171320.fb2 Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

Al borde del Acantilado - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

Capítulo 7

Poco después del mediodía dejó de llover en Casvelyn y Cadan Angarrack lo agradeció. Había estado pintando los radiadores de las habitaciones de Adventures Unlimited desde que había llegado por la mañana y las emisiones estaban dándole un dolor de cabeza atroz. De todos modos, no entendía por qué le habían puesto a pintar radiadores. ¿Quién iba a fijarse? ¿Quién se fijaba alguna vez en si los radiadores estaban pintados cuando se hospedaba en un hotel? Nadie salvo quizás un inspector de hoteles y ¿qué significaba que un inspector viera un poquito de óxido en el hierro? Nada. Ab-so-lu-ta-men-te nada. En cualquier caso, no era que estuvieran devolviendo su antiguo esplendor al decrépito hotel de la Colina del Rey Jorge, sólo estaban haciéndolo habitable para la multitud de personas interesadas en un paquete vacacional en la costa que consistía en diversión, fiesta, comida y algún tipo de formación en una actividad al aire libre. Y a esa gente no le importaba dónde pasara la noche, siempre que estuviera limpio, sirvieran patatas fritas y se ajustara al presupuesto.

Así que cuando el cielo se despejó, Cadan decidió que un poco de aire fresco era justo lo que necesitaba. Echaría un vistazo al campo de golf, futura ubicación de las pistas de BMX, futuro lugar de las clases de BMX que Cadan tenía la certeza que le pedirían que impartiera en cuanto tuviera la oportunidad de enseñar su repertorio a… Ése era el problema en estos momentos. No estaba seguro de a quién iba a enseñarle nada. En realidad, ni siquiera estaba seguro de si tenía que ir a trabajar hoy, ya que no sabía si seguía teniendo un empleo después de lo que le había ocurrido a Santo. Al principio pensó en no aparecer, en dejar pasar unos días y luego telefonear para dar el pésame a quien contestara y preguntar si todavía querían que se encargara de las tareas de mantenimiento. Pero luego creyó que una llamada así les daría la oportunidad de echarle antes de tener siquiera ocasión de demostrar lo que valía, así que decidió presentarse y parecer tan afligido como pudiera cuando se topara con cualquiera de los Kerne.

Cadan todavía no había visto el pelo ni a Ben ni a Dellen -los padres de Santo Kerne-, pero su llegada coincidió con la de Alan Cheston y cuando Cadan le puso al día sobre su empleo en Adventures Unlimited, Alan le dijo que iría de inmediato a buscar a alguien para ver qué se suponía que debía hacer. Se marchó a grandes zancadas después de abrir la puerta principal, entrar los dos y guardarse las llaves con el aire de un hombre que sabía exactamente cuál era su lugar en el mundo.

El viejo hotel estaba silencioso como una tumba. Hacía frío también. Cadan tembló -notó en su hombro que a Pooh le pasaba lo mismo- y esperó en la recepción, donde un tablón de anuncios exhibía las palabras Tus instructores junto a los retratos de los seis miembros de la plantilla ya contratados. Estaban dispuestos formando una pirámide que bajaba a partir de una fotografía de Kerra Kerne, a quien se identificaba como «jefa de instructores».

Era una buena foto de Kerra, pensó Cadan. No era una belleza -pelo castaño normal, ojos azules normales y más robusta de lo que le gustaba que fuera una mujer-, pero sin duda tenía la mejor forma física de todas las chicas de su edad de Casvelyn. Era pura mala suerte que los dados de la genética le hubieran asignado el físico de su padre en lugar del de su madre. Era Santo quien había heredado esos genes, un hecho que algunos considerarían afortunado. Sin embargo, Cadan creía que a la mayoría de los chicos no les gustaría ser guapos como lo era Santo. A menos, claro estaba, que supieran cómo utilizarlo.

– ¿Cade?

Se dio la vuelta. Pooh graznó y cambió de posición. Kerra se había materializado desde algún lugar y Alan iba con ella. Cadan sabía que eran pareja, pero esto no acababa de encajarle. Kerra era todo luz y energía con, desafortunadamente, los tobillos gruesos. Alan parecía un tipo que haría ejercicio como último recurso y sólo si lo amenazaban con destriparlo.

Unas palabras entre ellos sirvieron para organizarlo todo. Aunque a primera vista Alan parecía poco importante, resultó que estaba al mando de casi todo lo que sucedía en aquel lugar. Así que antes de que Cadan pudiera salir con una excusa falsa sobre el delicado estado de sus pulmones si se exponían a las emisiones de la pintura, se encontró con unas telas para cubrir los muebles y una brocha en una mano y dos galones de blanco brillante en la otra. Alan presentó el proyecto a Cadan y eso fue todo.

Cuatro horas después, decidió que se merecía salir afuera a tomarse un descanso. Observó que Pooh se había sumido en un silencio alarmante. Seguramente el loro también tenía dolor de cabeza.

Alrededor del campo de golf, la tierra todavía estaba empapada, pero Cadan no permitió que aquello le disuadiera. Arrastrando la bici, subió la colina hasta el hoyo uno, donde enseguida vio que hacer unos tabletops allí en ese momento habría sido una quimera. Dejó la bici a un lado, colocó a Pooh en el manillar y examinó el campo de golf con mayor detenimiento.

No iba a ser un proyecto sencillo. El campo parecía tener sesenta años como mínimo. También parecía no haber experimentado ningún tipo de mantenimiento en los últimos treinta años. Era una pena porque, si no, habría podido ser un negocio lucrativo para Adventures Unlimited. Por otro lado, también era un punto a favor, porque un campo maltrecho aumentaba las posibilidades de que quien estuviera en situación de tomar una decisión sobre el futuro se subiera al carro en cuanto Cadan expusiera sus planes. Pero la idea de exponerlos requería tenerlos y Cadan no era el tipo de persona que hacía planes. Así que caminó por los cinco primeros hoyos e intentó ver qué cambios habría que introducir aparte de eliminar los molinos, graneros y escuelas en miniatura y rellenar los agujeros.

