171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Capítulo 6

– Los dos sabemos que puedes organizarlo si quieres, Ray. Es lo único que te pido que hagas.

Bea Hannaford levantó su taza de café matutino y miró a su ex marido por encima del borde, intentando determinar cuánto más podía presionarle. Ray se sentía culpable por varias cosas y Bea nunca escatimaba a la hora de apretar las tuercas cuando consideraba que se trataba de una buena causa.

– No es pertinente -dijo-. Y aunque se hiciera, no puedo mover esos hilos.

– ¿Siendo subdirector? Por favor. -Se abstuvo de poner los ojos en blanco. Sabía que él lo odiaba y se anotaría un punto si lo hacía. Había momentos en que haber estado casada casi veinte años con alguien venía muy bien y éste era uno de ellos-. No puedes pretender que me lo trague.

– Puedes hacer lo que quieras -dijo Ray-. En cualquier caso, todavía no sabes qué tienes y no lo sabrás hasta que los forenses te digan algo, así que estás adelantándote a los acontecimientos. Algo que, por cierto, se te da muy bien.

Eso era un golpe bajo, pensó ella. Era uno de esos comentarios de ex marido, de esos que provocan una pelea en la que se dicen cosas con intención de herir. No estaba dispuesta a participar. Se acercó a la cafetera y llenó su taza. Extendió la jarra de cristal hacia Ray. ¿Quería más? Sí. Lo tomaba igual que ella, solo, lo que simplificaba al máximo las cosas entre un hombre y una mujer que llevaban divorciados casi quince años.

Ray había aparecido en su casa a las 8.20. Bea fue a abrir, suponiendo que el mensajero de Londres había llegado mucho antes de lo esperado, pero al hacerlo se encontró a su ex marido en la puerta. Tenía el ceño fruncido en dirección a la ventana de entrada, donde había un macetero triple que desplegaba una colección de plantas que sufrían la agonía del descuido. Encima había un cartel con las palabras: Donación para enfermeras a domicilio/Deje el dinero en la caja. Sin duda, las pobres enfermeras a domicilio no iban a beneficiarse de los esfuerzos de Bea por engrosar sus arcas.

– Veo que sigues sin aficionarte a la jardinería -dijo Ray.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó-. ¿Dónde está Pete?

– En el colegio, ¿dónde iba a estar? Y no le ha gustado nada que le obligara a comer dos huevos esta mañana en lugar de lo de siempre. ¿Desde cuando está permitido comer pizza fría para desayunar?

– Te ha mentido. Bueno… esencialmente. Sólo fue una vez. El problema es que tiene una memoria prodigiosa.

– La utiliza de manera sincera.

Bea regresó a la cocina en lugar de contestar. Él la siguió. Llevaba una bolsa de plástico en la mano y la dejó sobre la mesa. Contenía la razón de su visita: las botas de fútbol de Pete. Bea no quería que dejara las botas en casa de su padre, y tampoco quería que se las llevara al colegio, ¿no? Así que se las había traído.

Bea bebió un sorbo de café y le ofreció una taza. Ya sabía dónde estaban, le dijo. Pero hizo el ofrecimiento antes de pensar en ello. La cafetera estaba al lado del calendario y lo que había en el calendario no sólo era el horario de Pete, sino también el suyo. De acuerdo, el suyo era bastante críptico, pero Ray no era tonto.

Leyó algunas de las anotaciones en los recuadros de los días. Sabía qué estaba viendo: «Capullo charlatán», «capullo problemático». Había otras, como observaría si retrocedía tres meses. Trece semanas de citas por Internet: tal vez hubiera millones de peces en el mar, pero Bea Hannaford seguía pescando latas y algas.

Fue básicamente para impedir otra absurda conversación sobre su decisión de reincorporarse al mundo de las citas lo que instó a Bea a sacar el tema de montar un centro de operaciones en Casvelyn. Debería estar en Bodmin, naturalmente, donde la organización sería mínima, pero Bodmin estaba a kilómetros y kilómetros de Casvelyn y ambos puntos sólo estaban unidos por carreteras rurales lentas de dos carriles. Quería, le explicó, un centro de operaciones que se encontrara más cerca de la escena del crimen.

Ray insistió en el tema otra vez.

– No sabes si es la escena de un crimen. Podría ser la escena de un trágico accidente. ¿Qué te hace pensar que es un crimen? No se trata de una de tus corazonadas, ¿verdad?

Bea quiso decir «yo no tengo corazón, como bien recuerdas», pero calló. Con los años había mejorado mucho su capacidad de dejar pasar los temas que no podía controlar, uno de los cuales era la opinión que su ex marido tenía de ella.

– El cadáver presenta algunas marcas -dijo-. Tenía un ojo morado, que ya estaba curándose, así que imagino que se peleó con alguien la semana pasada o antes. Luego está la eslinga, esa cuerda que se ata a un árbol o algún otro objeto fijo.

– Para eso son las cuerdas -murmuró Ray.

– Sé indulgente conmigo, Ray, porque no tengo ni idea de escalada. -Bea no perdió la paciencia.

– Lo siento -dijo él.

– En cualquier caso, la eslinga se rompió, por eso cayó el chico, pero creo que pudieron manipularla. El agente McNulty, quien por cierto no tiene ningún futuro en la investigación criminal, señaló que la eslinga tenía cinta aislante alrededor de un corte, así que no es extraño que la escalada resultara fatal para el pobre chaval. No obstante, todos y cada uno de los artículos de su equipo tenían cinta aislante en algún punto, y creo que se utiliza para identificar el material por alguna razón. Si es así, ¿qué dificultad podría suponer para alguien arrancar la cinta, aflojar la eslinga de algún modo y luego volver a colocar la cinta sin que el chico se enterara?

– ¿Has examinado el resto del equipo?

– Todos los artículos están con los forenses y sé bastante bien qué van a decirme. Y por todo ello necesito un centro de operaciones.

– Pero no por eso lo necesitas en Casvelyn.

Bea apuró el resto del café y dejó la taza en el fregadero con el cuenco. Ni la enjuagó ni la lavó y se percató de que ése era otro beneficio más de vivir sin marido. Si no le apetecía fregar los platos, no tenía que hacerlo sólo para calmar la bestia salvaje de la personalidad compulsiva.

