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«Memnón, el rodio, famoso por sus dotes militares, abogaba por una política de no librar combates abiertos… mientras que, al mismo tiempo, planteaba el envío de fuerzas navales y terrestres a Macedonia y trasladar el impacto de la guerra a Europa.»
Diodoro Sículo, Biblioteca histórica, libro 17, capítulo 18
Droxenius y sus cuatro compañeros sudaban la gota gorda. Trotaban bajo el sol, cargados con las armaduras a los hombros. Ahora se detuvieron a la sombra de una higuera. Droxenius se quitó la túnica y los demás hicieron lo mismo. Movieron los cuerpos empapados para aprovechar al máximo el frescor de la brisa. Vestidos sólo con los taparrabos y calzados con las recias sandalias de marcha, las armaduras y las armas apiladas a un lado, compartieron el pan duro y el áspero vino. Droxenius se encargó de cortar el pan y le echó una pequeña cantidad de la valiosa sal con una ancha hoja a modo de salero. Levantó el trozo de pan en un saludo a sus camaradas.
– ¡Por los muertos! -murmuró.
– ¡Por los muertos! -corearon los demás.
Acabaron de comer el pan y la sal y vaciaron el pellejo de vino y lo arrojaron a un lado. Después miraron hacia el sol y escucharon con unción mientras su líder entonaba un himno de alabanza al gran conquistador y siempre victorioso Apolo. Droxenius cogió la espada y la sostuvo de manera que la hoja brillara al sol. Luego bajó el arma y miró a su alrededor, con una mirada triste.
– Si cualquiera de vosotros quiere marchar…
– Ya tienes nuestra respuesta -replicó uno de sus compañeros mientras cogía un puñado de hierba que utilizó para secarse-. ¡Victoria o muerte!
– Muy bien -replicó Droxenius sonriendo-. Vamos a reflexionar unos minutos.
Se levantó para ir hasta el límite de la sombra. La mente del capitán de los mercenarios estaba llena de recuerdos e imágenes. Los fantasmas se agrupaban a su alrededor: su bella esposa, su hermana y su hermano, las facciones rudas de su abuelo; la casa, cerca del Cadmea en Tebas, con las paredes encaladas, los patios y los huertos en flor, todo convertido ahora en una masa de cenizas y restos calcinados. Él y sus compañeros habían jurado por la tierra, el cielo, el agua y el fuego, por lo más sagrado, que vengarían la destrucción. A pesar de que la venganza era la razón de su vida, a Droxenius le resultaba difícil pensar en la muerte en un día como éste. El esplendor de la hierba que se extendía ante sus ojos, amarillenta por el sol, y la alfombra de jacintos y azafrán como un mar de pétalos azules y naranjas, los frondosos árboles, los tamariscos con sus capullos de colores vivos, los diferentes tonos verdes de los sauces y los olmos, todo evocaba recuerdos de días felices.
Uno de los compañeros se le acercó.
– Somos muy afortunados. ¿Cómo lo has sabido?
– El tirano es impetuoso -respondió Droxenius, sin volverse-. Es la única debilidad de Alejandro. Lo ha hecho antes, esto de salir a cabalgar hacia lo desconocido con un puñado de compañeros. Algunas personas dicen que es un gesto de amistad. Otros, que necesita alejarse para pensar. Da igual. Ahora se nos presenta la ocasión, nuestra gran oportunidad. Nunca tendremos otra -sentenció mirando hacia el cielo.
– ¿Qué haremos si salimos victoriosos? -preguntó el mercenario.
– Nos abriremos paso hasta la costa. Robaremos una barca o capturaremos un pesquero, y regresaremos para reclamar nuestra recompensa. No hace falta decir nada más.
Volvieron a reunirse con los demás y se prepararon para el combate. Se pusieron las túnicas y, encima de éstas, las corazas de placas de bronce. Cada uno ayudaba al otro: unían las dos mitades de la coraza, ataban los lazos, aseguraban los cierres de los hombros y abrochaban la correa que rodeaba la cintura para mantener unida toda la estructura. Se colocaron las faldas de guerra, que caían como una cortina de correas de cuero hasta las rodillas, y se ciñeron los cinturones con las espadas. Ataron bien las sandalias y se sujetaron las espinilleras de bronce acolchadas para protegerse las piernas. Luego recogieron los escudos y deslizaron los brazos por las correas, para después equilibrarlos cuidadosamente y asegurarse de que las correas aguantaban. Formaron un círculo, Droxenius tendió la mano con la palma hacia arriba y los cuatro compañeros la cubrieron con las suyas.
– Se tiene que hacer -susurró Droxenius-. ¡Así que, a por él!
Recogieron los grandes yelmos corintios con los penachos rígidos, cada uno teñido de un color diferente. Los yelmos transformaron completamente su apariencia y ahora parecían la encarnación de los dioses de la guerra. Los pesados yelmos les tapaban las orejas y gran parte de sus rostros quedaba oculta por el ancho protector de la nariz, que les llegaba hasta el labio superior. Droxenius volteó el escudo y contempló la cara de la gorgona pintada en el frente.
– Si esta cara -musitó- bastara para convertir a mis enemigos en piedra…
Desenvainó la espada. Los demás hicieron lo mismo y, detrás de su líder, cruzaron el campo. Los arbustos y los árboles los ocultaron mientras avanzaban sigilosos como lobos hacia la guardia de Alejandro.
