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«Filipo fue sucedido por su hijo Alejandro, un príncipe mayor que su padre tanto en virtudes como en vicios.»
Marco Juniano Justino, Historia del mundo, libro 9, capítulo 8
Hércules se adentró en el bosque, que era así como lo llamaba, aunque en realidad no era más que un grupo de árboles a sus buenos diez estadios del campamento. Miró hacia el camino recorrido. El terreno era irregular y la visión estaba oscurecida por los árboles dispersos y los arbustos y matorrales. Muy pocas personas pasaban por aquí; la zona estaba salpicada de pantanos, marismas, pozos y ciénagas, y los heraldos del campamento habían pregonado que era lugar peligroso después de que se ahogaran dos arqueros. En cualquier caso, el enano deseaba estar solo. Observaba cuidadosamente el suelo: era duro, recocido por el sol. Conocía las señales de peligro: los primeros brotes de un verde brillante. Uno de esos lugares lo tenía delante, a sólo un tiro de piedra, donde la hierba crecía alta, flexible y fresca. A Hércules le gustaba estar solo. El campamento le ponía nervioso y, aunque su amo era poderoso, Hércules era objeto de continuas bromas. «¡Ven aquí, chico! -le gritaba un soldado-. ¡Tengo un trabajo para ti!»
Hércules cogió la pequeña bota que llevaba al hombro, le quitó el tapón y bebió el vino áspero. Quizá se emborracharía, dormiría la mona y regresaría al campamento al anochecer. Sentía una profunda lástima de sí mismo. Le gustaban los palacios, con los sombríos y limpios pasillos, las puertas y las ventanas por las que podía colarse, los ojos de las cerraduras y las grietas por donde podía escuchar. En cambio, en terreno abierto, en un campamento maloliente, ¿para qué servía? Era muy difícil espiar en las tiendas; siempre tenía que tomar muchas precauciones. Si alguien descubría su sombra en la lona de una tienda en la que no tenía ningún derecho a estar… El enano se sentó en una piedra y se quitó un insecto de la barba. Aristandro se había enfadado con él.
– ¡Descubre esto! ¡Entérate de aquello! -le había gritado-. Se supone que tú eres mi pequeño gato, Hércules, y no has sido capaz de averiguar nada!
– ¡Eso no es verdad! -le había respondido en el huerto desierto-. ¡Eso es una maldita mentira!
Él había intentado espiar, pero era muy difícil; había tenido suerte con Leontes. Hércules se había colado en la tienda y, cuando alguien entró, se había ocultado rápidamente debajo de la cama, donde había encontrado las dairicas de oro y las comprometedoras cartas que Leontes había ocultado. Hércules se sorbió los mocos. En realidad, muchos de los que ahora estaban en el campamento griego habían estado en algún momento al servicio de Persia. Todos los días llegaban nuevos contingentes de mercenarios, además de la muchedumbre que acostumbraba a seguir a las tropas atraída por la perspectiva de participar en el pillaje: adivinos de tierra adentro, hombres escorpión de Egipto, ladrones y timadores, mendigos profesionales y toda clase de delincuentes.
– Acuden como moscas a una boñiga fresca -murmuró Hércules, apenado.
Había dicho lo mismo a Aristandro mientras su amo se vestía con la peluca dorada y el vestido de mujer: «El pequeño secreto del custodio de los secretos del rey», afirmaba divertido cada vez que lo hacía. Si el rey no lo necesitaba, Aristandro se maquillaba el rostro, se pintaba los labios y se ponía la peluca, el vestido y una capa. Le encantaban los zapatos con tacones de las hetairas, las cortesanas de Atenas, además de los brazaletes y anillos. ¡Aristandro era un tipo extraño! Su amo insinuaba que era un maestro de la magia negra y que podía invocar a los demonios, pero Hércules no se lo creía. Aristandro era un maestro del engaño. El enano temía que su amo se cansara de él y decidiera contratar a otro espía. Incluso había visto a algunos enanos entre los recién llegados. Había advertido a su amo sobre esas nuevas incorporaciones, pero Aristandro no le había hecho caso.
– El solo hecho de haber estado en Persia, no te convierte en un traidor -le había contestado Aristandro con la aguda voz de falsete que utilizaba como parte del disfraz. Y dándole un golpecito en el pecho, prosiguió-: tu trabajo, enanito mío, es descubrir a los traidores. Quiero saber por qué los sacrificios no son perfectos y, sobre todo, quién está matando a nuestros guías.
Hércules tenía sus órdenes. Había salido como una rata que husmea en la basura. Hasta ahora, había capturado presas pequeñas, como Leontes. Si le dejaran hacer, Hércules detendría a todos los físicos. El enano los odiaba. Siempre le miraban como una curiosidad, como a un monstruo. Bien, ¡a los físicos les valdría más no charlar tanto! Sólo estaban aquí porque Alejandro lo había ordenado y porque no tenían ningún otro lugar donde ir. Telamón era diferente. Hércules bebió otro trago de vino. Le gustaba Telamón: distante, un tanto frío, pero bondadoso, un hombre que le hablaba como a cualquier otro hombre, y no como a algo ridículo.
Aristandro pensaba de otra manera. Su amo le había señalado con una uña pintada.
– Créeme, Hércules -le había susurrado, mientras le sujetaba por el hombro haciéndole estornudar por el fuerte olor de su perfume-. Telamón es un hombre muy peligroso.
