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«El persa creyó que la oportunidad de mantener un combate singular era un regalo de los dioses. Confiaba en que, gracias a su coraje personal, Asia se liberaría de la terrible amenaza y que detendría la renombrada audacia de Alejandro.»
Diodoro Sículo, Biblioteca histórica, libro 17, capítulo 20
A lo largo y ancho del valle del Gránico, los campesinos y pastores hablaron durante años de la gran carnicería, la sangrienta batalla que se libró mientras la nube de polvo se extendía sobre los campos de girasoles y trigo y la brisa del río aportaba el primer frescor del día que se acababa. Durante las décadas posteriores, sus hijos buscaron armas: dagas, espadas, escudos y lanzas. De vez en cuando, los más afortunados encontraban un alhaja, una daga con incrustaciones de oro, un anillo o alguna piedra preciosa que había decorado las hermosas prendas que habían vestido los comandantes y los sátrapas persas. Durante muchos días después de la batalla, hermosos caballos vagaron por los valles en busca de sus amos, mientras los halcones y los buitres y los carroñeros de los bosques se llenaban los buches y las barrigas con la carne de los cadáveres. Los pobladores de los valles asentían sabiamente. Habían sido testigos de todo desde el comienzo: los miles y miles de jinetes persas que bajaban de las colinas entre los bosques de abetos, robles, álamos y cipreses. Las tropas del rey de reyes que iban a enfrentarse a Alejandro, una imponente visión con sus capas bordadas con hilo de oro, las corazas tejidas con escamas de hierro, los pantalones bombachos de seda roja y verdes con las perneras metidas en las botas de tafilete de caña alta hasta las rodillas, los yelmos de hierro con largos penachos que les protegían las cabezas. Los bellos jóvenes, los hijos de los medos, con los rostros maquillados, con puntiagudos gorros de fieltro con orejeras y un barboquejo que les resguardaba los labios y la nariz de las nubes de polvo y las hordas de tábanos y moscas. En la cintura, llevaban los cinturones con tachones de plata que sujetaban las dagas y las cimitarras, mientras que, en una mano, sujetaban las rodelas adornadas con todos los colores del arco iris y, en la otra, las jabalinas con las puntas con lengüetas, afiladas al máximo para atravesar la carne de los bárbaros llegados de Macedonia.
La caballería avanzaba sin prisas, con las riendas flojas, en caballos de todos los pelajes y razas, enjaezados con lujosos arneses y preciosas mantas. Procedían de todas las provincias del imperio: los persas de piel clara de occidente cabalgaban junto a los morenos jinetes con turbantes de las fabulosas tierras del Hindú Kush. Detrás de la caballería, marchaban los mercenarios griegos, con las cabezas afeitadas, las barbas y los bigotes recortados, los rostros atezados por el sol. Caminaban a buen paso, vestidos con túnicas y calzados con recias botas, y escoltados por los carros que transportaban las armaduras, los arneses, las espadas, las lanzas y los escudos. Su líder Memnón cabalgaba en la vanguardia con los príncipes persas, pero el comandante de brigada Omerta, con el rostro enjuto marcado por mil cicatrices, caminaba con ellos. Los mercenarios estaban de buen humor. Bien pagados y mejor provistos, cada hombre cargaba su propio mochila. Los señores persas también habían cargado los carros de provisiones con el mejor pan, las más tiernas carnes y los mejores vinos y cervezas de su país. Todos y cada uno de ellos había recibido ya un puñado de daraicas de oro y les habían prometido más cuando se acabara la batalla. Los mercenarios marchaban al unísono: falanges de ocho hombres de frente y dieciséis de fondo, con un espacio entre cada batallón. Los cornetas caminaban en los flancos, los exploradores iban adelantados, dispuestos a dar la voz de alarma ante la posibilidad de un ataque por sorpresa. Los oficiales de los mercenarios les habían informado de que los macedonios estaban desorientados, confusos y mal aprovisionados. Memnón, Omerta y los demás comandantes nada habían dicho de su cada vez mayor inquietud, de la profunda desconfianza de que eran objeto por parte de los generales persas, de las acaloradas discusiones sobre cuál sería su lugar, su posición y su función en la línea de combate persa.
Memnón cabalgaba con Arsites. El sátrapa y sus comandantes vestían magníficas armaduras de oro y plata y capas teñidas de rojo. En las orejas, las gargantas y las muñecas, resplandecían las joyas de los mejores orfebres. El rodio, en cambio, vestía una sencilla túnica y una coraza de cuero; un paje cargaba con el yelmo y el escudo. Memnón pedía una y otra vez a Arsites que enviara más exploradores para descubrir dónde se encontraba Alejandro. Incluso había intentado reabrir el debate y había rogado al sátrapa que se retirara, que se llevara a las tropas, pero Arsites no había dado el brazo a torcer. La última sesión del consejo de guerra había tenido lugar en la ciudad de Zeluceia, donde se habían tomado las postreras decisiones. Marcharían a la puerta de Asia, el valle del Gránico, y tomarían posiciones en la ribera oriental. Memnón había preguntado la razón, y entonces se habían enterado de la terrible noticia: Alejandro no marchaba hacia el sur a lo largo de la costa tal como se había esperado, sino que avanzaba hacia el este dispuesto a trabar combate.
