171327.fb2 Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

CAPÍTULO V

«La propia Tebas, tomada por asalto, fue saqueada y arrasada. Alejandro esperaba que tan severo ejemplo aterrorizara al resto de Grecia y la forzara a la sumisión.»

Plutarco, Vidas, «Alejandro»

Telamón estaba sentado delante de la tienda en una silla de campaña. Le molestaban el calor y el bullicio del campamento. La temperatura se incrementaba por momentos, a medida que avanzaba el día. A menos que Alejandro tomara cuanto antes la decisión de ponerse en marcha, la parálisis se extendería por todo el ejército. Aumentarían las deserciones y, si las arcas del tesoro real se vaciaban, el ejército se disolvería como la nieve en una colina. El físico dejó la silla y se acercó a la tienda para levantar la tela que hacía de puerta y permitir que entrara un poco de aire.

El centinela, sentado unos pasos más allá, levantó la cabeza del bol de gachas que estaba comiendo con los dedos.

– Te he traído algo de comer, señor. Lo tienes en la tienda.

– Gracias.

La comida estaba encima de un cofre cubierto con un trozo de tela de lino. Telamón levantó la tela; en el plato había un trozo de queso rancio, unas piezas de fruta demasiado maduras y pan fresco. La cerveza de la jarra era de fabricación local, suave pero con sabor. Telamón comenzó a comer. Se sentía sucio, sudoroso y cansado. Se preguntó cuál sería la decisión de Alejandro. A su regreso, Telamón había visto a la guardia real vestida con los uniformes de combate y se había preguntado si habría surgido alguna crisis.

Una sombra oscureció la entrada de la tienda. Se trataba del enano Hércules.

– Nomalet.

– ¿Qué has dicho?

– Nomalet -respondió el enano sonriendo-. Soy un experto en ese juego, el decir los nombres al revés.

– Muy bien, Selucreh -replicó Telamón.

– Me gustan las letras que veo -dijo Hércules acercándose-. Me gusta jugar con ellas. Hay algunos nombres que son difíciles de pronunciar al revés, ¿verdad? -sentenció mientras se detenía y miraba el plato-. ¿Te comerás las cerezas? Esta mañana imoc muy poco.

– ¿Imoc?

– Comí. -Hércules se metió una cereza en la boca y la masticó ruidosamente.

– Al parecer te he caído en gracia -comentó Telamón-, pero no has venido aquí para compartir mi comida, ¿no es así?

– Aristandro quiere que vayas ahora con tus medicinas -comunicó Hércules cogiendo otra cereza-. Y cuando mi amo dice «ahora», es ¡ahora!

– Bien, en ese caso, no le haremos esperar.

Telamón apartó el plato. Recogió su maletín de cuero y salió de la tienda antes de que Hércules pudiera alcanzarlo. El hombrecillo le cogió de la mano.

– El nombre de mi amo es muy difícil de decir a la inversa.

– En lo que se refiere a tu amo -afirmó Telamón-, siempre es difícil decir cuál es la parte de atrás y cuál la de delante.

– Yo lo podría decir de una manera más gráfica -comentó Hércules.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el físico.

– No lo sé.

Caminaron por las angostas calles entre las tiendas y llegaron a un espacio abierto delante del pabellón real, donde se amontonaban los guardaespaldas del rey. Los soldados formaban hileras delante de la entrada, vestidos con corazas de bronce rojizo con las faldas de colores y espinilleras. Se cubrían las cabezas con los anticuados cascos hoplitas y los protectores de la nariz y las mejillas casi ocultaban del todo sus rostros. Cada uno llevaba una lanza y las rodelas, apoyadas en las piernas, mostraban el león rampante de Macedonia. Permanecían en silencio, indiferentes al calor y el polvo. Los oficiales caminaban entre las filas. Tropas con armamento ligero montaban guardia en los laterales del pabellón. Sólo permitieron el paso de Telamón y Hércules, en cuanto el enano les dijo el santo y seña del día.

Aristandro les esperaba en la antecámara. Cogió a Telamón por un brazo y prácticamente lo empujó al aposento privado del monarca, sin preocuparse en lo más mínimo del enano. Alejandro yacía en la cama y Hefestión, con una expresión de angustia, estaba sentado en un taburete a su lado. En la tienda había un olor agrio. Alejandro continuaba vestido con la túnica que había llevado en el banquete de la noche anterior; la prenda mostraba manchas de vino y comida. Su rostro había perdido el color y tenía los párpados entrecerrados.

– ¿Le han envenenado? -preguntó Hefestión con voz ronca.

Telamón advirtió los restos del vómito en la comisura de los labios de Alejandro. Aristandro se acercó para situarse inmediatamente detrás del físico.

– ¿Cuánto tiempo lleva así? -replicó Telamón mientras dejaba el maletín en el suelo.

– Se despertó esta mañana con la cabeza un tanto pesada -respondió Hefestión-. No quiso probar bocado y siguió acostado. Vomitó. Yo me encargué de limpiarlo.

– ¡Alejandro! ¡Alejandro! -exclamó Telamón sacudiendo al rey por el hombro.

