivant. Así que decidió que Will Mendick sería un buen compañero para unos tragos.

Como Will no había hecho progresos con Madlyn, era lógico pensar que querría agarrarse un pedo. Cuando estuvieran como una cuba, podían dormir la mona en Binner Down House sin que nadie se enterara. Parecía una idea estupenda.

Will vivía en Binner Down House con nueve surfistas, chicos y chicas. Él era la excepción. No cogía olas porque no le gustaban los tiburones y tampoco le tenía mucho cariño a los peces araña. Cadan lo encontró en el lado sur de la finca, que era un lugar antiguo con las condiciones típicas de una propiedad cercana al mar y de la que nadie se ocupa como es debido. Así que el terreno que la rodeaba estaba lleno de aulagas, helechos y algas marinas. Un ciprés retorcido que se alzaba en lo que se suponía que era un jardín necesitaba una buena poda y las malas hierbas habían invadido un césped que había librado desde hacía tiempo una dura batalla contra ellas. El propio edificio necesitaba imperiosamente una reforma, sobre todo en las tejas y los marcos de madera de puertas y ventanas. Pero sus inquilinos tenían preocupaciones más importantes que el mantenimiento de la propiedad y una evidencia de ello era el cobertizo destrozado donde guardaban sus tablas de surf en fila como puntos de libros de colores. Igual que sus trajes de neopreno, que por lo general colgaban a secar en las ramas más bajas del ciprés.

El lado sur de la casa daba a Binner Down, de cuyos alrededores llegaban los mugidos de las vacas. En la pared del edificio habían construido una especie de invernadero triangular. Su tejado de cristal bajaba hacia la casa, con un lado que también era de cristal y el otro que abarcaba el granito del viejo edificio, pero que estaba pintado de blanco para reflejar el sol. Era una viña, según había sabido Cadan, por lo que su propósito era cultivar vides.

Cadan encontró a Will dentro. Estaba agachado para adaptarse al cristal inclinado del techo, trabajando en la base de una parra joven. Cuando Cadan entró, Will se irguió.

– Joder, tío, ya era hora -dijo antes de ver quien cruzaba la puerta-. Lo siento. Creía que eras uno de ellos.

Cadan sabía que se refería a uno de sus compañeros de casa surfistas.

– ¿Siguen sin ayudarte con esto?

– Qué va, joder. Para eso tendrían que levantar el culo.

Will había estado utilizando una horca para remover la tierra -una opción que Cadan no consideró la mejor, teniendo en cuenta el tamaño de las plantas, pero no dijo nada- y Will tiró la herramienta a un lado. Cogió una taza de algo que había encima de la repisa y se bebió el resto del contenido. En el invernadero hacía calor, como debía ser a pesar de la hora, y estaba sudando, por lo que tenía el pelo ralo pegado al cráneo. Cuando cumpliera los treinta ya estaría calvo, decidió Cadan, que dio gracias por sus rizos abundantes.

– Te debo una -le dijo Cadan a Will a modo de introducción-. He venido a decírtelo.

Will parecía confuso. Cogió la horca y se puso a cavar de nuevo.

– ¿Qué es lo que me debes, exactamente?

– Una disculpa. Por lo que te dije.

Will volvió a erguirse y se pasó el brazo por la frente. Llevaba una camisa de franela, con algunos botones desabrochados, y debajo, su camiseta negra habitual.

– ¿Qué me dijiste?

– Eso sobre Madlyn. El otro día, ya sabes. Cuando pasaste por casa. -Cadan pensaba que cuanto menos dijeran sobre Madlyn mejor, pero quería cerciorarse de que Will sabía de qué estaba hablando-. Tío, ¿qué coño sé yo sobre quién tiene una oportunidad con mi hermana y quién no?

– Bueno, supongo que lo sabes muy bien. Eres su hermano.

– Pues parece que no -le dijo Cadan-. Resulta que esta mañana ha hablado de ti mientras desayunábamos. Lo he oído y me he dado cuenta… Oye, tío, me equivoqué del todo y quiero que lo sepas.

Estaba mintiendo, por supuesto, pero imaginaba que se le podía perdonar. Había un bien común: en realidad, no sabía lo que pensaba su hermana sobre las aventuras amorosas -aparte de lo que había sentido en su momento por Santo Kerne, y tampoco estaba muy seguro de eso-, y ahora mismo necesitaba a Will Mendick. Así que si hacía falta una mentirijilla para que Will abriera una botella con él, sin duda se le podía perdonar.

