171327.fb2 Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

CAPÍTULO VIII

«Alejandro estaba ansioso por entrar en acción y se oponía a cualquier demora.»

Diodoro Sículo, Biblioteca histórica, libro 17, capítulo 16

El asesino dejó un mensaje -comentó Alejandro en voz baja-. La amenaza habitual: «El toro está preparado para el sacrificio. Todo está listo, el verdugo espera» -prosiguió, agitando el trozo de pergamino que sostenía entre los dedos.

– ¿Dónde lo dejaron? -preguntó Telamón.

– A su lado en el suelo.

Telamón se agachó: la sangre que había manado de la herida en el costado de Critias se había coagulado en el suelo. El puñal estaba clavado casi hasta la empuñadura. Oyó un muy leve estallido cuando lo sacó de la herida, y lo observó atentamente. Era idéntico al otro: una hoja de bronce con una empuñadura de alambre, con la forma de un ala a cada lado.

– Ya he hecho las averiguaciones pertinentes -manifestó Aristandro-. Estas dagas se venden en muchos tenderetes del mercado. Los celtas los fabrican en sus herrerías y los exportan al sur.

Telamón sopesó la daga: ligera, fácil de llevar, con una punta muy aguda y los bordes serrados, se deslizaría limpiamente en la carne de un hombre para arrebatarle la vida. Dejó el arma y se movió a gatas alrededor de la mesa y la silla.

– ¿Qué haces? -le preguntó Alejandro con un tono de burla-. ¿Olfateas el rastro?

– ¿Es así como encontraron el cadáver? -preguntó Telamón levantándose.

– Tal como lo ves -respondió Alejandro-. El centinela comenzó a sospechar. Hacía rato que no escuchaba nada y se preguntó si todo iba bien. Critias, por lo general, salía a dar un paseo o pedía que le trajeran una jarra de vino. Era un hombre al que le gustaba charlar. Cuando el soldado levantó la tela de la entrada esto fue lo que vio: la lámpara encendida y a Critias tumbado sobre la mesa. El charco de sangre, que reflejaba la luz, le llamó la atención.

– Llámalo -le pidió Telamón.

Aristandro hizo pasar al centinela: un rudo mucha-chote macedonio con el pelo negro ensortijado, sin afeitar, y los ojos enrojecidos por el cansancio.

– Ven, siéntate a mi lado -le invitó Alejandro-. No pasa nada. Trabajas en una granja en las afueras de Pella, ¿no?

– No, mi señor, un poco más al sur.

– Ah sí, sí.

Alejandro habló durante unos minutos de las cosechas, la riqueza de la tierra, la dificultad que representaba talar los árboles para disponer de más tierras de labranza. Luego el rey señaló el cadáver.

– ¿Hablabas a menudo con él sobre Macedonia?

– Mi señor, hablábamos de todo. Algunas veces Critias me invitaba a entrar; otras salía él.

Se apagaron dos de las lámparas de aceite. Aristandro fue a buscar otras dos.

– ¿Hablasteis esta noche? -preguntó Telamón.

El centinela vaciló.

– Responde a la pregunta -insistió Alejandro con un tono amable.

– Estaba aburrido. La noche se me hacía muy larga. Levanté la tela de la entrada. Critias estaba reclinado sobre la mesa. Se había quedado dormido, con la cabeza apoyada en los brazos.

– ¿Así que se había quedado dormido?

– Oh sí, esto fue entre la primera y la segunda guardia. Era algo que Critias hacía con frecuencia. Echaba una cabezada y después se despertaba. Cuando comenzó la tercera guardia, volví a levantar la tela de la entrada. Vi la sangre y di la voz de alarma. Los físicos no estaban muy lejos. Charlaban como un grupo de cuervos, reunidos alrededor de la hoguera, con una jarra de vino. Uno de ellos fue a despertarte, señor -indicó señalando a Telamón-. La mujer pelirroja dijo que estabas en la fiesta.

– De eso puedo dar fe -declaró Alejandro con una sonrisa ladina-. Yo era el único sobrio.

– ¿Alguien abandonó la fiesta? -inquirió Telamón.

Alejandro sacudió la cabeza.

– Algunos de ellos ni siquiera podían sostener las copas, y mucho menos empuñar una daga. Tienes los ojos somnolientos -observó sujetando al centinela por los hombros-. ¿Pudo alguien pasar a tu lado sin que le vieras?

El soldado se hubiera levantado de un salto de no haber sido que Alejandro lo sujetaba con fuerza.

– ¡No me mientas, muchacho!

– Nunca te mentiría, mi señor. Lo juro por el alma de mi madre. Me senté, pero con la lanza apoyada en los muslos de forma tal que cruzara la entrada. Nadie puso pasar por allí. Incluso si me hubiese quedado dormido, cosa que no hice, un intruso hubiera tropezado con mi lanza. En cualquier caso, la tela de la entrada estaba atada. Critias la cerraba para protegerse de la brisa nocturna. Cada vez que quería verle, tenía que desatar los nudos.

Alejandro dio una moneda al muchacho, le palmeó en la cabeza como si fuese un perro y lo despidió.