– ¿Por qué razón, amo? -preguntó Hércules, que tenía algunas veces la impresión de que al custodio de los secretos le agradaba la idea de verse como a un nuevo Sócrates, con su constante juego de preguntas y respuestas.
– Porque Telamón no tiene miedo de Alejandro -respondió Aristandro dejándose caer en un diván-. Y lo que es más importante, no me tiene miedo. Por dos buenas razones, y te puedo dar más si quieres. Telamón no cree en los dioses.
– Ni en la magia negra -añadió Hércules cínicamente.
Aristandro le había dado una bofetada por el comentario.
– Si él no cree en los dioses, hombrecillo, ¿cómo puede creer que Alejandro es hijo de un dios destinado a la gloria? Por último -añadió Aristandro-, Telamón piensa por su cuenta. Oh, lo sé todo de él. Cree en aquello que ve y siempre analiza todo lo que cree.
– ¿Por qué Alejandro le invitó a venir? -preguntó el enano.
– ¡No te hagas el estúpido! Es obvio. A Telamón, no se le puede sobornar. Si da su palabra, la mantendrá. Es un amigo de la juventud y, por encima de todo, dice a Alejandro la verdad y, como hemos discutido antes, eso puede ser muy peligroso.
Hércules inspiró profundamente; gozó con la fragancia. Le pesaban los párpados.
– ¿Por qué Telamón abandonó Mieza? -preguntó.
Aristandro, acomodado en su pose femenina favorita, con un codo apoyado en uno de los cojines del diván y los dedos separados, imitó el gesto elegante y displicente de una cortesana.
– Eso, mi querido enano, es algo que me encantaría saber. Es hijo de uno de los capitanes de Filipo, uno de sus favoritos, llamado Margolis, así que Telamón se unió a Alejandro en la escuela de Aristóteles en los huertos de Mieza. ¡Aristóteles! -exclamó-. Ese arrogante y zanquilargo filósofo. La cuestión es que un día se presentó Margolis y se llevó a su hijo, y aquel fue el final de la historia.
– ¿Qué edad tenía Telamón?
– Era un poco mayor que Alejandro. Unos catorce o quince años. Ni siquiera Olimpia sabe la verdad. Intentó sonsacarlo a Filipo pero él no soltó prenda.
Se quebró una ramita. Hércules se volvió rápidamente. Dejó la bota en el suelo y buscó la larga daga que llevaba sujeta al cinturón. Miró entre el follaje. El miedo le heló el sudor en la espalda. ¿Le habían seguido desde el campamento? No había nadie capaz de seguir a Hércules. ¿Quizás éste era diferente? ¿Se trataría de alguno a los que había interrogado? Un pájaro remontó el vuelo. Hércules exhaló un suspiro y volvió a sumirse en sus reflexiones. Su amo estaba descontento. Le había ordenado que averiguara todo lo posible sobre el físico, pero Telamón era desconfiado como un gato y astuto como una mangosta. No era dado a los cotilleos y a la charla; su comportamiento con aquel paje lo había dejado claro. Hércules había intentado ganarse su confianza, pero Telamón había dado sobradas pruebas de que prefería componérselas solo. Incluso había ido en persona a la jaula de los esclavos y había vuelto con aquella pelirroja. El enano se llevó las manos a la entrepierna. La esclava tenía muy buen cuerpo, y eso era otra de las cosas que Hércules echaba de menos: a las damas de la corte que, después de unas cuantas copas, se mostraban pródigas con sus favores. Aristandro le había advertido que se mantuviera apartado de las prostitutas que seguían al ejército.
«¡Tienen todas las enfermedades que hay bajo el sol y más! -había afirmado-. ¡No quiero que traigas aquí su inmundicia!»
A Aristandro le encantaba imitar a las mujeres, pero les tenía miedo, y Olimpia le aterrorizaba. ¡Olimpia! En más de una ocasión, había intentado decir su nombre al revés. ¿Cómo era? Ah, sí, AIPMILO. ¡No tenía sentido! A Hércules le gustaba muchísimo este juego. Entonces pasó a preocuparse por el espía Naihpat. Dicho a la inversa, se convertía en Taphian. Vaya, ¿dónde había escuchado antes ese nombre?
Bebió otro trago de vino. Si conseguía descubrir la identidad del traidor, su amo le recompensaría, se olvidaría de los insultos y los golpes, y quizás incluso le daría dinero para que fuera a visitar algunos de los burdeles en Sestos. Hércules se lamió los labios. Naihpat, Taphian. ¿Qué significaban? El enano sabía leer y escribir, pero, desde que Aristandro lo había sacado del teatro ambulante, la mayoría de su educación había consistido en escuchar en las puertas y ventanas de otras personas.
El gorjeo de los pájaros le molestaba. Alguna criatura se deslizó entre las hierbas, y vio fugazmente una piel. En honor a la verdad, se dijo Hércules, estoy borracho. Escuchó un sonido detrás de él, pero tardó en volverse porque estaba tapando la bota. Luego miró por encima del hombro. La red ya volaba por el aire. Cayó cubriendo al enano. Cuanto más se debatía, más se enredaba en las mallas. Hércules consiguió levantarse, pero volvió a caer. Vislumbró una sombra y gritó cuando recibió el primer garrotazo, que le aplastó la sien. Todavía gritaba cuando perdió el conocimiento. El asesino continuó descargando golpes hasta convertir el cráneo de Hércules en una masa sanguinolenta de hueso y sesos.
Casandra ató el vendaje en la muñeca de Telamón.