– Lo que digo es que no deberías descartarla. Lleva un tiempo mal y creo que te necesita, aunque todavía no lo sepa.

Will fue al fondo del invernadero, donde guardaba el material, y bajó una caja de abono de un estante. Cadan lo siguió.

– Así que he pensado que podríamos empinar el codo… -Cadan se encogió por dentro por haber utilizado aquella expresión extraña; parecía un personaje de otra época- y olvidarlo todo. ¿Qué me dices?

– No puedo -contestó Will-. Ahora no puedo marcharme.

– Has tenido suerte. No hablaba de marcharnos -le dijo Cadan con toda sinceridad-. Pensaba que podríamos chuzarnos aquí.

Will dijo que no con la cabeza. Regresó con sus parras y su horca. Cadan tenía la clara impresión de que algo carcomía la serenidad de su amigo.

– No puedo, lo siento. -Will reanudó su trabajo y aclaró la situación añadiendo lacónicamente-: La poli vino al súper, Cade. Me acribillaron a preguntas.

– ¿Sobre qué?

– ¿Sobre qué coño crees?

– ¿Santo Kerne?

– Sí, Santo Kerne. ¿Acaso hay otro tema?

– ¿Por qué vinieron a hablar contigo, por el amor de Dios?

– Yo qué coño sé. Están hablando con todo el mundo. ¿Cómo te has escapado tú? -Will volvió a cavar con furia.

Cadan no dijo nada. De repente, se sintió inquieto. Miró a Will de manera especulativa. El hecho de que la policía hubiera ido a buscarle sugería cosas que no quería ni empezarse a plantear.

– Bueno -dijo en un tono expansivo que siempre indica el fin de la conversación.

– Sí -dijo Will en tono grave-. Bueno.

Cadan se despidió poco después y, por lo tanto, se encontró de nuevo sin nada que hacer. Will y los problemas de Will aparte, el destino parecía decirle que debía actuar. Y actuar significaba hacer la única cosa -aparte de beber- que no había logrado quitarse de la cabeza.

Dios santo, su cabeza parecía obsesionada con ella. Podría ser perfectamente una infección mortal que le consumía el cerebro. Cadan sabía que su alternativa era fácil: o se libraba de ella o se la tiraba. Sin embargo, tirársela no era muy distinto a cometer un suicidio ritual y al menos lo sabía, así que pedaleó de Binner Down House al único lugar que quedaba en su limitada lista de lugares donde poder salvarse de sí mismo: el aeródromo militar. No se le ocurrió ninguna otra opción. Mentiría a su padre sobre el trabajo, si hacía falta. Sólo necesitaba estar en algún sitio que no fuera solo en casa o en Adventures Unlimited cerca de aquella mujer.

Quiso la suerte que el coche de su padre no estuviera allí. Pero sí el de Jago, lo que le pareció una bendición. Si había alguien que pudiera hacerle de confidente, ése era Jago Reeth.

Por desgracia, alguien más había tenido la misma idea. Cadan entró y se encontró a las dos hijas de Ione Soutar en la recepción. La puerta que daba a los talleres estaba cerrada. Jennie estaba atendiendo escrupulosamente su tarea en la mesita plegable que su padre utilizaba de escritorio mientras que la temible Leigh se presionaba con un dedo un lado de la nariz. Delante de ella, en el mostrador, había un tubo de Super Glue junto con un espejo de mano en el que estaba mirándose.

– ¿Mamá está dentro, Cadan? -le dijo Leigh con esa inflexión interrogadora suya perpetua y exasperante que siempre sugería que estaba hablando con un tonto-. Ha dicho que es personal, así que no puedes entrar.

– Supongo que está hablando con Jago sobre tu padre -añadió Jennie con sinceridad. Se chupaba el labio inferior mientras borraba marcas de lápiz que había hecho en el papel-. Dice que han terminado, pero no deja de llorar por las noches en el baño cuando cree que no la oímos, por lo que creo que no está tan terminado como ella querría.

– ¿Tiene que darle calabazas para siempre? -dijo Leigh-. No te ofendas, Cadan, pero tu padre es un capullo. Las mujeres tienen que defenderse solas y tienen que mantenerse firmes y sobre todo tienen que darle la patada a los hombres que no las tratan como merecen ser tratadas. Porque, a ver, ¿qué clase de ejemplo nos está dando?

