171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

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Capítulo 29

El chillido de las gaviotas pareció subir de volumen y desde muy abajo el embate de las olas en las rocas indicaba que estaba subiendo la marea. Ben pensó en lo que significaba aquello y en la ironía que encerraba: hoy las condiciones para surfear eran excelentes.

Jago Reeth no respiraba, había cogido aire y lo había retenido mientras intentaba decidir quizá si creer o no lo que Ben había dicho. Para Ben, ya no importaba lo que la gente creyera. Al final, tampoco importaba que Santo no fuera sangre de su sangre. Porque entendía que habían sido padre e hijo de la única manera que importaba serlo entre un hombre y un chico, una manera que tenía todo que ver con la historia y la experiencia y nada con una célula que nadaba a ciegas y penetra por puro azar en un óvulo. Así, sus fracasos eran igual de profundos de lo que lo habrían sido los de un padre biológico con su hijo. Porque todos sus movimientos paternales habían sido resultado del miedo y no del amor, siempre esperando a que Santo mostrara los colores de sus verdaderos orígenes. Como después de la adolescencia nunca conoció a ninguno de los amantes de su mujer, esperó a que las características menos deseables de ella se manifestaran en su hijo y cuando aparecía algo remotamente similar a Dellen, Ben centraba su atención y pasión en ello. Prácticamente moldeó a Santo a imagen y semejanza de su madre, tan grande fue el énfasis que puso en cualquier cosa que tuviera el niño que se pareciera a ella.

– No era hijo mío -repitió Ben. Qué patética era aquella verdad, veía ahora.

– Eres un puto mentiroso. Siempre lo fuiste -dijo Jago Reeth.

– Ojalá fuera así. -Ahora Ben apreció otro detalle. Lo vio todo claro y corrigió su malentendido anterior-. Ella habló con usted, ¿verdad? -le dijo a Reeth-. Pensé que se refería a la policía, pero no. Habló con usted.

– Señor Kerne -dijo la inspectora Hannaford-, no hace falta que diga nada.

– Necesita saber la verdad -dijo Ben-. Yo no tuve nada que ver con lo que le ocurrió a Jamie. No estaba allí.

– Embustero -dijo Jago Reeth con brusquedad-. ¿Qué ibas a decir?

– Es la verdad. Tuve un roce con él. Me echó de su fiesta. Pero salí a dar un paseo y luego me fui a casa. Lo que te contó Dellen… -No estaba seguro de si podría continuar, pero sabía que tenía que hacerlo, aunque sólo fuera para hacer lo único que podía hacerse para vengar la muerte de Santo-. Lo que le contó Dellen se lo contó por celos. Yo estaba con su hija, besuqueándonos. Nos dejamos llevar. Dellen lo vio y tuvo que desquitarse porque era lo que nos hacíamos el uno al otro. Ojo por ojo, diente por diente, juntos y separados, amor y odio, nunca importaba. Estábamos atados por algo de lo que no podíamos liberarnos.

– Mientes ahora como mentiste entonces.

– Así que fue a verle y le contó que yo hice… lo que fuera que le contara que hice. Pero yo sé sobre esa noche lo mismo que sabe usted y es lo que siempre he sabido: Jamie, su hijo, bajó a esa cueva por algún motivo después de la fiesta y allí murió.

– No te atrevas a afirmar eso, maldita sea -dijo Reeth, furioso-. Huiste. Te marchaste de Pengelly Cove y no regresaste nunca. Tenías motivos para irte y los dos sabemos cuáles eran.

– Sí, tenía motivos. Porque le dijera lo que le dijese, mi propio padre, como usted, creía que era culpable.

– Con toda la razón del mundo, joder.

– Lo que usted diga, señor Parsons. Como desee. Ahora y siempre, si quiere. Pero yo no estaba allí, así que supongo que su trabajo no ha terminado, ¿verdad? Porque lo que le dijo… Y fue ella quien se lo dijo, ¿verdad?, era mentira.

– ¿Por qué iba ella a…? ¿Por qué iba alguien a…?

Ben lo vio. La razón, la causa. Más allá del ojo por ojo y del amor y del odio, más allá del tira y afloja que había sido su relación durante casi treinta años, lo vio.

– Porque ella es así -dijo-. Porque es lo que hace, simplemente.

Lo dejó ahí. Se levantó. En la puerta de la cabaña se detuvo; quedaba un pequeño asunto por aclarar.

– ¿Me ha vigilado todo este tiempo, señor Parsons? -le preguntó a Reeth-. ¿Así ha sido su vida? ¿Su manera de definirse? ¿Esperando a que tuviera un hijo justo de la misma edad que tenía Jamie cuando murió y luego intervenir para matarlo?

– No sabes cómo es -dijo Reeth-. Pero lo sabrás, amigo. Vaya si lo sabrás, maldita sea.

– O me encontró por… -Ben pensó en ello-. ¿Por Adventures Unlimited? Por puro azar, al leer el periódico en alguna parte donde estuviera, y ver ese artículo que el pobre Alan se había esforzado tanto en preparar. ¿Fue eso? ¿Ese artículo en el Mail on Sunday? Entonces vino corriendo, se estableció aquí y esperó, porque aguardar el momento oportuno se había convertido en su especialidad. Porque pensaba, creía, que si me hacía lo que estaba tan seguro que yo le había hecho a usted, entonces… ¿Qué? ¿Encontraría la paz? ¿Cerraría el círculo? ¿Pondría un final adecuado a todo? ¿Cómo puede creer eso?

– Ya lo sabrás -dijo Reeth-. Ya lo verás. Porque lo que he dicho aquí, todas y cada una de las palabras, amigo, son especulaciones. Conozco mis derechos. Estudié mis derechos. Así que cuando salga de aquí…

– ¿Es que no lo ve? No importa -contestó Ben-. Quien va a salir de aquí primero voy a ser yo.

Y eso hizo. Cerró la puerta tras él y caminó por el sendero hacia los escalones. Le dolía la garganta por el esfuerzo que había supuesto tragarse todo lo que se había tragado -incluso sin admitirlo- durante tantos años. Oyó que gritaban su nombre y se giró.

La inspectora Hannaford se acercó a su lado.

– Ha cometido algún error, señor Kerne -le dijo-. Siempre cometen algún error. Lo encontraremos. Nadie piensa en todo. Quiero que aguante.

Ben negó con la cabeza.

– No importa -repitió-. ¿Acaso Santo va a volver?

– Tiene que pagar. Así funcionan las cosas.

– Ya está pagando. Y aunque no esté pagando, verá lo único que hay que ver: que lo que ha hecho no le reportará ninguna paz. No podrá borrárselo de la cabeza. Ninguno de nosotros podrá hacerlo.

– Aun así -dijo Hannaford-, seguiremos investigando.

– Si deben hacerlo -dijo Ben-. Pero no por mí.

– Por Santo, entonces. Se merece…

– Sí. Dios mío, se lo merece. Pero no se merece esto.

Ben se alejó, siguiendo el camino y subiendo los escalones de piedra hasta la cima del acantilado. Desde allí, recorrió por el sendero de la costa suroccidental la corta distancia que separaba su coche de los pastos que había cruzado. Podían hacer con Jago Reeth o Jonathan Parsons lo que quisieran o, en realidad, lo que pudieran dentro de los límites de la ley y los derechos que el hombre decía conocer tan bien. Porque hicieran lo que hiciesen no bastaría para aliviar la carga de responsabilidad que Ben siempre llevaría encima. Esta responsabilidad, vio, iba más allá de la muerte de Santo. Estaba descrita por las decisiones que había tomado una y otra vez y por cómo estas decisiones habían moldeado a las personas a las que afirmaba querer.

En los días siguientes sabía que lloraría. Ahora no podía. Estaba aturdido. Pero el dolor de la pérdida era ineludible y por primera vez en su vida lo aceptó.

Cuando llegó a casa fue a buscarla. Alan estaba trabajando en su despacho, hablando por teléfono con alguien y de pie frente a un tablón de anuncios donde había colgado dos hileras de tarjetas que Ben reconoció como el plan para el vídeo que deseaba rodar sobre Adventures Unlimited. Kerra hablaba con un joven alto y rubio, un instructor en potencia, sin duda. Ben no les molestó.

Subió las escaleras. No estaba en las dependencias familiares, tampoco parecía estar en ningún otro lugar del edificio.