– Los hechos ocurrieron allí, Ray, en Casvelyn. No en Bodmin, ni siquiera aquí en Holsworthy. El pueblo tiene comisaría de policía, es pequeña pero adecuada y hay una sala de reuniones en el primer piso que también resulta óptima.

– Has hecho los deberes.

– Intento facilitarte las cosas. Te doy los detalles para apoyar los preparativos. Sé que puedes organizarlo.

Ray se quedó mirándola. Ella evitó mirarle. Era un hombre atractivo -estaba quedándose un poco calvo, pero no le sentaba mal- y no necesitaba compararle con el Capullo Charlatán ni con cualquiera de los otros. Sólo necesitaba que colaborara o se marchara. O que colaborara y se marchara, que sería mucho mejor.

– ¿Y si lo organizo, Beatrice? -dijo.

– ¿Qué?

– ¿Qué me darás a cambio? -Estaba al lado de la cafetera y echó otro vistazo al calendario-. «Capullo problemático» -leyó-, «capullo charlatán». Venga ya, Beatrice.

– Gracias por traer las botas de fútbol de Pete -le dijo-. ¿Te has terminado el café?

Ray dejó pasar un momento. Luego dio un último trago y le dio la taza, diciendo:

– Tendrían que haber sido menos caras.

– Tiene gustos caros. ¿Cómo va el Porsche, por cierto?

– El Porsche es un sueño -dijo.

– El Porsche es un coche -le recordó ella. Levantó un dedo para evitar que replicara-. Lo que me hace pensar en… el coche de la víctima.

– ¿Qué pasa con él?

– ¿Qué te sugiere una caja de preservativos sin abrir en el coche de un chico de dieciocho años?

– ¿Es una pregunta retórica?

– Estaban en su coche junto con un CD de bluegrass, una factura en blanco de algo llamado LiquidEarth y un póster enrollado de un festival de música del año pasado en Cheltenham. Y dos revistas de surf arrugadas. Lo tengo todo controlado, pero los preservativos…

– Menos mal -dijo Ray con una sonrisa.

– …me pregunto si el chico iba a tener suerte, si ya tenía suerte o si esperaba tenerla.

– O simplemente tenía dieciocho años -apuntó Ray-. Todos los chicos de su edad deberían ir igual de bien preparados. ¿Qué hay de Lynley?

– Preservativos, Lynley. ¿Adonde va todo esto?

– ¿Cómo fue el interrogatorio?

– La presencia de un poli no va a intimidarle, precisamente, así que tendría que decir que el interrogatorio fue bien. Daba igual cómo formulara las preguntas, sus respuestas fueron coherentes. Creo que dice la verdad.

– ¿Pero…? -la instó a continuar Ray.

La conocía demasiado bien: su tono de voz, la expresión de su cara, que intentó controlar pero no lo consiguió, obviamente.

– Me preocupa la otra -dijo.

– La otra… Ah. La mujer de la cabaña. ¿Cómo se llamaba?

– Daidre Trahair. Es veterinaria en Bristol.

– ¿Y qué es lo que te preocupa de la veterinaria de Bristol?

– Tengo intuición.

– Lo sé muy bien. ¿Y qué te dice esta vez?

– Que miente sobre algo. Quiero saber qué es.

* * *

Daidre dejó su Opel perfectamente estacionado en el aparcamiento que había al final de St. Mevan Crescent, que describía una curva lenta hacia la playa de St. Mevan y el hotel de la Colina del Rey Jorge, bien plantado sobre la arena. Debajo había una hilera de casetas de playa decrépitas de color azul. Cuando le dejó al pie de Belle Vue Lane y le señaló dónde estaban las tiendas, ella y Thomas Lynley decidieron reencontrarse al cabo de dos horas.

– Espero no estar causándote ninguna molestia -dijo él educadamente.

– No -le aseguró ella. Tenía que hacer varias cosas en el pueblo de todas formas. Thomas debía tomarse su tiempo para comprar lo que necesitara.

Cuando Daidre fue a recogerle al Salthouse Inn, al principio el hombre protestó ante aquella idea. Aunque olía bastante mejor que el día anterior, seguía vistiendo el mono blanco espantoso y no llevaba más que unos calcetines en los pies. Había tenido la prudencia de quitárselos para cruzar el sendero embarrado hasta su coche y cuando ella le puso doscientas libras en la mano, él intentó insistir en que comprar ropa nueva podía esperar.

– Por favor -dijo Daidre-, no seas ridículo, Thomas. No puedes seguir paseándote por aquí como… Bueno, como si salieras de una brigada de productos químicos peligrosos o como lo llamen. Ya me devolverás el dinero. Además -y entonces sonrió-, detesto ser yo quien te lo diga, pero el blanco te sienta fatal.

– ¿Sí? -Thomas le devolvió la sonrisa. Era bastante agradable y Daidre cayó en la cuenta de que no le había visto sonreír hasta ese momento. No es que el día anterior hubiera sucedido algo concreto por lo que sonreír, pero aun así… Era una respuesta prácticamente automática en la mayoría de las personas, una reacción que no era más que una señal pasajera de educación, así que era insólito encontrarse con alguien tan serio.

– Fatal de verdad -contestó ella-. Así que cómprate algo que te quede bien.

– Gracias. Eres muy amable.

– Sólo soy amable con las personas heridas -respondió ella.

Thomas asintió pensativo y miró por el parabrisas un momento, tal vez meditando sobre la forma en que Belle Vue Lane ascendía en un callejón estrecho hasta las zonas más altas de la ciudad.

– Dos horas entonces -dijo al fin, y se bajó del coche y la dejó preguntándose qué asuntos ocupaban su mente.

Daidre arrancó mientras Thomas caminaba descalzo hacia la tienda de ropa. Pasó por delante de él, le saludó con la mano y vio por el retrovisor que se quedaba mirándola desde la acera mientras subía la colina hacia donde la calle desaparecía tras una curva y se dividía en dos direcciones, una hacia el aparcamiento y la otra hacia St. Mevan Down.