– ¿Qué diablos te estás haciendo en la cara? -preguntó Cadan.

– Mamá no deja que se haga un piercing en la nariz, así que se está pegando una piedra -informó Jennie a Cadan con ese tono simpático tan característico suyo-. ¿Sabes hacer divisiones largas, Cade?

– Dios mío, no se lo pidas a él -le dijo Leigh a su hermana-. Ni siquiera aprobó la secundaria, ya lo sabes, Jennie.

Cadan no le hizo caso.

– ¿Quieres una calculadora? -le preguntó a Jennie.

– ¿Se supone que tiene que enseñar los deberes? -le dijo Leigh. Se examinó la tachuela en la nariz y dijo mirándose al espejo-: No soy estúpida. No voy a destrozarme la cara. No voy a hacer eso. -Puso los ojos en blanco-. ¿Qué te parece, Jennie?

– Creo que ahora sí vais a pelearos de verdad -dijo Jennie sin mirarla.

Cadan no podía discrepar. Parecía como si Leigh tuviera una mancha grande de sangre en un lado de la nariz. Tendría que haber elegido una piedra de otro color.

– Mamá le obligará a que se lo quite -siguió Jennie-. Y cuando lo haga, le dolerá, porque el Super Glue pega muy bien. Te arrepentirás, Leigh.

– ¡Calla! -dijo Leigh.

– Sólo digo…

– Calla. Cierra el pico. Muérdete la lengua. Métete un calcetín en la boca.

– No puedes hablarme…

La puerta interior se abrió y apareció Ione. Había estado llorando muchísimo, por lo que transmitía su aspecto. Maldita sea, debía de querer mucho a su padre, pensó Cadan.

Quería decirle que lo dejara marchar y que siguiera adelante con su vida. Lew Angarrack no estaba disponible y seguramente no lo estaría nunca. La Saltadora le había abandonado -su amor de infancia único, verdadero, eterno- y él no lo había superado. Ninguno de ellos lo había superado: ésa era su maldición.

Pero ¿cómo explicárselo a una mujer que sí había logrado pasar página cuando su matrimonio había terminado? Era imposible.

Sin embargo, parecía que Jago había hecho un esfuerzo heroico en esa dirección. Estaba detrás de Ione con un pañuelo en la mano. Estaba doblándolo y guardándoselo en el bolsillo de su mono.

Leigh miró a su madre y puso los ojos en blanco.

– Supongo que esto quiere decir que ya no vamos a hacer surf nunca más -dijo.

– De todas formas a mí no me gustaba -añadió Jennie lealmente mientras recogía los libros de texto.

– Vamos, niñas -dijo Ione, y recorrió el taller con la mirada-. No hay nada más que decir. Las cosas aquí están bastante acabadas.

A Cadan lo obvió por completo, como si fuera portador de la enfermedad de la familia. Él se apartó cuando condujo a sus retoños fuera de la tienda y la mujer emprendió el camino hacia su propia tienda en el aeródromo mientras la puerta se cerraba tras ellas.

– Pobre chica -fue el comentario de Jago al respecto.

– ¿Qué le has dicho?

Jago regresó al cuarto de estratificación.

– La verdad.

– ¿Cuál es?

– Que nadie puede evitar que la cabra tire al monte.

– ¿Ni la cabra?

Jago estaba retirando con cuidado la cinta azul del canto de una tabla corta con cola puntiaguda. Cadan vio que hoy tenía muchos temblores.

– ¿Eh? -dijo Jago.

– ¿La propia cabra no puede evitarlo?

– Apuesto a que podrás reflexionar sobre eso, Cade.

– La gente sí cambia.

– No. No cambia. -Aplicó el papel de lija en la junta de resina. Las gafas se le deslizaron por la nariz y se las subió-. Sus reacciones, tal vez. Lo que muestran al mundo, ya me entiendes. Esa parte cambia si quieren cambiarla. Pero ¿por dentro? Todo sigue igual. No podemos cambiar quienes somos, sólo cómo actuamos. -Jago alzó la vista. Un mechón largo de pelo lacio gris se había soltado de su coleta perenne y cayó sobre su mejilla-. ¿Qué haces aquí, Cade?

– ¿Yo?

– A menos que te hayas cambiado de nombre, chico. ¿No tendrías que estar trabajando?