– Te lo dije -recordó Memnón a Arsites-. Alejandro es capaz de cambiar en menos de lo que canta un gallo. Lo que dice y lo que hace son dos cosas diferentes.
– También es otro tema lo que él planea y lo que sucederá -replicó el persa.
Memnón exhaló un suspiro con la mirada perdida en la distancia. En algún punto de la llanura de Adrestia, su mortal enemigo marchaba a su encuentro.
En realidad, Alejandro se movía mucho más deprisa de lo que Memnón podía imaginar. Algunos destacamentos se habían unido al rey en Troya. Luego había abandonado la legendaria ciudad para reunirse con Parmenio en la pequeña ciudad de Arasbio y emprender la marcha hacia el este. Alejandro abandonó todo disimulo. Despidió a los guías y despachó a veintenas de exploradores a recorrer los campos. Telamón los veía una y otra vez regresar a todo galope. Alejandro quería ser visto: una inmensa nube de polvo cubría al ejército y las colinas devolvían el eco de los millares de botas, del traqueteo de los carros y los golpes de los cascos y los relinchos de los caballos. El sol arrancaba destellos de las armas, iluminaba los colores de los diferentes regimientos y los toques de corneta se sucedían sin solución de continuidad. El ejército macedonio marchaba en formación de combate: dos grandes columnas, de setecientos cincuenta hombres de frente y dieciséis de fondo, con un espacio entre la octava y novena fila de forma tal que las brigadas de atrás, si era necesario, pudieran volverse rápidamente para hacer frente a cualquier amenaza. La caballería se encargaba de la protección de los flancos y las caravanas de carros cerraban la marcha escoltadas por compañías de lanceros. Aquí y allá se escuchaban las canciones que cantaban los soldados para burlarse de las brigadas rivales. Alejandro galopaba a lo largo de las columnas e impartía las órdenes, que eran repetidas hasta que las recibieran todos los combatientes.
– ¡Recordad la forma de combate macedonia! El ala derecha es el martillo, la falange central es el yunque y la izquierda es el fuego. ¡Cada hombre debe saber cuál es su lugar! ¡Estad atentos a las órdenes de vuestros comandantes! ¡Prestad atención a los toques de corneta, aprended bien las llamadas!
Telamón y Aristandro acompañaban al rey en estos recorridos, que tenían la intención de mantener bien alta la moral de las tropas. Alejandro hacía gala de un magnífico humor e intercambiaba burlas y chanzas con los oficiales y los soldados. De vez en cuando, sofrenaba el caballo, llamaba a un hombre de la columna, le comentaba que conocía a su padre o a sus parientes, le daba la mano y reanudaba la marcha. Todos discutían sobre cuál sería el lugar escogido por los persas para plantarles cara. Parmenio, comandante de brigada del flanco izquierdo, insistió en la precaución. Alejandro se rió.
– ¿Si fueras persa, dónde te apostarías? -gritó Ptolomeo.
– ¡Si fuera persa, no existiría Macedonia! -replicó Alejandro para gran diversión de sus compañeros.
Pasaban las horas y el calor era agobiante. Comenzaron a llegar los exploradores con noticias precisas: los persas estaban desplegando sus tropas en la ribera oriental del Gránico. Alejandro mandó parar. Acercaron los carros a toda prisa y se distribuyeron las armas. Los hombres de las falanges cogieron las largas sarisas y se ajustaron firmemente los cascos. Los escuderos se ciñeron las corazas, recogieron los escudos, las espadas y las lanzas, y se colocaron los yelmos frigios con los colores de sus unidades. Alejandro se vistió para la batalla e insistió en llevar el hermoso casco, la coraza, la falda, las espinilleras y el escudo que había tomado del templo de Atenea en Troya. El único cambio era que ahora el casco llevaba un penacho de plumas blancas. Cleito manifestó su ruidosa protesta.
– Los persas te verán. Tú mismo le señalarás su objetivo. ¿Mi señor, por qué tienes que exhibirte como un pavo real cuando el zorro está ausente?
– No sé de qué zorro me hablas -replicó Alejandro, que le guiñó un ojo a Telamón, que no dejaba de mirar con curiosidad la espectacular armadura.
Durante los últimos días, las sospechas de Telamón sobre lo que se tramaba habían ido en aumento. Lo había discutido en varias ocasiones con Casandra y comenzaba a tener una teoría. Algunas veces, había sorprendido a Alejandro espiándole de soslayo. Telamón tenía la sospecha de que Alejandro se barruntaba la verdad, pero el monarca se mostraba tan impetuoso, audaz e imperioso como siempre, quizá todavía más. Con la armadura de oro y plata, la capa roja y el magnífico yelmo, Alejandro se convertiría en un objetivo claro para los persas. El rey se inclinó para sujetar a Telamón por un brazo.
– ¿Cabalgarás conmigo, Telamón, como hiciste en Mieza?
– ¿Por eso me has traído aquí?
– Te echaba de menos, Telamón, siempre te he echado de menos. Siempre has sido muy sincero. No eres ladino como Seleuco ni desdeñoso como Ptolomeo.
El rey no hizo caso de la agitación y el bullicio del entorno: los hombres se armaban, musitaban plegarias, se despedían de los amigos y se intercambiaban mensajes para sus familias por si caían en el combate.