Era el punto más alto de Casvelyn. Desde aquí podía empaparse de la naturaleza sin encanto del pueblecito. Había vivido sus años de apogeo hacía más de setenta años, cuando se pusieron de moda las vacaciones en la costa. Ahora existía principalmente para satisfacer a los surfistas y otros entusiastas de las actividades al aire libre, con salones de té transformados tiempo atrás en tiendas de camisetas, de recuerdos y academias de surf y casas poseduardianas reconvertidas en posadas de mala muerte para la población ambulante que seguía las temporadas y las olas.

Se dirigió a las oficinas del Watchman, que estaban embutidas en una especie de cubo feo de estuco azul en el cruce de Princes Street y Queen Street, una zona de Casvelyn que los lugareños llamaban en broma «la T Real». Princes Street era la horizontal de la T y Queen Street la vertical. Debajo de Queen Street estaba King Street y cerca se encontraban Duke Street y Duchy Row. En la época victoriana, e incluso antes, Casvelyn había deseado añadir «de los Reyes» a su nombre, y las denominaciones de sus calles presentaban un testimonio histórico de ello.

Cuando le había dicho a Thomas Lynley que tenía cosas que hacer en el pueblo no había mentido… exactamente. Al fin y al cabo tenía que ocuparse de la ventana rota de la cabaña, pero más allá de eso estaba el tema no menos importante de la muerte de Santo Kerne. El Watchman cubriría la caída del adolescente en Polcare Cove y, como no recibía ningún periódico en Cornualles, sería perfectamente lógico que pasara por las oficinas del diario para ver si pronto estaría disponible un ejemplar con esta historia.

Cuando entró, vio de inmediato a Max Priestley. El lugar era bastante pequeño -consistía en el despacho de Max, la sala de maquetación, una sala de redacción minúscula y una recepción que hacía las veces de archivo del periódico-, así que no le sorprendió. Se encontraba en la sala de maquetación en compañía de uno de los dos reporteros del diario y los dos estaban inclinados sobre lo que parecía la maqueta de una portada, que al parecer Max quería cambiar y que la reportera -que parecía una niña de doce años con chanclas- quería dejar tal cual.

– Es lo que espera la gente -insistía ella-. Es un periódico local y él vivía en el pueblo.

– Muere la reina y le dedicamos ocho líneas -contestó Max-. Si no, no nos inspiramos. -Entonces alzó la vista y vio a Daidre.

Ella levantó la mano con inseguridad y le examinó tan detenidamente como pudo sin que resultara obvio. Era un hombre al que le gustaba salir a la naturaleza y se notaba: piel curtida que hacía que pareciera que tenía más de cuarenta años, pelo abundante permanentemente aclarado por el sol, cuerpo estilizado gracias a las caminatas habituales por la costa. Hoy parecía normal. Daidre se preguntó por qué.

La recepcionista -que se diversificaba entre correctora, secretaria y editora- estaba preguntando educadamente a Daidre qué la traía por allí cuando Max salió a reunirse con ellas limpiándose las gafas de montura dorada con la camisa.

– Acabo de mandar a Steve Teller a entrevistarte -le dijo a Daidre-. Ya es hora de que te pongas teléfono como el resto del mundo.

– Ya tengo teléfono -le dijo ella-. Sólo que no está en Cornualles.

– Eso no es muy útil para nuestros propósitos, Daidre.

– Entonces, ¿estás trabajando en la historia de Santo Kerne?

– No puedo evitarla y seguir llamándome periodista, ¿no crees? -Ladeó la cabeza hacia su despacho y le dijo a la recepcionista-: Localiza a Steve en el móvil si puedes, Janna. Dile que la doctora Trahair ha venido al pueblo y que si consigue volver pronto tal vez acceda a que la entreviste.

– No tengo nada que contarle -le dijo Daidre a Max Priestley.

– «Nada» es nuestra especialidad -contestó él afablemente. Extendió la mano, un gesto que indicaba a Daidre que pasara a su despacho.

Ella colaboró. El golden retriever de Max dormitaba debajo de la mesa. Daidre se agachó junto a la perra y le acarició la cabeza sedosa.

– Tiene buen aspecto -dijo-. ¿La medicación funciona?

Max gruñó afirmativamente y contestó:

– Pero no has venido a hacer una visita a domicilio, ¿verdad?

Daidre realizó un examen superficial de la panza de la perra, más por educación que por verdadera necesidad. Todas las señales de la infección cutánea habían desaparecido.

– La próxima vez no dejes pasar tanto tiempo -le dijo a Max mientras se levantaba-. Lily podría perder todo el pelo a mechones, y no querrás que pase eso.

– No habrá una próxima vez. En realidad aprendo deprisa, a pesar de lo que sugiere mi historial. ¿Por qué has venido?

– Sabes cómo murió Santo Kerne, ¿no?

– Daidre, sabes que lo sé. Así que supongo que la verdadera pregunta es por qué me lo preguntas, o lo afirmas, o lo que sea que estés haciendo. ¿Qué quieres? ¿En qué puedo ayudarte esta mañana?

Daidre percibió la irritación en su voz. Sabía qué significaba. Ella sólo era una turista que iba a Casvelyn de vez en cuando; tenía acceso a algunos sitios y a otros no. Cambió de tema.

– Anoche vi a Aldara. Estaba esperando a alguien.

– ¿En serio?

– Pensé que tal vez fueras tú.

– No es muy probable. -Miró a su alrededor como buscando un pasatiempo-. ¿Y por eso has venido? ¿A controlar a Aldara? ¿A controlarme a mí? Ninguna de las dos cosas parece propia de ti, pero no se me da muy bien entender a las mujeres, como bien sabes.

– No. No he venido a eso.

– ¿Entonces…? ¿Hay algo más? Porque como hoy queremos sacar el periódico pronto…

– En realidad he venido a pedirte un favor.

Pareció desconfiar al instante.

– ¿Qué favor?

– Tu ordenador. Internet, en realidad. No tengo otra forma de acceder y prefiero no utilizar la biblioteca. Necesito buscar… -Dudó. ¿Cuánto debía contarle?

