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Al final de aquel día horrible, Cadan se encontró pagando las consecuencias de sus actos: atrapado en el salón de su casa en Victoria Road con su hermana y Will Mendick. Madlyn, que acababa de volver del trabajo, todavía llevaba el uniforme de Casvelyn de Cornualles, con rayas del color del algodón de azúcar y un delantal con volantes en los bordes. Se había repantingado en el sofá, mientras que Will estaba delante de la chimenea con un ramo de azucenas en la mano. Había tenido el suficiente sentido común como para comprar las flores y no traer restos de algún cubo de basura, pero ahí acababa su sentido común.
Cadan estaba sentado en un taburete cerca de su loro. Había dejado a Pooh solo casi todo el día y tenía intención de compensarle con un largo masaje aviar, con la casa o, como mínimo, la habitación únicamente para ellos dos. Pero Madlyn había llegado a casa del trabajo y, pisándole los talones, había aparecido Will. Al parecer se había tomado al dedillo las descaradas mentiras que Cadan le había contado sobre su hermana y los sentimientos de ésta.
– … así que he pensado -estaba diciendo Will, con escaso aliento por parte de Madlyn- que quizá te gustaría… Bueno, salir.
– ¿Con quién? -dijo Madlyn.
– Con… Bueno, conmigo.
Todavía no le había dado las flores y Cadan esperaba fervientemente que fingiera no haberlas traído.
– ¿Y por qué querría hacer eso, exactamente?
Madlyn dio unos golpecitos con los dedos en el brazo del sofá. Cadan sabía que el gesto no tenía nada que ver con los nervios.
Will se puso más colorado -ya estaba rojo como un torpe en una clase de fox-trot- y miró a Cadan como diciendo: «Colega, échanos una mano». Éste apartó la vista.
– Sólo… ¿A comer tal vez? -insistió Will.
– ¿Comida de un cubo de basura, quieres decir?
– ¡No! Dios mío, Madlyn. No te pediría…
– Mira.
Madlyn tenía esa expresión en la cara. Cadan sabía qué significaba y también que Will no tenía ni la menor idea de que el detonador de su hermana estaba haciendo lo que fuera que hicieran éstos justo antes de que la bomba estallara. Ella se sentó en el borde del sofá y entrecerró los ojos.
– Por si no lo sabes, Will, y parece que no, he hablado con la policía hace bastante poco. Me pillaron en una mentira y se me echaron encima. Adivina qué sabían.
Will no dijo nada y Cadan instó a Pooh a subirse a su puño.
– Eh, ¿qué tienes que decir, Pooh? -dijo.
Normalmente al pájaro se le daba muy bien proporcionar distracciones, pero esta vez el loro guardó silencio. Si notaba la tensión de la habitación, no estaba respondiendo a ella con sus ruidos habituales.
– Sabían que seguí a Santo y lo que vi. Will, sabían que yo conocía lo que Santo hacía. Bien, ¿cómo crees que la poli lo sabía? ¿Tienes idea de cómo me hace quedar eso?
– No piensan que tú… No tienes por qué preocuparte…
– ¡Ése no es el tema! Mi novio se tiraba a una vaca vieja que podría ser su madre y le gustaba, y resulta que, además, yo trabajaba para ella y todo estaba pasando delante de mis narices. Parecían dos mosquitas muertas y él la llamaba «señora Pappas» delante mío; puedes estar seguro de que no la llamaba así cuando se la follaba. Y ella sabía que era mi novio: eso formaba parte de la diversión y por eso era especialmente simpática conmigo. Sólo que yo no lo sabía. Incluso tomaba una taza de té con ella y me hacía preguntas sobre mí. «Me gusta conocer a mis chicas», me decía. Oh, seguro que sí.
– No ves que por esa razón…
– No lo veo. Así que ahí estaban las polis mirándome y pude ver qué sabían y qué pensaban. Pobre niña estúpida, su novio prefería hacérselo con una vieja bruja que con ella. Y no necesitaba eso, ¿lo entiendes, Will? No necesitaba su lástima ni que lo supieran, porque ahora quedará por escrito para que lo vea y lo sepa todo el mundo ¿Sabes cómo sienta eso, tienes la menor idea?
– No fue culpa tuya, Madlyn.
– ¿No serle suficiente? ¿Tan poco le bastaba que también la deseaba a ella? ¿Cómo podría no ser culpa mía? Le quería, teníamos algo bueno, o eso pensaba yo.
– No, mira -dijo Will atrancándose-, no fue por ti. ¿Por qué no podías ver…? Habría hecho lo mismo… Se habría alejado, estuviera con quien fuera. ¿Por qué nunca te diste cuenta? ¿Por qué no pudiste dejar que…?
– Iba a tener un hijo suyo. Un hijo suyo, ¿vale? Pensé que eso significaba… que nosotros… Oh, Dios mío, olvídalo.
Will se había quedado boquiabierto con la revelación de Madlyn. Cadan conocía esta expresión, naturalmente, pero nunca había imaginado lo perdida que parecía una persona hasta que vio lo que transmitía el rostro de Will. No se había enterado. Pero, claro, ¿cómo iba a hacerlo? Era un tema privado que habían mantenido en la familia y Will no era un miembro de ella ni estaba cerca de serlo, un hecho que no parecía comprender ni siquiera ahora.
– Podrías haber recurrido a mí -dijo como atontado.
– ¿Qué?
– A mí, yo habría… No lo sé. Lo que hubieras querido. Podría haber…
– Le quería.
– No -dijo Will-, no podías quererle. ¿Por qué no te das cuenta de cómo era? Era un mal tío, pero tú le mirabas y veías…
– No hables así de él. No… No lo hagas.
Will parecía un hombre que hablaba un idioma que su interlocutora supuestamente entendía, y que luego descubría que ella era extranjera y que en realidad él también lo era, por lo que no podía hacer nada al respecto.
– Aún le defiendes -dijo lentamente y empezó a comprender-. Incluso después de… Y lo que acabas de decirme… Porque no iba a quedarse a tu lado, ¿verdad? Él no era así.
– Le quería -gritó ella.
– Pero me dijiste que le odiabas.
– Me hizo daño, por el amor de Dios.
– Pero entonces por qué yo…
Will miró a su alrededor como si de repente despertara. Su mirada se posó en Cadan y luego en las flores que había traído para Madlyn y que tiró a la chimenea. A Cadan le habría gustado bastante aquel gesto dramático si la chimenea funcionara. Pero como no era así, el acto le pareció anticuado, el tipo de cosa que se ve en las películas viejas de la tele.
La habitación se sumió en un silencio vacío.
– Le di un puñetazo -le dijo entonces Will a Madlyn-. Habría hecho más si hubiera estado dispuesto a pelear, pero no lo estaba. Ni siquiera le importó; no quiso pelear por ti, pero yo sí. Le pegué por ti, Madlyn, porque…
– ¿Qué? -gritó ella-. ¿En qué diablos estabas pensando?