Alejandro abrió los ojos y miró al físico sin verlo. La diferencia entre los ojos era muy marcada, y tenía las pupilas muy dilatadas.

– Voy a examinarte -le explicó Telamón.

Alejandro intentó hablar, pero tuvo una arcada y sacudió la cabeza. Sin preocuparse de las ceremonias, Telamón palpó las manos y los pies de Alejandro. Los tenía helados, pero el cuello y el pecho tenían la temperatura normal. Tocó el estómago del rey y hundió los dedos en los fuertes músculos. No apreció ningún bulto. Alejandro hizo una mueca y se obligó a sonreír.

– ¿Cuáles son mis síntomas, físico? ¿Me han envenenado?

– Has bebido demasiado -replicó Telamón-, aunque no se trata de eso, ¿verdad?

– Entonces, ¿qué? -intervino Aristandro con un tono vivaz.

– ¿Puedes levantarte? ¿Puedes caminar? -preguntó Telamón a Alejandro.

– Me siento muy tenso -confesó el rey-. Tengo miedo de caerme si me levanto. Noto la garganta seca y me duele el vientre como si hubiese comido fruta verde -añadió llevándose la mano a la cabeza y gimiendo-. Es como si aquí tuviera un tambor de guerra.

– ¿Qué soñaste? -le interrogó Telamón.

– ¡El bueno de Telamón; siempre la mente, nunca el cuerpo! -se burló Alejandro-. El mismo sueño de siempre. Estaba otra vez en Queronea. Cargaba contra la falange tebana montado en Bucéfalo. Tenían rodeado a mi padre. Yo intentaba abrirme paso entre ellos pero era como pretender abrir surcos en el mar. No avanzaba. Me desperté y me volví a dormir varias veces. Creí que eran las consecuencias de haber bebido demasiado; luego, esta mañana, otro aviso.

Aristandro dejó un trozo de pergamino en la falda del físico. El pergamino era áspero; la escritura podía ser de cualquiera: letras muy claras, trazadas con esmero para disfrazar la mano del autor, tres citas de la Ilíada. La primera del canto nueve: «¿No puedes comprender que el poder de Zeus ya no está contigo?»; la segunda correspondía al canto once: «Traerás la gloria para mí y tu vida la llevarás al Hades»; y la última era del canto diecinueve: «Somos las Furias quienes, desde el mundo subterráneo, vengamos a los hombres muertos».

– ¿Cómo llegó esto aquí? -preguntó Telamón-. Aristandro, hay guardias en el exterior y tienes a tus espías ocultos en la maleza y detrás de los arbustos. Se supone que eres el guardián de los secretos del rey.

Alejandro se echó a reír con una risa sardónica. Aristandro parecía molesto.

– El pergamino estaba atado con un cordel -explicó-. Lo dejaron a los pies del centinela en la puerta del recinto real. El soldado no vio quién lo dejó. Se limitó a recogerlo y me lo trajo.

– ¿Lo enseñaste a Alejandro?

– Por supuesto. Guardo sus secretos, no los míos.

Telamón se inclinó sobre Alejandro.

– ¡Mi señor, levántate!

Alejandro intentó resistirse. El físico hizo una seña a Hefestión y entre los dos obligaron a Alejandro a sentarse; después, le colocaron los cojines de plumas en la espalda para que estuviera cómodo. Telamón se alegró al ver que el color comenzaba a retornar a las mejillas de Alejandro y que su respiración ya no era tan rápida y superficial.

– ¿Qué me pasa? -preguntó Alejandro con voz ahogada, aunque sin atreverse a sostener la mirada del físico.

– Tú sabes lo que pasa.

Telamón sujetó la muñeca de Alejandro y le midió la velocidad del pulso.

– Conoces todos los trucos; ¿no es así, Telamón?

– Te conozco, Alejandro. Tienes un ataque de pánico provocado por el vino, las pesadillas y las amenazas.

– Alejandro nunca tiene ataques de pánico -declaró Hefestión.

– Alejandro los ha tenido, los tiene y los tendrá -replicó Telamón sonriendo al amigo del rey-. Tiene todos los músculos tensos y su respiración es rápida y superficial. Está asustado. El vino le hace vacilar. Su mente está preocupada; esto genera una profunda ansiedad y su cuerpo responde en consecuencia. Es como echar sal en una herida. Tengo buenas noticias para ti, Alejandro -añadió Telamón rogando para que la mentira no fuera descubierta-. Yo también tuve un sueño anoche. Estaba cruzando el Helesponto: al otro lado, había un hombre vestido con una armadura. Cuando me acerqué, el guerrero se quitó el yelmo, con la gran crin de caballo, negra como la noche. Era tu padre. Me hacía gestos al tiempo que gritaba: «¿Por qué Alejandro no te sigue?».

Aristandro tuvo un súbito ataque de tos; Telamón sostuvo la mirada de Alejandro.

– Le hablé de los sacrificios. Filipo me respondió: «Di a mi hijo que busque en el campo un toro blanco de pura raza. Que lo entregue a unos guardias de confianza y que ellos lo vigilen hasta el momento del sacrificio. ¡Dile que no haga caso de las advertencias ni de los susurros de la noche!».

