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«Alejandro cruzó el Helesponto y, en Troya, hizo un sacrificio en honor de Atenea y honró la memoria de los héroes enterrados allí, en particular la de Aquiles.»
Plutarco, Vidas, «Alejandro»
¡Poseidón, todopoderoso, señor de los mares! ¡Amo de la tormenta! ¡Jinete de los vientos!» Telamón se sujetó para protegerse del balanceo de la nave de guerra y contempló los sesenta trirremes que escoltaban la nave capitana de Alejandro, El León de Macedonia. Habían recogido velas y las anclas de piedras se apilaban a proa. La fresca brisa marina soplaba cada vez más fuerte; los primeros rayos del sol que caían sobre la cubierta relucían en la dorada estatua de Atenea instalada a proa. La flota, o al menos aquellos trirremes al mando de Parmenio que estaban ocupados en el transporte del resto del ejército de Alejandro a Abidos, se agrupaban alrededor de la nave capitana. Negros, escurridizos como anguilas con el ojo rojo pintado apenas por encima de la línea de flotación, la flota de guerra parecía una manada de lobos al acecho, con las proas apuntando a las distantes costas de Asia. Telamón no se soltó del pasamanos.
– Un sacrificio detrás de otro, ¿eh? -le comentó Antígona al oído.
El físico asintió. Ayer Alejandro había dejado el cuerpo principal de su ejército para marchar hacia el sur hasta el promontorio de Elaeum, donde había ofrecido un sacrificio y rendido homenaje a Protesilao. Después se habían embarcado. Ahora, con la costa de Asia a la vista, Alejandro estaba decidido, mareado o no, a realizar otro sacrificio a los dioses. Telamón no disimuló su inquietud mientras guiaban al toro blanco como la nieve y muy sedado a través de la cubierta. Los sacerdotes se adelantaron, echaron el incienso, cortaron el mechón de pelo entre los cuernos del animal y lo echaron al brasero colocado en el altar erigido ante el castillo de proa. El toro se movió un poco. Telamón y los demás, que se encontraban a unos pocos pasos detrás de Alejandro, contuvieron el aliento.
– ¡Por todos los dioses! -murmuró Ptolomeo-. ¡Lo que menos falta nos hace ahora es un toro corriendo por la cubierta!
Los sacerdotes echaron hacia atrás la cabeza del animal. Aristandro, armado con un kopis, el cuchillo corvo de los sacrificios, cortó de un tajo la garganta del toro. El bramido de agonía fue recibido con grandes gritos y exclamaciones de alegría mientras recogía el chorro de sangre caliente en un bol de plata. Alejandro, vestido con el uniforme de combate, la capa gris y roja sobre los hombros y una corona de laureles en la cabeza, acabó el sacrificio entre ráfagas de incienso y los dulces olores de la mirra y la canela. La sangre corrió por la cubierta. Los marineros y los soldados mojaban los dedos en la sangre y se pintaban líneas en la frente, ansiosos por tomar parte en este bienaventurado sacrificio a los dioses. Los matarifes se ocupaban ahora de descuartizar el toro para aprovechar la carne mientras que los marineros comenzaban a baldear la cubierta. Alejandro se volvió para mirar a los miembros de su casa. Con una expresión solemne, levantó las manos.
– ¡Hemos realizado el sacrificio y los dioses nos han respondido; la victoria será nuestra!
Sonó una corneta. En las entrañas del trirreme, un tambor comenzó a marcar el ritmo. Se bajaron los remos. Izaron el rojo gallardete de Alejandro a lo más alto del mástil. La flota de trirremes de guerra y las naves auxiliares emprendieron la navegación hacia la costa asiática.
– Tendría que haber sido actor -murmuró Casandra-. Es algo que le encanta, ¿no te parece?
Los demás comandantes se agrupaban alrededor de Alejandro para expresarle sus felicitaciones. Se cruzaron señales con las otras naves que ahora se acercaban. Los toques de corneta y los redobles de tambores iban en aumento. Se izaron los gallardetes y el entusiasmo era cada vez mayor. Los hombres se apiñaban en las bandas y en la proa, todos atentos a la aparición de la bahía de los aqueos, el lugar donde Agamenón y su ejército habían desembarcado para saquear e incendiar la fabulosa ciudad de Troya.
Casandra, que se encontraba detrás de Telamón, era incorregible.
– Me han contado una bella historia sobre el amante Leandro que cruzaba a nado desde Abidos para ver a su amada, Hero, en Sestos. Ella era una sacerdotisa de Afrodita y lo guiaba con una lámpara.
– ¿Qué pasó? -preguntó Telamón sin volverse, observando a Alejandro, que estaba dando instrucciones al capitán.
– Una noche cayó la niebla. La lámpara no se veía. Leandro se ahogó y Hero se suicidó.
– ¿Se puede cruzar a nado el Helesponto? -preguntó Telamón.
– No tiene más que unos veinte estadios de ancho, y ya se ha hecho. Los marineros lo consideran más como un río que como un mar. Dicen que abundan los peces, aunque no creo que Alejandro disponga de mucho tiempo para dedicarse a la pesca. ¡Mira allá! -exclamó la muchacha señalando un punto en la bruma matinal que el físico identificó con un promontorio que se adentraba en el mar.