– ¿Qué le pasó a mi padre? -preguntó Telamón-. Siempre he querido saberlo. ¿Por qué cambió?
– ¡Típico de ti preguntármelo ahora! -bromeó Alejandro-. Verás, Telamón, la respuesta la tienes en lo que está pasando ahora. Tu padre se hartó de la sangre derramada, de la carnicería, de la locura de la batalla.
– Pero tú no, ¿eh, mi señor?
Alejandro sacudió la cabeza. Empuñó las riendas en una mano y con la otra acarició la piel de leopardo que cubría los lomos del caballo. Las patas de la piel colgaban por los costados, con las garras al aire bien pulidas y afiladas.
– Yo no, Telamón -susurró Alejandro-. ¡Para mí, la gloria y el fuego!
El rey clavó los talones en los ijares del caballo. Aristandro había desaparecido. Con Cleito el Negro a su derecha y Telamón muy cerca por la izquierda, Alejandro recorrió las columnas para ordenarles que marcharan a paso redoblado. El ejército se había transformado. Escuadrones tras escuadrones de caballería: los Compañeros, los tesalios, los tracios, las diferentes brigadas y los regimientos de infantería, arqueros cretenses y honderos. En el corazón del ejército macedonio, los regimientos de escuderos y las falanges, con las enormes sarisas en alto. Todos marchaban a paso redoblado. En respuesta a los toques de corneta, los soldados se desplegaron para formar la línea de combate. Abandonaron el camino y comenzaron a cruzar los campos siempre en dirección al Gránico. Telamón miró atrás por un momento. Casandra viajaba en uno de los carros de la caravana. Le había dado órdenes estrictas de lo que debía hacer si las cosas iban mal. La suerte estaba echada: él estaba con Alejandro y con Alejandro se quedaría, para vivir o morir con el rey.
Los macedonios llegaron a los cañaverales de la orilla y ocuparon sus posiciones sin demoras. Parmenio, con algunos escuadrones de caballería y una brigada mixta de escuderos y soldados de la falange, tenía a su mando el flanco izquierdo. Ptolomeo, Amintas y Sócrates dirigían a las falanges y los escuderos en el centro. Alejandro, con los escuadrones reales de los Compañeros, apoyado por dos batallones de escuderos y el mismo número de falangistas, mandaba el flanco derecho.
Alejandro observó el despliegue desde un otero, rodeado por los cornetas y los mensajeros.
– ¡Recordad como es! -ordenó señalando la línea-. ¡A la izquierda, Parmenio! ¡En el centro, Ptolomeo, Amintas y Sócrates! ¡Yo a la derecha! ¡Nosotros somos el martillo, el centro es el yunque y la izquierda es el fuego! ¡Caballeros, es hora de ir a inspeccionar el río!
Alejandro, acompañado por los jefes de su estado mayor y su séquito, entre ellos Telamón, abandonó el otero y cabalgó entre los sauces y los matorrales hasta la orilla. El Gránico corría lentamente por su lecho de cantos rodados blancos y grises.
– ¡Bien! ¡Bien! -murmuró Alejandro-. ¡No es muy profundo!
– ¡Tiene treinta pasos de ancho! -exclamó uno de los generales.
Telamón echó un vistazo al río y el alma se le cayó a los pies. En el otro lado, la ribera de arcilla era muy empinada y, más atrás, había árboles y matorrales que impedirían cualquier asalto.
– ¡Esperaremos! ¡Esperaremos! -ordenó Alejandro-. ¡Esperaremos a ver los errores que cometerá Arsites!
El alto mando persa estaba sumido en la confusión. Los exploradores habían vuelto con la noticia de la rápida marcha y desplegamiento de las tropas de Alejandro. Ellos carecían de dicha rapidez: Arsites todavía estaba dando sus órdenes, y éstas tardaban en llegar a las diferentes unidades debido a la mala comunicación. La caballería estaba formada en una larga línea de ocho en fondo, dirigida por los comandantes y jefes locales. La línea se extendía a lo largo de unos seis estadios: un arco multicolor de hombres, armas, estandartes y caballos. En el aire resonaban las órdenes y los toques de cornetas. De vez en cuando, el viento les traía el eco de las voces y las llamadas de corneta del enemigo desde el otro lado del río.
Memnón, montado en su caballo, miraba a Arsites con una expresión de absoluta incredulidad. El rostro del sátrapa estaba oculto por el yelmo con los gruesos protectores de las orejas y las mejillas.
– ¡Mi señor, esto es una locura! -exclamó Memnón-. Alejandro se mueve a gran velocidad. Suponías que su intención era acampar aquí para pasar la noche y no lo ha hecho -apuntó señalando el sol, que comenzaba su descenso por el oeste-. Ahora estaremos totalmente…
– ¡Ostento el mando supremo! -le interrumpió Arsites-. La caballería persa avanzará entre los árboles para controlar la margen oriental del Gránico. Alejandro tendrá que cruzarlo y fracasará en el intento.
– ¡Pero hay que contar con mis griegos…! -protestó Memnón, al tiempo que cogía la brida del caballo del sátrapa.
El persa tiró furioso de las riendas y el caballo intentó recular. Los ayudantes del sátrapa miraron airados al rodio y acercaron las manos a las cimitarras.