Todavía estaba pensando en aquello cuando vio que un coche de policía procedente de St. Mevan Crescent se detenía en el aparcamiento del viejo hotel. El conductor -un agente de uniforme- se bajó y entró en el edificio. Unos minutos más tarde, se marchó.

Poco después, Kerra salió. Se quedó en el aparcamiento, con las manos en las caderas, y miró a su alrededor. Cadan estaba en cuclillas junto a un minúsculo bote de remos naufragado que servía de obstáculo para el hoyo seis, y al verla pensó que estaba buscando a alguien, seguramente a él. Por lo general, su modus operandi era esconderse, ya que si alguien le buscaba normalmente era porque la había fastidiado e iban a echarle la bronca. Pero una rápida valoración de su tarea en el departamento de pintura le dijo que había hecho un trabajo excelente, así que se levantó para hacer notar su presencia.

Kerra caminó hacia él. Se había cambiado, iba vestida con ropa de licra y Cadan reconoció la equipación: el uniforme de ciclista de larga distancia. Un momento extraño del día para salir en bici, pensó, pero cuando eras la hija del jefe podías establecer tus propias reglas.

Kerra le abordó sin preámbulos cuando llegó a las ruinas del campo de golf. Habló con brusquedad.

– He llamado a la granja, pero me han dicho que ya no trabaja allí. He llamado a tu casa, pero tampoco está. ¿Sabes dónde puedo encontrarla? Quiero hablar con ella.

Cadan se tomó un momento para pensar en los comentarios, la pregunta y lo que implicaba cada cosa. Ganó tiempo acercándose a su bici, cogiendo a Pooh del manillar, colocando el pájaro en su hombro.

– Agujeros en el ático -observó Pooh.

– Cade. -La voz de Kerra era paciente, pero nerviosa-. Por favor, contéstame, preferiblemente ahora.

– Es extraño que quieras saberlo, eso es todo -le dijo Cadan-. Quiero decir… Ya no eres amiga de Madlyn, así que me pregunto…

Ladeó la cabeza, de manera que su mejilla tocó el costado de Pooh. Le gustaba sentir el contacto de las plumas del pájaro. Kerra entrecerró los ojos.

– ¿Qué te preguntas?

– Santo. Que haya venido la policía. Que hayas salido a hablar conmigo. Que me preguntes por Madlyn. ¿Está relacionado?

Kerra llevaba el pelo recogido en una coleta y se la quitó, así que la melena cayó sobre sus hombros. Sacudió la cabeza y volvió a peinarse. Pareció un gesto para ganar tiempo, igual que rescatar a Pooh de la bici lo había sido para Cadan. Luego lo miró y pareció concentrarse más claramente en él.

– ¿Qué te ha pasado en la cara?

– Pura mala suerte -respondió-. Es la que me tocó al nacer.

– No bromees, Cadan. Ya sabes a qué me refiero. Los moratones, los arañazos.

– Resbalé. Gajes del oficio. Estaba haciendo un cancán y me golpeé con un lado de la piscina. En el polideportivo.

– ¿Te hiciste eso nadando? -Sonaba incrédula.

– La piscina está vacía, practicaba allí con la bici. -Cadan notó que se ponía colorado y aquello le irritó. Se había propuesto no avergonzarse nunca de su pasión y no quería pensar en por qué ahora lo estaba-. ¿Qué ocurre? -preguntó, señalando el hotel con la cabeza.

– No fue una caída normal y corriente. Lo asesinaron. Es lo que la policía ha venido a comunicarnos. Han mandado a su como se llame… Su agente de relaciones familiares. Creo que su cometido es servirnos té y galletas para evitar que… No sé… ¿Qué hace la gente cuando asesinan a un miembro de su familia? ¿Volverse loca y vengarse? ¿Ponerse a pegar tiros por el pueblo? ¿Rechinar los dientes? ¿Y qué diablos es eso, rechinar los dientes? ¿Dónde está, Cade?

– Ella ya sabe que ha muerto.

– ¿Que ha muerto o que le han asesinado? ¿Dónde está? Era mi hermano y ella era su… su novia…

– Y también tu amiga -le recordó Cadan-. Al menos antes lo era.

– Basta. No sigas con eso, ¿vale?

Cadan se encogió de hombros. Volvió a dirigir su atención al campo de golf y dijo:

– Tenéis que quitar todo esto, es un desastre. Podríais repararlo, pero calculo que el coste sobrepasaría los beneficios. A corto plazo, a largo plazo… ¿Quién sabe?

– Alan sabe de largos plazos. Beneficios y pérdidas, proyecciones a largo plazo, lo sabe todo. Pero nada de eso importa porque ahora mismo puede que no haya razón para preocuparse.

– ¿Por?

– Por nada relacionado con Adventures Unlimited. Dudo que mi padre tenga valor para abrir después de lo que le ha ocurrido a Santo.

– ¿Qué pasará, entonces, si no abrís?

– Alan dirá que intentemos encontrar a un comprador y recuperemos nuestra inversión. Pero, bueno, Alan es así. Por lo menos tiene coco para los números.

– Pareces cabreada con él.

Kerra no mordió el anzuelo.

– ¿Está en casa y no contesta al teléfono? Puedo ir hasta allí, pero no quiero tomarme la molestia si no está. ¿Te importa decirme eso como mínimo?

– Supongo que sigue con Jago -dijo él.

– ¿Quién es Jago?

