171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Capítulo 5

Cadan había depositado grandes esperanzas en que los Bacon Streakies cumplieran su cometido. También las había depositado en que lo hiciera Pooh. Se suponía que los Bacon Streakies, que eran el capricho preferido del pájaro, le animarían y recompensarían. El sistema era dejar que el loro viera la bolsa de golosinas en los dedos de Cadan -una maniobra suficiente para captar el interés del pájaro- y luego demostrarle sus cualidades. Después llegaría la recompensa y no había absolutamente ninguna necesidad de enseñarle a Pooh la sustancia crujiente. Quizá fuera un pájaro, pero no era estúpido cuando se trataba de comida.

Pero esta noche, las distracciones le despistaban. Pooh y Cadan no estaban solos en el salón y las otras tres personas resultaban ser más interesantes para el loro que el alimento que le ofrecía éste. Así que mantener el equilibrio sobre una pelota de goma y caminar encima de dicha pelota por la repisa de la chimenea no ofrecían la misma promesa que el palo de una piruleta en las manos de una niña de seis años. Un palo aplicado cuidadosamente en la cabeza emplumada del loro, frotado suavemente hacia delante y hacia atrás en la zona donde se suponía que deberían estar las orejas, era el éxtasis garantizado. Un Bacon Streakie, por otro lado, sólo proporcionaba una satisfacción gustativa momentánea. Así que aunque Cadan realizó un intento heroico por conseguir que Pooh entretuviera a Ione Soutar y a sus dos hijas pequeñas, el entretenimiento no llegó.

– ¿Por qué no quiere hacerlo, Cade? -preguntó Jennie Soutar. Era la menor de las dos. Su hermana mayor, Leigh, que a sus diez años ya llevaba sombra de ojos con purpurina, los labios pintados y extensiones en el pelo, no parecía esperar que el pájaro fuera a hacer nada extraordinario; total, a quién le importaba, el loro no era una estrella pop ni nadie que fuera a convertirse en una estrella pop. En lugar de prestar atención al espectáculo fracasado del pájaro, había hojeado una revista de moda, mirando las fotos entrecerrando los ojos porque se negaba a ponerse gafas y hacía campaña por llevar lentes de contacto.

– Es por el palo de la piruleta -dijo Cadan-. Sabe que lo tienes. Quiere que lo acaricies otra vez.

– Entonces, ¿puedo acariciarle? ¿Puedo cogerlo?

– Jennifer, ya sabes qué opino de ese pájaro. -Estas palabras las pronunció su madre. Ione Soutar estaba de pie junto a la ventana en saliente que daba a Victoria Road; llevaba treinta minutos así y no parecía que tuviera intención de moverse pronto-. Los pájaros tienen gérmenes y transmiten enfermedades.

– Pero Cade lo toca.

Ione lanzó una mirada a su hija. Parecía decir: «Y mírale».

Jennie interpretó la expresión en la cara de su madre en el sentido que había querido Ione. Se retiró al sofá -con las piernas colgando delante de ella- e hinchó los labios decepcionada. Cadan vio que era una expresión idéntica a la de Ione, aunque la niña no fuera consciente de ello.

Sin duda, el sentimiento que escondía la mujer también era el mismo: decepción. Cadan quería decirle a Ione Soutar que su decepción no terminaría nunca mientras tuviera puestas sus esperanzas matrimoniales en su padre. A primera vista, parecían la pareja perfecta: dos empresarios independientes con talleres en el mismo lugar en Binner Down; dos padres que llevaban años sin pareja; dos padres que surfeaban, cada uno con dos hijos, dos niñas pequeñas interesadas en el surf, y una tercera mayor que era su modelo y profesora; dos familias orientadas a la familia… Seguramente el sexo también sería bueno, pero a Cadan no le gustaba especular sobre eso, porque pensar en su padre fundido en un abrazo carnal con Ione le ponía los pelos de punta. Sin embargo, parecía lógico que esos casi tres años de asociación entre hombre y mujer acabaran en algo similar a un compromiso por parte de Lew Angarrack. Pero no había sido así y Cadan había oído el final de las conversaciones telefónicas de su padre suficientes veces como para saber que a Ione aquella situación ya no la satisfacía.

Ahora mismo también estaba molesta. Hacía rato que dos pizzas del Pukkas se enfriaban en la cocina mientras ella esperaba en el salón a que Lew volviera. Era una espera que a Cadan comenzaba a parecerle inútil, porque su padre se había duchado y vestido y salido corriendo para llevar a cabo una empresa que Cadan consideraba descabellada.

Cadan creía que la visita de Will Mendick había provocado la marcha de Lew. Will había aparecido por Victoria Road en su viejo escarabajo y mientras desplegaba su esqueleto enjuto y nervudo para bajarse del coche y se acercaba a la puerta, Cadan vio en su cara rubicunda que algo le preocupaba.

Preguntó directamente por Madlyn.

– ¿Dónde está, entonces? Tampoco estaba en la panadería -dijo de manera cortante cuando Cadan le informó de que Madlyn no estaba en casa.

– Todavía no la tenemos en el GPS -le dijo-. Hasta la semana que viene, Will.

Pareció que Will no agradecía la broma.

– Tengo que encontrarla.

– ¿Por qué?

Le contó la noticia que había oído en la tienda de surf Clean Barrel: Santo Kerne estaba fiambre, se había aplastado la cabeza o lo que fuera que pasaba cuando alguien se caía mientras escalaba un acantilado.

– ¿Estaba escalando solo? -El tema de la escalada era la verdadera cuestión, ya que Cadan sabía qué era lo que Santo Kerne prefería en realidad: surfear y follar, follar y surfear, dos cosas que conseguía con bastante facilidad.

– No he dicho que estuviera solo -señaló Will bruscamente-. No sé con quién estaba, ni siquiera si estaba con alguien. ¿Por qué piensas que estaba solo?

Cadan no tuvo que responder porque Lew había oído la voz de Will y al parecer advirtió algo funesto en su tono. Salió de la parte trasera de la casa donde estaba trabajando en el ordenador y Will le puso al corriente.

– He venido a decírselo a Madlyn -explicó el chico.

«Muy acertado», pensó Cadan. Ya tenía vía libre con Madlyn y Will no era de los que pasaba de largo por delante de una puerta abierta.

– Maldita sea -dijo Lew en tono meditabundo-. Santo Kerne.

Ninguno de ellos estaba precisamente afectado por la noticia, se reconoció Cadan a sí mismo. Imaginaba que probablemente él era quien se sentía peor, pero casi seguro se debía a que era quien menos se jugaba en aquel asunto.

– Saldré a buscarla, entonces -dijo Will Mendick-. ¿Dónde crees que…?

¿Quién demonios lo sabía? Madlyn había sido un torbellino de emociones desde que había roto con Santo. Comenzó sintiendo una tristeza profunda que luego se transformó en una furia ciega e irracional. Para Cadan, cuanto menos la viera mejor hasta que hubiera superado la última etapa -que siempre era la venganza- y volviera a ser normal. Podía estar en cualquier parte: robando bancos, rompiendo ventanas, flirteando con hombres en pubs, tatuándose los párpados, pegando a niños pequeños o surfeando en alguna parte desconocida. Con Madlyn nunca se sabía.

