171327.fb2 Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

CAPÍTULO IX

«Aristandro… le dijo a Alejandro que no tenía motivos para alarmarse.»

Arriano, La campaña de Alejandro, libro 1, capítulo 2

No tardaron en reunirse con ellos los otros dos físicos, Perdicles y Nikias, que también habían estado presenciando las maniobras. Perdicles apartó la manta. Casandra soltó una exclamación. Incluso Telamón, acostumbrado a las mil y una formas de la muerte, sintió una punzada de piedad. La muchacha estaba cubierta de fango de pies a cabeza y el cieno verde del pantano sellaba la boca, la nariz y los ojos. Selena lloraba amargamente abrazada a Antígona. El dolor de la sacerdotisa resultaba todavía más impresionante debido a su silencio, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. El cadáver atrajo la atención de los demás. Aristandro ordenó al coro que formara un círculo para impedir que nadie se acercara a la camilla.

– Aquí no -dijo Telamón.

– Puedes usar mi tienda -le sugirió Perdicles.

Dejaron el campo de maniobras, donde todavía resonaban los gritos de los oficiales y las sonoras notas de las cornetas. Llegaron al campamento y fueron directamente a la tienda de Perdicles. Los celtas se encargaron de vigilar la entrada. Perdicles acercó unos taburetes para Antígona y Selena, Telamón, Nikias y Aristandro observaron el cadáver. Trajeron jarras de agua y trapos. Desnudaron a la joven muerta. Telamón advirtió que todavía llevaba puestas las joyas alrededor del cuello, en las muñecas y en los dedos: las quitaron todas. Con mucho cuidado, le limpiaron la boca, la nariz y los ojos y después el resto del cuerpo. La piel todavía era suave y los miembros flexibles. De no haber sido por los ojos y la boca entreabiertos, cualquiera hubiese supuesto que dormía.

– Murió hace muy poco -comentó Telamón-. ¿Tú qué opinas, Perdicles?

– No puede llevar muerta más de tres horas.

– ¿Cómo murió? -preguntó Antígona.

– Mi señora, sin duda, tú sabes más que nosotros -replicó Telamón.

– ¿Dónde la encontraron? -inquirió Perdicles.

– Salió esta mañana -respondió la sacerdotisa, con los ojos hinchados del llanto y la voz apagada-. Se llevó una cesta para recoger flores y hierbas. Fue hasta el bosquecillo que hay a unos veinte estadios del campamento.

– ¿Por qué no fue nadie con ella? -quiso saber Perdicles.

Antígona sonrió tristemente al escuchar la pregunta.

– Era una doncella de Atenea. Ningún soldado se hubiera atrevido a levantarle la mano. No recibía otra cosa que el respeto de todos.

– ¡No tendría que haber ido!

Todos se volvieron. Selena, con el rostro transido de dolor, se había cortado la mejilla con sus afiladas uñas; la sangre que manaba de los cortes manchaba su túnica de lana blanca.

– ¡No tendría que haber ido! -repitió mientras miraba a los demás con una expresión de furia-. ¡Era mi amiga!

Selena se levantó tambaleante, con el cuerpo estremecido por la cólera. Descargó un puntapié contra el suelo, con los ojos resplandecientes, y abriendo y cerrando la boca varias veces, pero en su histeria sólo consiguió que de sus labios escapara un gemido ahogado.

– Yo me ocuparé de ella -avisó Antígona acercándose y rodeando los hombros de la muchacha con el brazo al tiempo que le murmuraba algo en una lengua desconocida para Telamón-. Es frigio, la vieja lengua de Troad, la zona alrededor de Troya -precisó mirando al físico y sonriéndole débilmente.

Las dos mujeres salieron de la tienda. Telamón continuó con el examen.

– ¿Cómo ocurrió? -preguntó.

– Por lo que he podido colegir -respondió Aristandro desde donde estaba pasando las hojas de un manuscrito que estaba encima de un pequeño cofre junto a la cama de Perdicles-, la muchacha salió a buscar flores y hierbas. Se dirigió al bosque con una cesta. Tú eres el experto, Telamón: ése es el mejor lugar para recolectar hierbas, ¿no es así?

– Es verdad -asintió el físico distraído-. Un prado umbrío o un huerto fértil. Conozco esos lugares. Allí las plantas tienen agua en abundancia, crecen más fuertes y son más variadas.

– ¿Quizá vio algo? -prosiguió Aristandro-. Alguna hierba o flor que deseaba. Debió tropezar y caer en el pantano -sugirió apuntando las prendas cubiertas de fango apiladas en el suelo junto al cadáver-. Quizá las prendas se le enrollaron alrededor de la cabeza y las piernas. No resulta difícil imaginar cómo fue: cuanto más se debatía, más indefensa se encontraba.

– ¿El cuerpo no tendría que haberse hundido hasta el fondo?

– No -manifestó el custodio de los secretos del rey-. Pesaba poco y no iba cargada con piedras ni llevaba armadura como un soldado.

– ¿Cómo la encontraron? -preguntó Casandra.

El nigromante la miró con curiosidad, porque no esperaba que una mujer le interrogara. Telamón le repitió la pregunta.

– ¿Cómo la encontraron, Aristandro?