El cambio que se produjo en Alejandro fue notable. Ya no tenía los ojos apagados ni el rostro pálido. Se inclinó hacia adelante para sujetar la mano de Telamón.

– ¿Estás seguro? ¿No me estás mintiendo?

– No fue más que un sueño, mi señor, pero busca a este animal, haz el sacrificio y embarca a tu ejército.

Alejandro se reclinó en los cojines.

– Mientras tanto -añadió Telamón con un tono desabrido-, quiero que duermas. ¿Aristandro? Un poco de vino.

El custodio de los secretos trajo una copa pequeña. Entonces Telamón recordó la copa de la que había bebido la joven muerta la noche anterior. Se prometió a sí mismo que haría una nueva visita a la tienda de Antígona. Abrió el maletín, sacó el frasco con el zumo de amapolas y añadió unas gotas al vino. Lo agitó y después acercó la copa a los labios del rey.

– Piensa en Persia -le susurró Telamón-. ¡Piensa en la gloria! Libra tu mente de las imágenes oscuras. ¡Bebe!

Alejandro obedeció; se bebió el vino de un solo trago. Telamón permaneció sentado en la cama sin soltarle la mano. El rey intentó continuar con la conversación, pero su cuerpo comenzó a tumbarse, se le cerraban los párpados, inclinó la cabeza a un lado y se sumió en un sueño muy profundo.

– ¿Qué pasará cuando se despierte? -preguntó Hefestión, tan solícito como una madre.

Telamón observó el rostro moreno y barbado del amigo de Alejandro. «Un soldado sencillo -reflexionó-totalmente firme en su lealtad y afecto.» El amigo íntimo de Alejandro, su ayo, el guía que estaría de acuerdo con cualquier cosa que dijera el rey. En muchos aspectos, Hefestión se parecía mucho al padre de Alejandro, Filipo.

– Cuando se despierte -respondió Telamón, con un tono paciente-, se sentirá mucho mejor. Un poco somnoliento, pero los dolores y la ansiedad habrán desaparecido. Es probable que duerma muchas horas. Dale de comer alimentos nutritivos: nada de fruta, sino pan y tasajo. ¡Nada de vino, sólo agua fresca!

Abrochó las correas del maletín y se marchó. Aristandro le siguió a la antecámara.

– Alejandro te cree. ¿Lo sabías? Cuando se despierte, afirmará: «Telamón me dijo la verdad porque no sueña: él no cree en los dioses».

– Entonces, tenemos algo en común, ¿no es así? -replicó el físico.

Por primera vez desde que se habían encontrado, Aristandro se rió.

– Anoche el rey también me dio un mensaje para ti, físico. Necesitas un ayudante. Mencionó las jaulas de los esclavos donde tenemos a los cautivos de Tebas. No queda gran cosa, pero puedes quedarte con el que quieras -advirtió Aristandro sacando de debajo de la capa un pequeño sello, un trozo de cera con la inconfundible marca del rey-. Enseña esto a cualquiera que te ponga trabas.

Telamón cogió el sello y lo miró.

– Guárdalo con mucho cuidado -le advirtió Aristandro.

– ¿Los mensajes? -preguntó Telamón mientras guardaba el sello-. ¿Las citas de la Ilíada?

El custodio de los secretos del rey hizo una mueca.

– El pergamino se puede comprar en el campamento; la tinta es común; las letras están escritas cuidadosamente con toda intención… Podría ser cualquiera. El centinela no sabe quién lo trajo. Lo dejaron a sus pies, que es la manera habitual que tiene la gente de presentar sus peticiones al rey.

– Sí, pero esta persona conoce tanto la Ilíada como el alma de Alejandro.

– Tú también, Telamón. Te diste cuenta de que se trataba de un ataque de ansiedad, del súbito pánico.

– Son pocas las personas que lo saben -manifestó Telamón-. Yo estaba con él cuando tuvo su primer ataque en Mieza. Nearco, Alejandro y yo hicimos una apuesta: quién podía nadar más rápido a través del río -reveló Telamón exhalando un suspiro-. Como chiquillos que éramos, nos desnudamos sin más y nos zambullimos. El río era más profundo, y la corriente más •fuerte de lo que creíamos. Nearco cruzó a la otra orilla, y yo también. Alejandro dio media vuelta. Fue la única vez que le he visto rehusar un desafío. Nos hizo jurar que guardaríamos el secreto. Nearco se mostró muy comprensivo; dijo que sólo había hecho lo que hubiese hecho cualquier rata de agua.

– Nearco no representa ninguna amenaza -afirmó Aristandro-. En cambio, hay otros que podrían ver la ansiedad como una muestra de debilidad.

– Yo la veo de la misma manera que Alejandro -replicó Telamón-. Está ansioso y confuso: no sabe si moverse a izquierda o derecha. Sin embargo, tan pronto como tome una decisión, se dirigirá recto como una flecha a la diana y nos llevará a todos nosotros con él. ¡A la gloría o al infierno!

Hércules le esperaba en el exterior.

– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? -preguntó el enano tirando de la túnica de Telamón.

