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Cuando Kerra y su padre entraron en Toes on the Nose, el café estaba prácticamente vacío. En parte era por el momento del día, entre las comidas, y en parte por el estado del mar. Cuando las olas eran buenas, ningún surfista en sus cabales perdería el tiempo en la cafetería.
Había invitado a Ben a tomar algo. Podrían haberse quedado en el hotel tranquilamente, pero quería conversar con él lejos de Adventures Unlimited. El hotel le recordaba la muerte de Santo y la reciente pelea que había tenido con su madre. Quería que esta charla con su padre se produjera en territorio neutral, en un lugar nuevo.
No era que Toes on the Nose fuera nuevo en el sentido literal de la palabra, sino que más bien se trataba de una recreación inadecuada de lo que en su día fue el Green Table Café, un ejemplo perfecto del «Si no puedes vencerlos, únete a ellos», ocupado tiempo atrás por los surfistas debido a su proximidad a la playa de St. Mevan. El café había cambiado de propietarios y éstos habían visto posibilidades comerciales en los pósters de películas antiguas de surf y la música de los Beach Boy y Jan y Dean. La carta, sin embargo, seguía siendo la misma que cuando habían comprado el local: patatas fritas con queso, lasaña con patatas fritas y pan de ajo, patatas asadas con diversos rellenos, sándwich de patatas fritas… Se te podían atascar las arterias sólo leyendo la carta.
Kerra pidió una Coca-Cola en la barra y su padre, un café. Luego ocuparon una mesa tan lejana de los altavoces como les fue posible, debajo de un póster de Endless Summer.
Ben miró el cartel de Riding Giants al otro lado de la sala; sus ojos fueron de éste al de Gidget y pareció compararlos, antes de sonreír, tal vez con nostalgia. Kerra lo vio y le preguntó:
– ¿Por qué lo dejaste?
Su mirada regresó con ella y, por un momento, Kerra pensó que su padre no contestaría a una pregunta tan directa, pero la sorprendió.
– Me fui de Pengelly Cove -contestó con sinceridad-. En Truro no se practica mucho surf.
– Podrías haber vuelto. A fin de cuentas, ¿a cuánto está Truro de la costa?
– No muy lejos -reconoció él-. Podría haber vuelto en cuanto tuve coche. Es cierto.
– Pero no lo hiciste. ¿Por qué?
Por un momento pareció pensativo y enseguida respondió:
– Corté con eso. Comprendí que no me había hecho ningún bien.
– Ah. -Kerra creía saber la razón, porque al fin y al cabo era la misma de todo lo que hacía Ben Kerne-. Mamá. Así la conociste.
Sin embargo, se percató que su respuesta se basaba únicamente en una suposición, porque nunca habían hablado de cómo se habían conocido Ben y Dellen Kerne. Era el tipo de pregunta que los niños hacían a sus padres constantemente en cuanto se daban cuenta de que éstos eran personas distintas a ellos: ¿Cómo os conocisteis tú y mamá? Pero ella no lo había preguntado nunca y dudaba que Santo lo hubiera hecho.
Ben estaba dándole las gracias al dueño por la taza de café y no contestó hasta que Kerra tuvo su Coca-Cola.
– No fue por tu madre, Kerra -dijo entonces-. Hubo otras razones. El surf me llevó a un lugar al que habría sido mejor no ir.
– ¿A Truro, quieres decir?
Su padre sonrió.
– Hablaba metafóricamente: un chico murió en Pengelly Cove y todo cambió. Fue culpa del surf, más o menos.
– A eso te referías, a que no te aportó nada bueno.
– Por eso no me gustaba que Santo hiciera surf. No quería que se sumergiera en una situación que pudiera causarle el mismo tipo de problemas que viví yo. Así que hice todo lo posible por desanimarle. No hice bien, pero ahí está. -Sopló el café y bebió un sorbo-. Maldita sea. Fue una locura intentarlo -dijo con ironía-. Santo no necesitaba que me metiera en su vida, al menos no en eso. Sabía cuidar de sí mismo, ¿verdad?
– Al final resultó que no -observó Kerra en voz baja.