– Desde ayer, he tomado más precauciones en lo que se refiera a la seguridad del rey. He enviado a escuadrones de caballería ligera a explorar los alrededores. Alejandro quiere sacrificar otro toro joven. Quiero tener la absoluta seguridad de que no habrá más sorpresas al acecho en los matorrales. Aún tengo la esperanza de encontrar a Hércules -confesó enjugándose una lágrima-. La cuestión es que un oficial de caballería con muy buena vista vio una nota de color en el bosque. Sus compañeros y él desmontaron para avanzar entre los árboles. Vieron una cesta tumbada y el cuerpo de Aspasia, que flotaba en el pantano.

– ¿Es posible que alguien le tendiera una emboscada? -preguntó Perdicles.

Telamón señaló el cadáver.

– Lo dudo. No se aprecia ninguna marca ni golpes en el cuerpo -afirmó.

– No deja de ser extraño -apuntó Aristandro-. La caballería ya había recorrido aquella zona. Es cierto que no se aventuraron muy adentro debido a los pantanos y las ciénagas ocultas entre la vegetación; sin embargo, dijeron que nadie más había ido por allí. Otra patrulla vio a la muchacha cuando cruzaba el prado en dirección al bosque. Estaban descansando los caballos. La saludaron y ella les respondió. Nadie la siguió cuando se adentró en el bosque.

Telamón examinó las manos de la muchacha.

– Estaría de acuerdo con lo que dices, si no fuera por esto -advirtió señalando los nudillos de la mano derecha de Aspasia, que presentaban unos rasguños, y las uñas rotas en dos de los dedos.

– También mira esto -apuntó Casandra apartando la negra cabellera de Aspasia.

Telamón observó el chichón en la frente.

– No es nada importante -manifestó Casandra-. Los rasguños en los nudillos no son profundos, sólo tiene rotas dos uñas y el chichón en la frente apenas se nota.

– ¿Crees que no fue un golpe lo bastante fuerte como para hacerle perder el conocimiento? -preguntó Aristandro.

– No, sólo es un golpe leve, aunque fresco: lo recibió antes de morir.

– ¿Qué crees que ocurrió? -preguntó Nikias.

El supersticioso físico se había mantenido apartado del cadáver. Telamón conocía el motivo. Aspasia había sido una doncella consagrada a Atenea.

– Lo que sospecho es que Aspasia salió a coger unas cuantas flores y hierbas -respondió Telamón mientras se levantaba con la mirada puesta en el cadáver-. Es cierto que quizá la han asesinado, o que la atacaron, pero no lo creo. Aspasia era una forastera en estos parajes. No recordó las advertencias sobre los pantanos. Vio una flor o una hierba que le interesaba, dejó la cesta en el suelo y, llevada por el entusiasmo, avanzó despreocupadamente. Se metió en una ciénaga. No tuvo tiempo de gritar porque cayó de bruces en el fango. Quizá fue entonces cuando se hizo los rasguños en los nudillos y se golpeó en la frente. La domina el miedo y aspira aire, intenta gritar y, al hacerlo, permite que el fango le entre por la boca y la nariz. La muerte tuvo que ser muy rápida. La pobre muchacha se asfixió -apuntó tocando el hombro de Casandra-. Es una sacerdotisa y hay que prepararla para el funeral. Casandra se ocupará de todo lo necesario. Debemos evitar cualquier ofensa. Estoy seguro de que la señora Antígona estará de acuerdo.

Nikias salió disparado. Aristandro manifestó que quería hablar con Perdicles y salieron juntos. Telamón se sentó en un taburete cerca de la entrada para aprovechar el frescor de la brisa, que aún traía los sonidos de las cornetas y los gritos del campo de maniobras.

– ¿Qué debo hacer, Telamón? -preguntó Casandra.

– Báñala y limpia su cuerpo. Busca algún posible indicio. Coge una de las mantas de Perdicles y envuelve el cadáver. Cuando hayas terminado, ve a decírselo a Antígona. A ver si puedes descubrir más detalles de lo que pasó esta mañana.

Telamón observó el paso de una nube de polvo por delante de la tienda.

– Con este calor habrá que incinerar el cadáver cuanto antes; dentro de un par de horas como mucho.

Casandra se puso manos a la obra. Trajeron más agua y trapos. Telamón fue a su tienda y volvió con unas cuantas especias y un frasco de perfume que contenía mirra e incienso.

– No veo marca alguna -declaró la muchacha mientras peinaba los cabellos de la difunta.

– ¿Era una doncella? -preguntó Telamón.

– No era un soldado -se burló Casandra.

– Pregunto si era virgen -replicó Telamón.

– A medias -respondió Casandra mirando al físico-. Tiene el himen roto, pero es algo que ocurrió hace tiempo. No hay ningún indicio de actividad sexual.

Acarició suavemente los pies de la muchacha muerta y murmuró unas palabras.

– ¿Qué has dicho? -quiso saber Telamón.

– El fragante rocío cae sobre las rosas y los campos en mayo están cubiertos de flores.

– ¿Eres una poetisa?

– Ojalá lo fuera -contestó Casandra-. Son palabras de Safo, una elegía muy apropiada para esta muchacha -apuntó sonriendo al ver la sorpresa en el rostro de Telamón.

– ¿Eres una seguidora de Safo?

– ¿Tú qué crees, amo? -replicó mirándole fijamente-. ¿Recuerdas aquel famoso pasaje del Lisístrata de Aristófanes?

Telamón sacudió la cabeza.

Casandra se levantó como una actriz en el escenario, con las manos extendidas. Telamón se echó a reír mientras la pelirroja brincaba por la tienda en una imitación de las distinguidas damas de la sátira de Aristófanes.

