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«Los otros generales persas apenas consideraron las opiniones de Memnón. Dieron por terminada la discusión sin más.»
Quinto Curcio Rufo, Historia, libro 2, capítulo 4
Pascilio, la fortaleza de Arsites, sátrapa de Frigia, que se alzaba, junto al lago era un oasis de frescura. Los altos muros y sus torres estaban rodeados de fértiles prados y reservas de caza donde abundaban los animales y las aves exóticas. Era un auténtico paraíso, un parque pensado para el placer con las terrazas ajardinadas, los huertos de palmeras, los senderos umbríos, los cenadores y las rumorosas fuentes. Tanto dentro como fuera de los muros de la fortaleza, los estanques brillaban a la luz del sol, bien surtidos de carpas y muchas otras variedades de peces. Bosquecillos de robles, álamos, abetos y encinas servían como cotos de caza, donde el sátrapa practicaba su deporte preferido. Por lo común, Arsites y su corte pasaban muchas horas en el parque, dedicados a comer y beber, pero, en aquel fatídico día, no había nadie que paseara por los jardines y el silencio sólo lo rompían los chillidos de los pavos reales que cortejaban en los prados acabados de regar.
En el interior, en la mal iluminada sala de audiencias, Arsites y su corte recibieron a Memnón el griego. El mercenario rodio, vestido con una sencilla túnica, no hizo el menor caso de los magníficos tapices decorados con las fantásticas formas de pájaros y animales exóticos. Permaneció sentado, incómodo, en el diván dorado, con la mirada fija en la pequeña mesa de acacia que tenía delante, colmada de frutas y copas ornadas con tigres de plata y llenas hasta el borde con vino blanco helado. Memnón sólo tenía ojos para Arsites, ataviado con una exótica y lujosa túnica sobre una fina camisa de tela dorada y pantalones bombachos. Calzaba babuchas rojas y plateadas y se cubría la cabeza con un ajustado sombrero cónico, un kulah, con unas cintas que le caían sobre la nuca. Arsites llevaba el rostro maquillado, los labios y las uñas pintados de un color rojo brillante. Las trenzas, la barba y el bigote brillaban con los más finos aceites.
Memnón pensó que no eran más que unas mujerzuelas. Intentó controlar su irritación, consciente de que su juicio era injusto. Arsites y sus compañeros, tendidos en los divanes, podían vestir como unas cortesanas, pero todos eran valientes guerreros, ansiosos por enfrentarse a Alejandro. Esto era lo que preocupaba a Memnón por encima de todo lo demás. Miró a su derecha, donde Cleón, el rubio físico con cara de tonto, recién llegado del campamento de Alejandro al otro lado del Helesponto, bebía ruidosamente una copa de vino. Luego miró el rostro sonriente de su criado y hombre de confianza Diocles, quien le advirtió con la mirada, como había hecho antes del banquete, que contuviera su temperamento y no se comportara groseramente con Arsites, Mitrídates, Nifrates y los demás.
– ¿Estás bien, general Memnón? -preguntó Arsites extendiendo una mano para coger un grano de uva del bol que tenía delante.
– Estoy bien, pero atareado.
La áspera respuesta de Memnón interrumpió la charla; se hizo el silencio ante esta falta de etiqueta. Arsites cogió otro grano de uva y se lo metió en la boca.
– Tengo noticias para ti -advirtió el sátrapa con una mirada hostil-. El macedonio está en Troya. ¡Ha cruzado desde Elaeum!
– ¿Qué? -exclamó Memnón apoyando los pies en el suelo y mirando a su anfitrión con furia-. ¿ Cuántos hombres ha traído?
– Sesenta trirremes; un pequeño ejército de tres mil soldados.
Memnón cogió la copa de vino.
– De haberlo sabido, podríamos haber enviado barcos, tener una fuerza esperándolos. Creí que cruzaría con los demás a Abidos y, desde allí, emprendería la marcha hacia el sur. ¿Para qué tenemos a un espía en su campamento? ¿No tendría que habernos avisado de sus intenciones?
– Al parecer, fue algo que lo pilló por sorpresa. Una decisión que Alejandro tomó repentinamente.
– ¡Lástima de oportunidad desperdiciada! Estaba seguro de que cruzaría con los demás -lamentaba Memnón hablando casi para él mismo, con la mirada puesta en el tapiz detrás de Arsites-. Podríamos haberle tendido una trampa, podríamos haberlo matado.
– Lo atraparemos y lo mataremos -replicó el sátrapa con voz lánguida-. General Memnón, ¿quién dio las órdenes de desembarcar a un grupo de asesinos y enviarlos al campamento de Alejandro?
El mercenario miró de reojo a Cleón, que no apartaba la mirada de la copa.
– Sí, nuestro buen físico nos comunicó la información -añadió Arsites-. Alejandro mató a los asesinos y apiló sus armas como un trofeo delante de su pabellón.
Memnón murmuró una breve plegaria, una despedida a Droxenius y los demás.
– Eran hombres buenos. Murieron con honor en combate. ¿Qué más puede pedir un soldado? -preguntó mirando a su alrededor.
No le gustaba la atmósfera; sus anfitriones eran corteses pero reservados. «No confían en mí», pensó el rodio. Su inquietud fue en aumento y el recuerdo de Lisias encerrado en aquella jaula de hierro reapareció en su mente. En el patio le esperaban diez hoplitas. Ahora se arrepintió de no haber traído a más hombres de su ejército de quince mil mercenarios acampados al este, no muy lejos de la fortaleza.