– El rey se encuentra bien y el rey está durmiendo -contestó Telamón en voz lo bastante alta como para que le oyeran todos los que se encontraban a su alrededor.

Se abrió paso entre las filas de soldados. Cleito y Seleuco cuchicheaban entre sí. Ptolomeo le guiñó un ojo maliciosamente.

– ¿Adonde vas? -le preguntó Hércules.

– A ver a la sacerdotisa Antígona.

– Ah, ella es otra con uno de esos nombres que son difíciles de pronunciar al revés. Pariente de Alejandro, ¿lo sabías? Conoció muy bien a Filipo. Él dijo que confiaba en ella hasta la muerte. ¿Por qué vas a verla?

– Por un asesinato.

Telamón caminó rápidamente por las angostas calles entre las tiendas y los pabellones. El soldado que montaba guardia delante de la tienda de Antígona los dejó pasar. La sacerdotisa estaba sentada en una silla observando un bordado. Selena y Aspasia, sentadas a sus pies, bordaban. Antígona dejó el trozo de tela y se levantó al ver a Telamón.

– ¿Has visto al rey?

– Sí, duerme tranquilo.

Antígona enarcó una ceja.

– ¿A qué se debe tu visita? ¿Vienes a comprobar nuestra salud? Tenemos mucho calor y nos incomodan las moscas.

– Te aceptaría una copa de vino.

La sacerdotisa miró a Hércules.

– Pareces atraer a todo tipo de criaturas -comentó al físico.

El enano le replicó con un sonido grosero. Antígona le volvió la espalda.

– ¿Puedo beber en la misma copa que utilizó la muchacha anoche? ¿La que murió?

– Por supuesto.

Antígona fue al fondo de la tienda y trajo la copa llena de vino hasta la mitad.

– Le añadí un poco de agua, pero no es tan fuerte como el que el rey bebió anoche.

Aspasia trajo un taburete. Telamón le dio las gracias y se sentó. Bebió el vino de un trago y luego observó la copa atentamente.

– No te preocupes -dijo Antígona recogiendo la labor y sonriéndole-. Yo misma la limpié.

Telamón se volvió para señalar la mesa.

– Ella estaba sentada allí. Tú trajiste la copa. Yo añadí la pócima. ¿Qué pasó después?

– Tú y yo bebimos -contestó Antígona-. La dejaste sobre la mesa. Había otras personas a nuestro alrededor.

– La vi moverse -intervino Aspasia en voz baja-. Una mano que la recogía y la dejaba más cerca, pero no recuerdo quién fue.

Telamón volvió a observar la copa con mucho cuidado. Estaba hecha de un metal precioso, con un relieve de plata en el exterior que representaba a una muchacha con una lechuza de ojos saltones. El pie también era de plata y el interior del recipiente brillaba. Telamón devolvió la copa. Había creído que la visita a la tienda le refrescaría la memoria, pero no había sido así. Se despidió. Hércules, a quien nadie le había hecho caso, lo siguió al exterior.

– ¿Adonde vamos ahora, físico?

– A la jaula de los esclavos.

– Te enseñaré el camino.

Telamón hubiera preferido ir por su cuenta, pero Hércules insistió en cogerle de la mano y guiarle. El griterío en el campamento era ensordecedor. Telamón vio que los hombres estaban inquietos. Ya no eran soldados. Se habían quitado las prendas de combate, ansiosos por encontrar un poco de sombra que los protegiera del sol ardiente y matar el tiempo con una partida de taba o de dados. Los únicos hombres con armaduras eran los oficiales que recorrían el campamento, atentos a intervenir si se producía alguna pelea.

– Te das cuenta del peligro, ¿no? -preguntó el enano.

Se detuvieron un instante para pedir que los orientaran. La jaula de los esclavos estaba cerca del lugar donde guardaban los caballos. Un soldado, con una armadura de cuero y el casco a su lado, estaba agachado junto a la puerta. Se levantó al ver que se acercaba Telamón.

– Soy nuevo -gritó levantando las manos para indicar que se detuvieran-. Pero tengo mis órdenes. Éste es mi primer trabajo. Id a buscar a vuestras propias putas. ¡Los esclavos son para vender, no para el uso personal!

– ¡Cállate! ¡No sabes con quién estás hablando! -le replicó el enano.

– Te dije que era nuevo -protestó el soldado.

Se rascó la barba renegrida y se enjugó el sudor de la frente. Tenía el rostro delgado y una expresión cruel, con un ojo medio cerrado por una cicatriz que atravesaba diagonalmente la frente hasta poco más abajo de la oreja. Telamón le mostró el sello real. El soldado lo miró con curiosidad y se lo devolvió.

– ¿De dónde eres? -le preguntó Telamón.

– De Argos -contestó sonriendo y mostrando unos largos colmillos afilados que le daban un aspecto lobuno-. Me llamo Droxenius. Llegamos esta mañana. Trazamos nuestra marca y hemos recibido nuestros dracmas. Ésta es mi primera guardia, vigilar a los esclavos. ¿El rey está bien?

– No es asunto tuyo -replicó el enano con un tono cortante.