Telamón se levantó y volvió a mirar la silla con mucho interés.

– ¿Qué es lo que tanto te intriga? -preguntó Aristandro.

– No han movido el cadáver, ¿verdad? -intervino Alejandro acercándose a Telamón-. ¿Es eso lo que te intriga?

Telamón no respondió a la pregunta. Sacó el cadáver de la silla y lo dejó cuidadosamente en el suelo. Luego apartó la silla.

– Mira las marcas. Son profundas y limpias. Critias tuvo que estar sentado aquí durante horas; es aquí donde lo mataron. Lo que me intriga no sólo es cómo entró el asesino, sino que la muerte tuvo que ser instantánea.

– ¿Critias estaba dormido? -apuntó Alejandro.

Telamón señaló la copa vacía.

– Cuando se bebe mucho vino -murmuró-, el sueño de un hombre es muy profundo. ¿Me permites, mi señor?

Alejandro lo miró con desconfianza pero le dejó hacer. Telamón le señaló la silla y le pidió que se sentara.

– Sospecho que el asesino se acercó a Critias, que dormía profundamente, por detrás -sugirió Telamón apoyando los dedos en la garganta de Alejandro-. Le cortó la garganta y luego le clavó la daga en el costado.

– ¿Cómo es que Critias no gritó? -preguntó el custodio de los secretos del rey.

– El asesino sencillamente levantó la cabeza de Critias, le tapó la boca con la mano y le rajó la garganta de oreja a oreja. A continuación, le bajó la cabeza suavemente, clavó la daga en el costado del cadáver y dejó la nota en el suelo junto a la silla.

– Yo he hecho lo mismo con los centinelas enemigos -manifestó Alejandro-, y ellos estaban despiertos. Critias murió sin darse cuenta de nada.

Telamón volvió a fijarse en la mesa. Estaba cubierta con trozos de pergamino; dibujos a tinta ahora manchados de sangre.

– ¿Dónde están los mapas?

Alejandro se acercó a un pequeño cofre de color claro, hecho con madera de cedro del Líbano. Abrió el cierre, levantó la tapa y soltó una maldición.

– ¡Aquí sólo hay cenizas! -exclamó.

– ¡Imposible! -gritó Aristandro.

– Aquí había al menos siete mapas -declaró Alejandro-. Critias iba a dármelos en cuanto cruzáramos el Helesponto.

Telamón cogió el cofre. Las cenizas cayeron al suelo como plumas grises.

– Estaban aquí esta noche -afirmó Alejandro-. Vine a ver a Critias. Él me los enseñó. Conversamos sobre la ruta al sur desde Troya. Me describió en detalle los vados.

El físico observó atentamente el interior del cofre, que presentaba manchas de ceniza. Sin embargo, no se apreciaba ninguna señal del fuego en la madera.

– ¿Qué es esto? -susurró Aristandro arrebatando el cofre a Telamón-. Tenemos un cofre que contiene mapas y pergaminos enrollados y atados con un cordón. Su autor es apuñalado y los mapas acaban convertidos en cenizas sin que la madera ni siquiera se chamusque -observó agitando el cofre en el aire-. Mi señor, soy un nigromante. Nada de todo esto debe trascender -advirtió bajando la voz todavía más-. Los hombres hablarían del fuego celestial, de la furia de los dioses. ¡Perderíamos todo lo que ganamos con el sacrificio!

– ¡Eso es imposible! -exclamó Alejandro agarrando el cofre y pasando la mano por el interior antes de devolvérselo a Telamón; la madera estaba en perfecto estado y el monarca, desconcertado, comenzó a pasearse de un extremo al otro de la tienda golpeando con el puño la palma de la otra mano-. ¡Telamón, se supone que tienes los ojos de un halcón! ¡Aristandro, tú eres el custodio de mis secretos! ¡Sin embargo, me atacan en campo abierto, asesinan a mi dibujante de mapas y reducen a cenizas todo su trabajo!

Telamón no hizo caso del enfado del rey y se dedicó a inspeccionar atentamente cada uno de los trozos de la tienda. Todas las piezas de cuero estaban tensas y aseguradas en los agujeros. Ni una sola de las tiras se veía floja ni presentaba señales de haber sido manipulada. El físico salió al exterior. Se había reunido una enorme multitud. Vio a Ptolomeo, que parecía notablemente sobrio. Antígona, abrigada con una capa, conversaba con un muy asustado Perdicles. Telamón no respondió a sus preguntas. Caminó alrededor de la tienda sin apreciar ningún detalle fuera de lo normal. No parecía que nadie hubiese tocado los vientos y las estacas a las que estaban atados. Empujó las piezas de cuero; estaban tan tirantes que no se hubieran podido levantar para deslizarse por debajo. Volvió al interior de la tienda. Alejandro seguía fascinado con el cofre. Aristandro permanecía mudo; su expresión lúgubre era un claro testimonio de que había recibido una severa reprimenda de su amo. Telamón volvió a inspeccionar la escena del crimen: el cadáver que él mismo había dejado en el suelo, alumbrado por la luz de las lámparas; el charco de sangre en la mesa; la daga celta con alas en la empuñadura; el montón de cenizas, y el trozo de pergamino arrugado con la nota del asesino.