– Alejandro será atrapado y matado -repitió Arsites, que lo miraba atentamente.
Memnón escuchó un ruido y miró por encima del hombro. Vio como se abría la puerta y entraban en la sala seis de los guardaespaldas de Arsites, armados con escudos y las espadas desenvainadas. Cleón dejó de masticar y también levantó la cabeza, con los ojos azules llorosos y la boca abierta. Su mirada se cruzó con la del rodio y le guiñó un ojo.
– ¿Puedo recordarte, Arsites, que disfruto del favor personal del Rey de Reyes? -manifestó Memnón con un tono que disimulaba perfectamente su nerviosismo.
– Así es, desde luego.
– ¿El tal Naihpat? -prosiguió Memnón-. ¿Sabes acaso quién es?
– No lo sabemos, ¿no es así, Cleón? -apuntó Arsites levantando la copa y brindando por el físico medio borracho.
– Busqué y busqué -farfulló Cleón, con lengua estropajosa-. Seguí buscando… Pero ¿quién es? -preguntó moviendo la cabeza atrás y adelante como si se tratara de un juego infantil-. No lo sé.
– Entonces, vales muy poco como espía -afirmó Memnón.
Arsites miró al general mercenario.
– Es útil para algunas cosas.
La inquietud de Memnón aumentó. Desde que había dejado Persépolis se había mantenido en contacto permanente con el sátrapa y sus generales. Antes de venir, ya se barruntaba que Droxenius y sus compañeros habían fracasado en su misión; de haber tenido éxito, la noticia se hubiera propagado con la rapidez del viento.
– ¿Qué cosas?
– Quienquiera que sea Naihpat, cuya identidad sólo conoce el señor Mitra, ha hecho un buen trabajo. Tenemos informes de que Alejandro tiene dudas. Los guías que contrató -Arsites sonrió- han sufrido bajas.
– ¿A qué te refieres?
– Algunos de ellos han sido asesinados, como también lo ha sido Critias, el dibujante de mapas. Alejandro podrá avanzar hacia el sur, pero caerá directamente en nuestra trampa. El hombre que ha matado a su propio padre…
– No tienes ninguna prueba de eso.
– Ni falta que nos hace -replicó el sátrapa-. Es un parásito, un tufo maloliente en la nariz del Ahura-Mazda, que lo hará caer en nuestras manos.
Memnón sacudió la cabeza, contrariado.
– No, no debes oponerte al macedonio.
– ¿Qué nos recomiendas que hagamos? -preguntó Nifrates, el joven general sentado a la diestra de Arsites, hombre de piel más clara que el sátrapa y facciones delicadas, pero con una mirada feroz, implacable-. ¿Cuál es tu recomendación, general?
– Que nos retiremos. ¡Debemos quemar todas las casas, los graneros y los campos! ¡Matar el ganado o espantarlo! ¡Arrasar la tierra!
– ¡Jamás!
La réplica de Arsites fue aplaudida por sus colegas.
Memnón los miró con una expresión de súplica. Se escucharon el grito de un pavo real y los trinos de las aves en las jaulas doradas. Arsites sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.
– El divino -declaró Memnón- me ha otorgado el mando…
– Te otorgó el mando de quince mil mercenarios -le interrumpió Arsites- y el derecho a sentarte en este consejo de guerra. Tú no eres el Rey de Reyes, Memnón. No puedes…
– Manifestaré todas las opiniones que considere necesarias -replicó Memnón, con una expresión de cólera-. He combatido contra el macedonio. La sorpresa, la velocidad, el salvajismo: nunca te has enfrentado a nada ni siquiera remotamente parecido. Escucha -apuntó el rodio intentando razonar-. Alejandro marchará sin apartarse de la costa. Su flota es patética. Sólo dispone de ciento sesenta barcos y algunos de ellos sólo son embarcaciones de transporte. Una buena parte de la flota es ateniense, o de otras ciudades que sólo esperan el momento oportuno para rebelarse contra el control de los macedonios. Sería algo sencillo derrotarla, enviarla al fondo del mar…
– Estoy de acuerdo -manifestó el sátrapa-. El macedonio ha venido, pero no volverá a su patria.
– Entonces retírate -insistió Memnón-. ¡Arrasa la tierra y envenena los pozos! Sus hombres acabarán exhaustos, muertos de hambre. Su famosa caballería no ganará honores. Deja que ronde; fomenta la rebelión y el descontento. Permite que sus aliados deserten, que pidan condiciones. Después, destrúyelo -concluyó el rodio engarfiando los dedos.
– Por lo tanto, ¿quieres que incendiemos nuestros graneros? -replicó Arsites-. ¿Que envenenemos los pozos, matemos los peces y el ganador, que lo convirtamos todo en un desierto que se pudre al sol? ¿Es eso lo que quieres?
– Los pastos volverán a crecer -manifestó Memnón-. Se pueden plantar nuevos árboles, comprar más ganado…
– ¿Qué pasará con nuestra gente? -preguntó Arsites.
– Deja que escape al este. Prométele compensaciones, la alegría de ver a Alejandro entre cadenas y a los supervivientes de su ejército engrillados, camino de tus minas. O, si quieres, crucifícalos a cada lado del camino real, como una advertencia para el resto de Grecia.
– ¿Tanto le odias?
– Tanto le odio.
– Tú eres griego.
– Sí, y Alejandro es macedonio. Un bárbaro.
– ¿Él te odia?