Telamón soltó la mano de Hércules.

– Puedes irte. Quiero estar solo.

Hércules se marchó no sin antes dedicar un gesto obsceno al centinela.

La jaula parecía una enorme cesta de mimbre. Droxenius levantó la tranca y, con un gesto burlón, invitó a Telamón a que pasara.

– No hay gran cosa y el olor es nauseabundo.

Telamón entró. El centinela tenía razón. La jaula apestaba como una pocilga. En el extremo más apartado, había un grupo de personas a cual más patética, con los ojos hundidos, los rostros macilentos, como sombras del Hades. Éstos eran los restos de la conquista de Alejandro, el fruto de su gran victoria sobre Tebas. Hombres y mujeres, desposeídos de sus familias, que ahora se enfrentaban a una vida de abusos y esclavitud. Telamón miró a la izquierda, donde había una hilera de cántaros de agua; uno, tapado con una tabla, parecía la letrina. El hedor era nauseabundo. Sólo se escuchaba el zumbido de las moscas; los esclavos permanecían en un silencio absoluto. Todas las miradas estaban fijas en Telamón. Parecían figuras espectrales que espiaban desde las sombras proyectadas por las rejas del techo. Telamón los contó. Había como mínimo unos cuarenta. Una persona le llamó la atención, pero sólo fue una visión fugaz; era una mujer pelirroja, de ojos brillantes, no opacos como los de los demás. Vestía una túnica verde oscuro muy sucia y se ocultaba detrás de dos hombres. Una mujer, confundida en el grupo, comenzó a gemir sin más. Telamón decidió que, con independencia de lo que pudiera suceder, era necesario hacer algo por estos pobres infelices. La mayoría eran ancianos; pagarían muy poco por ellos en la subasta de esclavos y, si continuaban aquí o seguían al ejército, no tardarían en morir.

– Puedo hacer algo por vosotros -anunció Telamón, aunque sus palabras le sonaron falsas mientras las decía y no provocaron reacción alguna en el grupo-. Conseguiré que os traigan mejores alimentos y agua fresca. Esto es una cloaca -afirmó quebrándosele la voz-. ¿Alguna cosa más?

– ¡Podrías tirarte por el acantilado! -gritó una voz de mujer.

Telamón estaba seguro de que había sido la pelirroja. Por primera vez desde que había entrado, el grupo se movió. Escuchó unas risas.

– ¡Podrías tirarte por el acantilado! -repitió la voz-. ¡Y llevarte a todos los macedonios contigo!

Telamón controló su genio.

– Estoy aquí para ayudar. Soy físico.

– ¡Entonces cúrate a ti mismo! -replicó la voz.

– Necesito a un ayudante, un asistente -anunció Telamón-. ¡La persona que escoja, o se ofrezca voluntaria, será libre!

Los ojos no mostraron ninguna emoción. Un anciano se levantó trabajosamente y habló con acento dórico.

– Yo solía ser…, bueno…, era físico.

Una mujer anciana le cogió de la mano y tiró suavemente para que volviera a sentarse.

– ¿Hay alguien más? -preguntó Telamón.

Silencio. Exhaló un suspiro, se volvió y comenzó a caminar hacia la salida.

– ¿Quizá me buscabas a mí?

Telamón se volvió una vez más. La muchacha pelirroja estaba ahora delante del grupo. Se acercó. Era de mediana estatura, con las piernas y los brazos fuertes y el cuerpo delgado. La cabellera roja formaba algo parecido a una aureola, como si se la hubiera peinado con los dedos, su único vínculo con la vida normal. Sus ojos eran un tanto achinados, verdes y retadores en un rostro que no era muy hermoso, pero tenía mucha personalidad. La piel, áspera por el sol y el viento, mostraba el tinte amarillento propio de los meses de una nutrición deficiente; tenía las manos roñosas y el brazo izquierdo aparecía cubierto de fango hasta el codo. La muchacha siguió la mirada de Telamón.

– Algunos soldados querían divertirse -explicó alzando la fuerte barbilla con el sobresaliente labio inferior y luego volviendo ligeramente la cabeza-. Pero no me forzaron. Nadie me ha forzado. Les dije que estoy consagrada a la señora, a Atenea, la diosa de la guerra.

– ¿Lo estás?

– Lo estuve -respondió manteniendo firme su mirada-. Así fue como sobreviví. Era una acólita, una asistente, en el templo de Atenea en Tebas, muy cerca del Cadmea.

Telamón asintió. Ahora lo entendía. Cuando habían arrasado Tebas, Alejandro había perdonado a los templos.

– ¿Cómo es que te cogieron?

– Fui lo bastante idiota para salir en busca de un amigo. Dije a los soldados quién era, pero no me creyeron.

– ¿Dónde están las glándulas salivares? -le preguntó Telamón por sorpresa.

– En la base de la lengua.

– ¿Qué bombea la sangre?

– El corazón.

– ¿Cómo tomas el pulso a un hombre?

– Apoyas los dedos suavemente en la garganta o en la muñeca.

– Si doy a un paciente raíz de hinojo y perejil remojados en vino dulce, brebaje del que debe beber dos tazas con agua todos los días, ¿cuál es su dolencia?

