171327.fb2 Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

CAPÍTULO IV

«Filipo dijo: "Hijo mío, ambicionar un imperio mayor por Macedonia es demasiado poco para un espíritu tan vasto".»

Quinto Curcio Rufo, Historia, libro 1, capítulo 4

Telamón pasó una noche inquieta, plagada de pesadillas. Estaba de pie en una playa negra, delante de un mar rojo, donde sobresalían unos peñascos oscuros. Unas formas siniestras iban y venían. No le hizo ninguna gracia cuando alguien lo despertó. Al abrir los ojos, se encontró con el rostro sonriente de Aristandro.

– ¡Sálvame, Apolo! -exclamó Telamón volviéndose de lado-. ¡Mis pesadillas se han convertido en realidad!

– Vamos, Telamón -replicó Aristandro con un tono brusco-. Tenemos asuntos que atender. El rey insiste.

– ¡El rey insiste! -protestó Telamón sentándose en la cama-. Anoche, Aristandro, llevaste a un hombre hasta el acantilado y lo arrojaste al vacío.

– ¿Bebiste su vino? -le preguntó Aristandro dulcemente.

– No, lo arrojé.

– ¿Qué hubiera pasado si lo hubieses bebido?

– Mis intestinos se habrían convertido en líquido durante días, quizá semanas.

– Escucha -le advirtió Aristandro agachándose en una imitación de Alejandro, con la cabeza ligeramente ladeada-. Tendría que haber mandado que crucificaran a Leontes. Quizá te hubiera matado. Desde luego, te hubiera debilitado. Muy pronto, Telamón, cruzaremos el Helesponto. Quizá ganaremos, o tal vez nos espera una derrota. Si esto último es cierto, tendremos que retirarnos deprisa y tú ya sabes lo que sucede a los débiles y heridos en cualquier retirada. ¿Quieres que los inmortales persas jueguen con tu cabeza, o pasar el resto de tu vida picando piedras en alguna de sus minas de plata? Leontes actuaba de manera sospechosa -apuntó Aristandro insistiendo en sus explicaciones-. He revisado sus pertenencias. Tenía cicuta en polvo, oro persa y, lo que es más importante, muy bien escondidas, cartas de acreditación de Arsites, el sátrapa persa. Por lo tanto, no llores por Leontes. Nadie le echará de menos. ¡Ahora levántate, tenemos asuntos pendientes!

Aristandro salió de la tienda. Telamón soltó un gemido. Aparentemente el coro se había reunido con su amo y estaban cantando los versos de Los pájaros de Aristófanes.

– No me lo puedo creer -murmuró el físico.

Telamón se veía en un campamento militar rodeado de asesinatos, ejecuciones sumarias, traiciones y conspiraciones. Nadie era aparentemente lo que decía ser. Aristandro se encontraba delante de la tienda, en el cálido aire de la mañana, muy entretenido en alabar a su grupo de degolladores por su conocimiento de la obra ateniense. Telamón exhaló un suspiró y se lavó apresuradamente. Se frotó un poco de aceite en la barba y el cabello, se vistió con una túnica y un par de recias sandalias, cogió una capa y se reunió con Aristandro.

«Los hermosos chicos», como les llamaba Aristandro, le recibieron como a un hermano extraviado desde hacía tiempo. Las expresiones feroces fueron reemplazadas con abrazos de oso. El rostro de Telamón se vio apretujado contra prendas de cuero y piel que tenían el fuerte hedor de las perreras.

– Ves, Telamón -le advirtió Aristandro abriendo los brazos-. Te quieren. Te ven como su amigo -siguió diciendo al tiempo que se dirigía al coro con un tono excitado.

El jefe se acercó y, con una rodilla en tierra, cogió la mano de Telamón entre las suyas.

– ¡No te apartes! -le advirtió el custodio de los secretos del rey-. ¡Te están jurando lealtad!

– ¿Por qué? ¿Porque soy su amigo?

– No. -Aristandro sonrió-. Porque les he dicho que tú eres su físico. ¡Vamos!

Telamón miró a su alrededor. Los hombres de la guardia real ocupaban el recinto, vestidos sencillamente con capas y causias, sombreros de copa chata y ala ancha. Estaban dispuestos de manera que nadie pudiera salir del recinto sin que se le diera la voz de alto. Reinaba un extraño silencio. A pesar del sol cada vez más fuerte y de la refrescante brisa matinal, que todos los soldados agradecían, no habían encendido las hogueras ni los apetitosos olores de la comida endulzaban el aire.

– Todos están durmiendo -susurró Aristandro, pero en sus ojos había una mirada alerta y furtiva.

– ¿Y Alejandro? -preguntó Telamón.

– Alejandro duerme. Su justicia no.

Más allá del recinto real, el campamento iniciaba la actividad y se habían encendido las hogueras para cocinar las gachas de cebada o trigo. Los más afortunados tenían trozos de tasajo y los furrieles iban de hoguera en hoguera cargados con grandes cestos llenos con hogazas de pan de centeno que, junto con odres de vino, distribuían a las tropas para su comida de la mañana. Fueron recibidos por diferentes olores, visiones y sonidos, como si fuese un mercado más que un campamento militar. Campesinos y mercachifles habían llegado en enjambre desde las aldeas vecinas para vender alimentos y bebida, mercancía sobre la que volaban nubes de moscas. Un emprendedor barbero había montado su tenderete a la sombra de un árbol: ofrecía cortes de cabello y barba, y afeites de aceite de almendras perfumado y de semillas de sésamo. Unos soldados que discutían la tarifa con una prostituta se olvidaron de la mujer para burlarse de un figurín ateniense, que ofrecía una visión exquisita, con las mejillas pintadas y la larga cabellera teñida impecablemente peinada y aceitada. Llevaba en una mano un enorme anillo de ónice que no dejaba de exhibir mientras caminaba remilgadamente con toda la elegancia de una bailarina con sus botas de tacón alto y arrastraba su larga capa bordada por el suelo. Telamón le observó mientras el ateniense se alejaba, seguido por su amante, sin hacer el menor caso de las cuchufletas de los soldados.