– No la vemos desde el desayuno -dijo Lew.

– Maldita sea. -Will se mordió un lado del pulgar-. Bueno, alguien tiene que contarle lo que ha pasado.

«¿Por qué?», pensó Cadan, pero no lo dijo, sino que comentó:

– ¿Crees que deberías encargarte tú? -Y añadió como un tonto-: Espabila, chaval. ¿Cuándo lo vas a entender? No eres su tipo.

Will se puso colorado. Tenía la piel llena de granos y las espinillas se le encendieron.

– Cade -dijo Lew.

– Pero es cierto -apuntó él-. Vamos, tío…

Will no esperó a escuchar el resto. Salió de la habitación y cruzó la puerta antes de que Cadan pudiera pronunciar una palabra más.

– Dios mío, Cade -dijo Lew como comentario evidente acerca de la diplomacia de Cadan. Luego subió a darse una ducha.

No se había duchado después de surfear, así que al principio Cadan supuso que su padre estaba haciendo lo que hacía normalmente: quitarse la arena y el agua salada. Pero luego se marchó y aún no había vuelto, de ahí que Cadan hubiera decidido intentar entretener a Ione y sus hijas mientras esperaban a Lew.

– Ha salido a buscar a Madlyn -dijo Cadan a la novia de su padre. Le había contado lo de Santo y no había añadido nada más. Ione ya estaba al corriente de la situación Madlyn-Santo. No podía estar liada con Lew Angarrack y no saber nada del tema. El sentido bien desarrollado del drama que tenía Madlyn lo habría hecho absolutamente imposible.

Ione entró en la cocina, donde dejó las pizzas en la encimera, puso la mesa y preparó una ensalada mixta. Luego regresó al salón. Cuarenta minutos después, llamó a Lew al móvil. Si su padre lo llevaba encima, no lo tenía encendido.

– Qué estúpido es -dijo Ione-. ¿Y si Madlyn vuelve a casa mientras está buscándola? ¿Cómo se lo vamos a decir?

– Seguramente no lo habrá pensado -contestó Cadan-. Ha salido corriendo.

No era exactamente verdad, pero parecía más… bueno, más probable que un padre preocupado saliera corriendo en lugar de marcharse como lo había hecho Lew: con bastante tranquilidad, como si hubiera tomado una decisión sombría sobre algo o como si supiera una cosa que nadie más sabía.

Ahora, cuando acabó de examinar su revista de moda, Leigh Soutar comenzó a hablar como solía hacerlo, con esa cadencia extraña característica de las niñas que están demasiado expuestas a películas de adolescentes.

– Mamá, ¿tengo hambre? -dijo-. ¿Me muero de hambre? Mira qué hora es, ¿vale? ¿No vamos a cenar?

– ¿Quieres un Bacon Streakie? -le preguntó Cadan.

– Qué asco -dijo Leigh-. ¿Comida basura?

– ¿Y la pizza qué es? -le preguntó Cadan educadamente.

– La pizza es muy nutritiva, ¿vale? -le dijo Leigh-. Contiene como mínimo dos grupos de alimentos; de todos modos, sólo voy a comerme un trozo, ¿vale?

– De acuerdo -dijo Cadan. Ya había visto a Leigh zampando antes de esta noche y cuando se trataba de pizza la niña olvidaba sistemáticamente sus intenciones de convertirse en la Kate Moss de su generación. Diría que no a un trozo de pizza cuando las ranas criaran pelo y empezaran a afeitarse.

– Yo también tengo hambre -dijo Jennie-. ¿Podemos comer, mami?

Ione lanzó una última mirada desesperada a la calle.

– Supongo que sí -dijo.

Fue a la cocina. Jennie saltó del sofá y la siguió, rascándose el trasero mientras caminaba. Leigh practicó un contoneo de pasarela detrás de su hermana y lanzó una mirada torva a Cadan al pasar por delante de él.

– Ese pájaro es estúpido, ¿vale? -dijo-. ¿Ni siquiera habla? ¿Qué clase de loro no habla siquiera?

– El que reserva su vocabulario para una conversación interesante -dijo Cadan.

Leigh le sacó la lengua y salió de la habitación.

Después de cenar una pizza horrible que había estado demasiado tiempo en la encimera y una ensalada aliñada por una cocinera preocupada que le había echado demasiado vinagre, Cadan se ofreció a fregar los platos y esperó que aquel gesto sirviera para que Ione cogiera a sus retoños y se marchara. No tuvo tanta suerte. Se quedó noventa minutos más, exponiendo a Cadan a los comentarios hirientes sobre la calidad de su fregado y secado de platos. Llamó a Lew al móvil cuatro veces más antes de decirse a sí misma y a las niñas que se iban a casa.

Aquello dejó a Cadan en la situación que menos prefería: solo con sus pensamientos. Así que sintió alivio cuando recibió una llamada que por fin revelaba el paradero de Madlyn, si bien el alivio fue menor al comprobar que quien telefoneaba no era su padre. Y se preocupó muchísimo cuando gracias a una pregunta fortuita descubrió que su padre ni siquiera había salido a buscar a Madlyn. Esta preocupación desconcertó a Cadan -un estado sobre el que no le gustaba especular-, así que cuando Lew por fin se presentó poco después de medianoche, Cadan estaba bastante mosqueado con él por provocarle sensaciones que prefería no sentir. Estaba viendo la tele cuando la puerta de la cocina se abrió y cerró. Después, Lew apareció en la puerta del salón, entre las sombras del pasillo.

– Está con Jago -dijo Cadan lacónicamente.

Lew pestañeó y preguntó:

– ¿Qué?

– Madlyn -respondió Cadan-. Está con Jago. Ha llamado él. Dice que se ha quedado dormida.

Ninguna reacción de su padre. Cadan sintió un escalofrío inexplicable al ver aquello que le subió y bajó por los brazos como los dedos de un bebé muerto. Cogió el mando a distancia de la tele y pulsó el botón para apagarla.

– Has salido a buscarla, ¿verdad? -Cadan no esperó respuesta-. Ione ha estado aquí. Ella y las niñas. Vaya con esa Leigh, qué estúpida es, te lo digo yo. -Silencio-: Estabas buscándola, ¿no?

Lew se dio la vuelta y volvió a la cocina. Cadan oyó que abría la nevera y que vertía algo en un cazo. Su padre estaría calentando leche para tomarse el Cola-Cao de todas las noches. Cadan decidió que él también quería uno -aunque la verdad era que deseaba descifrar a su padre al mismo tiempo que deseaba no hacerlo-, así que, arrastrando los pies, fue a la cocina para unirse a él.

– Le he preguntado a Jago qué hacía allí. Ya sabes a qué me refiero. Le he dicho: «¿Qué coño está haciendo ahí, tío?», porque primero, ¿por qué querría pasar la noche con Jago…? ¿Qué tiene, setenta años? Me da grima, ya sabes qué quiero decir, aunque es buena gente, supongo, pero no es que sea un pariente ni nada… Y luego… -No recordaba qué iba a decir en segundo lugar. Balbuceaba porque el silencio obstinado de su padre le desconcertaba más de lo que ya lo estaba-. Jago me ha contado que estaba arriba en el Salthouse con el señor Penrule cuando entró un tipo con esa mujer que tiene la casa en Polcare Cove. Ella ha dicho que había un cuerpo abajo y Jago ha oído que decía que creía que era Santo. Así que Jago ha ido a buscar a Madlyn a la panadería para darle la noticia. Al principio no ha llamado aquí porque… no lo sé. Supongo que Madlyn se habrá puesto como una loca cuando se lo ha contado y ha tenido que tranquilizarla.