– ¿Qué?

Trató de pensar en algo y lo encontró, y lo que dijo fue la verdad a pesar de ser incompleta.

– El cadáver… Santo… A Santo lo encontró un hombre que caminaba por el sendero de la costa, Max.

– Ya lo sabemos.

– De acuerdo, sí, supongo que sí. Pero el tipo es policía de New Scotland Yard. ¿Eso también lo sabías?

– ¿En serio? -Max parecía interesado.

– Es lo que dice. Quiero averiguar si es verdad.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Bueno, Dios mío, piénsalo. ¿Qué mejor forma de evitar que la gente te examine con demasiada atención que afirmar que eres policía?

– ¿Estás pensando en llevar a cabo tu propia investigación? ¿Vas a venir a trabajar para mí? Porque si no, Daidre, no entiendo qué tiene que ver esto contigo.

– Encontré a ese hombre en mi casa. Me gustaría saber si es quien dice ser.

Le explicó cómo había conocido a Thomas Lynley. Sin embargo, no mencionó qué aspecto tenía: el de alguien que cargaba en sus espaldas un yugo lleno de clavos. Al parecer, el periodista encontró razonable su explicación porque señaló el ordenador con la cabeza.

– Ahí lo tienes. Imprime lo que encuentres, porque quizá lo utilicemos. Tengo trabajo. Lily te hará compañía. -Se dispuso a salir de la habitación pero se detuvo en la puerta con una mano en el marco-. No me has visto -dijo.

Daidre había avanzado hacia el ordenador. Levantó la vista frunciendo el ceño.

– ¿Qué?

– No me has visto, por si alguien pregunta. ¿Queda claro?

– Sabes cómo suena eso, ¿verdad?

– Francamente, no me importa cómo suena.

Entonces se marchó y ella reflexionó sobre lo que había dicho Max. Sólo era seguro entregarse en cuerpo y alma a los animales, concluyó.

Entró en Internet y luego en un programa de búsqueda. Tecleó el nombre de Thomas Lynley.

* * *

Daidre lo encontró esperándola al pie de Belle Vue Lane. Parecía totalmente distinto al desconocido con barba que había llevado al pueblo, pero no le costó reconocerlo, ya que se había pasado más de una hora mirando una docena o más de fotografías de él, generadas por la investigación de unos asesinatos en serie ocurridos en Londres y por la tragedia que había sobrevenido en su vida. Ahora ya sabía por qué lo había visto como un hombre afligido que cargaba con un peso enorme, pero no sabía qué hacer con esa información. Ni con el resto: quién era él en realidad, cómo se había criado, el título nobiliario, el dinero, los símbolos de un mundo tan diferente al suyo que bien podrían proceder de planetas distintos y no simplemente de circunstancias y lugares diversos.

Se había cortado el pelo y afeitado. Llevaba un chubasquero encima de una camisa sin cuello y un jersey. Se había comprado unos zapatos robustos y unos pantalones de pana. En la mano llevaba un gorro para la lluvia. No era, pensó con gravedad, exactamente la vestimenta que uno esperaba de un conde nombrado por la Reina. Pero eso era: lord Nosequé con una esposa muerta, asesinada en la calle por un chico de doce años cuando estaba embarazada. A Daidre no le extrañaba que Lynley estuviera afligido. El verdadero milagro era que el hombre fuera capaz de funcionar.

Cuando se detuvo en la acera, Lynley entró en el coche. También había comprado algunas cosas en la farmacia, le dijo, señalando una bolsa que sacó de los bolsillos interiores amplios de su chaqueta. Una cuchilla, crema de afeitar, un cepillo de dientes, dentífrico…

– No tienes que pasarme ningún informe -le dijo ella-. Sólo me alegra que te llegaran los fondos.

Thomas señaló su ropa.

– De rebajas. Fin de temporada, una ganga total. Incluso he podido -se metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó unos cuantos billetes y un puñado de monedas- traerte cambio. No pensé que… -Se calló.

– ¿Qué? -Daidre guardó los billetes y las monedas en el cenicero sin usar-. ¿Que te comprarías la ropa tú mismo?

Thomas la miró, era evidente que evaluaba sus palabras.

– No -dijo-. No pensé que me divertiría.

– Ah. Bueno. Ir de compras es una buena terapia, una garantía absoluta para subirte el ánimo. No sé por qué, pero las mujeres lo sabemos desde que nacemos. Los hombres tenéis que aprenderlo.

Thomas se quedó callado un momento y ella le sorprendió haciéndolo otra vez: mirando afuera, por el parabrisas, a la calle. A un lugar y un tiempo distintos. Daidre escuchó sus palabras de nuevo y se mordió el labio. Se apresuró a decir:

– ¿Rematamos tu experiencia con un café en algún sitio?

Él lo meditó y respondió despacio:

– Sí. Creo que me gustaría tomar un café.

* * *

La inspectora Hannaford estaba aguardándolos en el Salthouse Inn cuando regresaron. Lynley decidió que había estado esperando a que apareciera el coche de Daidre, porque en cuanto entraron en el aparcamiento salió del edificio. Había comenzado a llover otra vez -el continuo mal tiempo de marzo se había prolongado hasta mayo-, así que se puso la capucha del impermeable y avanzó hacia ellos con energía. Dio unos golpecitos en la ventanilla de Daidre y, cuando ella la bajó, dijo:

– Me gustaría hablar con los dos, por favor. -Y luego le dijo directamente a Lynley-: Hoy tiene un aspecto más humano. Es una mejora. -Se dio la vuelta y regresó al hostal.

Lynley y Daidre la siguieron. Encontraron a Hannaford en el bar, donde había ocupado -como sospechaba Lynley- un asiento junto a la ventana. Dejó el impermeable en un banco y les indicó con la cabeza que hicieran lo mismo. Los condujo a una de las mesas más grandes, en la que había un callejero abierto del tamaño de una revista.