– Te hizo daño, era un capullo integral y había que darle una lección…
– ¿Quién te pidió que fueras su maestro? Yo no, nunca. ¿Le diste…? Dios mío. ¿Qué más le hiciste? ¿También le mataste? ¿Es eso?
– No sabes lo que significa ¿verdad? -le preguntó Will-. Que le pegara, que yo… No lo sabes.
– ¿Qué? ¿Qué eres el puto príncipe azul? ¿Se supone que debería estar contenta por eso? ¿Agradecida? ¿Encantada? ¿Ser tu esclava para siempre? ¿Qué es lo que no sé exactamente?
– Podrían haberme encerrado -dijo con voz apagada.
– ¿De qué hablas?
– Si le hubiera puesto la zancadilla a un tío por la calle, aunque hubiera sido un accidente, podían encerrarme. Pero estaba dispuesto a hacerlo por ti. Y estaba dispuesto a darle una lección porque la necesitaba, pero tú no lo sabías y aunque lo supieras -como ahora-, no importa. Nunca lo has hecho. Nunca te he importado, ¿verdad?
– ¿Por qué diablos pensaste…?
Will miró a Cadan. Madlyn miró a Will y luego a su hermano. Por su parte, éste pensó que era el momento ideal para salir a dar un paseo vespertino con Pooh.
Bea estaba estirándose con la ayuda de una silla de la cocina, cumpliendo con sus obligaciones para mantener su envejecida espalda más o menos libre de dolor, cuando oyó una llave en la cerradura. Al sonido siguió un golpeteo familiar -pam, pam, PAM, pom POM- y luego la voz de Ray:
– ¿Estás en casa, Bea?
– Diría que el coche es un indicio bastante bueno de ello -gritó-. Antes eras mucho mejor policía.
Oyó que se acercaba hacia ella. Bea todavía llevaba el pijama, pero como consistía en una camiseta y unos pantalones de chándal, no le molestaba que alguien la sorprendiera en su déshabillé matinal.
Ray iba de tiros largos. Ella lo miró agriamente.
– ¿Estás esperando impresionar a alguna jovencita?
– Sólo a ti.
Fue a la nevera, donde Bea había dejado una jarra de zumo de naranja. La sostuvo a contraluz, la olió con recelo, le pareció que estaba a su gusto y se puso un vaso.
– Sírvete -dijo ella con sarcasmo-. Siempre puedo hacer más.
– Gracias -contestó él-. ¿Todavía lo echas en los cereales?
– Hay cosas que no cambian, Ray. ¿Por qué estás aquí? ¿Y dónde está Pete? No estará enfermo, ¿no? Hoy tiene colegio. Espero que no hayas dejado que te convenza…
– Hoy entraba antes -dijo Ray-. Tenía algo en clase de ciencias. Le he llevado y me he asegurado de que entraba y no tenía pensado largarse y ponerse a vender hierba en la esquina.
– Qué gracioso. Pete no se droga.
– Qué dicha, la nuestra.
Bea no hizo caso al plural.
– ¿Por qué estás aquí a estas horas?
– Quiere más ropa.
– ¿No se la has lavado?
– Sí, pero dice que no podemos esperar que cuando salga del colegio lleve lo mismo día tras día. Sólo le pusiste dos mudas.
– En tu casa tiene ropa.
– Dice que le queda pequeña.
– Como si fuera a notarlo. Nunca le ha importado un pimiento qué se pone; llevaría la sudadera del Arsenal todo el día si pudiera y lo sabes muy bien. Así que respóndeme de una vez: ¿por qué estás aquí?
Ray sonrió.
– Me has pillado. Se te da muy bien interrogar al sospechoso, cariño. ¿Cómo va la investigación?
– ¿Quieres decir que cómo va, a pesar de no tener ningún agente del equipo de investigación criminal?
Ray bebió un sorbo de zumo de naranja y dejó el vaso en la encimera, donde se apoyó. Era un hombre bastante alto y estilizado. Tendría buen aspecto para cualquier jovencita para quien se hubiera vestido, pensó Bea.
– A pesar de lo que crees, hice todo lo que estaba en mi mano con el tema del personal, Beatrice. ¿Por qué siempre piensas lo peor de mí?
Bea frunció el ceño. No contestó enseguida. Realizó un estiramiento más y entonces se levantó de la silla. Suspiró y dijo:
– No avanzamos ni mucho ni deprisa. Me gustaría decir que estamos estrechando el cerco sobre alguien, pero cada vez que lo he pensado, los acontecimientos o la información me han demostrado que me equivocaba.
– ¿Lynley te sirve de ayuda? Bien sabe Dios que tiene experiencia.
– Es un buen hombre, de eso no hay duda. Y nos han mandado a su compañera de Londres. Diría que ha venido más a vigilarle a él que a ayudarme a mí, pero es una buena policía, aunque un poco heterodoxa. Se desconcentra bastante con él…
– ¿Está enamorada?
– Ella lo niega, pero si lo está, no tiene la más mínima posibilidad. Decir que son como el día y la noche es quedarse corto; creo que está preocupada por él. Hace años que son compañeros y le importa; tienen una historia, por muy extraño que pueda ser. -Bea se alejó de la mesa y llevó el cuenco de cereales al fregadero-. En cualquier caso, son buenos policías, eso se ve. Ella es un perro de presa y él es muy rápido, pero me gustaría un poco más si tuviera menos ideas propias.
– Siempre te ha gustado que tus hombres sean así -apuntó Ray.
Bea le miró, pasó un momento y un perro ladró en el vecindario.
– Ha sido un golpe bajo -dijo.
– ¿Sí?
– Sí, Pete no era una idea. Era… Es una persona.
Ray no evitó su mirada ni su comentario. Bea registró el hecho como la primera vez que hacía cualquiera de las dos cosas.
– Tienes razón. -Le sonrió con cariño, aunque compungido-. No era una idea. ¿Podemos hablar del tema, Beatrice?
– Ahora no -dijo ella-, tengo trabajo, como bien sabes. -No añadió lo que quería decir realmente: que el momento de hablar había sido quince años atrás. Tampoco añadió que había elegido el momento mostrando muy poca consideración por su situación, algo que siempre había sido muy típico de Ray. Pero no pensó en qué significaba dejar pasar una oportunidad como aquélla, sino que activó el modo matinal y se preparó para ir a trabajar.
Sin embargo, de camino en el coche, ni siquiera Radio Four la distrajo lo suficiente como para no darse cuenta de que Ray prácticamente acababa de admitir por fin su ineptitud como marido. No estaba segura de qué hacer con aquel dato, así que agradeció entrar en el centro de operaciones y ver que sonaba el teléfono. Descolgó antes de que lo hiciera cualquiera de los miembros de su equipo, que iban de un sitio para otro, esperando sus tareas. Esperaba que alguien, al otro lado del hilo telefónico, le diera una idea de qué ordenarles que hicieran a continuación.