– Jago Reeth, el tipo que trabaja para mi padre. Ha pasado con él toda la noche. Todavía está allí, por lo que yo sé.

Kerra se rió brevemente, sin ganas.

– Vaya, ha pasado página, ¿no? Menuda rapidez. Una recuperación milagrosa después de una ruptura tan dolorosa. Cuánto me alegro por Madlyn.

Cadan quería preguntarle qué más le daba a ella que su hermana hubiera pasado página con otro hombre o no. Pero en lugar de eso, dijo:

– Jago Reeth tiene como… Yo qué sé. Como setenta años o algo así. Es como un abuelo para ella, ¿vale?

– ¿Qué es lo que hace para tu padre un tipo de setenta años?

Definitivamente, Kerra estaba incomodándole. Se comportaba como la hija del jefe y su actitud decía «será mejor que me trates como se supone que debes tratarme», y eso fastidiaba a Cadan.

– Kerra, ¿acaso importa? -dijo-. ¿Por qué diablos quieres saberlo?

Y así, de repente, Kerra cambió. Soltó una tosecita extraña y Cadan vio el brillo de las lágrimas en sus ojos. Ese brillo le recordó que su hermano había muerto, que había muerto hacía sólo un día, y que acababa de saber que lo habían asesinado.

– Es estratificador. -Cuando ella lo miró confusa, Cadan añadió-: Jago Reeth. Aplica la fibra de vidrio a las tablas. Es un viejo surfista que mi padre recogió… No sé… Hace ¿seis meses? Es un hombre de detalles, como mi padre. Y lo que es más importante, no es como yo.

– ¿Ha pasado la noche con un tío de setenta años?

– Jago llamó y dijo que estaba allí.

– ¿A qué hora?

– Kerra…

– Es importante, Cadan.

– ¿Por qué? ¿Crees que le dio a tu hermano el viaje final? ¿Cómo se supone que lo hizo? ¿Empujándole por el acantilado?

– Manipularon su equipo. Es lo que nos ha dicho el poli.

Cadan abrió mucho los ojos.

– Espera, Kerra. Es imposible… Quiero decir imposible del todo. Puede que se pusiera como loca con todo lo que pasó entre ellos, pero mi hermana no es… -Calló. No por lo que pensaba decir sobre Madlyn, sino porque mientras hablaba, su mirada se desvió de Kerra a la playa de abajo, donde corría un surfista con la tabla bajo el brazo, arrastrando la cuerda por la arena. Llevaba el traje completo, como era lógico en esta época del año, ya que el agua todavía estaba bastante fría. Neopreno de los pies a la cabeza, de negro de los pies a la cabeza. Desde esta distancia, en realidad, no podía saberse si el surfista era hombre o mujer.

– ¿Qué? -dijo Kerra.

Cadan se estremeció.

– Quizás a Madlyn se le fuera la olla al reaccionar como lo hizo después de lo que pasó entre ella y Santo, lo reconozco.

– Fue eso y más -observó Kerra.

– Pero matar a su ex novio no forma parte de su repertorio, ¿vale? Dios mío, Kerra, ella pensaba que Santo sólo estaba pasando por una etapa, ¿sabes?

– Al principio -aclaró ella.

– De acuerdo. Quizá sólo lo pensara al principio. Pero eso no significa que al final no comprendiera que las cosas eran como eran y decidiera que lo único razonable era matarle. ¿Te parece que tiene sentido?

– El amor nunca ha tenido sentido para mí -dijo Kerra-. La gente comete todo tipo de locuras cuando se enamora.

– ¿Ah, sí? -dijo Cadan-. ¿Esa es la verdad? ¿Y qué me dices de ti? -Ella no contestó-. A las pruebas me remito. Sea Dreams, para tu información.

– ¿Qué es eso?

– El lugar donde está. Jago tiene una caravana en ese parque de vacaciones donde antes estaba la lechería, pasado Sawsneck Down. Si quieres interrogarla, hazlo allí. Pero perderás el tiempo, si quieres saber mi opinión.

– ¿Qué te hace pensar que quiero interrogarla?

– Es evidente que algo quieres -le dijo Cadan.

* * *

En cuanto Bea Hannaford le asignó un coche de alquiler, le dijo a Lynley que la siguiera.

– Imagino que no es el típico buga que utiliza usted -dijo en referencia al Ford-, pero al menos le sentará bien. O usted a él.

En otras circunstancias, Lynley tal vez le habría dicho que estaba siendo más que generosa. En efecto, por lo general su educación le impulsaba a hacer este tipo de comentarios con total naturalidad. Pero en la situación actual, sólo le dijo que su medio habitual de transporte había quedado destrozado en febrero y todavía no lo había sustituido por otro, así que el Ford le parecía perfecto.

– Bien -dijo ella, y le aconsejó que condujera con cuidado, ya que no tendría el carné hasta que llegara su cartera-. Será nuestro pequeño secreto -le comentó. Le dijo que la siguiera, quería enseñarle algo.

Lo que quería mostrarle estaba en Casvelyn y Lynley la siguió obedientemente hasta allí. Condujo intentando concentrarse en eso -sólo en la conducción-, pero sintió que las fuerzas lo abandonaban con el mero esfuerzo que le suponía contener sus pensamientos.

Se dijo que había terminado con los asesinatos. No podía ver morir a su querida esposa, víctima de un asesinato completamente absurdo en plena calle, y desentenderse de ello y pensar que mañana sería otro día. Pero resultó que sí era algo que había que soportar. De momento, había aguantado aquella sucesión inacabable de mañanas haciendo lo que le ponían delante y nada más.