Habló cálidamente con Lynley, lo que hizo que él sospechara enseguida de sus motivos. Cuando los policías eran simpáticos, como sabía muy bien, lo eran por un motivo no necesariamente bueno. ¿Dónde había comenzado su caminata por la costa el día anterior?, le preguntó. ¿Se lo enseñaba en el mapa? A ver, el sendero estaba bien marcado con una línea de puntos verde, así que si era tan amable de señalar el lugar… Sólo quería atar los cabos sueltos de su historia, dijo. Ya conocía el procedimiento, por supuesto.

Lynley sacó sus gafas de leer y se inclinó sobre el mapa de carreteras. La verdad es que no tenía ni la menor idea de dónde había comenzado su caminata por el sendero suroccidental de la costa el día anterior. Si había alguna señal, no se había fijado. Recordaba los nombres de varios pueblos y aldeas de la costa por los que había pasado, pero en qué momento de su caminata había sido, no sabría decir. Tampoco comprendía qué importancia tenía, aunque la inspectora Hannaford le aclaró aquella preocupación al cabo de un momento. Lynley se esforzó por situarse a unos veinte kilómetros al suroeste de Polcare Cove. No tenía ni idea de si era exacto.

– Bien -dijo Hannaford, aunque no anotó el lugar. Siguió afablemente-: ¿Y usted, doctora Trahair?

La veterinaria se revolvió al lado de Lynley.

– Ya le he dicho que venía de Bristol.

– Sí, en efecto. ¿Le importaría enseñarme qué camino tomó? ¿Puedo suponer que siempre coge el mismo? ¿El más sencillo?

– No necesariamente.

Lynley se fijó en que Daidre arrastraba la última palabra y sabía que a Hannaford tampoco le habría pasado inadvertido, por lo general, responder arrastrando las palabras de esa forma significaba estar haciendo malabarismos mentales. En qué consistían esos malabarismos y por qué existían… Hannaford buscaría la razón.

Lynley se tomó un momento para evaluar a las dos mujeres. De los pies a la cabeza, no podían ser más distintas: Hannaford llevaba el pelo rojizo peinado de punta y la cabellera dorada de Daidre estaba retirada de la cara y recogida en la coronilla con un pasador de concha; Hannaford vestía de manera formal con un traje y zapatos de salón y Daidre llevaba vaqueros, un jersey y botas; Daidre era ágil, como si hiciera ejercicio de forma habitual y vigilara lo que comía, Hannaford parecía una persona a quien su vida ajetreada le impedía tanto comer como entrenarse regularmente. También las separaban varias décadas; la inspectora podría ser la madre de Daidre.

Pero su actitud no era maternal. Esperaba una respuesta a su pregunta mientras Daidre miraba el mapa para explicarle la ruta que había tomado desde Bristol a Polcare Cove. Lynley sabía por qué lo preguntaba la policía, y se preguntó si Daidre también lo había deducido antes de responder.

La M5 hasta Exeter, dijo. Luego pasó por Okehampton y de allí hacia el noroeste. No existía en absoluto una forma fácil de llegar a Polcare Cove. A veces iba por Exeter, pero otras veces pasaba por Tiverton.

Hannaford estudió largamente el mapa antes de decir:

– ¿Y desde Okehampton?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Daidre.

– No se puede saltar de Okehampton a Polcare Cove, doctora Trahair. No fue en helicóptero desde allí, ¿verdad? ¿Qué camino tomó? La ruta exacta, por favor.

Lynley vio que la veterinaria empezaba a ponerse colorada por el cuello. Tenía suerte de tener la piel ligeramente pecosa. Si no, se habría sonrojado mucho.

– ¿Me lo pregunta porque cree que tengo algo que ver con la muerte de ese chico? -dijo Daidre.

– ¿Es así?

– No.

– Entonces no le importará enseñarme su ruta, ¿verdad?

Daidre apretó los labios. Se retiró un mechón de pelo errante detrás de la oreja izquierda. Tenía tres agujeros en el lóbulo, vio Lynley; llevaba un aro y una tachuela, pero nada más.

Trazó la ruta: A3079, A3072, A39 y luego una serie de carreteras más pequeñas hasta llegar a Polcare Cove, que apenas merecía una manchita en el mapa. Mientras señalaba el trayecto que había realizado, Hannaford tomó notas. Asintió pensativamente y dio las gracias a Daidre cuando acabó su respuesta.

La veterinaria no pareció alegrarse de recibir el agradecimiento de la inspectora. En todo caso, parecía enfadada e intentaba controlar su enfado. Aquello dijo a Lynley que Daidre sabía qué tramaba Hannaford. Lo que no le dijo fue adonde estaba dirigiendo su ira: hacia la inspectora o hacia ella misma.

– ¿Somos libres ya? -preguntó Daidre.

– Sí, doctora Trahair -contestó Hannaford-. Pero el señor Lynley y yo tenemos que tratar más asuntos.

– No pensará que él… -Calló. Volvió a ponerse colorada. Miró a Lynley y luego apartó la vista.

– El ¿qué? -preguntó Hannaford educadamente.

– No es de aquí. ¿Cómo podía conocer al chico?

– ¿Está diciendo que usted sí lo conocía, doctora Trahair? ¿Conocía al chico? Quizá tampoco era de aquí. Por lo que sabemos, nuestro señor Lynley podría haber venido aquí precisamente a lanzar por ese acantilado a Santo Kerne, que es como se llamaba el chaval, por cierto.

– Eso es ridículo. Ha dicho que es policía.

– Lo ha dicho. Pero no tengo ninguna prueba real de ello. ¿Y usted?

– Yo… Da igual. -Daidre había dejado el bolso sobre una silla y lo cogió-. Me voy ya, puesto que dice que ha terminado conmigo, inspectora.

– Así es, en efecto -contestó Bea Hannaford en tono agradable-. Por ahora.

* * *

Después tan sólo intercambiaron algunos comentarios breves en el coche. Lynley le preguntó a Hannaford adonde le llevaba y ella contestó que lo llevaba con ella a Truro, al Hospital Real de Cornualles, para ser exactos.

– Va a comprobar todos los pubs de la ruta, ¿verdad? -preguntó él entonces.

– ¿Todos los pubs de la ruta de Truro? No creo, señor mío.

– No me refería a la ruta de Truro, inspectora -dijo él.

