171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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Capítulo 2 3

Bea tenía una cuña de escalada nueva encima de la mesa cuando la sargento Havers entró en el centro de operaciones la mañana siguiente. La había sacado de su envoltorio de plástico utilizando una navaja de precisión nueva y, por lo tanto, muy afilada. Tuvo que ir con cuidado, pero la operación no había requerido ni habilidad ni demasiado esfuerzo. Estaba en proceso de comparar la cuña con los diversos objetos cortantes que también tenía sobre la mesa.

– ¿Qué se propone? -le preguntó Havers. Era evidente que la sargento había parado en Casvelyn de Cornualles de camino a la comisaría. Bea olía las empanadas desde el otro lado de la sala y no le hizo falta buscar la bolsa para saber que la sargento Havers llevaba una en algún lugar de su persona.

– ¿El segundo desayuno? -le preguntó a la sargento.

– Me he saltado el primero -respondió Havers-. Sólo he tomado una taza de café y un zumo. Me ha parecido que me merecía algo con más sustancia.

Llevaba su amplio bolso de bandolera y de él sacó el manjar inculpatorio de Cornualles bien envuelto, pero del que, sin embargo, emanaba el aroma revelador.

– Unas cuantas de ésas y explotará como un globo -le dijo Bea-. Tómeselo con calma.

– Lo haré. Pero me parece fundamental degustar la cocina autóctona, esté donde esté.

– Pues qué suerte tiene de que no sean los sesos de cabra.

Havers hizo un sonido de desaprobación, algo que Bea interpretó corno su versión de una carcajada.

– También he sentido la necesidad de darle unas palabras de ánimo a nuestra Madlyn Angarrack -dijo Havers-. Ya sabe, cosas del estilo: no te preocupes, chica, anímate, ale, ale, vamos, al mal tiempo buena cara y después de la tormenta viene la calma. He descubierto que soy una verdadera fuente de tópicos.

– Qué amable. Estoy segura de que lo agradecerá. -Bea eligió una de las cizallas más pesadas y la aplicó con fuerza en el cable de la cuña. Sólo sintió un dolor atroz en el brazo-. Con esto no hay ni para empezar.

– Ya. Bueno, no ha sido muy simpática, pero sí ha aceptado una palmadita en el hombro, un gesto que no me ha costado mucho porque en ese momento estaba llenando el aparador.

– Mmm. ¿Y cómo se ha tomado la señorita Angarrack tu muestra de cariño?

– No se ha bajado del burro de ayer, se lo reconozco. Sabía que me proponía algo.

– ¿Se proponía algo? -De repente, Bea se fijó más en Havers.

La sargento sonreía con picardía. También estaba sacando una servilleta de papel con cuidado de su bolso. Lo llevó a la mesa de Bea y lo dejó con delicadeza encima.

– No podrá utilizarse en un tribunal, claro, Pero aquí tiene igualmente la servilleta para realizar una comparativa, si quiere. No una comparativa normal de ADN porque no hay piel, sino una de las otras, mitocondrial. Supongo que podremos utilizarlo para eso si hace falta.

Lo que vio Bea mientras desplegaba la servilleta era un cabello. Bastante oscuro, un poquito rizado. Miró a Havers.

– Qué astuta. De su hombro, supongo.

– Lo lógico sería pensar que les obligan a llevar gorros o redecillas o algo así si tienen que manipular alimentos, ¿no? -Havers se estremeció de manera teatral y dio un buen mordisco a la empanada-. He creído que debía colaborar con la higiene de Casvelyn. Y, de todos modos, he pensado que tal vez le gustaría tenerlo.

– Nadie me había traído nunca un regalo tan atento -le dijo Bea-. Puede que me esté enamorando de usted, sargento.

– Por favor, jefa -dijo Havers, levantando la mano-. Tendrá que ponerse a la cola.

Bea sabía que, como había dicho Havers, no podrían utilizar el cabello para construir una acusación contra Madlyn Angarrack, teniendo en cuenta cómo lo había obtenido la sargento. No les serviría de nada, salvo para cerciorarse a través de la comparativa de que el cabello que ya habían encontrado en el equipo de Santo Kerne pertenecía a su ex novia. Pero al menos era algo, un estímulo necesario. Bea lo guardó en un sobre y lo etiquetó cuidadosamente para que Duke Clarence Wahoe lo examinara en Chepstow.

– Creo que todo está relacionado con el sexo y la venganza -dijo Bea cuando acabó de ocuparse del cabello. Havers separó una silla y se sentó con la inspectora, masticando la empanada con evidente deleite.

Se pasó un trozo a un lado de la boca y dijo:

– ¿Sexo y venganza? ¿Cómo lo ha determinado?

– Me he pasado toda la noche pensando en ello y siempre volvía a la traición inicial.

– ¿El lío de Santo Kerne con la doctora Trahair?

– Madlyn buscó vengarse con esto -Bea levantó la cuña con una mano y con la otra, una cizalla- y esto. O lo hizo uno de los hombres por ella, después de que ella le suministrara dos de las cuñas que había birlado del maletero de Santo. Ella ya se había encargado de la eslinga. Esa parte fue fácil, pero las cuñas requieren bastante más fuerza de la que tiene ella, así que necesitó que alguien la ayudara. Sabría dónde guardaba Santo su equipo. Lo único que necesitaba era alguien dispuesto a ser su cómplice.

– ¿Sería alguien que también tuviera que ajustar cuentas con Santo?