– «Lo que tú quieras» -dijo Casandra citando la obra-. «Si tengo que hacerlo, caminaré a través del fuego. Haré lo que sea antes que renunciar a los penes. Lisístrata, cariño, no hay nada que se les pueda comparar.»

– Sin embargo, tú no lo crees, ¿verdad? -apuntó Telamón riéndose-. ¿No estás de acuerdo con el autor de Las enfermedades de las mujeres? «Las mujeres que mantienen relaciones sexuales con los hombres son más sanas que aquellas que no las practican» -se respondió cerrando los ojos mientras citaba la frase.

– No, no estoy de acuerdo -replicó Casandra, que volvió a ocuparse del cadáver-. Es algo que diría cualquier hombre, ¿no te parece? ¿Tú qué crees, amo, o debo decir Telamón? ¿Estás de acuerdo con el asesinado Agamenón cuando Ulises fue a visitarle al Hades: «No hay nada más letal en la tierra que una mujer»?

– Bueno, es algo que diría cualquier hombre, ¿no te parece? -contestó Telamón repitiendo las palabras de su ayudante-. ¡Después de todo, fue asesinado por su esposa! -añadió acercándose para arrodillarse junto al cadáver-. Era hermosa -advirtió mirando los grandes pechos, la pequeña cintura y las largas y esbeltas piernas-. ¿Crees que era una seguidora de Safo? Después de todo, tenía el himen roto.

– Es posible -respondió Casandra encogiéndose de hombros-. ¿Qué escribió tu famoso Aristóteles en su tratado Las enfermedades de las mujeres, que el himen se puede romper por causa de alguna otra actividad violenta? Dudo que Aspasia se acostara con ningún hombre; desde luego, no hay ninguna señal de que hubiera concebido.

– ¿Alguna vez te has enamorado, Casandra? ¿Te has acostado con un hombre?

La expresión de Casandra se suavizó.

– He conocido personas a las que he amado -respondió enigmáticamente-. Pero ¿casarme, parir? ¡Nunca! En una ocasión, una compañía de actores visitó nuestro templo. Interpretaron Medea de Eurípides. Nunca he olvidado aquella frase que dice la propia Medea: «Preferiría estar tres veces en la vanguardia del combate que dar a luz a un solo niño».

– ¿Tienes miedo del dolor? -preguntó Telamón, curioso ante el inesperado rumbo que había tomado la conversación.

– No -respondió Casandra poniéndose de pie; luego echó un poco de agua en un recipiente y se lavó las manos-. ¿Por qué iba a querer dar a luz a un hijo en este mundo sangriento, poblado por hombres como Alejandro, Filipo y Ptolomeo?

Se secó las manos con un trapo y se acercó al físico. Telamón no acababa de decidir si ella estaba furiosa o a punto de echarse a llorar.

– He escuchado los rumores, Telamón -susurró-. Dentro de unas pocas semanas, Alejandro estará en Asia. Piensa en la sangre que se derramará. Las personas muertas por la espada, por el fuego… O por estúpidos accidentes como éste -añadió señalando el cadáver.

Salieron de la tienda. Telamón llamó a dos guardias. Le ordenó a uno que velara el cadáver y al otro que fuera a buscar a Antígona.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Casandra.

– Me interesa ver el lugar donde murió la muchacha.

Telamón buscó a Aristandro. En menos de una hora, un joven oficial de caballería los guió fuera del campamento. Cruzaron el campo bajo el sol ardiente y llegaron a la fresca sombra del bosque. El oficial les explicó brevemente lo que había sucedido y su relato coincidió casi palabra por palabra con el de Aristandro. Telamón le dio las gracias y el oficial se marchó. El físico y su compañera se sentaron a la sombra de un roble y contemplaron el claro.

– Es fácil ver cómo ocurrió el accidente -manifestó Casandra-. Arbustos, árboles, matorrales… Mira las flores, Telamón: son como faros que te atraen. Pisa allí donde no debes y, si estás desprevenido o no conoces la zona, acabas hundido en el fango hasta la cintura antes de que te des cuenta.

– ¿Seguro que no viste ninguna otra marca ni golpes en ella? -preguntó Telamón.

– ¿Por qué lo preguntas?

Telamón sacudió la cabeza.

– La cesta ha desaparecido.

– Es probable que la devolvieran a Antígona. ¿Qué pretendes insinuar?

– Estoy recordando mis conocimientos de geografía -contestó el físico-. He estado en el Troad en dos ocasiones. Allí no hay gran cosa, sino sólo ruinas: las tumbas en el promontorio, la llanura barrida por el viento y, a lo lejos, las laderas arboladas del monte Ida. Troya y toda su gloria han desaparecido. Cuando viajas hacia el sur, entras en un territorio diferente. Te puedes perder con mucha facilidad -observó exhalando un suspiro; luego se levantó y ayudó a hacerlo a Casandra-. Lo verdaderamente importante es que un ejército pequeño como el de Alejandro puede ser emboscado sin muchas dificultades. Para decirlo con toda claridad, parece que cualquiera en condiciones de ayudar a Alejandro a atravesar aquella región es arrojado al vacío, apuñalado o, como en este caso, ahogado en el fango.

– Pero si fue un accidente -protestó Casandra.

– Un filósofo afirmó en una ocasión que los accidentes no existen…

– ¡Telamón! ¡Telamón! -rugió una voz.