– Ha jurado -respondió Memnón después de beber apresuradamente un trago de su copa- que no tendrá piedad, que será inclemente con cualquier griego que empuñe las armas en su contra. Mi señor Arsites, estaré a tu lado, lucharé y, si es necesario, moriré contigo.
– Nuestras noticias hablan de otra cosa.
Con un movimiento brusco, Arsites despejó la mesa; los boles y las preciosas copas rodaron por el suelo. Cleón dio un brinco. Diocles se sobresaltó. Memnón acercó la mano allí donde tenía que estar la daga, pero, por supuesto, habían tenido que dejar las armas antes de entrar en la sala.
– ¿Estás muy furioso, mi señor Arsites?
– Estoy muy furioso.
El persa se agachó para sacar un pequeño cofre oculto debajo del diván y lo dejó encima de la mesa. Abrió la cerradura y levantó la tapa.
– Aquí están los informes enviados desde Abidos por nuestros espías en el puerto y las zonas vecinas.
Memnón notó un sudor frío que le corría por la espalda. Sospechaba lo que estaba a punto de ocurrir.
Miró rápidamente a los demás: los persas de piel morena y cabellos oscuros le devolvieron la mirada, implacables.
– ¿Tienes fincas allí? -le preguntó el sátrapa.
– ¡El Rey de Reyes ha sido muy generoso!
– ¡Yo también tengo fincas allí! -manifestó uno de los comandantes persas.
– ¡Y yo! -declaró otro.
– Muchos de nosotros teníamos fincas allí -señaló Arsites con voz calma-. Ahora las han incendiado, arrasado, saqueado… No quedan más que cenizas y restos calcinados. Sin embargo, general Memnón, no han tocado tus tierras.
– Sabes de sobra el motivo -replicó el mercenario-. El rey de reyes me dispensa su máxima confianza. Alejandro, aconsejado por ese astuto y taimado Aristandro, seguramente dio la orden de que no tocaran mis propiedades para así fomentar la desunión y la discordia entre nosotros.
– Tu lealtad, mi señor, no está en duda -afirmó Arsites-. ¿No es así, Cleón?
El físico se apresuró a mirar al persa; luego miró a Memnón y sacudió la cabeza con una expresión de pena.
– La verdad es que creo que Alejandro tiene tan elevada opinión de ti como la que tú tienes de él -apuntó Arsites-. Él, como nosotros, hace lo imposible por crear la discordia y fomentar la sospecha -añadió agitando la mano en un gesto displicente-. En cambio, tenemos pruebas de otros asuntos. Por favor, general Memnón, lee esto.
Le arrojó un rollo de pergamino atado con una cinta. Memnón se armó de valor, desató la cinta y desplegó la carta.
– Léela en voz alta, general.
Memnón descubrió que no podía. Le temblaban las manos. Reconoció la caligrafía personal de Alejandro y, al pie de la carta, el sello del rey. En la sala se hizo un silencio absoluto. En el exterior, el pavo real había dejado de oírse. Los pájaros revoloteaban inquietos en las jaulas doradas, como si la amenaza que se respiraba en la atmósfera hubiese apagado todo deseo de trinar.
– Estoy de acuerdo contigo, general Memnón -susurró Arsites-. Si hubiésemos sabido que Alejandro iba a navegar directamente a Troya con una escolta tan pequeña, le hubiéramos estado esperando, ya fuese en el mar o en tierra. Es con la mayor sinceridad que te digo esto: si creyera que tu estrategia de quemar la tierra y envenenar los pozos diera resultado, mis colegas y yo estaríamos de acuerdo. Confiamos en ti, general Memnón, pero no confiamos en quienes te rodean. Lisias era un traidor. Quería reunirse con Alejandro en Troya. El divino, desde luego, dijo la verdad cuando afirmó que había otros involucrados en esta traición.
El rodio miró la carta una vez más, con lágrimas en los ojos.
– Pero, general Memnón, ¿cómo podemos confiar plenamente en ti? -susurró Arsites-. ¿Cuando incluso tu sirviente Diocles es un traidor?
Diocles se levantó con tanta violencia que tumbó la mesa. Tendió las manos, movió la boca en un inútil intento de pronunciar palabras y miró a su amo con una expresión de súplica.
– Es una carta de Alejandro de Macedonia, ¿no es así? -añadió el sátrapa-. ¡Está escrita de su puño y letra; lleva su sello! No es una falsificación. ¿Qué dice, general Memnón? Puedo citar cada una de las palabras: «Alejandro, rey de Macedonia, capitán general de toda Grecia, a Diocles, mi amigo, sirviente del traidor, saludos. La información que nos has enviado será de gran ayuda en nuestra marcha al este, como lo fue en la captura del espía persa, Leontes. Los dioses están con nosotros. Viajaré a Troya para ofrecer un sacrificio a los dioses y honrar a mis antepasados. Luego iremos en busca de tu amo. Déjalo que corra» -leyó Arsites antes de hacer una pausa-. Sí, eso es lo que dice, ¿verdad?
No hizo caso de Diocles, que en aquel momento había caído de rodillas con los brazos cruzados sobre el estómago.
– Sí-repitió Arsites-. ¿Cómo continúa? «Deja que tu amo corra. Deja que él haga nuestra tarea y lo arrase todo en la huida. Aun así, le seguiremos. Nuestro avance nos hará cada vez más fuertes. Las ciudades de Asia nos abrirán sus puertas y aclamarán al salvador que los librará del fuego y la espada. Muy pronto estaremos contigo. Hasta la vista.»