– No, resultó que no. -Ben giró la taza de café en el plato, mirándose las manos. Se quedaron en silencio mientras los Beach Boys cantaban «Surfer Girl». Después de uno de los versos, Ben dijo-: ¿Por eso me has traído aquí? ¿Para hablar de Santo? Todavía no le hemos mencionado, ¿verdad? Lo lamento. No he querido hablar de él y lo has acabado pagando tú.
– Todos tenemos cosas que lamentar cuando se trata de Santo -respondió Kerra-. Pero no es la razón por la que quería hablar contigo.
De repente, el tema le daba vergüenza. Cualquier conversación sobre Santo hacía que se examinara a sí misma y sus motivos y los considerara egoístas. Por otro lado, lo que tenía que decir probablemente animaría mucho a su padre y su aspecto le decía que él necesitaba animarse.
– ¿De qué se trata, entonces? -preguntó-. No son malas noticias, espero. No irás a dejarnos, ¿verdad?
– No. Bueno, sí, en cierto modo. Alan y yo vamos a casarnos.
Su padre asimiló la información y una leve sonrisa empezó a iluminar su cara.
– ¿En serio? Es una noticia excelente; es un hombre estupendo. ¿Cuándo?
– No hemos fijado la fecha, pero será este año. Todavía no hay anillo, pero ya llegará. Alan insiste en ello, quiere tener lo que él llama un «compromiso como es debido». Ya conoces a Alan. Y… -Puso las manos alrededor del vaso-. Quiere pedirte mi mano, papá.
– ¿De verdad?
– Dice que quiere hacer las cosas bien, de principio a fin. Sé que es una tontería y que, hoy en día, ya nadie pide la mano, pero él quiere hacerlo. En cualquier caso, espero que digas que sí. A la pedida, quiero decir.
– ¿Por qué iba a negarme?
– Bueno… -Kerra apartó la vista. ¿Cómo podía expresarlo?-. Quizá te hayas desencantado un poco con la idea del matrimonio. Ya sabes por qué lo digo.
– Por tu madre.
– No puede haber sido un viaje agradable para ti y entendería que no quisieras que yo lo iniciara.
Ahora le tocó a Ben evitar la mirada de Kerra.
– El matrimonio es difícil sea cual sea la situación en que se encuentre la pareja. Si piensas lo contrario, te encontrarás con muchas sorpresas.
– Pero hay muchas clases de cosas difíciles -dijo Kerra-. Difíciles de verdad, imposibles de aceptar.
– Ah, sí. Sé que has pensado en eso: en el porqué de todo. Llevo viendo esa pregunta en tu cara desde que tenías doce años.
Hablaba con tanto pesar que Kerra sintió dolor.
– ¿Alguna vez pensaste…? ¿Nunca quisiste…? -inquirió ella.
Su padre puso la mano sobre la suya.
– Tu madre ha puesto a prueba mi paciencia, es incuestionable. Pero esos momentos han hecho que su camino sea más pedregoso que el mío y ésa es la verdad. Más allá de eso, me ha dado una hija, tú. Y debo darle las gracias por ello, por muchos defectos que tenga.
Al oír aquello, Kerra vio que el momento había llegado cuando menos lo esperaba. Miró su Coca-Cola, pero algo de lo que necesitaba decirle a su padre debió de reflejarse en sus facciones porque Ben preguntó:
– ¿Qué pasa, Kerra?
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Si dar el gran paso con otra persona? No se sabe, nunca existe ninguna certeza sobre qué tipo de vida tendrás con otra persona, ¿verdad? Pero llega un momento…
– No, no. No me refería a eso. -Notó que se le encendía el rostro: le ardían las mejillas e imaginaba que el rubor estaba desplegándose como un abanico hacia sus orejas-. ¿Cómo sabes que nosotros…? ¿Que yo…? Con seguridad. Por…
Ben frunció el ceño un momento, pero entonces abrió un poco más los ojos mientras se daba cuenta de qué significaban aquellas palabras.
– Por cómo es ella -añadió Kerra, abatida-. Me lo he preguntado, ¿sabes?, a veces.