Al principio fue Howenstow: ocuparse de asuntos relacionados con las tierras que configuraban su legado y la magnífica casa construida en ellas. No importaba que su madre, su hermano y un administrador de fincas llevaran siglos encargándose de los asuntos de Howenstow. Se había sumergido en ellos para evitar sumergirse en otras cosas, hasta que se hundió mitad en el barro mitad en el desastre. La advertencia amable de su madre «Tesoro, deja que me ocupe yo», o «John Penellin lleva semanas trabajando en esta situación, Tommy», o cualquier cosa parecida era algo que apartaba de sí con una frase tan áspera que la condesa viuda suspiraba, le apretaba el hombro y le dejaba hacer.

Pero con el tiempo acabó descubriendo que los asuntos de Howenstow provocaban que Helen se colara en su mente, lo quisiera él o no. Había que desmontar el cuarto del niño a medio terminar, había que guardar la ropa de campo que había dejado en su dormitorio, había que diseñar una placa para su última morada en la capilla de la finca: la última morada donde descansaba con su hijo que no había llegado a nacer. Y luego estaba todo lo que le recordaba a ella: el sendero por el que paseaban juntos cruzando el bosque desde la casa hasta la cala, la galería donde se había parado delante de los cuadros y comentado alegremente los atributos físicos de algunos de sus antepasados más cuestionables, la biblioteca donde hojeaba ejemplares antiguos de Country Life, donde se había repantingado, y dormido al final, con una gruesa biografía de Oscar Wilde.

Como aquello que le recordaba a Helen impregnaba cada rincón de Howenstow, decidió iniciar su caminata. Recorrer penosamente todo el sendero suroccidental de la costa era el reto menos posible que Helen habría emprendido -«Dios mío, Tommy, debes de estar loco. ¿Qué haría yo con unos zapatos tan espantosos?»-, así que sabía que podía andarlo todo con impunidad si elegía hacerlo. No habría nada que le recordara a ella en todo el camino.

Pero no había contado con los recordatorios que fue encontrándose. Nada de lo que había leído sobre el sendero antes de recorrerlo le había preparado para aquello: desde ramos sencillos de flores moribundas a bancos de madera grabados con los nombres de los fallecidos, la muerte le saludaba casi todos los días. Había dejado Scotland Yard porque no podía enfrentarse al deceso repentino y brutal de un ser humano y allí estaba: confrontándole con una regularidad que no hacía más que burlarse de todos sus intentos por olvidar.

Y ahora esto. La inspectora Hannaford no estaba involucrándole exactamente en la investigación del asesinato, pero estaba acercándole. Él no quería, pero al mismo tiempo, no sabía cómo evitarlo porque consideraba que la inspectora era una mujer que cumplía su palabra: si desaparecía convenientemente de la zona de Casvelyn, lo traería de vuelta encantada y no descansaría hasta conseguirlo.

En cuanto a lo que le había pedido que hiciera… Igual que Hannaford, Lynley creía que Daidre Trahair mentía sobre la ruta que había seguido desde Bristol a Polcare Cove el día anterior. A diferencia de la inspectora, Lynley también sabía que Daidre Trahair había mentido en más de una ocasión respecto al hecho de conocer a Santo Kerne. Habría razones detrás de aquellas mentiras -más allá de las que había dado la veterinaria cuando le preguntó por qué había negado conocer la identidad del chico muerto- y no sabía si quería descubrirlas. Era evidente que sus motivos para confundirles eran personales y que aquella pobre mujer no era ni mucho menos una asesina.

Sin embargo, ¿por qué lo creía?, se preguntó. Sabía mejor que nadie que los asesinos vestían miles de disfraces distintos. Los asesinos eran hombres; los asesinos eran mujeres. Para su tormento, los asesinos eran niños. Y las víctimas -por muy repugnantes que pudieran ser en realidad- no debían ser aniquiladas por nadie, fuera cual fuese el móvil para mandarlas prematuramente a su recompensa o castigo eternos. La sociedad se fundamentaba en la idea de que el asesinato estaba mal, de principio a fin, y en que había que administrar justicia para poner al menos un final a todo lo ocurrido, aunque éste no proporcionara satisfacción, ni alivio ni, sin duda, terminara con el dolor. Justicia significaba nombrar y condenar al asesino y justicia era lo que se merecían aquellos a quienes la víctima había dejado atrás.

Una parte de Lynley gritaba que aquello no era problema suyo. Otra parte de él sabía que ahora y eternamente y más que nunca, siempre lo sería.

Cuando llegaron a Casvelyn, Lynley ya estaba, si no convencido del tema, al menos moderadamente de acuerdo con él. En una investigación había que encontrar una explicación para todo. Daidre Trahair formaba parte de ese todo y ella misma se había puesto en esa situación al mentir.

La comisaría de policía de Casvelyn se encontraba en Lansdown Road, en el corazón de la ciudad, justo al pie de la cuesta de Belle Vue, que era la principal subida del pueblo, y fue aquí, delante de la estructura gris y sencilla de dos pisos, donde Bea Hannaford aparcó. Al principio Lynley pensó que pretendía llevarle dentro y presentarle, pero en lugar de eso dijo:

– Venga conmigo. -Le puso una mano en el codo y le guió por donde habían venido.

En la intersección de Lansdown Road y Belle Vue, cruzaron un triángulo de tierra donde los bancos, una fuente y tres árboles proporcionaban a Casvelyn un lugar para reunirse al aire libre cuando hacía buen tiempo. Desde ahí, se dirigieron a Queen Street, que estaba flanqueada de tiendas como las de Belle Vue Lane: había de todo, desde ultramarinos a farmacias. Allí, Bea Hannaford se detuvo y miró en ambas direcciones hasta que, al parecer, vio lo que quería.

– Sí, por aquí. Quiero que vea a qué nos enfrentamos.