Resultó que Duke Clarence Washoe, de Chepstow, tenía disponible el informe preliminar de la comparación de los cabellos que le había dado. ¿Estaba lista para escucharlo?
– Agasájeme -le dijo.
– Microscópicamente, se parecen -dijo.
– ¿Sólo se parecen? ¿No coinciden?
– No podemos sacar una coincidencia con lo que tenemos. Estamos hablando de cutícula, córtex y médula. No es ADN.
– Lo sé. Bueno, ¿qué puede decirme?
– Son humanos, similares y podrían pertenecer a la misma persona o a dos familiares. Pero sólo se trata de una posibilidad. Verá, no tengo ningún problema en dejar constancia de los detalles del microscopio, pero hacer más análisis implica tiempo.
Y dinero, pensó Bea. El hombre no lo dijo, pero ambos lo sabían.
– ¿Sigo, entonces? -estaba preguntándole.
– Depende de la cuña. ¿Qué hay de eso?
– Un corte directo y sin titubeos. No hubo varios intentos, ni tampoco estrías. Debe buscar una máquina, no una herramienta manual, y con una hoja bastante nueva.
– ¿Está seguro?
Una máquina para cortar cables estrechaba considerablemente el campo. Bea sintió una ligera emoción.
– ¿Quiere que se lo explique con pelos y señales?
– Con los pelos me basta.
– Aparte de la posibilidad de dejar estrías, una herramienta manual hundiría tanto la parte superior como la inferior del cable y quedarían pegadas. Una máquina realiza un corte más limpio; además, los extremos también están brillantes. Lo estoy expresando de manera no científica. ¿Quiere que utilice la jerga adecuada?
Bea saludó con la cabeza a la sargento Havers cuando ésta entró en la sala. Esperaba que Lynley asomara tras ella, pero no apareció, por lo que frunció el ceño.
– ¿Inspectora? -dijo Washoe al otro lado del hilo telefónico-. ¿Quiere que…?
– Lo que me ha dicho está bien -le dijo-. Resérvese los términos científicos para el informe oficial.
– Lo haré.
– Y… ¿Duke Clarence?
Se estremeció al pronunciar el nombre del pobre diablo.
– ¿Jefa?
– Gracias por acelerar el tema del cabello.
Bea oyó que el hombre agradecía sus palabras mientras colgaba. Reunió a los pocos miembros de su equipo. Buscaban una herramienta mecánica, les dijo y les dio los detalles sobre la cuña tal como Washoe se los había explicado a ella. ¿Qué opciones tenían de encontrar una? ¿El agente McNulty?, se preguntó.
Parecía que McNulty estaba en una nube esta mañana, tal vez a consecuencia del éxito que había cosechado localizando fotos inútiles de surfistas muertos. Señaló que el antiguo aeródromo militar era una buena posibilidad: había varios negocios en aquellos viejos edificios y, sin duda, también habría una tienda de maquinaria. Un taller de coches también serviría, propuso alguien. O algún tipo de fábrica, fue otra de las sugerencias. Entonces las ideas surgieron deprisa: un metalista, incluso un escultor. ¿Y un herrero? Bueno, no era probable.
– Mi suegra podría hacerlo con los dientes -dijo alguien.
Carcajadas.
– Ya vale -dijo Bea.
Hizo un gesto con la cabeza al sargento Collins para que asignara la tarea: salir a encontrar la herramienta. Conocían a sus sospechosos: había que tenerlos en cuenta a ellos, sus casas y sus lugares de trabajo. Y también a cualquier persona que hubiera realizado alguna reparación en sus casas o sus lugares de trabajo.
– Quiero hablar con usted, sargento -le dijo entonces a Havers, y le indicó que fueran al pasillo-. ¿Dónde está el bueno de nuestro comisario esta mañana? -dijo-. ¿Se ha quedado en la cama?
– No, ha desayunado conmigo.
Havers pasó las manos por las caderas de sus pantalones anchos de pana, que siguieron con el mismo tamaño.
– ¿De verdad? Espero que el desayuno estuviera delicioso y me emociona saber que no se salta ninguna comida. ¿Dónde está?
– Seguía en el hostal cuando yo…
– ¿Sargento? Menos ruido y más nueces, por favor. Algo me dice que si hay alguien que sabe dónde está Thomas Lynley y qué está haciendo, es usted. ¿Dónde está?
Havers se pasó la mano por el pelo. El gesto no mejoró en absoluto su aspecto.
– De acuerdo -dijo-. Es una estupidez y apuesto a que él preferiría que usted no lo supiera.
– ¿El qué?
– Sus calcetines están mojados.
– ¿Disculpe? Sargento, si se trata de una especie de chiste…
– No lo es; no tiene suficiente ropa. Lavó los dos pares de calcetines anoche y no se han secado. Seguramente -añadió poniendo los ojos en blanco-, porque no ha tenido que lavarse los calcetines en su vida.
– ¿Y me está diciendo…?
– Que está en el hotel secando los calcetines. Sí, es lo que le estoy diciendo. Está utilizando un secador y, conociéndolo, seguramente ya habrá prendido fuego a todo el edificio. Hablamos de un tipo que ni siquiera se prepara las tostadas por la mañana, jefa. Como ya le he dicho, los lavó anoche y no los puso sobre el radiador ni nada. Los dejó simplemente… donde fuera. En cuanto al resto de su ropa…
Bea levantó la mano.
– Ya tengo suficiente información, créame. Lo que haya hecho con sus pantalones queda entre él y su Dios. ¿Cuándo podemos esperar que aparezca?
Havers se mordió el labio inferior por dentro de una manera que sugería cierta incomodidad. Había algo más.
– ¿Qué sucede? -preguntó Bea.
Mientras tanto, desde abajo, uno de los miembros del equipo que salía a realizar una de las tareas asignadas subía las escaleras con un sobre que había traído un mensajero.
– Acaba de llegar -le anunció el agente-. Dos tipos se han pasado horas trabajando con el programa pertinente.
Bea abrió el sobre: el contenido constaba de seis páginas, sin grapar. Las hojeó mientras decía:
– ¿Dónde está, sargento, y cuándo podernos esperar que aparezca?
– La doctora Trahair -respondió Havers.
– ¿Qué pasa con ella?
– La he visto en el aparcamiento al marcharme esta mañana. Creo que estaba esperándole.
– ¿De verdad? -Bea levantó la vista de los papeles-. Un método interesante. -Le entregó las hojas-. Eche un vistazo.
– ¿Qué es?
– Las progresiones de edad de las personas de la fotografía que me entregó Thomas. Creo que le interesarán.