Su padre se levantó de repente y Kerra pensó que iba a marcharse del café, porque miró hacia la puerta. Pero en lugar de eso, le dijo:
– Ven conmigo, hija. No, no. Deja tus cosas donde están. -La llevó ante un perchero, donde había colgado un pequeño espejo con el marco de concha. La colocó delante y él se puso detrás de ella, con las manos en sus hombros-. Mira tu cara y la mía. Dios santo, Kerra, ¿de quién ibas a ser hija?
Le escocían los ojos y parpadeó para aliviar el picor.
– ¿Y Santo? -preguntó ella.
Sus manos le apretaron los hombros de un modo tranquilizador.
– Tú eres mi preferida -contestó- y Santo siempre fue el favorito de tu madre.
Cuando Lynley entró en el centro de operaciones de Casvelyn, había pasado casi todo el día fuera, atravesando Cornualles desde Exeter a Boscastle. Encontró a la inspectora Hannaford y a la sargento Havers haciendo de público para el agente McNulty, que estaba explayándose en un tema que parecía muy importante para él. Consistía en una serie de fotografías que había expuesto en la mesa. Havers parecía interesada pero Hannaford escuchaba con una expresión inequívoca de desgana.
– Aquí está cogiendo la ola y la foto es buena. Se ven la cara y los colores de la tabla, ¿vale? Se ha colocado en una buena posición y tiene experiencia. Surfea principalmente en Hawai y en la bahía Half Moon el agua está fría de narices, así que no está acostumbrado a la temperatura, pero sí al tamaño de la ola. Tiene miedo, pero ¿quién no lo tendría? Si no lo tienes, estás loco. Toneladas y toneladas de agua, y a menos que hayas cogido la última ola de ese grupo, puede venir otra detrás, justo después de la que puede haberte tirado. Y te hundirá y succionará, así que es mejor que tengas miedo y muestres respeto. -Pasó a la siguiente fotografía-. Miren el ángulo: aquí lo está perdiendo. Sabe que se va a caer y se pregunta lo mal que lo va a pasar, que es lo que se ve aquí, en la siguiente foto. -La señaló-. Un cuerpo que cae justo contra la pared de la ola. Va a una velocidad endemoniada y el agua también, así que ¿qué pasa cuando choca? ¿Se rompe algunas costillas? ¿Se queda sin respiración? No importa porque ahora se dirige al último lugar adonde alguien querría ir en Maverick's: hacia la espuma. Aquí, donde apenas se le distingue.
Lynley se unió a ellos en la mesa y vio que el agente hablaba de un solo surfista en una ola del tamaño de una colina móvil de color verde jade. En la fotografía que señalaba, la ola se había tragado por completo al surfista, cuya figura fantasmal se distinguía detrás de la espuma blanca, una muñeca de trapo en una lavadora.
– Algunos de estos tipos viven para que les saquen una fotografía cogiendo una ola gigante -dijo McNulty para concluir sus observaciones-. Y otros mueren justamente por la misma razón. Es lo que le pasó a él.
– ¿Quién es? -preguntó Lynley.
– Mark Foo -contestó McNulty.
– Gracias, agente -dijo Bea Hannaford-. Muy dramático y deprimente, siempre esclarecedor. Ahora vuelva al trabajo; los dedos del señor Priestley esperan sus atenciones. -Se dirigió a Lynley-: Quiero hablar con usted y también con usted, sargento Havers.
Movió la cabeza en dirección a la puerta y los llevó a una sala de interrogatorios mal amueblada que hasta la presente investigación parecía que se hubiera empleado principalmente como almacén de material de oficina. No se sentó, ni ellos tampoco.
– Hábleme de Falmouth, Thomas.
Sorprendido por los acontecimientos del día, Lynley estaba sinceramente confuso.
– He estado en Exeter, no en Falmouth -le respondió.
– No se ande con rodeos; no le hablo de hoy. ¿Qué sabe de Daidre Trahair y Falmouth que no me ha contado? Y no vuelvan a mentirme; uno de los dos fue allí y si fue usted, sargento Havers, como al parecer sospecha la doctora Trahair, sólo hay una razón por la que emprendió ese viajecito secundario, que no tiene nada que ver con ninguna orden que yo le haya dado. ¿Me equivoco?