– ¿Eso ha dicho?

Cadan sintió tal alivio cuando su padre por fin habló que preguntó:

– ¿Quién ha dicho el qué?

– ¿Jago ha dicho que Madlyn se había puesto como una loca?

Cadan pensó en aquello, no tanto en si Jago Reeth había dicho realmente eso sobre su hermana sino en por qué su padre preguntaba precisamente eso de todas las cosas posibles. Parecía una elección tan improbable que Cadan observó:

– Estabas buscándola, ¿verdad? Bueno, eso es lo que le he dicho a Ione. Ya te he comentado que ha estado aquí con las niñas. Pizza.

– Ione -dijo Lew-. Había olvidado la pizza. Supongo que se ha ido histérica.

– Ha intentado llamarte. ¿Qué le pasa a tu móvil?

– No lo llevaba encima.

La leche humeó en el fogón. Lew cogió su taza de Newquay y echó unas cucharadas de Cola-Cao. Utilizó una cantidad generosa, luego le pasó el bote a Cadan, que ya había cogido su taza del estante de encima del fregadero.

– Ahora la llamo -dijo Lew.

– Es más de medianoche -añadió Cadan sin necesidad.

– Mejor tarde que mañana, créeme.

Lew salió de la cocina y fue a su cuarto. Cadan sintió una necesidad urgente de saber qué estaba pasando. En parte era curiosidad y en parte buscaba una forma razonable de tranquilizarse sin cuestionarse por qué necesitaba tranquilizarse. Así que subió las escaleras detrás de su padre.

Su intención era escuchar junto a la puerta de Lew, pero descubrió que no iba a ser necesario. Apenas había llegado al último escalón cuando oyó que Lew alzaba la voz y constató que la conversación iba mal. Las últimas palabras de su padre consistieron básicamente en: «Ione… Por favor, escúchame… Tantas cosas en la cabeza… Saturado de trabajo… Lo olvidé por completo… Porque estoy fabricando una tabla, Ione, y tengo casi dos docenas más… Sí, sí. Lo siento mucho, pero en realidad no me dijiste… Ione…».

Eso fue todo. Luego silencio. Cadan se acercó a la puerta de la habitación de su padre. Lew estaba sentado en el borde de la cama. Tenía una mano sobre el auricular del teléfono, que acababa de posar sobre la horquilla. Miró a Cadan pero no habló, sino que se levantó y fue a por su chaqueta, que había lanzado sobre el asiento de una silla en un rincón del cuarto. Comenzó a ponérsela. Al parecer, volvía a salir.

– ¿Qué pasa? -dijo Cadan.

Lew no le miró mientras contestaba.

– Ya ha tenido suficiente. Me ha dejado.

Parecía… Cadan pensó en ello. ¿Apenado? ¿Cansado? ¿Afligido? ¿Aceptando el hecho de que mientras uno no cambiara, el pasado predeciría con exactitud el futuro?

– Bueno, la has fastidiado -dijo Cadan filosóficamente- al olvidarte de ella y todo eso.

Lew se tocó los bolsillos como si buscara algo.

– Sí, cierto. Bueno, no ha querido escucharme.

– ¿El qué?

– Habíamos quedado para cenar pizza, Cade. Eso es todo. Pizza. ¿Cómo puede esperar que recuerde que habíamos quedado para cenar pizza?

– Qué frío eres, ¿no?

– Tampoco es asunto tuyo.

Cadan sintió que el estómago se le tensaba y le ardía.

– Bueno, supongo que no. Pero cuando quieres que entretenga a tu novia mientras tú estás por ahí, haciendo lo que sea, sí que es asunto mío.

Lew dejó caer la mano de los bolsillos.

– Dios mío -dijo-. Yo… Lo siento, Cade. Estoy de los nervios. Están pasando muchas cosas. No sé cómo explicártelo.

Pero ése era el problema, pensó Cadan. ¿Qué estaba pasando? Cierto, Will Mendick les había dicho que Santo Kerne había muerto -y sí, era una desgracia, ¿no?-, pero ¿por qué la noticia tenía que sumir sus vidas en el caos, en el caso que lo que estuvieran viviendo fuera en efecto un caos?

* * *

Habían construido el cuarto del material de Adventures Unlimited en un antiguo comedor que había sido un salón de baile durante los años de apogeo del hotel de la Colina del Rey Jorge, un apogeo que alcanzó en el periodo de entreguerras.

Cuando Ben Kerne se encontraba en el cuarto del material, a menudo intentaba imaginar cómo habría sido cuando el parqué brillaba, las arañas de luces relucían en el techo y las mujeres flotaban con sus ligeros vestidos de verano en los brazos de los hombres con trajes de lino. Bailaban con una inconsciencia alegre, pues creían que la guerra que iba a poner fin a todas las guerras había terminado, en efecto, con todas las guerras. Descubrieron que se equivocaban, y demasiado pronto, pero pensar en ellos siempre le relajaba, igual que la música que Ben imaginaba que escuchaban: la orquesta tocaba mientras los camareros con guantes blancos ofrecían sándwiches en bandejas de plata. Pensaba en los bailarines -casi podía ver sus fantasmas- y se sentía conmovido por las épocas pasadas. Pero al mismo tiempo siempre sentía consuelo. La gente entraba y salía del Rey Jorge y la vida continuaba.

Ahora, en el cuarto del material, sin embargo, los bailarines de 1933 no invadieron la mente de Ben Kerne. Estaba delante de una hilera de vitrinas, una de las cuales había abierto. Dentro, el material de escalada estaba colgado de unos ganchos, dispuesto ordenadamente en contenedores de plástico y enrollado en estantes. Cuerdas, arneses, eslingas, anclajes y aparatos de leva, cuñas, mosquetones… de todo. Su equipo lo guardaba en otra parte porque le resultaba incómodo tener que bajar aquí a coger lo que quería llevarse si tenía la tarde libre para ir a escalar. Pero el material de Santo ocupaba un lugar destacado y, encima, el propio Ben había clavado orgullosamente un cartel que ponía: No coger. Instructores y alumnos por igual debían saber que aquellas herramientas eran sagradas, la acumulación de tres Navidades y cuatro cumpleaños.

Ahora, sin embargo, no había nada. Ben sabía qué significaba aquello. Comprendió que la ausencia del material de Santo constituía el último mensaje del chico a su padre y sintió su impacto, igual que sintió el peso y experimentó la iluminación repentina que también proporcionaba su mensaje: aquello lo habían provocado sus comentarios -hechos sin pensar y nacidos de un fariseísmo testarudo-. A pesar de todos sus esfuerzos, a pesar de que él y Santo no podían ser más distintos en todo, desde la personalidad al aspecto físico, la historia se repetía en la forma, aunque no en el fondo. Su propia historia hablaba de obcecación, destierro y años de alejamiento. Ahora la de Santo hablaba de censura y muerte. No con muchas palabras sino con el reconocimiento sincero de un pesar que le había llevado a formular una única pregunta maldita, tan alto como si Ben la hubiera gritado: «¿Cómo puedes ser tan miserable para haber hecho algo así?».