– No estoy de acuerdo -dijo el físico desatando el nudo-. Está demasiado apretado. Dificulta la circulación de la sangre y no permite que la herida respire. Además, si no se ha limpiado correctamente, también sellará la putrefacción en el interior. ¿Cuántas veces la cambiarías?
– Una vez cada dos días -respondió Casandra, cuyos ojos verdes mostraron una expresión divertida-. ¿Vas a decirme que está mal?
– Para un simple corte está bien, pero ¿para una herida? Yo cambiaría el vendaje, si es posible, al menos una vez al día, quizás incluso dos veces. Limpiaría la herida con una mezcla de vino fuerte, sal y miel.
A pesar de los dedos callosos, el toque de Casandra era suave. Desde su estallido contra Alejandro, Telamón había desviado amablemente la conversación hacia otros temas y la había interrogado a fondo sobre sus conocimientos de medicina.
– Has aprendido mucho. Te felicito -manifestó.
– Hubiese aprendido mucho más si Alejandro no hubiera incendiado Tebas -protestó Casandra encogiéndose de hombros-. Ahora parece que continuaremos con mi excelente educación. ¿Estás seguro de que no me quieres como tu compañera de cama?
Telamón le dio un golpecito muy cariñoso en la barbilla.
– Si respondo que sí, tú dirás que no. Si digo que no, tú pondrás el grito en el cielo.
– ¿Qué? ¿Acaso no soy bonita? No estoy diciendo que quiera serlo, pero ¿no soy bonita?
Telamón observó su rostro fuerte, limpio pero con la piel estropeada por el viento y el sol; algo pálida y con las mejillas un tanto hundidas por la desnutrición.
– Eres bien parecida -replicó-. Tendrías que comer un poco más, recuperar peso. ¿Tu familia murió en Tebas?
Casandra se tiró suavemente de la cabellera.
– No tengo familia. Cuando nací, me dejaron abandonada en la escalinata del templo de Atenea, la práctica habitual. Los guardias del templo me tomaron por la hija de un celta, posiblemente alguno de los mercenarios que contrataba la ciudad. Mi madre quizás era la hija, o la esposa, de algún respetable comerciante tebano. ¡Te vas a reír! -exclamó mirando de soslayo a Telamón-. Yo era el huevo de un cuervo colado en un nido ajeno. Si mi piel hubiese sido morena y mis cabellos oscuros, hubiese resultado más fácil de ocultar. Hay muchos hombres que no saben a ciencia cierta quiénes son sus padres, y supongo que lo mismo ocurre con muchas mujeres. Sin embargo, en una ciudad de personas de cabellos oscuros, un bebé con la piel clara y los cabellos rojos es algo que no es sencillo explicar.
– Es un milagro que no te pasara nada -opinó Telamón-. Los guardianes de los templos no son precisamente las más bondadosas de las personas.
– Tenía una lechuza apretada en mi pequeño puño -explicó la muchacha-, y otro amuleto idéntico colgado alrededor del cuello, así que los guardias sabían que había sido consagrada a Atenea; eso pasa con algunos de los bebés que abandonan. En cambio, casi todos los demás escapan en cuanto pueden.
– ¿Por qué no escapaste?
– ¿Adonde podía huir? Me consideraban un monstruo. Todo el mundo sabía, cuando… -Casandra hizo una pausa.
Telamón estaba seguro de que iba a revelarle su verdadero nombre.
– … incluso cuando iba al mercado -continuó-, los chiquillos me seguían y me gritaban cosas -confesó Casandra mientras cogía la venda y la enrollaba cuidadosamente-. En cualquier caso, me gustaba el templo. Tenía una habitación, una muda de ropa, buena comida y la gratitud de los pacientes. Disfrutaba con mi trabajo, casi nunca salía de Tebas y, de no haber sido por Alejandro, probablemente habría muerto allí, de vieja o de puro aburrimiento. ¿Qué me dices de ti, amo?
– Telamón. Mi nombre es Telamón.
– Sí, amo.
– Bien, supongo que será mejor que te lo cuente. Así no tendrás que escuchar las invenciones de Ptolomeo -manifestó Telamón exhalando un suspiro-. Mi padre era comandante de brigada en los Compañeros de a pie. Se llamaba Margolis. Era alto, con los cabellos negros como el plumaje del cuervo. Era compañero de copas de Filipo, un feroz guerrero, valiente como el que más en las batallas. Filipo envió a su hijo Alejandro a los huertos de Mieza, un paraíso rural, donde Cleito el Negro se encargaría de enseñarle instrucción militar, y recibiría la mejor educación que podía ofrecer Atenas a través de Aristóteles, el filósofo -precisó antes de hacer una pausa-. Se escogieron algunos compañeros que le acompañarían. Yo fui uno de ellos. Estuve allí durante tres años. No quería abandonar a mi madre -confesó exhalando un suspiro nostálgico-. Yo era hijo único, o al menos lo era en aquel momento. Estaba destinado a ser un erudito y un guerrero, así que la mitad de mi vida era agradable. Era un excelente estudiante. Sin embargo, cuando se trataba de las armas, de cómo manejar la daga, de la mejor manera de empuñar una lanza o arrojar la jabalina, era un inepto absoluto.
– ¿Eras un cobarde?
Telamón se rascó la barbilla.
– Sí, se podría decir que lo era. No me gustaba que me hirieran. No encontraba el menor sentido a causar heridas a otras personas. Prefería sentarme a los pies de Aristóteles y preguntarle cosas como: «¿Qué fue primero, el día o la noche? ¿Por qué el sol sale por el este y se pone por el oeste? ¿El mundo era un plato colgado entre el cielo y el infierno? ¿Quiénes eran los dioses?».