– Diría que el paciente tiene algún problema con la vejiga.

– ¡Muy bien! -exclamó Telamón sonriendo-. ¿Qué pasa si hay mareos en la cabeza, pesadez en la frente, zumbidos en los oídos, lágrimas en los ojos, incapacidad para oler e inflamación de las encías?

– Diría que el hombre ha pillado un enfriamiento y su nariz se llenará de flema. Se recomienda en estos casos un cocimiento de hisopo que se debe beber con el estómago vacío. Mostaza y agua caliente con miel para beber y hacer gárgaras.

Telamón asintió una vez más.

– ¿Cuál sería tu diagnóstico si una mujer embarazada sufre una repentina y grave reducción en los pechos o el vientre en el séptimo u octavo mes?

La mujer parpadeó y desvió la mirada.

– Entonces diría que es una mujer muy afortunada, físico; el feto está muerto y no nacerá en este lugar pleno de horrores.

– ¿Has leído la obra de Hipócrates?

– Por supuesto. He aprendido todos sus remedios de hierbas y también las listas de síntomas.

Telamón asintió. En sus viajes por Grecia y Egipto había conocido mujeres como ésta. Los templos, como el de Atenea en Tebas, eran lugares de curación y, de acuerdo con la costumbre, no podían rechazar a nadie. Aquellos que trabajaban allí a menudo estaban mucho mejor preparados que muchos de los que se proclamaban físicos con unos conocimientos del cuerpo humano más teóricos que prácticos.

– ¿Si acepto, me llevarás contigo? -preguntó la mujer con su áspera voz-. ¿Seré libre?

– Serás libre.

– ¿Escribirás un documento donde lo diga?

– Firmado y sellado.

En los ojos de la mujer apareció una mirada suspicaz.

– Tienes todo el aspecto del típico físico -comentó con un leve tono de burla-. Limpio, acicalado, preciso. Diría que tienes un rostro apagado, excepto los ojos. Un hombre que prefiere controlar sus pasiones, ¿no es así? Le han herido, pero quiere ocultarlo. Por eso has venido aquí, ¿verdad? Buscas a un extraño, a alguien en quien puedas confiar, porque es algo que te resulta muy difícil.

Telamón aplaudió en son de burla.

– ¿Qué me impediría degollarte mientras duermes y darme a la fuga? -añadió la mujer.

– Podrías hacerlo -admitió Telamón-, aunque luego las Furias te perseguirían.

La pelirroja se echó a reír. Sacudió la cabeza.

– No creo en ellas.

– Te convertirías en una prófuga: pobre, vulnerable y condenada a vagar por el desierto. Has hecho tus cálculos y has decidido que estarás mejor conmigo que si te quedas aquí o vas a alguna otra parte. ¿Me equivoco?

La mujer se lamió los labios.

– Me gustaría poder beber un poco de agua fresca y limpia -comunicó señalando con el pulgar por encima del hombro-. Me dan pena esos pobres diablos. No puedo marcharme sin más.

– Sí que puedes. En los meses venideros, dejarás atrás muchas cosas. -Telamón hizo una pausa-. No te puedo prometer nada, pero veré lo que puedo hacer. ¿Vienes o no? ¡El olor es realmente insoportable! -exclamó espantando a un tábano.

– Enséñame el camino, amo -se mofó la mujer-. ¿Debo caminar delante o detrás de ti? ¿O he de trotar a tu lado como un buen perro?

– Me llamo Telamón. Dónde camines y cómo camines es cosa tuya.

El físico se acercó a la puerta y levantó la tranca. Mientras salían, el soldado les dio la espalda y soltó un escupitajo. Telamón sacudió la cabeza y continuó caminando.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó la pelirroja-. Pareces intrigado.

– Nada -murmuró Telamón-. Te lo enseñaré en un minuto.

Dejaron atrás la jaula de los esclavos y entraron en el campamento. No había caminado ni veinte pasos cuando comenzaron los silbidos y las cuchufletas.

– ¡Eh, pelirroja! -gritó un soldado que se levantó la túnica para dejar a la vista los genitales-. ¿Te apetece una salchicha?

– No, gracias. ¡Sólo como las más gordas!

La réplica provocó la hilaridad general. Pasaron por delante de tiendas y puestos. Grupos de soldados formaban círculos donde jugaban a los dados o compartían un ánfora de vino. Una contorsionista, una joven con un cuerpo esquelético, bailaba una danza exótica acompañada por la música de un tamboril y una flauta. Los hombres batían palmas al compás de la música y, cuando Telamón y su compañera pasaron, invitaron a la mujer a que se sumara a la fiesta. El físico la cogió de la muñeca y se sintió complacido cuando ella no apartó el brazo.

– ¿Cómo te llamas?

– Casandra.

– Ése no es tu nombre verdadero, ¿me equivoco?

– Casandra era una profetisa de las desgracias -replicó ella-. Ese es mi nombre ahora y siempre lo será. Es el único… -advirtió acercando su rostro al de Telamón-es el único al que responderé.

Telamón hizo una mueca al oler el hedor de la mujer y ella se apartó.