Entonces notó una agitación en el pecho y fue a comprobar el armario, pero su ropa seguía allí y el resto de sus pertenencias estaban en la cómoda. Por fin la vio desde la ventana, una figura de negro en la playa que podría haber confundido con un surfista con un traje de neopreno si no llevara toda una vida conociendo su cuerpo y la textura de su cabello. Estaba de espaldas al hotel. Como había subido la marea, el agua cubría la mayor parte de la playa y acariciaba sus tobillos. Todavía estaría gélida en esta época del año, pero no llevaba protección alguna.

Fue a su encuentro. Cuando llegó a donde estaba, vio que llevaba un montón de fotografías. Tenía los ojos hundidos. Parecía tan aturdida como él.

Ben pronunció su nombre.

– No había pensado en él en años -dijo ella-. Pero ahí ha aparecido hoy en mi cabeza, como si hubiera estado esperando a entrar todo este tiempo.

– ¿Quién?

– Hugo.

Un nombre que no había oído ni una sola vez y que tampoco le interesaba oír ahora. No dijo nada. A lo lejos en el mar, cinco surfistas formaban una fila. Una ola se elevó tras ellos y Ben observó para ver quién estaría en posición de lanzarse. Ninguno lo estaba. La ola rompió demasiado lejos y se quedaron esperando a la siguiente para tener otro intento de surfear.

Dellen continuó.

– Yo era especial para él. Me consentía y preguntaba a mis padres si podía llevarme al cine, a la reserva de focas, a las funciones navideñas. Me compraba la ropa que quería que vistiera porque era su sobrina preferida. Tenemos algo especial, decía. No te compraría todo esto ni te llevaría a estos lugares si no fueras especial para mí.

Mar adentro, uno de los surfistas lo consiguió, vio Ben. Se lanzó y cogió la ola y la cortó, en busca de lo que pretende todo surfista, el rápido espacio verde cuyas paredes brillantes se elevan y curvan y cambian constantemente, encerrándole y luego liberándole. Fue una bajada bonita; cuando terminó, el surfista se tumbó sobre la tabla y fue a reunirse con los demás, acompañado por los gritos de sus colegas. En broma, se pusieron a ladrar como perros. Cuando llegó a donde estaban, uno de ellos chocó los puños con él. Ben lo vio y notó un dolor en el corazón. Se obligó a prestar atención a lo que decía Dellen.

– A mí me parecía que estaba mal -dijo-, pero el tío Hugo decía que era amor. La especial era la elegida. No mi hermano, ni mis primos, sino yo. Así que si me tocaba aquí y me pedía que le tocara allí, ¿estaba mal? ¿O sólo era algo que yo no comprendía?

Ben notó que Dellen lo miraba y sabía que él también debía mirarla. Debía mirar su cara y leer el sufrimiento que había en ella y responder a su emoción con la de él. Pero no pudo. Porque vio que ni un millón de tíos Hugo podrían cambiar nada de lo que había ocurrido. Si ese tío Hugo existía, en realidad.

A su lado, notó que Dellen se movía. Vio que pasaba las fotografías que había traído consigo. Casi esperaba que sacara al tío Hugo del montón, pero no lo hizo. Cogió una foto que reconoció: papá y mamá y dos niños en las vacaciones de verano, una semana en la isla de Wight. Santo tenía ocho años y Kerra, doce.

En la fotografía, estaban a la mesa de un restaurante, no se veía comida, así que debieron de darle la cámara al camarero al sentarse y le pidieron que retratara a la familia feliz. Todos sonreían, como tocaba: mirad cuánto nos estamos divirtiendo.

Las fotografías eran producto de recuerdos felices. También eran los instrumentos que se utilizaban retrospectivamente para evitar la verdad. Porque en el pequeño rostro de Kerra, Ben podía ver ahora la angustia, ese deseo de ser lo bastante buena para impedir que la rueda girara una vez más. En la cara de Santo vio la confusión, un niño consciente de una hipocresía que no comprende. En su propia expresión vio la determinación enérgica de hacer las cosas bien. Y en la cara de Dellen… Lo que había siempre: conocimiento y expectación. Llevaba un pañuelo rojo enroscado en el pelo.

Todos gravitaban hacia Dellen en la fotografía, todos estaban ligeramente inclinados en su dirección. Él tenía una mano sobre la de ella, como si estuviera reteniéndola allí en la mesa, en lugar de donde sin duda deseaba estar.

«No puede contenerse», se había dicho una y otra vez. Pero había sido incapaz de ver que él sí podía. Cogió la foto y le dijo a su mujer:

– Es hora de que te marches.

– ¿Adónde? -preguntó.

– No estoy seguro -dijo él-. A St. Ives, a Plymouth, otra vez a Truro. A Pengelly Cove, tal vez. Tu familia sigue allí. Ellos te ayudarán si necesitas ayuda. Si es lo que quieres a estas alturas.

Se quedó callada. Ben levantó la vista de la foto y miró a Dellen. Sus ojos se habían ensombrecido.

– Ben, ¿cómo puedes…? -dijo ella-. Después de lo que ha pasado.

– No. Es hora de que te marches.

– Por favor -rogó ella-. ¿Cómo sobreviviré?

– Sobrevivirás -respondió-. Los dos lo sabemos.

– ¿Y tú? ¿Y Kerra? ¿Qué hay del negocio?

– Alan está aquí. Es muy buen hombre. Y, si no, Kerra y yo nos las arreglaremos. Hemos aprendido a hacerlo muy bien.

* * *

En cuanto la policía llegó al Salthouse Inn, Selevan vio que sus planes se alteraban. Se dijo que no podía ser egoísta y partir con Tammy hacia la frontera escocesa sin saber qué estaba ocurriendo y, lo más importante, sin descubrir si podía hacer algo para ayudar a Jago, si es que su amigo necesitaba ayuda. No imaginaba por qué podría necesitarla, pero creía que lo mejor era quedarse donde estaba -más o menos- y esperar a tener más información.

No tardó en llegar. Imaginaba que Jago no volvería al Salthouse Inn, así que tampoco esperó allí, sino que regresó al Sea Dreams y se paseó un rato por la caravana, bebiendo un trago de vez en cuando de una petaca que había llenado para llevarse en el viaje hasta la frontera; al final, salió y fue a la caravana de Jago.

No estaba. Tenía una copia de la llave, pero no le pareció bien usarla, aunque creía que a Jago no le habría importado que entrara. Esperó en el último de los escalones metálicos, donde uno más ancho hacía las veces de porche y era adecuado para plantar su trasero.

Jago apareció en el Sea Dreams unos diez minutos después. Selevan se puso de pie con un crujido. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y se acercó al lugar preferido de Jago Reeth para aparcar el Defender.

– ¿Estás bien, colega? -le dijo cuando Jago bajó del coche-. No te han dado mucho la lata en comisaría, ¿verdad?

– Qué va -respondió Jago-. Cuando se trata de la poli, sólo hace falta estar un poquito preparado. Entonces las cosas salen a tu manera y no a la suya. Los sorprende un poco, pero así es la vida. Una puta sorpresa tras otra.

– Supongo -dijo Selevan. Pero sintió una punzada de intranquilidad y no sabía decir exactamente por qué. Había algo en la forma de hablar de su amigo, algo en su tono de voz, que no era propio del Jago que conocía. Dijo con cautela-: No te habrán pegado, ¿verdad, colega?

Jago soltó una carcajada.

– ¿Esas zorras? Ni hablar. Sólo hemos charlado un poco y punto. Ha costado, pero ya ha acabado todo.

– ¿Qué pasa, entonces?

– Nada, colega. Pasó algo hace mucho tiempo, pero ya ha terminado. Mi trabajo aquí ha concluido.

Jago pasó al lado de Selevan y subió a la puerta de la caravana. No la había cerrado con llave, vio, así que no le habría hecho falta esperar en las escaleras. Jago entró y él lo siguió. Sin embargo, se quedó en la puerta con incertidumbre, porque no estaba seguro de qué ocurría.

– ¿Te han despedido, Jago?

Jago había entrado en el dormitorio al fondo de la caravana. Selevan no le veía, pero oyó que abría un armario y que arrastraba algo del estante que había encima del riel de la ropa. Al cabo de un momento, Jago apareció en la puerta, con un talego grande colgado en la mano.

– ¿Qué? -preguntó.

– Te he preguntado si te han despedido. Has dicho que tu trabajo había concluido. ¿Te han finiquitado o algo?