Santo habría interpretado aquella pregunta tácita como lo que era, y seguramente cualquier hijo de cualquier padre habría hecho lo mismo y reaccionado con la misma indignación que había llevado a Santo a los acantilados. El propio Ben había reaccionado contra su padre prácticamente del mismo modo a más o menos su misma edad: «Hablas de ser un hombre, yo te enseñaré lo que es ser un hombre».

Pero la razón subyacente de la relación que tenían Ben y Santo seguía pendiente de análisis, aunque no hacía falta abordar en absoluto el porqué superficial del tema, porque Santo sabía exactamente cuál era. Por otro lado, la razón histórica de su relación era demasiado aterradora para planteársela. En lugar de hacerlo, Ben sólo se repetía que Santo era, siempre y simplemente, quien era.

– Pasó y punto -le había confesado Santo a Ben-. Mira, yo no quiero…

– ¿Tú? -dijo Ben, incrédulo-. No sigas, porque lo que quieras no me interesa. Pero lo que has hecho, sí. Lo que has conseguido. La suma total de tu maldito interés personal…

– ¿Por qué demonios te importa tanto? ¿Qué más te da? Si hubiera que arreglar algo, lo habría arreglado, pero no había nada. No hay nada. Nada, ¿vale?

– Los seres humanos no son algo que haya que arreglar. No son pedazos de carne. No son mercancías.

– Estás manipulando mis palabras.

– Tú estás manipulando la vida de las personas.

– Eres injusto. Eres muy injusto, joder.

Como comprobaría que era la mayor parte de la vida, pensó Ben, aunque Santo no vivió lo suficiente para descubrirlo.

¿Y de quién era la culpa, Benesek?, se preguntó. ¿El momento valía el precio que estaba pagando?

Ese momento había sido un solo comentario, que en parte nacía de la rabia pero que en su mayor parte era puro miedo: «Injusto es tener un hijo inútil como tú». Una vez dichas, las palabras quedaron ahí, como pintura negra lanzada en una pared blanca. Su castigo por haberlas pronunciado iba a ser el recuerdo de esa afirmación desgraciada y lo que habían provocado: la cara pálida de Santo y el hecho de que un padre hubiera girado la espalda a su hijo. «Quieres que sea un hombre, yo te enseñaré qué es ser un hombre. Al cien por cien, si debo hacerlo. Pero te lo enseñaré».

Ben no quería pensar en lo que había dicho. De hecho, prefería no volver a pensar en nada nunca más. Su mente quedaría en blanco y así permanecería, permitiéndole pasar por la vida hasta que su cuerpo se extenuara y le reclamara el descanso eterno.

Cerró el armario y volvió a colocar el candado en su sitio. Respiró despacio por la boca hasta que logró dominarse y dejaron de removérsele las tripas. Entonces fue al ascensor y lo llamó. El aparato descendió a una velocidad digna y antigua que concordaba con su calado de hierro abierto. Paró con un crujido y lo llevó a la última planta del hotel, donde estaba el piso de la familia y donde esperaba Dellen.

No acudió a ver a su esposa de inmediato, sino que primero fue a la cocina. Allí, Kerra estaba sentada a la mesa con su pareja. Alan Cheston la observaba y Kerra escuchaba con la cabeza ladeada en dirección a los cuartos. Ben sabía que estaba esperando una señal de cómo iban a ser las cosas.

Su mirada registró a su padre cuando apareció en la puerta. Los ojos de Ben preguntaron. Ella contestó.

– Todavía -fue su respuesta.

– Bien -dijo él.

Se acercó a los fogones. Kerra había puesto el hervidor en el fuego, aún encendido, tan bajo que el vapor escapaba sin hacer ruido y el agua no arrancaba a hervir. Había sacado cuatro tazas, cada una contenía una bolsita de té. Ben vertió el agua en dos de ellas y se quedó ahí plantado, observando cómo se preparaba la infusión. Su hija y su novio estaban en silencio, pero notaba que le clavaban sus ojos y percibía las preguntas que querían formularle. No sólo acerca de él, sino también de cada uno de ellos. Había temas que tratar en cada rincón.

No soportaba la idea de tener que hablar, así que cuando el té se oscureció lo suficiente, echó leche y añadió azúcar a uno y nada al otro. Se los llevó de la cocina y dejó uno momentáneamente en el suelo, delante de la puerta de Santo, que estaba cerrada pero no con llave. La abrió y entró, a oscuras con las dos tazas de té que sabía que ninguno de los dos podría ni querría beber.

Dellen no había encendido las luces y como la habitación de Santo estaba en la parte trasera del hotel, las farolas del pueblo no iluminaban la oscuridad del cuarto. Enfrente de la extensión curvada de la playa de St. Mevan, las luces al final del rompeolas y encima de la esclusa del canal brillaban a través del viento y la lluvia, pero no conseguían expulsar la penumbra de allí. Sin embargo, un haz de luz blanca procedente del pasillo caía en la alfombra de retales sobre el suelo del dormitorio. Ben vio que su mujer se había acurrucado en posición fetal encima de ella. Había arrancado las sábanas y mantas de la cama de Santo y se había tapado. La mayor parte de su cara estaba ensombrecida, pero allí donde no, Ben vio que su expresión era glacial. Se preguntaba si el pensamiento que ocupaba su mente era: «Si hubiera estado aquí… Si no hubiera estado fuera todo el día…». Lo dudaba. Arrepentirse nunca había sido el estilo de Dellen.

Ben cerró la puerta con el pie y Dellen se revolvió. Creyó que iba a hablar, pero se subió las mantas hasta la cara. Se las llevó a la nariz para absorber el olor de Santo. Actuaba como una madre animal y, como un animal, funcionaba por instinto. Había sido su atractivo desde el día que la conoció: cuando ambos eran adolescentes, uno de ellos cachondo y la otra dispuesta.

Lo único que sabía Dellen por ahora era que Santo había muerto, que la policía había ido a verles, que una caída se lo había llevado y que la caída se había producido durante una escalada en un acantilado. Ben no le avanzó más información porque Dellen dijo «¿una escalada?», tras lo cual interpretó la expresión de su marido como siempre había podido hacer y dijo «tú le has hecho esto».

Eso había sido todo. Se quedaron en la recepción del viejo hotel porque Ben no consiguió que entrara más. Cuando Dellen cruzó la puerta, vio al momento que algo pasaba y exigió saberlo, no para eludir la pregunta obvia de dónde había estado ella tantas horas -no creía que nadie tuviera derecho realmente a saberlo-, sino porque lo que pasaba era mucho más importante que saciar la curiosidad sobre su paradero. Ben intentó que subiera al salón, pero ella se mantuvo inflexible, así que se lo dijo allí mismo.

Dellen se acercó a las escaleras. Se detuvo momentáneamente en el escalón de abajo y se agarró a la barandilla como para no caerse. Luego subió.

Ahora, Ben dejó el té con leche y azúcar en el suelo cerca de su cabeza y se sentó en el borde de la cama de Santo.