– Sigeo -le explicó ella-. Los acantilados de Troya.
– ¿El lugar donde están enterrados Aquiles y Patroclo?
– También es el lugar donde Agamenón encendió la primera hoguera para comunicar a su esposa Clitemnestra que Troya había caído. No sabía que ésta estaba planeando su asesinato. Por cierto -apuntó Casandra dejando ir un suspiro-, ¿crees que los persas nos estarán esperando al otro lado de los acantilados?
El físico sacudió la cabeza. Observó el movimiento de los remos al ritmo del tambor del cómitre. Se sujetó con fuerza mientras la nave ganaba velocidad.
– Los persas no saldrán a nuestro encuentro. Quieren que nos trague la inmensidad de su país, como un pájaro que se traga a un insecto.
– ¿Será así?
– Quizá nos toque hacer como Jenofonte -contestó Telamón-. Marcharemos hacia atrás y adelante.
– ¿Cómo lo haremos para regresar a casa?
Casandra no estaba en absoluto preocupada, pero intentaba inquietar a este físico impertérrito. Se sentía fascinada por él. Un hombre que ocultaba sus sentimientos; un físico que salvaba vidas; un exiliado protegido y amigo de un rey, alguien que, a pesar de su aparente frialdad, demostraba en ocasiones una inmensa bondad.
– No creo que regresemos a casa nunca más.
Una gaviota cruzó la proa en vuelo rasante. Telamón recordó una historia que le había contado su padre sobre cómo las gaviotas eran las almas de los marineros muertos.
– Si Alejandro derrota a los persas, continuará la marcha hasta los confines del mundo -añadió.
– ¿Y si es derrotado? -quiso saber la pelirroja.
– Las naves persas vigilarán estas aguas y aquellos de nosotros que hayan conseguido escapar tendrán que seguir el ejemplo de Leandro y cruzar a nado al otro lado para salvar sus vidas -declaró haciendo una pausa-. En cualquier caso, encontraremos que no hay persas en Troya y Alejandro podrá entretenerse a placer interpretando a Aquiles.
El físico se alejó. Antígona estaba sentada a la sombra de una toldilla de cuero instalada a popa. La sacerdotisa parecía tranquila y sosegada, un tanto pálida, con las manos cruzadas sobre el regazo y los ojos cerrados, al parecer ensimismada en sus plegarias. Telamón miró la nave más cercana, con la proa en forma de grifo, que hendía las olas a una velocidad considerable. Alejandro había montado en cólera cuando le comunicaron la muerte de Selena. El asesinato de una sierva de Atenea era un mal presagio; habían mantenido en secreto el crimen y habían incinerado el cadáver aquella misma noche. Tanto Aristandro como Telamón habían sido objeto de una muy severa reprimenda por su falta de progresos en las investigaciones.
Alejandro los había llamado y, con el entrecejo fruncido, había escuchado sus explicaciones. Ptolomeo, junto con los otros dos físicos, Perdicles y Nikias, acompañaban al rey. Los tres parecieron disfrutar con el mal trago de Telamón.
«¿Qué es esto? -había gritado el monarca, con el rostro rojo de furia-. ¿Este asesino es un agente de Némesis? ¿Es capaz de volar por mi campamento y tocar con sus negras alas a quien desee? ¿Estás tú detrás de estas muertes, Aristandro?»
Los había acusado y criticado hasta que su cólera se apaciguó. Luego había levantado las manos en una última muestra de reproche y se había marchado. Si su intención había sido la de espantar a Aristandro, lo había conseguido. El custodio de los secretos del rey había proclamado su inocencia a voz en cuello, pero, tal como había confesado a Telamón en un aparte, no había encontrado ninguna lógica, ni la más mínima explicación, a la muerte de Selena. Antígona se había mostrado profundamente conmovida pero había recuperado la compostura. El centinela que había montado guardia a la entrada de la tienda aquella noche había negado vehementemente cualquier responsabilidad en los acontecimientos.
«La señora sacerdotisa se marchó -les había explicado-. De vez en cuando, levanté la solapa para asomar la cabeza. La joven doncella dormía profundamente de espaldas a mí. No aprecié nada que me llamara la atención. Nadie se acercó a la tienda.»
Telamón había estudiado la escena del crimen. La tienda sólo tenía una entrada y, como había ocurrido en los otros asesinatos, era imposible que el asesino hubiese podido pasar por debajo o entre las piezas de la tienda. Selena había sido brutal y expertamente asesinada; la daga se había deslizado con gran exactitud a través de las costillas para atravesarle el corazón. El cadáver se había enfriado y la sangre se había coagulado. Telamón había calculado que la muchacha llevaba muerta al menos una hora, o incluso más, cuando la encontraron. El centinela había relatado el descubrimiento del cuerpo. La señora Antígona había llegado a la tienda. Él había levantado la tela de la entrada y ambos habían visto el cuerpo tumbado en el suelo. Las prendas de Selena estaban empapadas en sangre, lo mismo que las sábanas de lino y el jergón de paja. No había ninguna señal de lucha, de que la víctima hubiese ofrecido resistencia. Sólo el horror de la muerte, la boca abierta llena de sangre, los párpados entreabiertos, la daga y, debajo de la cama, el ya habitual trozo de pergamino con el mensaje con las palabras un tanto cambiadas: «El toro está preparado para el sacrificio, el matarife aguarda, todo está preparado».