«Por aquí» se refería a una tienda que vendía artículos deportivos, tanto material como ropa para actividades de exterior. Hannaford efectuó un reconocimiento admirablemente rápido del lugar, encontró lo que quería, le dijo a la dependienta que no necesitaban ayuda y dirigió a Lynley hacia una pared. En ella había colgadas varias piezas metálicas, la mayoría de acero. No había que ser una lumbrera para ver que se utilizaban para escalar.

Hannaford eligió un paquete que contenía tres artículos hechos de plomo, cable de acero resistente y revestimiento de plástico. El plomo era una cuña gruesa al final de un cable que tendría un poco más de medio centímetro de grosor. En un extremo daba vueltas a través de la cuña y también formaba otro lazo en el otro extremo. En medio había un revestimiento de plástico duro que se enrollaba alrededor del cable y por lo tanto, juntaba con firmeza los dos lados. El resultado era una cuerda robusta con un plomo en un extremo y un lazo en el otro.

– Esto es una cuña de escalada. ¿Sabe cómo se utiliza?

Lynley negó con la cabeza. Obviamente, el artilugio estaba hecho para escalar acantilados. Del mismo modo, la parte del lazo se emplearía para conectar la cuña a algún otro objeto. Pero era lo máximo que podía deducir.

– Levante la mano con la palma hacia usted. Junte los dedos. Se lo enseñaré -dijo la inspectora Hannaford.

Lynley hizo lo que le ordenaba. Ella deslizó el cable entre sus dedos índice y corazón, de manera que el plomo quedó pegado a su palma y el lazo que había en el otro extremo del cable quedó del lado de ella.

– Sus dedos son una grieta en la pared del acantilado -explicó la inspectora-. O una apertura entre dos piedras grandes. Su mano es el propio acantilado. O las piedras. ¿Me sigue? -Esperó a que él asintiera-. La pieza de plomo, la cuña, se encaja todo lo posible en la grieta del acantilado o la apertura entre las dos piedras y el cable queda fuera. En el extremo del lazo del cable -aquí hizo una pausa para examinar la pared de artilugios de escalada hasta que encontró lo que quería y lo cogió- se engancha un mosquetón. Así. Y se ata la cuerda al mosquetón con el tipo de nudo que te hayan enseñado a utilizar. Si estás subiendo, usas las cuñas en la ascensión, cada medio metro o como te sientas cómodo. Si estás haciendo rápel, puedes utilizarlos arriba del todo en lugar de una eslinga para fijar tu cuerda a lo que hayas elegido atarla mientras desciendes.

Le cogió la cuña y junto con el mosquetón los dejó en su lugar en la pared de artículos. Se dio la vuelta y dijo:

– Los escaladores marcan todo su equipo con algún distintivo porque a menudo escalan juntos. Pongamos que usted y yo estamos escalando. Yo utilizo seis cuñas o dieciséis; usted usa diez. Utilizamos mis mosquetones pero sus eslingas. ¿Cómo hacemos para organizamos deprisa y sin discusiones al final…? Marcando cada pieza con algo que no se caiga fácilmente. La cinta aislante es perfecta. Santo Kerne utilizaba cinta negra.

Lynley vio adonde quería llegar la inspectora.

– Así que si alguien quiere estropear el equipo de otra persona, sólo tiene que conseguir el mismo tipo de cinta…

– Y el equipo. Sí, exacto. Puedes dañar el material, poner una cinta idéntica encima del desperfecto y nadie se enterará.

– La eslinga, obviamente, sería lo más fácil de dañar, aunque el corte se notaría, si no a simple vista, al menos sí en el microscopio.

– Que es exactamente lo que pasó, como hemos hablado antes.

– Pero hay algo más, ¿verdad?, o no me habría enseñado esto.

– Los forenses han revisado el equipo de Santo -dijo Hannaford. Le puso la mano otra vez en el codo y comenzó a guiarle hacia el exterior de la tienda. Habló en voz baja-: Alguien manipuló dos de las cuñas. Debajo de la cinta para marcar el material, tanto el revestimiento de plástico como el cable estaban dañados. El revestimiento estaba cortado; el cable colgaba de un hilo, metafóricamente hablando. Si el chico utilizaba una cosa o la otra para el descenso en rápel, estaba sentenciado. Lo mismo puede aplicarse a la eslinga. Era hombre muerto, o escalador muerto, lo que prefiera. Sólo era cuestión de tiempo que utilizara el equipo correcto en el peor momento posible.

– ¿Huellas?

– Mil -dijo Hannaford-. Pero no estoy segura de si resultarán útiles, ya que la mayoría de los escaladores no van siempre solos y es probable que descubramos que Santo tampoco.

– A menos que se encuentre una huella en las piezas dañadas que no esté presente en las otras. Sería difícil para alguien explicarlo.

– Mmm, sí. Pero hay un detalle que me extraña, Thomas.

– ¿Qué detalle? -preguntó Lynley.

– Tres piezas manipuladas en lugar de una. ¿Qué le sugiere eso?

Lynley lo meditó.

– Sólo se necesitaba una pieza dañada para mandarlo al otro barrio -dijo pensativo-, pero llevaba tres. Podríamos concluir que al asesino no le importaba cuándo sucediera, ni siquiera si la caída le mataba, ya que podría haber utilizado las cuñas dañadas en el punto bajo de una ascensión y no usar la eslinga para nada.

– ¿Alguna otra conclusión?

– Si normalmente hacía rápel primero y luego subía, podríamos concluir que tres piezas del equipo dañadas indican que el asesino tenía prisa por acabar con el chico. O, por muy difícil que resulte de creer… -Reflexionó un momento, preguntándose por la probabilidad final y qué sugería.

– ¿Sí? -le instó ella a continuar.

– Tres piezas dañadas… También podríamos concluir que el asesino quería que todo el mundo supiera que era un asesinato.

La inspectora asintió.

– Un poco descabellado, ¿verdad?, pero es lo que he pensado yo.