– He intentado mantenerme limpia, pero esta túnica es la única que tengo. No me he bañado en meses. Cuando nos sacaron de Tebas, nos permitieron vadear un río. ¡Mi último baño!

– ¿Qué sabes hacer aparte de la medicina? -pregunto Telamón.

– Sé cantar y bailar.

– ¡Sólo responde a la pregunta!

Casandra sonrió, con una mirada rebosante de picardía.

– Sé medicina, preparar hierbas y ungüentos. Sé cauterizar una herida. He cosido carne.

– ¿Y venas?

– Sólo en dos ocasiones, pero fracasé. El hombre se desangró hasta morir. Un carro le había aplastado una pierna y uno de los físicos se la amputó.

– El mismo problema de siempre -afirmó Telamón, que se daba cuenta de que los soldados comenzaban a rodearlos, atraídos por Casandra.

– ¡Una pieza de plata, señor! -gritó uno de ellos-. ¡Le daré una pieza de plata si me la presta hasta la mañana!

Telamón levantó el sello real. Los soldados se apartaron con un murmullo de protesta. Casandra se quedó boquiabierta.

– ¿Eres un físico real? ¿Uno de la compañía del Diablo Cornudo?

Telamón apoyó un dedo en los labios de la pelirroja. Había escuchado en otras ocasiones el mote que habían puesto a Alejandro, quizá por la manera que se peinaba los cabellos hacia adelante o por el yelmo que llevaba, que tenía la forma de una cabeza de carnero.

– Tendrías que tener más cuidado con lo que dices, Casandra. ¡Mantén los ojos abiertos y la boca cerrada!

La joven se apartó.

– Es un buen consejo para una muchacha. Dime una cosa. ¿Por qué parecías tan intrigado en la jaula de los esclavos? Sacudías la cabeza cuando nos marchamos.

– Todos los soldados que pasamos -replicó Telamón mientras caminaba-, te han silbado, gritado, hecho gestos obscenos o han pretendido pasar la noche conmigo. El centinela de la jaula sólo desvió la mirada.

– Quizá le gusten los chicos bonitos -murmuró Casandra-. A muchos soldados les gustan. Un bonito par de nalgas y creen que están en el Elíseo. Tú no eres así, ¿verdad, Telamón?

El físico no le hizo caso y se apartó cuando un mozo de cuadra apareció con un nervioso corcel por la angosta callejuela. Luego continuó caminando a toda prisa, lo que obligó a Casandra a trotar para mantenerse a la par. Los centinelas les permitieron pasar al recinto real. Una vez más se escucharon los silbidos y los gritos. Ptolomeo se les acercó dándose aires de importancia.

– ¿Consuelo hogareño, Telamón?

– General Ptolomeo, ésta es Casandra. Una asistente del templo de Atenea en Tebas.

Ptolomeo miró a la mujer de los pies a la cabeza. Casandra carraspeó sonoramente. Telamón la obligó a seguir caminando de un empellón.

– ¿Ya estás celoso, Telamón? -le gritó Ptolomeo.

Casandra se volvió con los ojos brillantes de furia.

– ¡No soy una perra! ¿Por qué has hecho eso?

– ¡Ibas a escupirle! -replicó Telamón.

– Él dirigió el ataque contra Tebas -respondió Casandra rabiosa-. Dioses, nunca creí que me darían la oportunidad de cortar tantas gargantas. Espero que caiga enfermo.

Telamón la empujó al interior de la tienda sin hacer caso del silbido del centinela. Se acercó rápidamente a su cofre, levantó la tapa y sacó una daga. Casandra se mantuvo firme cuando él apretó la punta de la daga contra su garganta.

– ¿Quieres morir? -le preguntó Telamón-. Porque la manera de hacerlo que te ofrezco ahora es rápida. Ptolomeo te mandaría a crucificar. ¿Te gustaría? ¿En lo alto del acantilado? -le preguntó dando la vuelta a la daga y ofreciéndosela por el mango-. Si quieres, puedes cortarte tú misma la garganta. Te prometo que me ocuparé de tus cenizas.

– Quiero un poco de agua.

Telamón se acercó al cántaro de agua, cogió un cucharón y llenó un vaso. Casandra bebió con ansia y se echó el resto en el rostro.

– ¿Te comportarás? -insistió Telamón-. Soy un extraño -añadió-, pero podemos ser amigos. Te juro por la vida de mi padre, por el alma de mi padre, por el cielo y la tierra, por todo lo que se supone sagrado, que no tienes nada que temer de mí. No te quiero como compañera de cama o como una esclava, sino como mi ayudante. Si eso no te agrada, piensa en nosotros como dos soldados, espalda contra espalda. Yo protejo la tuya y tú proteges la mía.

– He escuchado unas cuantas propuestas en mi vida, pero ésta es la mejor -respondió sonriéndole y besándole la mano.