Telamón, acompañado por Aristandro, había interrogado a fondo a Antígona y al centinela: sus declaraciones habían coincidido. Selena dormía cuando Antígona se marchó de la tienda. Nadie más se había acercado al lugar. Cuando regresó la sacerdotisa, había encontrado el cadáver tumbado en el suelo. El centinela había sido incapaz de recordar cuándo había mirado en el interior por última vez.
«Me daba reparo hacerlo -había manifestado sonriendo nervioso-. Quiero decir que ella era una doncella del templo. No quería que me acusaran de espiarla.»
Telamón se frotó los ojos y salió de su ensimismamiento; se secó el rocío del mar que le empapaba el rostro. Ayer había visto algo que le tenía intrigado. No obstante, notaba un gran cansancio mental. Era incapaz de recordar los detalles. Era como mirar un manuscrito; leía las palabras, pero no conseguía entender el significado. Se sobresaltó al escuchar el grito de aviso del vigía a proa. Los acantilados de Roeteo estaban a la vista: allí se encontraba la famosa ensenada de los aqueos. Alejandro se puso al timón y la nave insignia se enfiló como una flecha hacia la costa. Los encargados de las sondas situados a proa lanzaron los cabos lastrados con piedras para saber a qué profundidad estaba el fondo; se dieron nuevas órdenes. Cesaron los golpes bajo cubierta. Ahora sólo se utilizaba una bancada de remeros y las otras embarcaciones permanecían a la espera. Telamón percibió la excitación: esto era Asia, la fabulosa Troya, ¡el tesoro de Persia!
Alejandro, ayudado por el timonel, guió la nave. El cómitre Domenicus transmitió la orden del capitán y se levantaron los remos; cuando la quilla del trirreme rozó el fondo de arena y piedras, se produjo una sacudida y la nave comenzó a perder velocidad. El rey cedió el puesto al timonel y cruzó la cubierta a la carrera. Hefestión le esperaba en la proa, jabalina en mano. Alejandro cogió el venablo y lo lanzó con todas sus fuerzas. La jabalina trazó un arco muy alto y se clavó en la arena de la playa, en medio de las ovaciones de la tripulación, que fueron repetidas por las tripulaciones de las demás naves.
– ¡Acepto Asia como un regalo de los dioses! -gritó Alejandro-. ¡La recompensa ganada con mi lanza!
Nuevos gritos rubricaron esta afirmación. Ahora la quilla se hundía cada vez más, y la proa salió del agua y abrió un profundo surco en la arena. La nave se detuvo completamente, con sólo la popa en el agua y las olas imprimiéndole un leve balanceo. Alejandro, vestido con su uniforme de batalla, desenvainó la espada, saltó desde la proa y caminó como un héroe en son de conquista a través de la playa para reclamar su jabalina. La recogió y emprendió el camino de regreso, con los brazos en alto, la jabalina en una mano, la espada en la otra y, en definitiva, con toda la apariencia de lo que quería ser: el nuevo Aquiles, el dios de la Guerra, el capitán general de Grecia, que había venido a reclamar lo que era suyo. Estos gestos tan teatrales provocaron nuevas manifestaciones de entusiasmo. El estrépito de las armas resonaba por toda la pequeña ensenada y ahuyentaba las aves marinas. Los capitanes de Alejandro observaban atentamente lo alto de los acantilados, pero nadie salió a su encuentro: ningún escuadrón de caballería ni compañía de infantería alguna, ni sombra del revuelo de una capa persa ni el resplandor de un estandarte. ¡La costa estaba desierta! El resto de la flota se acercó. Bajaron los mástiles y recogieron los remos. Dos barcos naufragaron cuando sus cascos se abrieron al chocar contra unos escollos sumergidos, pero no hubo pérdidas: los hombres, los animales y la carga fueron transportados a tierra sin problemas.
Se enviaron exploradores. Se trajeron los cuencos con el fuego y se encendieron las hogueras. Algunos soldados emprendedores habían aprovechado el viaje para pescar y ahora asaban el pescado en las brasas. Alejandro permitió a los hombres que se recuperaran del mareo mientras preparaban los trirremes para que se hicieran a la mar en cuanto cambiara el viento. Se escuchó un toque de corneta y los alguaciles recorrieron el campamento para comunicar que los exploradores habían regresado sin ver al enemigo.
– Ha sido una faena limpia -comentó Ptolomeo, que precedía a Alejandro en la subida por el sinuoso sendero que llevaba a lo alto de los acantilados-. ¡Los dioses sean alabados! ¡Hasta un grupo de mujeres, armadas con bastones, nos podría haber detenido!
Telamón se alegró de abandonar la playa. Se sintió mucho más tranquilo en cuanto vio los árboles en la llanura barrida por el viento donde se levantaba Troya. El paisaje se veía absolutamente desierto, como si todos los seres vivos aprovecharan para dormir la siesta y escapar del tórrido calor. No se veía otra cosa que campos de pastoreo, olivares y robles. Las plantas y las flores, algunas desconocidas para él, eran espectaculares con su brillante colorido primaveral. Ahora que estaba lejos del mar, veía la cumbre nevada del monte Ida, los espesos bosques a cada lado, los reflejos de un río y una débil columna de humo negro que debía proceder de la cocina de alguna granja invisible.