– Los hombres tendrían que tener más cuidado -susurró Aristandro-. Los hoplitas atenienses pueden vestir y comportarse como las mujeres, pero son muy diestros con la espada y se ofenden con demasiada facilidad.

Telamón continuó disfrutando del espectáculo. Había llegado cuando anochecía y ahora tenía la oportunidad de ver el campamento de Alejandro en toda su extensión, aunque muy poco de su orden y organización. Diferentes unidades se mezclaban con otras brigadas. Había grupos que disponían de tiendas mientras que otros habían improvisado unas chozas con ramas y palos. Las mujeres y los niños rondaban por todas partes a la búsqueda de los vendedores de frutas y verduras frescas: uvas, pomelos, enormes calabazas y pepinos. Los panaderos vendían hogazas y pasteles con miel y vino. Los pescadores ofrecían congrios y pescado en escabeche. Un granjero había instalado una venta de quesos donde el olor del ajo, aunque repugnante, resultaba preferible al hedor de la crema rancia. Los buhoneros ofrecían los objetos más variados; sudorosos panaderos se afanaban en sus hornos cavados en el suelo; los herreros instalaban las forjas, encendían los braseros y avivaban las llamas con los fuelles, mientras los soldados hacían cola con piezas de armaduras y armas que necesitaban reparar.

– ¿ Qué pasaría si nos atacaran en medio de todo este caos? -preguntó Telamón.

– No nos atacarán -afirmó Aristandro, mientras rodeaba una montaña de estiércol-. En cualquier caso, te sorprenderías si lo hicieran.

Por fin llegaron al límite del campamento, donde la situación era muy distinta. Largas hileras de infantería completamente equipadas para el combate custodiaban el perímetro. Aristandro y Telamón, acompañados por los celtas, cruzaron la línea. Aquí, en campo abierto, las tropas de caballería se ejercitaban con sus caballos. Una fina nube de polvo cubría la zona y en el todavía fresco aire de la mañana resonaban los gritos y las exclamaciones de los jinetes secundados por el rítmico batir de los cascos.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Telamón.

Aristandro continuó caminando a través del campo en dirección a un umbrío bosquecillo de cipreses. Telamón se sorprendió al ver que Antígona y sus dos ayudantes se encontraban allí. La sacerdotisa estaba sentada en una piedra, con las dos acolitas como centinelas a cada lado. Unos pocos pasos más allá, a la sombra de un árbol, estaban Perdicles y otros físicos, que parecían muy agitados. En el centro del bosquecillo, reunidos alrededor de un cuerpo cubierto con una manta de caballo, estaban Critias y los guías. Se apartaron en cuanto apareció Aristandro. Telamón vio una mano y parte de una pierna que sobresalían por debajo de la manta. Aristandro apartó la manta. Telamón miró al guía asesinado: un hombre corpulento, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos muy abiertos que miraban sin ver el cielo. Tenía un brazo extendido, mientras que el otro casi tocaba la empuñadura alada de la daga celta clavada en su lado izquierdo. El hedor de la muerte y la putrefacción, el intenso olor de la sangre, mezclado con el de la orina, contaminaban el aire.

– ¿Por qué estamos todos aquí? -preguntó Telamón, mientras se agachaba, aunque adivinaba la respuesta: la daga celta, el trozo de pergamino enrollado en la mano del hombre muerto-. Sé lo que dice la nota -añadió cogiendo el pergamino y entregándoselo a Aristandro-. «El toro está preparado para el sacrificio. Todo está listo. El verdugo aguarda.»

Aristandro se sentó en cuclillas junto a él y desenrolló el pergamino.

– Si no te conociera tan bien, Telamón -susurró-, te arrestaría. Lo mismo que cuando mataron a Filipo, ¿no es así? Una daga celta con la empuñadura alada que atraviesa el corazón y las palabras del oráculo de Delfos.

Telamón examinó el cadáver. Miró el rostro avinagrado y le olió la boca: el olor del vino todavía era fuerte. Le palpó los brazos y las piernas: frías como el hielo.

– ¿Lleva muchas horas muerto? -preguntó a Aristandro.

– Sí, lo encontró una de las patrullas con la primera luz del alba. Mandé que trajeran aquí el cadáver. No es bueno que las tropas vean que transportan a un muerto a través del campamento -aseveró Aristandro haciendo una mueca-. Dicen que les afecta la moral.

– ¿Por qué has llamado a los otros físicos?

– Porque comienzo a tener sospechas, Telamón -replicó Aristandro-. Ya conoces el refrán: «Una manzana podrida…». Al parecer, el guía fue asesinado mientras nosotros participábamos en la fiesta. Sé que la suma sacerdotisa Antígona estuvo con nosotros y no dejó nuestra compañía en ningún momento. También la escuché cuando pidió a uno de los criados que fuera a ver cómo estaban sus dos servidoras. El hombre le informó que dormían profundamente y que el centinela apostado en la entrada de la tienda le había comentado que no se habían movido. ¡Sabemos dónde estaban los amigos de Alejandro, así que eso nos deja a nuestros nobles físicos!