– ¿Qué es todo ese jaleo? -preguntó Alejandro.

Levantaron la tela de la entrada de la tienda y entró Ptolomeo acompañado por Antígona y Perdicles.

– ¿Qué pasa?

Ptolomeo echó una ojeada, sin pasar por alto ningún detalle.

– Otro cadáver, ¿eh?

La expresión de Alejandro borró la sonrisa burlona del rostro del general. Antígona se arrodilló junto al cadáver de Critias. Le sujetó el rostro suavemente con las manos y murmuró una plegaria.

– No preguntes nada, porque no lo sé -manifestó Alejandro-. ¡No tengo ninguna explicación para lo que ha ocurrido aquí!

Antígona miró el montón de cenizas en el suelo, con una expresión preocupada.

– Mi señor -dijo-, la muerte de Critias es un revés muy severo.

– Es algo que se debe mantener en secreto -ordenó Alejandro-. Eso también vale para ti, Perdicles. En cualquier caso, ¿qué queréis? ¿Por qué estáis aquí?

– Cleón se ha ido.

– ¿Qué?

Telamón se acercó.

– ¿Cleón? -preguntó recordando su rostro regordete y bondadoso y sus ensortijados cabellos rubios.

– Se ha llevado todo el equipaje con él -confesó Perdicles-. Los medicamentos y los manuscritos. ¡Todo ha desaparecido!

– ¿Desde cuándo? -preguntó Alejandro.

– Marchó a primera hora de la tarde. Lo vieron cerca de los corrales -precisó Perdicles encogiéndose de hombros-. ¡No ha vuelto!

– ¡Se ha ido! -exclamó Alejandro-. ¡Se ha ido sin mi permiso!

– Es un hombre libre -apuntó Ptolomeo-. Tiene su propio caballo. Como cualquiera de nosotros, puede ir y venir a su antojo.

– ¡No en este campamento! -exclamó Alejandro mientras sujetaba a Ptolomeo por un hombro y lo obligaba a darse la vuelta-. ¡No estás tan borracho como aparentas, amigo mío!

Telamón decidió intervenir antes de que estallara una pelea.

– ¿Mi señor, puedo hablar contigo un momento a solas?

Alejandro los despidió a todos, incluido a Aristandro, que miró a Telamón como si quisiera fulminarlo con la mirada.

– ¿Qué pasa? -preguntó Alejandro vivamente.

– En este ejército, tienes de todo -respondió Telamón-. Has contratado a físicos para tu atención personal y la de aquellos que forman parte de tu corte -observó mientras Alejandro asentía con expresión severa-. Sé la razón por la que me llamaste, pero no la de traerte a los demás.

– ¡Sangradores y curanderos! -exclamó Alejandro encogiéndose de hombros-. De ésos hay a montones. Los buenos físicos escasean. Quizá no te agraden tus colegas, Telamón, pero tenéis mucho en común. Todos sois muy hábiles. No tenéis patria y, por encima de todo, no tenéis nada que perder acompañándome. Mi madre preparó una lista; tu nombre la encabezaba. Lo mismo con los demás. Todos tenéis secretillos que mi madre conoce -advirtió dejando ir una carcajada desabrida-. Todos habéis tenido tratos con Macedonia, y no sois muy populares en otros lugares. Todos compartís una gran falta -observó habiendo cogido la daga que estaba sobre la mesa y sacudiéndola para que cayeran las gotas de sangre mientras miraba a Telamón con el entrecejo fruncido-. A los físicos, como a los filósofos, les gusta mucho viajar. Todos habéis cruzado el Helesponto. Habéis tenido tratos con los griegos y los persas. Todos podríais estar a sueldo del enemigo. Leontes está claro que lo estaba. Ahora todo parece indicar que el gordo y amable Cleón tenía un pie en cada bando.

– ¿Por qué decidiría marcharse precisamente ahora? -preguntó Telamón, sospechoso de la actitud despreocupada de Alejandro.

– ¿A qué te refieres?

En el exterior discutían airadamente. La voz chillona de Aristandro se escuchaba con toda claridad.

– ¿Por qué Cleón decidió marcharse ahora? -insistió Telamón-. ¿Es posible que sea el espía Naihpat?

Alejandro puso los ojos en blanco.

– Es posible. Él, como los demás, estuvo al servicio de mi padre. Lo contrataron como físico del ejército. Conoce alguno de nuestros secretos. No tengo claro si Naihpat es de carne y hueso o sólo es una sombra, pero, desde luego, Cleón pudo haber envenenado a la muchacha y haber asesinado a los guías.

– Si no lo he entendido mal -comentó Telamón-, Cleón escapó antes del sacrificio, así que no sabe que estamos a punto de cruzar el Helesponto, ni se le puede implicar en el asesinato de Critias. Quizá Cleón simplemente se aburrió o…

Alejandro se inclinó hacia adelante con una expresión alerta.

– ¿O qué?