– ¿Dónde lo has conseguido? -preguntó Memnón con dificultades para hablar y la sensación de que el corazón le estallaría en cualquier momento-. ¿Cómo ha llegado a tus manos?
– Yo la traje -susurró Cleón.
– ¿Vas a decirme que entraste sin más en el pabellón del rey, buscaste entre su correspondencia y te llevaste lo que quisiste?
– Nunca he dicho tal cosa -respondió el físico con una sonrisa vanidosa-. El día, general, que tus mercenarios intentaron matar a Alejandro de Macedonia, reinó en el campamento una gran confusión. Volví a mi tienda y me acosté un rato. Sólo entonces vi una pequeña bolsa con los pergaminos. Los cogí y los leí. La carta que mi señor Arsites te acaba de dar es una de ellas. Hay otras. Es probable que con toda la confusión en el campamento macedonio ni siquiera las hayan echado en falta.
– ¿Cuántos más? -preguntó Memnón-. ¿Hay otros griegos en mi compañía?
– No -respondió Arsites sacudiendo la cabeza-. Están los nombres de los traidores en otras ciudades. No te preocupes; nos ocuparemos de ellos. Estas cartas nos ofrecen, amigo mío, una visión de lo que pasa por la mente del macedonio -proclamó el sátrapa agitando un dedo-. En ningún momento Alejandro expresa el ansia de enfrentarse con nosotros en combate. Confía en que nos retiremos. Cuenta con los traidores en nuestras ciudades para que le abran las puertas -observó Arsites antes de hacer una pausa que dejó oír los conmovedores gemidos de Diocles-. ¡No continuaré hablando hasta que no se lleven a este traidor de aquí y le den su merecido! -exclamó el persa levantándose ágilmente.
Diocles se hubiera arrastrado por el suelo, pero Arsites dio una palmada. Los guardaespaldas que estaban junto a la puerta se acercaron. Pasaron junto al diván de Cleón y levantaron sin más al criado mudo, que no dejaba de debatirse. Memnón no podía hacer otra cosa que presenciar la terrible escena con una expresión de la más absoluta incredulidad. Diocles llevaba por lo menos diez años a su servicio; había sido su hombre de confianza en la paz y en la guerra. ¿Podía dar fe a lo que decía la carta que tenía en la mano? Sacudió la cabeza.
– No es una falsificación -admitió mirando con furia a Cleón-. ¿Podría haber sido dejada en la tienda con toda intención?
El físico lo negó con vehemencia.
– El espía Naihpat las dejó en mi tienda -respondió dejando ir un suspiro-. Eso significa, mi señor, que también sabía que yo cobraba del oro de los persas. ¿Quizá me estaba dando un aviso? Después de todo, uno de mis colegas ya había sido ejecutado, probablemente traicionado por tu sirviente. Aristandro me vigilaba, y a los demás también. Si encontraban estas cartas en mi poder, me hubiese resultado muy difícil dar cualquier explicación. Así que decidí marcharme lo más rápido posible.
– ¿Nadie intentó impedir que te marcharas?
– Tal como dije, en el campamento reinaba el caos después del ataque a Alejandro. Me resultó relativamente sencillo. Ensillé mi caballo y dije que tenía unos asuntos que atender en Sestos. En cambio, seguí el camino de la costa y contraté a un pescador para que me cruzara a este lado. Y aquí estoy -manifestó separando las manos.
Diocles intentó abalanzarse sobre el físico.
– ¡Sacadlo de aquí! -ordenó Arsites.
Diocles se resistió con denuedo; una de las pequeñas mesas salió volando cuando la alcanzó con un puntapié. Uno de los guardaespaldas le golpeó en la cabeza con el plano de la espada y lo dejó inconsciente; la sangre que manaba de la herida corrió por el suelo de mármol. Las aves espantadas por los gritos se estrellaban contra los barrotes de las jaulas. Arsites gritó una orden y se llevaron a Diocles a rastras. Memnón seguía sin aceptar que la acusación pudiera ser verdad.
– Es demasiado sencillo -protestó-. ¡Un puñado de cartas dejadas sin más en una tienda! Cleón las encuentra e inmediatamente decide escapar.
Arsites volvió a sentarse en su diván.
– Mi señor, te olvidas de un detalle importante. Nuestro querido físico Cleón ha sido durante muchos meses un visitante asiduo de nuestra corte. Está a nuestro servicio, y ha trabajado con muchos riesgos, como lo hizo Leontes hasta que lo traicionaron. Si lo capturaran, Cleón ya estaría crucificado. En cualquier caso, ¿por qué iba a mentirnos?
– Quizás el propio Alejandro dejara las cartas en la tienda.
– ¿Por qué razón iba el macedonio a mencionar que viajaría a Troya directamente? ¿Por qué lo hizo? Sin duda sabía que la carta había desaparecido.
– Porque Alejandro es Alejandro -farfulló Cleón-. Es algo que le obsesiona. Ahora bien, incluso si lo hubieses sabido, general Memnón, que sólo hablas de una retirada, ¿hubieses ido a su encuentro?
– Te olvidas de las otras cartas -añadió Arsites, que palmeó el cofre-. Sabemos a cuántos hombres ha comprado Alejandro. Los suministros que necesita. La ruta que seguirá, y lo que es más importante, su estrategia. Le han recibido en Troya. No se puede permitir que las otras ciudades le cierren las puertas. Mira, mi señor, Diocles ya está muerto: su ejecución ha sido inmediata.
Memnón cerró los ojos.