– Bien. Ahora escucha -dijo Telamón señalando con un gesto el interior de la tienda-. Aquí es donde dormirás. Mandaré que te traigan otro catre. Puedes preparar mi comida o yo prepararé la tuya. Vigila todo lo que comes y bebes, lo que incluye el agua que te acabo de servir. Mantén las cosas ordenadas. Si no lo hago, dímelo. Aquí no puedes escupir ni limpiarte la nariz, las orejas o cualquier otro orificio de tu cuerpo. Si quieres ir a las letrinas, el centinela que está afuera te acompañará. ¡Apestas! -exclamó acercándose de nuevo al cofre y sacando un frasco pequeño-. Esto es algo parecido a un perfume. Yo también lo uso -apuntó sonriendo-. Como sabes, Hipócrates recomienda a los físicos que huelan bien.

Cogió a Casandra por el codo y ella no se resistió cuando la hizo salir de la tienda. El centinela se levantó de un salto. Era un hombre alto, huesudo, con los ojos llorosos y la boca siempre abierta, pero se movía con rapidez.

– ¿Te gusta ser soldado? -le preguntó Telamón.

– Claro que sí, señor.

– ¿Quieres una parte del botín?

– ¿Quién no?

– No te gustarían que te crucificaran, ¿verdad?

El soldado abrió la boca todavía más.

– ¿Qué pasa? -tartamudeó.

Telamón apoyó una mano en el hombro de la muchacha.

– Ésta es Casandra, mi ayudante y amiga. Apesta.

El soldado la olió como un sabueso.

– Me doy cuenta. Huele peor que una vaca.

– No me interesa tu vida amorosa -le interrumpió Casandra.

El hombre se rió de buena gana.

– La llevarás a los tenderetes -le ordenó Telamón-. Necesita ropa: una túnica y una capa. Dos mudas, sandalias de marcha y una daga -añadió llamándole la atención con la mano levantada.

– ¿Quién pagará por todo esto?

Telamón le entregó el sello real.

– El rey.

El soldado cogió el sello y lo besó.

– También buscarás un trozo de tela -añadió Telamón mientras ponía la botellita en la mano de Casandra-. Esta muchacha irá hasta la playa, donde se desnudará -precisó sin hacer caso de la exclamación de Casandra-, y nadará en el mar. Se lavará y, mientras lo hace, tú te mantendrás de espaldas a ella. Una sola mirada y estarás cavando letrinas durante el mes que viene.

El soldado con un gesto burlón invitó a Casandra a que le precediera.

– ¿Si la señora me hace el favor?

Telamón les observó marchar y luego volvió al interior de la tienda. Cogió una jarra llena de agua ligeramente salada y destilada con hierbas, se acercó a la entrada y se lavó la cara y las manos. Acabada la higiene personal, echó un vistazo a su alrededor para comprobar que todo estaba en orden y se acostó en la cama. Tenía hambre y se sentía un tanto cansado. Con el fondo de los mil y un sonidos del campamento, dejó vagar la mente. Estaba seguro de haber tomado la decisión acertada. Había algo en Casandra. Era calculadora, probablemente tortuosa; tenía que serlo para sobrevivir, pero no era ninguna tonta. ¿Sería capaz de controlar la lengua y ocultar sus verdaderos sentimientos?

Telamón se quedó dormido. Cuando se despertó, Casandra estaba sentada en un taburete al pie de la cama. Lo miraba fijamente, con la daga en la mano. El físico se sentó.

– ¿Estabas pensando en hacerlo?

La mujer se había recogido la larga cabellera roja en un moño. Su rostro se veía limpio, lo mismo que las manos, y las uñas bien limadas con la daga. Vestía una sencilla túnica marrón con un cordón en la cintura. Iba calzada con unas recias sandalias.

– ¿Quién eres? -preguntó Telamón-. Me gustaría ligarte con un juramento.

– ¿Dónde está mi carta de libertad? -replicó ella.

– Mandaré a un escriba que la redacte. Ah, por cierto, ¿dónde está el sello?

Casandra desató la pequeña bolsa que llevaba colgada del cordón, sacó el sello y se lo entregó.

– Haré escribir la carta -repitió Telamón- y la guardaré en un lugar seguro. ¿Crees en los dioses, Casandra?

La pelirroja sacudió la cabeza enérgicamente.

– Nunca he creído en ello. Cuando Tebas fue saqueada, desaparecieron las últimas dudas. Fue terrible, espantoso, las calles estaban abarrotadas de soldados. Eran carniceros que iban de casa en casa. En algunos lugares, la sangre llegaba a los tobillos. Salí del templo para ir al pórtico. Lo único que se veía era escudos y espadas. Un mar de yelmos. El hierro que centelleaba al sol, bañado en sangre. Se movían entre los ciudadanos como matarifes entre las ovejas. Nadie se salvó; luego quemaron la ciudad. El olor a carne quemada lo impregnaba todo. Cualquier cosa que comías o bebías tenía su sabor. ¡Todo por la gloría de Macedonia!

– Tebas no tendría que haberse rebelado.

– ¡Tus ojos me dicen que ni tú te lo crees! El macedonio quería que fuera un escarmiento. Quería aterrorizar a toda Grecia. Alejandro es un gran asesino. ¡Come sangre!

– No lo dirás en su presencia.

– ¡No, pero lo diré en mi alma durante el resto de mi vida!