– Es algo sin precedentes -suplicó Memnón-. Mis griegos tendrían que estar en el centro para formar una falange de lanceros. Ellos contendrán a los macedonios.
– Tienes mis órdenes -replicó Arsites fríamente-. Avanzaremos entre los árboles. Tú llevarás a tu brigada al terreno elevado detrás de la línea persa. ¡De ninguna manera ocuparán el lugar de honor!
– ¡No es una cuestión de honor! -gritó Memnón-. Cuando los macedonios suban por la ribera…
– Se encontrarán con una lluvia de jabalinas -le cortó Arsites-. ¡Se acabó la discusión!
El sátrapa se alejó al trote. Se dieron las últimas órdenes. Sonaron las cornetas, los estandartes bajaron en respuesta a la llamada y la línea persa se adentró entre los árboles camino de la ribera.
Un oficial persa cabalgó de regreso hasta donde estaba Memnón, que seguía contemplando estupefacto a la falange de mercenarios griegos dispuestos en orden de combate, un cuadrado de lanzas, escudos y yelmos.
– Mi señor Arsites te envía sus saludos -dijo el oficial-. Te ruego que te unas a él en el lugar de honor, en el centro de la línea.
– Estaré allí.
El oficial se alejó al galope. Memnón tiró de las riendas de su caballo y fue al trote hasta donde Omerta y sus oficiales permanecían a la cabeza de sus hombres.
– ¡Tienes tus órdenes!
Memnón miró a Omerta y su segundo le devolvió la mirada, con sus ojos como dos ascuas a través de las rendijas de yelmo corintio con un gran penacho.
– ¡Esto es una locura! -comentó Omerta por lo bajo. -Es porque no confían en nosotros -replicó el rodio-. Omerta, ten cuidado, mantén la posición. Si la línea persa se rompe, sólo retírate cuando te lo ordenen. No te muevas sin una orden directa del sátrapa; de lo contrario, podrían sospechar una traición.
Omerta levantó la lanza en un saludo a su general. Memnón le respondió estirando el brazo y miró la cerrada formación de los mercenarios.
– ¡Tenéis vuestra posición! -gritó-. ¡Nos hemos enfrentado antes a los macedonios y los vencimos!
Una estruendosa ovación dio réplica a sus palabras mientras eran repetidas de fila en fila.
– ¡Ocupad vuestros puestos y esperad nuevas órdenes! -añadió Memnón-. ¡No os mováis hacia adelante ni atrás!
Las lágrimas asomaron a sus ojos. Intentó dar a su voz un tono de firmeza, pero sus palabras de aliento sonaron huecas. Era consciente del sol abrasador, de la llamada de un pájaro que volaba tan bajo que parecía estar a punto de chocar con la hierba alta, del zumbido de una abeja… Sus hombres lo miraban atentamente. Creían de verdad que hoy serían los vencedores. A Memnón se le hacía imposible decepcionarlos. Los latidos de su corazón y el nudo que tenía en la garganta le impidieron continuar con su discurso. Levantó la mano en un saludo y, escoltado por sus oficiales, cabalgó hacia la línea persa.
«No sabía que desconfiaran tanto de nosotros -murmuró para sus adentros-. De haberlo sabido…» Sofrenó a su caballo y miró por encima del hombro a la falange, que ahora avanzaba lentamente. Contuvo el deseo de volver atrás y de ordenar a sus hombres que dieran media vuelta y se marcharan lo más lejos posible, pero era lo que esperaba Arsites: la prueba de que no se podía fiar de los griegos y de que Memnón no se merecía el favor del Rey de Reyes. Memnón estaría acabado y sus mercenarios se verían atacados por los macedonios y los persas. La suerte estaba echada. El general rodio cogió el yelmo que le ofrecía un edecán.
– Mi señor -preguntó el oficial-, ¿qué podemos hacer?
– ¡Luchar y rezar! -replicó Memnón. Se encasquetó el yelmo y, dando un golpe de talones en los costados del caballo, se alejó al galope.
La línea de batalla macedonia estaba formada ahora en la fangosa orilla del Gránico. Los hombres contemplaban el agua fresca, se relamían los labios resecos y miraban con desconfianza la orilla opuesta. Lo único que veían era la ribera de arcilla y los árboles que había detrás. Alejandro, rodeado de sus oficiales, observaba y esperaba. En algún lugar de la línea, un hombre comenzó a entonar un himno. El rey envió a un mensajero para que lo hiciera callar. Bebieron la última copa de vino. Alejandro ofreció una libación y contempló como el vino desaparecía en el fango. Miró a Telamón, que ahora también llevaba el yelmo y la coraza y en bandolera el cinturón de la espada.
– ¡No hay nada tan magnífico como un ejército preparado para la batalla!
Telamón asintió. Alejandro, con los comandantes de la brigada real, ocupaba un pequeño montículo. A su izquierda, se extendía todo el ejército preparado para el combate: diez mil soldados de infantería y cinco mil jinetes.
– Los persas tienen aproximadamente el mismo número -le informó Alejandro como si hubiese leído los pensamientos del físico-. Unos doce mil soldados de caballería, y cinco mil mercenarios griegos. ¡Quiero ver como maniobran! -exclamó levantando un puño, dominado por la excitación.