Cadan prefería no responder a esa pregunta directamente, así que se paseó por el taller mientras Jago continuaba lijando los cantos de la tabla. Abrió el cuarto de perfilado -escenario de su anterior intento de trabajar en LiquidEarth- y miró dentro.

El problema, decidió, había sido que le colocaran a perfilar tablas. No tenía paciencia. Se requería una mano firme, exigía el uso de un catálogo interminable de herramientas y plantillas y demandaba que se consideraran tantas variables que tenerlas todas presentes era un imposible: la curva de la plancha, concavidad única frente a doble, los contornos de los cantos, la posición de las quillas. El largo de la tabla, la forma de la cola, el grosor del canto. Un milímetro y medio suponía una gran diferencia; «maldita sea, Cadan, ¿es que no ves que esos canales son demasiado profundos? No puedo tenerte aquí fastidiándolo todo».

De acuerdo. Era un desastre perfilando. Y la estratificación era tan aburrida que quería echarse a llorar. Le crispaba los nervios toda aquella delicadeza. Desenrollar la cantidad justa de fibra de vidrio para no considerarlo un desperdicio, aplicar cuidadosamente la resina para fijar la fibra de vidrio al poliestireno de debajo de manera que no se hicieran burbujas de aire. Lijar, luego estratificar otra vez, luego volver a lijar…

No podía hacerlo. No estaba hecho para aquello. Había que nacer estratificador como Jago y punto.

Había querido trabajar en el cuarto de diseño desde el primer día, aplicar la pintura a la tabla con su propio dibujo. Pero no se lo habían permitido. Su padre le dijo que debía ganarse ese puesto aprendiendo primero el resto del negocio, pero en realidad, Lew no le había exigido lo mismo a Santo Kerne, ¿no?

«Tú heredarás el negocio, Santo no. Así que tienes que aprender cómo funciona de principio a fin -fue la excusa de su padre-. Necesito un artista y lo necesito ahora. Santo sabe diseñar.»

«Sabe follarse a Madlyn, querrás decir», quiso contestarle Cadan. Pero en realidad, ¿qué sentido tenía? Madlyn quiso que Santo trabajara allí y Madlyn era la hija preferida.

¿Y ahora? ¿Quién lo sabía? Al final, los dos habían decepcionado a su padre, pero cabía la posibilidad de que Madlyn le hubiera decepcionado más.

– Estoy dispuesto a volver -le dijo Cadan a Jago-. ¿Qué te parece?

Jago se irguió y dejó el papel de lija en la tabla. Examinó a Cadan antes de hablar.

– ¿Qué sucede? -le preguntó.

Cadan rebuscó en su cerebro intentando encontrar una buena razón para su cambio de opinión, pero sólo podía decir la verdad si quería tener la oportunidad de congraciarse con su padre con la ayuda de Jago.

– Tenías razón. No puedo trabajar allí, Jago. Pero necesito tu ayuda.

Jago asintió.

– Te tiene bien cogido, ¿eh?

Cadan no quería dedicar ni un momento más al tema de Dellen Kerne, ni en su mente ni en ninguna conversación.

– No. Sí. Lo que sea -dijo-. Tengo que salir de allí. ¿Me ayudarás?

– Claro que sí -contestó amablemente el anciano-. Sólo dame tiempo para planificar un enfoque.

* * *

Después de hablar en Zennor con David Wilkie, Lynley fue a casa del ex policía, que no estaba demasiado lejos de la iglesia. Allí subió al ático con el anciano. Tras una hora hurgando en cajas de cartón, encontraron las notas de Wilkie sobre el caso sin resolver de Jamie Parsons. A su vez, en estas notas hallaron los nombres de los chicos que habían sido interrogados tan minuciosamente acerca de la muerte de Jamie. Wilkie no tenía ni idea de dónde residían ahora estos chicos, pero Lynley creía posible que al menos uno o dos vivieran todavía cerca de Pengelly Cove. Si tenía razón, estaban esperando a ser interrogados.

Ese mismo interrogatorio ocupó los pensamientos de Lynley mientras regresaba al pueblo de surfistas. Dedicó mucho tiempo a plantearse cómo quería llevar a cabo su siguiente movimiento.