– ¿Eras bueno haciendo preguntas?
– Aristóteles decía que tenía un ojo infalible para los síntomas.
– ¿A qué se refería?
– Me hacía estudiar algo y después debía decirle lo que había aprendido con mis observaciones. ¿Por qué un grupo de árboles se inclina a la izquierda y no hacia la derecha? ¿Era esto obra del viento? ¿Se trataba de que las ramas buscaban el sol? Si un caballo galopaba de determinada manera, recogiendo las patas delanteras o volviendo la cabeza hacia un lado, ¿qué significaba? Luego preguntaba cosas de los sirvientes. ¿Por qué aquella persona ponía los ojos en blanco? ¿Qué podía deducir de las manos de aquella mujer? Yo disfrutaba muchísimo -aclaró riendo suavemente-. Aristóteles no sabía gran cosa del cuerpo humano, pero intentaba hacer creer lo contrario. Le intrigaba saber cómo fluía la sangre. ¿Era algo controlado por el cerebro, el corazón o algún otro humor corporal?
– ¿Qué pasaba con Alejandro?
– Él me protegía en el campo de ejercicios y, por mi parte, yo le ayudaba en sus estudios. Ambos leímos la Ilíada. Alejandro todavía está obsesionado con la obra -añadió con un tono desabrido-. Me encanta el poema, la forma en que los dioses se involucran en los asuntos humanos. Alejandro estaba fascinado con mi teoría de que Hornero tenía que haber sido un físico por su exactitud en la descripción de las heridas. Solíamos quedarnos levantados hasta altas horas de la noche, entretenidos en discutir las diferentes batallas. La madre de Alejandro le llenó la cabeza con la historia de que Aquiles era su antepasado y, por lo tanto, también el suyo. Alejandro comenzó a creer que él era Aquiles, un dios-hombre inmortal, el mayor de los guerreros en el mundo. A mí, por supuesto, me tocó el papel de Patroclo, el compañero y amante de Aquiles.
– ¿Erais amantes?
– Oh, nos abrazábamos, nos sentábamos cogidos del brazo o caminábamos cogidos de la mano. Siempre me pareció algo un tanto ridículo. Le dije a Alejandro que yo no era su Patroclo, pero que algún día lo encontraría.
– ¿Y ahora lo tiene en Hefestión?
Telamón asintió. Chasqueó la lengua sonoramente.
– ¿Por qué te marchaste?
– Por mucho que intente evitarlo -murmuró Telamón con expresión triste-, cada vez que lo explico, y tú eres la segunda mujer a quien se lo digo, las lágrimas acuden a mis ojos. El ejército había regresado a Pella, y mi padre con ellos. ¡Otra de las grandes victorias de Filipo! Ahora bien, mi padre tenía la costumbre de presentarse en Mieza a todo galope, con su gran yelmo y la coraza y la falda resplandecientes con la luz del sol. En aquella ocasión, no lo hizo. Yo me encontraba en el campo de ejercicios; practicábamos los lances de esgrima con espada de madera cuando apareció aquel hombre, con la barba y los cabellos largos. Se quedó allí mirándome, con los brazos inmóviles a los costados y los dedos engarfiados. Iba vestido como un campesino con una túnica y cordón anudado a la cintura. «¡Aquél es tu padre!», gritó uno de mis compañeros. Al principio, no me lo podía creer. Dejé caer la espada y el escudo y corrí a su encuentro. Él me cogió y me estrechó contra su pecho. Parecía diferente, olía diferente y sus ojos y la expresión de su rostro eran tristes. Sentí miedo. ¿Le había pasado algo a mamá? ¿A mi hermano menor? ¿A mi hermana? Él me apartó un poco, con la mirada fija en mi rostro. «No pasa nada, Telamón», susurró. «Regresas a casa.»
– ¿Había pasado algo malo? -preguntó la pelirroja.
– No. Teníamos una granja muy cerca de Pella y allí la tierra era muy fértil, pero mi madre desconfiaba tanto como yo. Me explicó que mi padre había regresado vestido con una sencilla túnica. Había devuelto las armas, la armadura y el caballo a Filipo. Juró que nunca más volvería a matar y abandonó el palacio. Filipo creyó que estaba herido, que había recibido un golpe en la cabeza. Vino a visitarnos y Alejandro le acompañó. Escuché como discutían a grandes voces. Filipo, sin embargo, quería a mi padre. Manifestó que no se opondría a su decisión. Si hubiera cualquier cosa que deseara…; pero mi padre nunca se lo pidió. Volvió a convertirse en un granjero, interesado en las cosechas y los animales. Un día lo encontré con un cordero recién nacido. Estaba sentado con la espalda apoyada en una pared. Acunaba al cordero y las lágrimas resbalan por su rostro -apuntó Telamón sacudiendo la cabeza-. Se había convertido en otra persona. No mataba nada. Dejó de comer carne. Nos permitía sacrificar un animal para las fiestas, pero nunca probaba la carne. Nunca hablaba del ejército. No quería espadas ni escudos en la casa. Nunca visitaba los templos. En cambio, iba hasta los sembrados de cebada, alzaba las manos y, por lo que se me alcanza, adoraba al cielo.
– ¿Nunca descubriste por qué?