El físico cogió la mano de Casandra. Volvieron por el mismo camino entre los árboles hasta donde el jefe del coro de Aristandro les esperaba como un gigantesco oso envuelto con la capa forrada de piel. En una mano sostenía su grotesco casco con forma de cabeza de jabalí y en la otra la daga. Señaló a Telamón con el arma.

– Tienes que ir con el rey. Quiere verte.

– ¡Y tú puedes guardarte la daga! -le ordenó Casandra con un tono cortante.

El jefe del coro se limitó a mirarla.

La muchacha avanzó con una expresión fiera en el rostro.

– ¡Venga! ¡Guarda de una vez esa daga! Déjate ya de tantos aspavientos. Éste es un amigo del rey. ¡Irá porque quiere! -exclamó mirando a Telamón por encima del hombro y enarcando las cejas en un gesto de exasperación-. Si hay algo que he aprendido sobre los celtas, es que son unos redomados mentirosos y que les encanta hacer teatro.

Esta vez el celta envainó la daga sin demora. Ahora miraba a Casandra con adoración, como si la pelirroja fuese una emperatriz que había regresado para reencontrarse con sus súbditos.

– ¿A qué estás esperando ahora? ¡Venga, en marcha, mala bestia!

El jefe del coro se inclinó en señal de obediencia y abrió la marcha de regreso al campamento. Telamón y Casandra se apresuraron a seguirlo.

Las maniobras habían acabado y las unidades regresaban al campamento, en plan de paseo. Los soldados se habían quitado los cascos y las armaduras y los esclavos y sirvientes cargaban con las lanzas y los escudos. Un escuadrón de caballería pasó al galope y los infantes corearon una retahíla de insultos, molestos por las nubes de polvo levantadas por los caballos. El jefe del coro se abrió paso entre la muchedumbre. En lugar de llevarlos hacia el recinto real, los condujo a través del campamento hacia el lugar donde habían instalado las tiendas que servían de hospital cerca de un arroyuelo. Hasta ahora, el hospital sólo se había utilizado para tratar lesiones menores y enfermedades. Ahora, en cambio, mientras se acercaban a la tienda principal, Telamón escuchó unos gritos de agonía. Los guardias reales se amontonaban en la entrada; en el interior, pobremente iluminado por las lámparas de aceite, reinaba un olor agrio. El rey y sus compañeros sujetaban a un joven oficial acostado en una mesa plegable. Todos tenían las túnicas manchadas de sangre y se veía un charco de sangre en el suelo, en el lado derecho de la mesa.

– ¡Bendito sea Apolo!

Alejandro, todavía vestido con el uniforme de batalla, los saludó. Tenía los cabellos empapados en sudor. Se quitó el pañuelo que llevaba anudado al cuello y lo utilizó para secarse el sudor de los brazos. Ptolomeo, Hefestión y los demás permanecían cerca de la mesa, angustiados por los gemidos y los gritos del paciente. Alejandro empujó a Telamón sin miramientos.

– Se cayó del caballo -le informó el rey.

Telamón miró la mano del oficial, convertida en un montón de carne aplastada.

– ¿Una coz?

– No. El caballo le pisó la mano -contestó Alejandro con un tono desabrido-. Telamón, eres un físico de primera. ¿Qué puedes hacer por él?

– Tienes a otros físicos, mi señor. Si quieres poner a prueba mis conocimientos, no tienes más que decirlo.

Alejandro no hizo caso de la respuesta.

– ¿Qué recomiendas, Telamón?

– ¿Le han suministrado algún opiáceo?

– No le han dado nada.

Telamón se volvió y cogió a un enfermero por el brazo con firmeza.

– Quiero el vino más fuerte que tengas con un poco de polvo de amapola. ¿Sabes lo que es?

El hombre asintió.

– Casandra, ve a la tienda, trae mi maletín y el pequeño cofre de cedro con una serpiente de plata en la tapa. Uno de los hombres del rey te acompañará.

Alejandro se volvió y chasqueó los dedos. La pelirroja se marchó escoltada por dos oficiales. El enfermero trajo el vino y el polvo de amapola. Telamón preparó la mezcla y, después de ordenar a los compañeros del oficial que lo sujetaran con fuerza, le acercó la copa de vino a los labios.

– ¡Bebe! -le urgió, sin hacer caso de la mirada de desesperación en los ojos del herido-. ¡Bebe y tendrás paz!

– Voy a morir -balbuceó el oficial. Se había mordido la lengua y la sangre chorreaba por los labios. Tenía el rostro bañado en sudor y la piel de un color grisáceo.

– No vas a morir -replicó Telamón-. Todavía no. Bebe esto y conocerás la paz. Aguanta un poco más el dolor y bebe el vino.

El hombre obedeció. Llenaron otra vez la copa y añadieron más polvo. El paciente comenzó a cabecear mientras se le cerraban los ojos; Telamón le abofeteó para mantenerlo despierto hasta que acabó de beber la segunda copa. Por fin, el oficial se quedó en silencio.

– El río de Leteo -murmuró Alejandro-. ¡Las aguas del olvido!

– Semillas de amapola y vino fuerte -replicó Telamón con un tono cáustico-. Los efectos no durarán mucho. El dolor le hará recuperar la conciencia.

– ¡Quiero ver todo lo que haces, pero me estoy asando de calor! -Alejandro levantó los brazos y un paje corrió para desabrocharle la coraza-. ¿Qué harás, Telamón? -Alejandro parecía haber olvidado todo lo referente al ejército. Una vez más, la insaciable curiosidad que había llevado de cabeza a Aristóteles en Mieza había pasado a primer plano-. ¿Qué harás?