– O alguien que esperara ganarse el favor de Madlyn ayudándola.

– Me parece propio de ese tal Will Mendick. Santo la trataba mal y Will quería darle una lección por el bien de ella; también quería beneficiarse a Madlyn.

– Así lo veo yo. -Bea dejó la cuña sobre la mesa-. Por cierto, ¿ha visto a su comisario Lynley esta mañana?

– No es mi…

– Sí, sí, ya lo hemos discutido. Él dice lo mismo de usted.

– ¿Ah, sí? -Havers masticó pensativa-. No sé muy bien cómo tomármelo.

– Ya lo meditará luego. Por ahora, ¿qué?

– Se ha marchado a Exeter. La segunda parte de lo que sea que hizo ayer, dice. Pero…

Bea entrecerró los ojos.

– ¿Pero…?

Havers parecía apenada por tener que mencionar la siguiente información.

– La doctora Trahair fue a verle. Ayer, a última hora de la tarde.

– ¿Y usted no la trajo…?

– No lo sabía, jefa. Yo no la vi. Y de todos modos, como todavía no la he visto nunca, tampoco la reconocería aunque pasara volando montada en una escoba por delante de mi coche. No me lo ha contado hasta esta mañana.

– ¿No le vio en la cena anoche?

Havers no parecía contenta antes de decir:

– Sí. Supongo que sí.

– ¿Y no le dijo nada sobre su visita?

– Eso es. Pero tiene muchas cosas en la cabeza. Tal vez no pensó en contármelo.

– No sea absurda, Barbara. Sabía muy bien que queríamos hablar con ella, maldita sea. Tendría que habérselo contado. Tendría que haberme llamado. Tendría que haber hecho casi cualquier cosa menos lo que hizo. Ese hombre está pisando terreno resbaladizo.

Havers asintió.

– Por eso se lo he dicho. No porque sepa que está pisando terreno resbaladizo, quiero decir, sino porque sé que es importante. Quiero decir, es importante no porque no se lo dijera, sino porque… No que fuera a verle, lo importante no es eso. Lo que quiero decir es que es importante que haya reaparecido y he pensado…

– ¡De acuerdo, de acuerdo! Jesús, María y José, basta ya. Ya veo que no puedo esperar que se chive de su todopoderosa Ilustrísima, pase lo que pase, así que voy a tener que encontrar a alguien dispuesto a chivarse de usted. Y no tenemos personal para eso precisamente, ¿verdad, sargento? ¿Qué pasa, maldita sea?

Eso último se lo dijo al sargento Collins, que había aparecido en la puerta del centro de operaciones. Estaba encargándose de los teléfonos en el piso de abajo, aunque no sirviera de mucho, mientras el resto del equipo continuaba con las tareas que había asignado antes, la mayoría de las cuales consistían en revisar detalles antiguos.

– Ha venido a verla la doctora Trahair, jefa -le dijo el sargento Collins-. Dice que quería usted que se pasara por la comisaría.

Bea retiró la silla y dijo:

– Bueno, gracias a Dios. Esperemos llegar a alguna parte.

* * *

Una hora imprevista de investigación en Exeter proporcionó a Lynley el nombre de la empresa de gestión inmobiliaria que, descubrió, ya no era propiedad de Jonathan Parsons, padre del chico que se había ahogado tiempo atrás en Pengelly Cove. Antes llamada Parsons, Larson y Waterfield, ahora era R. Larson Estate Management Ltd. y no se encontraba lejos de la catedral medieval, en una zona que parecía apetecible para los negocios. Su director resultó ser un hombre de bronceado cuestionable y barba gris de unos sesenta y tantos años. Parecía tener preferencia por los vaqueros, una dentadura excepcional y las camisas de vestir deslumbrantemente blancas sin corbata. La «R», descubrió Lynley, correspondía al insólito nombre nada británico de Rocco. La madre de Larson -que había pasado a mejor vida hacía tiempo- sentía devoción por los santos católicos más desconocidos, le explicó el hombre. Era una especie de igualdad de derechos. Su hermana se llamaba Perpetua. Él no utilizaba el nombre de Rocco, sino Rock, que era como podía llamarle Lynley si quería.

Lynley dio las gracias al hombre, dijo que prefería llamarle «señor Larson» si no le importaba y le mostró su placa de Scotland Yard, momento en que Larson pareció alegrarse de que Lynley hubiera decidido mantener cierto grado de formalidad entre ellos.

– Ah -dijo Larson-. Supongo que no tiene una propiedad que desee alquilar.

– Supone correctamente -le dijo Lynley, y le preguntó si podía dedicarle unos minutos-. Me gustaría hablar con usted sobre Jonathan Parsons. Tengo entendido que en su momento fueron socios.

Larson estuvo encantado de charlar sobre «el pobre Jon», como lo llamó él, y condujo a Lynley a su despacho. Era sobrio y masculino: cuero y metal con fotografías de la familia en sencillos marcos negros. La esposa rubia mucho más joven, dos hijos vestidos con el uniforme pulcro del colegio, el caballo, el perro, el gato y el pato. Todas parecían tener un brillo demasiado profesional. Lynley se preguntó si eran de verdad o eran el tipo de fotografías que acompañan a los marcos que se venden en las tiendas.