Lynley intervino.
– Yo le pedí a Barbara que investigara…
– Por muy asombroso que parezca -le interrumpió Bea-, eso ya lo había deducido yo solita. Pero el problema es que la investigación la dirijo yo, no usted.
– No fue así -dijo Havers-. Él no me pidió que fuera a Falmouth, ni siquiera sabía que venía hacia aquí cuando me pidió que investigara su pasado.
– Vaya, ¿de verdad?
– Sí, me llamó al móvil y yo estaba en el coche. Supongo que eso sí lo sabía, que estaba en el coche, pero no sabía dónde estaba ni adónde iba y no tenía ni idea de que podría ir a Falmouth. Sólo me preguntó si podía investigar algunos detalles del pasado de la doctora. Y resultó que podía ir a Falmouth. Y como no estaba lejos del lugar adonde me dirigía -que era aquí, por supuesto- pensé que podía ir antes de…
– ¿Está loca? Falmouth está a kilómetros de aquí, por el amor de Dios. ¿Qué les pasa a ustedes dos? -preguntó Bea-. ¿Siempre van a la suya en una investigación o soy yo la primera de sus compañeros que tiene ese honor?
– Con el debido respeto, señora -empezó a decir Lynley.
– No me llame «señora».
– Con el debido respeto, inspectora -dijo Lynley-. No formo parte de la investigación; oficialmente, no. Ni siquiera soy… -Buscó un término-: Un agente de policía oficial.
– ¿Intenta hacerse el gracioso, comisario Lynley?
– En absoluto. Sólo intento señalar que en cuanto me comunicó que yo iba a ayudarla a pesar de que yo no deseaba hacerlo…
– Es usted un testigo esencial, maldita sea; a nadie le importa lo que desea. ¿Qué esperaba? ¿Seguir tranquilamente su camino?
– Esto hace que esta situación aún sea más irregular -dijo Lynley.
– Tiene razón -añadió Havers-, si no le importa que se lo diga.
– Claro que me importa, y mucho, joder. No estamos jugando con la cadena de mando. A pesar de su rango -le dijo a Lynley-, soy yo quien dirige esta investigación, no usted. No está en posición de asignar actividades a nadie, incluida la sargento Havers, y si cree que lo está…
– Él no lo sabía -le interrumpió Havers-. Podría haberle dicho que venía hacia aquí cuando me llamó, pero no lo hice, o que cumplía órdenes…
– ¿Qué órdenes? -preguntó Lynley.
– … pero tampoco lo hice. Usted sabía que al final yo llegaría…
– ¿Ordenes de quién? -volvió a preguntar Lynley.
– … así que cuando me llamó, no me pareció tan irregular…
– ¿De quién? -preguntó por tercera vez Lynley.
– Ya sabe de quién -le dijo Havers.
– ¿Le ha mandado Hillier?
– ¿Qué creía? ¿Que podría irse y ya está? ¿Que a nadie le importaría? ¿Que nadie se preocuparía? ¿Que nadie querría intervenir? ¿Realmente cree que podía desaparecer, que significa tan poco para…?
– ¡Vale, vale! -dijo Bea-. Al rincón los dos. Dios mío, basta ya. -Respiró para tranquilizarse-. Esto termina aquí y ahora. ¿De acuerdo? Usted -le dijo a Havers- trabaja para mí, no para él. Entiendo que había motivos ocultos implicados en el ofrecimiento para mandarla aquí a ayudarme, pero fueran cuales fueran tendrá que tratarlos en su tiempo, no en el mío. Y usted -le espetó a Lynley- de ahora en adelante, va a ser sincero conmigo con lo que haga y lo que sepa. ¿Ha quedado claro?
– Sí -le respondió él.
Havers también asintió, pero Lynley advirtió que debajo del cuello de la camisa estaba encendida y que quería decir algo más. No a Hannaford, sino a él.
– Perfecto, excelente. Ahora hablemos de Daidre Trahair desde el principio, esta vez sin ocultar nada. ¿Ha quedado claro eso también?