Telamón estaba sentado a la sombra de un roble. Contemplaba el alegre fluir de las aguas del arroyo que corría unos pocos pasos más allá. Se habían quitado las sandalias y, después de lavarse los pies, habían saciado la sed. Hefestión se había encargado de repartir las viandas. Aristandro estaba de mal humor y rezongaba quejándose de que no le veía ningún sentido a todo esto. Antígona y Telamón se comieron el último trozo de queso, sumidos en sus pensamientos. Alejandro y Hefestión estaban sentados, como dos chiquillos, con las cabezas juntas. El rey le daba instrucciones sobre lo que aún quedaba por hacer. Telamón decidió no hacer caso de las protestas de Aristandro y se reclinó en el tronco del árbol.
– ¿Lo has escuchado? -le preguntó Alejandro-. Hefestión dice que sólo disponemos de provisiones para otros treinta días. Después tendremos que comenzar a vivir de lo que dé la tierra.
– Mis noticias todavía son peores, mi señor -respondió Telamón, sin siquiera molestarse en abrir los ojos y espantando a una mosca molesta-. Si nos quedamos mucho más, el campamento se volverá inhabitable. Las letrinas rebasarán su capacidad y, con el aumento de la temperatura, las enfermedades no tardarán en propagarse.
– ¡Hay que hacer el sacrificio! -insistió Alejandro-. ¡Después marcharemos!
Telamón abrió los ojos. Había oído un ruido al otro lado de la cumbre de la colina, donde se encontraban los guardaespaldas reales. ¿Había sido un grito? ¿El estrépito de metales? Hefestión y los demás no hicieron caso, pero Alejandro se volvió, con la expresión de un sabueso, y murmuró algo por lo bajo. El físico estaba seguro de que había sido una maldición. Aristandro advirtió la inquietud de Telamón.
– ¿Qué pasa?
Telamón se levantó y caminó alrededor del roble, con la mirada puesta en la colina. Atisbo un movimiento; se le secó la boca. Cinco figuras aparecieron en la cumbre. Por alguna razón, recordó inmediatamente unas líneas del poema de Hornero: la sorpresa de los troyanos cuando Aquiles abandonó su tienda y avanzó hacia ellos. Durante unos segundos, las cinco figuras permanecieron allí, oscuras y siniestras, recortadas contra el cielo. Hefestión se levantó de un salto.
– Quizá sea un grupo que viene del campamento -opinó.
Telamón miró hacia donde estaban los caballos maneados, sin los arreos ni las monturas.
– Ni lo pienses -le dijo Alejandro en voz baja secándose el sudor de las manos en la túnica-. Los caballos se espantarán y tendremos que cabalgar cuesta arriba. ¡Serán más un incordio que una ayuda!
Telamón miró por encima del hombro. Antígona no había dicho ni una palabra. Permanecía inmóvil, con los ojos muy abiertos y el rostro pálido; movía los labios silenciosamente como si recitara una plegaria.
– No provienen del campamento -afirmó Telamón-. No creo que vengan a traernos vino y pan fresco. Los dos guardaespaldas tienen que estar muertos. Han venido a matarnos.
Las cinco figuras avanzaron, no en una carga, sino sin prisas, cuidadosamente. La brisa trajo el tintineo de las armaduras y el escalofriante roce de las sandalias en la hierba. Los cinco iban armados como los hoplitas. No llevaban capas y se movían como un solo hombre, separados por menos de un palmo. El sol brillaba en las espadas desenvainadas y en los escudos sostenidos contra los pechos.
– Son mercenarios -murmuró Alejandro-. Mirad cómo van vestidos, los anticuados yelmos, cómo llevan los escudos, ni demasiado altos ni demasiado bajos, con los cuerpos ligeramente vueltos, preparados para unir los escudos como protección ante una lluvia de flechas.
– ¡Éste no es un campo de ejercicios! -exclamó Aristandro-. Tendríamos que haber traído arcos y flechas y más guardaespaldas.
Alejandro sonrió, mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies.
– Podríamos correr más rápido que ellos -sugirió Hefestión.
– Tú y yo, quizá, Telamón, sí -respondió el rey-. ¿Pero Aristandro y Antígona? En cualquier caso, Alejandro de Macedonia no escapa ante nadie.
Telamón estaba bañado en sudor, con la garganta reseca. Recordó la daga que había desenfundado en la taberna de Tebas y cómo la había clavado tan rápido, tan fácilmente en el cuerpo de aquel oficial persa. ¿Podría volver a hacer lo mismo? A pesar del miedo, estaba fascinado por la reacción de Alejandro; el rey se divertía, disfrutaba con la proximidad del combate.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Hefestión.
Los cinco hoplitas continuaban avanzando lentamente y con paso mesurado. Telamón distinguió los ojos brillantes y los rostros barbudos. Percibió el olor -sudor y cuero- y se preguntó quién los había enviado.
– Tendremos que pelear-advirtió Alejandro acercándose a las armas y desenvainando la espada con el pomo de marfil, al tiempo que recogía la capa y se la envolvía en el brazo izquierdo y Hefestión y Telamón le imitaban-. Aristandro -ordenó el monarca-, llévate a Antígona al otro lado del arroyo. Camina hacia los caballos. Si esto resulta como no debiera, ¡haz lo que puedas!