Jago pareció pensar en aquello, algo raro en opinión de Selevan. A uno lo despedían o no. Le echaban o no. La pregunta no necesitaba reflexión. Al final, Jago esbozó una sonrisa lenta que no era muy propia de él.

– Exacto, colega -dijo-. Así es. Finiquitado. Me finiquitaron… hace mucho tiempo. -Hizo una pausa, pareció pensativo y luego habló para sí-. Hace más de veinticinco años. Ha costado.

– ¿El qué? -Selevan sentía impaciencia por llegar al fondo de la cuestión porque este Jago era distinto al Jago con quien se había sentado junto a la chimenea los últimos seis o siete meses y prefería mucho más al otro, el que hablaba con franqueza y no con… Bueno, con parábolas y cosas así-. Tío, ¿ha pasado algo con la poli? ¿Te han hecho…? No pareces tú.

Selevan podía imaginarse qué podía hacer la poli. Eran mujeres, cierto, pero el hecho era que Jago era un viejo excéntrico más o menos de la edad de Selevan y no tenía una buena condición física para sus años. Aparte de eso, si lo habían llevado a comisaría, allí habría tíos, otros policías, que podían darle una paliza. La poli sabía pegar sin dejar marcas, Selevan lo sabía. Veía la tele, en especial películas americanas en Sky, y había visto cómo lo hacían. Un poco de presión con los pulgares, un par de agujas de coser clavadas en la piel. No haría falta demasiado para un tipo como Jago. Sólo que… No se comportaba como si hubiera sufrido algún tipo de humillación a manos de la policía, ¿verdad?

Jago dejó el talego sobre la cama -Selevan pudo verlo desde donde estaba, sin saber si sentarse o quedarse de pie, marcharse o quedarse- y empezó a abrir los cajones de la cómoda empotrada. Y lo que le vino entonces a la cabeza a Selevan fue lo que tendría que habérsele ocurrido al ver el talego en las manos de Jago: su amigo se marchaba.

– ¿Adónde vas, Jago? -dijo.

– Ya te lo he dicho. -Jago volvió a la puerta, esta vez con un bulto pequeño de pantalones cortos y camisetas bien doblados en las manos-. Aquí las cosas han terminado. Ha llegado el momento de largarme. De todos modos, nunca me quedo demasiado tiempo en el mismo sitio. Sigo el sol, las olas, las temporadas…

– Pero la temporada está aquí. Está a punto de empezar. Está a la vuelta de la esquina. ¿Dónde vas a encontrar una temporada mejor que aquí?

Jago dudó, medio girado hacia la cama. Parecía que no se lo había planteado: el destino de su viaje. Selevan vio que movía los hombros. Había algo menos definitivo en su postura. Insistió.

– En cualquier caso, aquí tienes amigos. Eso cuenta para algo. Afrontémoslo, ¿vas al médico por esos temblores? Imagino que irán a peor, ¿dónde estarás si te marchas solo?

Jago pareció meditarlo.

– No importa demasiado, ya te lo he dicho. Mi trabajo ha concluido. Lo único que queda es esperar.

– ¿A qué?

– A… ya sabes. Ya no somos unos chavales, colega.

– ¿La muerte, quieres decir? Qué tontería. Te quedan años. ¿Qué diablos te han hecho esas policías?

– Nada de nada.

– No te creo, Jago. Si hablas de morir…

– Hay que afrontar la muerte. Y también la vida, en realidad. Forman parte la una de la otra, y deben ser algo natural.

Selevan sintió un ligero alivio cuando oyó aquello. No le gustaba pensar que Jago se planteaba la idea de morir porque no le gustaba pensar lo que sugería sobre las intenciones de su amigo.

– Me alegra oír eso, al menos. Eso de que es algo natural.

– ¿Porque…? -Jago sonrió despacio mientras comprendía. Meneó la cabeza de la misma manera en que reaccionaría un abuelo cariñoso a la travesura de un nieto-. Ah. Eso. Bueno, podría acabar con todo tranquilamente, ¿verdad?, porque aquí ya he terminado y no tiene mucho sentido continuar. Hay muchos sitios donde hacerlo por estas tierras, porque parecería un accidente y nadie sabría distinguirlo, ¿eh? Pero si lo hiciera, también se acabaría todo para él y no podemos consentirlo. No. Algo así no se acaba, colega. No si puedo evitarlo.

* * *

Cadan acababa de llegar a LiquidEarth cuando entró una llamada. Oyó que su padre estaba en el cuarto de perfilado y no vio a Jago por ningún lado, así que contestó él. Un tipo dijo:

– ¿Eres Lewis Angarrack? -Cuando Cadan respondió que no dijo-: Que se ponga. Tengo que hablar con él.

Cadan sabía bien que no debía molestar a Lew cuando perfilaba una tabla, pero el tipo insistió en que no podía esperar y no, no quería dejar ningún recado. Así que fue a buscar a su padre, aunque no abrió la puerta, sino que llamó con fuerza para que lo oyera pese al ruido de las máquinas. La lijadora se apagó. Apareció Lew con la mascarilla bajada y las gafas alrededor del cuello.

Cuando Cadan le dijo que tenía una llamada, Lew miró hacia la zona de estratificación y dijo:

– ¿Jago no ha vuelto?

– No he visto su coche fuera.

– ¿Y tú qué haces aquí?

Cadan notó esa vieja sensación de desánimo. Ahogó un suspiro.

– El teléfono -le recordó a su padre.

Lew se quitó los guantes de látex que se ponía para trabajar y fue a la recepción. Cadan lo siguió a falta de algo mejor que hacer, aunque echó un vistazo al cuarto de diseño y miró la hilera de tablas listas para pintar, así como el caleidoscopio de colores brillantes que habían probado en las paredes. En la recepción, oyó que su padre decía:

– ¿Qué dices? No, claro que no… ¿Dónde diablos está? ¿Puedes pasarle el teléfono?

Cadan volvió a salir. Lew estaba detrás del mostrador donde descansaba el teléfono entre montones de papeles sobre la mesa plegable que servía de escritorio. Miró a Cadan y luego apartó la vista.

– No -dijo Lew al tipo que había al otro lado del teléfono-. No lo sabía… Habría agradecido que me lo hubiera contado, maldita sea… Ya sé que no está bien, pero lo único que puedo decirte es lo que me ha dicho a mí: que tenía que salir para hablar con un colega que tenía un problema en el Salthouse… ¿Tú? Entonces sabes más que yo…

Cadan captó que estaban hablando de Jago y se preguntó dónde estaría el viejo. Había sido un empleado modélico para su padre durante el tiempo que llevaba trabajando en LiquidEarth.

En realidad, a menudo Cadan había tenido la sensación de que el rendimiento de Jago como abeja obrera estelar era una de las razones por las que él parecía tan malo. Siempre llegaba puntual, nunca estaba de baja por enfermedad, nunca se quejaba por nada, trabajaba sin cesar, era un perfeccionista con lo que tenía que hacer. Que Jago no estuviera aquí ahora planteaba preguntas sobre el porqué, así que Cadan escuchó más detenidamente la conversación que mantenía su padre.

– ¿Despedido? Dios mío, no. No tengo ningún motivo. Tengo un montón de trabajo y lo último que se me pasa por la cabeza es echar a alguien… Bueno, pues, ¿qué ha dicho? ¿Concluido? ¿Concluido?

Lew miró a su alrededor en la recepción, en particular la carpeta donde guardaban los pedidos de tablas. El fajo era gordo, la señal del respeto que el trabajo de Lew Angarrack se había ganado desde hacía años entre los surfistas. Nada de diseño ni perfilado por ordenador, sino algo auténtico, todo fabricado a mano. Pocos artesanos podían hacer lo que hacía Lew. Era una especie en extinción, su trabajo era una forma de arte que pasaría a la tradición surfista como las primeras tablas largas de madera. En su lugar llegarían las tablas huecas por dentro, los diseños por ordenador, todo programado en una máquina que escupiría un producto que ya no estaría fabricado con el cariño de un maestro que también surfeaba y que, por lo tanto, sabía cómo podía influir realmente en el rendimiento de una tabla un canal extra o el grado de inclinación de una quilla. Era una lástima.

– ¿Se ha marchado definitivamente? -estaba diciendo Lew-. Maldita sea… No. No puedo decirte nada más. Parece que tú sabes más que yo… No sabría decir… He estado ocupado. No parecía distinto… No sé qué decirte.

Poco después colgó y se quedó un momento mirando fijamente la carpeta.