Al final, resultó que sólo tres de los seis chicos seguían viviendo en Pengelly Cove, puesto que Ben Kerne residía en Casvelyn, uno había muerto prematuramente de un linfoma y otro había emigrado a Australia. No fue difícil encontrarles. Lynley los localizó comenzando por el pub, donde una conversación con el dueño le condujo enseguida a un taller de reparación de coches (Chris Outer), la escuela de primaria (Darren Fields) y una empresa de mantenimiento de motores marinos (Frankie Kliskey). En cada lugar de trabajo, hizo y dijo lo mismo. Mostró su placa, dio los detalles mínimos sobre la muerte que estaba investigándose en Casvelyn y preguntó a cada uno de los hombres si podía escaparse para hablar de Ben Kerne en otro lugar al cabo de una hora. La muerte de Santo, el hijo de Ben Kerne, pareció producir la magia necesaria, si podía llamarse «magia». Todos accedieron.

Lynley escogió el sendero de la costa para la conversación. No muy lejos del pueblo se erigía el monumento a Jamie Parsons del que le había hablado Eddie Kerne. En lo alto del acantilado, consistía en un banco de piedra de respaldo alto que formaba una curva alrededor de una mesa de piedra redonda. En el centro de la mesa estaba grabado el nombre de Jamie junto con las fechas de su nacimiento y su muerte. En cuanto llegó, Lynley recordó haber visto el monumento durante su larga caminata por la costa. Se había sentado en el refugio que proporcionaba el banco del viento y había mirado no el mar, sino el nombre del chico y las fechas que señalaban la brevedad de su vida. Esto había ocupado su mente. Junto con ella, por supuesto. Junto con Helen.

En cuanto se sentó en el banco a esperar, se percató de que, aparte de unos minutos después de despertarse, hoy no había pensado en Helen y aquel hecho provocó que su muerte cayera como una losa sobre él. Descubrió que no quería no pensar en ella cada día y cada hora, al mismo tiempo que entendía que existir en el presente significaba que Helen tendría que alejarse más y más en su pasado a medida que pasara el tiempo. Sin embargo, le dolía saberlo. Amada esposa, hijo anhelado; los dos se habían ido y él se recuperaría. Aunque el mundo y la vida funcionaran así, el propio hecho de su recuperación parecía insoportable y obsceno.

Se levantó del banco y caminó hasta el borde del acantilado. Allí había otro recordatorio menos formal que la mesa y el banco de Jamie Parsons: una corona de flores muertas y marchitas de la pasada Navidad, un globo deshinchado, un osito de peluche empapado y el nombre de Eric escrito en rotulador negro en una espátula. Había decenas de formas de morir en la costa de Cornualles. Lynley se preguntó cuál de ellas se había llevado a esta alma.

El sonido, de unas pisadas en el sendero pedregoso justo al norte de donde se encontraba atrajo su atención hacia el camino de Pengelly Cove. Vio a los tres hombres llegando juntos a la cuesta y supo que se habían puesto en contacto. Ya lo había esperado cuando habló con ellos. Incluso lo había alentado. Su plan era poner las cartas sobre la mesa: no tenían que temerle.

Era obvio que Darren Fields era el líder. Era el más corpulento y, como director de la escuela primaria, seguramente poseía el nivel de educación más alto. Encabezaba la fila por el sendero y fue el primero en saludar a Lynley con la cabeza y en reconocer la elección del lugar para la reunión con las palabras:

– Me lo imaginaba. Bueno, ya dijimos todo lo que había que decir sobre ese tema hace años. Así que si cree…

– Estoy aquí por Santo Kerne, como les he dicho -comentó Lynley-. También por Ben Kerne. Si mis intenciones fueran otras, no habría sido tan transparente con ustedes.

Los otros dos hombres miraron a Fields, que valoró las palabras de Lynley. Al final sacudió la cabeza en lo que debía interpretarse como un gesto de asentimiento y se dirigieron todos a la mesa y su banco. Frankie Kliskey parecía ser el más nervioso. Era un hombre excepcionalmente bajito y se mordía un lado del dedo índice -un lugar sucio de aceite de motor y en carne viva por el mordisqueo constante- y sus ojos saltaban de un hombre a otro. Por su parte, Chris Outer parecía dispuesto a esperar que las cosas se desarrollaran como quisieran. Encendió un cigarrillo protegiendo la llama con la mano y se recostó en el banco con el cuello de su chaqueta de piel subido, los ojos entrecerrados y una expresión que recordaba a James Dean en una escena de Rebelde sin causa. Sólo le fallaba el pelo: era calvo como una bola de billar.