– Puedo pelear -afirmó la sacerdotisa-. Tengo una daga.
– ¡Entonces reza para que no tengas que emplearla en ti misma! -bromeó Hefestión.
Alejandro se apartó de la sombra del roble y fue hasta el pie de la colina.
– ¡Hefestión, tú a la izquierda! ¡Telamón, a la derecha! -ordenó-. Haced exactamente lo que os diga. Debemos detenerlos antes de que acaben de bajar la cuesta. Si tienen que pelear en la pendiente, se sentirán inseguros.
Alejandro avanzó con paso enérgico, la espada junto a la pierna. Telamón hizo una pausa para secarse el sudor de las manos. Empuñó la espada y siguió al rey. Alejandro escogió su posición: con el roble a la espalda. Telamón a la derecha, Hefestión a la izquierda. Esperaba con un pie adelantado y balanceando la espada atrás y adelante. Telamón miró por encima del hombro. Aristandro y Antígona habían cruzado el arroyo. Los cinco mercenarios parecían un tanto desconcertados por la confianza de Alejandro. El cabecilla se detuvo. A sus compañeros y a él les costaba mantener el equilibrio en la fuerte pendiente de la colina. Se detuvieron en una línea silenciosa. Telamón los observó por turnos. Por la manera de caminar, las armaduras abolladas, la manera de sostener los escudos, los cuerpos ligeramente vueltos y las espadas por delante, los identificó como veteranos que vendían sus servicios por todo el mar Medio.
– ¡Compañeros griegos! ¡Soldados! -gritó Alejandro-. ¿Qué asunto os trae aquí? ¿Pertenecéis al campamento.
El líder, con el penacho teñido de un color rojo sangre, se adelantó. Telamón vio su rostro barbudo y sus ojos brillantes; también entrevió una cicatriz que ya había visto antes: recordó al soldado que había estado de guardia en la entrada de la jaula de los esclavos por la mañana.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Alejandro al cabecilla-. ¿Por qué estás aquí?
– Mi nombre es Droxenius -contestó el jefe-. No pertenecemos a tu campamento. Somos de Tebas.
– ¡ Ah! -replicó Alejandro exhalando un profundo suspiro-. ¿La sangre de tus seres queridos mancha mis manos?
Droxenius asintió.
– ¿Has venido por tu cuenta o te enviaron?
– Traemos un mensaje del general Memnón.
– Ah, el renegado rodio.
– ¡Para el asesino macedonio!
– ¡Tú no eres mejor! -replicó Alejandro-. Asesinos en una calurosa tarde de primavera.
El cabecilla levantó la espada como un saludo.
– Te hemos dado un aviso, que es mucho más de lo que tú hiciste con nuestras familias en Tebas.
Telamón escuchó los gemidos y protestas de Aristandro. Tenía la sensación de estar soñando. La sombra del roble, la hierba, el canto de los pájaros, nítido y puro, la fragancia de las flores silvestres y, mezclada con ella, el hedor de la guerra, el cuero, el bronce, la sangre derramada, el choque de los metales, los gruñidos y las maldiciones de los hombres que luchaban por sus vidas… Todo aquello de lo que su padre había querido protegerlo. La capa enrollada en el brazo izquierdo le pesaba como si fuera de plomo. Se volvió de lado. Alejandro mantenía la cabeza ligeramente inclinada a la izquierda; observaba a Droxenius como si lo hubiese reconocido. El capitán mercenario se había reunido otra vez con sus compañeros. Alejandro permaneció inmóvil. El hombre a la derecha de Droxenius susurró algo. El cabecilla volvió la cabeza.
– ¡Ahora! -gritó Alejandro adelantándose rápidamente.
Telamón, sorprendido, lo siguió. Los mercenarios también se movieron, pillados con la guardia baja, pero entonces Alejandro se volvió bruscamente y tiró de la capa de Telamón. El físico escapó, pegado a los talones del rey, que se detuvo a la sombra del roble, junto a la orilla del arroyo. Los mercenarios, tomados por sorpresa, también cargaron, pero la pendiente y la fuerza de la carrera los desestabilizó. Uno de ellos perdió pie y rodó por tierra, mientras que a otro se le enganchó el penacho del yelmo en las largas ramas del roble. La línea se rompió.
– ¡Ahora, Telamón! ¡Ahora, Hefestión! -gritó Alejandro-. ¡A pelear!
El rostro del monarca estaba rígido, un tanto pálido, con los ojos brillantes. Telamón no pudo más que obedecer. Alejandro y Hefestión se adelantaron seguidos por Telamón. El enemigo estaba desorganizado. Alejandro se enfrentó a su oponente y después se movió velozmente a la derecha, al tiempo que descargaba un golpe con la espada en la carne expuesta entre el yelmo y la coraza. Hefestión chocó contra el escudo de su rival con tanta fuerza que lo derribó. Con la velocidad del rayo, Hefestión clavó la espada por debajo de la falda y le abrió el bajo vientre; el mercenario soltó un alarido escalofriante y comenzó a revolcarse. Alejandro avanzó para acabar con el hombre que se había roto el tobillo en la caída y Hefestión se volvió para enfrentarse a Droxenius mientras Telamón separaba los pies, dispuesto a enfrentarse con el mercenario que se había enganchado el yelmo en las ramas del roble. El hombre se había liberado y ahora avanzaba con el escudo en alto; movía la espada como la lengua de una serpiente. Telamón intentó desesperadamente recordar las lecciones que había aprendido en el campo de ejercicios en Mieza. Alejandro había vuelto más favorable la situación, pero Telamón no se atrevió a pedirle ayuda. Hefestión golpeaba con su espada el escudo de Droxenius. Más allá del roble, Alejandro mantenía un duelo mano a mano con el mercenario caído. El oponente de Telamón era un veterano, con los cabellos, el bigote y la barba grises y el rostro moreno surcado por una multitud de cicatrices; los labios entreabiertos dejaban ver los dientes podridos. La insignia de su escudo mostraba a un bailarín de toros cretense. El mercenario movió el escudo cautelosamente, con una sonrisa de complacencia. Era consciente del nerviosismo y la poca capacidad para el combate del físico.