– Jago se ha ido -dijo al fin.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Cadan-. ¿A pasar el día fuera? ¿Para siempre? ¿Le ha ocurrido algo?

Lew dijo que no con la cabeza.

– Se ha marchado y punto.

– ¿Cómo? ¿De Casvelyn?

– Eso es.

– ¿Quién era? -Cadan señaló con la cabeza el teléfono, aunque su padre no le había mirado para ver su gesto.

– El tipo del parque de caravanas donde vive Jago. Ha hablado con él mientras hacía las maletas, pero no ha podido sacarle nada en claro. -Lew se quitó los auriculares y los tiró sobre la mesa. Se apoyó en el mostrador con su exposición de quillas, cera y otra parafernalia, apoyándose en las manos y con la cabeza agachada como si estudiara lo que había dentro de la vitrina-. Estamos jodidos.

Transcurrió un momento en el que Cadan vio que Lew levantaba las manos y se frotaba el cuello, que seguro que le dolía de estar perfilando tablas.

– Qué suerte que esté aquí, pues -dijo.

– ¿Por qué?

– Puedo ayudarte.

Lew levantó la cabeza.

– Cade, estoy demasiado cansado para discutir.

– No, no es lo que piensas -le dijo Cadan-. Entiendo que creas que estoy aprovechando el momento, y que tendrás que dejarme pintar las tablas. Pero no es eso.

– ¿Y qué es, entonces?

– Sólo que quiero ayudarte. Puedo perfilar si quieres. No tan bien como tú, pero puedes enseñarme. O puedo estratificar, pintar o lijar. No me importa.

– ¿Y por qué querrías hacer eso, Cadan?

El chico se encogió de hombros.

– Eres mi padre -respondió-. La familia es la… Bueno, ya sabes.

– ¿Qué hay de Adventures Unlimited?

– No ha funcionado. -Cadan vio que la resignación asomaba al semblante de su padre. Se apresuró a añadir-: Sé lo que estás pensando, pero no me han echado. Es sólo que prefiero trabajar para ti. Aquí tenemos algo y no deberíamos dejarlo morir.

Morir. Ahí estaba la palabra aterradora. Cadan no se había dado cuenta de lo aterrador que era morir hasta ese momento porque se había pasado la vida absolutamente centrado en otra palabra, que era marcharse. Sin embargo, intentar estar un paso por delante de la pérdida no impedía que ésta se produjera, ¿verdad? La Saltadora seguiría saltando y los demás seguirían alejándose. Como había hecho el propio Cadan una y otra vez antes de que pudieran hacérselo a él, como había hecho su padre prácticamente por las mismas razones.

Pero algunas cosas perduraban a pesar del terror que sintiera la gente y una de esas cosas era la bendición de la sangre.

– Quiero ayudarte -dijo Cadan-. Me he portado como un estúpido. Al fin y al cabo, tú eres el experto e imagino que sabes cómo puedo aprender el negocio.

– ¿Y es lo que quieres hacer? ¿Aprender el negocio?

– Exacto -dijo Cadan.

– ¿Qué pasa con la bici? ¿Los X Games o como se llamen?

– Ahora esto es más importante y haré lo que pueda para que lo siga siendo. -Cadan miró a su padre más detenidamente-. ¿Te basta con eso, papá?

– No lo entiendo. ¿Por qué querrías hacerlo, Cade?

– Por cómo acabo de llamarte, loco.

– ¿Cómo me has llamado?

– Papá -dijo Cadan.

* * *

Selevan se quedó mirando a Jago marchándose en su coche y pensó en todo el tiempo que había pasado con el tipo. No se le ocurrió ninguna respuesta para las preguntas que llenaban su cabeza. Lo analizara como lo analizase, no entendía qué había querido decir el hombre y algo le decía que el tema tampoco merecía demasiada reflexión. De todos modos, había telefoneado a LiquidEarth con la esperanza de que el jefe de Jago arrojara luz a la situación. Pero había averiguado que lo que fuera que Jago había querido decir con concluido no estaba relacionado con tablas de surf. Más allá de eso, vio que tampoco quería saberlo. Tal vez fuera un cobarde redomado, pero algunas cosas, decidió, no eran asunto suyo.

Tammy sí lo era. Subió al coche con todas las pertenencias de la chica y condujo hacia la tienda de surf Clean Barrel. No entró enseguida, porque aún faltaba un rato para que cerrara la tienda. Así que aparcó en el puerto y de allí fue caminando a Jill's Juices, donde compró un café para llevar extra fuerte.

Luego regresó al puerto y recorrió toda la parte norte bordeando el canal. Había varios barcos de pesca atracados en el muelle, apenas meciéndose en el mar. Cerca, los patos flotaban plácidamente en el agua -toda una familia con mamá y papá y, por increíble que pareciera, una docena de crías- y un remero se desplazaba en silencio con su kayak en dirección a Launceston, haciendo ejercicio a última hora de la tarde.

Selevan se dio cuenta de que el ambiente era primaveral. Hacía ya seis semanas que había entrado la primavera, naturalmente, pero hasta este momento sólo lo había hecho en el calendario astronómico. Ahora habían llegado las temperaturas primaverales. El viento procedente del mar era fresco, cierto, pero se percibía de manera distinta, como ocurre cuando el tiempo cambia. Transportaba el aroma de la tierra recién removida de algún jardín y vio que en las jardineras de la biblioteca del pueblo, las petunias habían sustituido a los pensamientos.

Caminó hasta el final del puerto, donde la vieja esclusa del canal estaba cerrada, reteniendo el agua hasta que alguno de los barcos de pesca quisiera hacerse a la mar. Desde esta posición privilegiada, podía ver el pueblo alzándose hacia el norte, con el viejo hotel de la Colina del Rey Jorge -ahora lugar de turistas aventureros- como un portero a un mundo distinto.

Las cosas cambiaban, pensó Selevan. Así había sido en su vida, incluso cuando le parecía que nada iba a cambiar nunca. Quiso hacer carrera en la Marina Real para escapar de una vida que consideraba una pesadez absoluta, pero la cuestión era que los detalles de esa vida se habían alterado de manera minúscula y habían provocado cambios mayores, lo que, a su vez, había causado que la vida no fuera en absoluto una pesadez si se prestaba atención. Sus hijos habían crecido; él y su mujer habían envejecido; trajeron un toro para cubrir a las vacas; nacieron terneros; el cielo amanecía despejado un día y amenazante al siguiente; David se marchó para alistarse en la Marina; Nan salió corriendo a casarse… Podía describirlo como algo bueno o malo o simplemente podía decir que así era la vida. Y ésta continuaba. Las personas no siempre conseguían lo que querían y así eran las cosas. Podías revolverte y odiar la situación o podías sobrellevarla. Un día había visto ese póster estúpido en la biblioteca y se había mofado de él: «Cuando la vida te da limones, hazte una limonada». Menuda tontería, había pensado. Pero ahora veía que no lo era. En general, no lo era.

Respiró hondo. Aquí podía saborearse el aire salado más que en el Sea Dreams, porque el Sea Dreams se encontraba arriba en el acantilado y aquí el mar estaba cerca, a unos metros, y golpeaba en los arrecifes y los desgastaba, pacientemente, atraído por el curso de la naturaleza y la física o las fuerzas magnéticas o lo que fuera, no lo sabía y no le importaba.

Se terminó el café y estrujó la taza con la mano. La tiró en una papelera y se quedó allí para encenderse un pitillo, que se fumó mientras se dirigía a Clean Barrel. Tammy estaba atendiendo la caja. El cajón estaba abierto y la chica contaba la recaudación del día, sola en la tienda. No le oyó entrar.

La observó en silencio. Vio a Dot en ella, algo extraño, porque nunca antes había apreciado una similitud entre las dos. Pero ahí estaba, en su manera de ladear la cabeza y mostrar una oreja. Y la forma de esa oreja… Ese pequeño surco en el lóbulo… Era igual que Doll y se acordaba porque… Oh, era la peor parte, porque había visto ese lóbulo una y otra vez mientras la montaba y practicaba su acto sin amor dentro de ella y la pobre mujer no pudo sentir ni un atisbo de placer y ahora se arrepentía. No la había amado, pero Dot no tenía la culpa, aunque sí la culpaba por no ser lo que él creía que debería haber sido para poder amarla.