– Ya lo sé. ¿Realmente espera que conteste a esa pregunta? Usted encontró el cadáver. Si es quien dice ser, ya sabe cómo funciona. -Le miró. Se había puesto gafas de sol aunque no hacía sol y, en realidad, seguía lloviendo. Le extrañó y ella respondió a su extrañeza-: Están graduadas para conducir. Las otras las tengo en casa, o posiblemente en la mochila de mi hijo en el colegio, o uno de mis perros podría habérselas comido.

– ¿Tiene perros?

– Tres labradores, Uno, Dos y Tres.

– Interesantes nombres.

– Me gusta que en casa las cosas sean sencillas. Para compensar que en el trabajo nunca lo son.

Eso fue todo lo que se dijeron. El resto del trayecto lo hicieron en silencio, roto por el parloteo de la radio y dos llamadas al móvil que Hannaford contestó. Una de ellas, al parecer, preguntaba por la hora aproximada en que llegaría a Truro, a menos que hubiera problemas de tráfico, y el otro era un mensaje breve de alguien a quien respondió con un seco: «Les dije que me lo mandaran a mí. ¿Qué diablos hace ahí contigo en Exeter, maldita sea? ¿Y cómo se supone que…? No es necesario, y sí, antes de que lo digas tienes razón: no quiero deberte nada… Oh, magnífico. Haz lo que te venga en gana, Ray».

En el hospital de Truro, Hannaford guió a Lynley al depósito de cadáveres, donde el aire apestaba a desinfectante y un ayudante empujaba una camilla sobre la que yacía un cadáver abierto para examinarlo. Cerca, el patólogo forense, flaco como un fideo, estaba apurando un zumo de tomate junto a un fregadero de acero inoxidable. El hombre, pensó Lynley, debía de tener un estómago de hierro y la sensibilidad de una piedra.

– Le presento a Gordie Lisle-dijo Hannaford a Lynley-. Hace la incisión en Y más rápida del planeta y no quiera saber lo deprisa que puede romper unas costillas.

– Me cuelgas demasiadas medallas -dijo Lisie.

– Ya lo sé. Te presento a Thomas Lynley. ¿Qué tenemos?

Después de terminarse el zumo, Lisie se dirigió a una mesa y cogió un documento que consultó mientras comenzaba su informe. A modo de introducción, les comunicó que las heridas se correspondían con las de una caída. Pasó a exponerlas: pelvis rota y maléolo medio derecho destrozado.

– El tobillo, para los profanos -añadió.

Hannaford asintió sabiamente.

– Tibia derecha y peroné derecho fracturados -continuó Lisle-. Fracturas abiertas de cúbito y radio derechos, seis costillas rotas, tubérculo mayor izquierdo aplastado, los dos pulmones perforados, bazo reventado.

– ¿Qué diablos es un tubérculo? -preguntó Hannaford.

– El hombro -explicó él.

– Mal asunto, pero ¿todo eso bastó para matarle? ¿Qué lo mandó al otro barrio? ¿Un shock?

– Me reservaba lo mejor para el final: fractura enorme del hueso temporal. Su cráneo se partió como una cáscara de huevo. Mira. -Lisle dejó el documento en una encimera y caminó hacia una pared en la que había un póster grande del esqueleto humano-. Mientras caía del acantilado supongo que se golpeó contra un afloramiento. Dio al menos un tumbo, cogió velocidad durante el resto del descenso, aterrizó con fuerza sobre la parte derecha del cuerpo y se aplastó el cráneo contra la pizarra. El hueso se fracturó y cortó la arteria meníngea media, lo que produjo un hematoma epidural agudo. La presión en el cerebro que no se puede liberar no provoca la muerte instantánea, debió de morir al cuarto de hora más o menos, aunque estaría inconsciente todo el rato. Supongo que no encontrasteis ningún casco cerca ni ninguna otra protección para la cabeza.

– Chavales. Se creen invencibles -dijo Hannaford.

– Éste no lo era. El alcance de las lesiones, en cualquier caso, sugiere que cayó al principio del descenso.

– Lo que sugiere que la eslinga se rompió en cuanto sostuvo todo su peso.

– Estoy de acuerdo.

– ¿Qué hay del ojo morado? Se estaba curando, ¿no? ¿Con qué se corresponde?

– Con un buen puñetazo. Alguien le dio bien, seguramente le derribó. Todavía se aprecian las marcas de los nudillos.

Hannaford asintió. Miró a Lynley, que había estado escuchando y preguntándose simultáneamente por qué Hannaford le hacía participar en aquello. Era más que irregular: era una insensatez por su parte, teniendo en cuenta la posición de Lynley en el caso, y no parecía una mujer insensata. Tenía algún tipo de plan, apostaría lo que fuera.

– ¿Cuándo? -preguntó Hannaford.

– ¿El puñetazo? -dijo Lisie-. Diría que hace una semana.

– Parece que se metió en una pelea.

Lisle negó con la cabeza.

– ¿Por qué no? -preguntó la mujer.

– No presenta otras marcas similares -intervino Lynley-. Le dieron un golpe y ya está.

Hannaford lo miró como si hubiera olvidado que le había traído.

– Estoy de acuerdo -dijo Lisle-. Alguien estalló o quiso disciplinarle de algún modo. O resolvió las cosas, o le derribaron, o no era de los que se dejan provocar ni siquiera por un puñetazo en la cara.

– ¿Y puede tener que ver con sadomasoquismo? -preguntó Hannaford.

Lisle parecía pensativo y Lynley dijo:

– No estoy seguro de que a los sadomasoquistas les guste que les golpeen en la cara.

– Mmmm. Sí -dijo Lisle-. Creo que el típico freak del sado prefiere unos pellizcos en sus partes, unos azotes o unos latigazos, y no hay nada en el cadáver que indique eso. -Los tres se quedaron callados un momento, mirando el poster del esqueleto humano. Al final, Lisle le dijo a Hannaford-: ¿Qué tal las citas? ¿Internet ya ha hecho tus sueños realidad?

– Todos los días -le contestó ella-. Debes intentarlo otra vez, Gordie. Te diste por vencido demasiado pronto.

Él negó con la cabeza.