– Al parecer abandonó el campamento después de nuestro regreso. ¿No podría ser Cleón el propio Naihpat o su mensajero? Escapó para comunicar a sus amos el fracaso de la intentona de asesinato. Es una información de mucho interés, una cuestión muy urgente para ellos.

Alejandro se levantó para pasar un brazo por los hombros de Telamón. El físico olió el vino en el aliento del monarca.

– No me dejarás, ¿verdad, Telamón?

– Como tú mismo has dicho, no tengo otro lugar al que ir.

– Aristandro está fuera de su terreno -consideró Alejandro apartando el brazo-. Está acostumbrado a escurrirse por los pasillos de palacio. Es muy bueno a la hora de espiar a los demás, pero no sabe cómo pillar a quienes nos espían. Ése es tu trabajo, Telamón -advirtió señalando el cadáver-. Quiero atrapar a Naihpat. Esto ha llegado demasiado lejos -lamentó después de exhalar un suspiro-. Ya podemos ordenar que incineren el cuerpo de Critias. Mañana el ejército saldrá de maniobras. Condenados haraganes, Ptolomeo y los demás sudarán la gota gorda -avisó golpeando suavemente el brazo de Telamón y se marchó.

Aristandro apareció en el acto. Telamón echó una última ojeada al interior de la tienda y, sin hacer caso de la amarga retahíla de lamentaciones del custodio de los secretos del rey, salió al exterior. Contempló el firmamento estrellado.

«Aquí está pasando algo muy extraño -musitó-. ¿Cómo es posible que Cleón se marchara sin más?» Se frotó los ojos como si quisiera librarse del cansancio. ¿Y qué pasaba con Alejandro? ¿Había algo falso en su cólera por la inesperada marcha de Cleón?

La brisa trajo el tañido de las campanas de los centinelas seguido por un toque de corneta que marcaba el cambio de las guardias en la noche. Telamón caminó hasta el límite del recinto real. Contempló los puntos de luz de las antorchas que llevaban los oficiales mientras hacían las rondas. El centinela, apoyado en la lanza, le comentó que estaban preparando a las tropas para las maniobras de la mañana siguiente, y repitió la opinión de Alejandro: que ya era hora de que todo aquel maldito hatajo de gandules mostrara su valía.

Telamón dejó el recinto real. Vio a un grupo de oficiales del regimiento de escuderos que se llevaba el cadáver de Critias cubierto con una manta. Se dirigió a su tienda. Casandra había traído un catre. Dormía en el rincón más apartado. A Telamón le pareció gracioso ver como ella había movido la cama de él al rincón opuesto. Se quitó las sandalias y la túnica y utilizó un poco de la preciosa sal para lavarse los dientes. Se lavó la cara y las manos en una palangana y después se sentó en el borde de la cama. Se secó lentamente mientras reflexionaba sobre todo lo que había visto y oído.

– ¿Cómo está el gran físico? -preguntó Casandra con un tono de voz ahogado-. ¿Otro asesinato? ¿Podrías decirme que está pasando?

– Te diré lo que está pasando -replicó Telamón al tiempo que se acostaba y se abrigaba con la áspera manta-, cuando lo sepa. Dime una cosa, ¿Casandra es tu verdadero nombre?

– ¿Telamón es el tuyo?

El físico no respondió. Su mente, cargada con las imágenes de hoplitas, espadas en alto y escudos, se sumergió en un sueño inquieto.

Los toques de corneta y los gritos de los oficiales lo despertaron antes del alba. Los hombres, arrancados bruscamente del sueño, respondieron al toque de rebato y corrieron a reunirse con sus oficiales y estandartes.

– ¿Qué está pasando? -preguntó la muchacha con voz somnolienta-. Es tan delicioso volver a dormir en una cama… ¡Puedes venir aquí si tienes ganas!

– No hablas en serio -murmuró Telamón-. Nuestro capitán general está a punto de pasar revista a sus tropas. No hay nada como unas maniobras para mantener contentos a los hombres. Después tendremos que ocuparnos de los cortes, las torceduras y los golpes. Te recomiendo que te vuelvas a dormir.

Telamón miró la pálida luz que se colaba por la entrada y una vez más pensó en los acontecimientos del día anterior: la sangrienta escaramuza junto al arroyo; Alejandro, resplandeciente con la capa roja, la coraza blanca, la faldilla de guerra con los vivos dorados y las espinilleras plateadas, con las manos extendidas, en agradecimiento a la intervención de Zeus; el banquete de celebración; el cadáver de Critias tumbado en un charco de sangre, con la herida abierta en el cuello como una segunda boca… Telamón intentó volver a dormirse, pero el estrépito del campamento era cada vez más fuerte. Un grupo de pajes decidió jugar un partido de pelota delante mismo de la entrada de la tienda. Telamón soltó un gemido. Apartó la manta, se levantó y caminó con paso inseguro hasta la entrada de la tienda. El centinela accedió a traerle un poco de agua y, si la encontraba, una jarra de cerveza aguada y algo de comer. Brillaba el sol, pero quedaba casi tapado por las grandes nubes de polvo levantadas por los miles de hombres que marchaban. El soldado dio gracias a los dioses por estar de guardia y aseguró sentirse muy feliz de ocuparse de «buscar y traer». Telamón, con una pieza de metal muy afilada, se afeitó la cara, se recortó cuidadosamente la barbilla en punta y luego se lavó. Buscó una túnica limpia, se la puso y se abrochó el cinto de cuero.