Gruñó porque notaba un nudo en su interior y con un buen gruñido siempre había podido aflojarlo un poco. El ruido hizo que Tammy levantara la cabeza y, cuando lo vio, la chica adoptó una expresión de cautela, pero quién podía culparla. Habían pasado una temporada de incertidumbre. Desde que había encontrado esa carta debajo del colchón y se la había blandido delante de la cara, la chica no le había hablado más que para contestar educadamente a lo que le decía.

– No deberías estar aquí sola -le dijo.

– ¿Por qué no? -Tammy colocó las manos a cada lado del cajón y por un momento Selevan pensó que lo hacía porque creía que se abalanzaría sobre el dinero y se lo metería dentro de la camisa de franela. Pero entonces lo sacó de la caja y lo llevó al trastero, donde se guardaban las existencias y el material de limpieza y cosas así, además de una caja fuerte antigua y muy grande donde colocó el cajón. La cerró de golpe y giró la ruedecita de la combinación. Después cerró la puerta del trastero con llave y la guardó en un escondite creado para ello debajo del teléfono.

– Será mejor que llames a tu jefe, niña -le dijo Selevan. Era consciente de que su voz sonaba áspera, pero siempre era así cuando hablaba con ella y no podía hacer que fuera distinta.

– ¿Por qué? -preguntó ella.

– Es hora de marcharse de aquí.

Su expresión no se alteró, pero sus ojos sí, en la forma. «Igual que su tía Nan», pensó Selevan. Igual que la vez que le dijo a Nan que podía largarse si no le gustaban las reglas de la casa, una de las cuales era que su padre decidiría con quién podía salir su hija y cuándo podía salir con él y «créeme, chica, por encima de mi cadáver saldrás con ese gamberro de las motos». Cinco, tenía. Cinco condenadas motos y cada vez que aparecía rugiendo con una nueva y las uñas llenas de grasa y los nudillos negros… ¿Quién diablos iba a pensar que saldría adelante y crearía esas…? ¿Cómo se llamaban? ¿Chopos? ¿Chóped? No, choppers. Eso era: choppers. Como en Estados Unidos, donde todo el mundo estaba loco de remate y tenía dinero suficiente para comprar casi de todo, ¿no? «¿Es esto lo que quieres? -le había gritado a Nan-. ¿Es esto? ¿Esto?»

Tammy no discutió como habría hecho Nan. No se puso a caminar por la tienda hecha una furia y tirando cosas al suelo para montar una escena.

– Muy bien, yayo -dijo, y parecía resignada-. Pero no lo retiro.

– ¿El qué?

– Lo que dije.

Selevan frunció el ceño e intentó recordar la última conversación de verdad que habían tenido, no sólo unas palabras para pedirle que le pasara la sal o la mostaza o el bote de salsa.

Recordó su reacción cuando había blandido la carta delante de su cara.

– Ah, eso. Bueno, no podemos hacer nada, ¿verdad?

– Sí que podemos, pero ya no importa. No va a cambiar nada, ¿sabes?, pienses lo que pienses.

– ¿El qué?

– Esto. Que me factures. Mamá y papá también pensaron que cambiaría las cosas cuando me obligaron a irme de África. Pero no va a cambiar nada.

– Es lo que crees, ¿verdad?

– Lo sé.

– No me refiero a lo de marcharte y que las cosas que tienes en la cabeza vayan a cambiar. Me refiero a lo que creo yo.

Tammy parecía confusa. Pero entonces su expresión se alteró de esa manera brillante y escurridiza tan suya. ¿Lo hacían todos los adolescentes?, se preguntó.

– Supón que tu abuelo es más de lo que parece ser -le dijo-. ¿Lo has pensado alguna vez? Así que recoge tus cosas y llama a tu jefe. Dile dónde vas a dejar la llave y larguémonos.

Tras decir eso salió de la tienda. Observó el tráfico que subía por el paseo a medida que los vecinos regresaban de sus trabajos en el polígono industrial a las afueras de la ciudad y algunos desde más lejos, desde Okehampton incluso. Poco después, Tammy se reunió con él y Selevan partió hacia el puerto. Ella le siguió a un ritmo más lento y él lo interpretó como seguramente quería la chica: una manera reacia de colaborar en los planes que su abuelo tuviera para ella.

– Llevas el pasaporte encima, imagino -le dijo Selevan-. ¿Cuánto hace que lo cogiste del escondite?

– Un tiempo -contestó ella.

– ¿Qué pensabas hacer con él?

– Al principio no lo sabía.

– Pero ahora sí, ¿verdad?

– Estaba ahorrando.

– ¿Para qué?

– Para ir a Francia.

– ¿Francia, dices? ¿A la alegre París?

– A Lisieux -dijo Tammy.

– Li… ¿qué?

– Lisieux. Es donde… Ya sabes…

– Ah. Una peregrinación, ¿no? O algo más.

– No importa. De todos modos, todavía no tengo suficiente dinero. Pero si lo tuviera, me iría de aquí. -Entonces se puso a su lado y caminó junto a él. Como si al final transigiera, dijo-: No es nada personal, yayo.

– No me lo he tomado así. Pero me alegro de que no te escaparas. Habría sido complicado explicárselo a tu madre y a tu padre. «Se ha marchado a Francia, sí, a rezar en la capilla de algún santo sobre el que ha leído en uno de esos libros santos suyos que se suponía que no debía leer, pero que le dejé leer porque creía que las palabras no iban a alterar demasiado su cabeza en un sentido u otro.»

– No es exactamente cierto, ¿sabes?

– Bueno, el caso es que me alegro de que no te largaras porque me habrían despellejado vivo tu madre y tu padre. Lo sabes, ¿no?

– Sí, pero algunas cosas no se pueden evitar, yayo.

– Y ésta es una de ellas, ¿no?

– Así es.

– Estás segura, ¿verdad? Porque es lo que dicen todos cuando les capta una secta y les mandan a pedir limosna por las calles. Luego les quitan el dinero, por cierto, así que se ven atrapados como ratas en un barco que se hunde. Lo sabes, ¿verdad? Algún gran gurú a quien le gustan las chicas como tú y ellas deben darle hijos como un jeque árabe en una tienda con dos docenas de esposas. O uno de esos, ya sabes, poligamistas.

– Polígamos -dijo Tammy-. Venga, yayo, no creerás de verdad que es lo mismo. Estás bromeando, pero a mí no me hace gracia, ¿sabes?

Habían llegado al coche. Al subir, Tammy miró detrás y vio su viejo talego. Hizo una breve mueca con el labio. De vuelta a África, decía su expresión, lo que significaba de vuelta con mamá y papá hasta que pensaran en otro plan para menoscabar su determinación. Tacharían de la lista «Mandarla con su abuelo» y pasarían a la siguiente idea. Algo como «Mandarla a Siberia» o «Mandarla al monte australiano».

Tammy entró en el coche. Se abrochó el cinturón y cruzó los brazos. Miró hacia delante impávidamente al canal y su expresión no se suavizó ni cuando vio a las crías de ánade y cómo sus patitas palmeadas las aupaban sobre el agua cuando se apresuraron a seguir a su madre, como corredores minúsculos por la superficie del canal, justo el tipo de imagen evocadora de un milagro que Selevan creyó que la chica agradecería. Sin embargo, no fue así. Estaba concentrada en lo que creía que sabía: cuánto se tardaba en llegar a Heathrow o Gatwick y si el vuelo a África salía esta noche o mañana. Probablemente mañana, lo que significaría una larga noche en algún hotel. Tal vez incluso estuviera ideando un plan para escapar. Por la ventana del hotel o por las escaleras y luego a Francia como fuera.

Selevan se preguntó si debía dejar que pensara que la llevaba allí. Pero le pareció cruel dejar que la pobre niña sufriera. La verdad era que ya había sufrido suficiente. Se había mantenido firme a pesar de todo lo que le habían hecho pasar y aquello tenía que significar algo, aunque fuera algo que ninguno de ellos soportaba plantearse.

– He hecho una llamada -dijo mientras arrancaba el coche-. Hace uno o dos días.

– Bueno, tuviste que hacerla, ¿no? -dijo ella sin ánimo.

– Muy cierto. Dijeron que te llevara. También querían hablar contigo, pero les expliqué que no estabas disponible en ese momento…

– Gracias por eso, como mínimo. -Tammy volvió la cabeza y estudió el paisaje. Estaban cruzando Stratton, en dirección norte por la A39. No había una forma sencilla de salir de Cornualles, pero desde siempre aquello había sido parte de su atractivo-. No tengo muchas ganas de hablar con ellos, yayo. Ya nos hemos dicho todo lo que había que decir.