– Una muerte rápida -le aseguró Arsites-. Su cabeza ya se ha separado de su cuerpo. Aceptó nuestro oro, partió el pan y comió nuestra sal. Nuestra confianza en ti, sin embargo, es inalterable. Estas mismas cartas hablan de ti de la forma más dura. Alejandro de Macedonia teme a Memnón de Rodas. Por lo tanto, le demostraremos que su miedo es acertado -proclamó el sátrapa levantando las manos-. Hemos enviado nuestras órdenes. Los ejércitos se reúnen. Nos enfrentaremos a los macedonios en el campo de batalla.
El rodio sólo le escuchaba a medias.
– General Memnón, te recomiendo que salgas unos minutos -añadió Arsites-. Recupera la calma. Supera el dolor. Luego vuelve y entre todos planearemos la venganza de la que toda Grecia será testigo.
Un grito que helaba la sangre espantó a los pastores a primera hora de la mañana. Un prolongado grito de terror que rompió el silencio de la noche y los hizo acurrucarse alrededor de la hoguera mientras los perros aullaban al cielo estrellado. El jefe de los pastores propuso que fueran a averiguar lo que había pasado, pero los demás se mostraron más cautos. Las llanuras barridas por el viento que rodeaban Troya estaban pobladas de fantasmas y la llegada de los macedonios había revivido antiguas memorias. Los pastores mantuvieron a los perros a su lado y vigilaron el cielo atentos a las primeras señales de la aurora. Se preguntaron cuál podía ser el origen de aquel horror. El ejército macedonio llevaba cinco días acampado a las puertas de Troya y nuevas tropas llegaban cada día. Para los pastores, era como ver un mar de hombres, manadas de caballos, una interminable caravana de carros cargados con armas y máquinas de guerra; enormes catapultas, gigantescos mandrones, pesados arietes… Habían visto de lejos al rey macedonio. Habían escuchado rumores, la charla de buhonero o de un calderero que hablaba de un ejército todavía mayor, un auténtico mar de soldados de caballería que avanzaba hacia el oeste para atrapar al macedonio, para plantearle batalla y destruirlo.
Los pastores, que hablaban en el dialecto de la región, discutieron sobre quién podía ser la víctima. Después de todo, el campamento macedonio estaba rodeado por un anillo de acero y las patrullas de caballería recorrían los campos a todas horas. ¿Sería algún espía o explorador persa? ¿Podía ser que alguno de los jinetes se hubiera encontrado por casualidad con alguna muchacha campesina o con algún viajero que llevaba en la bolsa más monedas de lo que era prudente en estos tiempos? ¿No podía tratarse de algo más siniestro? ¿Un sacrificio a los dioses? El rey macedonio parecía muy aficionado a los sacrificios: levantaba altares aquí y allá vestido con la armadura sagrada que había cogido del templo. Los más ancianos hablaban de cómo, cuando Jerjes, el gran rey persa, había cruzado el Helesponto, había mandado sacrificar un millar de toros. ¿El macedonio haría lo mismo? ¿Quizá creía que la sangre humana era más del agrado de los dioses?
– El macedonio no ha podido salirse con la suya -declaró el jefe de los pastores-. Ha enviado a sus emisarios a las ciudades, pero todas se han negado a abrirle las puertas. Los jefes de Lampasco -añadió refiriéndose a una ciudad vecina- cerraron las puertas y despacharon a sus enviados con viento fresco.
– ¿Emprenderá la marcha o se quedará en Troya? -preguntó uno.
– Dicen que está a punto de marchar -afirmó el líder con un tono seguro-; cuando lo haga, nos llevaremos los rebaños. Estarán escasos de carne y nuestros corderos primaverales podrían desaparecer como la nieve con el sol.
– ¿Pasan hambre? -quiso saber un pastorcillo.
Solía entretener a sus compañeros con las melodías de su flauta, pero aquel grito lo había silenciado todo.
– Van escasos de comida -confirmó el jefe de los pastores-. Han comprado todas las vituallas. En el mercado no queda nada.
– ¿ Cómo es que todavía no se han llevado nuestras ovejas? -intervino otro que tenía las manos muy cerca del fuego.
– El macedonio ha dado órdenes estrictas: aquellos que se dediquen al pillaje serán severamente castigados. Según él somos sus súbditos y nuestra propiedad es sagrada -manifestó el jefe al tiempo que se reía sonoramente-. Pero no os engañéis -añadió muy seguro de sí mismo-, en cuanto tengan hambre de verdad, nos darán un garrotazo en la cabeza y adiós a nuestras ovejas.
– ¿Qué podemos hacer para impedirlo? -preguntó el pastorcillo.
– Escaparemos al bosque -respondió el jefe-. Nos llevaremos los rebaños, a los niños… todo lo que podamos. Enterraremos todo lo que no nos podamos llevar y esperaremos a que se marche toda esta banda de saqueadores.
Uno de los pastores miró por encima del hombro en dirección al camino, blanco a la luz de la luna, que llevaba al sur. Los pastores acampaban aquí todas las noches. Era más seguro. Los lobos y otros animales salvajes nunca se acercaban allí donde el olor de los humanos era fuerte.
– ¿Sabe él donde va? ¿La sacerdotisa no le llevó unos guías? Dicen que han asesinado a algunos de ellos.
– No creo que los necesite -aseguró el jefe levantando las manos-. ¿Habéis visto a los jinetes?