– ¡Casandra, te espero a la entrada de la tienda!

Telamón fue a sentarse en el exterior y se entretuvo mirando el partido de pelota de los pajes vestidos con túnicas blancas. Casandra acabó de asearse y salió de la tienda. Se acercó al físico y apoyó una mano en su hombro.

– Estoy hambrienta, Telamón. Tengo tanta hambre que sería capaz de comerme a uno de esos pajes.

El centinela regresó al cabo de unos minutos con dos boles de gachas con leche y miel. Sacó de debajo de la capa dos panecillos y un trozo de queso envuelto en un trapo que no destacaba por la limpieza.

– Se lo robé a uno de los cocineros reales -explicó-. Es lo mejor que he podido encontrar.

Gritó a los pajes que se marcharan a jugar a otra parte y, cuando no le hicieron el menor caso, Telamón les ordenó que fueran a buscarle una jarra de cerveza. Por fin uno de ellos asintió con una expresión insolente. Trajo la jarra y la dejó a los pies de Telamón. Sonaron otros toques de llamada. Los pajes se marcharon rápidamente. Telamón y Casandra recogieron la comida y la bebida y volvieron al interior de la tienda, donde el físico le informó rápida y brevemente de los asesinatos mientras desayunaban. La pelirroja no se perdió detalle.

– Siempre hay sangre -consideró encogiéndose de hombros-. Allí donde va Alejandro, aparecen los asesinatos y las muertes violentas. Sin embargo, la solución en este caso es extraordinariamente sencilla. El asesino quiere asustar a nuestro gran conquistador y privar de ojos a su ejército cuando desembarque al otro lado del Helesponto. Tendrías que dar gracias a los dioses: tuviste mucha suerte de escaparte con vida.

– Creo que había visto antes a Droxenius -comentó Telamón-. Estaba de guardia a la entrada de la jaula de los esclavos cuando te conocí -le describió al mercenario, y la muchacha asintió.

– ¡Pobre desgraciado! -exclamó pasando el dedo por el bol para coger el último bocado-. Probablemente buscaba a algún superviviente de su familia: tenía una cicatriz que le cruzaba el rostro. No acabé de decidir si su aspecto era fiero o triste. En cualquier caso, está muerto -manifestó Casandra exhalando un suspiro-. Como todos nosotros dentro de muy poco.

Telamón le ofreció la jarra de cerveza. La muchacha bebió con fruición.

– Tienes una mirada de águila y el seso despierto.

– ¿Cómo crees que asesinaron a estas personas? -le preguntó el físico.

Casandra hizo una mueca.

– Quizás el primer guía sólo había salido a tomar un poco el aire junto al acantilado. El segundo estaba borracho.

– ¿Qué me dices de Hércules?

– ¿El enano de Aristandro? Escuché hablar de él; reptaba como una serpiente de tienda en tienda. Quizá vio algo que no debía. Es muy sencillo ocultar un cadáver en el mar, el bosque o en los pantanos de los alrededores. El asesinato de Critias es otra historia, un auténtico misterio -observó frunciendo el entrecejo-. Un hombre sentado en su silla, con un centinela en la única entrada, aparece degollado, con una daga entre las costillas y sus mapas quemados, aunque el cofre que los contenía ni siquiera está chamuscado. No es de extrañar que el macedonio esté furioso. Los soldados son peores que los marineros cuando se trata de supersticiones. Nunca he atendido a ninguno que no llevara algún tipo de amuleto -observó justo antes de levantar la cabeza al escuchar un largo y estridente toque de corneta-. Pero estos asuntos no nos conciernen, amo, ¿o debo decir, Telamón? -preguntó sonriendo-. Alejandro está rodeado de traidores. Apostaría una daraica de oro contra una jarra de vino que los persas tienen más espías en este campamento que yo pelos en la cabeza. Al parecer, tu colega, Cleón, era uno de ellos -advirtió mientras se levantaba para ir hasta la entrada de la tienda-. ¿Alguna vez has combatido, Telamón?

– Nunca he estado en una batalla.

– Sólo he visto una batalla -comentó Casandra-. Cuando Alejandro atacó Tebas. La Banda Sagrada ofreció la última resistencia delante de la puerta de Electra. Desobedecí la orden del sacerdote y me subí a lo alto del muro. Nunca había visto nada tan espantoso. Fila tras fila de hombres armados y aquellas terribles picas…

– Sarisas -le corrigió Telamón-. Tienen por lo menos treinta palmos de largo.

Casandra se acercó al físico y se arrodilló a su lado.

– ¿Qué tiene de especial el ejército de Alejandro? ¿Qué les convierte en victoriosos?

Telamón buscó el escudo que le había dado el armero: una rodela de bronce con un forro de cuero y correas. En la brillante superficie, aparecía un toro que embestía.

– ¡Muy impresionante! -bromeó Casandra.