Larson no esperó a que lo interrogara. Se lanzó a contar su historia y no necesitó que lo animara demasiado a continuar. Había sido socio de Jonathan Parsons y de un tipo llamado Henry Waterfield, ahora fallecido. Los dos tenían unos diez años más que Larson y por eso él comenzó como administrador junior de la empresa. Pero era una persona con empuje, aunque lo dijera él mismo, y al cabo de poco tiempo, compró los derechos para convertirse en socio. A partir de entonces, fueron tres hasta la muerte de Waterfield, momento en que fueron Parsons y Larson, que era un poco un trabalenguas, por lo que conservaron el nombre original.

Todo marchó sobre ruedas hasta que murió el hijo de Parsons. En ese momento, las cosas comenzaron a desmoronarse.

– El pobre Jon era incapaz de cumplir con el negocio, ¿quién puede culparle? Empezó a pasar más y más tiempo en Pengelly Cove. Es donde el accidente… la muerte…

– Sí -dijo Lynley-, lo sé. Al parecer creía saber quién había dejado a su hijo en la cueva.

– Exacto. Pero no pudo conseguir que la policía detuviera al asesino. No había pruebas, le dijeron. Ni pruebas, ni testigos, ni nadie que hablara por mucho que presionaran… No había nada que pudieran hacer, literalmente. Así que contrató a su propio equipo, y cuando también fracasó, contrató a otro; cuando ése fracasó, a otro y luego a otro. Al final se trasladó a la cala de manera permanente… -Larson miró una fotografía en la pared, una vista aérea de Exeter, como si fuera a trasladarle en el tiempo-. Creo que debió de ser dos años después de la muerte de Jamie, quizá tres. Decía que quería estar allí para recordarle a la gente que el asesinato (siempre lo llamaba asesinato, pasara lo que pasase) había quedado impune. Acusó a la policía de haber hecho una chapuza de principio a fin. Estaba… Obsesionado, francamente. Pero no puedo culparle. No lo hice entonces y no lo hago ahora. Aun así, no estaba generando dinero para el negocio y aunque yo podría haberle cubierto durante un tiempo, empezó a… Bueno, él lo llamaba «tomar prestado». Mantenía una casa y una familia aquí en Exeter (había tres hijos más, las tres niñas), mantenía una casa en Pengelly Cove y estaba orquestando varias investigaciones con gente que quería cobrar por su tiempo y dedicación. Se le hizo todo una montaña. Necesitaba dinero y lo cogió. -Detrás de su escritorio, Larson juntó los dedos de las manos-. Me sentí fatal, pero mis opciones eran claras: dejar que Jon nos hundiera o llamarle la atención sobre lo que estaba haciendo. Elegí. No es agradable, pero no vi otra opción.

– Lo denunció por desfalco.

Larson levantó una mano.

– No podía ir tan lejos. No podía y no quería, después de lo que le había pasado al pobre desgraciado. Pero le dije que tendría que entregarme el negocio, fue la única manera que se me ocurrió para salvarlo. No iba a parar.

– ¿Parar?

– De intentar llevar al asesino ante la justicia.

– La policía creía que era una broma que se torció, no un asesinato premeditado. Nunca un asesinato.

– Pudo ser eso, sin duda, pero Jon no lo veía así. Adoraba al chico. Sentía devoción por todos sus hijos, pero estaba especialmente entusiasmado con Jamie. Era el tipo de padre que todos queremos ser y que todos deseamos haber tenido, ya me entiende. Practicaban pesca de altura, esquiaban, surfeaban, recorrieron Asia en mochila. Cuando Jon pronunciaba el nombre del chico, se hinchaba de orgullo.

– He oído que el chico era… -Lynley buscó la palabra-. He oído que era bastante difícil según los chavales de Pengelly Cove.

Larson juntó las cejas. Eran finas, bastante femeninas. Lynley se preguntó si se las depilaba.

– No sé nada de eso. Era buen chico, básicamente. Bueno, quizás un poco engreído, teniendo en cuenta que seguramente la familia tenía mucho más dinero que las familias de los niños del pueblo y que su padre le daba un trato preferencial. Pero ¿qué chaval de su edad no es engreído?

Larson siguió hablando para completar la historia, que dio un giro triste pero no insólito, por lo que Lynley sabía de las familias que se enfrentaban a la angustia de la muerte prematura de un hijo. Poco después de que los Parsons perdieran el negocio, su mujer se divorció de él. Volvió a matricularse en la universidad, terminó sus estudios y al final llegó a directora del instituto local. Larson creía que había vuelto a casarse en algún momento, pero no estaba seguro. Probablemente alguien del instituto podría decírselo.

– ¿Qué fue de Jonathan Parsons? -preguntó Lynley.

Seguía en Pengelly Cove, por lo que sabía Larson.

– ¿Y las hijas? -preguntó Lynley.

No tenía ni idea.

* * *

Daidre se había pasado parte de las primeras horas de la mañana pensando en la lealtad. Sabía que algunas personas creían firmemente en el principio del «sálvese quien pueda». Su problema era que siempre había sido incapaz de actuar de esa manera.

Reflexionó sobre la idea de lo que debía a otras personas frente a lo que se debía a sí misma. Pensó en el deber, pero también en la venganza. Se planteó de qué manera «hacérselo pagar a alguien» tan sólo era un eufemismo cuestionable para «no aprender nada». Intentó decidir si, realmente, había lecciones vitales que aprender o si la vida era un revoltijo sin sentido de años que transcurrían sin ton ni son.