Los pastores se arrebujaron en sus pellejas y asintieron. Los exploradores macedonios recorrían incansablemente senderos y caminos montados en sus veloces caballos. Algunas veces se detenían para interrogar a los pastores y, cuando lo hacían, utilizaban el dialecto local. Las preguntas siempre eran las mismas: ¿habían escuchado rumores?; ¿habían visto a los persas?… Incluso habían cabalgado hacia el este, hasta el río Gránico, y se habían llevado con ellos a dos pastores para que les indicaran los vados y también el nivel máximo que alcanzaban las aguas. No satisfechos con aquello, habían vadeado el Gránico para explorar las zonas boscosas del otro lado.
– Creo que deberíamos ir a ver quién es -dijo uno de los pastores, que pasaba por ser el más valiente, cogiendo un tizón.
Aquel hombre se alejó de la hoguera con paso decidido, pero luego se dejó atrapar por las fantasías: el rumor del follaje sacudido por la brisa nocturna, el chillido de un animal, la llamada de algún pájaro nocturno…; y le falló el coraje.
– Me parece que lo mejor será esperar a que amanezca -murmuró mientras volvía a sentarse junto al fuego.
En el horizonte aparecieron las primeras pinceladas de color como anuncio de la salida del sol. Los pastores apagaron la hoguera y, armados con garrotes y cayados, echaron a andar por el camino. En ladera de la colina a su derecha, abundaban las cuevas y senderos, pero los pastores no les prestaron atención, porque el grito había venido del camino. Habían caminado casi un estadio cuando el líder, que tenía una visión muy aguda, distinguió una mota de color. Apresuraron el paso. El cadáver estaba tendido a la vera del camino; la túnica marrón, los cabellos y la barba negra estaban cubiertos de un fino polvo blanco. Una mirada a la expresión de terror en el rostro de la víctima les hizo comprender que había tenido una muerte horrible. Observaron con curiosidad la herida en el costado, la extraña daga con la empuñadura alada y el trozo de pergamino metido entre los dedos agarrotados. Cogieron el pergamino y lo desenrollaron. Ninguno de ellos sabía leer. Miraron hacia la ladera. ¿El hombre había venido desde allí?
¿Había estado oculto en alguna de las cuevas? ¿Era posible que hubiese venido del campamento? No llevaba armadura, la túnica aparecía llena de remiendos y las sandalias eran de mala calidad.
– ¡Le conozco! -exclamó el jefe de los pastores chasqueando los dedos-. Es de un pueblo que está al sur. Es uno de los guías contratados por la sacerdotisa para el ejército macedonio.
– ¿Qué dice el pergamino? -preguntó uno de sus compañeros-. ¿Es una maldición?
El líder cogió la nota y la observó con mucha atención. Sólo fue capaz de identificar algunas letras sueltas; no sabía más. Se sobresaltaron cuando uno de los perros comenzó a aullar. Se quedaron inmóviles al escuchar después el tronar de los cascos. Se levantaron de un salto, pero ya era demasiado tarde para escapar. Los jinetes que aparecieron por un recodo del camino que quedaba oculto por un bosquecillo eran exploradores macedonios. Avanzaban a todo galope, con las afiladas lanzas en ristre; los rayos del sol hacían fulgurar los bruñidos escudos. Las pastores formaron un grupo muy apretado. Los exploradores los rodearon. Uno de los pastores, aterrorizado, intentó escapar, pero uno de los jinetes le hizo retroceder con un golpe de la lanza. Los pastores se sentaron junto al cadáver. El círculo de jinetes se estrechó, con las lanzas preparadas. «Soldados jóvenes -se dijo el jefe de los pastores, mientras miraba los rostros hoscos-, ansiosos por tener una excusa que les permita matarnos.»
– ¿Qué pasa aquí?
El jefe del escuadrón desmontó de un salto de su caballo negro cubierto de la cruz a la grupa con una piel de pantera. El hombre se quitó el yelmo de bronce y se enjugó el sudor de la frente con el antebrazo.
– ¿Habéis intentado robarle y se resistió? -preguntó arrodillándose junto al cadáver-. ¿Sabéis cuál es la sentencia por asesinato?
El líder de los pastores comprendió que el soldado le estaba provocando.
– No sabemos quién es -manifestó uno de los pastores con un tono desafiante-. Escuchamos un alarido en mitad de la noche. Nos acercamos para averiguar lo que había pasado en cuanto amaneció. Esto es lo que nos encontramos.
– ¿No sabéis quién es?
– Sí que lo sabemos -replicó el líder de los pastores, que a estas alturas ya había recuperado el coraje-. Creemos que uno de los guías de tu ejército.
El jefe del escuadrón ya no estaba interesado en sus explicaciones. Sacó la daga de la herida y, sin preocuparse de la sangre que manó, la observó detenidamente. El líder de los pastores le ofreció el pergamino. El oficial leyó la nota con cierta dificultad. Cambió de expresión en un abrir y cerrar de ojos, tragó saliva y se levantó de un salto.
– Es del campamento -declaró-. ¡Traed el cadáver! -ordenó a los pastores.
Cogió las riendas de su caballo y montó de un salto. Algunos de sus hombres se quedaron para escoltar a los pastores y a su macabra carga, y los demás siguieron a su jefe, que ya se alejaba a todo galope en dirección al campamento.
Telamón se encontraba con el rey cuando llegó el mensajero. Alejandro estaba de muy buen humor. Bromeaba con el barbero que intentaba afeitarlo y compartía las bromas con el físico, que había solicitado la audiencia. Cuando Ptolomeo entró con el comandante del escuadrón y le enseñó la daga manchada de sangre y el trozo de pergamino, Alejandro cogió una toalla, se limpió la cara y despachó al barbero. Arrojó la daga al suelo, echó una ojeada a la nota y luego se la entregó a Telamón.