Alejandro estaba entusiasmado a más no poder, caminaba de aquí para allá, recitaba estrofas de la Ilíada de Hornero y señalaba diferentes lugares del entorno. Después de mucho bregar, Hefestión consiguió que se tranquilizara un poco y que se quitara la armadura. Trajeron los caballos y, protegidos por una compañía de exploradores desplegados en la vanguardia, Alejandro guió a su ejército por el blanco y polvoriento camino que avanzaba por entre los árboles, cruzaba la llanura, subía la colina y luego bajaba hasta las ruinas de Troya. A medida que se acercaban, fueron apareciendo los campesinos, cargados con cestas de pan y fruta o simplemente mirándolos con ojos donde se mezclaban la curiosidad y la incredulidad. Alejandro los saludó como si fuera su salvador y ellos le respondieron levantando las manos y algunos vítores de compromiso.
Por fin llegaron a los aledaños de las ruinas: los cimientos de los gruesos muros, las calles, las puertas rotas, los pilares y trozos de pavimento. En algunos lugares, las ruinas estaban ocultas por la maleza o cubiertos de un espeso musgo verde.
Alejandro seguía eufórico. Señaló a lo lejos donde estaba el río Escamandro y el lugar en el que se había librado un famoso duelo de la legendaria batalla. La propia Troya era una desilusión, poco más que una mísera aldea de casas mal hechas y chozas levantadas entre las ruinas. Telamón fue incapaz de ver nada que le pareciera ni remotamente heroico, homérico o excepcional, pero, como todos los demás, se guardó la opinión mientras Alejandro continuaba con las citas de la Ilíada.
Por fin llegaron a la plaza del pueblo, bordeada por las ruinas y casas desmoronadas. Algunos de los habitantes hablaban un griego macarrónico y estaban más interesados en lo que podían vender que en la llegada del ejército. Alejandro desmontó y luego ayudó a Antígona a apearse de su caballo. Levantó una mano para llamar a Telamón.
– ¿Estás segura de encontrarte bien, mi señora?
Antígona, con los ojos ensombrecidos y el rostro pálido, con los labios tan apretados que parecían una línea exangüe, asintió en silencio y se cubrió la cabeza. con la capucha de la capa.
– ¿Hay algo que Telamón pueda hacer por ti? -añadió el rey, solícito.
Una vez más la sacerdotisa sacudió la cabeza. Alejandro hubiese continuado con las preguntas, pero un grupo apareció por una de las calles laterales, precedido por un anciano sacerdote, que llevaba un bastón en una mano y un bol de humeante incienso envuelto en un trapo en la otra. Lo escoltaba un niño que hacía sonar una campana. El extraño cortejo cruzó la plaza mientras se escuchaban las primeras risas entre la comitiva de Alejandro, acalladas de inmediato por las furiosas miradas del rey. El jefe del pueblo se acercó cargado con un cojín raído donde descansaba una corona de laurel pintada de color dorado y saludó a Antígona con una reverencia. Con los ojos llorosos, intentó pronunciar un discurso, pero su lengua parecía no querer moverse. Telamón sospechó que el personaje se había preparado para la ocasión bebiendo todo el vino que su considerable barriga podía contener. Se balanceaba peligrosamente. Hefestión se abrió paso entre la concurrencia. Antígona dijo unas palabras con un tono severo. El hombre se apresuró a ofrecer el cojín con la corona a Hefestión. El compañero del rey cogió la corona dorada y la levantó como si fuese la sagrada diadema de Asia, antes de colocarla con mucha ceremonia en la cabeza de Alejandro. El rey se la encasquetó firmemente y volvió a montar en su caballo. Animados, los ciudadanos y los campesinos se acercaron. Alejandro desenvainó la espada y con voz sonora anunció que había venido para liberarlos de la tiranía de Persia, restaurar la democracia y defender a todos los griegos amantes de la paz. Los lugareños, dirigidos por su jefe, respondieron con una aclamación de circunstancias. Ptolomeo y los demás mantenían las cabezas gachas, aunque sus hombros temblaban de la risa mal contenida. Telamón tuvo que mirar con expresión de enfado a Casandra, que se mordía el labio inferior con verdadera desesperación para no soltar la carcajada. Incluso Antígona mostraba una sonrisa desdeñosa. Alejandro, sin embargo, sólo vivía para la gloria del momento.
– Mi señora, vamos a tu templo -solicitó señalando la angosta calle por la que había llegado la procesión-. ¡Allí rendiremos culto a la diosa!
Alejandro tiró de las riendas y, con Antígona a su lado, cabalgó por la angosta calle adoquinada. Aquí y allá había casas, así como los restos de paredes y palacios derruidos cubiertos de musgo. Resultaba difícil imaginar la gloria y el orgullo de la corte de Príamo o los carros dorados de Héctor circulando a gran velocidad a través de aquellas ruinas. La calle desembocaba en una plaza que albergaba un bullicioso mercado, donde los comerciantes negociaban frenéticamente con los campesinos y granjeros. El aire estaba cargado con los olores del estiércol de caballo, las especias, las comidas que se preparaban y la fruta podrida.