Al final se enfrentó a la verdad: no tenía respuesta a ninguna de las grandes cuestiones filosóficas de la vida. Así que decidió enfrentarse a lo que tenía justo delante y fue a Casvelyn a satisfacer la petición de hablar con la inspectora Hannaford.

La inspectora fue a buscarla personalmente a la recepción. La acompañaba otra mujer que Daidre reconoció como la conductora del Mini mal vestida que había hablado con Thomas Lynley en el aparcamiento del Salthouse Inn. Hannaford la presentó como la sargento Barbara Havers de New Scotland Yard, y Daidre sintió un escalofrío. Sin embargo, no tuvo tiempo para especular sobre qué significaba aquello, porque después de un «acompáñenos» ligeramente hostil de Hannaford, la condujeron a las entrañas de la comisaría, un trayecto breve de unos quince pasos que las llevó a lo que parecía ser la única sala de interrogatorios.

Era evidente que en Casvelyn no se interrogaba demasiado. Después de una pared de lo que parecían cajas de papel higiénico y de cocina, encima de una mesita plegable discapacitada con tres patas rectas y una con un codo protuberante descansaba una grabadora pequeña que parecía lo bastante polvorienta como para sembrar verduras en ella. No había sillas, sólo una escalera de tres peldaños, aunque un grito de enfado de Hannaford en dirección a la puerta evitó la necesidad de utilizar las cajas de papel higiénico y de cocina para ese propósito. El sargento Collins -como le llamó- apareció corriendo. Rápidamente les proporcionó sillas de plástico incómodas, pilas para la grabadora y una cinta. Resultó ser un casete antiguo de grandes éxitos de Lulu de 1970, pero obviamente, tendría que servir.

Daidre quería consultar cuál era el objetivo de grabar su conversación, pero sabía que considerarían que la pregunta no era sincera. Así que se sentó y esperó a lo que sucediera a continuación, que fue que la sargento Havers sacó una libretita de espiral del bolsillo de su chaquetón, el cual, por alguna razón, no se había quitado a pesar de la incomodidad de la temperatura tropical del edificio.

La inspectora Hannaford preguntó a Daidre si quería algo antes de empezar. ¿Café, té, zumo, agua? Daidre dijo que no. Estaba bien, contestó, y luego se descubrió pensando en aquella respuesta. No estaba bien en absoluto. Se sentía inquieta mentalmente, tenía las palmas de las manos débiles y estaba resuelta a no permitir que se le notara.

Parecía que sólo había una manera de conseguirlo: pasar al ataque.

– Me dejó esta nota -dijo, y sacó la tarjeta de la inspectora con el mensaje garabateado en el dorso-. ¿De qué quiere hablar conmigo?

– Diría que es bastante obvio, puesto que nos encontramos en mitad de una investigación de asesinato -contestó Hannaford.

– En realidad, no es nada obvio.

– Pues pronto lo será, querida. -Hannaford metió el casete hábilmente en la grabadora, aunque parecía tener dudas sobre cómo funcionaba. Pulsó una tecla, vio que la cinta empezaba a girar y recitó la fecha, la hora y las personas presentes. Luego le dijo a Daidre-: Háblenos de Santo Kerne, doctora Trahair.

– ¿Qué quieren que les diga?

– Lo que sepa.

Todo aquello era pura rutina: los primeros movimientos del gato y el ratón en un interrogatorio. Daidre dio la respuesta más sencilla que pudo.

– Sé que murió al caer del acantilado norte de Polcare Cove.

Hannaford no parecía satisfecha con la contestación.

– Qué amable por su parte aclarárnoslo. Sabía quién era cuando le vio. -Fue una afirmación, no una pregunta-. Así que nuestra primera conversación se basó en una mentira. ¿Sí?

La sargento Havers escribía a lápiz, vio Daidre. Rechinaba en el papel de la libreta y el sonido -normalmente inocuo- en esta situación era como las uñas en una pizarra.

– No le miré bien -dijo Daidre-. No había tiempo.

– Pero le buscó el pulso, ¿verdad? Fue la primera en llegar a la escena. ¿Cómo pudo comprobar si estaba vivo sin mirarle?

– No hace falta mirar la cara de la víctima para comprobar si está viva, inspectora.

– Eso es una evasiva. ¿Acaso es realista comprobar si alguien está vivo sin mirarle? Como primera persona en llegar a la escena, anocheciendo…

– Fui la segunda en llegar -la interrumpió Daidre-. Thomas Lynley fue el primero.

– Pero usted quiso ver el cuerpo. Pidió ver el cuerpo; insistió. No confió en la palabra del comisario Lynley cuando le dijo que el chico estaba muerto.

– No sabía que era el comisario Lynley -le dijo Daidre-. Llegué a la cabaña y le encontré dentro. Podría haber sido un ladrón, que yo supiera. Era un desconocido, totalmente desaseado, como vio usted misma, con un aspecto bastante salvaje y que afirmaba que había un cadáver en la cala y que necesitaba que lo llevaran a algún sitio para llamar por teléfono. Me pareció que no tenía sentido acceder a llevarle a ninguna parte sin comprobar primero que estaba diciendo la verdad.

– O sin comprobar quién era el chico. ¿Pensó que podría ser Santo?

– No tenía ni idea de quién iba a ser. ¿Cómo iba a saberlo? Quería ver si podía ayudar de algún modo.

– ¿De qué modo?

– Si estaba herido…

– Usted es veterinaria, doctora Trahair. No es médico de urgencias. ¿Cómo esperaba ayudarle?