– ¿Eres la nena del grupo? -susurró con un tono áspero.
Telamón no respondió. Avanzó y su rival dio un paso atrás.
– ¡Ven aquí, bonita! -se burló el veterano.
Telamón aflojó la capa que llevaba en el brazo, una treta que le había enseñado Cleito el Negro. El mercenario se lanzó al ataque. Telamón se apartó y le arrojó la capa a la cara. El hombre sin detenerse levantó una mano para apartar la capa. El físico levantó la espada y la descargó, con los ojos casi cerrados, contra la cabeza del hombre. La hoja se hundió, chocó contra el hueso, y se deslizó de la mano de Telamón. El mercenario se volvió. Telamón estaba indefenso, pero una mirada le bastó para saber que el hombre agonizaba. La sangre manaba a chorro de una tremenda herida que le abarcaba de la oreja a la barbilla. El tesalio se inclinó hacia un costado. Tosió. Ahora le salía sangre por la nariz y la boca. Se le cayó la espada de la mano inerte. Después cayó de rodillas y, con un gemido, se desplomó de costado.
Telamón recogió la espada. Alejandro estaba de rodillas junto al cadáver de su rival; limpiaba la espada frotándola en la hierba. Droxenius y Hefestión continuaban su combate. El capitán de los mercenarios había dejado caer el escudo. Hefestión había perdido la espada. Ahora estaban como dos siniestros amantes sujetos en un abrazo mortal, jadeaban mientras se empujaban para soltarse. Hefestión estaba decidido a arrebatarle el arma. Alejandro caminó hacia ellos como quien da un paseo. Se acercó a Droxenius por detrás, luego se movió a un lado y, antes de que el mercenario llegara a saber lo que estaba pasando, le hundió la espada entre las costillas, a través de la abertura entre las dos piezas de la coraza. Hefestión lo apartó de un empellón. Droxenius trastabilló y cayó de rodillas. Alejandro, sin soltar la espada, sujetó el penacho de crin de caballo y le arrancó el yelmo. Droxenius estaba perdido en su propio mundo de dolor. Extraños sonidos escapaban de su boca.
– Droxenius -murmuró Alejandro como si el hombre fuese su amigo, mientras aquel hombre, agonizante, levantaba la cabeza. Alejandro levantó la espada, que trazó un arco de plata mientras cruzaba el aire y decapitó limpiamente al mercenario. La cabeza rodó por el suelo. La sangre brotó del torso todavía erguido como el espumeante chorro del surtidor de una fuente. El rey tumbó el cuerpo de un puntapié y caminó de regreso hacia el arroyo. Telamón cayó de rodillas y, aunque lo intentó, no pudo evitar el mareo y vomitó todo lo que había comido y bebido. Tenía frío; su cuerpo se estremeció mientras miraba a los cadáveres dispersos por el terreno, a su propio oponente, que lo miraba con los ojos ciegos. El mercenario a quien Hefestión había herido en el bajo vientre continuaba gimiendo en un charco de sangre cada vez mayor. Telamón se volvió cuando oyó el sonido de la daga al cortar la carne seguido por el último gemido ahogado del hombre. El yelmo del hombre aún estaba colgado de una de las ramas del roble. Entre los hierbajos, yacía despatarrado el cadáver bañado en sangre de la otra víctima de Alejandro. Telamón advirtió que tenía a Hefestión a su lado, que le echaban la capa sobre los hombros y le acercaban la bota de vino a la boca.
– Vamos -murmuró Hefestión-. Bebe, Telamón. Confía en mí-le dijo agachándose-. Aunque yo no sea físico.
Telamón bebió.
– Ya está bien -advirtió Hefestión apartando la bota y ayudando a Telamón a levantarse.
Caminaron juntos hasta el arroyo. Aristandro y Antígona estaban sentados con Alejandro, que se había lavado las manos y ahora se interesaba solícitamente por el bienestar de Aristandro y Antígona. Guiñó un ojo a Telamón y palmeó el suelo a su lado.
– ¡Siéntate, siéntate! Ya se te pasará.
Telamón obedeció. La bota de vino pasó de mano en mano. Hefestión y Alejandro charlaban animadamente como una pareja de chiquillos. Antígona estaba pálida, todavía conmocionada por lo que había presenciado, y Aristandro continuaba con las protestas.
– ¿Por qué no trajimos a Cleito el Negro o a más guardaespaldas?
Alejandro, todavía con la excitación de la batalla, se secó el sudor de los brazos.