Se escuchó un murmullo entre la tropa. Telamón miró al otro lado del río. El corazón le dio un brinco. La línea persa comenzaba a salir de entre los árboles, fila tras fila de jinetes vestidos de brillantes colores y con las armaduras iluminadas por los rayos del sol de finales de la tarde. La caballería persa se fue extendiendo por la ribera oriental alrededor de los macedonios. Alejandro apenas si podía contener la excitación.
– ¡Mirad, mirad lo que hacen! -exclamó-. ¡Intentan rodearnos! Baja y dile a Amintas, Ptolomeo y Parmenio que deben alargar nuestra línea -ordenó a uno de sus mensajeros-. Dile a Parmenio en particular que vigile a sus oponentes.
Se escuchó una tremenda ovación de las filas enemigas cuando un grupo de oficiales con una vestimenta multicolor hizo acto de presencia. Se abrieron paso entre las filas persas y galoparon a lo largo de la rivera. Se detuvieron cuando llegaron a la altura del lugar donde se encontraba el rey macedonio y miraron a Alejandro y su grupo.
– ¡Es Arsites! -murmuró Alejandro-. Dicen que viste como una mujer, pero que lucha como un gato montes. Memnón está con ellos… -apuntó tras observar a los generales enemigos con sus ojos de águila- benditos sean los dioses -exclamó con sus ojos brillando de entusiasmo-. ¡No me lo puedo creer!
– ¿Qué has visto? -preguntó Telamón.
– ¡Oh, Cleón, te daría un beso! -exclamó Alejandro-. ¿No lo ves, Telamón? No se ve a los mercenarios griegos por ninguna parte. Los persas los han retenido en la retaguardia. Nunca sitúes a la infantería detrás de la caballería -advirtió levantando una mano como si estuviera aleccionando a unos reclutas-. ¡Tienen que estar en la vanguardia, apoyados por la caballería; nunca detrás!
Ahora todos los efectivos persas habían salido de entre los árboles: hileras tras hileras de hombres, un muro de color con los brillantes escudos, los relucientes yelmos y los caballos que caracoleaban como un reflejo de la excitación de los jinetes. Se escuchaban los gritos de los oficiales, las llamadas de cornetas, el tintineo de los arreos y el escalofriante deslizar de las armas al ser desenvainadas.
Telamón miró a las líneas macedonias, que rivalizaban en colorido con las persas, con los cascos de colores de los escuderos, la vestimenta de los hombres de las falanges, los tesalios y los tracios. Echó una ojeada por encima del hombro. Aristandro acababa de llegar a pie rodeado por el coro. Los celtas iban armados con grandes escudos ovales; algunos llevaban espadas, otros hachas de doble filo.
– ¡Qué tranquilo está todo! -comentó uno de los oficiales de Alejandro en voz baja.
Los persas, desplegados en una larga línea de jinetes, miraban en silencio a los macedonios. El único movimiento que se percibía en la línea macedonia era el de las muías en el extremo del flanco izquierdo, que arrastraban las siniestras máquinas de guerra: catapultas, hondas y mandrones.
La brisa procedente del río despejó las nubes de polvo. Era una serena tarde de primavera, alumbrada por el sol de poniente. Las aguas del Gránico corrían lentamente sobre el lecho de piedra. En lo alto, revoloteaban bandadas de pájaros. El olor de los girasoles y las flores silvestres pisoteadas por los cascos de los caballos y las recias sandalias de los combatientes inundaba con su perfume la ribera.
Ahora ya no había entusiasmo ni tensión: sólo una impresionante quietud, como si los ejércitos enfrentados se estuvieran preguntando si comenzaría o no el sangriento combate. De pronto se escucharon unos gritos, los insultos proferidos por algunos de los soldados de la falange de Alejandro situada en el centro. Al otro lado del río, un jinete persa se acercó lentamente hasta que los cascos de su caballo se sumergieron en el agua.
– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó a voz en cuello-. ¿Por qué pretendéis entrar en los territorios del rey de reyes? ¿Tenéis su permiso? ¿Habéis traído los tributos? ¿Qué sois? ¿Hombres disfrazados de mujeres? Os traigo un mensaje. ¡Si deponéis las armas, os daremos un par de azotes en el culo y os dejaremos volver a casa!
El persa volvió ligeramente la cabeza como si quisiera escuchar mejor la respuesta. Uno de los hombres de la falange macedonia corrió hasta la orilla. Le volvió la espalda al enemigo, se levantó la falda y soltó una sonora ventosidad, para gran diversión de sus camaradas. Algunos cogieron piedras y las lanzaron a través del río.
– ¡Ha llegado la hora! -anunció Alejandro-. ¡Seguidme!
Se encasquetó el yelmo, desenvainó la espada y bajó al galope hasta la orilla para después recorrer el frente macedonio. Telamón y los demás no pudieron hacer otra cosa que seguirlo. El físico se sintió más tranquilo al ponerse en movimiento y disfrutar del frescor de la brisa del río. Alejandro galopaba en la vanguardia, la espada en alto, resplandeciente como un dios en la soberbia armadura que había sido de Aquiles. No montaba a Bucéfalo, su precioso animal, sino un robusto corcel. Cuando pasaba por delante de una unidad, los soldados levantaban las lanzas, batían las espadas contra los escudos y le saludaban con el grito de batalla macedonio, en honor a su antiguo dios de la Guerra: «¡Enyalios! ¡Enyalios!».
