171327.fb2
«Después de ofrecer un sacrificio en el templo de Atenea, Alejandro depositó su propia armadura, y tomó a cambio las armas que habían estado colgadas allí desde la guerra de Troya… Se dice que las usó en la batalla del Gránico.»
Quinto Curcio Rufo, Historia, libro 2, capítulo 4
Memnón gritaba poseído por una furia tremenda. Sin el yelmo, con un profundo corte en el brazo de la espada, miraba a Arsites hecho un basilisco. No sentía ni la más mínima compasión por este arrogante comandante persa, que ahora no era más que una sombra de su antiguo ser. La magnífica armadura del sátrapa estaba abollada y rota. Tenía una herida en la mejilla izquierda y el rostro bañado en sangre.
– ¿Qué haré? -gimió el persa-. ¡Han muerto los parientes de Darío!
– ¡Muérete! -le gritó el rodio. Tiró salvajemente de las riendas y miró hacia el lugar donde había estado unos minutos antes. Anochecía. La brisa le refrescó el rostro. A su alrededor continuaban sonando los ruidos de la batalla. Las últimas unidades de élite de los persas se alejaban del frente a todo galope. Los caballos sin jinetes galopaban por todas partes y otros daban vueltas aterrorizados, con cadáveres ensangrentados tumbados sobre sus pescuezos. Un animal galopó en círculos hasta que el jinete muerto cayó al suelo y, después, se alejó al trote. Memnón se volvió. Arsites había desaparecido. Desde la orilla del río le llegó una ovación, tan estruendosa que fue como si el cielo se hubiera venido abajo.
– ¡Enyalios! ¡Enyalios por Macedonia!
El general rodio cabalgó hasta la ribera y contempló el espectáculo con una expresión de horror. Todo el ejército macedonio, liderado por la brigada de Ptolomeo, había cruzado el río. La falange se había hecho con el control de la orilla y ahora avanzaba con las temibles sarisas bajadas: una terrible pared de puntas de hierro que avanzaba contra hombres y caballos. Los persas estaban exhaustos y ya no disponían de más jabalinas. No podían hacer otra cosa que blandir sus inútiles cimitarras y alfanjes contra aquellas terribles lanzas de madera y hierro.
El Gránico era como una enorme mancha roja alumbrada por los rayos del sol poniente. Los cadáveres se amontonaban en la superficie. En la orilla, los muertos formaban pilas y los heridos intentaban escapar como podían. Las primeras bajas macedonias habían quedado cubiertas por otros muertos, la mayoría de ellos vestidos con las lujosas capas de los persas. Mientras contemplaba la infernal escena, Memnón escuchó otro griterío río abajo. Se cerraba la trampa. Parmenio y sus tropas… Los persas que todavía luchaban en la orilla abandonaron el combate e intentaron escapar. Los caballos resbalaron en el talud de fango y sus jinetes acabaron pisoteados o cruelmente atravesados por las lanzas enemigas. La falange ganó velocidad y subió la pendiente sin problemas. En las filas persas, desapareció todo rastro de disciplina; los jinetes en fuga comenzaron a pasar junto a Memnón. Uno de los oficiales del rodio se le acercó.
– ¡Se ha acabado! -le dijo.
Memnón se había quedado mudo. Notaba la garganta seca y la lengua hinchada. No conseguía entenderlo. La rapidez del ataque. Cómo los persas habían caído tan ingenuamente en la trampa de Alejandro. Tan sencilla, tan mortal en su lucidez. La finta de Alejandro por el centro, el golpe brutal por la derecha y las tropas de Arsites que abandonaban las posiciones para hacer frente a la nueva amenaza. Así y todo, los persas no se habían dado cuenta de lo que pasaba. Memnón recordó cómo Arsites y sus generales, imbuidos de una falsa seguridad, habían discutido cómo se encargarían personalmente de acabar con Alejandro, a quien distinguirían sin problemas por su espectacular armadura. Los generales persas habían cargado contra el rey macedonio y todos, salvo un puñado, ahora estaban muertos. A Mitrídates le habían cortado un brazo a la altura del hombro; los demás habían sido segados como si fueran hierba seca.