– Me estás culpando -dijo ella-. Me echas tanto la culpa que apestas, Ben.

– No te culpo. No sé por qué piensas eso.

– Lo pienso porque estamos aquí, en Casvelyn. Fue todo por mí.

– No. Fue por todos nosotros. Yo también estaba cansado de Truro, ya lo sabes.

– Tú te habrías quedado en Truro toda la vida.

– No es así, Dellen.

– Y si estabas cansado, cosa que no me creo, no tenía que ver contigo, ni con Truro, ni con ninguna ciudad. Siento tu odio, Ben. Huele como una alcantarilla.

Él no dijo nada. Fuera, una ráfaga de viento golpeó el lateral del edificio y las ventanas vibraron. Se avecinaba un temporal violento. Ben reconocía las señales. Soplaba viento de mar: traería una lluvia más fuerte del Atlántico. Todavía no habían dejado atrás la época de las tormentas.

– He sido yo -dijo-. Tuvimos unas palabras. Dije algunas cosas…

– Oh, me imagino que sí. Ben el Bueno. Eres un maldito santo.

– No tiene nada de santo salir adelante. No tiene nada de santo aceptar…

– Las cosas no eran así entre mi hijo y tú, no te creas que no lo sé. Eres un cabronazo.

– Ya sabes por qué. -Ben dejó su taza de té en la mesita de noche. Entonces, deliberadamente, encendió la lámpara. Si Dellen le miraba, quería que fuera capaz de verle la cara e interpretar su mirada. Quería que supiera que decía de verdad-. Le dije que debía tener más cuidado. Le dije que las personas son reales, no un juguete. Quería que comprendiera que la vida consiste en algo más que buscar su propio placer.

La voz de Dellen estaba cargada de desprecio.

– Como si él viviera así.

– Sabes que sí. La gente se le da bien, toda. Pero no puede dejar que eso… que ese don suyo provoque que alguien haga daño a otras personas o que él haga sufrir a los demás. No quiere ver…

– ¿No quiere? Está muerto, Ben. Ya no quiere nada.

Ben creyó que Dellen rompería a llorar de nuevo, pero no.

– No es ninguna vergüenza enseñar a los hijos a actuar correctamente, Dellen.

– Lo que significa que tú haces lo correcto, ¿verdad? No él. Tú. Se suponía que tenía que parecerse a ti, ¿no? Pero él no era tú, Ben, y nada podía hacer que se pareciera a ti.

– Ya lo sé. -Ben sintió el peso intolerable de aquellas palabras-. Ya lo sé, créeme.

– No lo sabes. No lo sabías. Y no podías soportarlo, ¿a que no? Tenías que obligarle a ser como tú querías que fuera.

– Dellen, ya sé que tengo la culpa. ¿Crees que no lo sé? Yo tengo tanta culpa de lo sucedido como…

– ¡No! -Se puso de rodillas-. No te atrevas -gritó-. No me recuerdes eso justo ahora porque si lo haces, te juro que si lo haces, si lo mencionas siquiera, si sacas el tema, si lo intentas, si… -Parecía que le fallaban las palabras. De repente, cogió la taza que Ben había dejado en el suelo y se la tiró. El té caliente le quemó el pecho; el borde de la taza le alcanzó en el esternón-. Te odio -dijo, y luego repitió cada palabra más fuerte-: ¡Te odio, te odio, te odio!

Ben se levantó de la cama y se puso de rodillas. Entonces la abrazó. Dellen todavía gritaba su odio cuando la atrajo hacia él y le dio golpes en el pecho, la cara y el cuello antes de que él pudiera agarrarle los brazos.

– ¿Por qué no dejaste que fuera él mismo? Está muerto y lo único que tenías que hacer era dejarle ser él mismo. ¿Tanto te costaba? ¿Era demasiado pedir?

– Sshh -murmuró Ben. La abrazó, la meció, apretó los dedos en su pelo rubio y frondoso-. Dellen, Dellen, Dell. Podemos llorar. Podemos… Tenemos que llorar.

– No lloraré. Suéltame. ¡Que me sueltes!

Dellen se retorció, pero él la sujetó con fuerza. Ben sabía que no podía dejar que saliera del cuarto. Estaba al borde de un ataque de nervios y, si estallaba, todos estallarían con ella y no podía permitirlo. No después de lo de Santo.

Él era más fuerte que ella, así que comenzó a moverla aunque se resistiera. La puso de pie y la sostuvo con el peso de su cuerpo. Ella se retorció para intentar apartarle.

Ben le tapó la boca con la de él. Notó su oposición durante un momento y luego desapareció, como si nunca hubiera existido. Le rasgó la ropa, le arrancó la camisa, la hebilla del cinturón, le bajó los vaqueros con desesperación. Pensó «sí» y no le mostró ninguna ternura mientras le quitaba el jersey por la cabeza. Le subió el sujetador y bajó a sus pechos. Ella jadeó y se bajó la cremallera de los pantalones. Con fiereza, Ben le apartó la mano de un golpe. Lo haría él, pensó. La poseería. Con furia, la desnudó. Ella se arqueó para aceptarle y gritó cuando la penetró.

Después, lloraron.

* * *

Kerra lo oyó todo. ¿Cómo podía no hacerlo? El piso familiar había sido reformado de la manera más económica posible a partir de una serie de habitaciones en la última planta del hotel. Como necesitaban el dinero para invertirlo en otras cosas, habían destinado muy poco a insonorizar las paredes. No eran de papel, pero podrían haberlo sido perfectamente.

Primero oyó sus voces -la de su padre suave y la de su madre alzándose-, luego los gritos, que no pudo obviar, y luego el resto. «Viva el héroe conquistador», pensó.

– Tienes que irte -le dijo a Alan sin ánimo, aunque una parte de ella también decía: «¿Lo entiendes ahora?».

– No -dijo Alan-. Tenemos que hablar.

– Mi hermano ha muerto. Creo que no necesitamos hacer nada.

– Santo -dijo Alan en voz baja-. Tu hermano se llamaba Santo.

Todavía estaban en la cocina, aunque no sentados a la mesa donde estaban cuando Ben había entrado. Con el ruido cada vez más fuerte procedente del dormitorio de Santo, Kerra se había alejado de la mesa e ido al fregadero. Allí había abierto el agua para llenar un cazo, aunque no tenía ni idea de qué haría con él.

Se quedó allí después de cerrar los grifos. Fuera veía Casvelyn, sólo la parte de arriba, donde St. Issey Road se cruzaba con St. Mevan Crescent. Un supermercado poco atractivo llamado Blue Star se extendía como un pensamiento desagradable en aquella intersección en forma de V, un bunker de ladrillo y cristal que hizo que se preguntara por qué los establecimientos modernos tenían que ser tan feos. Las luces todavía estaban encendidas para las compras tardías y justo detrás había más luces, indicios de los coches que avanzaban cuidadosamente por los límites noroccidental y suroriental de St. Mevan Down. Los trabajadores volvían a casa por la noche, a las diversas aldeas que durante siglos habían ido surgiendo como setas en la costa. «Refugios para los traficantes», pensó Kerra. Cornualles siempre había sido una tierra sin ley.

– Vete, por favor -le dijo.