– He terminado con eso. Es buscar el amor en el sitio equivocado, si se me permite la frase. -Miró con tristeza el depósito-. Todo esto lo enfría, y no hay vuelta de hoja; no hay forma de disfrazarlo. Cuando suelto la bomba ya está.

– ¿Qué quieres decir?

El patólogo señaló la sala. Otro cadáver esperaba cerca, con el cuerpo cubierto con una sábana y, una etiqueta colgando de un dedo del pie.

– Cuando se enteran de a qué me dedico. No gusta mucho a nadie.

Hannaford le dio una palmadita en el hombro.

– Bueno, no importa, Gordie. A ti te gusta y eso es lo que cuenta.

– ¿Quieres que lo intentemos, pues? -La miró de un modo distinto, valorando y sopesando.

– No me tientes, querido. Eres demasiado joven y, de todos modos, en el fondo soy una pecadora. Necesitaré todo este papeleo cuanto antes -dijo señalando con la cabeza la camilla limpia.

– Camelaré a alguien -dijo Lisle.

Se marcharon. Hannaford examinó un mapa del hospital que había cerca y condujo a Lynley a la cafetería. No podía creer que quisiera comer después de su visita al depósito de cadáveres y descubrió que había acertado al evaluar la situación. Hannaford se detuvo en la puerta y miró la sala hasta que vio a un hombre sentado solo a una mesa, leyendo el periódico. Guio a Lynley hasta él.

Vio que era el hombre que había acudido a la cabaña de Daidre Trahair la noche anterior, el mismo que le había preguntado por New Scotland Yard. No se había identificado entonces, pero ahora Hannaford hizo los honores. Era el subdirector Ray Hannaford de Middlemore, le dijo. Éste se puso en pie y ofreció su mano cortésmente.

– Sí -dijo la inspectora Hannaford a Lynley.

– Sí, ¿qué? -preguntó él.

– Es familia.

– Su ex -dijo Ray Hannaford-. Por desgracia.

– Me halagas, cariño -dijo la inspectora.

Ninguno de los dos aclaró nada más, aunque el prefijo «ex» daba para un volumen o dos. «Más de un policía en la familia directa -concluyó Lynley-. No podía ser fácil.»

Ray Hannaford cogió un sobre de papel manila que estaba sobre la mesa.

– Aquí tienes -le dijo a su ex mujer-. La próxima vez que insistas en utilizar un mensajero, di dónde tienen que realizar la entrega, Beatrice.

– Se lo dije -contestó la inspectora-. Obviamente, fuera quien fuese el capullo que trajo esto desde Londres, no ha querido molestarse en ir hasta las comisarías de Holsworthy o de Casvelyn. ¿O también has llamado para esto? -preguntó con astucia. Hizo un gesto con el sobre de papel manila.

– No. Pero vamos a tener que hablar del quid pro quo. La cuenta va en aumento. Llegar aquí desde Exeter ha sido un infierno. Ya me debes dos favores.

– ¿Dos? ¿Cuál es el otro?

– Recoger a Pete anoche. Sin quejarme, creo recordar.

– ¿Acaso te arranqué de los brazos de una veinteañera?

– Creo que al menos tenía veintitrés.

Bea Hannaford se rió. Abrió el sobre y miró dentro.

– Ah, sí -dijo-. Supongo que también le has echado un vistazo, Ray.

– Culpable, como imaginabas.

La inspectora sacó el contenido. Lynley reconoció al instante su placa de New Scotland Yard.

– La devolví -dijo-. Tendría que estar… ¿Qué hacen con esas cosas cuando alguien lo deja? Deben destruirlas.

Ray Hannaford fue quien respondió:

– No estaban dispuestos a destruir la suya, al parecer.

– «Prematuro» fue la palabra que emplearon -añadió Bea Hannaford-. Una decisión apresurada tomada en un mal momento.

Le ofreció la placa de Scotland Yard a Lynley. Él no la cogió, sino que dijo:

– Mi identificación está de camino, ya se lo dije. Mi cartera, junto con todo lo que hay dentro, llegará mañana. Esto -señaló la placa- es innecesario.

– Al contrario -dijo la inspectora Hannaford-, es muy necesario. Como sabe muy bien, conseguir una identificación falsa está chupado. Por lo que yo sé, se ha pasado toda la mañana recorriendo las calles para comprar el material.

– ¿Por qué querría hacer eso?

– Imagino que puede deducirlo usted solito, comisario Lynley. ¿O prefiere que le llame por su título nobiliario? ¿Y qué diablos hace alguien como usted trabajando para la pasma?

– No es así -contestó él-. Ya no.

– Eso dígaselo a Scotland Yard. No me ha respondido, ¿cómo le llaman? ¿Qué prefiere? ¿El título personal o el profesional?

– Prefiero Thomas. Y ahora que ya sabe que soy quien dije ser anoche, algo que sospecho que ya sabía, o si no no me habría permitido ir con usted al depósito de cadáveres, ¿puedo suponer que soy libre para reanudar mi caminata por la costa?

– Eso es lo último que puede suponer. No se irá a ninguna parte hasta que yo lo diga. Y si está pensando en escabullirse en plena noche, piénseselo dos veces. Ahora que ya tengo pruebas de quién es, me será útil.

– ¿Como policía o como ciudadano? -le preguntó Lynley.

– Mientras funcione, da igual, comisario.

– ¿Mientras funcione para qué?

– Para nuestra querida doctora.

– ¿Quién?

– La veterinaria. La doctora Trahair. Los dos sabemos que por esa boquita suya han salido mentiras. Su trabajo consiste en averiguar por qué.

– No puede pedirme…

El móvil de Hannaford sonó. La inspectora levantó una mano para interrumpirle. Sacó el teléfono del bolso y se alejó unos pasos.

– Dime -dijo al abrir la tapa. Mientras escuchaba, inclinó la cabeza y dio unos golpecitos con el pie.

– Vive para esto -dijo Ray Hannaford-. Al principio no, pero ahora es su vida. Vaya estupidez, ¿verdad?

– ¿Que la muerte sea la vida de alguien?

– No. Que la dejara marchar. Ella quería una cosa; yo quería otra.