– Mi señor.
El oficial se inclinó para sacudir a Memnón. El general salió de su ensimismamiento y miró a su subordinado. Los persas que habían resistido unos minutos más al avance de los macedonios eran aniquilados. El olor de la sangre impregnaba todo. Los gritos de ayuda y los alaridos de los moribundos sonaban por doquier. Memnón dejó que su oficial guiara su caballo de la brida. Era muy consciente de lo que pasaría a continuación. El movimiento de pinzas de los macedonios los rodearía en un círculo de hierro que se iría estrechando y luego comenzaría la matanza.
– ¡He de ver a Omerta! -gritó Memnón.
Cruzaron el campo de batalla a todo galope. La falange mercenaria continuaba formada, con los escudos dispuestos como un muro de hierro por los cuatro costados y las lanzas bajadas, sin hacer el menor caso de la desbandada de los jinetes persas. Memnón se desesperó al verse impotente; sus hombres estaban atrapados. Si escapaban, la caballería macedonia los alcanzaría rápidamente y matarían a todos.
– ¡La única oportunidad que tienen es mantenerse firmes y negociar la rendición! -afirmó el oficial empujando el caballo de su comandante con el suyo-. ¡Mi señor, si te capturan te crucificarán!
Memnón contempló el campo de batalla sin hacer caso de los persas que escapaban. Los mercenarios griegos, formados en un largo rectángulo erizado de lanzas, esperaban acontecimientos. Su oficial tenía razón. Eran mercenarios, combatían por una paga. Negociarían la rendición. Alejandro los acogería en su ejército y permitiría que aquellos que se negaran a entregar las armas prestaran juramento de que nunca más lucharían contra él y marcharan en libertad.
El rodio y sus oficiales se unieron a la retirada. Mientras cabalgaba, Memnón comenzó a pensar con más claridad y la frustración y la cólera fueron reemplazadas por el deseo de venganza. Arsites había caído en la trampa. Sospechaba que aquel físico con cara de tonto, el tal Cleón, había tenido mucho que ver en todo esto. El macedonio le había suministrado información falsa al sátrapa de Frigia y a sus comandantes. Alejandro había hecho exactamente lo opuesto a lo que habían esperado: había marchado al este y no al sur, y había buscado una batalla cuanto antes, al tiempo que había hecho creer que su ejército estaba confuso y desmoralizado.
Llegaron a la caravana de abastecimientos persa. Memnón, como un hombre poseído por los demonios, fue de carro en carro con la espada en la mano en busca de Cleón, pero todos los seguidores del campamento habían escapado. Vio a Arsites y a su séquito junto a uno de los carros. Otro estruendoso griterío llegó desde el campo de batalla. Miró en aquella dirección. Comprendió lo que acababa de ocurrir. Las huestes macedonias habían coronado la ribera. La derrota persa era total. La furia dominó otra vez al rodio. Galopó hacia donde Arsites se despojaba rápidamente de sus atavíos de guerra al tiempo que llamaba para que le trajeran caballos frescos. Memnón desmontó. Se le unieron griegos que habían sobrevivido a la batalla. Algunos de ellos estaban irreconocibles, cubiertos de sangre de pies a cabeza. El sátrapa parecía un cervatillo asustado. El rodio se le acercó.
– ¡Estúpido bastardo! ¡No sólo te han derrotado, sino que te has dejado engañar! ¿Dónde está Cleón? -preguntó sujetando por el hombro al persa, que intentaba apartarse sin lograrlo.
– ¡Soy el representante del Rey de Reyes!
– ¡Tú no eres nada! -gritó Memnón atravesándole el estómago con la espada y revolviéndole el arma en la herida con ferocidad.
El séquito de Arsites se apartó. Nadie abrió la boca ni levantó una mano para protestar. Memnón continuó girando la espada de un lado a otro hasta que la vida se extinguió en los ojos del persa. Sólo entonces retiró la espada. El cadáver cayó al suelo y el rodio lo apartó de un puntapié. Montó en su caballo.