– Espero que entiendan que esto no es una trampa de ningún tipo -dijo Lynley a modo de preámbulo-. David Wilkie, ¿les suena el nombre?, sí, ya veo que sí, cree que lo que le sucedió a Jamie Parsons hace años seguramente fue un accidente. Wilkie no piensa ahora, ni lo pensó nunca, al parecer, que ustedes planearan su muerte. En la sangre del chico había rastros de alcohol y cocaína. Wilkie cree que no comprendieron el estado en el que estaba y que pensaron que saldría por su propio pie cuando acabaron con él.

Los hombres no dijeron nada. Sin embargo, los ojos de Darren Fields se habían vuelto impenetrables, lo que sugirió a Lynley que estaba resuelto a ceñirse a lo que habían dicho en el pasado sobre Jamie Parsons. Tenía muchísimo sentido, desde la perspectiva de Darren. Lo que habían dicho en el pasado les había mantenido fuera del sistema judicial durante casi tres décadas. ¿Por qué cambiarlo ahora?

– Lo que yo sé es lo siguiente… -empezó Lynley.

– Espere un momento, colega -le espetó Darren Fields-. Hace menos de un minuto nos ha dicho que había venido por otro tema.

– El hijo de Ben -apuntó Chris Outer. Frankie Kliskey no dijo nada, pero su mirada seguía alternando entre ellos.

– Sí. He venido por eso -reconoció Lynley-. Pero las dos muertes tienen un hombre en común, Ben Kerne, y hay que investigarlo. Así funcionan las cosas.

– No hay nada más que decir.

– Yo creo que sí. Yo creo que siempre hay algo más. Y también el inspector Wilkie, en realidad, pero la diferencia entre nosotros es, como ya he dicho, que Wilkie cree que lo que sucedió no fue intencionado, mientras que yo estoy lejos de estar seguro de eso. Podrían convencerme, pero para eso necesito que uno de ustedes o todos me hablen de esa noche y de la cueva.

Ninguno de los tres hombres respondió, aunque Outer y Fields intercambiaron una mirada. Sin embargo, no podía llevarse una mirada al banquillo de los acusados, por no mencionar a la inspectora Hannaford, así que Lynley insistió.

– Lo que yo sé es lo siguiente: hubo una fiesta. En ella se produjo un altercado entre Jamie Parsons y Ben Kerne. Jamie necesitaba que alguien le diera una lección por varias razones, la mayoría de las cuales tenían que ver con quién era y cómo trataba a la gente y, al parecer, su manera de comportarse con Ben Kerne aquella noche fue la gota que colmó el vaso, así que recibió su lección en una de las cuevas. Creo que el objetivo era humillarlo: de ahí que no llevara ropa, que tuviera marcas de ataduras en muñecas y tobillos y heces en las orejas. Yo diría que seguramente también se mearon encima de él, pero que la marea borró la orina, mientras que las heces no. Mi pregunta es: ¿cómo consiguieron que bajara a la cueva? He estado pensando y me parece que ustedes debían de tener algo que él quería. Si ya estaba borracho y quizá drogado, no podía ser la promesa de un colocón. Eso nos deja algún tipo de producto ilegal que no quería que el resto de la fiesta, tal vez sus hermanas, que podrían chivarse a sus padres, viera. Pero no querer que los demás le vieran con algo que quizás ellos también quisieran no parecía propio de Jamie, por lo que me han dicho de él. Tener lo que los otros necesitaban, querían, admiraban, respetaban, lo que fuera… parece que era así como funcionaba. Presumía de esas cosas. Presumía y punto. Se creía mejor que los demás. Conque no me lo imagino accediendo a quedar en una cueva para apropiarse de algo ilegal. Debieron de prometerle algo más privado. Lo que, al parecer, nos conduce al sexo.

Los ojos azules de Frankie respondieron, sus pupilas se hicieron más grandes. Lynley se preguntó cómo se las había arreglado para guardar silencio cuando Wilkie le interrogó sin sus amigos delante. Pero tal vez fuera por eso: sin sus amigos no habría sabido qué decir, así que no dijo nada. En su presencia, podía esperar a que ellos hablaran primero.

– Los jóvenes hacen casi cualquier cosa si el sexo forma parte del plan -dijo Lynley-. Imagino que Jamie Parsons no era distinto al resto de ustedes a ese respecto. Así que la pregunta es: ¿era homosexual y uno de ustedes le hizo una promesa que iba a mantenerse cuando bajara a la cueva?