– Sí.
– Genial. Ahora obséquieme con los detalles.
Lynley sabía que no le quedaba más remedio que hablar.
– Parece que Daidre Trahair no existía antes de matricularse en el instituto a los trece años. Y aunque dice que nació en su casa en Falmouth, su nacimiento tampoco está registrado. Además, algunas partes de la historia que me ha contado sobre su trabajo en Bristol no concuerdan con los hechos.
– ¿Qué partes?
– En la plantilla hay una veterinaria que se llama Daidre Trahair, pero la persona que identificó como su amigo Paul, que supuestamente es el cuidador de los primates, no existe.
– Esa parte no me la contó -le interpeló Havers-. ¿Por qué no lo hizo?
Lynley suspiró.
– Es que no me parece que ella… No la veo como una asesina, sinceramente, y no quise ponerle las cosas más difíciles.
– ¿Más difíciles que qué? -preguntó Hannaford.
– No lo sé. Parece… Reconozco que hay algo raro en ella, pero no creo que tenga nada que ver con el asesinato.
– ¿Y supone que usted está en condiciones de juzgar eso? -dijo Hannaford.
– No estoy ciego -contestó él-, no he perdido mi agudeza.
– Ha perdido a su mujer -dijo Hannaford-. ¿Cómo espera pensar, ver o hacer lo que sea con claridad después de lo que le ha sucedido?
Lynley retrocedió, sólo un paso. Quería poner fin a esta conversación y le pareció que aquél era un principio para concluirla tan bueno como cualquier otro que se le ocurriera. No contestó. Vio que Havers le observaba y sabía que debía dar una respuesta de alguna clase o que ella contestaría por él, algo que le resultaría insoportable.
– No estaba ocultándole ningún hecho, inspectora, sólo quería ganar tiempo.
– ¿Para qué?
– Para algo así, supongo.
Llevaba un sobre de papel manila, del que extrajo la fotografía que había cogido de Lark Cottage en Boscastle. Se la entregó.
Hannaford la examinó.
– ¿Quiénes son estas personas?
– Son una familia llamada Parsons: su hijo, el chico de la foto, murió en una cueva en Pengelly Cove hará unos treinta años. Esta fotografía se tomó por esa época, tal vez uno o dos años antes. La madre se llama Niamh; el padre, Jonathan; el chico, Jamie, y las chicas son sus hermanas menores. Me gustaría encargar una progresión de edad. ¿Tenemos a alguien que pueda hacerla rápidamente?
– ¿Una progresión de edad de quién? -preguntó la inspectora Hannaford.
– De todos -contestó Lynley.
Daidre había aparcado en Lansdown Road. Sabía que estar tan cerca de la comisaría no daría una buena impresión, pero tenía que verlo y, en igual medida, necesitaba una señal que le indicara qué se suponía que debía hacer a continuación. La verdad significaba confiar y dar un salto de fe, pero esto podía hundirla de lleno en el fango mortal de las traiciones y, a estas alturas de su vida, ya había sufrido suficientes.
Por el retrovisor, los vio salir de la comisaría. Si Lynley hubiera estado solo, tal vez se habría acercado a él para mantener la conversación que necesitaban, pero como estaba con la sargento Havers y la inspectora Hannaford, Daidre lo interpretó como una señal de que no era el momento adecuado. Estaba estacionada en la calle un poco más arriba y cuando los tres policías se detuvieron en el aparcamiento de la comisaría para intercambiar unas palabras, arrancó el coche y se incorporó al tráfico. Al estar concentrados en la conversación, ninguno de los tres miró en su dirección. Daidre también lo interpretó como una señal. Sabía que habría quien diría que era una cobarde por huir en aquel momento; sin embargo, habría otros que la felicitarían por tener un fuerte instinto de supervivencia.
Salió de Casvelyn y se dirigió hacia el interior, primero hacia Stratton y luego por la campiña. Cuando por fin se bajó del coche en la sidrería el día estaba apagándose deprisa.
Las circunstancias, decidió, le pedían el perdón, pero éste iba en dos direcciones, en todas, en realidad. Necesitaba pedirlo y darlo, y ambas actividades requerirían cierta práctica.