El grito resonó en todo el valle. Telamón era consciente de los ojos que los miraban, de los rostros ocultos detrás de las viseras de los yelmos, del olor a cuero, a sudor agrio; del miedo y el coraje en tantos rostros y ojos. Pasaron por delante de los escuderos, que golpeaban las armas para saludar a su rey. Llegaron al centro de la línea y desfilaron delante de Ptolomeo, que los observó pasar con una expresión cínica y relajada. Sócrates casi no les hizo caso, ocupado como estaba en recuperar el control de su caballo. Amintas, jefe de la brigada de élite de los escuderos, vociferó el grito de guerra, ansioso por descargar la tensión y el entusiasmo acumulado. Finalmente, llegaron al ala izquierda del ejército macedonio, que estaba al mando de Parmenio, un veterano de muchas campañas. Él también estaba desconcertado por el error de los persas y afirmaba que era imposible ser tan estúpido.
– Los mercenarios tendrían que estar allí, mi señor -observó señalando el centro del frente persa-. ¿Quién sabe? ¿Quizá decidieron dejarles en casa para una mejor ocasión?
Alejandro, sin embargo, ahora sólo se interesaba en su plan de batalla. Sujetó la muñeca de Parmenio.
– Tienes mis órdenes. Mantén la formación -ordenó señalando la hilera de catapultas y mandrones-. Cuando comience el ataque, no las utilices. No fuerces a la derecha persa a que se mueva.
– ¿Lo consideras prudente?
Alejandro, que ya estaba haciendo girar a su caballo, le respondió con un gesto. Galopó una vez más a lo largo de la línea y se detuvo en el centro.
– ¡Sócrates, tú primero! Dos escuadrones de caballería. Diles que levanten toda la espuma que puedan. Lleva a una tropa de lanceros y auxiliares. Amintas, tú le seguirás con una brigada de escuderos: se encargarán de establecer la cabecera de puente. Detrás de vosotros irá la falange. ¡Ptolomeo, eso es cosa tuya!
– Mi señor -protestó Amintas-. Tenemos que cruzar un río. Es verdad que no es muy profundo y la corriente es débil, pero luego tendremos que escalar la ribera. Los persas nos lanzarán las jabalinas.
– ¡Que las lancen! -exclamó Alejandro con una voz que sonó helada por la furia reprimida-. Si crees que eres incapaz de hacerlo…
– No, no -respondió Amintas sacudiendo la cabeza y volviéndose a calarse el yelmo.
Alejandro se inclinó para golpearle cariñosamente en la barbilla con el puño.
– Avanza hacia la derecha en línea oblicua -susurró-. No te desesperes, ni cedas. Ya sabes lo que tienes que hacer. Sócrates irá primero, en línea recta. Amintas detrás, levemente desviado a la derecha. Amintas, cálmate un poco. Los persas no tienen soldados de infantería y cuentan con pocos arqueros, pero cada uno lleva dos jabalinas. Después de lanzarlas, tendrán que desenvainar las espadas y bajar a nuestro encuentro.
En el rostro de Amintas cubierto parcialmente por las protecciones del yelmo, apareció una sonrisa.
– No pueden cargar -añadió Alejandro-. Los caballos rodarán por la pendiente de fango. Los jinetes resbalarán. Esperad mi señal. Les haremos sentir todas las furias del infierno.
Alejandro cabalgó de regreso al pequeño altozano. Dio la señal al cornetín: un toque prolongado y agudo, que transmitía la orden de avanzar. El cornetín de Sócrates respondió a la llamada. Se escuchó el griterío salvaje de las huestes macedonias cuando Sócrates entró en el agua a la cabeza de sus escuadrones. Alejandro observó cómo los jinetes y los caballos luchaban contra la corriente. Algunos persas, incapaces de controlar la excitación, bajaron hasta el agua ansiosos por iniciar el combate con el enemigo. Los hombres de Sócrates se desplegaron. El movimiento de una fuerza tan grande levantó una gran nube de espuma. Sonó otra corneta. Amintas llevó a sus soldados de infantería al agua. No siguieron la estela de Sócrates, sino que formaron una cuña y avanzaron en línea oblicua hacia la derecha. El comandante persa advirtió la maniobra y comenzó a mover sus tropas para cerrarles el paso.
La línea de Sócrates llegó a la orilla opuesta, donde fue recibido por una lluvia de jabalinas. Cayeron caballos y jinetes; los animales relinchaban espantados y lanzaban coces en todas las direcciones, mientras los jinetes intentaban alejarse. Telamón vio cómo uno recibía el impacto de un casco. El hombre se desplomó en el agua, giró sobre sí mismo y flotó boca abajo; arrastrado por la corriente pasó entre sus compañeros, que luchaban por ganar mejor posición.
Aquí y allá los hombres de Sócrates conseguían escalar la ribera, donde se veían atacados por los persas como un mar de brillantes cimitarras dispuestos a hacerlos retroceder. En el aire resonaba el estrépito de las armas al chocar, los relinchos de los caballos, los gritos y los alaridos de los hombres. Un caballo, con su jinete decapitado pero sujeto de algún modo por las riendas, pasó al galope por la orilla hasta que finalmente rodó por el fango, y la macabra carga salió disparada como un proyectil. Las aguas cristalinas del Gránico se tiñeron de rojo. Los cadáveres se alejaban llevados por la corriente. Los soldados, con los rostros bañados en sangre, pedían ayuda.