Telamón no le prestó atención. Sujetó el brazo caído de la víctima y lo apoyó suavemente en la mesa. Examinó con mucha atención el hombro, el antebrazo y la muñeca. Levantó la mano aplastada. El paciente se movió. Telamón se inclinó para observar la mano más de cerca. De los dedos sólo quedaban unos trozos de huesos y piel sanguinolenta.

– Tendré que amputar -manifestó Telamón-. Aquí, a la altura de la muñeca, y tendré que hacerlo sin perder ni un segundo.

El enfermero se olvidó de quién estaba presente.

– ¿Puedes hacerlo? Se desangrará hasta morir.

– Si no lo hago -le explicó Telamón-, la mano se le infectará en cuestión de horas, se desparramará el veneno, se le hinchará el brazo y morirá en medio de terribles sufrimientos. Necesito un bol con fuego, agua caliente y vendas limpias. ¿Lo tienes?

– Obedece -dijo el rey.

El enfermero obedeció. Durante unos momentos reinó la confusión. Telamón mandó que desalojaran la tienda y que sólo se quedaran Alejandro, sus compañeros y el enfermero. Casandra entró en la tienda. Telamón les pidió a ella y al enfermero que se lavaran las manos a conciencia. Abrió el maletín y sacó los instrumentos: una pequeña sierra muy afilada, unos alicates, unas pequeñas grapas de bronce y agujas. Cauterizó todos estos objetos en las llamas del brasero.

– ¿Por qué lo haces? -preguntó Alejandro.

– No lo sé a ciencia cierta -contestó Telamón-. Presencié una operación similar en Siracusa: el fuego lo limpia todo. Cualquier cosa que toca una herida abierta debe estar bien limpia.

– ¿Se morirá? -preguntó Alejandro palmeando el hombro del joven oficial, que comenzaba a moverse.

– Es posible -admitió Telamón-. Es muy fácil amputar una mano; cualquier carnicero podría hacerlo con una hachuela. Lo que cuenta es contener la hemorragia y el vendaje -advirtió tocando suavemente el rostro del paciente dormido-. Si la hemorragia no lo mata, quizá lo haga la conmoción cuando se despierte. No puedo dar ninguna garantía. ¿Estás preparada, Casandra?

Telamón sacó unos polvos del maletín y los mezcló en una copa de vino.

– ¿Más polvo de amapola? -preguntó Ptolomeo, que ya no tenía la expresión cínica de antes.

– No, no, es algo más poderoso. La mandrágora blanca; utilizada en las cantidades correctas, es la auténtica agua del olvido.

Telamón metió el borde de la copa entre los labios del paciente. Le abrió la boca y le echó la cabeza hacia atrás para asegurarse de que el oficial, que ahora comenzaba a despertarse del sueño provocado por la droga, se bebiera la pócima. El físico se dio por satisfecho cuando el hombre tragó la última gota, y se apartó.

– Casandra, voy a cortar la mano a la altura de la muñeca, pero antes le aplicaré unos torniquetes entre la muñeca y el codo. Antes de que comience a cortar, deberás apretar los torniquetes todo lo firme que puedas. Entonces cortaré. Saldrá sangre. Si la fortuna nos favorece, la hemorragia será pequeña. Mientras corto, las venas quedarán a la vista. Confío en ser capaz de atarlas o cerrarlas con las grapas. En cuanto acabe de cortar la mano aplastada, debemos retirar las grapas rápidamente para poder hacer las suturas.

Casandra lo miró con una expresión asustada.

– ¿Puedes hacerlo?

– Lo haré -afirmó Telamón-. También usaré una lima para alisar los huesos. Hay que lavar el muñón. Quiero el vino más espeso y el vinagre más fuerte, y la miel que puedas encontrar -advirtió al enfermero-. También intentaré cauterizar el muñón -añadió sonriendo a Alejandro-. Así nuestro rey habrá aprendido algo más.

El oficial de caballería estaba ahora totalmente inconsciente, con la cabeza echada hacia atrás, aunque se estremecía de vez en cuando. Ptolomeo se ofreció a aplicar los torniquetes mientras Alejandro sujetaba los hombros del paciente.

– Hay que mantenerlo quieto -aconsejó Telamón-, porque en ocasiones el dolor hace que el paciente recobre el conocimiento.

Telamón se lavó las manos, cogió la pequeña sierra y pasó la hoja por las llamas. Cerró los ojos y murmuró una breve plegaría para que los dioses le hicieran recordar todo lo que había visto y leído. Realizó el primer corte. Ptolomeo y Casandra mantuvieron los torniquetes bien apretados. Telamón trabajaba a toda prisa. No tardó mucho en amputar la mano. Aplicó rápidamente las grapas en las venas y utilizó la lima para alisar el máximo posible las puntas de hueso. La hemorragia era insignificante. Telamón comenzó a suturar las venas a un ritmo casi frenético.

– ¿Por qué tanta prisa? -susurró Casandra.

– El flujo de sangre no se puede interrumpir por mucho tiempo -le explicó el físico-. Hay que quitar los torniquetes cuanto antes.

Por fin, Telamón se declaró satisfecho. La hemorragia se había reducido a unas pocas gotas. Las grapas y los puntos de sutura aguantaban y untó generosamente el muñón con la mezcla de vino, vinagre y miel. Telamón sacudió la cabeza ante la multitud de preguntas que le formulaba Alejandro.