– El ejército griego -explicó Telamón, mientras pasaba un brazo por las correas del escudo- siempre combate con el escudo en el brazo izquierdo y la lanza en la mano derecha -precisó tocándose el pecho-. Por lo común, llevan una coraza que les protege el pecho y la espalda, una faldilla de cuero que les resguarda las ingles y botas forradas con un cuero muy suave, sujetadas con correas en la planta y el talón. Los soldados de caballería también las usan o calzan sandalias de suela gruesa. Algunas veces, los infantes combaten descalzos. Llevan sujeta una espada debajo del brazo izquierdo, y habitualmente una daga a la derecha. Se cubren las cabeza con el yelmo hoplita, que es muy abultado, con anchos protectores para la nariz y las orejas y penachos trenzados con crines de caballo. Sin embargo, estos yelmos se están quedando anticuados.

– Ahora llevan otros diferentes.

– Sí, el casco boecio, que se parece más a un casquete de cuero o bronce, abierto por delante con unas barras para proteger las mejillas y una solapa que les cubre la nuca.

– También he visto algunos con una cresta de gallo. Creo que son los cascos frigios, ¿no? Pero lo que quiero saber es qué hace que el ejército de Alejandro sea tan diferente.

– En el pasado, los hoplitas avanzaban -continuó Telamón-. Los ejércitos rivales chocaban y comenzaban los forcejeos y el combate mano a mano. Ahora bien, Casandra, si tú llevaras este escudo, ¿hacia qué lado te moverías?

– Hacia la derecha.

– ¿Por qué?

– Porque tengo el lado izquierdo protegido por el escudo. Por lo tanto, naturalmente buscaría la protección del escudo que lleva mi compañero de la derecha.

– ¡Muy bien! -exclamó Telamón quitándose el escudo-. Filipo de Macedonia y Alejandro cambiaron toda esta táctica con tres componentes básicos: la sorpresa, el desconcierto y la sarisa. Filipo solía darnos largas lecciones cuando venía a los huertos de Mieza. «¿De qué sirve llevar un yelmo tan pesado?», preguntaba a voz en cuello. «Si no puedes ver ni oír nada, no podemos decir que sea de mucha utilidad.» Lo mismo es válido para los escudos y las corazas enfrentadas a una lanza larga, que fue el arma que introdujo Filipo -observó poniéndose de pie e indicando a Casandra que se levantara-. Ahora, tú eres un soldado macedonio. Llevas un escudo pequeño sujeto a tu muñeca izquierda, pero también llevas una lanza de treinta palmos de largo, hecha de madera muy dura y con un extremo muy pesado. ¿Cuántas manos vas a necesitar para llevarla?

– ¡Dos! De acuerdo, comprendo que así las lleve la primera fila. Pero, ¿dónde apoyo una lanza tan larga si estoy en la segunda fila?

– En el hombro del compañero que tienes delante.

– Ah, comienzo a verlo. ¿Si miles de hombres marchan con las lanzas a media altura…?

– Eso es -asintió Telamón-. Atacas al enemigo mucho antes de que se te acerque. Es como caminar directamente contra un enorme puerco espín o erizo. ¿De qué te sirve tu lanza corta? ¿El escudo de bronce y el yelmo? -mientras preguntaba, Telamón recordaba su propia excitación cuando Cleito los ejercitaba-. ¿Te imaginas, Casandra, a miles de sarisas que vienen directamente hacia ti, empuñadas por hombres entrenados que van acercándose a paso ligero? ¿Tú qué harías?

– Daría media vuelta y echaría a correr.

– Eso es lo que hacen los enemigos de los macedonios. Sin embargo, esto no es todo. Filipo comprendió el valor de la caballería. Empleó a la caballería para atacar al enemigo en coordinación con la infantería. De esta manera, provocaba la confusión y creaba una abertura para sus falanges.

– ¿Qué tiene todo esto que ver con moverse hacia la derecha? -quiso saber la pelirroja inclinando la cabeza hacia un lado-. Sabes, Telamón, es la primera vez que te veo excitado.

Telamón sacudió la cabeza.

– No, no lo estoy. Sólo admiro la terrible belleza, el terror, la valentía, el arrojo y la pasión del guerrero. Ven, te enseñaré lo que es moverse a la derecha.

Cogieron los mantos y salieron de la tienda. El polvo comenzaba a posarse. El sol estaba alto y la fresca brisa matinal casi había desaparecido. Pidieron a un guardia que los orientara y atravesaron el campamento casi desierto. Las únicas personas que quedaban eran los alguaciles, los esclavos, los sirvientes, los soldados enfermos o heridos y los escribas de los diferentes secretariados. A lo lejos se levantaban nuevas nubes de polvo, que apagaban los toques de trompeta y los gritos de los hombres que se preparaban para el combate. Dejaron atrás el campamento, rodearon el lugar de los sacrificios y se unieron al resto de espectadores en la cumbre de un altozano que daba a la llanura barrida por el viento que Alejandro había escogido como escenario de las maniobras. Incluso Telamón contuvo el aliento ante el magnífico espectáculo: todo el ejército macedonio con el equipo de guerra completo, formado en una larga línea que comenzaba muy cerca del acantilado hasta casi perderse en el horizonte. Las tropas permanecían ahora en silencio. Cada unidad ocupaba el puesto asignado. Telamón señaló a Alejandro montado en Bucéfalo, resplandeciente con su capa roja, la coraza blanca y el impresionante yelmo en la cabeza. El rey cabalgaba a lo largo de la línea. Levantó la espada y, a su señal, los soldados comenzaron a golpear las armas contra los escudos al tiempo que proferían el escalofriante grito de guerra, que sonaba como un trueno, la llamada al dios de la Guerra macedonio.