Alejandro observaba todo impasible. Las tropas de Amintas llegaron a la orilla opuesta, con los escudos unidos para formar una barrera en apariencia impenetrable. La caballería persa les salió al encuentro. La lluvia de jabalinas tuvo un efecto catastrófico. Las filas de Amintas se dispersaron; los hombres, heridos o no, olvidaron toda disciplina y escaparon del terror que se les venía encima.
El rey no cambió de expresión. Uno de los jinetes de Sócrates cruzó el río y se acercó con los brazos y las manos cubiertos de sangre.
– Mi señor -jadeó-. ¡No conseguimos alcanzar una posición segura!
– Di a Sócrates que se quede donde está -le ordenó Alejandro en voz baja.
La brigada de los escuderos combatía ahora en el borde del agua, en evidente desventaja, dado que no conseguían establecerse en tierra firme. Algunos resbalan y caían, con lo que morían pisoteados por sus compañeros. Otros se apartaban al ver que no prosperaban. Otros más emprendedores consiguieron subir la ribera. Un pequeño grupo de escuderos se encontró rodeado. Las cimitarras subieron y bajaron en brillantes arcos y los cuerpos despedazados rodaron por la ladera de fango hasta la orilla. Una vez más, Alejandro miró la línea de macedonios que aguardaba en silencio.
– ¡Ahora el martillo! -murmuró.
Se sujetó el yelmo y con un chasquido de los dedos pidió su escudo. Un paje con el rostro muy pálido se lo alcanzó. Alejandro le dio las gracias, le dijo que no se preocupara y guió a sus escuadrones hasta la orilla.
Telamón lo siguió como en un sueño. El caballo que montaba había sido escogido por el rey en persona: un animal fuerte y de paso seguro. El físico se sentía incómodo con la coraza de cuero y el peso del escudo que aguantaba en el brazo izquierdo. Sólo iba armado con la espada; no llevaba una lanza porque era mal jinete y necesitaba de las dos manos para no caerse. A su alrededor se arremolinaba la fuerza atacante de Alejandro: la real brigada de caballería de los Compañeros, apoyada por los escuderos y los lanceros.
En cuanto entró en el agua, Alejandro se movió deprisa. Avanzó en diagonal hacia la derecha, alejado de la línea persa. En el aire resonaban el batir de los cascos, los relinchos de los caballos y los gritos y los alaridos de los hombres. Alejandro cabalgaba como un hombre poseído. Cruzaron el río y subieron la pendiente de la ribera. Un grupo de caballería persa apareció en lo alto. El rey cabalgó directamente hacia ellos. Las lanzas apuntaron a los rostros y los pechos. Telamón lo siguió. Hefestión apareció repentinamente a la izquierda de Alejandro. A su derecha iba Cleito el Negro, una figura gigantesca e impresionante cubierta por una capa negra, con el escudo con la imagen de Medusa y su larga espada de hoja ancha.
El resto de la fuerza atacante se desplegó en abanico. Se aseguraron el control de la ribera. Telamón atisbo a la derecha a los mercenarios griegos en una zona elevada, con las lanzas en alto. Justo enfrente tenía la línea persa, con el flanco expuesto al ataque de Alejandro. Los macedonios corearon el grito de guerra y se lanzaron como una tromba sobre el enemigo. Los persas ya habían visto el peligro. Un grupo de caballería salió al encuentro de la amenaza macedonia.
Telamón se encontró de pronto metido en el corazón del combate. Apretó los muslos contra los flancos del caballo para no caer. Al estar tan cerca del rey, encontró muy poca oposición, pero vio las pruebas del sangriento trabajo de Alejandro: los jinetes persas tumbados de los caballos, arrollados por la carga, con los cuerpos aplastados y rotos por los cascos. Aquellos que se enfrentaron a Alejandro y sus compañeros en combates cuerpo a cuerpo fueron brutalmente aniquilados. La ferocidad y la energía de Alejandro y sus hombres acababan con cualquier resistencia. Atacaban a hombres y caballos por igual. Con un golpe de espada, Cleito decapitó limpiamente a un persa, mientras otro todavía sentado en la montura miraba incrédulo como los intestinos se le escapaban por el tajo abierto en el vientre. Otro jinete se le acercó. El caballo de Cleito lo rozó. El hombre pasó como una exhalación. Por su parte, el físico se preparó para defenderse, pero la mano del persa que empuñaba la espada había desaparecido y un chorro de sangre brotaba del muñón.
En cualquier caso, la superioridad numérica de la caballería persa fue conteniendo el asalto macedonio. Alejandro y los demás que había por delante de Telamón volvieron a trabarse en combates individuales; caballo y jinete contra caballo y jinete, que se empujaban y se golpeaban con verdadera desesperación. De vez en cuando, algún persa conseguía pasar la barrera macedonia. Telamón salió al encuentro de uno. Se escuchó el sonoro choque de los escudos, Telamón descargó un golpe con la espada y, más por obra de la fortuna que por habilidad, acertó en la carne del cuello expuesta por debajo del yelmo.