– Todos estos componentes tienen propiedades que impiden la infección -manifestó-. Cuanto más fuertes sean el vino y el vinagre, mejor.

– Creía que lo correcto era esperar a la aparición del pus -dijo Ptolomeo.

– Los egipcios no están de acuerdo -respondió Telamón enjugándose el sudor de las mejillas con el revés de la muñeca-. Afirman que la herida no contiene la putrefacción, sino que ésta viene del aire y la suciedad. Cuanto más limpia está una herida, mejor.

Cogió un cuchillo del maletín y lo sostuvo sobre las llamas. En cuanto comenzó a ponerse al rojo, lo apoyó cuidadosamente sobre la carne. El oficial se sacudió y murmuró algo, pero siguió durmiendo. Telamón volvió a aplicar el cuchillo, siempre con la precaución de evitar aquellos puntos donde había hecho la sutura.

– El muñón está nivelado y limpio.

Aplicó un poco más de la mezcla de vino, vinagre y miel y, a continuación, vendó el muñón con las vendas de lino.

– ¿No tendrían que estar más apretadas? -preguntó Alejandro.

– Lo que yo hago no es algo que haga la mayoría -contestó el físico-. En Siracusa, un médico me dijo que a la herida, además de protegerla, había que dejarla respirar. Los sanadores de Egipto comparten esta teoría.

Después de acabar con el vendaje, Telamón explicó al enfermero cómo debía controlar la evolución de la herida a la mañana, el mediodía y la noche, lavarla con la mezcla y cambiar las vendas. Debía quemar todas las vendas usadas. Telamón apoyó un dedo en el cuello del oficial para controlarle el pulso.

– ¡Bien! -exclamó-. El pulso es fuerte y regular.

– ¿Hay que darle más mandrágora? -preguntó el enfermero.

– No es necesario. Sólo vino con polvo de amapola -respondió señalando los restos que había alrededor de la mesa-. Que trasladen al paciente a un lugar limpio. Todo esto hay que lavarlo a fondo con agua, sal y vinagre. Mi señor, he acabado -advirtió a Alejandro-. He hecho todo lo posible.

El físico salió de la tienda. Alejandro lo siguió.

– Me han dicho que fuiste a ver las maniobras. ¡El ejército está preparado! -exclamó dando un puntapié en la tierra.

En algún lugar al otro extremo del campamento se escuchó una gran ovación.

– Acaban de ver la flota -comentó Alejandro-. Ciento sesenta trirremes. Parmenio se encargará de dirigir a las tropas por el paso del estrecho.

– ¿Y nosotros? -preguntó Telamón.

– Haremos nuestra propia travesía -Alejandro sonrió-. Una peregrinación, un poco más al sur; luego cruzaremos hacia Troya -apuntó antes de volver a patear el suelo y mirar hacia el cielo-. Tengo entendido que se ha producido otra muerte, Telamón. Puede que hayas salvado al oficial, pero el espía parece hacer lo que le viene en gana en mi campamento.

– No tenemos ninguna prueba de que se trate de un asesinato. Es posible que fuera el resultado de un accidente.

Alejandro se volvió para mirar directamente a la cara del físico, con una mirada cínica en los ojos.

– Confío en ti, Telamón -murmuró-, pero no confío en todos -añadió dando una palmada para llamar a sus guardaespaldas-. Ve a limpiarte, físico. Lo has hecho muy bien -observó golpeando cariñosamente el pecho de Telamón-. Aristóteles estaría orgulloso de ti. ¡Confiemos en que tu rey también lo esté!

Alejandro giró sobre los talones y se alejó con un brazo alrededor de la cintura de Hefestión y el otro apoyado en el hombro de Ptolomeo.

– ¡Chiquillos! -opinó Casandra por lo bajo-. Son como críos con un juguete nuevo.

– No son unos chiquillos -replicó Telamón-. Son guerreros sedientos de sangre, dispuestos a marchar hasta el fin del mundo para obtener la gloria. Todo esto lo ven como una especie de juego mortal. Quizá se acaben los crímenes -añadió, al tiempo que cogía el brazo de Casandra- cuando crucemos el Helesponto.

– Un tipo de crímenes -le corrigió la pelirroja.

– Sí, tienes razón. Cuando crucemos, comenzará la verdadera matanza.

– ¿Dónde vamos ahora? -preguntó la muchacha.

– Quiero visitar a Antígona, presentarle mis condolencias.

La sacerdotisa se encontraba en su tienda. Selena dormía en uno de los catres. Antígona estaba preparando su equipaje. Continuaba con el rostro pálido y los ojos enrojecidos de tanto llorar. Vestía una sencilla túnica campesina y la sedosa cabellera le caía sobre los hombros. Sonrió a Casandra, pero su mirada se hizo hosca al ver a Telamón.

– Os doy las gracias por lo que habéis hecho por Aspasia -manifestó señalando hacia la salida de la tienda-. Aquí dentro hay demasiada humedad como para tener el cadáver. El rey ha sido muy generoso -observó con sarcasmo-. Se ha encargado de disponer la incineración. La pira funeraria será encendida mañana por la mañana antes de que salgamos.

– ¿Mañana por la mañana?

– No viajaremos por mar -le explicó Antígona-. Alejandro ha tenido un ataque de superstición. Los demás cruzarán el Helesponto, pero Alejandro irá al sur a la península de Elaeum. ¿Sabes quién está enterrado allí?