– Nunca. Había ocurrido algo que cambió su vida para siempre. Nunca lo mencionó. «Macedonia se ha convertido en el templo de la guerra», comentó en una ocasión. «Tú, Telamón, nunca seas un soldado.» En eso estuvimos de acuerdo -precisó sonriendo-. Yo quería estudiar medicina y mi padre puso toda su riqueza a mi disposición. Asistí a todas las grandes escuelas médicas: Atenas, Corinto, la isla de Cos… Durante mis años de estudio, murieron mi padre y mi hermano, pero entonces ya me había alejado de mi familia.
Telamón hizo una pausa cuando escuchó ruidos en el exterior: el toque de una trompeta, los gritos de un oficial y un coro de carcajadas.
– Me convertí en un viajero con una inmensa sed de conocimientos, como un granjero que separa el grano malo del bueno, y aprendí todo lo que pude sobre el cuerpo humano -proclamó esbozando una sonrisa-. Mientras lo hacía, también aprendí un poco del alma humana. Vagué como una pluma arrastrada por el viento hasta que visité Tebas en Egipto. Un lugar de maravillas, Casandra -manifestó sacudiendo la cabeza-: templos y estatuas que se elevan al cielo; obeliscos recubiertos de oro para reflejar la luz del sol; las enormes necrópolis, las casas de la vida en los templos… Aprendí muchísimo de medicina. También encontré al gran amor de mi vida -confesó advirtiendo la sorpresa en el rostro de Casandra-. Oh sí, amé y fui amado; su nombre era Anula, una muchacha del templo, una ¡hetaira!
– ¿Era hermosa?
– Las doncellas egipcias se afeitan la cabeza. Ella siempre llevaba una peluca empapada de aceite y sujeta con un precioso cordoncillo de plata. Una gargantilla de oro y piedras preciosas rodeaba su cuello. Sabía cantar y bailar. Era alegre. Tenía que estar con ella todo el tiempo y ella conmigo -apuntó con un tono áspero de voz.
– ¿Murió?
– No -contestó dejando escapar un suspiro-. Fue asesinada. Maté al oficial persa que la asesinó. Escapé a Chipre; allí fue donde me encontraron los agentes de Olimpia. Dijeron que me necesitaban en Macedonia, así que regresé a casa. Viajo ligero de equipo -precisó señalando a un costado de la tienda-. Mi maletín de medicina, un par de cofres con libros y manuscritos, las prendas que puedo comprar… -en ese momento, Telamón se inclinó hacia adelante y tironeó de los cabellos de Casandra-. Ah, por cierto, te pagaré por mes, si sobrevivimos. Si nos encontramos con el enemigo y vencemos, las cosas irán bien. Si todo indica que seremos derrotados, bueno, hay una cosa que tenemos en común, Casandra, buenas piernas: ¡correremos!
La muchacha se echó a reír.
– ¿Viniste aquí porque Olimpia te lo pidió?
– No, vine aquí por diversas razones. No tenía ningún otro lugar al que ir. Sentía curiosidad por lo que haría Alejandro y, para ser del todo sincero, quería averiguar lo que le había pasado a mi padre. Espero que Alejandro me lo diga.
Telamón se volvió al escuchar el ruido de las armaduras. Levantaron la tela de la entrada de la tienda. Entró Alejandro. Dio unas palmadas, miró a su alrededor, y mostró una sonrisa de oreja a oreja.
– He venido a darte las gracias, Telamón. He dormido como un recién nacido -proclamó al tiempo que se acercaba y contenía a Telamón cuando amagó levantarse-. Bueno, ¿qué opinas de tu paciente?
Alejandro había cambiado. Le habían cortado y aceitado la cabellera dorada; olía a un perfume exótico. Se había vestido con una túnica blanca con vivos de oro que le llegaba por debajo de las rodillas y recias sandalias de marcha; en la muñeca izquierda, llevaba una gruesa pulsera de plata con la forma de una pitón; los anillos resplandecían en los dedos. Apoyó una mano en el hombro de Telamón.
– ¿Tus sueños eran ciertos, Telamón? No me mentiste, ¿verdad? -preguntó inclinándose hacia el físico-. ¿Viste a Filipo? ¿Te dijo que cruzara?
Telamón asintió.
– ¿Y el toro? ¿El sacrificio?
– Del blanco más puro -contestó Telamón-. Ha de ser custodiado con gran celo.
– Ya he encomendado a Ptolomeo que se ocupe de ello -advirtió Alejandro dando unas palmaditas en el hombro de Telamón y volviéndose hacia Casandra-. ¿Ésta es tu pelirroja? Parece una muchacha fuerte.
– ¿Qué debo hacer, Su Majestad, arrodillarme?
Telamón cerró los ojos. Alejandro prefirió ignorar el sarcasmo. Sujetó la barbilla de Casandra entre sus manos. Ella lo miró con fiereza.
– Tú eres de Tebas, ¿no es así? -preguntó haciendo una mueca-. Aquello fue una lección por su arrogancia. Perdí el control, pero ellos estaban ligados por su juramento.
– ¿Mantendrías el juramento hecho a un conquistador? -replicó Casandra-. Los que quedan de Tebas viven como cerdos en aquella jaula.
Alejandro ladeó la cabeza y observó atentamente a la muchacha.
– ¿Cómo te llamas?
– Casandra.
– Ah, la profetisa de las desgracias. ¿Es tu verdadero nombre?
– Es mi nombre.
– Me recuerdas un poco a Olimpia, mi madre. ¿Qué debo hacer contigo, Casandra? ¿Abofetearte por tu insolencia?
El físico contuvo la respiración. Alejandro parecía estar furioso con la muchacha.