– Las heridas son heridas. Los huesos son huesos. Si podía ayudar…

– Y cuando le vio supo quién era. Estaba bastante familiarizada con el chico, ¿verdad?

– Sabía quién era Santo Kerne, si se refiere a eso. No es una zona muy poblada. La mayoría de la gente acaba conociéndose al final, aunque sólo sea de vista.

– Pero supongo que usted lo conocía un poco más íntimamente que sólo de vista.

– Pues supone mal.

– No es lo que me han dicho, doctora Trahair. En realidad, tengo que decirle que no es lo que han visto.

Daidre tragó saliva. Se fijó en que la sargento Havers había dejado de escribir y no estaba segura de cuándo había ocurrido. Aquello le dijo que había estado menos concentrada de lo que necesitaba estar y quiso recuperar la posición con la que había empezado.

– New Scotland Yard -le dijo a la sargento Havers por encima de los latidos fuertes de su corazón-. ¿Es usted el único agente de Londres que está trabajando en el caso? Aparte del comisario Lynley, quiero decir.

– Doctora Trahair -dijo Hannaford-, eso no tiene nada que ver con…

– New Scotland Yard, la Met. Pero usted debe de ser de… ¿Cómo lo llaman? ¿La brigada criminal? ¿De homicidios? ¿El departamento de investigación criminal? ¿O lo llaman de otra manera ahora?

Havers no contestó. Sin embargo, miró a Hannaford.

– Supongo que también conocerá a Thomas Lynley, entonces. Si él es de New Scotland Yard y usted también y los dos trabajan en el mismo… ¿campo, debería decir? Tienen que conocerse. ¿Me equivoco?

– Que la sargento Havers y el comisario Lynley se conozcan o no no es de su incumbencia -dijo Hannaford-. Tenemos un testigo que sitúa a Santo Kerne en la puerta de su casa, doctora Trahair. Tenemos un testigo que le sitúa dentro de su casa. Si quisiera explicarnos cómo alguien a quien sólo conocía de vista llamó a su puerta y fue admitido en su casa nos encantaría escucharla.

– Imagino que fue usted quien estuvo en Falmouth haciendo preguntas sobre mí -dijo Daidre a Havers.

La sargento la miró inexpresiva, con cara de póquer. Pero Hannaford, sorprendentemente, se delató. De repente, aunque sólo por un momento, dirigió su atención a Havers y en su mirada hubo cierta especulación. Daidre la interpretó como sorpresa y sacó una conclusión lógica.

– E imagino que fue Thomas Lynley, y no la inspectora Hannaford, quien le dijo que lo hiciera. -Fue una afirmación rotunda. No quería detenerse demasiado en cómo se sentía por aquello y no necesitaba la respuesta porque sabía que tenía razón.

Lo que sí necesitaba, por otro lado, era sacar a la policía de su vida. Por desgracia, sólo había una forma de conseguirlo y tenía que ver con información: dar un nombre que les llevaría en una dirección distinta. Descubrió que estaba deseando hacerlo.

Se dirigió a Hannaford.

– Están buscando a Aldara Pappas -dijo-. La encontrarán en un lugar llamado Cornish Gold. Es una sidrería.

* * *

Después de que Lynley se marchara del despacho de Rock Larson, encontrar a la ex mujer de Jonathan Persons consumió otros noventa minutos de su tiempo. Empezó por el instituto, donde averiguó que Niamh Parsons se había convertido hacía tiempo en Niamh Triglia y también que, más recientemente, se había jubilado. Durante años había vivido no muy lejos de la escuela, pero si seguía allí o no después de dejar las clases… ¿Quién sabía? Fue lo máximo que pudieron decirle.

De ahí visitó una dirección que rescató a través del sencillo método de curiosear en la biblioteca pública. Como sospechaba, los Triglia ya no vivían en Exeter, pero no estaba en un callejón sin salida. Mostró su placa, preguntó a algunos vecinos y obtuvo su nuevo lugar de residencia. Como muchos otros antes que ellos, se habían mudado a climas más cálidos. Gracias a Dios, no resultó ser la costa española, sino la de Cornualles, que, si bien no tenía un clima mediterráneo, era lo mejor que podía ofrecer Inglaterra en cuanto a condiciones que podrían considerar templadas quienes poseyeran un optimismo tenaz. Los Triglia eran de ésos. Vivían en Boscastle.

Esto significaba otro viaje largo, pero el día era agradable y la época del año todavía no había convertido Cornualles en un aparcamiento alargado con algún que otro entretenimiento visual. Llegó a Boscastle en relativamente poco tiempo y pronto se encontró caminando hacia una calle residencial empinada que subía desde el antiguo puerto de pescadores, una ensenada protegida por enormes acantilados de pizarra y roca volcánica. Lo que se suponía que era la calle principal empezaba al principio de la subida -con algunas tiendas de piedra sin pintar dedicadas al negocio del turismo y algunas más que cubrían las necesidades de los habitantes del pueblo- y después venía Old Street, donde se encontraba el hogar de los Triglia. Se enclavaba no muy lejos de un obelisco dedicado a los muertos de las dos guerras mundiales. Se llamaba Lark Cottage y estaba encalada como una casa de Santorini, con densos montículos de brezo que crecían delante y hermosas prímulas plantadas en jardineras. De las ventanas colgaban cortinas blancas impecables y la puerta estaba pintada de verde. Cruzó un puente minúsculo de pizarra sobre una alcantarilla honda delante del edificio y cuando llamó a la puerta sólo tuvo que esperar un momento a que le abriera una mujer con un delantal, las gafas salpicadas de lo que parecía grasa y el pelo gris apartado de la cara y con un recogido en la coronilla que parecía una fuente hirsuta.