– Eso crees, ¿eh?

– Hemos hablado y hablado, nos hemos peleado. He intentado explicárselo, pero no lo entienden. No quieren entenderlo. Tienen sus planes y yo tengo los míos y así son las cosas.

– No sabía que habías hablado con ellos.

Selevan puso una voz deliberadamente pensativa, un hombre que consideraba las ramificaciones de lo que estaba contándole su nieta.

– ¿Qué quieres decir, que no sabías que había hablado con ellos? -preguntó Tammy-. Es lo único que hacíamos antes de que llegara aquí. Yo hablaba, mamá lloraba. Yo hablaba, papá gritaba. Yo hablaba, ellos discutían conmigo. Pero yo no quería discutir porque no hay nada que discutir, que yo sepa. O lo entiendes o no, y ellos no lo hacen. ¿Cómo podrían entenderlo? Quiero decir que tendría que haber sabido por el estilo de vida de mamá que nunca sería capaz de apoyarme. ¿Una vida contemplativa? No es muy probable cuando lo que verdaderamente te interesa es hojear revistas de moda y de cotilleos y preguntarte cómo podrías convertirte en la Spice Pija mientras vives en un lugar donde, francamente, no hay muchas tiendas de ropa de diseño y, de todos modos, pesas unos noventa kilos más que ella. O como se llame ahora.

– ¿Quién?

– ¿Cómo que quién? La Spice Pija. La Pija esa. A mamá le llega el ¡Hola! y el OK! en el camión, por no mencionar el Vogue y el Tatler, y ésa es su ambición: parecerse a ellas y vivir como todas ellas, pero no es la mía, yayo, y nunca lo será, así que puedes mandarme a casa y nada será distinto. Yo no quiero lo que quieren ellos. Nunca lo he querido y nunca lo haré.

– No sabía que habías hablado con ellos -repitió-. Dijeron que no lo habían hecho.

– ¿Qué quieres decir? -Se dio la vuelta en el asiento para mirarle.

– La Madre cómo se llame -respondió-. La abadesa. ¿Cómo la llaman?

Entonces Tammy dudó. Sacó un poco la lengua, se lamió los labios y luego se mordió el inferior y lo succionó en una reacción infantil. Selevan notó que se le retorcía el corazón al verlo. Gran parte de ella todavía era una niña pequeña. Entendió que sus padres no pudieran soportar la idea de verla desaparecer tras las puertas de un convento. Al menos no ese tipo de convento, de donde no salía nadie hasta que lo hacía en un ataúd. Para ellos no tenía sentido. Era tan… tan impropio de una chica, ¿no? Se suponía que debían interesarle los zapatos puntiagudos de tacón alto, los pintalabios y los peinaditos, las faldas cortas, las faldas largas o las faldas ni cortas ni largas, las chaquetas, los chalecos, la música y los chicos y las estrellas de cine y en qué momento de su vida debía bajarse las bragas para un chico. Se suponía que a la edad de diecisiete años no debía pensar en el estado del mundo, la guerra y la paz, el hambre y la enfermedad, la pobreza y la ignorancia. Y por supuesto se suponía que no debía pensar nunca en hábitos de penitencia o lo que fuera que llevaran, una pequeña celda con una cama y un atril para el libro de oraciones y una cruz, varios rosarios y levantarse al amanecer y luego rezar y rezar y rezar y estar todo el tiempo encerrada lejos del mundo.

– Yayo… -dijo Tammy. Pero pareció no confiar en sí misma para terminar la frase.

– Así soy yo, niña. Tu abuelo que te quiere.

– ¿Has llamado…?

– Bueno, es lo que decía la carta, ¿no? Llame a la Madre cómo se llame para concertar una visita. «A veces las chicas se dan cuenta de que no pueden seguir adelante», me dijo. «Creen que hay algo romántico en este tipo de vida y le aseguro que no es así, señor Penrule. Pero ofrecemos retiros espirituales individuales o para grupos, y si quiere tomar parte en uno la recibiremos.»

Los ojos de Tammy volvieron a ser como los de Nan, pero como deberían haber sido cuando miraba a su padre, no como eran cuando le oía montado en cólera.

– Yayo, ¿no me llevas al aeropuerto? -preguntó Tammy.

– Claro que no -dijo él, como si hacer caso omiso a los deseos de sus padres y llevar a su nieta a la frontera con Escocia para que pasara una semana en el convento de las carmelitas fuera la cosa más razonable del mundo-. No lo saben y no van a saberlo.

– Pero si decido quedarme… Si quiero quedarme… Si veo que es lo que pienso que es y lo que necesito… Tendrás que contárselo. Entonces, ¿qué?

– Deja que yo me preocupe de tus padres -respondió.

– Pero nunca te perdonarán. Si decido… Si creo que es lo mejor, nunca estarán de acuerdo. Nunca pensarán…

– Niña -dijo Selevan a su nieta-, que piensen lo que piensen. -Alargó la mano al compartimento de su puerta y sacó un mapa de carreteras del Reino Unido. Se lo dio-. Ábrelo. Si vamos a conducir hasta Escocia, voy a necesitar un buen copiloto. ¿Crees que estás capacitada para el trabajo?

Su sonrisa era deslumbrante. Se le partió el corazón.

– Sí -contestó.

– Pues adelante.

* * *

La reacción a los acontecimientos del día a la que se aferró durante más tiempo Bea Hannaford fue la necesidad de buscar un culpable. Empezó por Ray. Parecía la fuente más lógica de las dificultades que habían provocado que un asesino pudiera escapar alegremente de una acusación de asesinato. Se dijo que si le hubiera mandado a los chicos del equipo de investigación criminal que había requerido desde el principio no tendría que haber dependido del equipo de relevo que le había enviado, unos hombres cuya experiencia se limitaba al levantamiento de pesos y no a los aspectos más delicados de una investigación de asesinato. Tampoco tendría que haber dependido del agente McNulty como parte de ese equipo, un hombre que al revelar información crítica a la familia del chico muerto había situado a la policía en una posición en la que no tenían prácticamente nada que sólo conocieran ellos y el asesino. Con el sargento Collins como mínimo sí podría cargar, ya que nunca se había ausentado de la comisaría el tiempo suficiente como para causar problemas. Y en cuanto a la sargento Havers y Thomas Lynley… Bea también quería echarles la culpa de algo, aunque sólo fuera de profesarse una lealtad mutua exasperante, pero no tenía valor para hacerlo. Aparte de ocultar información sobre Daidre Trahair, que había resultado no guardar ninguna relación con el caso a pesar de lo que ella se había obstinado en creer, sólo habían hecho lo que les había pedido, más o menos.

Lo que en realidad no quería plantearse era que al final todo se debía a ella porque, después de todo, ella era quien estaba al mando de la investigación y había mantenido una posición terca en más de un tema, desde la culpabilidad de Daidre Trahair hasta su insistencia en tener un centro de operaciones aquí en el pueblo y no donde Ray le había dicho que debería estar: donde se encontraban por lo general los centros de operaciones y donde se instalaba también el personal más adecuado. Y se había mantenido firme en ese deseo de trabajar en Casvelyn y no en otra parte sólo porque Ray le había dicho que se equivocaba.

Así que si bien al final todo se reducía a Ray, también se reducía a ella. Este tipo de cosas ponían su futuro en peligro.

«Imposible presentar ningún caso.» ¿Había cuatro palabras peores? Tal vez «nuestro matrimonio está terminado» eran igual de malas y bien sabía Dios que suficientes policías escuchaban esta frase a un cónyuge que no podía seguir soportando la profesión de su pareja. Pero «imposible presentar ningún caso» significaba dejar en la estacada a una familia afligida, sin llevar a nadie ante la justicia. Significaba que a pesar de las miles de horas, el esfuerzo, los datos revisados, los informes forenses, los interrogatorios, las discusiones, la disposición de esta pieza aquí y esta pieza allá, no quedaba nada más que hacer que volver a empezar todo el proceso desde cero y esperar obtener un resultado distinto o dejar el caso abierto y declararlo sin resolver. Pero ¿cómo podía ser un caso sin resolver cuando sabían perfectamente quién era el asesino y que iba a quedar impune? No podían decir que se trataba de un caso sin resolver precisamente. En un caso sin resolver existía la pequeña esperanza de que surgiera algo más, mientras que en este caso no existía ninguna. La policía regional tal vez le preguntara qué necesitaba para hacer las cosas bien en Casvelyn, pero era casi una ilusión porque lo más probable era que le preguntaran cómo había podido fastidiarla tanto.