– ¿Devolverte a la pocilga? Te diré lo que haré -contestó bajando un poco la voz-. ¡Aristandro! -exclamó por encima del hombro.
El custodio de los secretos entró apresuradamente con un pequeño cesto de mimbre en las manos. La mirada de Alejandro no se apartó ni por un instante del rostro de Casandra.
– ¡Destapa el cesto, Aristandro!
El nigromante lo destapó.
– Enseña a Casandra lo que he traído.
Aristandro le acercó el cesto. Alejandro soltó el rostro de Casandra. La muchacha cogió los objetos que había en el cesto: hebillas para el pelo con forma de saltamontes labradas en plata, un peine de marfil, un espejo de mano con el mango de oro y una jarrita con un tapón lacrado.
– Es una mezcla de olíbano y almizcle -le explicó Alejandro-. Mis regalos para ti, Casandra. No he traído nada para Telamón -añadió sonriendo a la pelirroja con una expresión displicente-. ¡Tienes una lengua muy afilada! Aristandro, ve a la pocilga. Da a cada uno de los prisioneros una pieza de plata, un poco de pan y carne en una servilleta. Se pueden lavar en el mar. Una túnica -añadió el rey, que fue contando con los dedos-, una capa, un par de sandalias y un bastón para cada uno. Diles que quedan en libertad, que pueden ir donde les plazca.
Casandra continuó mirándole con un aire de desafío. Alejandro fue a tocarla de nuevo, pero la muchacha se encogió. El rey le palmeó el hombro.
– Sé cómo te sientes. A veces, como le sucedía a mi padre, la cólera me ciega. El sacrificio será perfecto -manifestó Alejandro rebosante de energía, como si quisiera convencerse a sí mismo-. He ordenado a los alguaciles del campamento que expulsen a todos los indeseables.
Telamón, distraído, arrugó la nariz al percibir un olor acre que se colaba en la tienda.
– Lo sé -murmuró Alejandro-. Están quemando a los muertos, no sólo a aquellos que fueron asesinados. Hay enfermos en el campamento; es hora de marcharnos. En cualquier caso, Telamón, quiero recompensarte, ¿no es así, Aristandro? Iremos a comer al campo, pero sólo algunos escogidos. La señora Antígona ha aceptado ser mi agasajada. Los cocineros han estado atareados con los preparativos: vino, pato asado, frutas y pan recién cocido. Dejaremos atrás el hedor del campamento. Sólo tú, Telamón. Casandra ya ha recibido su recompensa.
El rey no estaba dispuesto a aceptar una negativa. Salió de la tienda al tiempo que hacía un ademán a Telamón para que lo siguiera.
– ¿Qué asesinatos? -susurró Casandra.
– Ya te lo explicaré cuando vuelva.
Telamón siguió al rey al exterior. Hefestión esperaba en compañía de Antígona. El rey se puso una capa militar y se tapó con la capucha.
– No quiero que adviertan mi presencia -declaró-. Los mozos nos esperan.
Abandonaron el recinto real. En la entrada, los pajes de Alejandro le ayudaron a armarse: un cinturón con una espada con la empuñadura de marfil y una daga, ambas en sus vainas de plata. Hefestión se armó de igual forma. Alejandro arrojó un cinturón con una espada al físico.
– Para que cortes leña -bromeó.
Entraron en el campamento. Ya había pasado el mediodía y la mayoría de los hombres descansaba allí donde la sombra protegía del sol ardiente. La fuerte brisa marina ayudaba a refrescar el ambiente, aunque traía con ella el repugnante olor y nubes de humo negro de las piras funerarias que ardían en los acantilados.
Alejandro avanzó rápidamente por los angostos senderos y cruzó las líneas de los centinelas para ir al bosquecillo, donde Telamón se había reunido con Aristandro a primera hora del día. Allí aguardaban los mozos con los caballos. El animal de Alejandro era un precioso bayo con los arneses con tachones de plata y una montura hecha de piel de leopardo. Hefestión montaba otro bayo con las riendas bruñidas, enjaezado con una piel de oveja blanca como la nieve. Para la señora Antígona, había un palafrén. Alejandro la ayudó a montar. Aristandro tenía lo que él llamó «un desgraciado jamelgo». A Telamón le dieron un brioso animal de dos años que Alejandro había bautizado con el nombre de Relámpago. Telamón lo miró de reojo. El caballo era hermoso, negro como la noche, con las riendas del mismo color con tachones de plata y una gruesa manta de montar roja.
– No soy un jinete.
– Es un buen caballo -replicó Alejandro ofreciéndole las riendas-. Es mi regalo para ti.
Telamón cogió las riendas y, con la ayuda de un mozo, lo montó. El animal era muy dócil y estaba bien adiestrado. Resopló y sacudió la cabeza. El físico se inclinó para palmearle el cuello.
– Así es como se hace -comentó Alejandro-. Nunca maltrates un caballo.
Hefestión estaba llamando a la escolta: dos oficiales de caballería de la brigada de los Compañeros, vestidos con una túnica gris con vivos rojos, una coraza de cuero blanco y una falda del mismo material y color. Ambos llevaban cintos rojos, que era el color del regimiento. Cada uno llevaba un yelmo boecio e iba armado con una espada y una lanza corta.
– ¿Es escolta suficiente? -preguntó Aristandro.
Alejandro lo miró por encima del hombro.
– Quiero llamar tan poco la atención como sea posible. Es suficiente -declaró montando el bayo y dando la señal de marcha.