– Estoy cocinando pastelitos de cangrejo -dijo a propósito, al parecer, de su aspecto general y, en concreto, de su agobio-. Lo siento, pero no puedo ausentarme más que un momento.

– ¿La señora Triglia? -le preguntó Lynley.

– Sí, sí. Oh, por favor, vaya deprisa. Detesto ser maleducada, pero se quedan secos enseguida si los dejas demasiado rato.

– Thomas Lynley, de New Scotland Yard. -Mientras anunciaba su identificación completa, se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde la muerte de Helen. Parpadeó al darse cuenta y notar un dolor rápido pero fugaz. Enseñó su placa a la mujer-. ¿Niamh Triglia? ¿Ex señora Parsons?

– Sí, soy yo -contestó ella.

– Necesito hablar con usted sobre su ex marido, Jonathan Parsons. ¿Podría pasar?

– Oh, sí. Claro.

Se apartó de la puerta para dejarle entrar. Lo condujo por un salón dedicado principalmente a las estanterías, que a su vez estaban dedicadas por completo a libros de bolsillo intercalados con fotografías familiares y alguna que otra concha marina, piedra interesante o estatuilla de madera. Más allá, la cocina daba a un pequeño jardín trasero con césped, parterres arreglados que lo bordeaban y en el centro un árbol que empezaba a echar hojas.

Allí en la cocina, los pastelitos de cangrejo se las arreglaban para provocar un desorden impresionante. Las salpicaduras de aceite caliente sobre los fogones caracterizaban el caos, seguidas por un escurridero lleno de cuencos, latas, cucharas de madera, una huevera y una cafetera de émbolo cuyo líquido había desaparecido hacía tiempo y cuyos posos parecían olvidados años atrás. Niamh Triglia se acercó a los fogones y dio la vuelta a los pastelitos de cangrejo, que soltaron nuevas salpicaduras.

– Lo difícil es conseguir que las migas de pan se doren sin que la masa se empape de tanto aceite que tengas la sensación de estar comiendo patatas fritas mal hechas. ¿Usted cocina, señor…? Es comisario, ¿no?

– Sí -dijo él-, a lo de comisario. En cuanto a lo de cocinar, no es uno de mis fuertes.

– Es mi pasión -confesó ella-. Tenía tan poco tiempo para hacerlo bien cuando era maestra que en cuanto me jubilé me sumergí por completo en ello. Cursos de cocina en el centro cívico, programas de tele, ese tipo de cosas. El problema llega a la hora de comer.

– ¿Sus esfuerzos no la satisfacen?

– Al contrario, me satisfacen demasiado. -Se señaló el cuerpo, cubierto en gran parte por el delantal-. Intento reducir las recetas a una persona, pero las matemáticas nunca fueron lo mío y la mayoría de las veces cocino suficiente para cuatro personas como mínimo.

– ¿Vive sola, entonces?

– Mmmm. Sí. -Utilizó la esquina de la espumadera para levantar uno de los pastelitos de cangrejo y examinar el nivel de dorado-. Perfecto -murmuró. De un armario cercano cogió un plato, que cubrió con varias capas de papel de cocina, y de la nevera sacó un mortero-. Alioli -dijo, acercando la barbilla a la mezcla-. Ajo, limón, pimiento rojo, etcétera. El secreto de un buen alioli es conseguir el equilibrio de sabores correcto. Eso y el aceite de oliva, naturalmente. Es fundamental un AOVE muy bueno.

– Disculpe, ¿un qué? -Lynley se preguntó si se trataba de un estilo de cocina.

– Un AOVE: aceite de oliva virgen extra. El más virgen que pueda encontrar, si es que hay grados de virginidad para las aceitunas. Si le soy sincera, nunca he estado segura de qué significa que un aceite de oliva sea virgen extra. ¿Las aceitunas son vírgenes? ¿Las recogen vírgenes? ¿Las prensan vírgenes?

Llevó el cuenco de alioli a la mesa de la cocina y regresó a los fogones, donde comenzó a colocar con cuidado los pastelitos de cangrejo sobre el papel de cocina que cubría el plato. Cogió más papel, lo puso sobre los pastelitos y lo presionó delicadamente contra la masa para eliminar el máximo de aceite residual. Luego, sacó del horno tres platos más y Lynley comprobó a qué se refería con no conseguir reducir sus recetas y cocinar sólo para una persona. Cada plato estaba adornado de manera similar con papel de cocina y pastelitos de cangrejo. Parecía que había preparado más de una docena.

– No es necesario que el cangrejo sea fresco -le explicó-, puede ser de lata. Sinceramente, creo que si el cangrejo se utiliza en un plato cocinado en realidad no se nota la diferencia. Por otro lado, si se va a comer con algo crudo, una ensalada, para acompañar una tarta de verduras, es mejor optar por el fresco. Pero hay que asegurarse de que sea fresco fresco, pescado ese día, quiero decir. -Colocó los platos en la mesa y le dijo que se sentara. Esperaba que se diera el capricho o se temía que se los comería todos ella, ya que sus vecinos no apreciaban sus esfuerzos culinarios tanto como a ella le gustaría-. Ya no tengo familia para quien cocinar. Las niñas están desperdigadas y mi marido murió el año pasado.