– Si voy a alguna parte, ¿debo llevar conmigo a la mitad de Macedonia? Te doy gracias, padre Zeus, por los favores dispensados a tu hijo -proclamó levantando el rostro y las manos al cielo-. Haré sacrificios como testimonio de mi agradecimiento. Interpretaré esta victoria como una muestra de tu buena voluntad -concluyó, bajando las manos y agachando la cabeza.
Telamón cerró los ojos. Alejandro se sentía feliz, no sólo por su amor al combate, a la conquista y a la victoria; había buscado una señal y se la habían concedído. El físico abrió los ojos y miró al monarca, que oraba para sus adentros con la cabeza inclinada. ¿Alejandro había esperado que ocurriera esto? ¿Había salido intencionadamente a campo abierto en busca de alguna señal, algún testimonio de la aprobación divina? Aristandro tenía toda la razón, incluso aquí en Tracia: Alejandro se encontraba entre enemigos, hombres dispuestos a cortarle la cabeza y recibir la cuantiosa recompensa ofrecida por sus enemigos, tanto en la patria como en el extranjero. Telamón se quitó la capa.
– Ahora ya estoy mejor -anunció, sintiéndose un tanto somnoliento pero ya sin aquel mareo ni escalofríos.
– ¿Estás herido? -preguntó Alejandro.
– Sólo en mi dignidad.
Hefestión se encogió de hombros.
– Entonces es una cuestión de: «Físico, cúrate a ti mismo».
Telamón se levantó para ir de nuevo al lugar donde se había librado el combate. Los cadáveres mostraban las primeras señales de rigidez y los charcos de sangre se coagulaban; las moscas se posaban sobre los muertos como nubes negras. Quería escapar y ya había subido casi hasta la mitad de la ladera cuando el rey lo alcanzó.
– No te ofendas por las bromas de Hefestión -le dijo Alejandro entrelazando su brazo con el de Telamón-. Lo has hecho muy bien, físico. Un guerrero que mata a su primer hombre en combate.
– Confío en que será el último -replicó Telamón antes de hacer una pausa-. ¿Por qué viniste aquí?
En el rostro de Alejandro no se veía ahora ni una sola arruga; tenía la piel tersa, era un rostro del pasado. La mirada de sus extraños ojos era limpia y sincera. Telamón se fijó en las líneas de la risa alrededor de la boca, en los cabellos ensortijados de un color oro rojizo, en el dulce perfume que siempre emanaba del cuerpo de Alejandro, con independencia de los esfuerzos que hiciera.
– Buscabas una señal, ¿no es así? Sabías que los asesinos infiltrados en el campamento vigilan todos tus movimientos.
– Mi vida está en manos de los dioses, Telamón. Tengo un destino que cumplir -proclamó Alejandro en un tono de voz amable, pero duro como el hierro-. Hubiese salido bien librado aunque todas las hordas de Persia hubieran atravesado el arroyo. Tus sueños fueron correctos, físico: mi fortuna ha cambiado -apuntó apretando el brazo de Telamón-. Me has traído buena suerte. Tienes todo el derecho a llevar la corona de plata. Has luchado junto a tu rey y has ganado aristeia. Valor en combate -precisó viendo la extrañeza en el rostro de Telamón al escuchar la palabra-. Ahora, mientras Hefestión se ocupa de los caballos, vayamos a ver qué ha pasado con esos pobres desgraciados que supuestamente eran mis guardaespaldas.
Los dos oficiales de caballería yacían muertos en la hierba unos pocos pasos más allá, al otro lado de la cumbre. Los charcos de sangre casi coagulada eran un festín para las moscas. Uno de los hombres ni siquiera había tenido tiempo para desenvainar la espada; lo habían matado instantáneamente con un golpe en el cuello. El segundo estaba a unos pasos más allá, tumbado de cara al cielo, con los ojos abiertos y una mano cerca del tajo que le había cercenado la garganta.
Telamón señaló colina abajo, hacia la hierba alta mecida por el viento.
– Seguramente estaban echando una cabezada, ¡pobres tipos! Droxenius y los demás se acercaron hasta aquí sigilosos como gatos. No es buen negocio ser soldado y dormir a campo abierto.
Alejandro quitó los fajines a los cadáveres: la insignia de su regimiento.
– No se las merecían. ¡Los hombres que me protegen no deben dormirse!
– ¿Eso me incluye, Alejandro?
El rey comenzó a bajar la colina y le indicó a Telamón con un gesto que lo siguiera.
– Telamón, el espía en mi corte zumba como un invisible tábano furioso que pica y escapa. Bien, quienquiera que sea, ya ha picado más de la cuenta y demasiado profundo. Si Aristandro no puede atraparlo, entonces te toca a ti -añadió sujetando la mano de Telamón y apretándosela con fuerza-. Puedo contratar a más guías, pero ya hemos perdido a los mejores.
– ¿Crees que esto ha sido obra del espía?
Alejandro hizo una mueca sin detenerse.
– Quizá. Mi vida descansa en las manos de los dioses, pero recuerdo el proverbio: «Los dioses ayudan a aquellos que se ayudan a sí mismos». ¡La fortuna puede ser una puta caprichosa!
– ¿ Qué hacemos con los muertos? -gritó Hefestión, que ahora estaba con los demás al pie de la colina.
– ¡Déjalos donde están! -le respondió Alejandro-. Ya enviaremos a que los recojan cuando volvamos al campamento.