– ¿Por qué ellos?

– ¿Por qué no? -respondió Aristandro, con un tono de burla-. Todos ellos conocen los detalles de la muerte de Filipo. Saben escribir, algo que no sabe la mayoría del ejército, y sin duda conocen el valor de los guías.

Aristandro se levantó y, seguido por Telamón, se acercó a la sacerdotisa. La mujer no mostraba ninguna secuela de la bebida y el trasnochar y se levantó cuando ellos se acercaron. Los guías dejaron al compañero muerto e intentaron seguir a Aristandro, pero él les gritó que se mantuvieran alejados. El coro de celtas se interpuso entre su jefe y los guías, que ahora parecían muy inquietos.

– Buenos días, Telamón -dijo Antígona cogiendo la mano del físico y apretándosela suavemente.

– Mi señora, es muy amable de su parte haber venido -manifestó Aristandro-. La necesitaba aquí. ¿Contrató usted a estos hombres?

– A instancias de Alejandro -declaró la sacerdotisa, sin apartar la mirada de Telamón.

A la luz de la mañana, la gran belleza de Antígona era innegable. Telamón no acababa de saber si el color de su tez era el del marfil o un moreno muy claro. Él se sentía fascinado por los labios rojos, los pómulos altos y los ojos de cervatillo de mirada soñadora de la sacerdotisa, así como por sus cejas perfectamente depiladas y la abundante cabellera que asomaba por debajo del velo azul claro. Su perfume era exquisito y cada uno de sus movimientos resultaba delicado y femenino.

– Mi señora, ¿estás segura de que no nos conocemos? -preguntó Telamón-. Me miras como si nos conociéramos. Me pregunto por qué una mujer como tú sirve en un modesto templo de Troya.

Miró fugazmente a las dos compañeras, que parecían habas en la vaina: la piel oscura, el cabello negro, los ojos siempre vigilantes. Las muchachas se rieron al escuchar los cumplidos de Telamón y desviaron las miradas tímidamente.

– ¿No lo sabes? -intervino Aristandro dispuesto a dar una explicación, pero Antígona levantó una mano haciéndole callar.

– ¿No lo sabes? -repitió la sacerdotisa haciendo suya la pregunta-. Soy de pura sangre macedonia. Pariente de Filipo y familiar lejano del propio Alejandro. Mi vida siempre ha estado dedicada al culto divino. ¿Por qué Troya? -manifestó encogiéndose de hombros con mucha elegancia-. ¿Por qué no? -le preguntó acercándose-. He servido en Eleusis; incluso en Atenas. Fui a Troya porque Filipo me lo pidió. Si quieres saber lo que ocurre en el mercado, Telamón, tienes que ponerte en el centro.

– Filipo era un zorro muy astuto -murmuró Telamón-. Todo el mundo pasa por Troya.

– Sí, todos lo hacen -respondió Antígona sonriendo; luego miró más allá de Telamón, al cadáver tendido en la hierba empapada de rocío, y su sonrisa se esfumó-. ¡Estos hombres son los ojos de Alejandro! -añadió bruscamente-. Comieron el pan y la sal y pronunciaron el más solemne de los juramentos delante de la Gran Señora en mi templo. Traje a seis conmigo y ahora sólo quedan cuatro.

– ¿Desertarán? -le preguntó Aristandro en voz baja. -Es posible -admitió la sacerdotisa-. A partir de ahora, pediré que vigilen su tienda. Ahora, señores -cogió los pliegues de la capa-, he hecho todo lo que he podido. Les he asegurado que todo está bien, que se encuentran en lugar seguro, que esto es obra de un traidor… El resto os lo dejo a vosotros. Ah, por cierto -añadió mientras se cubría con la capucha-. ¿Y vuestros amigos físicos? -preguntó señalándolos con la mirada-. Parecen nerviosos, inquietos… Uno de ellos ha desaparecido.

Aristandro se apartó para dejarla pasar.

– No te preocupes, mi señora. Decidió regresar a casa. Antígona se despidió de Telamón con un gesto y, escoltada por las dos compañeras, cruzó el claro. Se detuvo un momento junto a Critias, apoyó una mano en el hombro del guía y le susurró algo. El hombre asintió y la sacerdotisa desapareció entre los árboles.

– Te gusta, ¿no es así, Telamón? Sin embargo, ella ha jurado vivir en castidad.

– ¿No lo sabías? -replicó Telamón-. ¡Yo también!

Aristandro se rió de la respuesta y llevó a Telamón hasta los guías, que estaban otra vez reunidos alrededor del cadáver. Los interrogó a fondo: el relato era sencillo y claro. El muerto era Lascus, un tipo mal hablado, pero buen compañero. Había estado comiendo y bebiendo con ellos la noche anterior y se había alejado de la hoguera para ir a hacer sus necesidades. Ya no había regresado.

– Creíamos que se había ido a dormir -comentó uno de los guías-. Que se encontraba en la tienda o que estaba durmiendo al raso. Sólo cuando Critias nos despertó esta mañana…

– Volvimos junto a la hoguera -explicó el dibujante de mapas, visiblemente alterado-. Los guardias nos esperaban. Dijeron que habían encontrado un cadáver. Pedí que llamaran a Aristandro y trajeron el cadáver aquí.

– ¿Dónde estabas tú anoche? -preguntó Telamón.

– ¿Quién eres tú para preguntármelo? -replicó Critias, airado.