– ¡El día se ha acabado! -gritó-. ¡Rezad a los dioses para que haya otro!
La oscuridad se cernía rápidamente sobre el campo de batalla. El ejército persa había escapado. Alejandro se había hecho con otro caballo. Pálido y un tanto mareado, aceptó la ovación que le dedicaron sus compañeros y oficiales. Telamón, distraído, miró a la impresionante falange de mercenarios griegos que mantenían la formación a la espera de acontecimientos. Estaban completamente rodeados: los hombres de la falange macedonia al frente, los escuderos en los flancos, la caballería a la retaguardia. Por todas partes se escuchaban los gritos y las súplicas de los heridos y los moribundos. Algunos soldados de la caballería ligera ya habían comenzado a despojar a los muertos de sus pertenencias.
Alejandro se adelantó. Parecía haberse olvidado de los vítores y montaba con el cuerpo laso, mirando con los ojos hundidos a la tropa de Memnón.
– ¡Alejandro de Macedonia! -gritó una voz clara y firme desde las filas mercenarias-. ¡Alejandro de Macedonia! ¡Pedimos condiciones!
El monarca levantó una mano para llamar a un corneta, al que susurró unas órdenes al oído. El hombre se llevó la corneta a los labios y tocó una nota aguda.
– ¡Escuchadme! -gritó el corneta-. ¿Quién está al mando?
– ¡Omerta!
– ¡Omerta de Tebas! -murmuró Alejandro.
El corneta repitió la pregunta.
– ¡Omerta de Tebas, macedonio!
– ¿Dónde está Memnón? -preguntó el corneta,
– ¡Muerto o prófugo! ¿Cuáles son los términos que ofrecéis?
– ¡Ninguno! -respondió el corneta-. ¡Rendición incondicional!
Se escuchó la sonora protesta de las filas mercenarias.
Ptolomeo se acercó al rey.
– ¡Mi señor, han pedido condiciones!
– ¡Dadles mi respuesta! -replicó Alejandro con un tono que no admitía discusión, al tiempo que volvía la cabeza para que la brisa le refrescara el rostro.
– ¡Sois griegos que lucháis contra los griegos, en abierto desafío a las leyes griegas! -gritó el corneta-. ¡Deponed las armas!
– Molen labe! -contestó una voz, con la misma respuesta que habían dado los espartanos cuando el rey de Persa les exigió la sumisión-. ¡Venid a buscarlas!
Alejandro dio la señal. Se escuchó un toque de corneta que fue repetido por las demás. Telamón observó, con la boca seca, cómo avanzaba la falange macedonia con las sarisas en posición. El propio Alejandro dirigió la carga de caballería contra las filas enemigas. Los macedonios acortaron distancias y comenzó la masacre.
Telamón, paralizado por el miedo, permaneció sentado en su caballo mientras, una vez más, en el frío aire del ocaso resonaban el estrépito del combate y los espantosos ayes de los hombres que morían. Las filas de mercenarios griegos iban cayendo poco a poco.
– Ya he visto suficiente -susurró Telamón dando media vuelta y regresando al río.
Las consecuencias de la batalla se veían por todas partes. En algunos lugares, los muertos se apilaban, mezclados los persas con los macedonios. La sangre formaba charcos. En el fango aparecían dispersos una multitud de miembros amputados. Una cabeza, con los ojos abiertos y la lengua sujeta entre los dientes, estaba enganchada como una pelota entre las ramas de un arbusto. Los caballos heridos se revolcaban en el fango, en un intento inútil por levantarse. Los heridos que aún podían caminar se alejaban tambaleantes, cubiertos de sangre de pies a cabeza. Un persa estaba sentado con la espalda apoyada en el tronco de un árbol; tenía abierto el tronco desde el cuello hasta las ingles, con todas las vísceras fuera. Sin embargo, sus ojos todavía parpadeaban y movía los labios; un extraño sonido como un gorgoteo salía del fondo de su garganta. Un arquero cretense en busca de botín se acercó, degolló al moribundo y comenzó a robarle todo lo que tenía, sin preocuparse en lo más mínimo de la presencia de Telamón. Aquí y allá se veían puntos de luz en movimiento; eran las antorchas que llevaban los soldados que recorrían el campo de batalla en busca de los compañeros caídos o sencillamente dedicados al pillaje. Los mercenarios de Alejandro se entregaban a su sangriento negocio. Habían comenzado el traslado de los heridos griegos; los curanderos y los seguidores del ejército se ocupaban de ellos. En cambio, a los heridos persas sólo les quedaba esperar que los remataran de una puñalada misericordiosa.