– ¿Debemos poner a los mercenarios en la picota? -preguntó Aristandro.
– No. Eran guerreros. Quitadles las armas. Las pondremos como un trofeo ante el altar a la puerta de mi tienda. Venga, es hora de irnos; estoy sediento y estoy seguro de que Ptolomeo nos aguarda con buenas noticias.
El pabellón real resplandecía con la luz de las lámparas de aceite colocadas en las mesas y las que colgaban de cadenas de plata en los palos que sostenían el techo de la tienda. El aire caliente olía a perfume. Telamón se preguntó cuánto duraría esta celebración. Alejandro y sus compañeros más cercanos brindaban con vino que contenía muy poca agua. El monarca vestía con una túnica roja con vivos dorados y llevaba una corona de plata en la cabeza. Había insistido en que Hefestión y Telamón vistieran de la misma forma. En el exterior de la tienda, Telamón había visto los trofeos al entrar: las armaduras y las espadas de los mercenarios con el yelmo de Droxenius en lo alto de la pila. Los cadáveres de los tesalios ya no eran más que cenizas, incinerados en la pira funeraria que Alejandro había mandado encender en la costa.
Antígona ofreció un bol de fruta a Telamón.
– El rey está de muy buen humor -comentó.
– Tiene muchas razones para estarlo -replicó Telamón-. Ve su triunfo como una sonrisa de Zeus.
– También está el hallazgo de Ptolomeo, ¿no?
– Ah sí -asintió el físico.
Ptolomeo había encontrado un toro del blanco más puro. Habían llevado el animal al ara que daba al mar. El rey había reunido a sus guardaespaldas. Habían encendido las hogueras, quemado el incienso y hecho las libaciones, pero Alejandro no había dejado nada al azar. Antes de comenzar el sacrificio, había ordenado a Aristandro que se escribiera en el antebrazo derecho, que mantuvo convenientemente tapado, una frase de la Ilíada: «Los dioses se regocijan contigo».
Habían traído el toro y lo habían degollado. Aristandro había encontrado que los auspicios no podían ser más favorables. Había llorado de alegría mientras se limpiaba la sangre del brazo y mostraba a los sacerdotes, y a todos los que se encontraban a su alrededor, el misterioso mensaje que había aparecido escrito en su antebrazo. Alejandro había sido aclamado con grandes voces de alabanza y el estrépito de las armas. El soberano había montado en su corcel negro. Se había dirigido a las tropas con breves y apasionadas frases que habían sido retransmitidas por los heraldos que llevaban los bastones blancos distintivos de su cargo.
– ¡Los dioses han dado su aprobación! -gritó, y sus palabras volaron en las alas del viento-. ¡La gloria del Olimpo nos rodea! ¡El camino a Asia está abierto! ¡Cabalgaremos como reyes a través de Persépolis!
Sus palabras fueron respondidas con el feroz grito de guerra macedonio, «¡Enyalios! ¡Enyalios! ¡Enyalios!», y el batir de las espadas en los escudos.
En su regreso al pabellón real, Alejandro se había mostrado eufórico y su júbilo se había contagiado a todo el campamento. Los escribas del ejército, al mando de Eumenes, ya estaban ocupados con las listas de revistas y controlaban cuidadosamente todas las nuevas llegadas. Los alguaciles recibieron órdenes de expulsar a los vagabundos, los pordioseros, las prostitutas y los malhechores del campamento. Los hombres volvieron a sus unidades. Se reforzaba la vigilancia en todo el perímetro del campamento. Ya se habían dado las tan esperadas órdenes: el ejército se embarcaría dentro de dos días; la flota estaba preparada. En menos de una semana, desembarcarían en Asia.
Telamón echó una ojeada a su alrededor. Alejandro había anunciado que ésta sería la última noche de celebraciones. El rey se levantó tambaleante, con la copa cogida con las dos manos. Miró a sus compañeros: Ptolomeo, Hefestión, Seleuco, Amintas, Cleito y el último en llegar, el general favorito de su padres, el canoso Parmenio, con el rostro marcado por las cicatrices. Él había establecido la cabeza de puente en Asia y era el responsable de la flota que transportaría al ejército a través del Helesponto.
– ¡Habéis comido y bebido bien! -gritó Alejandro-. ¡Mis cocineros os han llenado las barrigas con los mejores platos!
Los gritos de aprobación saludaron sus palabras. Las cocinas reales habían trabajado al máximo y no habían escatimado en sus delicias: platija cocida en vinagre, aceite de oliva y alcaparras; mariscos; jabalí sazonado con hierbas; frutas, nueces y pasteles bañados en miel. El vino había corrido como el agua y nadie había escapado de sus efectos: ojos brillantes en rostros enrojecidos miraban al rey.
– ¡He llenado vuestras barrigas! -repitió Alejandro-. ¡Ahora os prometo que llenaré vuestros corazones con la mayor de las glorias y vuestros tesoros con el oro persa!
Una vez más, las aclamaciones fueron estruendosas. Telamón miró a su izquierda. Antígona miraba a Alejandro, con los ojos encendidos, los labios húmedos, la boca entreabierta. Ella también había bebido sin medida y brindado muchas veces con el rey, muy honrada por el respeto que le había demostrado Alejandro. Era algo muy poco frecuente que una mujer asistiera a estas fiestas.