– ¡Tiene todo el derecho! -exclamó Aristandro haciendo un ademán-. No seas obstinado, Critias; sólo responde a la pregunta.

– No salí de mi tienda. Estaba ocupado con los mapas. ¡Pregunta a los guardias!

– ¡Lo haremos!

Critias miró a Aristandro con una expresión de furia.

– ¿Dónde estaban los demás?

Los guías se apiñaron. No eran más que un grupo de campesinos asustados, que ahora lamentaban amargamente la ocurrencia de abandonar sus aldeas y cruzar el Helesponto. Todos repitieron la misma historia. Lascus se había marchado y nadie le había seguido. La mayoría de ellos había bebido tanto que no podían recordar lo que había ocurrido antes de echarse a dormir la mona.

– ¡El rey no nos prometió esto! -protestó uno de ellos-. Nos ofrecieron armas y oro.

– Cualquier héroe debe enfrentarse al peligro -contestó Aristandro-. De ahora en adelante, no vayáis por ahí solos. Manteneos unidos. El rey mandará que vigilen vuestras tiendas.

– Eso no es suficiente… -comenzó a protestar uno de ellos, pero su queja se apagó ante la mirada severa del custodio de los secretos del rey.

– ¡Podéis marcharos! -ordenó Aristandro.

Los guías, sin dejar de murmurar entre ellos desaparecieron entre los árboles. Perdicles se levantó y cruzó el claro.

– Mis compañeros y yo… -comenzó.

– ¡Lo que tú y tus compañeros debéis hacer es cerrar la boca y quedaros allí! -exclamó Aristandro-. Ven; te enseñaré dónde encontraron el cadáver -dijo a Telamón agarrándole por la muñeca.

Dejaron al grupo de físicos en el bosquecillo. Aristandro se acercó a un soldado que permanecía apoyado en la lanza en la zona de hierbajos entre las líneas de los centinelas y el bosquecillo donde se ejercitaba la caballería. Se hizo a un lado cuando se acercaron. Aristandro señaló la hierba aplastada, donde todavía era visible una mancha oscura. Uno de los soldados de caballería se acercó demasiado con su caballo y Aristandro le gritó que se mantuviera apartado. Telamón se agachó para ver mejor la mancha de sangre. Olió el hedor de la orina y miró hacia el campamento.

– ¿Los centinelas están en estado de máxima alerta? -No nos encontramos en territorio enemigo -respondió Aristandro-, así que la vigilancia no ha sido reforzada.

– Lascus estaba borracho -apuntó Telamón señalando hacia el campamento-. Tenía el vientre y la vejiga llena. Era un forastero y no quería ofender a nadie, así que vino aquí para hacer sus necesidades. Es probable que agradeciera disfrutar un poco del aire fresco de la noche. Vino hasta aquí y lo asesinaron mientras orinaba.

– ¿Cómo pudo ser? El asesino no podía saber que Lascus vendría aquí.

– Es algo mucho más sencillo -le explicó Telamón-. El asesino sabía que los guías estarían celebrando el banquete fúnebre. Sólo era cuestión de tiempo que alguno se levantara, como hizo Lascus. Todo lo que tuvo que hacer fue esperar, seguirlo y atacar.

– Tú has visto al guía -señaló Aristandro-. Un tipo grande y fornido. Se hubiera defendido.

Telamón sacudió la cabeza mientras se levantaba.

– No te engañes. Estaba muy borracho. Imagínatelo aquí, Aristandro, lejos de su casa, en este campo azotado por el viento y en medio de la oscuridad. Alguna vez te habrás emborrachado, ¿no? Lascus vino hasta aquí para hacer sus necesidades, en un estado que apenas si se aguantaba de pie, medio dormido…

Aristandro convino encogiéndose de hombros.

– El asesino de pies ágiles -prosiguió Telamón- se acerca rápida y silenciosamente. Una puñalada certera y Lascus ya no existe. He visto a asesinos hacer lo mismo en el bullicio de los mercados.

El nigromante se rascó la cabeza.

– Sabes, Telamón, correrá la noticia. Si yo fuese uno de esos guías, me olvidaría de las promesas de gloria y oro y desertaría a la primera oportunidad.

– ¿Son muy valiosos? -preguntó Telamón.

– Piensa en nosotros, Telamón, como si estuviésemos perdidos en un inmenso bosque que se extiende en todas las direcciones: senderos, cañones, pantanos, desfiladeros… Estamos en territorio persa y ellos conocen su propia tierra. Pueden trasladar a sus ejércitos y mantenernos despistados. Todo eso antes de que lleguemos al tema de los pozos, ríos y arroyos, cuál es el mejor lugar para vadearlos y cuál no. -Aristandro tosió sonoramente y agitó las manos para apartar la nube de polvo levantada por la caballería-. Tengo otros asuntos que atender -puntualizó señalando con el dedo hacia el bosquecillo-. Quiero interrogar a tus amigos físicos. Ya están enterados de cómo acabó Leontés. ¡Dejemos que eso sea una advertencia!

Aristandro se ajustó la capa, llamó a sus «hermosos chicos» y se alejó. Telamón le observó marcharse rodeado por el coro. Telamón nunca había conseguido entender la estrecha relación personal de Alejandro con Aristandro. No importaba lo que sucediera, Aristandro nunca cambiaba. Telamón se exprimió el cerebro. El nigromante había aparecido en la corte macedonia de la mano de Olimpia. ¿Sabía algo secreto de ella? ¿Era un prolongación del cerebro de la Reina Bruja, que era como un nido de serpientes? La ejecución de Leontés la noche pasada había sido tan sumaria… ¿Olimpia deseaba que su precioso hijo cruzara el Helesponto? ¿Estaba Aristandro involucrado en algún juego sucio? Telamón volvió a agacharse para observar la mancha en la hierba.