– Cosas que pasan.

– Si hubiera tenido la cabeza bien amueblada, no.

Lynley miró a Hannaford. Antes había dicho «por desgracia» al referirse a su condición de ex marido de la inspectora.

– Podría decírselo -le comentó Lynley.

– Podría y lo hice. Pero a veces, cuando te rebajas a los ojos de alguien, no puedes recuperarte. Aunque me gustaría dar marcha atrás en el tiempo.

– Sí-dijo Lynley-. A mí también me gustaría.

La inspectora regresó con ellos. Estaba seria. Hizo un gesto con el móvil y dijo al subdirector:

– Es un asesinato. Ray, quiero ese centro de operaciones en Casvelyn. No me importa lo que tengas que hacer para conseguirlo y tampoco me importa lo que tenga que hacer yo a cambio. Quiero que me instalen la base de datos de la policía, un equipo de investigación criminal a mi disposición y que me asignen a un agente que se encargue de las pruebas. ¿De acuerdo?

– No pides demasiado, ¿verdad, Beatrice?

– Al contrario, Raymond -le contestó con frialdad-. Como muy bien sabes.

* * *

– Le pondremos un coche -le dijo Bea Hannaford a Lynley-. Necesitará uno.

Estaban delante de la entrada del Hospital Real de Cornualles. Ray se había marchado después de decirle a Bea que no podía prometerle nada y después de oír que ella replicaba «cuánta razón tienes», una indirecta que sabía que era injusta pero que dijo de todos modos porque había aprendido hacía tiempo que cuando se trataba de un asesinato, el fin de acusar a alguien del homicidio justificaba cualquier medio que se empleara para conseguirlo.

Lynley contestó con lo que Bea interpretó como cautela.

– Creo que no puede pedirme eso.

– ¿Porque su rango es superior al mío? Eso no va a contar demasiado aquí en estos parajes recónditos, comisario.

– En funciones, sólo.

– ¿Qué?

– Comisario en funciones. Nunca me ascendieron de manera permanente. Sólo cubrí una necesidad.

– Qué amable es usted. Justo la clase de tipo que estoy buscando. Ahora puede cubrir otra necesidad bastante imperiosa. -Notó que el hombre la miraba mientras se dirigían al coche y se rió al instante-. Esa necesidad no, aunque imagino que echa un buen polvo cuando una mujer le pone una pistola en la cabeza. ¿Cuántos años tiene?

– ¿No se lo dijeron en Scotland Yard?

– Sígame la corriente.

– Treinta y ocho.

– ¿Signo?

– ¿Qué?

– Géminis, tauro, virgo, ¿cuál?

– ¿Acaso importa?

– Como le he dicho, sígame la corriente. Dejarse llevar no cuesta nada, Thomas.

Él suspiró.

– Pues resulta que soy piscis.

– Bueno, ahí lo tiene. Nunca funcionaría entre nosotros. Además, tengo veinte años más que usted y aunque me gustan más jóvenes, no tan jóvenes. Así que está totalmente a salvo conmigo.

– No sé por qué, pero eso no me tranquiliza.

Ella volvió a reírse y abrió el coche. Los dos entraron pero la inspectora no introdujo la llave en el contacto, sino que lo miró muy seria.

– Necesito que me haga este favor. Quiere protegerle.

– ¿Quién?

– Ya sabe quién. La doctora Trahair.

– No quiere eso, precisamente. Entré en su casa rompiendo un cristal. Me quiere cerca para que pague los desperfectos. Y le debo el dinero de la ropa.

– No sea obtuso. Antes ha saltado a defenderle y lo ha hecho por alguna razón. Tiene un punto vulnerable. Quizá tenga que ver con usted o quizá no. No sé dónde está o por qué lo tiene, pero va a averiguarlo.

– ¿Por qué?

– Porque puede. Porque esto es una investigación de asesinato y todas las normas sociales se dejan a un lado cuando nos ponemos a buscar a un asesino. Y usted lo sabe tan bien como yo.

Lynley meneó la cabeza, pero a Bea Hannaford no le pareció que el gesto fuera una negativa, sino un modo de reconocer con pesar que comprendía y aceptaba un hecho inmutable: que le tenía bien pillado. Si salía corriendo, lo traería de vuelta y lo sabía.

– Entonces, ¿la eslinga estaba cortada? -dijo Lynley al fin.

– ¿Qué?

– La llamada que ha recibido. Ha colgado y ha dicho que era un asesinato. Así que me pregunto si la eslinga estaba cortada o si los forenses han encontrado otra cosa.

Bea meditó si contestar o no la pregunta y qué le indicaría a Lynley si lo hacía. Sabía poco sobre el hombre, pero también sabía cuándo había que dar un salto de fe sólo por lo que eso podía significar.

– La cortaron -dijo.

– ¿De manera obvia?

– El examen microscópico contribuyó a darnos el empujón que necesitábamos, si me permite la expresión.

– Así que no era tan obvio, al menos a simple vista. ¿Por qué cree que es un asesinato?

– Si no… ¿Qué es?

– Un suicidio escenificado para que parezca un accidente y ahorrarle más dolor a la familia.

– ¿Qué sabemos por ahora para llegar a esa conclusión?

– Le pegaron un puñetazo.

– ¿Y…?

– Está un poco cogido por los pelos, pero tal vez no estaba en situación de defenderse. Quería, pero no pudo, quién sabe por qué. Se sentía incapaz o como mínimo no estaba dispuesto, lo que provocó que sintiera impotencia. Proyectó ese sentimiento en el resto de su vida, en todas sus relaciones, por muy ilógica que sea esa proyección…

– ¿Y nos quedamos tan anchos? No me lo creo y usted tampoco. -Bea introdujo la llave en el contacto y pensó en qué sugerían esas observaciones, no tanto sobre la víctima sino sobre el propio Thomas Lynley. Le lanzó una mirada cautelosa y se preguntó si le habría evaluado erróneamente-. ¿Sabe lo que es una cuña en escalada? -le preguntó.

Él negó con la cabeza.

– ¿Debería? ¿Qué es?

– Es lo que convierte esto en una investigación de asesinato -contestó ella.