Hefestión llevaba de la rienda a la acémila cargada con las vituallas. Alejandro y él se reían de algo que había ocurrido en el transcurso de la mañana. El rey se comportaba como si se hubiera levantado fresco como un pájaro; no se hizo referencia alguna a su enfermedad o a los ataques de pánico. Dejaron atrás el bullicio de los alrededores del campamento. Los caminos y los senderos estaban atestados con caravanas de acémilas y columnas de hombres que marchaban. Por supuesto, el rey fue reconocido; los hombres se apartaban y golpeaban los escudos con las espadas o levantaban las lanzas en un saludo. Alejandro estaba de buen humor y se detenía una y otra vez para conversar con la tropa. Cuando veía a algún conocido, lo llamaba por el nombre, le preguntaba por la familia y comentaban lo que esperaban conseguir.
Antígona arrimó su palafrén a la montura de Telamón y se quitó la capucha. Estaba preciosa, con el viento alborotándole los cabellos rojizos, los ojos brillantes y las mejillas arreboladas.
– Es muy agradable estar lejos del campamento, Telamón. Me han dicho que has estado ocupado, que el rey necesitó de tus servicios y que te has buscado una compañera.
– El rey no tenía nada que no pudieran curar unas cuantas horas de sueño profundo y sin sobresaltos -contestó Telamón.
– ¡Mirad, un buen presagio!
Hefestión señalaba hacia el cielo, donde un águila planeaba en el viento, mientras escrutaba el llano en busca de una presa. Aristandro asintió. Intentó disertar sobre por qué las águilas traían buena suerte, pero nadie le hizo mucho caso. Hefestión tenía problemas con la acémila y Alejandro le tomaba el pelo.
– Si no eres capaz de dominar a una pobre bestia, ¿cómo puedes mandar a una brigada?
Hefestión le replicó con una obscenidad. Alejandro soltó la carcajada y se volvió para señalar el panorama.
– ¡Una buena tierra! -gritó por encima del hombro-. Al menos, para la caza. Mirad cuántas variedades de árboles: olmos, robles, fresnos, laureles y abetos -manifestó señalando los bosquecillos que salpicaban la ondulada llanura de hierba-. Unos cuantos arroyos y ríos más y cualquiera diría que hemos vuelto a Macedonia.
Telamón recordó las llanuras, los ríos caudalosos, las marismas y los enormes bosques de su tierra natal. Sacudió la cabeza.
– Las llanuras de Tracia -susurró- nunca me harán añorar mi casa.
En cualquier caso, la campiña era agradable. Aquí y allá se veía alguna casa de campo donde se cultivaba, aunque la mayoría de los campesinos habían escapado a los pueblos cuando apareció el ejército de Alejandro. Había tramos del camino que estaban bordeados de abetos que ofrecían una sombra mitigante del calor de aquella mañana, que a Telamón se le hacía cada vez más difícil soportar. Lamentó que en las prisas por salir del campamento se hubiera olvidado el sombrero de alas anchas que muchos de sus compatriotas usaban para protegerse del sol.
– ¿Por qué Alejandro ha decidido dar este paseo? -preguntó a Aristandro, quien cabalgaba en su jamelgo, sumido en sus pensamientos.
– Su Excelencia -respondió Aristandro en un tono sardónico- siempre se ha caracterizado por su impetuosidad. Lamento que decidiera no traer más guardias -apuntó mirando por encima del hombro a los dos oficiales de caballería, que charlaban alegremente como niños a los que llevan de excursión.
– El campamento está cerca -señaló Telamón-. Aquí no corremos ningún peligro.
Aristandro sacudió la cabeza, como si tuviera dudas.
– Un rey nunca está seguro -comentó-. También estoy preocupado por mi enano, Hércules. Lleva horas sin dar señales. ¿Lo has visto esta mañana, Telamón? ¿Cuándo fuiste a la jaula de los esclavos para escoger a esa perra pelirroja?
– Casandra. Mi amiga y ayudante se llama Casandra.
– Y el mío es Hércules, quien parece haber desaparecido -replicó el custodio de los secretos vivamente-. Todos tenemos cosas más importantes que hacer que trotar por un camino como un hatajo de palurdos campesinos. Mi señora -preguntó a Antígona-, ¿los guías continúan asustados?
– Después de ver morir asesinados a dos de ellos, y sus cuerpos consumidos en la pira funeraria, es lógico que lo estén. Además, tienen la sensación de que ya no se confía en ellos.
– ¡Ah! ¿Te refieres a los tesalios que ahora los protegen?
– O los vigilan para que no deserten.
– Es la misma cosa -murmuró Aristandro encogiéndose de hombros mientras sujetaba las riendas con mano firme-. Todos estamos metidos en el mismo baile, rodeados por hombres armados -apuntó avivando al caballo para ir a cabalgar junto a Alejandro.
– ¿Por qué viniste aquí? -preguntó Telamón a Antígona-. ¿Por qué sencillamente no esperaste a que el rey cruzara el Helesponto?
– Soy griega de nacimiento -respondió la sacerdotisa sonriendo-. Por crianza y educación. También soy pariente lejana de Alejandro -añadió ampliando su sonrisa-. Conocí muy bien a su padre. No, no -aclaró levantando una mano en un gesto cargado de delicadeza-, ¡no de esa manera! Filipo cruzaba el Helesponto muy a menudo para inspeccionar las tropas y establecer una cabeza de puente. Me había encontrado antes con él; gracias a su influencia, me dieron el templo en Troya. Por supuesto, todo el mundo viene a Troya, incluido Filipo. Esto fue hace unos cinco años. Me trajo a mis dos doncellas tesalias: Aspasia y Selena. Filipo venía a visitarme, a rendir culto a la diosa y a hablar. ¡No sabes cuánto hablaba Filipo! Decía que marcharía hasta los confines del mundo y lo haría resonar con sus victorias. Rogaba para que un segundo Hornero cantara sus éxitos.