Daidre Trahair dudó delante de la puerta. Oía el sonido de un secador dentro, así que sabía que la sargento Havers le había dicho la verdad. No se lo había parecido. En realidad, cuando la había abordado en el aparcamiento del Salthouse Inn para preguntarle por Thomas Lynley, la idea de que no se encontrara allí porque estaba secando unos calcetines le había parecido la peor excusa para justificar que no estuviera al lado de la sargento Havers. Por otra parte, la agente de Londres no tenía ningún motivo para inventarle una actividad a Lynley con el fin de ocultar que estaba dedicando otro día más a hurgar en las miserias del pasado de Daidre. Porque a la veterinaria le parecía que a estas alturas ya había averiguado todo lo posible sin que ella participara.
Llamó a la puerta con brusquedad; el secador se apagó y la puerta se abrió.
– Lo siento, Barbara, me temo que todavía no… -Vio que era Daidre-. Hola -dijo con una sonrisa-. Qué pronto te has activado hoy, ¿no?
– La sargento me ha dicho… La he visto en el aparcamiento. Me ha dicho que estabas secando calcetines.
Tenía un calcetín en una mano y el secador en la otra, la prueba del delito.
– He intentado ponérmelos para desayunar, pero he descubierto que llevar los calcetines húmedos es especialmente inquietante -dijo-. Recuerdos de la Primera Guerra Mundial y la vida en las trincheras, supongo. ¿Quieres entrar? -Se apartó, ella pasó a su lado y entró en la habitación. La cama estaba sin hacer y en el suelo había tirada una toalla. En una libreta había anotaciones a lápiz, con las llaves del coche sobre las páginas abiertas-. Creí que por la mañana estarían secos. Fui tonto y lavé los dos pares; los he colgado toda la noche junto a la ventana, e incluso la he dejado abierta para que entrara el aire, pero no ha servido de nada. Según la sargento Havers, tendría que haber demostrado algo de sentido común y haber pensado en el radiador. ¿No te importa si…?
Daidre negó con la cabeza y Thomas reanudó su trabajo con el secador. Ella le observó: se había cortado al afeitarse y al parecer no se había dado cuenta: tenía un fino rastro de sangre en la mandíbula. Era el tipo de cosa que su mujer habría visto y le habría dicho antes de que saliera de casa por la mañana.
– No es el tipo de cosas que esperaría que hiciera un lord.
– ¿El qué? ¿Secarse los calcetines?
– Alguien como tú no tiene… ¿Cómo lo llamáis? ¿Gente?
– Bueno, no me imagino a mi hermana secándome los calcetines. Mi hermano sería tan inútil como yo y mi madre seguramente me los tiraría a la cara.
– No me refería a la familia. Me refería a gente, criados, ya sabes.
– Supongo que depende de la idea que tengas de un criado. Tenemos personal en Howenstow (es el nombre de la finca familiar, por si no lo había mencionado) y en Londres tengo un hombre que supervisa mi casa, pero no le llamo criado. Además, ¿puede llamarse «personal» a un solo empleado? Además, Charlie Denton va y viene cuando le place. Es un amante del teatro con aspiraciones personales.
– ¿De qué clase?
– De las que implican maquillarse y público. Se muere por subirse a un escenario, pero la verdad es que tiene pocas oportunidades de que lo descubran mientras se limite a lo que hace ahora. Oscila entre Algernon Moncrieff y el portero de Macbeth.
Daidre sonrió a su pesar. Quería mostrarse enfadada con él y una parte de ella seguía estándolo, pero se lo ponía difícil.
– ¿Por qué me mentiste, Thomas?
– ¿Lo hice?
– Me dijiste que no habías ido a Falmouth a hacer preguntas sobre mí.
Lynley apagó el secador, que dejó en el borde del lavamanos antes de quedarse mirándola.
– Ah -dijo.
– Sí, ah. Estrictamente hablando, me dijiste la verdad, ahora me doy cuenta. No fuiste tú en persona, pero la mandaste a ella, ¿verdad? Ella no tenía pensado ir.
– Estrictamente hablando, no. No tenía ni idea de que estaba por la zona, creía que estaba en Londres. Pero sí, le pedí que investigara tu pasado, así que supongo que…
Hizo un pequeño ademán con la mano, un gesto europeo que le decía que completara ella la idea.
Y ella se alegró de hacerlo.
– Mentiste. No me gusta, podrías habérmelo preguntado.
– En realidad, lo hice pero seguramente no pensaste que comprobaría las respuestas.
– Para verificarlas, para asegurarte de…
– De que no mentías.
– Dudas de mí. Te parezco una asesina.
Él negó con la cabeza.
– Me pareces una asesina tan poco probable como cualquier persona con la que me haya tropezado, pero forma parte de mi trabajo. Y cuanto más te preguntaba, más descubría que había datos de tu historia…
– Creía que nos estábamos conociendo. Qué tonta he sido.
– Y así era, Daidre. Así es. Era una parte. Pero desde el principio hubo incongruencias en lo que dijiste sobre ti que no podían pasarse por alto.
– Querrás decir que tú no podías pasarlas por alto.
Lynley la miró. Su expresión era sincera.
– Yo no podía pasarlas por alto -dijo-. Una persona ha muerto, y yo soy policía.
– Entiendo. ¿Quieres compartir conmigo lo que descubriste?
– Si quieres.
– Quiero.
– El zoo de Bristol.
– Trabajo allí. ¿Alguien afirma lo contrario?
– No hay ningún cuidador de primates que se llame Paul y tampoco ninguna Daidre Trahair nacida en Falmouth. ¿Quieres explicármelo?
– ¿Vas a arrestarme?
– No.
– Pues entonces ven conmigo, recoge tus cosas porque quiero enseñarte algo. -Se dirigió hacia la puerta, pero allí se detuvo. Le ofreció una sonrisa que sabía frágil-. ¿O quieres llamar primero a la inspectora Hannaford y a la sargento Havers y decirles que te vienes conmigo? Al fin y al cabo, puede que te tire por un acantilado, por lo que querrán saber dónde encontrar el cadáver.
Daidre no esperó a oír su respuesta ni a ver si accedía a la oferta. Se dirigió a las escaleras y desde allí fue hacia el coche. Se tranquilizó diciéndose que en realidad no importaba si Lynley la seguía o no. Se felicitó por no sentir absolutamente nada. Decidió que había recorrido un largo camino.
Lynley no llamó a la inspectora Hannaford ni a Barbara Havers. Al fin y al cabo, era un agente libre, no estaba de prestado, ni de servicio, ni nada de nada. Sin embargo, se llevó el móvil en cuanto terminó de ponerse los calcetines -gracias a Dios, estaban mucho más secos que durante el desayuno- y cogió la chaqueta. Encontró a Daidre en el aparcamiento, con el Opel parado. Se había quedado pálida durante su conversación, pero había recuperado el color mientras le esperaba.