«¡Enyalios! ¡Enyalios! ¡Enyalios!»

Cuando acabó la revista, Alejandro emprendió el camino de regreso, escoltado por su plana mayor. El polvo había comenzado a asentarse.

– ¡La derecha! -Telamón sujetó el hombro de Casandra-. El corazón del ejército macedonio son los Compañeros, los regimientos de infantería y caballería.

– Ya los veo -contestó la muchacha-. Son aquellos vestidos con las capas rojas y las fajas del mismo color enrolladas en la cintura.

– Son macedonios -explicó el físico-. Llevan los cascos de bronce boecios. Míralos, tienen un reborde que rodea la cabeza y baja hasta la nuca. Esto les permite ver y oír con claridad. Los penachos de plumas o trenzados con crin de caballo distinguen a los oficiales. Llevan armaduras moldeadas con la forma de los músculos del torso. Están reforzadas con un cinturón y hombreras. Van armados con rodelas y una lanza: una espada a la izquierda y a veces una daga a la derecha.

– ¿Por qué las mantas de los caballos tienen diferente colores? -preguntó Casandra.

– Son los colores de cada regimiento. Púrpura y amarillo, rojo y oro. Los comandantes llevan la piel de algún animal: leopardo, jaguar o pantera.

– ¿Eso no los hace más visibles para el enemigo durante la batalla?

– Filipo decía lo mismo -afirmó Telamón-. A menudo su armadura era vieja y la manta de la montura parecía un harapo. Filipo era valiente, pero no le gustaba exhibirse -observó sacudiendo la cabeza-. Alejandro y sus compañeros sienten un gran orgullo no sólo dirigiendo, sino también en que los vean en cabeza. El coraje personal está a la orden del día.

– ¿Quiénes son los otros grupos de caballería? -preguntó Casandra mientras el viento arrastraba nubes de polvo-. ¡Oh, mira! ¡Aquéllos! -exclamó al ver las dos alas del ejército donde ahora se distinguían los escuadrones de caballería.

Advirtió que los jinetes llevaban unos cascos muy extraños. También observó que algunos llevaban corazas e iban armados con lanzas y escudos, mientras que otros iban fuertemente armados y sobre los hombros llevaban pieles de animales salvajes.

– Los regimientos de tracios y tesalios -le explicó Telamón-. Los aliados de Alejandro.

– Ah, así que son ellos -susurró Casandra-. Los supervivientes de Tebas hablaban de monstruos salvajes montados a caballo.

– Que los dioses ayuden a cualquiera que caiga en sus manos -manifestó Telamón-. Son valientes, pero salvajemente despiadados. Los rumores hablan de que practican el canibalismo -apuntó mirando de reojo a la muchacha, que respiraba muy agitada y tenía la frente bañada en sudor; la visión de estos regimientos evocaba amargos recuerdos-. La caballería está organizada en escuadrones -continuó-. Cada uno cuenta con doscientos hombres con un capitán y un corneta. Cuatro escuadrones forman una brigada. Dos brigadas constituyen un regimiento. A su vez, varios regimientos forman una falange. El escuadrón principal son los «reales», que siempre tienen su posición a la derecha, el lugar de honor. Allí es donde ahora están Ptolomeo y los demás. Sólo son siete y ostentan el título de guardaespaldas reales; actúan como generales y comandantes de Alejandro.

– ¿Qué son las unidades de caballería que están en la vanguardia?, ¿aquellos que llevan rodelas y lanzas?

– Son los prodromi, los exploradores. Se despliegan delante del ejército. Dependen de lo que averigüen de los lugareños; por eso Alejandro contrató a Critias y a los demás guías. Los exploradores son útiles en los desiertos y las llanuras, pero, en territorio desconocido, más de una vez se ha dado el caso de que los exploradores han llevado a sus ejércitos a una emboscada.

Casandra señaló al extremo derecho del ejército, formado detrás de los guardaespaldas reales: una masa de arqueros, honderos y soldados de infantería con armamento ligero, junto a otros fuertemente armados con yelmos donde ondeaban los penachos multicolores.

– Verás a un grupo similar en el extremo izquierdo -dijo Telamón-. Tropas mercenarias: arqueros cretenses, infantes agrianianos, honderos. Todos los mercenarios del mar Medio acuden en masa para aceptar la promesa macedonia de recibir el oro persa. Sin embargo, el ejército principal está en el centro, es la espina dorsal de Macedonia. ¡Ven!