– ¿Quieres contarme qué está pasando aquí? -dijo Alan.

– Santo -y pronunció su nombre deliberadamente despacio- es lo que está pasando aquí.

– Tú y yo somos pareja, Kerra. Cuando la gente…

– Pareja -le interrumpió-. Ah, sí. Cuánta razón tienes.

Alan no hizo caso a su sarcasmo.

– Cuando la gente tiene pareja, se enfrentan juntos a las cosas. Estoy aquí, me voy a quedar. Así que puedes escoger a qué vas a enfrentarte conmigo.

Kerra le lanzó una mirada. Esperaba que interpretara desdén en ella. No era así como se suponía que tenía que comportarse, y menos ahora. No le había elegido como pareja para que acabara revelando un aspecto de él que demostraba que era alguien a quien no conocía en realidad. Él era Alan, ¿verdad? Alan. Alan Cheston. Un tipo con problemas respiratorios que lo pasaba mal en invierno, que a menudo era prudente hasta extremos exasperantes, que iba a misa, que quería a sus padres, que no era atlético; que era oveja, no pastor. También era respetuoso, y respetable. Era el tipo de tío que le había dicho «¿puedo…?» antes de intentar cogerle la mano. Pero ahora… Esta persona de ahora… No era el Alan que no se había perdido ni una sola cena en casa de sus padres todos los domingos desde que había terminado la universidad y la maldita facultad de económicas de Londres. No era el Alan de melena corta y piel blanca que practicaba yoga y servía comidas a domicilio a ancianos y que nunca se había metido en el Sea Pit, justo encima de la playa de St. Mevan, sin comprobar primero con la punta del pie cómo estaba el agua. Él no tenía que decirle a ella cómo iban a ser las cosas.

Sin embargo, ahí estaba, haciendo justo eso. Ahí estaba delante de la nevera de acero inoxidable y parecía… implacable, pensó Kerra. Aquella imagen le heló la sangre.

– Habla conmigo -le dijo él. Su voz era firme.

Aquella firmeza la desmontó, así que la respuesta que le dio fue:

– No puedo.

Ni siquiera había querido decir eso. Pero los ojos de Alan, que por lo general eran tan deferentes, en esos momentos eran persuasivos. Kerra sabía que aquello nacía del poder, del conocimiento, de la falta de miedo, y de dónde provenía aquello fue lo que provocó que Kerra le diera la espalda. Iba a cocinar, decidió. Al fin y al cabo, todos tendrían que comer algo.

– De acuerdo -dijo Alan-. Pues hablaré yo.

– Tengo que cocinar, tenemos que comer algo. Si estamos débiles, todo irá a peor. Va a haber que hacer muchas cosas los próximos días. Preparativos, llamadas. Alguien tiene que telefonear a mis abuelos. Santo era su preferido. Yo soy la mayor de los nietos (somos veintisiete…, ¿no te parece obsceno, con la superpoblación y todo eso?), pero Santo era su preferido. Pasábamos temporadas con ellos, a veces un mes; una vez nueve semanas. Hay que decírselo y mi padre no lo hará. No se hablan él y mi abuelo, salvo que no les quede más remedio.

Cogió un libro de cocina. Tenía varios, todos en un atril en la encimera, resultado de las clases de cocina que había tomado. Algún Kerne tenía que aprender a planificar comidas nutritivas, económicas y sabrosas para los grandes grupos que reservarían en Adventures Unlimited. Contratarían a un cocinero, naturalmente, pero ahorrarían dinero si las comidas las planificaba alguien que no fuera un chef profesional. Kerra se había presentado voluntaria para el trabajo. No estaba interesada en nada que tuviera que ver con la cocina, pero sabía que no podían confiárselo a Santo y dejarlo en manos de Dellen habría sido una ridiculez. El primero era un cocinero pasable a pequeña escala, pero se distraía con facilidad por todo, desde una música en la radio hasta un alcatraz que pasara volando en dirección a Sawsneck Down. En cuanto a la segunda, todo lo que estuviera relacionado con Dellen podía cambiar en un segundo, incluida su disposición a participar en los asuntos familiares.

Kerra abrió el libro que había elegido al azar. Comenzó a pasar páginas para encontrar algo complicado, algo que requiriera toda su atención. La lista de ingredientes debía ser impresionante, y si había algo que no tuvieran en la cocina, mandaría a Alan a comprarlo al supermercado Blue Star. Si se negaba, iría ella. En cualquier caso estaría ocupada, que era como quería estar.

– Kerra -dijo Alan.

Ella no le hizo caso. Se decidió por jambalaya con arroz sucio y judías verdes, junto con pudín de pan. Tardaría horas y le parecía bien. Pollo, salchichas, gambas, pimientos verdes, caldo de almejas… La lista seguía y seguía. Haría lo suficiente para una semana, decidió. Le vendría bien la práctica y todos podrían probarlo y recalentarlo en el microondas cuando quisieran. ¿Verdad que los microondas eran maravillosos? ¿Verdad que habían simplificado la vida? Dios mío, ¿verdad que tener un aparato como un microondas donde poder meter también a la gente sería la respuesta a las plegarias de cualquier chica? No para calentarla, sino para convertirla en algo distinto a lo que era. ¿A quién habría metido ella primero?, se preguntó. ¿A su madre? ¿A su padre? ¿A Santo? ¿A Alan? A Santo, por supuesto. Siempre a Santo. «Adentro, hermano. Deja que programe el temporizador y gire la rueda y espere a que emerja alguien nuevo.»

Ahora ya no hacía falta. Ahora Santo había cambiado para siempre. Se acabaron las quimeras, se acabó andar por el mundo sin preocuparse por nada siguiendo los senderos que se abrían ante él, se acabaron los actos irreflexivos para conseguir aquello que le hacía sentir bien. «La vida es más que eso y supongo que ahora lo sabes, Santo. En el último momento lo supiste. Tuviste que saberlo. Te precipitaste contra las rocas sin que se produjera un milagro en el último segundo y en el preciso instante en que te estrellaste contra el suelo por fin supiste que había otras personas en tu mundo y que debías responder por el dolor que les causabas. Era demasiado tarde entonces para enmendarte, pero siempre era mejor tarde que nunca cuando la cuestión era conocerse a uno mismo, ¿verdad?»

Kerra notaba como si unas burbujas crecieran en su interior. Eran calientes, como las burbujas del agua hirviendo, y como el agua hirviendo ardían en deseos por salir. Reunió fuerzas para no dejarlas escapar y cogió una botella de cristal de aceite de oliva de otro armario, sobre la encimera. Se dio la vuelta para medir las cucharadas, pensando «¿cuánto aceite…?» y la botella se le resbaló de las manos. Cayó al suelo, naturalmente, y se rompió en dos trozos perfectos. El aceite formó un charco viscoso. Salpicó los fogones, los armarios y su ropa. Kerra dio un salto hacia un lado, pero no logró escapar.

– ¡Mierda! -gritó, y al fin sintió la amenaza de las lágrimas-. ¿Puedes irte, por favor? -le dijo a Alan. Agarró un rollo de papel de cocina y empezó a desplegarlo encima del aceite. Totalmente incapaz de realizar la tarea, quedaba empapado por completo en cuanto tocaba el líquido.