El cerdo Stamos resoplaba en su corral en el centro del patio. Daidre pasó por delante de él y dobló la esquina de la fábrica de mermelada, donde dos cocineros limpiaban las enormes ollas de cobre bajo las brillantes luces. Abrió la verja que había debajo de la pérgola y entró en la parte privada del jardín. Igual que el otro día, oyó una música de guitarra, pero esta vez sonaba más de una.
Supuso que era un disco y llamó a la puerta. La música se detuvo y, cuando Aldara abrió, Daidre vio que la mujer no estaba sola. Un hombre de unos treinta y cinco años de tez morena estaba colocando una guitarra en un soporte, y ella tenía la suya bajo el brazo. Ambos habían estado tocando, obviamente: él era muy bueno y, por supuesto, ella también.
– Daidre -dijo Aldara, con voz neutral-, qué sorpresa. Narno estaba dándome clases. Narno Rojas -añadió-, de Launceston.
Completó la presentación mientras el español se ponía en pie e inclinaba ligeramente la cabeza para saludar. Daidre le saludó y preguntó si debía volver en otro momento.
– Si estás en mitad de una clase… -añadió.
Lo que pensó en realidad fue: «Sólo Aldara podía encontrar a un profesor de aspecto tan exquisito». Tenía los ojos grandes y oscuros y unas largas pestañas, como los héroes de los dibujos animados de Disney.
– No, no, ya habíamos terminado -dijo Aldara-. Sólo estábamos entreteniéndonos. ¿Nos has oído? ¿No crees que sonamos bien juntos?
– Pensaba que era un disco -reconoció Daidre.
– ¿Lo ves? -gritó Aldara-. Narno, deberíamos tocar juntos: soy mucho mejor contigo que sola. -Y le dijo a Daidre-: Ha sido un encanto al darme clases; le hice una oferta que no pudo rechazar y aquí estamos. ¿No es verdad, Narno?
– Sí -respondió él-, pero tú tienes un don. Lo mío es cuestión de práctica, pero tú… Sólo necesitas que te animen.
– Lo dices para halagarme, pero si prefieres creerlo, no te lo discutiré. En cualquier caso, ése es tu papel. Tú eres quien me anima y me encanta cómo lo haces.
Él se rió, le levantó la mano y le dio un beso en los dedos. Llevaba una ancha alianza dorada.
Guardó la guitarra en su funda y se despidió de las dos. Aldara lo acompañó a la puerta, salió fuera con él e intercambiaron unos susurros. Luego regresó con Daidre.
Parecía un gato que había encontrado existencias infinitas de leche, pensó la veterinaria.
– Ya imagino qué oferta fue -dijo.
Aldara guardó su guitarra en la funda.
– ¿A qué oferta te refieres, cielo?
– A la que no pudo rechazar.
– Ah. -Aldara se rió-. Bueno, lo que ha de ser será. Tengo que hacer algunas cosas, Daidre; podemos charlar mientras las hago. Ven conmigo, si te parece.
La condujo a unas estrechas escaleras, cuyo pasamanos era una gruesa cuerda de terciopelo. Subió y llevó a Daidre al dormitorio, donde se puso a cambiar las sábanas de una gran cama que ocupaba la mayor parte del espacio.
– Piensas lo peor de mí, ¿verdad? -dijo Aldara.
– ¿Acaso te importa lo que yo piense?
– Claro que no. Qué lista eres. Pero a veces lo que piensas no es lo que es.
Tiró el edredón al suelo, arrancó las sábanas del colchón y las dobló con cuidado en lugar de hacer una bola con ellas como habría hecho cualquier otra persona. Fue al armario de la caldera que había en el minúsculo descansillo junto a las escaleras y sacó unas sábanas limpias, que parecían caras y también fragantes.
– Nuestro acuerdo no es sexual, Daidre.
– No estaba pensando…
– Claro que sí. ¿Y quién podría culparte? Al fin y al cabo, me conoces. Toma, ayúdame con esto, ¿quieres?
Daidre se acercó. Los movimientos de Aldara eran hábiles: alisó las sábanas con afecto.