* * *

Fue por pura locura de amor que Kerra quiso salir del hotel y subirse a la bici. Por eso se había puesto la ropa de ciclista y había decidido que unos treinta kilómetros bastarían para borrar de su cabeza aquel pensamiento. Tampoco se tardaba tanto en recorrer treinta kilómetros para alguien con su forma física y si el tiempo seguía mejorando. En un día bueno, si el tiempo acompañaba, podía recorrer cien kilómetros con una mano atada a la espalda, conque treinta eran un juego de niños. También era un juego de niños sumamente necesario, así que se preparó y se dirigió a la puerta.

La llegada del policía le impidió marcharse. Era el mismo tipo de la noche anterior, el agente McNulty, y había en su cara una expresión tan lúgubre que antes de que le comunicara la noticia, Kerra supo que sería mala. Pidió ver a sus padres. Ella le dijo que era imposible.

– ¿No están? -preguntó. Era una pregunta lógica.

– Oh, sí están en casa. Arriba, pero no pueden atenderle. Puede decirme a mí lo que haya venido a decirles a ellos. Han pedido que no les moleste nadie.

– Me temo que tengo que pedirle que vaya a buscarlos.

– Y yo me temo que tengo que decirle que no. Han pedido que les dejen en paz. Lo han dejado bien claro. Por fin están descansando. Estoy segura de que lo comprende. ¿Tiene hijos, agente? Porque cuando alguien pierde a un hijo se hunde, y ellos están hundidos.

Aquello no era exactamente verdad, pero la verdad no generaría compasión. La imagen de su madre y su padre haciéndoselo en el cuarto de Santo como dos adolescentes cachondos hacía que a Kerra se le revolviera el estómago. Ahora mismo no quería tener nada que ver con ellos; en especial con su padre, a quien despreciaba más y más a cada hora que pasaba. Le despreciaba desde hacía años, pero nada de lo que había hecho o no hecho hasta ahora podía compararse con lo que estaba sucediendo en estos momentos.

El agente McNulty transmitió a regañadientes la información en cuanto Alan salió del despacho de marketing, donde había estado revisando un vídeo publicitario.

– ¿Qué ocurre, Kerra? ¿En qué puedo ayudarle? -dijo Alan. Sonaba firme y seguro de sí mismo, como si las últimas dieciséis horas siguieran transformándole-. Soy el prometido de Kerra -le dijo al policía-. ¿Puedo hacer algo por usted?

«¿Prometido? -pensó Kerra-. ¿Mi prometido? ¿A qué viene eso?»

Antes de que tuviera tiempo de corregirle, el poli les proporcionó la información: asesinato. Varias piezas del equipo de Santo habían sido manipuladas, la eslinga y también dos cuñas. La policía querría interrogar primero a la familia. Alan dijo lo que cabía esperar:

– ¿No supondrán que alguien de la familia…? -Logró sonar perplejo e indignado a la vez.

Interrogarían a todo el mundo que conocía a Santo, les dijo el agente McNulty. Parecía bastante emocionado al respecto y Kerra pensó que la vida de un policía de Casvelyn en temporada baja debía de ser terriblemente aburrida, porque los tres cuartos de la población del verano no estaban y los que se quedaban en el pueblo se resguardaban en sus casas de las tormentas atlánticas o sólo cometían alguna que otra infracción leve de tráfico que rompía la monotonía de la vida del agente. Habría que examinar todas las pertenencias de Santo, les comentó el policía. Se elaboraría un historial familiar y…

Kerra ya había tenido suficiente. ¿Historial familiar? Eso sí que sería esclarecedor. Un historial familiar lo mostraría todo: murciélagos en el campanario y esqueletos en el armario, personas enemistadas permanentemente y otras que siempre serían unas desconocidas.

Todo esto le dio otra razón para marcharse. Y luego vino Cadan y la conversación que tuvo con él, provocó que se sintiera culpable.

Después de hablar con el chico cogió la bici. Su padre fue a su encuentro y Alan salió tras él con una cara que decía que le había comunicado la información sobre Santo, por lo que era innecesario que articulara las palabras «lo sabe», aunque eso fue lo que hizo. Kerra quiso decirle que no tenía ningún derecho a contarle nada a su padre. Alan no era de la familia.

– ¿Adonde vas? -le preguntó Ben Kerne a Kerra-. Me gustaría que te quedaras aquí. -Sonaba exhausto. También lo parecía.

¿Te la has follado otra vez?, era la contestación que Kerra deseó dar. ¿Pisó su camisón rojo, se resbaló y se dobló el dedo y tú te derretiste y no viste nada más, ni siquiera que Santo está muerto? Buena forma de olvidarte de todo durante unos minutos, ¿eh? Funciona de maravilla. Siempre ha sido así.

Pero no dijo nada de eso, aunque se moría por despellejarlo.

– Necesito dar una vuelta -dijo-. Tengo que…

– Te necesitamos aquí.

Kerra miró a Alan. Él estaba observándola. Sorprendentemente, ladeó la cabeza en dirección a la carretera para indicarle que se fuera, a pesar de los deseos de su padre. Aunque no quería, le agradecía aquella muestra de comprensión. Al menos en esto, Alan estaba totalmente de su lado.

– ¿Me necesita ella para algo? -le preguntó Kerra a su padre.

Ben se giró y miró arriba, a las ventanas del piso familiar. Las cortinas del dormitorio principal bloqueaban la luz del sol. Detrás, Dellen se enfrentaba a la situación a su manera: sobre los cuerpos aplastados de sus parientes cercanos.

– Se ha vestido de negro -dijo el padre de Kerra.

– Será una decepción para muchas personas, sin duda -contestó ella.