– Déjame a mí, Kerra -dijo Alan-. Siéntate. Déjame a mí.

– ¡No! -dijo ella-. Yo lo he ensuciado, yo lo limpio.

– Kerra…

– No. He dicho que no. No necesito tu ayuda, no quiero tu ayuda. Quiero que te marches, ¡vete!

En un estante cerca de la puerta había apiladas una docena o más de ejemplares del Watchman. Alan los cogió e hizo buen uso del periódico de Casvelyn. Kerra observó cómo el aceite empapaba las hojas impresas, Alan hizo lo mismo. Estaban en lados opuestos del charco. Ella lo consideró un abismo, pero Kerra sabía que él lo veía como una molestia momentánea.

– No tienes que sentirte culpable por haberte enfadado con Santo -le dijo Alan-. Tenías derecho a enfadarte. Tal vez él pensara que era irracional, incluso una estupidez que te preocuparas por algo que a él le parecía una tontería. Pero tenías tus motivos para sentir lo que sentías y tenías derecho. En realidad, siempre tenemos derecho a sentir lo que sentimos. Así son las cosas.

– Te pedí que no trabajaras aquí. -Su voz carecía de expresión, había agotado todas sus emociones.

Alan parecía perplejo. Kerra se percató de que, para él, era un comentario que salía de la nada, pero en aquel momento resumía todo lo que sentía ella pero era incapaz de decir.

– Kerra, los trabajos no caen del cielo. Soy bueno en lo mío. Estoy dando notoriedad a este lugar. ¿Sabes el artículo del Mail on Sunday? Nos entran reservas cada día gracias a él. Las cosas están difíciles ahí fuera y si queremos labrarnos una vida en Cornualles…

– No queremos -dijo ella-. No podemos. Ahora no.

– ¿Por lo de Santo?

– Oh, vamos, Alan.

– ¿De qué tienes miedo?

– No tengo miedo. Nunca tengo miedo.

– Y una mierda. Estás enfadada porque tienes miedo. Enfadarse es más fácil, tiene más sentido.

– No sabes de lo que hablas.

– Eso es cierto. Cuéntamelo.

Kerra no podía. Demasiadas cosas pendían de un hilo para hablar: demasiadas cosas vistas y experimentadas a lo largo de demasiados años. Explicárselo todo a Alan era superior a ella. Debía aceptar su palabra como la verdad y debía actuar de acuerdo a eso.

Que no lo hubiera hecho, que continuara negándose a hacerlo era la sentencia de muerte de su relación. Kerra se dijo que, por ese motivo, nada de lo que había sucedido aquel día importaba en realidad.

En el preciso instante en que pensó aquello, sin embargo, supo que estaba mintiéndose a sí misma. Pero eso tampoco importaba.

* * *

Selevan Penrule pensaba que era una chorrada, pero cogió las manos de su nieta de todos modos. Uno frente al otro en la mesa estrecha de la caravana, cerraron los ojos y Tammy comenzó a rezar. Aunque captó la esencia de las palabras, Selevan no las escuchó, sino que contempló las manos de su nieta. Las tenía secas y frías, pero tan finas que le pareció que podría aplastarlas apretando con fuerza los dedos.

– No come bien, padre Penrule -le había dicho su cuñada. Detestaba que lo llamara así, hacía que se sintiera como un cura renegado, pero no dijo nada para corregir a Sally Joy, ya que ni ella ni su marido se habían molestado en hablar con él en años. Así que gruñó y dijo que él engordaría a la niña-. Está en África, mujer, ¿acaso no lo sabes? Os lleváis a la niña a Rhodesia…

– Zimbabue, padre Penrule. Y en realidad estamos…

«Llamadlo como queráis, joder. Os la lleváis a Rhodesia y la exponéis a Dios sabe qué y eso acaba con el apetito de cualquiera, os lo digo yo.»

Entonces Selevan se percató de que había llevado las cosas demasiado lejos, porque Sally Joy se quedó callada un momento. Se la imaginó allí en Rhodesia o donde fuera que estuviera, sentada en el porche en una silla de ratán con las piernas estiradas y una bebida en la mesa a su lado… una limonada, sería, una limonada con un poquito de… «¿De qué, Sally Joy? ¿Qué hay en ese vaso que hace que Rhodesia merezca tanto la pena para ti?» Refunfuñó ruidosamente y dijo:

– Bueno, da igual. Mandádmela. Yo la meteré en cintura.

– ¿Vigilarás lo que come?

– Religiosamente.

Y lo había hecho. Esa noche había probado la comida treinta y nueve veces. Treinta y nueve cucharadas de unas gachas que habrían instado a Oliver Twist a liderar una rebelión armada. Sin leche, sin pasas, sin canela, sin azúcar. Sólo una avena aguada y un vaso de agua. Ni siquiera le tentaban las chuletas y verduras de su abuelo, qué va.

– … porque Tu voluntad es lo que buscamos. Amén -dijo Tammy, y él abrió los ojos y se encontró con los de ella. Su expresión era cariñosa. Selevan le soltó los dedos deprisa.

– Vaya estupidez -dijo bruscamente-. Lo sabes, ¿no?

Ella sonrió.

– Ya me lo has dicho. -Pero se acomodó para que pudiera decírselo otra vez y apoyó la mejilla en la palma de la mano.

– Rezamos antes de cada maldita comida -gruñó-. ¿Por qué diablos tenemos que rezar también después?

Ella contestó de manera automática, pero no mostró ningún indicio de estar hartándose de una discusión que habían tenido como mínimo dos veces a la semana desde que había llegado a Cornualles.

– Damos las gracias al principio. Agradecemos a Dios los alimentos que tenemos. Luego al final rezamos por los que no tienen suficiente comida para sustentarse.

– Si los puñeteros están vivos es que tienen comida suficiente para sustentarse, ¿no te parece, maldita sea? -replicó él.

– Yayo, ya sabes qué quiero decir. Hay una diferencia entre estar vivo simplemente y tener suficiente para sustentarse. Sustentarse significa más que vivir; significa tener suficientes alimentos para funcionar bien. Mira Sudán, por ejemplo…

– Para el carro, señorita. Y no te muevas. -Bajó del banco. Recorrió con el plato la corta distancia que lo separaba del fregadero de la caravana para fingir otra tarea, pero en lugar de ponerse a fregarlo, cogió la mochila de Tammy de la percha de detrás de la puerta y dijo-: Echemos un vistazo.

– Yayo -dijo ella con voz paciente-. No puedes detenerme, ya lo sabes.

– Lo que sé es que tengo un deber para con tus padres, mi niña.

Llevó la mochila a la mesa y vació su contenido: en la portada una joven madre negra con un vestido tribal sostenía a su hijo, ella apesadumbrada y los dos hambrientos. Desenfocados al fondo había muchísimos más, esperando con una mezcla de esperanza y confusión. La revista se llamaba Crossroads y él la cogió, la enrolló y se dio unas palmaditas con ella en la palma de la mano.

– Bien -dijo-. Otra ración de papilla para ti, pues. Eso o chuletas. Tú eliges.

Se guardó la revista en el bolsillo de atrás de los pantalones caídos. Ya se encargaría luego de ella, cuando Tammy se marchara.