Alejandro hizo una señal; el heraldo levantó la corneta y tocó tres notas agudas. En el mercado se hizo el silencio. Todas las miradas se dirigieron a la entrada de la calle. El rey desmontó y, mientras los pajes se apresuraban a sujetar las riendas del caballo, encabezó solemnemente a su comitiva a través de la plaza hasta el templo de Atenea: un modesto edificio con una escalinata ruinosa que conducía a un pórtico con una columnata; encima, un tímpano donde aparecía Atenea como guerrera. Cuando se abrieron las puertas de este lugar sombrío, quedaron a la vista las ayudantes del templo, que continuaban con los preparativos. Tan rápida e inesperada había sido la llegada de Alejandro que una de ellas todavía estaba barriendo los escalones.
Antígona precedió al monarca. Los ciudadanos saludaron a su sacerdotisa con vítores y aplausos; Alejandro interpretó las aclamaciones como una muestra de apoyo a su persona. Telamón y los demás lo siguieron en su paso por la antecámara y luego por el santuario rectangular, con una hilera de cruceros a cada lado y, al fondo, una estatua de Atenea armada con yelmo, lanza y escudo.
Alejandro se apresuró a quemar el incienso ante la estatua, más interesado en las voluminosas bolsas de tela embreada colgadas a cada lado de la peana. A una orden de Antígona, las ayudantes cogieron las bolsas, desataron los cordones y sacaron una impresionante armadura. Las armas ofrecían un tremendo contraste con el entorno miserable. Admiraron una coraza de oro que trazaba el contorno de los músculos pectorales con las correas con tachones de plata y asimismo provista de hombreras, espinilleras con los bordes de plata y oro forradas con un cuero muy suave y una falda de guerra roja sobre un forro de tela blanca, con discos de plata en cada una de las tiras de cuero. El escudo, hecho de cinco capas de oro batido, también estaba forrado con un cuero muy suave y tenía las correas de plata; en el centro de su bruñida superficie, había un medallón de plata que mostrada la cabeza decapitada y la cabellera ondulante de la Medusa. El espléndido yelmo era corintio, con un penacho trenzado con crin de caballo y sujeto en la base con un aro de plata; los protectores de la nariz y las orejas no eran metálicos, sino que estaban hechos de un cuero rojo oscuro.
– Las armas de Aquiles -anunció Antígona.
Telamón y los demás las contemplaron sin disimular el asombro. La armadura era preciosa, sin duda la obra de un extraordinario artesano. La sacerdotisa, muy a su pesar, advirtió las sospechas de la comitiva, aunque Alejandro parecía absolutamente convencido de su autenticidad. El físico recordó el poema homérico: de acuerdo con la Ilíada, el dios Hefesto había hecho estas armas, después de la muerte de Patroclo, mientras Aquiles se preparaba para librar el impresionante y vengativo duelo con Héctor.
Ptolomeo fue el primero en manifestar su escepticismo.
– ¡Se supone que estas armas tienen una antigüedad de centenares de años! ¡Tienen todo el aspecto de haber sido hechas ayer!
Telamón agradeció para sus adentros que Casandra no estuviera presente: su risa estridente le hubiese costado la cabeza. Alejandro, absorto en la contemplación de las armas, al parecer no escuchó el comentario de Ptolomeo, mientras que Antígona optó por no hacer caso de los cínicos murmullos de los compañeros del monarca.
– Son tuyas, Alejandro -proclamó con voz baja, pero sonora-. ¡Capitán general de Grecia, descendiente de Aquiles! -exclamó volviéndose hacia los demás como si quisiera disipar las dudas-. Sólo puedo decir aquello que sé. Estas armas han permanecido ocultas, pasadas de una sacerdotisa a otra. Es muy cierto que han sido reparadas, reconstruidas, pero continúan siendo las armas de Aquiles -confesó esbozando una sonrisa.
Alejandro ya se las estaba probando. El yelmo le venía un poco grande y murmuró algo de llevar una capucha debajo. La coraza le iba que ni pintada. El rey levantó el escudo y la pulida superficie reflejó la luz que entraba por los ventanucos como una moneda de plata. El rostro de Alejandro se veía arrebolado, los ojos brillantes, como si ya se viera a sí mismo convertido en el nuevo Aquiles. Abstraído en sus sueños, dio las gracias a la sacerdotisa y prometió dedicar sus propias armas a Atenea. También prometió edificar un nuevo templo y reconstruir Troya con todo su esplendor.
Seleuco disimuló la risa mientras Ptolomeo ponía los ojos en blanco. Antígona se retiró discretamente y Alejandro asumió el papel de rey sacerdote. Trajeron su antigua armadura y la colocaron a los pies de la estatua. Quemaron más incienso y luego, vestido con la nueva armadura, Alejandro abandonó el templo.