La respuesta era Ray, se dijo. Él no estaba interesado en que triunfara. Estaba decidido a vengarse de ella por casi quince años de distanciamiento, por mucho que los hubiera provocado él mismo.

A falta de otra dirección que seguir, dijo a su equipo que empezara a revisar todos los datos otra vez, para ver qué podían encontrar para poner contra la pared a Jago Reeth, alias Jonathan Parsons, y acusarlo de asesinato. ¿Qué tenían que pudieran entregar a la fiscalía, que pudiera prender la llama y activar a los fiscales? Tenía que haber algo. Así que empezarían con este proceso al día siguiente y mientras tanto, se irían todos a casa y descansarían bien aquella noche porque no iban a dormir demasiado hasta que resolvieran aquel asunto. Luego, siguió su propia receta.

Cuando llegó a Holsworthy abrió el armario en el que guardaba las escobas, las fregonas y también el vino. Cogió una botella al azar y la llevó a la cocina. Tinto, descubrió; shiraz. Algo de Suráfrica llamado Old Goats Roam in Villages. Sonaba interesante. No recordaba cuándo o dónde lo había comprado, pero estaba bastante segura de que sólo lo había adquirido por el nombre y la etiqueta.

Lo abrió, se llenó una taza hasta el borde y se sentó a la mesa donde su posición la obligaba a contemplar el calendario. Ver su cita de Internet más reciente, que se había producido hacía casi cuatro semanas, resultó ser tan deprimente como pensar en los últimos seis días. Un arquitecto había sido. Tenía buen aspecto en la pantalla y por teléfono sonó bien. Un poco de palique y risas nerviosas; todas esas tonterías eran de esperar, ¿no? Al fin y al cabo, no era la manera normal como se conocían los hombres y las mujeres, fuera lo que fuese normal hoy en día, porque ya no lo sabía. ¿Un café, tal vez?, se preguntaron. ¿Una copa en algún sitio? Claro, perfecto. Había aparecido con fotos de su casa de veraneo, más fotos de su barco de recreo, más fotos de sus vacaciones en la nieve y más fotos de su coche, que podía ser un Mercedes antiguo o no, porque cuando llegaron a ésas a Bea ya no le interesaba. Yo, yo, yo, declaraba su conversación. Todo yo, nena, y todo el rato. Quiso echarse a llorar o a dormir. Al final de la velada, se había tomado dos martinis y no tendría que haber cogido el coche, pero el deseo de huir se apoderó de su sentido común, así que condujo con cuidado por la carretera y rezó para que no la pararan. Él le dijo con una sonrisa afable: «Vaya. Sólo he hablado de mí, ¿verdad? Bueno, la próxima vez…». Ella pensó: «No habrá una próxima vez, cariño». Que era lo que había pensado de todos.

Dios mío, qué desgracia. Seguro que la vida no era eso. Y ahora… Ni siquiera recordaba cómo se llamaba, sólo el sobrenombre que le había dado, el Capullo del Barco, que era lo que le distinguía de todos los otros capullos. ¿Había alguna forma, se preguntó, de encontrar a un hombre de su edad que no cargara con ninguna mochila, o un hombre que pudiera ser persona primero y una profesión que le reportara innumerables posesiones después? Empezaba a creer que no, salvo que ese hombre fuera uno de los muchos divorciados que también había conocido, tipos que no tenían nada más que un coche destartalado, un estudio y una montaña de facturas de la tarjeta de crédito. Sin embargo, tenía que haber algo entre esos dos extremos de disponibilidad masculina. ¿O era así como pasaba el resto de sus años una mujer soltera que tenía lo que antes se llamaba tímidamente «una cierta edad»?

Bea apuró el vino. Debería comer, pensó. No estaba segura de si había algo en la nevera, pero seguro que podía improvisar una sopa de lata. ¿O tal vez alguno de esos palitos de ternera que tanto le gustaban a Pete como tentempié? ¿Una manzana? Quizás. ¿Un tarro de mantequilla de cacahuete? Bueno, seguro que encontraba algo para untar en el pan mohoso. Al fin y al cabo, estaba en Inglaterra.

Se levantó con mucho esfuerzo. Abrió la nevera. Miró sus profundidades frías y sin corazón y descubrió que tenía un bizcocho de caramelo, así que ya podía tachar el postre del menú. Y al fondo de todo había un rollito de ternera picada y cebolla. Podía servir de segundo. ¿Y de entrante…? ¿Tal vez unos fideos? En el cajón de las verduras tenía que haber una lata de algo… ¿Garbanzos? ¿Zanahorias y nabos? Bea se preguntó en qué estaría pensando la última vez que hizo la compra. En nada, seguramente. Lo más seguro es que empujase el carrito por los pasillos sin ninguna idea en la cabeza sobre qué podía cocinar. Pensar en la alimentación adecuada de Pete habría promovido una visita espontánea al supermercado, pero una vez allí se habría distraído por algo como una llamada al móvil y el resultado final había sido… Esto.

Sacó el bizcocho de caramelo y decidió saltarse el entrante, el segundo plato y las verduras y pasar directamente al postre, que, al fin y al cabo, todo el mundo sabía que era la mejor parte de cualquier comida. ¿Por qué negárselo cuando quería animarse y esto le brindaba la mejor posibilidad de conseguirlo?

Estaba a punto de atacarlo cuando un «pam, pam, PAM, pom, POM» sonó en la puerta, seguido del chirrido de la llave de Ray en la cerradura. Entró hablando:

– … hay que saber ceder, amigo -decía.

– La pizza es ceder cuando lo que uno quiere es ir al McDonald's, papá -respondió Pete.

– Ni te atrevas a comprarle un Big Mac -gritó Bea.

– ¿Lo ves? -dijo Ray-. Mamá está de acuerdo.

Entraron en la cocina. Llevaban gorras de béisbol a juego y Pete vestía su sudadera del Arsenal. Ray llevaba unos vaqueros y una cazadora manchada de pintura. Los vaqueros de Pete tenían un agujero enorme en la rodilla.

– ¿Dónde están los perros? -les preguntó Bea.

– En casa -dijo Ray-. Hemos ido…

– Mamá, papá ha encontrado este sitio de paintball chulísimo -anunció Pete-. Ha sido fantástico. ¡Tomaaa! -Hizo como que disparaba a su padre-. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! Te pones unos monos, te cargan el arma y allá va. Te di bien, ¿verdad, papá? Ande a…

– Anduve -le corrigió Bea pacientemente.

Miró a su hijo y no contuvo la sonrisa que apareció en sus labios mientras Pete le demostraba el sigilo con que había logrado eliminar a su padre con pintura. Era justo el tipo de juego que siempre se había prometido que su hijo no jugaría nunca: una imitación de la guerra. Sin embargo, ¿acaso los niños no eran sólo niños?

– No pensabas que sería tan bueno, ¿verdad? -preguntó Pete a su padre, golpeándole juguetonamente en el brazo.

Ray alargó la mano, enganchó el brazo alrededor del cuello de Pete y lo atrajo hacia sí. Plantó un beso ruidoso en la cabeza de su hijo y frotó los nudillos en su pelo abundante.

– Ve a por lo que has venido a buscar, mago del paintball -le dijo-. Tenemos que ir a cenar.

– ¡Pizza!

– Curry o chino, es mi mejor oferta. O podemos comer hígado encebollado en casa con coles de Bruselas y habas.

Pete se rió. Salió disparado de la habitación y le oyeron subir las escaleras corriendo.

– Quería el reproductor de CD -le contó Ray a Bea. Sonrió mientras oían a Pete revoloteando por su cuarto-. La verdad es que quiere un iPod y cree que si demuestra cuántos CD tiene que trajinar cuando podría llevar un aparato del tamaño de un… ¿Qué tamaño tienen? No estoy al corriente de la tecnología.

– Es lo que les gusta a los chavales hoy en día. Cuando se trata de tecnología, estoy absolutamente perdida sin Pete.

Ray se quedó mirándola un momento mientras ella cogía un trozo de bizcocho de caramelo con la cuchara. Le saludó con él.

– ¿Por qué me parece que eso es tu cena, Beatrice? -le dijo Ray.

– Porque eres policía.

– Entonces, ¿lo es?

– Ajá.

– ¿Tienes prisa?

– Ojalá -contestó ella-. Pero no es la palabra que escogería yo para describir qué tengo y qué no tengo en este caso.