– ¿Qué debo hacer? -murmuró.

Estaba atrapado como un actor que espera entre bambalinas. No tenía otra elección que la de interpretar el papel que le habían asignado. Si abandonaba el campamento, Alejandro le perseguiría. Los territorios persas le estaban vedados, lo mismo que Grecia y Macedonia. Exhaló un suspiro y se irguió.

– Te guste o no -musitó para sí mismo-, ésta es tu casa y tienes que realizar tu trabajo.

Encaminó sus pasos hacia el bosquecillo. Los físicos continuaban charlando en voz baja a la sombra de un árbol. Perdicles se había autodesignado como su jefe y portavoz. Telamón hacía tiempo que no veía a un grupo tan asustado. Nikias había enfermado a causa del miedo y la tensión que soportaba, mientras que Cleón se mostraba malhumorado y retraído. Telamón se sentó junto a los físicos.

– ¿Os habéis enterado del fin de Leontés?

– Han traído su cadáver -respondió Perdicles-. Aristandro nos dijo que podíamos incinerarlo con los otros dos cuerpos. Puedes echar un puñado de incienso a la hoguera y brindar por él si quieres -añadió esbozando una sonrisa-. Aristandro afirmó que fue un accidente. Leontés «salió a dar un paseo» y resbaló-. Miró a Telamón con una mirada acusadora-. ¿ Qué pasó en realidad?

– ¿Quieres saber la verdad pura y dura? Lo arrojaron por el acantilado. Lo declararon culpable de espiar para el enemigo.

Cleón soltó un gemido y se dejó caer de espaldas en la hierba con la mirada puesta en las ramas. Nikias se levantó de un salto. Telamón miró fijamente a Perdicles.

Desde la muerte de Leontés la noche anterior, había estado reflexionando sobre lo que sabía. Era el momento, además de su deber, de advertir a este ateniense de rostro astuto del peligroso sendero por el que caminaba.

– Probablemente se lo merecía -declaró Perdicles-. ¿Fue él quien asesinó a aquella muchacha?

– Todo es posible -respondió Telamón encogiéndose de hombros.

Escuchó los gorjeos de los pájaros. De vez en cuando miraba entre los árboles hacia el campamento, donde el ruido era cada vez mayor a medida que el ejército macedonio se preparaba para enfrentarse a otro día de maniobras, recolección de alimentos y reparación y puesta a punto de las armas.

– Tenéis que tener mucho cuidado -añadió Telamón-. Somos físicos, cruzamos las fronteras, vamos a ésta o aquella ciudad… Todos nosotros nos hemos sentado a los pies de los amos persas y aceptado su oro. Todos nosotros debemos responder a la pregunta de por qué estamos aquí.

– ¡Tú sabes la razón! -gritó Cleón sin moverse de donde estaba. Luego se levantó. Se pasó el dorso de la mano por los labios-. Por la misma razón que tú, Telamón -añadió levantándose y pasándose el dorso de la mano por los labios-; somos buenos físicos, pero no tenemos patria ni ningún otro lugar donde ir. Lo mismo es verdad para otros muchos en el ejército de Alejandro. El propio Aristandro no se atreve a permanecer en Macedonia, pues los generales le odian. El campamento está lleno de adivinos, malhechores, mercenarios, escribas, sacerdotes, sirvientes y cocineros, que se ocultan aquí porque no tienen ningún otro lugar que los acoja.

– También hay persas -manifestó Telamón-. Mejor dicho, traidores al servicio de los persas. Hay otros, todavía más peligrosos, que tienen un pie en cada campo. Si Alejandro gana, se desgañitarán en alabanzas y aclamaciones. Si es derrotado, escaparán como el viento, o quizá lo hagan antes si se acaba el dinero.

– ¡Ya se ha acabado! -replicó Perdicles-. Sí, tenemos una tienda y comida, pero ¿cuándo nos van a pagar?

– Si yo tuviese daraicas persas -les advirtió Telamón-, me desprendería de ellos tan pronto como pudiera. Apostaría un óbolo contra un dracma que Aristandro ya ha revisado todas vuestras posesiones.

– ¡Pobre Leontés! -se lamentó Cleón rascándose la mejilla mientras miraba a través del claro-. Tuve que escapar de Corinto -añadió con un tono triste-. Los celos de los demás. Hay dos cosas que este mundo odia como a la peste: a un físico que fracasa y a un físico que triunfa. ¿Cuándo hará Alejandro el próximo sacrificio? -preguntó levantándose-. ¡Espero que el Hades nos eche una mano para poder largarnos de una vez de este condenado lugar! Si tuviese dinero, me iría a Sestos, me emborracharía y después buscaría a la prostituta más gorda! -exclamó Cleón acercándose al cadáver-. ¡Sólo los dioses saben quién lo hizo! ¡Venga, vamos, todavía no he desayunado!