Subió al coche y, al estar más cerca de ella, percibió su perfume. Éste le recordó a Helen, pero no la fragancia en sí misma, sino el hecho de que la llevara. La de su mujer era cítrica, el Mediterráneo en un día de sol, mientras que la de Daidre era… Olía al instante después de la lluvia, al aire fresco tras la tormenta. Por un momento fugaz echó tanto de menos a Helen que pensó que se le pararía el corazón, pero no ocurrió, naturalmente. Cogió el cinturón de seguridad y se lo abrochó con torpeza.
– Vamos a Redruth -le dijo Daidre-. ¿Quieres llamar a la inspectora Hannaford si no lo has hecho ya? ¿Sólo para estar a salvo? Aunque como antes he visto a tu sargento Havers, podría decirles a las autoridades que la última persona en verte con vida fui yo.
– La verdad es que no creo que seas una asesina -replicó él-. Nunca lo he pensado.
– ¿No?
– No.
Arrancó el coche.
– Entonces quizá pueda hacerte cambiar de opinión.
Partieron con una sacudida, dando botes en el terreno irregular del aparcamiento y cogieron la carretera. Era un viaje largo, pero no hablaron durante el trayecto. Daidre puso la radio; escucharon las noticias, una tediosa entrevista a un engreído novelista de voz nasal que, evidentemente, esperaba que lo nominaran para el Premio Booker y, después, un debate sobre alimentos manipulados genéticamente. Por fin Daidre le pidió que eligiera un CD de la guantera y él obedeció. Escogió uno al azar, que resultó ser de los Chieftains. Lo puso y ella subió el volumen.
En Redruth, la veterinaria evitó el centro del pueblo y siguió las señales hacia Falmouth. Lynley no se alarmó, pero entonces la miró. Ella no lo hizo. Tenía la mandíbula tensa, pero su expresión parecía de resignación, la mirada de alguien que había llegado al final del juego. Inesperadamente, sintió una breve punzada de arrepentimiento, aunque si le hubieran preguntado no habría sabido decir de qué se arrepentía.
Poco después de pasar Redruth, giró en una carretera secundaria y luego en otra, el tipo de camino estrecho que conecta dos o más aldeas. Señalaba la dirección de Carnkie, pero en lugar de recorrerlo, se detuvo en un cruce, un mero triángulo de tierra donde se podía parar y consultar un mapa. Lynley esperaba que hiciera justamente eso, pues le parecía que estaban en medio de una nada caracterizada por un seto de tierra, reforzado parcialmente por piedra, y una extensión de terreno abierto por detrás, salpicado de vez en cuando por unas enormes rocas. A lo lejos, había una granja de granito; entre ellos y esta construcción, las ovejas comían zuzones y álsines además de maleza.
– Háblame de la habitación donde naciste, Thomas -dijo Daidre.
Era, pensó, una petición de lo más extraña.
– ¿Por qué quieres saberlo?
– Me gustaría imaginármela, si no te importa. Me contaste que naciste en casa, no en el hospital, sino en la mansión familiar. Me preguntaba qué tipo de casa es. ¿Naciste en el dormitorio de tus padres? ¿Compartían habitación? ¿La gente como vosotros hace eso, por cierto?
«La gente como vosotros.» Estaban en pie de guerra. Era un momento extraño para sentir el tipo de desesperación que le había asolado en otros momentos de su vida: siempre recordándole que algunas cosas no se transformaban en un mundo cambiante, sobre todo éstas.
Se desabrochó el cinturón, abrió la puerta, salió del coche y caminó hasta el seto. En esta zona el viento era fuerte, porque no había nada que lo obstaculizara. Transportaba los balidos de las ovejas y el aroma del humo de la madera. Detrás de él, oyó que se abría la puerta de Daidre y, al cabo de un momento, la veterinaria estaba a su lado.
– Mi mujer me lo dejó bastante claro cuando nos casamos: «Por si se te ha pasado por la cabeza, nada de esa tontería de habitaciones separadas», dijo. «Nada de tímidas visitas conyugales tres veces por semana, Tommy. Nuestros encuentros maritales se producirán en el momento y en el lugar que deseemos y cuando nos durmamos por la noche, lo haremos en presencia del otro.» -Sonrió y miró a las ovejas, la extensión de terreno, sus ondulaciones ampliándose hacia el horizonte-. Es una habitación bastante grande, con dos ventanas con alféizares profundos que dan a un jardín de rosas. Hay una chimenea, que todavía se usa en invierno porque por mucha calefacción central que haya, esas casas son imposibles de calentar, y una zona para sentarse delante. La cama está enfrente de las ventanas y también es grande; está completamente tallada, es italiana. Las paredes son de color verde pálido; hay un pesado espejo dorado encima de la chimenea y una colección de miniaturas en la pared de al lado. Entre las ventanas, encima de una mesa en forma de media luna, tenemos una urna de porcelana. Hay retratos colgados en las paredes y dos paisajes franceses, además de fotografías familiares en las mesas auxiliares. Eso es todo.
– Suena impresionante.
– Es más cómoda que impresionante. Chatsworth no debe preocuparse por la competencia.
– Parece… adecuada para alguien de tu talla.
– Sólo es el lugar donde nací, Daidre. ¿Por qué querías saberlo?
Daidre volvió la cabeza. Su mirada lo abarcó todo: el seto de tierra, las piedras, las rocas del campo, el minúsculo cruce donde habían aparcado.
– Porque yo nací aquí -dijo.
– ¿En esa granja?
– No, aquí, Thomas. En este… Bueno, como quieras llamarlo. Aquí. -Se acercó a una piedra y vio que cogía una tarjeta de debajo de ésta, que le entregó. Mientras lo hacía, le dijo-: ¿Me dijiste que Howenstow es de estilo jacobino?
– En parte, sí.
– Es lo que pensaba. Bueno, lo que yo tuve era un poco más humilde. Echa un vistazo.
Vio que le había dado una postal con la imagen de una caravana gitana. Era de las que en su día embellecían el campo con aires cíngaros: el vehículo color rojo intenso, el techo arqueado verde, las llantas amarillas. Lo examinó. Como Daidre no parecía en absoluto gitana, sus padres debían de estar de vacaciones, pensó. En Cornualles, los turistas llevaban años haciéndolo: alquilaban caravanas y jugaban a ser gitanos.
Daidre pareció leerle la mente, porque dijo:
– No tiene nada de romántico, me temo. No les sorprendió en mitad de unas vacaciones ni tengo orígenes gitanos. Mis padres eran nómadas, Thomas; los suyos también lo eran. Y también mis tías y tíos, los pocos que tengo. Aquí estaba aparcada nuestra caravana cuando nací. Nuestro alojamiento nunca fue tan pintoresco como éste -señaló la postal-, porque hacía años que no la pintaban, pero por lo demás era casi igual. Bastante distinto a Howenstow, ¿no crees?