Insistió en visitar todos los santuarios de Troya. Se improvisó un altar en la plaza del mercado. Alejandro hizo un sacrificio a Zeus, dios de los cielos y los fenómenos celestes. Ofrendas similares se hicieron a Apolo, Atenea y Hércules. Visitó el lugar donde el hijo de Aquiles degolló a Príamo y realizó nuevas expiaciones. Se había olvidado del todo de las tropas que le acompañaban. Hefestión habló con Ptolomeo en un aparte y se envió al general Sócrates para que se ocupara de instalar el campamento. Guiada por Alejandro, la comitiva real dedicó la tarde a recorrer todos los sitios sagrados de la ciudad. Los mercaderes, los tenderos y los que decían ser guías se vieron arrastrados por el fervor de Alejandro. El entusiasmo creció ante su espléndida generosidad. Todos los cuentistas, juglares y tramposos de la pequeña ciudad acudieron como moscas a un trozo de carne cruda, cada uno ansioso por decir lo suyo.
– Mi señor, ésta es la puerta por la que Héctor condujo su carro.
– Mi señor rey, éste es el lugar donde murió Héctor.
– En este mismo lugar, mi señor, Áyax violó a Casandra y se suicidó.
Alejandro se lo tragaba todo como si fuese el más dulce de los vinos. Sin embargo, un emprendedor tendero fue demasiado lejos. Sin parar mientes, ofreció a Alejandro una lira destartalada con las cuerdas rotas.
– Mi señor, éste es el instrumento que París tocó para la bella Helena. Recuerda -añadió el tendero- que París también se llamaba Alejandro.
El rey lo miró furioso y lo apartó sin contemplaciones.
Telamón tenía la boca seca y le dolían las piernas. Se hartó de tener que recordar estrofas de la Ilíada. Intentó escabullirse, pero Alejandro lo cogió por un brazo y lo arrastró con él como si sospechara secretamente que Ptolomeo y los demás se estuvieran burlando de él.
Con el físico a un lado y Hefestión al otro, Alejandro no se detuvo ni una sola vez a comer o beber. Parecía inmune al sol ardiente, al polvo, a las nubes de moscas o a la necesidad de descansar. Recitaba continuamente los versos de la Ilíada. Su única concesión al agotamiento físico fue quitarse la armadura de Aquiles. Cargó con el escudo mientras las demás piezas se repartían entre los acompañantes, incluido Telamón. Dieron vueltas y más vueltas a la colina de Troya. Por fin llegaron al campo cubierto de tréboles que se extendía hasta el promontorio que daba al mar por el oeste. Aquí Alejandro hizo una pausa y, a insistencia de Ptolomeo, se sirvió vino aguado en copas desportilladas.
Telamón se limpió el polvo de la garganta y la boca y miró a su alrededor. Sólo quedaba un puñado de los compañeros del rey y los guardaespaldas reales, que los escoltaban fuertemente armados a una distancia prudencial. El físico sonrió disimuladamente al comprobar que Aristandro se había largado. Alejandro se enjugó el sudor que le bañaba el rostro.
– Creía que había más -murmuró mientras observaba a Telamón con sus extraños ojos un tanto saltones- Siempre he soñado con este lugar. Durante la infancia, soñaba todas las noches que algún día marcharía cubierto de gloria por las calles de Troya. Ahora, sin embargo, estoy cansado -confesó tras dar un suspiro.
Ptolomeo dio gracias por lo bajo.
Alejandro entregó su copa a Telamón. Se despojó de la capa y la túnica, las sandalias y el taparrabos, y se quedó desnudo ante ellos. Tenía el cuerpo bañado en sudor y cubierto de polvo, pero no parecía avergonzado.
– ¡Traedme aceite! ¡Una guirnalda de flores! -ordenó.
Uno de los guardias corrió a buscar lo pedido. Alejandro realizó unos ejercicios de calentamiento como si fuese un atleta. Nadie se atrevió a preguntarle el motivo. Ptolomeo miró fijamente a Telamón.
– Voy a correr -anunció Alejandro-. ¿No recordáis los versos de la Ilíada, aquellos donde se cuenta cómo Aquiles y Patroclo fueron desnudos a cazar lobos?
Señaló dos imponentes montículos separados por una corta distancia entre ellos que destacaban en el promontorio.
– Las tumbas de Aquiles y Patroclo -manifestó Alejandro-. Hefestión, ¿me acompañarás?
– Iremos todos -contestó Ptolomeo-. Vas a correr, ¿no?
– Sí, como un tributo a mi antepasado -asintió Alejandro-. Como hicieron los héroes en los tiempos de Hornero.
Cogió la botella de aceite de manos del guardia que había dejado la guirnalda de flores en el suelo. Los demás se quitaron las prendas como los atletas que se preparan para una prueba: Ptolomeo, bajo, fornido y nervudo; Hefestión, moreno y musculoso; Seleuco, delgado y fuerte.
– ¡Será como en Mieza! -declaró Alejandro-. Correremos como solíamos hacer al alba. Demos gracias de que Cleito no esté aquí. Nos haría correr hasta la extenuación.
– Creía que estaban enterrados juntos -señaló Telamón.
En el rostro de Alejandro apareció una expresión de enfado.
– ¿Quiénes?