Por fin consiguieron abrirse paso. Alejandro no se preocupaba en absoluto por lo que estaba pasando en la orilla del río: su único objetivo era alcanzar el centro persa. A pesar de la dureza del combate, la táctica de Alejandro estaba dando resultados. Cada vez era mayor el número de jinetes persas que se alejaban del centro para atender a esta nueva amenaza y mayor también era el número de soldados de infantería macedonios que seguían apresuradamente los pasos de Alejandro. Un tremendo griterío llegó desde el río seguido por el grito de guerra macedonio: las falanges habían cruzado y ahora hacían retroceder a la caballería persa con las temibles sarisas.
Telamón perdió toda noción del espacio y el tiempo, atrapado en una pesadilla de mandobles, maldiciones, gritos, cuerpos que caían y cadáveres pisoteados. Escuchó gritos de «¡Lanzas abajo!» y «¡Adelante!» acompañados por los toques de corneta. Cleito gritaba algo. Telamón miró al maestro de armas, se quitó el yelmo y se enjugó el sudor del rostro. Habían rechazado el primer asalto de la caballería persa, pero ahora una segunda oleada, dirigida por oficiales con regios atavíos, se dirigía directamente contra Alejandro. El rey lanzó su grito de guerra y salió al encuentro del enemigo escoltado por sus compañeros. Alejandro se enfrentó con el jefe persa: con un solo golpe de una jabalina que había cogido en alguna parte, atravesó al persa por el pecho, lo arrancó de la silla y soltó la jabalina cuando el cadáver cayó al suelo. Telamón repartía mandobles a diestro y siniestro. Cleito, dominado por la furia, luchaba para proteger la retaguardia de Alejandro. Miró a Telamón con los ojos desorbitados.
– ¡Es la armadura! -gritó-. ¡Es la armadura!
Telamón vio los rostros morenos de los oficiales persas vestidos con preciosos yelmos y armaduras. Comprendió el miedo de Cleito. Ahora estaban siendo atacados por el alto mando persa. Los generales y comandantes habían reconocido a Alejandro y, con el apoyo de sus guardias personales, intentaban dar caza y matar al macedonio. La batalla se convirtió en una reñida lucha cuerpo a cuerpo; escudo contra espada, espada contra escudo. Telamón optó por atacar todo lo que se movía a su alrededor. El olor de la sangre, el barro, el sudor, los excrementos humanos y todo aquello propio del siniestro hedor de la batalla formaban una nube que lo encerraba. Un persa intentó sujetarle los brazos. Otro, desmontado, intentó tumbarlo del caballo. Telamón lo derribó de un puntapié. Alejandro libraba un duelo con un oficial persa. Lo mató atravesándole el pecho. Otro lo rodeó, con el brazo levantado y la cimitarra iluminada por el sol dispuesta a asestar el golpe mortal. Telamón gritó. Intentó avanzar. Apareció Cleito. Había pasado con su caballo por delante de Alejandro y ahora cabalgaba entre su rey y el persa: de un solo golpe cercenó el brazo del atacante a la altura del hombro. La sangre brotó como un surtidor, y el chorro salpicó a Alejandro y al caballo. El animal, enloquecido por el ardor de la batalla, se levantó sobre las patas traseras y Alejandro intentó mantenerse montado, pero resbaló. Se apartó del caballo en el preciso momento en que un jinete persa que había conseguido abrirse paso descargaba un golpe mortal contra la cabeza del rey. Alejandro vio el peligro y se movió. La espada golpeó contra el yelmo de refilón mientras Cleito y el resto de los guardaespaldas rodeaban al rey, que se desplomó de rodillas. Atraparon al atacante persa y lo derribaron del caballo. Cleito le echó la cabeza hacia atrás, le cortó la garganta como si fuera un pollo y lo apartó de un puntapié. La guardia macedonia formó un círculo de hierro alrededor de su rey caído. Telamón desmontó de un salto, se desprendió del yelmo y la espada y quitó el yelmo a Alejandro. Los ojos del rey estaban desenfocados y la piel del rostro, blanca como la nieve, aparecía manchada de sangre. El físico buscó debajo de la cabellera rubia y palpó el chichón y el corte en el cuero cabelludo. Cleito estaba a su lado. El anillo alrededor de Alejandro se hacía cada vez mayor a medida que nuevas unidades de los Compañeros de a pie ocupaban sus posiciones. Alejandro, mareado, miró a su alrededor.
– ¿Cómo va? -susurró.
– ¿No te das cuenta? -replicó Cleito con una sonrisa-. ¿Mi señor, no lo escuchas?
Telamón controló el pulso de Alejandro y buscó alguna otra herida. Él también notaba un cambio. El peligro había desaparecido. Los macedonios avanzaban a paso redoblado.
– ¡Hemos roto sus líneas! -gritó Cleito-. La falange de Ptolomeo cruzó el río. ¡Los persas están en plena retirada!
– ¿Es posible? -susurró Telamón- ¿Se ha acabado?
– ¿Cómo está el rey? -preguntó Cleito vivamente.
– Maltrecho y dolorido -replicó Telamón-. Pero vivirá.
El rostro de Alejandro había recuperado un poco de color. Sonrió y, apoyándose en Cleito a modo de bastón, se puso de pie.
– ¡Vamos a matar a todos! -dijo con una voz pastosa- ¡Y deprisa, antes de que caiga la noche!