– Lo lamento.

– Es muy amable. Murió de repente, así que fue un shock terrible porque estuvo perfectamente hasta el día anterior. Estaba hecho un atleta. Se quejaba de una jaqueca que no se le iba y murió la mañana siguiente mientras se ponía los calcetines. Oí un ruido y fui a ver qué ocurría y me lo encontré en el suelo. Un aneurisma. -Bajó la mirada con el ceño fruncido-. Fue difícil no poder despedirme de él.

Lynley sintió que la gran quietud del recuerdo lo envolvía. Perfectamente bien por la mañana y perfectamente muerta por la tarde. Se aclaró la garganta con aspereza.

– Sí. Me lo supongo.

– Bueno, al final nos recuperamos de estas cosas -dijo. Lo miró con una sonrisa trémula-. Al menos, es lo que esperamos. -Se acercó al armario y sacó dos platos; de un cajón cogió cubiertos. Puso la mesa-. Por favor, siéntese comisario.

Le encontró una servilleta de tela y utilizó la suya para limpiarse primero las gafas. Sin ellas, tenía la mirada aturdida del miope de toda la vida.

– Ahora sí que le veo bien -dijo cuando terminó de frotarlas a su gusto-. Madre mía, qué apuesto es usted. Me dejaría bastante cohibida si tuviera su edad. ¿Cuántos años tiene, por cierto?

– Treinta y ocho.

– Vaya, ¿qué son treinta y ocho años de diferencia entre amigos? -preguntó-. ¿Está casado, querido?

– Mi mujer… Sí. Lo estoy.

– ¿Y es guapa su mujer?

– Sí.

– ¿Es rubia como usted?

– No. Es bastante morena.

– Entonces formarán una pareja muy bella. Francis y yo, mi marido, nos parecíamos tanto que cuando éramos jóvenes a menudo nos tomaban por hermanos.

– Entonces, ¿estuvieron casados muchos años?

– Veintidós, casi. Pero lo conocí antes de casarme por primera vez. Fuimos juntos al colegio. ¿No es extraño que algo tan sencillo como eso, ir juntos al colegio, pueda forjar un vínculo y facilitar las cosas entre dos personas que vuelven a encontrarse más adelante en la vida, aunque no hayan hablado en años? No hubo ningún periodo de incomodidad entre nosotros cuando empezamos a vernos después de que Jon y yo nos divorciáramos. -Cogió una cucharada de alioli del mortero y se lo pasó para que hiciera lo mismo. Probó el pastelito de cangrejo y dijo-: No está mal. ¿Qué le parece?

– Está riquísimo.

– Adulador. Apuesto y bien educado, veo. ¿Su mujer es buena cocinera?

– Es pésima.

– Entonces tendrá otras virtudes.

Pensó en Helen: su risa, esa alegría incontenible, tanta compasión.

– Creo que tiene cientos de virtudes.

– Lo que hace que las aptitudes culinarias sean indiferentes…

– Totalmente irrelevantes; siempre está la comida a domicilio.

– ¿Verdad que sí? -Le sonrió y luego añadió-: Estoy haciendo tiempo, como ya habrá supuesto. ¿Le ha pasado algo a Jon?

– ¿Sabe dónde está?

La mujer negó con la cabeza.

– Hace años que no hablo con él. Nuestro hijo mayor…

– Jamie.

– Ah. ¿Sabe lo de Jamie? -Y cuando Lynley asintió, ella prosiguió diciendo-: Supongo que todos tenemos cicatrices de nuestra infancia por algún motivo u otro y Jon vivió lo suyo. Su padre era un hombre severo, con ideas fijas sobre qué debían hacer sus hijos con sus vidas, que decidió que debían dedicarse a la ciencia. Es una estupidez decidir sobre la vida de tus hijos, pienso yo, pero ahí lo tiene, es lo que hizo. Por desgracia, ninguno de los chicos tenía el más mínimo interés en la ciencia, así que los dos le decepcionaron y nunca permitió que lo olvidaran. Jon estaba resuelto a no ser ese tipo de padre para nuestros hijos, en especial para Jamie, y debo decir que lo hizo muy bien. Los dos lo hicimos muy bien como padres. Yo me quedé en casa con los niños porque él insistió y yo accedí; creo que eso influyó. Estábamos unidos a los niños, y los críos entre ellos, aunque se llevaran algunos años. En cualquier caso, éramos una familia muy bien avenida y muy feliz.

– Y entonces murió su hijo.

– Y entonces murió Jamie. -Dejó el cuchillo y el tenedor en la mesa y juntó las manos en su regazo-. Jamie era un chico encantador. Bueno, tenía sus peculiaridades, qué chaval de su edad no las tiene, pero en el fondo era encantador, y cariñoso. Y muy muy bueno con sus hermanas pequeñas. Su muerte nos destrozó a todos, pero Jon no pudo aceptarlo. Yo pensaba que al final lo asumiría. «Dale tiempo», me decía. Pero cuando la vida de una persona pasa a centrarse en la muerte de otra y en nada más… Verá, yo tenía que pensar en las niñas. Tenía que pensar en mí. No podía vivir de aquella manera.

– ¿Cómo?