– Ya he comido suficiente, de verdad. Yayo, como lo suficiente para seguir viva y sana y eso es lo que quiere Dios. No estamos pensados para tener exceso de carne. Aparte de no ser bueno para nosotros, tampoco está bien.

– Ah, es un pecado, ¿verdad?

– Bueno… Puede serlo, sí.

– ¿Así que tu yayo es un pecador? Voy a ir de cabeza al infierno en una bandeja de alubias mientras tú tocas el arpa con los ángeles, ¿eh?

Tammy soltó una carcajada.

– Sabes que no pienso eso.

– Lo que tú piensas es una soberana tontería. Lo que yo sé es que esta etapa que estás pasando…

– ¿Etapa? ¿Y cómo lo sabes cuando tú y yo llevamos viviendo juntos… qué? ¿Dos meses? Antes ni siquiera me conocías, yayo. En realidad no.

– Eso no importa. Conozco a las mujeres. Y tú eres una mujer a pesar de lo que haces contigo para parecer una niña de doce años.

Tammy asintió pensativamente y Selevan vio por la expresión de su cara que estaba a punto de tergiversar sus palabras y utilizarlas contra él, ya que parecía toda una experta en ello.

– A ver si lo entiendo -dijo ella-. Tuviste cuatro hijos y una hija y ésta (la tía Nan, sería, naturalmente) se marchó de casa a los dieciséis años para no regresar salvo en Navidades y algún que otro día de fiesta. Eso nos deja al abuelo y a la mujer o novia de turno que tus hijos llevaran a casa, ¿verdad? Así que ¿cómo puedes conocer a las mujeres si has tenido un contacto tan limitado con ellas, yayo?

– No te hagas la listilla conmigo. Llevaba casado con tu abuela cuarenta y seis años cuando la pobre la palmó, así que tuve mucho tiempo para conocer a tu especie.

– ¿Mi especie?

– La especie femenina. Y lo que sé es que las mujeres necesitan a los hombres tanto como los hombres a las mujeres, y quien piense lo contrario piensa con el culo.

– ¿Qué hay de los hombres que necesitan a los hombres y las mujeres que necesitan a las mujeres?

– ¡No vamos a hablar de eso! -declaró él indignado-. En mi familia no habrá pervertidos, que no te quepa la menor duda.

– Ah. Eso piensas, que son pervertidos.

– Es lo que sé. -Metió sus posesiones otra vez en la mochila y la dejó en la percha antes de darse cuenta de cómo Tammy había cambiado el tema que él había elegido tratar. Esa maldita niña era como un pez escurridizo cuando se trataba de hablar. Se retorcía y retorcía y evitaba la red. Bueno, esta noche no ocurriría. Plantaría cara a su astucia. Tener a Sally Joy de madre diluía la inteligencia que llevaba en la sangre. La de él no-. Una etapa. Punto. Las chicas de tu edad pasan por etapas. Esta tuya podría parecer distinta a la de las otras, pero una etapa es una etapa. Y reconozco una cuando la tengo delante, ¿sabes?

– ¿Ah, sí?

– Y tanto. Ha habido señales, por cierto, por si crees que voy de farol. Te vi con él, ¿sabes?

Tammy no respondió, sino que llevó su vaso y su cuenco al fregadero y se puso a fregarlos. Tiró a la basura el hueso de la chuleta que había comido su abuelo y colocó los cazos, los platos, los cubiertos y los vasos en la encimera en el orden en que pensaba lavarlos. Llenó el fregadero. Salió vapor. Selevan pensó que alguna noche iba a escaldarse, pero parecía que el agua caliente no le molestaba.

Cuando empezó a fregar siguió sin decir nada; Selevan cogió un paño de cocina para secar y volvió a hablar.

– ¿Me has oído, chica? Te vi con él, así que no le digas a tu abuelo que no te interesa, ¿eh? Sé lo que vi y sé lo que sé. Cuando una mujer mira a un hombre como tú le miraste a él… Eso me dice que no te conoces, digas lo que digas.

– ¿Y dónde nos viste, yayo? -preguntó ella.

– ¿Qué importa eso? Ahí estabais, las cabezas juntas, abrazados… Como hacen los novios, por cierto…

– ¿Y te preocupó que pudiéramos ser novios?

– No intentes eso conmigo. Ni se te ocurra intentarlo, señorita. Una vez por noche es suficiente y tu abuelo no es tan estúpido como para tropezar dos veces con la misma piedra. -Tammy había fregado su vaso de agua y la jarra de cerveza de Selevan y él cogió la segunda y metió el paño dentro. La giró y la dejó brillante-. Estabas interesada; lo estabas, puñetas.

Ella se quedó quieta. Miraba por la ventana hacia las cuatro hileras de caravanas que había más abajo de la suya. Estaban dispuestas hacia el borde del acantilado y el mar. En esta época del año sólo una estaba ocupada -la más cercana al precipicio- y tenía la luz de la cocina encendida. Con la lluvia, parpadeaba en la oscuridad de la noche.

– Jago está en casa -dijo Tammy-. Tendrías que invitarle a comer pronto, no es bueno que la gente mayor pase tanto tiempo sola. Y ahora va a estarlo… Echará muchísimo de menos a Santo, aunque no creo que lo reconozca nunca.

Ah. Ahí estaba. Había pronunciado el nombre. Ahora Selevan podía hablar del chico con libertad.

– Dirás que no fue nada, ¿verdad? -dijo-. Un… ¿cómo lo llamáis? Un interés pasajero, un poco de flirteo… Pero yo lo vi y sé que tú estabas dispuesta. Si él hubiera dado un paso…

Tammy cogió un plato y lo fregó a conciencia. Sus movimientos eran lánguidos. No había ninguna sensación de urgencia en nada de lo que hacía.

– Lo malinterpretaste, yayo. Santo y yo éramos amigos. Hablaba conmigo. Necesitaba a alguien con quien hablar y me escogió a mí.

– Fue él, no tú.

– No. Fuimos los dos. A mí me parecía bien. Me gustaba que se volcara en mí.

– Ya. No me mientas.

– ¿Por qué iba a mentirte? Él hablaba y yo le escuchaba. Y si quería saber mi opinión sobre algo, le decía lo que pensaba.

– Os vi abrazados, chica.

Tammy ladeó la cabeza mientras lo miraba. Examinó su cara y luego sonrió. Sacó las manos del agua y, goteando como estaban, le rodeó con sus brazos. Le dio un beso mientras él se agarrotaba e intentaba resistirse.

– Querido abuelito -dijo-. Abrazarse ya no significa lo que podía significar antes: significa amistad. Y estoy siendo sincera.

– Sincera -dijo él-. Ya.

– Sí. Yo siempre intento ser sincera.

– ¿Contigo misma también?

– Especialmente conmigo misma.

Se puso a fregar los platos de nuevo y lavó su cuenco de gachas cuidadosamente y luego empezó con los cubiertos. Ya había terminado cuando volvió a hablar. Y entonces lo hizo en voz muy baja y Selevan no se habría enterado si no hubiera aguzado el oído para escuchar algo bastante distinto a lo que dijo.

– Le dije que también fuera sincero -murmuró-. Si no lo hubiera hecho, yayo… Es algo que me preocupa bastante.