Lynley no sabía bien qué decir ni si debía creerla.
– Vivíamos… Diría que bastante apretujados, supongo, aunque las cosas mejoraron un poco cuando tenía ocho años. Pero durante una época fuimos cinco en una lata de sardinas. Yo, mis padres y los mellizos.
– Los mellizos.
– Mi hermano y mi hermana. Tres años menores que yo. Y ninguno nació en Falmouth.
– Entonces, ¿no eres Daidre Trahair?
– Sí, en cierto modo.
– No lo entiendo. ¿«En cierto modo»?, ¿en cuál?
– ¿Te gustaría conocer quién soy realmente?
– Supongo que sí.
Ella asintió. No había dejado de mirarle desde que Lynley había levantado la vista de la postal y parecía intentar evaluar su reacción. Lo que vio en su rostro la tranquilizó o le dijo que no tenía sentido seguir confundiéndole.
– Bien, entonces, ven conmigo, Thomas. Hay mucho más que ver.
Cuando Kerra salió de su despacho para pedir consejo a Alan sobre un tema de contrataciones, se quedó muy sorprendida al ver a Madlyn Angarrack en la recepción. Estaba sola y llevaba el uniforme de la panadería; Kerra tuvo la extraña sensación de que la chica había ido a entregar un pedido de empanadas, así que miró hacia el mostrador de la recepción para ver si había una caja de Casvelyn de Cornualles encima.
Al no ver ninguna, Kerra dudó. Imaginó que Madlyn estaría allí por algún otro motivo, al parecer, y supuso que el asunto en cuestión tal vez tuviera que ver con ella, pero no quería intercambiar más palabras ásperas con la chica. De algún modo, sentía que ya había dejado atrás todo eso.
Madlyn la vio y pronunció su nombre. Le temblaba la voz, como si temiera la reacción de Kerra. Era bastante razonable, decidió. Su última conversación no había ido bien y no se habían despedido precisamente como amigas. En realidad, hacía siglos que no lo eran.
Madlyn siempre había irradiado salud, pero ahora no la transmitía. Parecía como si no hubiera dormido bien y su pelo oscuro había perdido parte de su lustre. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo los de siempre: grandes, oscuros y convincentes, te absorbían. Sin duda era lo que habían hecho con Santo.
– ¿Podemos hablar? -le preguntó Madlyn-. He pedido media hora libre en la panadería. He dicho que tenía un asunto personal…
– ¿Conmigo?
Al mencionar la panadería, Kerra pensó que Madlyn había venido a buscar trabajo y ¿quién podía culparla por ello? A pesar de la relativa fama de sus empanadas, nadie podía esperar hacer carrera en Casvelyn de Cornualles, ni divertirse demasiado. Y Madlyn podía dar clases de surf si Kerra lograba convencer a su padre para que las ofreciera.
– Sí, contigo. ¿Podríamos… en algún sitio?
Entonces Alan salió del despacho.
– Kerra, acabo de hablar con el equipo de vídeo y estará disponible… -Se interrumpió al ver a Madlyn. Su mirada fue de ella a Kerra y se quedó allí, con una expresión cálida. Asintió con la cabeza y dijo-: Oh. Ya hablaremos después. Hola, Madlyn. Es fantástico volver a verte.
Entonces se marchó y Kerra tuvo que enfrentarse a la razón que había llevado a Madlyn a hablar con ella.
– Supongo que podríamos subir al salón -le sugirió.
– Sí, por favor -aceptó Madlyn.
Kerra la condujo hasta el salón. Desde allí vio que fuera, abajo, su padre daba instrucciones a dos tipos que estaban destrozando un parterre que ribeteaba la franja cortada de césped para jugar a bolos. Tenían unos contenedores con arbustos que debían ir al final del parterre y Kerra vio que los trabajadores los habían plantado delante.
– ¿En qué están pensando? -murmuró Kerra. Y luego le dijo a Madlyn-: Es para que los menos aventureros tengan algo que hacer.
Madlyn parecía confusa.
– ¿El qué?
Kerra vio que la otra chica ni había mirado fuera, de lo nerviosa que estaba aparentemente.
– Hemos hecho una pista de bolos sobre el césped, detrás de la instalación para trepar la cuerda. Papá cree que no la va a utilizar nadie, pero fue idea de Alan y él dice que es posible que alguna familia venga con los abuelos y que éstos, precisamente, no querrán ponerse a hacer rápel o a trepar por la cuerda. Le dije que no conocía en absoluto a los abuelos de hoy en día, pero insistió, así que hemos dejado que se salga con la suya. Ha tenido razón con otros temas y si no funciona, siempre podemos dedicar el espacio a otra cosa, al croquet o algo así.
– Sí, ya lo veo. Que tendrá razón, digo. Siempre me ha parecido… Parece muy listo.
Kerra asintió y esperó a que Madlyn revelara la razón de su visita. Una parte de ella estaba dispuesta a decirle de entrada que no era probable que Ben Kerne ofreciera clases de surf, pero otra quería brindarle la oportunidad de exponer sus argumentos. Sin embargo, una última parte tenía la pequeña sospecha de que todo aquello no estaba relacionado con ningún trabajo, así que dijo, esperanzada:
– Aquí estamos, pues. ¿Quieres un café o algo, Madlyn?
La chica dijo que no con la cabeza, fue hacia uno de los sofás nuevos y se sentó en el borde. Esperó a que Kerra ocupara un lugar delante de ella.
– Siento mucho lo de Santo -dijo entonces. Se le humedecieron los ojos, un cambio importante respecto a su encuentro anterior-. No te lo dije como es debido la otra vez que hablamos, pero lo siento muchísimo.
– Sí, bueno, me lo imagino.
Madlyn se estremeció.
– Sé lo que piensas, que quería verlo muerto o, al menos, que sufriera. Pero no es así; en realidad no.
– No habría sido tan raro, al menos que quisieras que sufriera tanto como lo que él te hizo a ti. Se portó fatal contigo y yo creía que podía pasar. Intenté advertirte.
– Ya lo sé, pero, verás, creía que tú…
Madlyn se pasó la mano con fuerza por el delantal. El uniforme le quedaba horrible: el color y el estilo no eran los apropiados. A Kerra le parecía asombroso que Casvelyn de Cornualles pudiera retener a las chicas en sus puestos de trabajo haciéndoles llevar esa ropa.
– Creía que eran celos, ¿sabes?
– ¿Qué? ¿Que te quería para mí? ¿Sexualmente o algo así?
– Eso no, en otros sentidos, en el de la amistad. No le gusta compartir a sus amigas, pensé. De eso se trata.
– Bueno, sí, de eso se trataba. Eras mi amiga y no entendía cómo podías estar con él y seguir siéndolo… Era muy complicado, por cómo era él. Y ¿qué pasaría cuando te dejara? Me preguntaba eso.