Telamón hubiera pedido a Perdicles que se quedara, pero un fugaz destello de color entre los arbustos a unos pocos pasos a su izquierda había captado su atención. Por un momento, creyó que se trataba de un pájaro; sin embargo, los arbustos volvieron a moverse. Telamón estaba seguro de haber visto una mano muy pequeña, el brillo de un anillo. Los físicos se marcharon. Telamón permaneció sentado en la posición del loto y los vio marcharse. Tenía hambre y notaba un regusto ácido en el fondo del paladar que le hizo lamentar las copas de vino de más que había bebido durante la noche anterior. Comprendió que le vigilaban y que el espía sólo podía marcharse cuando él se fuera. Telamón confiaba en que el observador secreto tuviese tanta hambre como él.

– Puedes quedarte allí un rato más -murmuró y, seguidamente, comenzó a repasar todo lo que había ocurrido desde su llegada al campo macedonio.

Recitó las primeras cinco letras del alfabeto griego: alfa, beta, gamma, delta, épsilon. Muy bien, ¿qué tenemos?, se preguntó. Alfa: quemaron mi tienda incluso antes de mi llegada. ¿Por qué? No había nada en su interior. ¿Se trataba de un accidente? ¿Estaba vinculado con estos otros misteriosos acontecimientos?

Beta: la mujer joven, la tesalia, el sacrificio a Atenea. ¿Qué experiencia tan siniestra había vivido como para perder la razón? Antígona la había cuidado bien y la había traído a través del Helesponto para que Alejandro la interrogara. ¿Por qué? Telamón se balanceó atrás y adelante. Probablemente porque no era seguro dejarla en Troya: sus atacantes podrían venir en su busca y asesinarla. Sin embargo, al final, la habían asesinado. ¿Cómo? Telamón cerró los ojos. Recordó la copa de vino. La habían tocado varias personas, pero estaba seguro de que nadie había echado ningún polvo o pócima en ella. No obstante, la muchacha había muerto. Telamón abrió los ojos y golpeó el puño contra su rodilla. ¿Cómo?, se preguntó una vez más. La tienda no tenía ningún resquicio por donde alguien pudiera colarse y en la entrada siempre había una guardia. ¿Por qué había sido necesario matarla? ¿Porque podía recuperar la razón?

Gamma: la muerte de los dos guías. Telamón comprendía perfectamente la importancia que tenían para el ejército macedonio. Quienquiera que fuese, el asesino deseaba cegar a Alejandro de forma tal que, cuando cruzara el Helesponto, se encontrara perdido o, mejor todavía, cayera en una emboscada. El asesino de anoche era siniestro. Telamón se lo imaginó sin problemas. Un borracho, que apenas se mantenía de pie, atacado rápida y despiadadamente en la oscuridad. ¿Y el asesinato anterior? ¿Quién había llevado al guía hasta el borde del acantilado y después lo había apuñalado? Hasta donde Telamón sabía, aquel guía no había estado borracho. Un hombre joven, vigoroso y capaz de defenderse, pero que había ido al encuentro de la muerte como un cordero al matadero.

Delta: la persona que estaba detrás de todo esto conocía muy bien como funcionaba la mente de Alejandro. La utilización de las palabras del oráculo de Delfos y la daga celta con la empuñadura alada tenían el objetivo de despertar los recuerdos, avivar la culpa en el espíritu de Alejandro, aprovecharse de sus supersticiones… Si todo esto llegaba al conocimiento público, afectaría a la moral de las tropas. ¿Esto era obra del misterioso espía llamado Naihpat? ¿La persona que le enviaba a Alejandro citas de la Ilíada sobre la inminencia de su muerte? El tal Naihpat, que tanto podía ser una persona o un grupo, estaba consiguiendo un éxito considerable. Alejandro se mostraba inquieto, desconfiado, temeroso. Había perdido aquella confianza que le hacía destacar por encima de todos los demás.

Por último, épsilon: los sacrificios. Telamón sonrió para sus adentros. Tenía sus sospechas al respecto, pero ¿cuándo sería el momento adecuado para enfrentarse a la persona responsable? Miró por el rabillo del ojo en dirección a los arbustos. Se puso de pie y caminó hacia allí.

– ¿No has leído a Aristóteles? -gritó-. ¿En particular su Ética? ¡Una cita maravillosa! ¿Cómo era aquel famoso verso del capítulo cuatro? Ah sí. «El hombre que está furioso con legítima razón, con las personas que se lo merecen, de la manera correcta, en el momento adecuado y durante el tiempo correcto, ha de ser alabado» -precisó mirando hacia los arbustos-. Estoy furioso. También estoy absolutamente de acuerdo con la frase de Aristóteles en su Metafísica: «Todos los hombres desean naturalmente el conocimiento». No obstante, no consigo entender por qué han de esconderse entre los arbustos para conseguirlo. Si continúas escondido, mi furia irá aumentando cada vez más. No me gusta que me espíen.

Las ramas de los arbustos se movieron. Asomó una cabeza muy grande: los cabellos negros rizados con el feo rostro de un sátiro, los ojos saltones, la nariz aplastada y una boca de pez. La cabeza se levantó un poco más y quedaron a la vista unos hombros muy anchos.

– ¡Alabado sea Apolo, levántate! -exclamó Telamón-. ¡Y sal de una vez!

– ¡Estoy de pie!

El enano apartó las ramas y salió al claro. Sonrió maliciosamente al ver la sorpresa en el rostro de Telamón. No medía más de cinco palmos; era lo que los griegos llamaban un «grotesco». Pequeño, rechoncho, patituerto, la cabeza casi tan grande como el torso, iba vestido con una túnica Verde atada a la cintura con una cuerda. Llevaba unas recias sandalias en los diminutos pies regordetes y sus alhajas consistían en una pulsera de cobre y unos anillos baratos. Telamón lo miró sin disimular la curiosidad.