– Aquiles y Patroclo. ¿No recuerdas el último canto de la Ilíada. «Por lo tanto, que un único recipiente, la dorada urna de dos asas, la que me dio tu madre, contenga nuestras cenizas» -recitó Telamón con los ojos cerrados-. ¿No son tales las palabras de Aquiles? ¿Qué dice la Odisea, cuando el errante visita a Agamenón en el Hades? ¿No le describe Agamenón cómo Aquiles y Patroclo fueron enterrados juntos? Por consiguiente, ¿por qué hay dos túmulos funerarios?
Alejandro cogió la muñeca de Telamón y le dio un pellizco en la piel.
– Quizás estén juntos y el otro túmulo se haya levantado como un homenaje. En cualquier caso -determinó Alejandro mirando de soslayo a sus compañeros-, correremos y yo seré el vencedor.
Telamón y el resto de la comitiva contemplaron divertidos como Alejandro, veloz como una liebre, corría entre la hierba alta, aplastando a su paso las brillantes amapolas. Ptolomeo y los demás le seguían, entre risas y gritos; agitaban los brazos y sus cabellos al viento. Hacían ver que corrían con todas sus fuerzas, pero se cuidaron mucho de adelantar al rey. Los corredores se perdieron en la distancia. Llegaron a los montículos y corrieron a su alrededor tres veces. Telamón vio a Alejandro subir a cada montículo para derramar el aceite y dejar las flores. Luego emprendieron la carrera de regreso. Los guardaespaldas vitorearon a su rey.
El físico decidió que ya había tenido más que suficiente y volvió a la ciudad. Cuando llegó a la plaza del mercado, se entretuvo curioseando por los tenderetes. Los furrieles habían comprado todos los alimentos. Telamón se detuvo delante de un tenderete donde el propietario, un tuerto, gritaba los precios de sus productos a voz en cuello. Telamón observó las jarras, las copas y las cajas que estaban a la venta.
– Todo está fabricado por los artesanos locales -le informó el tuerto-. ¿Eres un soldado, señor? No, no puedes ser…
– Soy físico. Siempre busco cajas para llevar los instrumentos, los frascos, las hierbas… -aclaró cogiendo una caja.
– Sólo vale unos pocos óbolos, señor; menos de una dracma -dijo el tendero.
Telamón observó la caja con mucha atención.
– ¿Esta caja está hecha por un artesano local?
– Me gustaría responder que no, señor, pero veo que no se te puede engañar. Sí, las hace un carpintero que tiene su casa en los aledaños. Él me las vende a mí, y yo te las vendo a ti.
Telamón le pagó. Con la caja bajo el brazo, se dirigió hacia el templo. No vio a Antígona. El viejo que cuidaba la entrada dormitaba con la boca abierta y se despertó cuando el visitante se le acercó. Le dijo a Telamón que la casa de la sacerdotisa se encontraba en el pequeño jardín de detrás del edificio. El portero con ojos somnolientos se puso de pie. ¿El señor quería que lo acompañara?
El físico le dio las gracias y le respondió que no era necesario. Durante unos minutos, paseó por el interior del templo, que no se diferenciaba en nada de muchos otros que había visitado. El aire aún olía al incienso que había quemado Alejandro. Habían retirado la armadura del rey y las bolsas embreadas. Se detuvo al pie de la estatua y echó una ojeada a su alrededor. Le resultaba difícil imaginarse a una mujer tan bella y digna como Antígona en un santuario como éste. Volvió a la antecámara. Antes de que se marchara, el portero abrió un pequeño cofre y sacó un grueso rollo de pergamino:
– Escribe tu nombre, señor. Escribe aquí tu nombre, señor, y tendrás el favor de Atenea.
Telamón conocía la costumbre. No quería ofender al viejo y le dio una moneda. El portero dejó el rollo en el suelo junto con un cuerno lleno de tinta y un estilo. El físico desenrolló el pergamino y escribió la fecha y su nombre. Dominado por la curiosidad desplegó todo el rollo. No habían sido muchos los visitantes durante los meses anteriores, pero un nombre no le pasó desapercibido: «Cleón». También vio el nombre de Filipo, el padre de Alejandro, y otro nombre, escrito por una mano torpe.
– ¿Qué pasa, señor?
– Nada, nada -respondió Telamón levantándose.
El portero se encargó de guardar el rollo y el físico abandonó el templo. Comenzaba a ponerse el sol y la brisa soplaba un poco más fresca. Rodeó el edificio. La casa de la sacerdotisa se levantaba al otro lado de un muro que cerraba el jardín; desde donde estaba, se veía el tejado rojo. Llegó a la puerta y la abrió. Daba a un bonito jardín con una fuente con la estatua de una ninfa en el centro. Antígona estaba sentada en un banco de espaldas a él. Se disponía a llamarla cuando vio que se le sacudían los hombros y comprendió que la mujer lloraba a lágrima viva. No quería molestarla, así que cerró la puerta y se marchó por donde había venido.
Telamón cruzó la ciudad sin prisas, salió por la puerta en ruinas y bajó la colina cubierta de hierba. El pequeño ejército de Alejandro estaba acampado en la llanura, donde los soldados habían procurado instalarse lo más cómodos posible. Algunos habían instalado tiendas, mientras que otros, menos afortunados, habían cortado ramas de los árboles más cercanos para construirse una especie de choza muy rudimentaria. El general Sócrates había establecido una vigilancia muy estricta.