Silencio. Aquello se les daba muy bien, pero Lynley estaba bastante seguro de que él era mejor.

– Pero tuvo que ser más que una simple promesa -continuó-. No era probable que Jamie respondiera a la mera sugerencia de un polvo. Creo que debió de haber algún tipo de movimiento, un desencadenante, una señal que le indicara que era seguro seguir adelante. ¿Qué sería? Una mirada de complicidad, una palabra, un gesto, una mano en el trasero, la prueba de una erección en un rincón íntimo. El tipo de lenguaje que hablan…

– Aquí nadie es marica. -Fue Darren quien habló. Era lógico, se percató Lynley, ya que era maestro de niños pequeños y era quien más tenía que perder-. Y tampoco ninguno de los otros.

– Del resto de su grupo -aclaró Lynley.

– Es lo que le estoy diciendo.

– Pero fue por sexo, ¿verdad? -dijo Lynley-. Ahí llevo razón. Jamie pensó que quedaba con alguien para tener sexo. ¿Con quién?

Silencio. Y al final:

– El pasado está muerto. -Esta vez habló Chris Outer y su expresión parecía tan dura como la de Darren Fields.

– El pasado pasado está -replicó Lynley-. Santo Kerne está muerto. Jamie Parsons está muerto. Sus muertes pueden estar relacionadas o no, pero…

– No lo están -dijo Fields.

– … pero hasta que no tenga claro lo contrario, tendré que suponer que hay una conexión entre ellas. Y no quiero que la conexión sea que las dos investigaciones terminen igual: con un veredicto abierto. Santo Kerne fue asesinado.

– Jamie Parsons no.

– De acuerdo, lo aceptaré. El inspector Wilkie también lo cree. No van a procesarles más de un cuarto de siglo después por haber sido tan estúpidos como para dejar al chico en esa cueva. Lo único que quiero saber es qué ocurrió aquella noche.

– Fue Jack. Jack. -La admisión estalló en los labios de Frankie Kliskey, como si hubiera estado esperando casi treinta años para pronunciarla. Dijo a los demás-: Jack está muerto, ¿qué importa ya? No quiero cargar con esto. Estoy harto de cargar con esto, Darren.

– Maldita sea…

– Me mordí la lengua entonces y mírame. Mira. -Extendió las manos: le temblaban como si tuviera espasmos-. Aparece un poli y me vuelve todo y no quiero pasar por eso otra vez.

Darry se separó de la mesa con un gesto de indignación y de desdén que podía interpretarse como: «Haz lo que quieras».

Se produjo un silencio tenso entre los hombres. En él, las gaviotas chillaron y abajo el motor de una barca aceleró en la cala.

– Se llamaba Nancy Snow -dijo Chris Outer, despacio-. Era la novia de Jack Dustow y éste era uno de nuestro grupo.

– El que murió de un linfoma -dijo Lynley-. ¿Ese Jack?

– Ese Jack. Convenció a Nan… para hacer lo que se hizo. Podríamos haber utilizado a Dellen (ahora es la mujer de Ben, Dellen Nankervis se apellidaba entonces) porque siempre estaba lista para la acción…

– ¿Ella estaba allí esa noche? -preguntó Lynley.

– Oh, sí, estaba. Por ella empezó todo. Porque estaba allí.

Resumió los detalles: una relación entre adolescentes que se estropeó, los dos jóvenes mostrándole al otro que estaban con otra persona, la reacción de Jamie cuando vio que su hermana se liaba abiertamente con Ben Kerne, la agresión de Jamie a Ben…

– De todos modos había que darle una lección, como ha dicho usted -terminó Frankie Kliskey-. A ninguno nos caía bien ese tío. Así que Jack le pidió a Nan Snow que le pusiera caliente. El resultado fue que Jamie quiso follar allí mismo en la casa.

– Preferiblemente donde todo el mundo pudiera verlo -añadió Darren Fields.

– Donde Jack pudiera verlo -señaló Chris-. Así era Jamie.

– Pero Nan dijo que no. -Frankie siguió con la historia-. No iba a hacérselo con él donde los demás pudieran verles, sobre todo donde pudiera verles Jack. Le dijo que bajaran a la cueva, así que bajaron. Y ahí estábamos nosotros esperando.

– ¿Ella conocía el plan?