– Protesalio -contestó Telamón-. Fue el primer aqueo que mataron en la guerra de Troya. Dicen que su fantasma todavía ronda la tumba.

– Alejandro y los miembros de su casa, y eso te incluye a ti, Telamón, ofrecerán un sacrificio para aplacar a su espíritu. Alejandro no desea morir en su primer día en Asia.

– ¿Te hace feliz regresar a Troya?

– Me hace feliz regresar a casa.

Telamón miró el montón de ropa que estaba en un taburete.

– Son las prendas de Aspasia -dijo Antígona-. Era como una niña; estaba muy entusiasmada ante la proximidad del regreso a casa. Lo había preparado todo con anticipación.

El físico apartó el bulto y se sentó en el taburete. Antígona se le acercó tanto que él olió su perfume.

– Te ofrecería un vaso de vino, pero no tengo.

– ¿De dónde son? -preguntó Telamón, con la mirada puesta en la muchacha que dormía-. Me refiero a Selena y Aspasia.

– Son de Tesalia, pero las considero como de mi familia -respondió la sacerdotisa, mientras miraba a Casandra, que se había acercado a la entrada de la tienda.

– ¿Cuánto tiempo han estado contigo?

– Cuatro o cinco años. Las primeras ofrendas de Tesalia. El rey Filipo las escogió personalmente y pagó su viaje a Troya.

– Entonces, ¿por qué habéis venido aquí? ¿Por qué a este lugar de guerra?

– Te lo dije. Alejandro me lo ordenó -respondió Antígona sonriendo-. Bueno, yo quería venir. Hacía años que no veía a Alejandro y tenía que traer a los guías, además de al pobre Critias.

– ¿Crees que los guías desertarán? -preguntó el físico.

Antígona hizo una mueca al escuchar la pregunta.

– Es posible. Están dominados por el miedo. Creen que están marcados. Aristandro no les pierde de vista, cuando no está llorando por la desaparición de aquel enano.

– ¿Conocías a Hércules?

– Era peor que un tábano, Telamón. Irritaba a los soldados, sobre todo a Ptolomeo. Hércules tenía algunos hábitos repugnantes, incluido espiar a los demás cuando hacían el amor. No es precisamente un rasgo que te haga popular con los demás.

Telamón dejó el taburete para acercarse a Selena. Le apoyó una mano en la mejilla, que estaba tibia y un tanto enrojecida.

– Perdicles le dio una pócima para dormir -comentó Antígona-. Se recuperará con el paso del tiempo. Nunca imaginé que se pondría tan histérica. Ella y Aspasia estaban muy unidas. Introduje a ambas en los misterios.

– Aquellas doncellas, las de Tesalia que presuntamente tenían que ir a tu templo en Troya… ¿A cuántas mataron?

Antígona entrecerró los párpados.

– Filipo reintrodujo la costumbre: el castigo para las tribus tesalias que había derrotado -respondió dejando ir una risa muy aguda-. Filipo no creía en los dioses, pero creía en la suerte. Tenía claro que algún día su ejército pasaría por Troya. Quería complacer a todos los dioses, incluida Atenea.

– ¿Asesinaron a todas las doncellas?

– Creo que no lo has entendido bien -contestó la sacerdotisa sonriendo-. No sabemos si llegaron a venir. No -se corrigió-, sabemos que llegaron las últimas dos. Después de todo, yo misma traje a Alejandro a la superviviente, pero ¿las otras? -se encogió de hombros-. Se dicen muchas cosas, pero casi no hay hechos.

Casandra llamó desde la entrada de la tienda.

– Telamón, viene un mensajero.

Un paje entró en la tienda.

– Se requiere tu presencia -anunció pomposamente-. El rey ha reunido al consejo.

– ¿A nosotros dos? -preguntó Antígona.

– A vosotros dos, pero a ella no. -Señaló con el pulgar por encima del hombro-. ¡No a la yegua pelirroja!

Casandra se le echó encima dispuesta a darle un bofetón. El chico era mucho más ágil. Evitó la mano y, muerto de risa, escapó de la tienda.

– ¡Aquello que Alejandro quiere, Alejandro lo consigue! -murmuró Antígona señalando con un gesto a Selena-. Di al rey que iré enseguida. Quiero a un centinela en la entrada.

Telamón se despidió de la mujer y se marchó en compañía de Casandra.

– ¿Qué opinas de ella? -le preguntó el físico en cuanto estuvieron lejos de la tienda.

– Una devota sacerdotisa que está furiosa por la muerte de su acólita. Se adivina por el tono, por las poses que adopta.

– Ve a la tienda -le dijo Telamón-. Alejandro tiene el bocado entre los dientes; nos marcharemos del campamento con las primeras luces del amanecer. Mantente apartada de ellos -apuntó señalando a su alrededor, donde el bullicio y los ruidos crecían por momentos-. Lo estarán celebrando.

Casandra se detuvo y agitó un dedo en el aire.

– Vaya, no te preocupes. ¡Te olvidas, Telamón, que he visto las celebraciones de los macedonios!

* * *

En el pabellón real Alejandro, bañado y cambiado, estaba arrodillado en el suelo, con los generales a su alrededor, muy atareados con los mapas, las listas de tropas y otros documentos que se pasaban de mano en mano. El rey levantó la cabeza cuando entró Telamón.