– ¿Cómo te llamas?

– Hércules.

– Ah, el gran héroe -advirtió Telamón recordando los cuchicheos de Aristandro la noche anterior.

– Hay una cosa que sé hacer muy bien, y es escuchar -observó con voz profunda y en un tono educado.

El enano observó a Telamón de pies a cabeza con una mirada colérica. Un recuerdo destacó en la memoria de Telamón. Se puso en cuclillas y tocó el pecho del hombrecillo con la punta del dedo repetidamente.

– ¡Hércules! Ahora te recuerdo. Tú eres una de las criaturas de Aristandro, ¡eso es! -exclamó Telamón recordando los huertos de Mieza, la academia de Aristóteles para los jóvenes macedonios-. Olimpia vino a visitarnos, tan teatral como siempre, en compañía de Aristandro. Tú caminabas con él, cogido de la mano. Creímos que eras su hijo.

– Lo soy -afirmó el enano adelantando la cabeza en una actitud agresiva-. Te agradecería que no te agacharas cuando hables conmigo.

Telamón murmuró una disculpa y se levantó.

– ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me estabas espiando?

– No te espiaba a ti, sino a los físicos. Espié a Leontes. Así fue como Aristandro mi amo se enteró del oro oculto y también del vino que te envió. Si no hubiese sido por mí, te hubieras pasado todo el día en la letrina.

– Sin embargo, te has quedado.

– Tenía que hacerlo, ¿no? Creí que te marcharías con los demás.

– ¿Cómo te enteraste de que había emponzoñado el vino? -preguntó Telamón-. ¿De que Leontes era un traidor?

– Me escondí debajo de su cama.

– ¡O sea que también puedes entrar y salir de las tiendas!

– Sólo cuando sus ocupantes son descuidados.

– ¿Qué sabes de nuestros amigos físicos?

– Que son unos estúpidos y que están asustados. Perdicles es el tipo que hay que vigilar -precisó esbozando una sonrisa-. ¡Aristandro confía en ti! -exclamó levantando su cabeza con los ojos brillantes.

– ¿Qué pasa con Perdicles? -quiso saber Telamón.

– Dijo algo muy curioso. No cree que el ejército llegue a ponerse en marcha ni que la flota navegue. Estaba consolando a aquel idiota de Corinto. Más le valdría tener la boca cerrada -advirtió volviendo a adoptar una expresión desagradable en su rostro y mirando a Telamón-. Tenía que quedarme entre los arbustos. Creí que te quedarías aquí todo el día.

– Pues no es así -respondió Telamón tendiéndole la mano-. Vuelvo al campamento. Puedes venir conmigo. Tengo que desayunar y, de paso, consultar algunas cosas con mis colegas físicos.

Hércules cogió la mano de Telamón. Salieron del bosquecillo y cruzaron el campo donde ahora se ejercitaban números soldados de caballería. En cuanto entraron en el campamento, el enano apretó por un segundo la mano de Telamón y desapareció entre la muchedumbre.

Cleón estaba ante la entrada de la tienda de Perdicles, muy ocupado con su desayuno de pan y aceitunas. Perdicles se encontraba en el interior, sentado en el suelo. Leía un manuscrito y sus labios se movían como si hablara consigo mismo. Levantó la mirada cuando Telamón entró.

– ¿Qué te preocupa? -pregunté-. Vi cómo me mirabas en el bosquecillo.

Telamón se sentó de cuclillas, tan cerca que Perdicles se apresuró a recoger el manuscrito y enrollarlo.

– Si te acercas un poco más, Telamón, la gente comenzará a murmurar.

– ¿Tienes cáscaras de cebada? -replicó Telamón.

– ¿Qué?

– Cáscaras de cebada.

– ¿Para qué quiero las cáscaras de cebada?

– Eso es lo que no dejo de preguntarme -contestó Telamón-. ¿Por qué un elegante y muy atildado físico ateniense tiene cáscaras de cebada enganchadas en su capa? ¿Por qué sus sandalias están sucias de fango y también tienen enganchadas cáscaras de cebada? ¿Dónde están ahora? ¿Era fango o estiércol de toro? Y otra cosa, ¿por qué estabas tan inquieto cuando me fijé en todo esto?

– ¿De qué estás hablando?

– Lo sabes perfectamente, Perdicles. Has estado rondando por los corrales donde preparan los toros para el sacrificio. Caminaste por el barro para ir a buscar algunas de las cáscaras de cebada que dan a los animales. ¿Qué utilizaste? ¿Hojas de tejo machacadas o en polvo? No en la cantidad suficiente para matar al animal, pero sí la necesaria para que sus entrañas tuvieran un color peculiar. Nadie lo sospecharía. ¡A ti te gustan tanto los animales! Nadie sospecharía, porque nadie hubiese visto nada sospechoso. En cambio, yo sí que advertí algo sospechoso anoche: cáscaras de cebada en tu capa, en un par de sandalias, arrojadas a un rincón, todavía con el estiércol pegado.

La arrogancia desapareció del rostro de Perdicles. Su mirada se dirigió al rincón de la tienda donde todavía estaban las sandalias y la capa.

– Todavía no has tenido tiempo para limpiarlas -añadió Telamón-. Perdicles, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos? ¿Años? Nuestros caminos se cruzan una y otra vez. ¿En qué estás involucrado? A ti no te importa un comino ninguna ciudad o reino. A ti, qué más te da si ganan los macedonios o los persas. ¿Por qué te escondes aquí, Perdicles? ¿Huyes de algún marido engañado? ¿De alguien que puede enviar a sus matones? -preguntó tocándole suavemente en la nariz-. Eres un físico excelente, Perdicles. Sin embargo, tienes dos debilidades: las esposas jóvenes y bonitas de los demás y el oro.