– ¿La misma de las otras veces?
– Por supuesto -respondió el físico-. El mismo mensaje, como una cantinela demoníaca: «El toro está preparado para el sacrificio, el verdugo listo; todo está preparado».
– ¿Qué me dices de las otras citas? ¿Las reconoces?
– Tiene la misma fuente que las anteriores -afirmó Telamón-. Las bacantes de Eurípides.
– ¡Léelas en voz alta!
Telamón miró al rey por un segundo. Le pareció ver una expresión cínica y divertida en los ojos del monarca. «¿Estás disimulando? -se preguntó el físico-. ¿Sabes algo de esto que no nos quieres decir?» Miró las frases. Había dedicado los últimos días a repasar todas las pruebas que había conseguido reunir; sin embargo, cuanto más reflexionaba, más eran las dudas que le asaltaban.
– ¡Lee los versos, Telamón!
– «Cuando te des cuenta de los horrores que has cometido, sufrirás terriblemente.» Éste es el primero -aseguró a Alejandro mirándolo-. El segundo dice: «Contra lo inexpugnable te lanzas con obsesionada furia».
– ¿Qué dice el tercero? -preguntó Alejandro secándose.
– «Te tenemos en nuestra red. Puede que seas veloz, pero ahora no podrás escapar de nosotros.»
– ¿Sabes cuál es mi respuesta, Telamón? -preguntó Alejandro secándose una vez más el rostro con el paño que tenía en la mano-. Si tuviese que contestar estos mensajes, lo haría con una cita tomada del canto siete de la Ilíada: «Volveremos a luchar, hasta que los dioses escojan entre nosotros y concedan la victoria a uno u otro».
– ¿Quién es el otro? -preguntó Telamón-. Alejandro, ¿quién es el otro? ¿Quién es Naihpat?
El rey hizo un gesto a Aristandro, que rondaba por el extremo más alejado del pabellón, para que se marchara.
– ¡Corre la tela de la entrada cuando salgas!
El nigromante se marchó con una expresión airada en el rostro.
– Han asesinado a otro de los guías -dijo Telamón.
– Sí, en el camino -murmuró Alejandro-. Nadie sabe cómo llegó allí. Podría hacer algunas averiguaciones, pero estoy seguro de que la historia será la misma de siempre. Lo vieron bebiendo en alguna taberna antes de que desapareciera. El asesino se las apañó para que cruzara nuestro anillo de hierro y lo mató brutalmente en plena noche con una daga idéntica a la que asesinó a mi padre. Y los versos de Eurípides…
Alejandro se sentó en un taburete sin acabar la frase y se frotó las manos.
– Tendrías que estar preocupado -señaló Telamón.
– Lo estoy -confesó el rey sonriendo-. Si esta noticia llega a conocimiento de los hombres -advirtió agitando una mano-. ¡Ese es el único peligro real de todo esto! Pero Aristandro no se lo dirá a nadie, el comandante del escuadrón mantendrá la boca cerrada y, por supuesto, Telamón no habla con nadie, excepto con su bárbara mujer pelirroja.
– No soy su dueño -replicó Telamón-, y no es una bárbara, sino tebana.
– Dentro de unas horas levantaremos el campamento -prosiguió Alejandro sin hacer caso del enfado de Telamón-. Parmenio ya está aquí. Marcharemos en dirección este, hacia el Gránico. Los dioses decidirán.
– ¡Al este! ¡Creía que marcharíamos hacia el sur a lo largo de la costa!
– Tú y todos los demás -replicó Alejandro, que disfrutaba a más no poder con la más secreta de sus bromas.
– Lo tenías decidido desde hace tiempo, ¿no es así? -exclamó Telamón-. ¡Todo ha sido un gran engaño! Apuntas como una flecha al corazón de Darío: el primer movimiento se decidirá con una tirada de los dados.
– Te falta confianza, Telamón.
– ¿Y Naihpat, mi señor?
– No lo sé.
– Pero sospechas de alguien.
Alejandro se cubrió el rostro con las manos y repicó con los dedos en las mejillas.
– Sospecho, Telamón. Sospecho de unos cuantos.
– Nada es lo que parece.
– ¡Eres un físico! Tú sabes que es así.
– También lo era Cleón.
El rey se echó a reír a carcajadas.
Telamón enrojeció de ira.
– Cleón no es un traidor, ¿verdad? -preguntó-. Soy incapaz de imaginar a nuestro bajo y rechoncho físico ensillando un caballo y huir al galope. ¿Él es Naihpat?
– No, no lo es -respondió Alejandro recuperando la compostura-. Te contaré la verdad. Cleón es una de las criaturas de Aristandro. Cleón nació para ser espía, con la mirada apática, su expresión de tonto y sus modales relamidos. Nadie se cree que Cleón sea peligroso, pero lo es, y mucho. Se metió en la corte persa y les vendió su alma. Lo que ellos no saben es que Cleón me ama como una niña a su primer amor. ¡Es tan incapaz de traicionarme como de volar hasta el sol!
Alejandro no pudo contener la risa al ver la expresión del más absoluto asombro en el rostro de Telamón.