– ¡Lucharemos y venceremos! -gritó Ptolomeo.
– ¿Dónde está Aristandro? -preguntó la sacerdotisa.
Telamón sacudió la cabeza. El custodio de los secretos del rey había regresado al campamento, furioso. Había hecho una magnífica actuación en el sacrificio. Después se había retirado a su tienda para rabiar en paz y preocuparse por la desaparición de su enano.
– ¿Quién ha dicho eso? ¿Quién falta? -exclamó Alejandro levantando una mano para acallar los gritos de Ptolomeo y mirando a su alrededor tambaleándose, aunque Telamón se preguntó si de verdad estaba tan borracho o sencillamente fingía-. ¿El custodio de los secretos del rey continúa enfadado conmigo? -farfulló-. ¿Todo porque estuvo a punto de sentir el frío del hierro? Ve a buscarle, Telamón -ordenó dejando la copa de vino y dando una palmada.
Uno de los guardaespaldas salió de entre las sombras detrás del sofá. Alejandro cogió la espada y el escudo y golpeó la hoja contra el borde. Comenzó a bailar y los demás se unieron a esa danza guerrera después de coger las espadas y los escudos que les trajeron los guardias. Se subieron a los divanes y luego formaron un círculo en el centro de la tienda marcando el ritmo con los golpes de las espadas en los escudos. Entraban y salían del círculo gritando el grito de batalla macedonio.
– Es como Filipo -susurró Antígona-. Hierro y sangre, la perspectiva de la victoria -manifestó señalando discretamente a los bailarines que interpretaban su propia música.
Telamón, contento de tener una excusa para marcharse, saludó a Antígona con un gesto, se escabulló por uno de los laterales y salió al fresco aire nocturno. Esperó un par de minutos para permitir que la brisa le refrescara el rostro y el cuello. A lo lejos sonaban las campanas de los centinelas que se pasaban los unos a los otros: un sistema creado por Alejandro para asegurar que el perímetro estaba sellado y que ningún guardia se quedara dormido.
El físico se dirigió a la tienda de Aristandro. Ante la entrada, montaban guardia los miembros del coro, que recibieron a Telamón como a un hermano perdido, aunque no parecieron muy dispuestos a dejarle pasar.
– ¡Es una orden del rey! -les advirtió Telamón.
– ¡Ya está bien, dejad pasar al muchacho! -ordenó Aristandro desde el interior.
Levantaron la tela de entrada de la tienda. Telamón entró y se detuvo sorprendido. Aristandro estaba solo, reclinado en un diván rodeado de pequeñas lámparas de aceite. Era casi imposible reconocer al nigromante: llevaba el rostro cubierto con una gruesa capa de maquillaje, se había pintado los labios y las uñas de un color rojo violento y se había dibujado anillos de kohl negro alrededor de los ojos. Vestía una túnica de mujer negra y dorada con un manto blanco sobre los hombros. Cómodamente instalado en los cojines, sostenía con mucha elegancia una copa con el pie de plata, mientras que la otra revoloteaba sobre un plato de ciruelas maduras.
– ¡Pasa, muchacho! -susurró Aristandro.
Telamón se sentó en el taburete que le ofrecía. De no haber estado tan sorprendido, se hubiera echado a reír, pero la mirada de amenaza en los crueles ojos de Aristandro hizo que mantuviera el rostro impasible.
– Un hombre tiene que relajarse al final de la jornada -comentó Aristandro con un mohín-. ¿Qué puede ser mejor que relajarse como una mujer? Pasé tanto miedo, Telamón, ante aquellos hombres horribles con aquellas espadas tan siniestras… ¿Por qué Alejandro se negó a llevar más guardaespaldas? ¿Por qué no me dejó llevar a mis preciosos chiquillos? ¡El coro hubiese acabado con ellos en un periquete! ¿Quieres una copa de vino? Podrías presenciar una de sus actuaciones. Son muy buenos interpretando Los pájaros de Aristófanes.
– Aristandro…
– ¡No, llámame Narcisa!
– Aristandro -continuó Telamón sin hacer caso de la mirada de reproche que recibió-, el rey reclama tu presencia en la tienda. Sabe que estás enojado.
– Pues tendrá que esperar. Todavía estoy alterado. Me preocupa mucho Hércules. Siempre está aquí cuando anochece. No tengo a nadie que me sirva. ¿Te gusto, Telamón? -preguntó inclinándose hacia delante.
– ¿Por qué el rey confía en ti?
Aristandro agitó un dedo.
– Eso es lo que me gusta de ti, físico, que siempre eres claro como el agua. ¡Por las tetas de los caballos, Telamón es lo que ves! En respuesta a tu pregunta, chico, el rey confía en mí porque… -movió una mano con coquetería-, porque confía en mí. Sé muchos secretos. Descubro a sus enemigos. Los destruyo.
– No se puede decir que estés haciendo un buen trabajo con Naihpat.
– No, lo reconozco. Es como pretender atrapar la bruma.
– ¿Cuánto tiempo hace que existe Naihpat?
– Unos cuatro años, quizá cinco.
– ¿No tienes ninguna pista?
– Ninguna en absoluto.
– ¿Por qué es tan peligroso este espía? -quiso saber Telamón.