Perdicles tragó saliva y se sentó sobre los talones.

– Si Aristandro se entera -prosiguió Telamón, en voz muy baja-, Leontes no será el único físico que intentó caminar por el aire. Quizá me equivoque, pero todavía hay cáscaras de cebada en tu capa. Aristandro hará preguntas -avisó separando las manos.

– ¿Qué quieres? -tartamudeó Perdicles.

– Las respuestas a dos preguntas. La primera, ¿por qué? La segunda, ¿cuándo dejarás de hacerlo?

– Quédate aquí -contestó Perdicles levantándose-. No, no te preocupes, responderé a tus preguntas, pero necesito a alguien más.

Telamón se sentó en un taburete. Escuchó a Perdicles como decía a Cleón en un tono airado que se mantuviera apartado de su tienda y se ocupara de sus propios asuntos. Por primera vez desde su llegada al campamento macedonio, Telamón se sintió muy complacido consigo mismo.

– No todo es un misterio -murmuró.

Continuó sentado y se entretuvo escuchando los sonidos del campamento. Por fin reapareció Perdicles acompañado por una figura encapuchada. El acompañante se quitó la capucha y Telamón vio el rostro de mono de Ptolomeo, que mostraba una sonrisa burlona.

– Vaya, vaya, Telamón, no me sorprende que Alejandro te contratara. Dijo que tenías la mirada de un halcón.

Ptolomeo tenía todo el aspecto de estar sufriendo la resaca de la borrachera de la noche anterior. Chasqueó los dedos. Perdicles se apresuró a traerle un taburete. El general se sentó y se frotó los ojos inyectados en sangre.

– ¿Qué es lo que recetas para las resacas, Telamón?

– En primer lugar, no beber. Segundo, si lo haces, come bien y, durante el resto del día, bebe mucha agua fresca.

– No tienes nada de soldado, Telamón -afirmó Ptolomeo con sorna-. ¿Recuerdas el día que libramos un duelo en los huertos de Mieza?

– ¿Por qué quieres continuarlo?

En el rostro de Ptolomeo apareció una expresión dura.

– ¿El toro para el sacrificio? A Perdicles le gusta el oro.

– ¿Así que lo hizo porque se lo ordenaste?

– Me gusta la victoria, Telamón -respondió Ptolomeo haciendo una inspiración profunda-. Tú has visto el ejército de Alejandro: una flota pequeña y entre treinta y cuarenta mil hombres. Al otro lado del Helesponto, Darío puede reunir a más de un millón. El propio Memnón puede reclutar una fuerza de mercenarios prácticamente igual a la nuestra.

– Por lo tanto, eres de la opinión de que Alejandro no debería cruzar.

– Todavía no. Necesitamos más barcos, más hombres, más dinero. La flota persa de momento está en el delta del Nilo. Algún día regresará -observó acercándose a Telamón; el aliento aún le olía a vino-. Piensa en lo que podría ocurrir, Telamón. Alejandro cruza el Helesponto y cae en una emboscada. Tiene que emprender el camino de regreso al mar. Llegan noticias de que Grecia, dirigida por los atenienses, se ha rebelado. La flota persa, reforzada con los trirremes de Atenas, patrulla el estrecho -advirtió levantando una mano y curvando los dedos para formar una garra-. Necesitamos expulsar a la flota persa. Tendríamos que esperar hasta el otoño, o quizás incluso hasta la primavera.

– ¿Quieres que Alejandro haga lo que desea Ptolomeo? -replicó Telamón-. Ése es el fondo de la cuestión, ¿no es así? ¡Ptolomeo, que se cree hijo de Filipo, se ve como mejor general que Alejandro!

Ptolomeo desvió la mirada.

– ¿Te has cansado, Ptolomeo, de ser el segundón? Si esto llega a oídos de Alejandro, te enviará de regreso a Pella con cadenas como a cualquier reo vulgar.

– Sin embargo, no lo hará, ¿no es así? ¿Sabes por qué, Telamón? ¡Porque tú no sólo eres un buen físico, sino porque también eres un mojigato! Nunca te ha gustado ir por allí contando chismes. Además, la próxima vez que Alejandro haga un sacrificio, los auspicios no estarán manchados, sino que serán muy favorables -pronosticó tendiéndole una mano-. ¿Estás de acuerdo, por los viejos tiempos?

Telamón estrechó la mano de Ptolomeo y asintió. El general se levantó y apartó el taburete de un puntapié.

– Por primera vez en mi vida, Telamón, estoy en deuda contigo. Oh, Perdicles -añadió al tiempo que sujetaba al físico por los hombros y lo acercaba a él-, no te irás de la lengua, ¿verdad?

Perdicles sacudió la cabeza vigorosamente, con una expresión de espanto.

– De lo contrario… -advirtió Ptolomeo mientras caminaba hacia la entrada, deteniéndose un momento, con una mano apoyada en la cadera y mirando por encima del hombro-. Una pena lo del pobre Leontes, ¿no os parece?

Soltó una carcajada, corrió la tela de la entrada y salió. Telamón le hubiese seguido, pero Perdicles lo llamó.

– ¿Qué pasa?

– Ten cuidado -le advirtió el ateniense.

– Oh, no te preocupes -dijo Telamón sonriendo-. Es algo que tengo muy claro.