Ben Kerne la miró con tanta angustia en los ojos que por un momento Kerra se arrepintió de sus palabras. No era culpa de su padre, pensó. Pero al mismo tiempo, había cosas que sí lo eran, entre ellas que hablaran de su madre y que, al hacerlo, se vieran reducidos a emplear una serie de palabras escogidas cuidadosamente, como semáforos que se comunicaban a distancia con un lenguaje secreto.

Kerra suspiró, era una persona agraviada que no estaba dispuesta a pedir disculpas. Que él también estuviera afligido era algo que no podía permitirse tener en cuenta.

– ¿Y tú? -le preguntó a su padre.

– ¿Qué?

– Si me necesitas para algo. Porque ella no, ella te querrá a ti. Y viceversa, sin duda.

Ben no respondió. Volvió a entrar en el hotel sin pronunciar palabra y al pasar rozó el hombro de Alan, que parecía intentar descifrar el sentido de la vida.

– Has sido un poco dura, Kerra. ¿No crees?

Lo último que quería ofrecerle a Alan era gratitud por la comprensión que había demostrado antes, así que agradeció la crítica.

– Si has decidido quedarte a trabajar aquí-le dijo-, tendrás que familiarizarte un poco más con la mecánica de tu empleo, ¿de acuerdo?

Igual que su padre, parecía sorprendido. Le gustó que sus palabras le hirieran.

– Ya he captado que estás enfadada -dijo Alan-. Pero lo que no entiendo es por qué. No la parte del enfado, sino del miedo que lo alimenta. No lo comprendo. Lo he intentado, me he pasado casi toda la noche despierto, intentándolo.

– Pobrecito -dijo ella.

– Kerra, todo esto no es nada propio de ti. ¿De qué tienes miedo?

– De nada. No tengo miedo. Hablas de cosas que no entiendes.

– Pues ayúdame a entenderlas.

– No es cosa mía. Te lo desaconsejé.

– Me desaconsejaste trabajar aquí. Esto, tú, lo que te está pasando, y lo que le ha pasado a Santo, no tiene nada que ver con mi empleo.

Kerra sonrió brevemente.

– Pues quédate por aquí, entonces, y pronto descubrirás cuál es la parte esencial de tu empleo, si no lo has hecho ya. Ahora, si me disculpas, quiero salir en bici. Dudo que sigas aquí cuando regrese.

– ¿Vendrás a casa esta noche?

Kerra levantó las cejas.

– Creo que eso ha terminado entre nosotros.

– ¿Qué estás diciendo? Algo ha pasado desde ayer. Aparte de Santo, algo ha pasado.

– Oh, lo sé muy bien. -Se montó en la bici, puso el piñón adecuado para subir el sendero de entrada y se dirigió hacia el pueblo.

Avanzó por el extremo suroriental de St. Mevan Down, donde la hierba sin cortar se doblaba con el peso de las gotas de la lluvia y correteaban algunos perros, agradecidos por aquel descanso en la tormenta. Ella también estaba agradecida y decidió que se dirigiría vagamente hacia Polcare Cove. Se dijo que no tenía ninguna intención de ir al lugar donde había muerto Santo, pero que si acababa allí por casualidad, consideraría que era cosa del destino. No prestaría atención a la ruta, simplemente pedalearía tan deprisa como pudiera, giraría cuando le apeteciera y seguiría recto cuando quisiera.

Sin embargo, sabía que necesitaba una fuente de energía para el tipo de excursión que tenía en mente, así que cuando vio Casvelyn de Cornualles (la tienda de empanadas típicas número uno del condado) a la derecha en la esquina de Burn View Lane, se acercó allí. Era un negocio grande que suministraba empanadas por toda la costa a restaurantes, tiendas, pubs y panaderías más pequeñas que no podían elaborar las suyas propias. El local consistía en una cocina de tamaño industrial al fondo y una tienda en la parte delantera, con diez panaderos trabajando en un área y dos dependientas en la otra.

Kerra apoyó la bicicleta en el escaparate, un monumento magnífico a las empanadas, las barras de pan, las pastas y los panecillos. Entró con la decisión tomada de comprar una empanada de ternera y cerveza, que se comería mientras salía del pueblo.

En el mostrador, hizo su pedido a una chica cuyos impresionantes muslos parecían resultado de haber probado demasiados productos de la panadería. Estaba metiendo la empanada solicitada en una bolsa y cobrándola en la caja cuando apareció la otra dependienta con una hornada recién hecha para colocar en el escaparate. Cuando se cerró la puerta de la cocina, Kerra alzó la vista. En el mismo momento en que su mirada se posaba en la chica de la bandeja, la mirada de la chica se posó en Kerra. Le fallaron las piernas. Se quedó inexpresiva sosteniendo la bandeja delante de ella.

– Madlyn -dijo Kerra. Mucho después pensaría en lo estúpida que había parecido-. No sabía que trabajabas aquí.

Madlyn Angarrack fue a una de las vitrinas, la abrió y colocó las empanadas recién hechas de la bandeja que tenía en la mano.

– ¿De qué es, Shar? -preguntó a la otra chica, que estaba metiendo en una bolsa la compra de Kerra. Su voz era seca.

– De ternera y cerveza -contestó Kerra. Y luego dijo-: Madlyn, le he preguntado a Cadan por ti no hará ni veinte minutos. ¿Cuánto tiempo llevas…?

– Dale una de éstas, Shar. Están recién hechas.

Shar miró a Madlyn y luego a Kerra, como si estuviera interpretando la tensión del ambiente y se preguntara de qué dirección provenía. Pero hizo lo que le habían dicho.

Kerra llevó su empanada hacia donde Madlyn estaba colocando las bandejas ordenadamente.

– ¿Cuándo empezaste a trabajar aquí? Madlyn la miró.