– Entonces, sabías que haría lo que hizo.
– Creía que podía pasar, porque era su estilo. Y luego ¿qué? No querrías venir por aquí y que todo te recordara a él, ¿no? Incluso estando conmigo te pasaría lo mismo, te pondría en la situación de tener que oír hablar de Santo cuando no estarías preparada. Era demasiado difícil: no veía la forma de solucionarlo y no sabía cómo expresar con palabras lo que sentía, al menos no de un modo sensato, que me hiciera parecer razonable.
– No me gustó perderte como amiga.
– Sí, bueno. Así son las cosas.
Kerra pensó: «¿Y ahora qué?». No podían retomar su relación donde la habían dejado antes de Santo. Habían ocurrido demasiadas cosas y todavía tenían que enfrentarse a la realidad de la muerte de su hermano. Ésta y la manera en que se había producido flotaban entre ellas incluso ahora. Era el gran tema que no mencionaban y así se quedaría mientras existiera la más mínima posibilidad de que Madlyn Angarrack estuviera implicada.
La propia Madlyn pareció comprenderlo, porque a continuación dijo:
– Me asusta lo que le pasó. Yo estaba enfadada y dolida, y otras personas saben que me encontraba así. No mantuve en secreto… lo que me había hecho: mi padre, mi hermano y otras personas, como Will Mendick o Jago Reeth, lo sabían. Uno de ellos… Verás… Puede que alguien le hiciera daño, pero yo no deseaba que pasara. Nunca lo quise.
Kerra sintió que un hormigueo de aprensión le recorría la columna vertebral.
– ¿Alguien pudo hacerle daño a Santo para vengarte? -preguntó.
– Yo nunca quise… Pero ahora que lo sé…
Cerró las manos y Kerra vio que sus uñas -esas medialunas perfectamente cortadas- se clavaban en sus palmas, como para decirle que ya había hablado suficiente.
– Madlyn, ¿sabes quién mató a Santo? -dijo Kerra lentamente.
– ¡No!
Esa forma de elevar la voz sugería que Madlyn todavía no había dicho aquello que había ido a comunicarle.
– Pero sabes algo, ¿verdad? ¿Qué?
– Es sólo que… Will Mendick vino a casa anoche. Lo conoces, ¿verdad?
– Ese tipo del supermercado; sé quién es. ¿Qué pasa con él?
– Él pensaba… Verás, hablé con él, ya te lo he dicho. Fue una de las personas a quien le conté lo de Santo y lo que había pasado. No todo, pero lo suficiente. Y Will… -Parecía que Madlyn no podía terminar, pues se retorcía las manos en el dobladillo del delantal y parecía abatida-. No sabía que yo le gustaba -acabó.
– ¿Me estás diciendo que le hizo algo a Santo porque tú le gustabas? ¿Para… escarmentarlo por ti?
– Dijo que le dio una lección. Él… No creo que hiciera más que eso.
– Ellos dos eran amigos. No sería imposible que tuviera acceso al equipo de escalada de Santo, Madlyn.
– No puedo creer que él… No lo habría hecho.
– ¿Se lo has contado a la policía?
– Verás, no lo sabía hasta anoche. Y si hubiera sabido que planeaba hacerlo o que pensaba en ello… No quería que Santo sufriera, o sí quería que lo hiciera, pero no de esta forma. ¿Sabes qué quiero decir? Quería que sufriera por dentro, igual que yo. Y ahora tengo miedo de…
Estaba dejando el delantal hecho un desastre. Había hecho una bola y lo había arrugado irremediablemente. En Casvelyn de Cornualles no les iba a gustar.
– Crees que Will Mendick lo mató por ti -afirmó Kerra.
– Alguien. Quizás, y yo no quería eso. No pedí… No dije…
Por fin Kerra entendió por qué había ido a verla: empezó a asimilarlo y aquello le ayudó a comprender mejor quién era Madlyn. Tal vez fuera por el cambio fundamental que Alan había obrado dentro de ella. No sabía por qué, pero por fin tenía unos sentimientos distintos hacia la chica y podía ver las cosas desde su perspectiva. Se levantó del lugar que ocupaba delante de ella y se sentó a su lado. Pensó en cogerle la mano, pero no lo hizo. Demasiado brusco, pensó, demasiado pronto.
– Madlyn, tienes que escucharme -dijo-. No creo que tuvieras nada que ver con lo que le ocurrió a Santo. Tal vez lo pensara en algún momento y seguramente lo hice, pero no era real. ¿Lo entiendes? Lo que le ocurrió a Santo no fue culpa tuya.
– Pero le dije a la gente…
– Lo que fuera, pero dudo que alguna vez dijeras que querías que muriera.
Madlyn rompió a llorar. Si era de la pena que había retenido dentro demasiado tiempo o de alivio, Kerra no lo sabía.
– ¿De verdad lo crees? -le preguntó Madlyn.
– Por supuesto que sí.
Junto a la chimenea del bar del Salthouse Inn, Selevan esperaba muy nervioso, algo impropio de él, a Jago Reeth. Había telefoneado a su amigo a LiquidEarth y le había preguntado si podían verse en el Salthouse antes de lo habitual, porque necesitaba hablar con él. A Jago le pareció bien y no le preguntó si podían hablar por teléfono, sino que dijo: «Claro, para eso están los amigos, ¿no?». Avisaría a Lew y saldría de inmediato, en cuanto pudiera. Lew era un tipo comprensivo con las emergencias. Podía estar allí dentro de… ¿media hora, digamos?
Selevan dijo que le parecía bien. Significaba esperar y no quería hacerlo, pero tampoco podía confiar en que lago hiciera milagros. LiquidEarth se encontraba a cierta distancia del Salthouse Inn y Jago no podía teletransportarse. Así que Selevan terminó sus asuntos en el Sea Dreams, metió en el coche todo lo que necesitaría para el viaje que iba a emprender y salió hacia el hostal.
Sabía que había llevado las cosas al límite y que era hora de poner punto final a todo, así que entró en el pequeño dormitorio de Tammy atestado de cosas y sacó del armario la mochila de tela que la chica había traído de África. No la había necesitado entonces y sin duda tampoco ahora, porque sus pertenencias eran pocas y patéticas. Así que sólo tardó un momento en recogerlas de la cómoda: un par de bragas de ésas grandes que podría llevar una vieja, un par de medias, cuatro camisetas interiores, pues era tan plana que ni siquiera usaba sujetador, dos jerseys y varias faldas. No había pantalones, porque Tammy no llevaba. Todo lo que tenía era negro, salvo las bragas y las camisetas, que eran blancas.
Después guardó sus libros: tenía más volúmenes que ropa y trataban principalmente de filosofía y vidas de santos. También tenía diarios: lo que escribía en ellos era lo único que no le había controlado y Selevan se enorgullecía bastante de eso, porque durante su estancia con él la chica nunca había hecho nada para ocultárselos. A pesar de los deseos de sus padres, no había reunido el valor suficiente para leer los pensamientos y las fantasías de su nieta.