– Él es mi espía -continuó el rey-, dispuesto a engañar a los persas, y a Memnón en particular, a sembrar la confusión en las filas enemigas con las cartas que le di. Por lo tanto, antes de que comience la batalla, déjame asegurarte que no tenemos más espías en el campamento de Memnón. Uno de sus comandantes de caballería, Lisias, quería entrevistarse conmigo en secreto en Troya. Cleón sospechó que no era porque tuviese la intención de traicionar a su general, sino que deseaba matarme. Lisias era tebano. Tenía una deuda de sangre. ¡No se hubiera arrodillado a besarme los pies más de lo que yo me hubiese mostrado dispuesto a besarle el culo! Creyó que Cleón estaba a su servicio y pidió a nuestro buen físico que preparara un encuentro. Sin embargo, Cleón sospechó la verdad y, en lugar de venderme a los persas…
– ¿Les entregó a Lisias?
– Muy bien, Telamón. El rodio tiene algunas debilidades, y ésa es una de ellas. Contrata a mercenarios que, por encima de todo lo demás, son fieles a sí mismos. Lisias nunca le mencionó lo que planeaba; sólo se confió en Cleón.
– ¿Qué hay de Droxenius? -inquirió Telamón-. ¿El líder de los asesinos que a punto estuvieron de matarnos?
Alejandro sacudió la cabeza.
– Mi vida está en manos de los dioses. He dejado de ser mortal. ¡Droxenius tenía tantas probabilidades de matarme como de convertirse en rey de Atenas! -¿Sabías que vendría?
– No, no lo sabía, pero Cleón me advirtió de que tuviese cuidado.
– ¿Ya te has cobrado tu venganza?
– Sí -respondió Alejandro palmeándose el muslo-. Los persas no enviaron a Droxenius y a sus asesinos; ellos quieren enfrentarse a mí en combate. Los tebanos eran hombres de Memnón, así que me propuse dar una lección al rodio. Nunca vendas la piel del león antes de cazarlo, y menos cuando todavía es el rey de las bestias. Golpeé fuerte y sin demora. Escribí de mi puño y letra varias cartas, todas con mi sello personal, a los supuestos traidores en algunas ciudades persas. También escribí una para el mudo Diocles, el sirviente y lugarteniente de Memnón. Preparé la marcha de Cleón y me aseguré de que llegara sano y salvo a la fortaleza del sátrapa de Frigia, donde, estoy seguro, ahora está haciendo todo lo posible y más para provocar problemas.
– Ah, ¿así que fue él quien informó a Aristandro de que Leontes era un espía?
– Por supuesto, y Aristandro salió de cacería -respondió Alejandro inclinándose para coger la mano de Telamón-. También estoy enterado de las pequeñas tretas de Ptolomeo. Uno de estos días le daré una lección. El problema con Ptolomeo es que cree que Filipo era su padre y que es mejor general y mejor soldado que yo! Ptolomeo no es malo, pero muy pronto aprenderá cuál es el lugar que le corresponde en el esquema de las cosas.
Telamón sostuvo la mirada de Alejandro y vio como cambiaba la luz en sus ojos. «Eres más de una persona -pensó-. Eres un actor. Interpretas el personaje que haga falta, usas las máscaras con la naturalidad de un actor profesional: Alejandro el soldado fanfarrón; Alejandro el general; Alejandro el romántico; Alejandro el iluso; Alejandro el intrigante…»
– Me enseñaron muy bien -susurró el rey-. Con una madre como Olimpia y un padre como Filipo, ¿qué se podía esperar, Telamón?
– Cleón puede estar en peligro.
– Telamón, todos estamos en peligro. Cleón asume los riesgos.
– No le creerán.
– Oh, creo que sí. Ordené al viejo Parmenio que no tocara las propiedades de Memnón cerca de Abidos. Tampoco acepté la propuesta de Lisias. Ahora hundiré todavía más la cuña entre Memnón y sus amos persas. Nunca lo olvides, Telamón. A los persas no les gustan los griegos, y a los griegos no les gustan los persas. Los persas no confían en los griegos. Los griegos no confían en los persas. ¿Debo decirte quién es mi verdadero enemigo? ¡No lo es Darío ni Arsites, sino Memnón! El rodio es un buen soldado. Ha luchado contra los macedonios. Ha estudiado los métodos de mi padre, y los míos. Lo único que me asusta es que los persas sigan los consejos de Memnón. Imagínatelo. Los campos incendiados y los pueblos arrasados. Los persas en retirada. Las ciudades con las puertas cerradas, que no las abrirán a menos que consiga una gran victoria. Debo ganar una batalla cuanto antes. Sólo disponemos de suministros para veinte días. Mi flota es pequeña y no confío en algunos de sus capitanes más de lo que confiaría la bolsa a un ladrón. Necesitamos comida. Necesitamos un botín. Necesitamos una victoria o el ejército se rebelará.
– ¿Buscas una batalla?
– Telamón, ruego todos los días para tener una.
– ¿Qué pasa con Naihpat?
– La victoria y tú os encargaréis de Naihpat. Sólo quiero estar seguro.
– No necesitabas a los guías, ¿verdad? -comentó Telamón-. Tú ya tienes los mapas. Sin duda, tu padre se encargó de que los confeccionaran.
– Todo forma parte del plan -aseguró Alejandro volviéndose a frotar las manos-. Cleón estará alborotando el avispero. Los persas creen que tengo miedo, que estoy desmoralizado. Vendrán a buscarme dispuestos a pelear. De una manera u otra, con una simple tirada, demostraré aquello que siempre he querido. ¡El resto te lo dejo a ti, Telamón, y a los dioses! -exclamó Alejandro palmeando el hombro de Telamón mientras se levantaba.