– ¿Por qué quieres saberlo? -Cerró la puerta de la vitrina con un gesto decidido-. ¿Acaso te importa por algo?

Utilizó el dorso de la muñeca para apartarse un mechón de pelo de la cara. Lo tenía corto, bastante oscuro y rizado. En esta época del año, no tenía el color cobrizo que el sol le daba en verano. Kerra pensó en lo muchísimo que se parecía a su hermano Cadan: el mismo color de pelo, abundante y rizado; la misma piel olivácea; los mismos ojos oscuros; la misma forma de la cara. Los Angarrack eran, por lo tanto, totalmente distintos a los hermanos Kerne. Físicamente, así como en cualquier otro aspecto, Kerra y Santo no se parecían en nada.

Pensar de repente en Santo hizo que Kerra parpadeara con fuerza. No le quería allí: ni en su mente ni, definitivamente, cerca de su corazón. Madlyn pareció tomarse aquel gesto como una reacción a su pregunta y a su tono hostil porque prosiguió diciendo:

– Me he enterado de lo de Santo. Siento que se cayera.

Sin embargo, pareció una mera formalidad, una obligación escenificada. Por eso, Kerra dijo más bruscamente de lo que habría hecho:

– No se cayó. Lo asesinaron. La policía ha venido a decírmelo hace un rato. Al principio no lo sabían, cuando lo encontraron. No podían saberlo.

Madlyn abrió la boca como si fuera a hablar, sus labios formaron claramente la primera parte de la palabra «asesinaron», pero no la pronunció, sino que dijo:

– ¿Por qué?

– Porque primero tenían que examinar su equipo de escalada, ¿sabes? Con microscopios o lo que sea que utilicen. Supongo que podrás imaginarte el resto.

– ¿Por qué mataría alguien a Santo, quiero decir?

– Me resulta difícil creer que precisamente tú hagas esa pregunta.

– ¿Estás diciendo…? -Madlyn sostuvo la bandeja vacía en vertical, apoyándola en su cadera-. Teníamos una amistad, Kerra.

– Creo que lo vuestro era mucho más que amistad.

– No hablo de Santo. Hablo de ti y de mí. Éramos amigas, muy amigas. Mejores amigas, podría decirse. ¿Cómo puedes pensar que yo…?

– Pusiste fin a nuestra amistad.

– Empecé a salir con tu hermano. Es lo único que hice. Punto.

– Sí, bueno.

– Y tú lo definiste todo a partir de eso. «Nadie sale con mi hermano y sigue siendo amiga mía», ésa fue tu postura, pero ni siquiera me lo dijiste, ¿verdad? Simplemente cortaste conmigo con tus tijeras oxidadas y eso fue todo. Pones fin a la amistad cuando alguien hace algo que no quieres que haga.

– Fue por tu bien.

– ¿En serio? ¿El qué? ¿Separarme de alguien… separarme de una hermana? Porque eso eras tú para mí, ¿sabes? Una hermana.

– Podrías haber…

Kerra no supo cómo continuar. Tampoco entendía cómo habían llegado a esto. Había querido hablar con Madlyn, era verdad. Por eso acudió a Cadan para preguntarle por su hermana, pero la conversación que había mantenido en su cabeza con Madlyn Angarrack no se parecía a la que estaba manteniendo ahora. Aquella charla mental no se producía en presencia de otra dependienta que atendía su coloquio con la clase de interés rabioso que precede a una pelea de chicas en un colegio de secundaria.

– No digas que no te avisé -dijo Kerra en voz baja.

– ¿De qué?

– De cómo lo pasarías si tú y mi hermano… -Kerra miró a Shar. Había un brillo en sus ojos que resultaba desconcertante-. Ya sabes a qué me refiero. Ya te dije cómo era.

– Pero lo que no me dijiste fue cómo eras tú. Cómo eres: mezquina y vengativa. Mírate, Kerra. ¿Acaso has llorado? Tu hermano ha muerto y aquí estás, perfectamente bien, paseándote en tu bici sin una preocupación en el mundo.

– Tú también pareces llevarlo bien -señaló Kerra.

– Al menos yo no quería que muriera.

– ¿No? ¿Por qué trabajas aquí? ¿Qué ha pasado con la granja?

– Lo dejé. ¿De acuerdo? -Se había puesto roja. Había llegado a asir con tanta fuerza la bandeja que los nudillos se le pusieron blancos mientras seguía hablando-. ¿Ya estás contenta, Kerra? ¿Ya has descubierto lo que querías saber? Averigüé la verdad. ¿Y quieres saber cómo lo conseguí? Me dijo que siempre había sido sincero conmigo, naturalmente, pero en realidad… Oh, lárgate de aquí. Pírate. -Levantó la bandeja como si fuera a lanzársela.

– Eh, Mad… -dijo Shar con inquietud.

Sin duda, pensó Kerra, esa chica nunca había visto la cólera que era capaz de sentir Madlyn Angarrack. Sin duda, Shar nunca había abierto un paquete postal y descubierto dentro fotografías de ella con la cabeza rapada y los ojos agujereados por la mina de un lápiz, notas manuscritas y dos tarjetas de cumpleaños guardadas en su día, pero ahora manchadas de excrementos, un artículo de periódico sobre la jefa de instructores de Adventures Unlimited con las palabras «imbécil» y «mierda» escritas en rojo. No había remitente, pero no hacía falta. Ni tampoco ningún otro tipo de mensaje, cuando las intenciones de quien lo enviaba quedaban tan claramente ilustradas con el contenido del sobre en el que venían.

Esta cualidad de su ex amiga constituía otra razón por la que Kerra había querido hablar con Madlyn Angarrack. Tal vez Kerra odiara a su hermano, pero también le quería. No era la fuerza de la sangre, pero seguía siendo y siempre sería una cuestión de sangre.