Decidió contárselo. Iba a enterarse antes o después, así que mejor que fuera antes y por ella. Le dio todos los detalles y esperó su reacción.

– Maldita sea -dijo-. Es una verdadera… -Pareció buscar una palabra.

– ¿Cagada? -ofreció-. ¿Provocada por mí?

– No iba a decir eso precisamente.

– Pero es lo que estabas pensando.

– Lo de la cagada, sí. La parte sobre ti, no.

Bea giró la cara a la expresión de compasión agradable que apareció en el rostro de Ray. Miró por la ventana, que de día habría dado a una parte del jardín, o lo que se suponía que era el jardín, que en esta época del año debería estar cubierto de mantillo, pero que en lugar de eso se ofrecía a las semillas perdidas que dejaban caer las alondras y los pardillos en sus vuelos. Esas semillas germinaban en hierbajos y dentro de un mes o dos tendría una tarea verdaderamente complicada entre manos. Qué bien que lo único que viera en la ventana fuera su reflejo y el de Ray detrás de ella, pensó. Le proporcionaba una pequeña distracción del trabajo que se había creado a sí misma por no prestar atención al jardín.

– Estaba decidida a echarte la culpa -dijo.

– ¿Por?

– Por la cagada. Un centro de operaciones inadecuado. Ningún tipo del equipo de investigación criminal ni por asomo. Ahí estaba yo, colgada con el agente McNulty y el sargento Collins y con quien te dignaras a enviarme…

– La cosa no fue así.

– Oh, ya lo sé. -Habló con cautela porque era cautelosa. Se sentía como si hubiera estado nadando a contracorriente demasiado tiempo-. Soy yo la que mandó al agente McNulty a informar a los Kerne de que la muerte era un asesinato. Pensé que usaría el sentido común, pero me equivoqué, claro. Y luego, cuando me enteré de lo que les había contado, pensé que averiguaríamos algo más, alguna pistita, algún detalle… No importaba qué. Sólo algo útil para utilizar como cebo cuando apareciera el asesino. Pero no fue así.

– Aún puedes conseguirlo.

– Lo dudo. A menos que tengas en cuenta un comentario sobre un póster de surf que seguramente no servirá de nada a ojos de la fiscalía. -Dejó el recipiente del bizcocho en la mesa-. Durante años me he estado diciendo que no existe el asesinato perfecto y la ciencia forense está demasiado evolucionada. Siempre que se encuentre el cadáver hay demasiadas pruebas, demasiados expertos. Nadie puede matar y no dejar ningún rastro de ello. Es imposible, no puede hacerse.

– Tienes razón, Beatrice.

– Pero no vi las lagunas. Todas las formas en que un asesino podría planear y organizar y cometer este… este crimen final… y hacerlo de un modo en el que pudiera explicarse absolutamente todo. Incluso los detalles forenses más diminutos podían considerarse una parte racional de la vida cotidiana de alguien. No lo vi. ¿Por qué no lo vi?

– Tal vez tuvieras otras cosas en la cabeza. Distracciones.

– ¿Por ejemplo?

– Otras partes de tu vida. Tu vida tiene otras facetas, por mucho que intentes negarlo.

Bea quería evitar aquello.

– Ray…

Él no pensaba consentirlo, era evidente.

– No eres policía las veinticuatro horas del día -dijo-. Dios santo, Beatrice, no eres una máquina.

– A veces lo pienso.

– Pues yo no.

Una explosión de música atronó en el piso de arriba: Pete decidía entre sus CD. Escucharon un momento el chillido de una guitarra eléctrica. A Pete le gustaban los clásicos. Jimi Hendrix era su preferido, aunque si era necesario, Duane Allman y su frasco de pastillas servían igual de bien.

– Dios mío -dijo Ray-. Cómprale un iPod al chaval.

Bea sonrió, luego se rió.

– Es tremendo, el niño.

– Nuestro niño, Beatrice -declaró Ray en voz baja.

Ella no contestó, sino que cogió el bizcocho de caramelo y lo tiró a la basura. Lavó la cuchara que había utilizado y la dejó en el escurridero.

– ¿Podemos hablar ahora? -dijo Ray.

– Tú sí que sabes elegir el momento, ¿verdad?

– Beatrice, hace siglos que quiero hablar. Ya lo sabes.

– Lo sé. Pero ahora mismo… Eres policía y eres un buen policía. Ya ves cómo estoy. Atrapar al sospechoso en un momento de debilidad, crear ese momento si se puede… son reglas elementales, Ray.

– Esto no lo es.

– ¿No es qué?

– Elemental. Beatrice, ¿de cuántas maneras puede un hombre decir que se equivocó? Y de cuántas maneras puedes decirle a un hombre que el perdón no forma parte de tu… ¿qué? ¿Repertorio? Cuando pensaba que Pete no debía…

– No lo digas.

– Tengo que decirlo y tú tienes que escucharlo. Cuando pensaba que Pete no debía nacer… Cuando dije que deberías abortar…

– Dijiste que era lo que querías.

– Dije muchas cosas. Digo muchas cosas. Y algunas las digo sin pensar. Sobre todo cuando tengo…

– ¿Qué?

– No sé. Miedo, supongo.

– ¿A un bebé? Ya habíamos tenido uno.

– A eso no. A los cambios. A cómo afectaría a nuestras vidas tal como las teníamos organizadas.

– A veces pasan cosas.

– Lo entiendo. Y habría llegado a entenderlo entonces si me hubieras dado tiempo para…

– No fue una sola discusión, Ray.

– Sí, de acuerdo, no diré que lo fue. Pero sí diré que me equivoqué. En todas las discusiones que tuvimos, me equivoqué y me he arrepentido de ese… ese error, durante años. Catorce, para ser exactos. Más si incluyes también el embarazo. No quería que las cosas fueran así, no quiero que sean así.

– ¿Y ellas? -le preguntó-. Te has estado divirtiendo.

– ¿Qué? ¿Mujeres? Por el amor de Dios, Beatrice, no soy un monje. Sí, ha habido mujeres estos años. Una detrás de otra. Janice y Sheri y Sharon y Linda y cómo se llamen, porque no me acuerdo de todas. Y no me acuerdo porque no las deseaba. Quería olvidar… esto. -Señaló la cocina, la casa, la gente que había dentro-. Así que lo que te estoy pidiendo es que me dejes volver porque éste es mi sitio y los dos lo sabemos.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Y Pete también lo sabe. Y también los malditos perros.

Bea tragó saliva. Las relaciones entre hombres y mujeres nunca eran fáciles.

– ¡Mamá! -gritó Pete desde el piso de arriba-. ¿Dónde has puesto mi CD de Led Zeppelin?

– Dios mío -murmuró Bea con un escalofrío-. Que alguien le compre un iPod al chaval ya, por favor.

– ¡Mamá! ¡Mami!

– Me encanta que me llame así -le dijo a Ray-. No lo hace a menudo. Se está haciendo mayor. ¡No lo sé, cielo! -gritó-. Mira debajo de la cama. Y ya de paso, mete la ropa sucia en el cesto. Y baja a la basura los sándwiches de queso, pero despega primero a los ratones.

– ¡Muy graciosa! -gritó el niño y siguió de un lado para otro-. ¡Papá! Dile que me lo diga -gritó-. Sabe dónde está. Lo detesta y lo ha escondido en alguna parte.

– Hijo, aprendí hace mucho tiempo que soy incapaz de hacer que esta chiflada haga nada -gritó Ray. Y luego le dijo a Bea-: ¿Verdad, querida? Porque si no, ya sabes qué haría.

– Eso no -dijo ella.

– Lo lamentaré eternamente.

Bea pensó en las palabras de Ray, las que acababa de decir y las que había dicho antes.

– Eternamente no, en realidad. No es exactamente así.

Oyó que Ray tragaba saliva.

– ¿Hablas en serio, Beatrice?

– Supongo que sí.

Se miraron. La ventana que tenían detrás duplicaba la imagen de un hombre y una mujer y el paso dubitativo que daban hacia el otro justo en el mismo momento. Pete bajó las escaleras con gran estrépito.

– ¡Lo he encontrado! -gritó-. Listo para irnos, papá.

– ¿Tú también? -le preguntó Ray a Bea en voz baja.

– ¿Para cenar?

– Y para lo que viene después de cenar.

Bea soltó un largo suspiro que igualó al de Ray.

– Creo que sí -contestó.