– ¿Verdad que son preciosas? -preguntó-. Son italianas. He encontrado una lavandera particular muy buena en Morwenstow. Está un poco lejos, pero hace maravillas con ellas y no confiaría mis sábanas a cualquiera. Son demasiado importantes, ya me entiendes.
No quería entenderlo. Para Daidre las sábanas eran sólo sábanas, aunque podía ver que éstas seguramente costaban más de lo que ella ganaba en un mes. Aldara era una mujer que no se privaba de los pequeños lujos de la vida.
– Tiene un restaurante en Launceston, al que fui a cenar un día. Cuando no recibía a los clientes, tocaba la guitarra. Y pensé: «Cuánto puedo aprender de este hombre». Así que hablé con él y llegamos a un acuerdo: Narno no quiso aceptar dinero, pero necesita colocar a algunos familiares y su restaurante no tiene tantos puestos de trabajo que ofrecer; su familia es muy extensa.
– Entonces, ¿trabajan para ti aquí?
– No me hacen falta. Pero Stamos siempre necesita trabajadores para el hotel en St. Ives y he comprobado que la culpa de un ex marido es una herramienta útil.
– No sabía que seguías hablándote con Stamos.
– Sólo cuando me puede servir de algo. Si no, por mí podría desaparecer de la faz de la tierra y, créeme, no me molestaría ni en decirle adiós. ¿Puedes remeter bien las sábanas, cielo? No soporto que se arruguen.
Se acercó adonde estaba Daidre y le enseñó hábilmente cómo quería que lo hiciera.
– Bonitas, limpias y preparadas -dijo cuando terminó. Entonces miró a Daidre con cariño. La luz de la habitación proyectaba un magnífico resplandor tenue y, gracias a él, Aldara parecía veinte años más joven-. No quiero decir que al final no acabe pasando. Narno sería un amante de lo más enérgico, creo, y es así como me gustan.
– Entiendo.
– Sé que sí. La policía ha estado aquí, Daidre.
– Por eso he venido.
– Entonces fuiste tú; me lo imaginaba.
– Lo siento, Aldara, pero no tuve elección. Dieron por sentado que era yo: pensaban que Santo y yo…
– ¿Y tenías que salvaguardar tu reputación?
– No fue por eso. Tienen que averiguar lo que le ocurrió y no lo harán si la gente no empieza a contar la verdad.
– Sí, ya te entiendo. Pero muchas veces la verdad es… Bueno, bastante inoportuna. Si la verdad de una persona es un golpe insoportable y a la vez innecesario para otra, ¿hay que contarla?
– Ese no es el tema.
– Pero lo que sí parece es que nadie le está contando a la policía todo lo que hay que contar, ¿no crees? Si fueron a hablar contigo antes que conmigo, sería porque la pequeña Madlyn no les contó todo.
– Quizás se sintiera demasiado humillada, Aldara. Encontrar a su novio en la cama con su jefa… Quizás fuera más de lo que quería decir.
– Supongo. -Aldara le dio una almohada y la funda correspondiente para que Daidre la pusiera mientras ella hacía lo mismo con la otra-. Pero ahora ya no tiene importancia, lo saben todo. Yo misma les conté lo de Max y, bueno, tenía que hacerlo, ¿no? Al final iban a descubrir su nombre. Mi relación con él no era ningún secreto, así que no puedo estar enfadada contigo cuando yo también he dado el nombre de alguien a la policía, ¿verdad?
– ¿Max sabía que…? -Daidre vio por la expresión de Aldara que sí-. ¿Madlyn?
– Santo -contestó Aldara-. Qué estúpido. Era una maravilla en la cama. Menuda energía tenía: entre las piernas, celestial, pero entre las orejas… -Aldara se encogió de hombros exageradamente-. Algunos hombres, tengan la edad que tengan, no funcionan según el sentido común que Dios les dio.
Colocó la almohada en la cama y alisó el borde de la funda, que era de encaje. Cogió la que tenía Daidre, hizo lo mismo y luego pasó a doblar el resto de la sábana de un modo acogedor. En la mesita de noche, había una vela votiva en un soporte de cristal; la encendió y se retiró para admirar el efecto.