A Telamón le dieron el alto en varias ocasiones, pero le reconocieron y le dejaron continuar. Un tesalio que recordaba haberle visto en compañía de Casandra lo acompañó hasta el recinto real y encontró su tienda. La muchacha estaba sentada a la entrada, muy entretenida en su charla con el centinela. Levantó la cabeza al verle llegar.
– Creía que te habías vuelto. ¡Pasa!
Levantó la tela de entrada de la tienda. En el interior todo estaba muy limpio y ordenado. Casandra había convertido un cofre en una mesa. Había pan, queso, carne, dos jarras, una llena de agua y la otra de vino, y un pequeño bol de frutas.
– Te estaba esperando.
Colocó una lámpara en el centro de la mesa. Telamón se lavó la cara y las manos.
– Tenemos que comer juntos -comentó Casandra-. El físico y su ayudante.
Se había lavado e incluso maquillado un poco el rostro. Llevaba la abundante cabellera roja recogida en un moño sujeto con un pasador de bronce.
– ¿Dónde has conseguido toda esta comida?
– Tú me diste dinero. Una parte la compré y el resto la robé, como han hecho todos los demás en el campamento. ¿Dónde está nuestro gran héroe conquistador? ¿Todavía se pasea por Troya con aquel ridículo yelmo en la mano?
Telamón sonrió mientras cogía un trozo de queso. Era muy fresco y sabroso.
– Tendrías que tener un poco más de cuidado con la lengua.
– Y tú tendrías que cuidar un poco más tu cabeza. Alejandro de Macedonia es voluble, y encima astuto. Te dijo que lo dejaras, ¿no? Me refiero a los asesinatos. Un centinela lo escuchó.
Casandra llenó una copa hasta la mitad con vino, la acabó de llenar con agua y se la dio. Telamón bebió un trago.
– No hay ni una pizca de lógica en todo este asunto. Aquí tenemos a Alejandro de Macedonia preparándose para invadir Asia. Ha leído todo y más sobre Troya. Sin embargo, necesitó contratar guías.
– A mí ya me pareció extraño -señaló Casandra-. ¿A ti no?
– No hasta hoy. Fue cuando embarrancaron el trirreme -precisó levantando una mano cuando vio que Casandra abría la boca-. ¿Te fijaste cómo Alejandro se lanzó a caballo tierra adentro sin esperar a los guías? Además, cuando llegamos a aquel lugar en ruinas… -el físico se interrumpió al escuchar un toque de corneta-. ¡Demos gracias a los dioses! -exclamó-. ¡El rey ha vuelto! La cuestión es que Alejandro llega a Troya y se pasea por las calles como si hubiese nacido aquí.
– Es lo que intentaba decirte. No he dejado de preguntarme sobre esos guías. Cuando presenciamos las maniobras militares, tú me señalaste a los exploradores, la caballería ligera. Ahora mismo vi a unos cuantos que volvían de recorrer la zona; los guías no les acompañaron. Ah, otra cosa, y muy importante. Me acerqué al pabellón real.
– ¡Oh no! -gimió Telamón.
– Verás, me ofrecí a ayudarlos a levantar el pabellón, a cargar baúles y cofres. Me encontré con el secretario del ejército… ¿Cómo se llama?
– Eumenes.
– Estaba acomodando unos rollos. Tuve la oportunidad de echar una rápida ojeada a uno de ellos.
Telamón hizo girar la copa entre las palmas de las manos.
– Se trataba de un mapa. Vi la ciudad de Éfeso, y otro lugar, Mileto. Toda la costa occidental de Asia con las islas. El mapa era muy preciso. Eumenes lo guarda en un cofre. Fui muy astuta, ¿no te parece?
Telamón no salía de su incredulidad. Le irritaba un poco el brillo en los ojos de Casandra.
– Pero, pero… -comenzó.
– Lo que estás intentando decir, mi erudito físico, es que, si Alejandro tiene exploradores y mapas muy detallados, ¿para qué necesita a Critias y al resto de guías? ¿Por qué asesinaron a uno al borde del acantilado? ¿Y al otro mientras orinaba? ¿Quién los mató? ¿Quién asesinó a Critias? Sé que su muerte te preocupa. Me pregunto… -Casandra cruzó los brazos con las manos apretadas a las costillas-. Aquel tipejo que desapareció, Hércules, el enano de Aristandro, ¿descubrió algo?
Telamón la miró con una expresión estupefacta.
– ¡Por el condenado Hades! -exclamó.
– Es todo una mentira, ¿no es así, Telamón?
– Fui al templo. Vi el nombre de Cleón, el físico…
– ¿El traidor?
– Sí. Mientras regresaba, comencé a reflexionar -apuntó tendiendo la copa para que Casandra se la llenara-.
Cleón era bajo y rechoncho. No era ningún gran jinete y, no obstante, consiguió abandonar el campamento de Alejandro sin que lo detuvieran. Me refiero a que, si Alejandro hubiese querido y si Aristandro vigilaba de cerca a los físicos…
– No crees que Cleón escapara, ¿verdad? ¿Sospechas que está muerto?
– Podría estarlo -murmuró Telamón-. Claro que bien podría ser que Alejandro esté llevando a cabo un juego muy sutil. Cleón es sencillamente una pieza más del juego, como lo somos todos.