Telamón llevó a Casandra hasta un lugar donde estaban solos. Se detuvieron para observar las filas de infantes con las largas sarisas apoyadas en el suelo.

– ¡Van muy poco armados! -exclamó Casandra.

– Los hay de dos clases -explicó Telamón-. Primero, los falangistas; sólo llevan la túnica, botas y el sombrero chato o cansía. Su arma es la sarisa. A cada lado de ellos, se encuentran los regimientos de guardias, los que llevan los yelmos frigios con la cresta de gallo.

– ¿Los diferentes colores designan a los diferentes regimientos?

– Correcto -respondió Telamón sonriendo-. Los que llevan plumas son los oficiales. Los guardias llevan corazas, espinilleras y yelmos. Su tarea consiste en proteger los vulnerables flancos de los falangistas. La infantería está dividida en unidades. La menor es una fila de dieciséis hombres; una compañía incluye treinta y dos filas; tres compañías forman un batallón; dos batallones equivalen a un regimiento. Al igual que la caballería, cada uno tiene diferente color, por no mencionar a los cornetas, a quienes el secretariado del ejército enseña toda una serie de llamadas. Observa cómo los cornetas reales nunca están muy separados de Alejandro. Cada llamada significa una orden diferente: armas al hombro, avanzar, giro a la derecha, y muchas más cosas. Ahora lo verás.

A todo lo largo de la línea de batalla resonaban las cornetas. Cada unidad recibía la llamada y la transmitía a la siguiente. Telamón, que había visto esta escena muchísimas veces, sintió que el corazón daba un brinco en su pecho y comenzaba a latir deprisa. La línea comenzó a desplegarse. La caballería situada en los flancos se movía ahora hacia adelante, y algunos de los regimientos de infantería hacían lo propio, de forma tal que las tropas adoptaron una formación similar a los cuerdos de un toro. Detrás de la caballería, se encontraba la infantería con armamento ligero: los mercenarios, los honderos y los arqueros. La auténtica maravilla era el núcleo del ejército: los Compañeros de a pie y los regimientos de guardias. Como si estuviesen controlados por una gigantesca mano invisible, formaron rápidamente de diferentes maneras: desde grupos muy unidos a largas filas y, después, en unos rectángulos de cuatro hombres de frente y dieciséis de fondo erizados de lanzas. Las cornetas volvieron a sonar y los regimientos adoptaron otra formación de combate: pequeñas falanges o cuadrados de hombres, de ocho de frente y ocho de fondo. Las cornetas tocaron otra llamada y las falanges volvieron a unirse.

– Ahora ya lo ves -comentó Telamón-. Las unidades y los regimientos están formando para convertirse en una enorme falange.

Ahora las cornetas sonaron con una larga llamada que helaba la sangre. El grito de guerra macedonio resonó en la llanura con tanta fuerza que los pájaros huyeron espantados. Los falangistas comenzaron a avanzar lentamente. Las filas de vanguardia bajaron las sarisas; los que venían detrás apoyaron las suyas en los hombros de los que tenían delante.

– ¡Casandra! -exclamó Telamón-. Imagina que eres un soldado de caballería persa o un infante ateniense. Tienes a los regimientos de infantería que te amenazan por el frente; a los escuadrones de caballería, apoyados por la infantería ligera y sus auxiliares, que te machacan los flancos. No puedes entrar en contacto con el enemigo que tienes delante porque sus sarisas son tres veces más largas que tus lanzas. Intentas golpear las sarisas con la espada, pero te ves impedida en tus movimientos por los hombres que te rodean. Las sarisas se acercan…

Hizo una pausa. Las falanges aceleraron el avance y los golpes de miles de pies calzados con sandalias les marcaron su propio ritmo. Se escuchó un agudo toque de corneta. La enorme falange del centro se movía ahora casi a la carrera mientras la caballería avanzaba por los flancos al trote. Telamón se imaginó el terror, el miedo del enemigo enfrentado a un oponente tan formidable. Casandra lo sacó de su ensimismamiento.

– Veo cómo funciona aquí, en las suaves llanuras de Queronea, o frente a Tebas. ¿Qué pasa si se encuentran a las orillas de un río o en una zona de colinas boscosas?

– ¡Ah! -exclamó Telamón sacudiendo la cabeza-. Allí es donde Filipo y Alejandro sobresalen por su ingenio.

Sus palabras fueron ahogadas por los toques de corneta. Toda la línea de batalla cesó en su avance y se detuvo como un solo hombre. Los oficiales gritaron y se escuchó una tremenda ovación.

– El rey los felicita -explicó el físico-. En respuesta a tu pregunta, te diré que el choque y la sansa son armas muy poderosas. Por último, no olvides la mejor arma de Alejandro: la sorpresa.

Se disponía a continuar cuando escuchó unos gritos. Miró por encima del hombro. Aristandro, Antígona y Selena se acercaban apresuradamente, seguidos por el coro, que en una camilla improvisada cargaba un cuerpo cubierto con una manta. Telamón salió a su encuentro. El rostro de Antígona estaba bañado en lágrimas y Selena parecía en trance.

– Es Aspasia -explicó Aristandro-. La encontraron muerta en el bosque.