– Nos marchamos mañana, Telamón. Con el alba -manifestó Alejandro guiñándole un ojo-. Quiero que estés conmigo, por dos razones. Primero, quiero sacrificar un toro en el mar, mi ofrenda a Poseidón; más valdrá que sea aceptable. Segundo, y esto no es un ningún secreto, me mareo. Quiero tenerte cerca. No me hace nada feliz la idea de que mis hombres vean a Alejandro de Macedonia vomitando hasta las tripas.

– En todo un verdadero descendiente de Aquiles.

– En todo -repitió Alejandro-. ¡Aquiles redivivo! Ahora, Telamón, siéntate. Nos marchamos mañana. Quiero que te asegures de que todo vaya bien con el toro de marras. Nada de fallos. Tú te encargarás del cruce de tropas desde Sestos a Abidos y la marcha hacia el sur -ordenó a Parmenio-. Nos reuniremos en la llanura de Troya. Lo traerás todo contigo: las máquinas de asedio y los carros.

– ¿Qué debemos hacer luego? -preguntó Ptolomeo, que masticaba un trozo de carne.

– Marchar durante horas bajo un sol de fuego y entre nubes de polvo, y comer lo que tengamos a mano -respondió Alejandro con sequedad-. Buscaremos al ejército persa, le plantearemos batalla y lo destrozaremos hasta el último hombre. ¡Cuanto más pronto, mejor! Ah, mi señora.

Alejandro se levantó cuando Antígona, vestida con las túnicas de las sacerdotisas, entró en el pabellón. El rey dio un puntapié a Seleuco para que se apartara, acercó un taburete y, con un gesto galante, la invitó a sentarse.

– No soy un soldado, Alejandro -dijo Antígona con una sonrisa.

– No, mi señora, pero eres la sacerdotisa de Troya' -respondió el rey, que mostraba el rostro arrebolado de excitación y sus ojos tan brillantes que Telamón se preguntó si tenía algo de fiebre-. Aquiles está enterrado cerca de tu templo, ¿no es así?

– En un promontorio que mira al mar -asintió ella-. Al oeste de la ciudad.

– ¿Tu templo guarda sus armas?

– Así es. Agamenón las trajo para dedicarlas a la diosa.

– ¡Imposible! -exclamó Ptolomeo-. ¡El óxido las habrá destruido!

– Todas están en perfecto estado -replicó la sacerdotisa-. Guardadas en telas impregnadas en brea. Yo os las enseñaré.

– Las reclamo como descendiente de Aquiles -manifestó Alejandro-. ¡Como capitán general de Grecia, para ejecutar la venganza de Zeus contra la soberbia de los persas!

– ¡Tú eres todopoderoso! -exclamó Antígona repitiendo las palabras del oráculo de Delfos-. ¡Tú eres topoderoso, Alejandro de Macedonia!

– A cambio -proclamó Alejandro-, dedicaré mis propias armas a Atenea. ¡Le pedirás su bendición para esta sagrada expedición!

El entusiasmo de Alejandro era contagioso. Ahora que habían desaparecido los nervios y la desconfianza de atravesar el Helesponto, se mostraba dominado por los sueños de gloria, convencido de que era la reencarnación de Aquiles, el escogido de los dioses. Volvió a estudiar los mapas, dio instrucciones precisas a cada uno de los comandantes y descartó sin más trámites cualquier amenaza de la flota persa. Se sirvió el vino y las discusiones se hicieron más vivas y vocingleras. Alejandro propuso la reconstrucción de Troya para mayor gloria del templo de Atenea. Hizo una pausa para sonreír a Telamón.

– Ya puedes marcharte.

Telamón se levantó. Antígona hizo lo mismo.

– ¿Me acompañarás hasta mi tienda? -le preguntó.

Ptolomeo murmuró un comentario salaz. Uno de sus comandantes, Sócrates, se echó a reír a carcajadas y Alejandro le hizo callar con una mirada. Telamón no les hizo caso y se dirigió a la salida, con Antígona del brazo.

– Será agradable volver a casa. Dicen que tendremos buen tiempo. Si Alejandro fuese capaz de librarse de sus supersticiones…

– Está inquieto -señaló Telamón-. Todos estos asesinatos y las continuas referencias a su padre: tiene los nervios a flor de piel y desconfía de esto y aquello. Alejandro anhela una batalla. Necesita nuevas señales de los dioses. Quiere aplacar todas esas sombras y los fantasmas que pueblan sus sueños. ¿Puedo hacerte una pregunta, mi señora? ¿Recuerdas que en una ocasión, hablando de las doncellas de Tesalia, te describiste como un puesto de escucha de Macedonia?

– Es verdad. Debían ayudarme.

– ¿También Aspasia y Selena?

Antígona se detuvo cerca del camino que llevaba a su tienda.

– ¡También! -respondió al tiempo que se acercaba para besar a Telamón en la mejilla-. Ahora, quizá, ya no nos necesitarán.

Telamón le deseó buenas noches y caminó sin prisas a través del recinto real, Casandra se encontraba delante de la tienda, muy entretenida en su conversación con el centinela. Se detuvo unos momentos para observarlos y entonces escuchó gritos, voces de alarma, exclamaciones… Regresó apresuradamente a la tienda de Antígona. La mujer estaba arrodillada en el exterior. Se había rasgado la túnica y se echaba puñados de polvo sobre la cabeza. Telamón la apartó sin miramientos y entró en la tienda. Selena yacía en el suelo, con los ojos abiertos, el rostro pálido y un reguero de sangre que caía de la boca abierta. En su costado, clavada hasta la empuñadura, había una daga celta.