– No hablaba de otra cosa y, por lo que yo veía, no pensaba en otra cosa. Era como si la muerte de Jamie hubiera invadido su cerebro y hubiera borrado todo lo que no tuviera que ver con la muerte de Jamie.

– Me han dicho que no se quedó satisfecho con la investigación y que organizó la suya propia.

– Debió de organizar media docena. Pero no sirvió de nada. Y cada vez que no servía de nada, se volvía un poco más loco. A esas alturas, naturalmente, ya había perdido el negocio y habíamos gastado todos nuestros ahorros y perdido la casa; aquello empeoró las cosas porque Jon sabía que era el responsable de lo que estaba ocurriendo, pero no podía parar. Intenté decirle que llevar a alguien ante la justicia no influiría en su dolor ni en su pérdida, pero él creía que sí, estaba seguro, igual que la gente cree que la ejecución del asesino de su ser querido mitigará de algún modo su desolación. Pero ¿cómo puede mitigarla, en realidad? La muerte de un asesino no trae a nadie de vuelta y eso es lo que queremos y nunca podemos conseguir.

– ¿Qué ocurrió con Jonathan cuando se divorciaron?

– Los primeros tres años más o menos me llamaba de vez en cuando. Para informarme de las «novedades», decía. Naturalmente, nunca hubo ninguna novedad viable de la que informar, pero necesitaba creer que estaba haciendo progresos en lugar de lo que estaba haciendo en realidad.

– ¿Que era?

– Que fuera más y más difícil que alguien involucrado en la muerte de Jamie se… desmoronara, supongo que es la palabra. Creía que se trataba de una enorme conspiración en la que estaba implicado todo Pengelly Cove, donde él era el intruso y ellos la comunidad callada resuelta a proteger a los suyos.

– ¿Pero usted no lo creía?

– Yo no sabía qué creer. Quería apoyar a Jon y al principio lo intenté, pero para mí la cuestión era que Jamie estaba muerto. Le habíamos perdido, todos, y nada de lo que Jon hiciera iba a cambiar eso. Supongo que podría decirse que me centré en ese hecho y me parecía, para bien o para mal, que el resultado de lo que estaba haciendo Jon era mantener viva la muerte de Jamie, como una herida que te rascas y vuelve a sangrar en lugar de permitir que se cure. Y yo creía que lo que todos necesitábamos era curarnos.

– ¿Volvió a verle? ¿Sus hijas volvieron a verle?

La mujer negó con la cabeza.

– ¿Y no es sumar una tragedia a otra tragedia? Nuestro hijo tuvo una muerte horrible, pero Jon perdió a los cuatro por decisión propia porque eligió al muerto por encima de los vivos. Para mí, esa tragedia es mayor que haber perdido a nuestro hijo.

– Algunas personas no tienen otro modo de reaccionar a una pérdida repentina e inexplicable -dijo Lynley en voz baja.

– Imagino que tiene razón. Pero en el caso de Jon, pienso que fue una elección consciente. Y de esta manera, decidió vivir como había vivido siempre, poniendo a Jamie por delante. Mire, le enseñaré a qué me refiero.

Se levantó de la mesa y, limpiándose las manos en el delantal, entró en el salón. Lynley vio que se acercaba a las estanterías abarrotadas, de donde cogió una fotografía de entre las muchas que había expuestas. La llevó a la cocina y se la entregó, diciendo:

– A veces las fotografías dicen cosas que las palabras no pueden expresar.

Lynley vio que le había dado un retrato familiar. En él, una versión de ella unos treinta años más joven posaba con su marido y cuatro niños muy monos. Era una escena invernal, con mucha nieve y una cabaña y un telesilla al fondo. En primer plano, vestida con ropa deportiva y los esquíes apoyados en los hombros, la familia se mostraba feliz, lista para la acción, Niamh con un bebé en los brazos y con otras dos niñas que se reían pegadas a ella; a un metro de distancia quizá, Jamie y su padre. Jonathan Parsons tenía el brazo alrededor del cuello de su hijo en un gesto cariñoso y lo acercaba hacia él. Los dos sonreían.

– Así era -dijo Niamh-. No parecía importar tanto porque, al fin y al cabo, las niñas me tenían a mí. Me dije que era algo entre hombre y hombre y mujer y mujer y que debería estar contenta de que Jon y Jamie estuvieran tan unidos y que las niñas y yo fuéramos uña y carne. Pero claro, cuando Jamie murió Jon pensó que lo había perdido todo. Tenía tres cuartas partes de su vida justo delante de él, pero era incapaz de verlo. Esa fue su tragedia. No quise convertirla en la mía.

Lynley dejó de examinar la foto.

– ¿Podría quedármela un tiempo? Se la devolveré, naturalmente.

La petición pareció sorprenderla.

– ¿Quedársela? ¿Para qué?

– Me gustaría enseñársela a alguien. Se la devolveré dentro de unos días. Por correo. O en persona, si lo prefiere. La guardaré bien.

– Llévesela, por supuesto -dijo la mujer-. Pero… No le he preguntado y tendría que haberlo hecho. ¿Por qué ha venido a hablar de Jon?

– Un chico murió al norte de aquí, en las afueras de Casvelyn.

– ¿En una cueva? ¿Como Jamie?

– Cayó de un acantilado.

– ¿Y cree que tiene algo que ver con la muerte de Jamie?

– No estoy seguro. -Lynley volvió a mirar la fotografía-. ¿Dónde viven sus hijas ahora, señora Triglia? -le preguntó.