– Los persas conocen nuestros secretos -respondió Aristandro-. No tardaron en descubrir los planes de Filipo para Asia. A Parmenio le resultó difícil, casi imposible, establecer una cabeza de puente. No le fue muy bien contra Memnón, que le obligó a retroceder.
– ¿Así que tiene que ser alguien cercano a la corte macedónica?
– ¡Eres un chico muy listo!
– ¿Han ocurrido antes otros asesinatos?
A Aristandro le tembló el labio inferior.
– Algunas personas creen que sí. Están en lo cierto. Hay quienes creen que Filipo fue asesinado por orden de Naihpat y de Mitra, su amo.
– El asesinato de Filipo fue obra del loco Pausanias, uno de los antiguos amantes de Filipo, violado y atormentado por algunos de los amigos del rey.
– Era el candidato ideal -replicó Aristandro con una sonrisa astuta-. Es muy fácil convencer a un loco, animar sus deseos de venganza.
– ¿O sea que no fue Olimpia?
– No he dicho tal cosa -manifestó Aristandro tajantemente-. Hay tantas teorías sobre el asesinato de Filipo como pelos tiene un oso. Créeme, Telamón -continuó Aristandro quitándose la peluca rubia y arrojándola al suelo-, he buscado a Naihpat por todas partes como un perro que olfatea en una granja. Sospechaba que Naihpat cobraba de los atenienses, pero he comprado Atenas y no he descubierto nada. No, es persa, persa en cuerpo y alma. Su trabajo es evitar que Macedonia cruce el Helesponto. Ése es el motivo por el que enviaron hoy a esos mercenarios, la razón por la que asesinaron a los guías y por eso el pobre Hércules… -concluyó interrumpiéndose con la voz quebrada.
– ¿Crees que tu enano descubrió algo?
– Quizá. Hércules se desliza como una sombra por el campamento. Estaba muy interesado en tus amigos físicos -apuntó agachando la cabeza y sonriendo-, sobre todo en Perdicles y su relación con el general Ptolomeo. ¿Sabes algo al respecto?
Aristandro le miró imperturbable. Aristandro se inclinó hacia él.
– Tienes dudas, ¿verdad? ¿Sobre los mercenarios, los que hoy intentaron matarnos?
– He estado pensando -respondió Telamón echando una ojeada a la tienda.
Se preguntó qué estaría haciendo Casandra. Apenas había tenido un momento para hablar con ella a su regreso. Había visto la tienda limpia y ordenada, y Casandra incluso había dicho que había encontrado algunas hierbas que podían ser muy útiles.
– ¿En qué ha estado pensando mi buen físico?
– En que Naihpat asesinó a los guías, y quizá, Apolo no lo quiera, incluso a tu enano Hércules, si es que se acercó demasiado. Pero lo de los mercenarios no lo tengo tan claro.
Aristandro apartó las piernas del diván y se sentó. Comenzó a quitarse los collares y brazaletes.
– Estoy intrigado, Telamón.
– Los persas quieren que Alejandro cruce el Heles-ponto y entre en Asia -continuó Telamón-. Es obvio; el propio rey me lo ha dicho. Si Darío quisiera, no tendría más que silbar para reunir una flota de guerra o, lo que es peor, desembarcar un ejército en Tracia. Quiere que Alejandro entre en Asia para derrotarlo, capturarlo, deshonrarlo y matarlo. Si Naihpat es su espía, cumplirá las órdenes de Darío: confundir a Alejandro, asustarlo, sabotear a su ejército, pero dejarle seguir.
Aristandro se levantó. Se quitó el vestido de mujer y dejó a la vista su cuerpo huesudo, que cubrió rápidamente bajo una túnica verde oscuro con un cordón dorado en la cintura.
– Entiendo lo que dices, Telamón. ¡Muy bueno! Esta tarde aquellos malditos dijeron que los había enviado Memnón, y es probable que sea cierto. Por lo tanto, eso indicaría, y a Alejandro le interesará saberlo, que hay tensiones entre Memnón y sus amos persas. Cuando Darío se entere de lo sucedido, se pondrá furioso. Se ampliará la brecha entre Memnón y Darío. Tú conoces a los persas, Telamón: no les gustan los griegos -le advirtió sentándose en el diván y golpeándose los labios con la punta de los dedos-. ¿Puedo ser yo quien se lo diga a Alejandro?
– Será un placer -respondió Telamón-. La conclusión es tuya.
– Memnón tiene fincas no muy lejos de Troya -observó Aristandro chasqueando la lengua, un gesto que había copiado de Olimpia-. Diré a Alejandro que no se debe causar el menor perjuicio a estas posesiones. Veamos si podemos ampliar más la división entre el rodio y sus patrones. ¡Venid aquí, chiquillos! -gritó.
El coro entró en tropel. Aristandro pidió agua y una toalla para lavarse la cara y las manos. Sonrió mientras se lavaba.
– Ah, por cierto, Telamón, no comentes con nadie lo que me has dicho esta noche, y menos con Ptolomeo. Nada le agradaría más que… -Aristandro se interrumpió al escuchar unas voces fuera de la tienda.
– Me dijeron que te encontraría aquí -dijo una jadeante Casandra, mientras entraba con la cabellera revuelta y los ojos hinchados de sueño.
– ¿Qué ocurre, muchacha? -preguntó Aristandro.
– ¡Critias, el dibujante de mapas, ha sido asesinado en su tienda!