– Jack se lo contó -dijo Chris-. Lo sabía. «Baja a Jamie a la cueva para acostarte con él. No quedes con él allí porque no es estúpido y se lo olerá y no bajará. Llévale tú. Haz como si lo desearas tanto como él. Nosotros nos encargaremos del resto.» Así que bajaron sobre la una y media de la noche. Nosotros estábamos en la cueva y Nan nos lo dejó allí. El resto… Ya puede imaginárselo.

– Tenían una buena ventaja. Ustedes eran seis y él uno.

– No -dijo Darren. Su voz sonó dura-. Ben Kerne no estaba.

– ¿Y dónde estaba?

– Se fue a casa. Estaba idiotizado por Dellen, siempre lo estuvo. Dios mío, si no hubiera sido por ella, no habríamos ido a la maldita fiesta. Pero había que animarle, así que dijimos que iríamos a beber su bebida, comer su comida y escuchar su música. Sólo que ella también estaba allí, esa maldita Dellen con un tío nuevo, de modo que Ben reaccionó ligándose a la chica equivocada y después de eso sólo quería irse a casa. Y eso es lo que hizo. El resto de nosotros hablamos con Nan, ella volvió a la fiesta y… -Darren hizo un gesto en dirección a la cueva, debajo de ellos, incrustada en el acantilado. Lynley siguió con la historia.

– En la cueva le desnudaron y le ataron. Le mancharon con las heces. ¿También se le mearon encima? ¿No? Entonces, ¿qué? ¿Se hicieron una paja? ¿Uno de ustedes? ¿Todos?

– Lloró -dijo Darren-. Era lo que queríamos, era lo único que queríamos. Cuando se echó a llorar todo terminó para nosotros. Le desatamos y le dejamos ahí para que volviera subiendo por el acantilado. El resto ya lo sabe.

Lynley asintió. La historia le puso malo. Una cosa era suponer y otra muy distinta era escuchar la verdad. Había tantos Jamie Parsons en el mundo y tantos chicos como estos hombres que tenía delante… También estaba la gran brecha que los separaba y cómo se salvaba o no esa brecha. Seguramente Jamie Parsons era insoportable. Pero eso no significaba merecer morir.

– Siento curiosidad por algo -dijo Lynley.

Ellos esperaron. Todos lo miraron: Darren Fields, malhumorado; Chris Outer, tan chulo como seguramente era veintiocho años atrás; Frankie Kliskey, esperando un golpe psicológico de algún tipo.

– ¿Cómo se las arreglaron para mantener la misma historia cuando la policía fue tras ustedes al principio? Antes de que fueran a por Ben Kerne, quiero decir.

– Nos marchamos de la fiesta a las once y media. Nos fuimos en el punto álgido. Volvimos a casa. -Fue Darren quien habló y Lynley captó el mensaje. Sólo tres frases, repetidas hasta la saciedad. Tal vez fueran estúpidos, esos cinco chicos implicados, pero no desconocían la ley.

– ¿Qué hicieron con la ropa?

– El campo está lleno de bocaminas y pozos mineros -explicó Chris-. Es típico de esta parte de Cornualles.

– ¿Qué hay de Ben Kerne? ¿Le contaron lo que había pasado?

– Nos marchamos de la fiesta a las once y media. Nos fuimos en el punto álgido. Volvimos a casa.

Entonces, pensó Lynley, Ben Kerne desconocía lo que había ocurrido igual que el resto de la gente, aparte de los cinco chicos y Nancy Snow.

– ¿Qué pasó con Nancy Snow? -preguntó Lynley-. ¿Cómo podían estar seguros de que no hablaría?

– Estaba embarazada de Jack -explicó Darren-. De tres meses. Le interesaba que Jack no se metiera en líos.

– ¿Qué pasó con ella?

– Se casaron. Después de morir él, se mudó a Dublín con otro marido.

– Así que estaban a salvo.

– Siempre lo estuvimos. Nos marchamos de la fiesta a las once y media. Nos fuimos en el punto álgido. Volvimos a casa.

En resumen, no había nada más que decir. Era la misma situación que se había producido después de la muerte de Jamie Parsons casi treinta años atrás.

– ¿No sintieron cierta responsabilidad cuando la policía centró su atención en Ben Kerne? -les preguntó Lynley-. Alguien le delató. ¿Fue uno de ustedes?

Darren se rió con aspereza.

– Me temo que no. La única persona que habría delatado a Ben sería alguien que quisiera causarle problemas.