– Precioso -dijo-. Bastante acogedor, ¿no crees?
A Daidre le parecía tener la cabeza embotada: la situación no se parecía en nada a cómo había creído que sería.
– Realmente no lamentas su muerte, ¿verdad? ¿Sabes lo que te hace parecer eso?
– No seas tonta, claro que lo lamento. No me gusta que Santo Kerne muriera como lo hizo, pero yo no lo maté…
– Por el amor de Dios, es muy probable que seas la razón por la que murió.
– Lo dudo mucho. Max tiene demasiado orgullo para matar a un rival adolescente y, en cualquier caso, Santo no lo era, un hecho sencillo que no conseguí que él comprendiera. Santo sólo era… Santo.
– Tu juguetito.
– Si el diminutivo es porque era joven, sí lo era. Y también era un juguete, sí. Pero dicho así suena frío y calculador y, créeme, no era ni una cosa ni la otra. Nos divertíamos juntos y eso era lo que había entre nosotros, única y exclusivamente. Diversión y excitación por ambas partes, no sólo por la mía. Oh, ya lo sabes, Daidre. No puedes alegar desconocimiento y lo entiendes bastante. No nos habrías dejado tu casa si no lo entendieras.
– No te sientes culpable.
Aldara señaló la puerta con la mano, para indicar que salieran de la habitación y bajaran otra vez. Mientras descendían por las escaleras, dijo:
– La culpa implica que estoy involucrada en esta situación de algún modo y no es así. Éramos amantes, punto. Éramos dos cuerpos que se encontraban en una cama durante unas horas. Eso es lo que era y si crees de verdad que el mero acto sexual provocó…
Llamaron a la puerta y Aldara miró la hora. Luego miró a Daidre. Su expresión era de resignación, un gesto que luego hizo ver a Daidre que debería haber anticipado lo que sucedería a continuación. Pero fue tonta y no lo anticipó.
Aldara abrió la puerta y un hombre entró en la habitación. Sólo tenía ojos para ella y no vio a Daidre. La besó con la familiaridad de un amante: un beso de bienvenida que se convirtió en uno persuasivo y Aldara no hizo nada para terminarlo prematuramente. Cuando acabó, le dijo a unos milímetros de su boca:
– Hueles a mar.
– He salido a hacer surf. -Entonces vio a Daidre y dejó caer las manos de los hombros de Aldara-. No sabía que tenías compañía.
– Daidre ya se iba -dijo Aldara-. ¿Conoces a la doctora Trahair, cariño? Daidre, te presento a Lewis.
Le resultaba vagamente familiar, pero no lo ubicaba; lo saludó con la cabeza. Había dejado el bolso en el borde del sofá y fue a recogerlo. Mientras lo hacía, Aldara añadió:
– Angarrack. Lewis Angarrack.
Y aquello provocó que Daidre se detuviera. Entonces reconoció el parecido, porque había visto a Madlyn en más de una ocasión, naturalmente, cuando iba a la sidrería Cornish Gold. Miró a Aldara, que tenía una expresión tranquila, pero le brillaban los ojos y seguro que el corazón le latía con fuerza mientras la expectación disparaba su sangre por todo su cuerpo hacia todos los lugares adecuados.
Daidre asintió, pasó junto a Lewis Angarrack y salió al estrecho porche. Aldara murmuró algo al hombre y la siguió afuera.
– Entenderás nuestro problemilla, creo -le dijo.
Daidre la miró.
– La verdad es que no.
– ¿Primero su novio y ahora su padre? Es importantísimo que no se entere nunca, naturalmente, para no disgustarla más. Es lo que quiere Lewis. Qué pena, ¿no crees?
– Pues no, al fin y al cabo, a ti también te gusta que sea así: secretismo, excitación, placer.
Aldara sonrió, con esa forma lenta y cómplice que Daidre sabía que era parte de su atractivo con los hombres.
– Bueno, si tiene que ser así, así será.
– No tienes principios, ¿verdad? -le preguntó Daidre a su amiga.
– ¿Y tú, cielo?