– ¿Alguna vez te dijo por qué?
– Filipo era un niño en un cuerpo de hombre -contestó Antígona-. Casi tanto como Alejandro -apuntó bajando el tono de voz-. Se veía a sí mismo como el gran héroe. El nuevo Agamenón que viviría tantas aventuras como Ulises. Yo solía burlarme y le decía que en realidad su único deseo era alejarse lo máximo posible de Olimpia. Nunca lo tomó a mal -apuntó sacudiendo la cabeza y mirando a lo lejos-. Era de una generosidad increíble. ¿Conoces la historia de Queronea? -preguntó sin esperar la respuesta-. Filipo derrotó a los ejércitos unidos de Grecia y se emborrachó. Comenzó a bailar por el campo de batalla. Un cautivo ateniense, Demades, gritó que Filipo se estaba comportando como un bárbaro, sin demostrar el menor respeto por los muertos. Cualquier otro rey hubiera mandado que le cortaran la cabeza. Filipo recuperó la sobriedad en el acto. Se disculpó por su comportamiento, liberó a Demades, lo colmó de riquezas y lo envió de regreso a Atenas como su representante.
– ¿Estás hablando otra vez de mi padre? -preguntó Alejandro, que había estado escuchando la conversación a pesar del ruido de los cascos y la charla de sus compañeros-. ¿A ti también te encantó, Antígona?
– Encantaba a todo el mundo -respondió la mujer-. Algunas veces, me llevaba a navegar en una barca de pesca. Pescaba la cena y la cocinaba.
Alejandro se encogió de hombros despreocupadamente y fue a reunirse otra vez con Hefestión.
– Sin embargo, Alejandro no es Filipo -susurró Telamón-. ¿Por qué has venido?
– Traje a los guías. También traje información y, por encima de todo lo demás, me traje a mí misma, una señal de buena fortuna -avisó acercándose un poco más-. Créeme, Telamón, Alejandro necesitará toda la buena fortuna que los dioses quieran concederle.
– ¿Qué me dices de las doncellas tesalias que fueron asesinadas antes de llegar a Troya? ¿Por qué Filipo reinstauró la costumbre? -preguntó el físico.
– Quería más compañeras -contestó Antígona-. Te dije cómo recogía la información. Aspasia y Selena interrogan a los viajeros, sobre todo a aquellos que llegan de la corte persa. Filipo quería que las tesalias no sólo fueran buenas compañeras para mí, sino que también escucharan y transmitieran sus informes.
– ¿Eres una espía macedonia, mi señora?
– Soy sacerdotisa de Atenea -respondió con una sonrisa que inundaba sus ojos-. Por supuesto que soy una espía macedonia, y los persas no pueden tocarme. Si alguien quiere entrar en contacto con Alejandro o las ciudades de Grecia, acude al templo de Atenea en Troya.
– ¿Te sorprendiste cuando uno de los generales de Memnón acudió a ti?
– ¡Ah sí, el renegado! Tiene a un jefe de caballería, Lisias, quien, creo, quiere cambiar de bando. Tenía que reunirse con Alejandro en Troya. Sin embargo, le avisé del cambio en los planes. Lisias había sido traicionado, probablemente por el espía cercano a Alejandro.
– ¿Sospechas quién puede ser el espía?
– Nadie lo sabe -replicó Antígona con un tono brusco-. Sea quien sea, lleva activo desde hace tiempo. Filipo también tuvo que soportar las actividades del mismo traidor. El rey no sabe si sólo es una persona, o si son dos o incluso una red.
– ¿Qué me dices de sus compañeros? -inquirió Telamón intrigado por el alcance de la traición.
– Corren algunos rumores. Hay quien murmura el nombre de Aristandro. Incluso he llegado a escuchar el nombre de Olimpia.
– ¿Olimpia?
– En los últimos años, odiaba a Filipo. Tenía muchas reservas sobre la campaña de su hijo. Lo mismo pasa con otros. Mira a tu alrededor, Telamón: los físicos con quienes te codeas, los compañeros de copas de Alejandro… ¿Has escuchado hablar de Parmenio?
– ¿El general de Alejandro en Asia, el comandante de la cabeza de puente?
– ¿Sabes cuántas veces intentó contratar guías? Al menos cinco. Fracasó en todas. En una ocasión, contrató sin saberlo a hombres al servicio de Persia y tuvo que retirarse ante las tropas de Memnón -apuntó Antígona tirando de las riendas-. Oh no, las señales no son buenas. No todos quieren que Alejandro marche hasta el confín del mundo.
Telamón se inclinó para palmear el pescuezo del caballo. La situación comenzaba a aclararse. Recordó la expresión de astucia en el rostro de Ptolomeo y los ojos asustados de Perdicles. ¿Había cometido un error esta mañana? ¿Alejandro había sido sólo la víctima del exceso de bebida y una pesadilla? ¿O se trataba de algún veneno muy sutil? Telamón miró hacia el cielo. Por primera vez desde su llegada, se preguntó si el mundo del que le había rescatado estaba a punto de abatirse sobre él para atraparlo de una vez por todas.