No tenía nada más salvo algunos artículos de tocador, la ropa que llevaba puesta ahora mismo y lo que tuviera en el bolso, donde no estaría el pasaporte, ya que se lo había quitado cuando llegó. «Y no dejes que ella guarde su maldito pasaporte», le había dicho su padre desde África en cuanto la metió en el avión. «Seguramente se marchará si lo tiene.»
Ahora ya podía darle el pasaporte, decidió Selevan, y fue a buscarlo en el lugar donde lo había escondido, debajo de la bolsa del cubo de la ropa sucia, pero no estaba. La chica debía de haberlo encontrarlo enseguida, se percató. Seguramente la muy bruja lo tenía desde hacía siglos y se lo había guardado encima, porque había revisado su bolsa regularmente en busca de artículos prohibidos. Bueno, Tammy siempre había ido un paso por delante de todo el mundo, ¿verdad?
Selevan había realizado un último intento aquel día por convencer a sus padres. Sin pensar en el coste y en que no podía permitírselo, había llamado a Sally Joy y David a África y había tanteado el terreno.
– Escúchame, chico -le había dicho a David-, al final los chavales tienen que seguir su propio camino. Pongamos que estuviera enamorada de algún rufián, ¿eh? Cuanto más discutierais con ella, cuanto más le prohibierais ver al chico, más lo desearía. Es un rollo psicológico de ésos cómo se llame. Ni más ni menos.
– Se te ha ganado, ¿verdad? -le preguntó David. De fondo, Selevan oyó que Sally Joy se quejaba.
– ¿Qué? ¿Qué ha pasado? ¿Es tu padre? ¿Qué ha hecho la niña?
– No estoy diciendo que haya hecho algo.
Pero David siguió hablando, como si Selevan no hubiera dicho nada.
– Bien mirado, no pensé que pudiera pasar. Tus propios hijos fueron incapaces de hacerte entender, ¿verdad?
– Ya basta, hijo. Reconozco que cometí errores con vosotros, pero la cuestión es que os buscasteis vuestro camino y tenéis una buena vida, ¿no? La chica quiere lo mismo.
– No sabe lo que quiere. Mira, ¿quieres tener relación con Tammy o no? Porque si no te enfrentas a ella por esto, no tendrás ninguna relación con ella. Te lo prometo.
– Y si me enfrento a ella, tampoco la tendré. Así que, ¿qué quieres que haga, chico?
– Te diría que demuestres un poco de sentido común, algo que es evidente que Tammy ha perdido. Tienes que ser un modelo para ella.
– ¿Un modelo? ¿De qué hablas? ¿Qué clase de modelo puedo ser yo para una chica de diecisiete años? Menuda tontería.
Habían seguido así, pero Selevan no había conseguido convencer a su hijo de nada. No entendía que Tammy era una chica hábil: enviarla a Inglaterra no la había desviado de su camino. Podía mandarla al Polo Norte si quería, pero al final, encontraría la forma de llevar la vida que quería.
– Mándala para casa, entonces -había sido el comentario final de David.
Antes de colgar, Selevan oyó gritar a Sally Joy de fondo:
– Pero ¿qué haremos con ella, David?
– ¡Bah! -dijo Selevan con desprecio y empezó a recoger las pertenencias de Tammy.
Fue entonces cuando llamó a Jago. Iría a buscar a Tammy a la tienda de surf Clean Barrel por última vez y quería hacerlo con el apoyo de alguien a sus espaldas. Jago le pareció la persona más indicada.
A Selevan no le gustaba tener que sacarlo del trabajo. Por otro lado, debía emprender el viaje y se dijo que su amigo iría al Salthouse Inn más tarde para reunirse con él como hacían habitualmente, así que tenía que avisarle de algún modo de que no aparecería a la hora de siempre. Ahora estaba esperándole y notó que se ponía nervioso. Necesitaba tener a alguien de su parte y estaría histérico hasta que lo consiguiera.
Cuando Jago entró, Selevan lo saludó con la mano sin esconder su alivio. El hombre pasó por la barra para hablar con Brian y se acercó al rincón, todavía con la chaqueta puesta y el gorro de punto cubriendo su largo pelo gris. Se quitó ambas prendas y se frotó las manos mientras separaba el taburete enfrente del banco de Selevan. La chimenea todavía no estaba encendida -demasiado pronto, ya que eran los dos únicos clientes del bar- y Jago preguntó si podían prenderla. Brian asintió con la cabeza, Jago acercó una cerilla a la yesca y sopló las llamas hasta que ardieron con fuerza, antes de regresar a la mesa. Dio las gracias a Brian cuando le trajo la Guinness y bebió un sorbo.
– ¿Qué te cuentas, amigo? -le dijo a Selevan-. Pareces histérico.
– Me marcho -contestó Selevan-. Unos días, un poco más.
– ¿Sí? ¿Adónde?
– Al norte, no muy lejos de la frontera.
– ¿A Gales?
– A Escocia.
Jago silbó.
– Qué lejos. ¿Quieres que le eche un vistazo a tus cosas, entonces? ¿Que vigile a Tammy?
– Me la llevo conmigo -dijo Selevan-. Aquí ya he hecho todo lo que podía hacer; he terminado mi trabajo y ahora nos vamos. Ya es hora de que la chica pueda llevar la vida que quiere.
– Muy cierto -dijo Jago-. Yo tampoco me quedaré por aquí mucho tiempo más.
Selevan se sorprendió al ver que la noticia le dejaba consternado.
– ¿Adonde te vas, Jago? Creía que pensabas quedarte toda la temporada.
Negó con la cabeza, levantó la Guinness y bebió un trago largo.
– Nunca hay que quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio. Es como lo veo yo. Estoy pensando en Suráfrica, quizá Ciudad del Cabo.
– Pero no te irás hasta que vuelva, ¿no? Parece una locura, todo esto, pero me he acostumbrado a tenerte por aquí.
Jago lo miró y los cristales de sus gafas parpadearon bajo la luz.
– Mejor que no lo hagas. No compensa acostumbrarse a algo.
– Ya lo sé, claro, pero…
La puerta del bar se abrió, pero no como lo hacía habitualmente, es decir, con alguien empujándola lo suficiente para entrar, sino con un golpe fortísimo que habría puesto fin a todas las conversaciones si hubiera habido alguien más aparte de Jago y Selevan.
Entraron dos mujeres: una tenía el pelo de punta, que se veía púrpura con la luz y la otra llevaba un gorro bien calado, justo por encima de los ojos. Las mujeres miraron a su alrededor y la del pelo púrpura se fijó en el rincón de la chimenea.
Se acercó diciendo:
– Ah. Nos gustaría hablar con usted, señor Reeth.