Telamón escuchó un grito que procedía de un grupo de arbustos en lo alto de la ribera. Desmontó y caminó hacia el lugar con el caballo sujeto de las riendas. Un grupo de jinetes tesalios había capturado a un joven persa; lo habían desnudado y ahora lo tenían boca abajo en el suelo, con las piernas separadas, dispuestos a sodomizarlo y a cometer otras muchas obscenidades. El persa se resistía mientras uno de los tesalios se arrodillaba delante de su rostro, con la falda levantada y el pene erecto.
– ¡Alto! -gritó.
Los tesalios se levantaron de un salto y desenvainaron las espadas.
– ¡Soy Telamón! ¡Físico de Alejandro! -exclamó mostrando el sello real.
Los tesalios se alejaron. El persa se levantó. Era un adolescente que no podía tener más de dieciséis veranos. El físico cogió una capa y se la arrojó.
– ¡Vístete! -le ordenó señalando el caballo-. ¡Monta mi caballo y escapa de este lugar abominable!
No esperó la respuesta del muchacho. Se alejó otra vez hacia el río y bajó el talud. Se encontró con un grupo de escuderos. Le pidieron ayuda. Telamón se ocupó de limpiar y vendar las heridas, pero estaba tan agotado que ni siquiera le quedaban fuerzas para hacer un nudo. Uno de los escuderos lo cogió de un brazo y le ayudó a vadear la corriente. Llegó a la otra orilla y vio las luces de las antorchas. A su alrededor se reunió una multitud; un coro de voces le hizo mil y una preguntas. Casandra, con el rostro pálido y ojeroso, le ofreció un vaso de vino. Cogió a Telamón de una mano y le hizo beber hasta la última gota. Se dejó llevar en medio de la oscuridad hasta un carro, se tumbó en el suelo debajo del carro y se quedó dormido con Casandra a su lado.
Los puntapiés que le propinaba un soldado despertaron a Telamón. Entonces escuchó las airadas protestas de Casandra, a las que el hombre respondía con gestos obscenos.
– ¡Está bien! ¡Está bien! -protestaba Telamón saliendo de debajo del carro.
Miró al cielo y se dio cuenta de que la mañana estaba muy avanzada. Reinaba una gran actividad en el campamento de las caravanas. Se llevaban a los prisioneros fuertemente custodiados. Una cadena de hombres trasladaba de mano en mano a través del río los bultos con el botín cogido a los persas. Otros transportaban en unas improvisadas camillas a los macedonios heridos hasta un bosquecillo donde se había instalado un hospital de campaña.
– ¿Necesitas ayuda? -murmuró el físico.
El soldado, borracho y sin afeitar, con las manos cubiertas de sangre hasta las muñecas, sacudió la cabeza.
– ¡Por favor, señor, di a tu ramera pelirroja que se calle! ¡El rey quiere verte!
Calló al oír un griterío donde destacaban los insultos y burlas. Una larga columna de hombres, sólo vestidos con los taparrabos y encadenados los unos a los otros por las muñecas y los tobillos, avanzaba desde el río. A cada lado caminaban los escuderos, que trataban a los prisioneros con gran brutalidad. Desfilaron junto a los carros: una larga columna de seres reducidos a una condición abyecta, sucios de barro y sangre.
– ¡Pobres diablos! -murmuró el soldado-. ¡Son todos los que quedan de los mercenarios de Memnón!
– ¿A cuántos mataron? -preguntó Telamón.
– A unos tres mil; los demás se rindieron. Los envían a las minas de plata de Macedonia.
La noticia de la llegada de los mercenarios prisioneros corrió por todo el campamento. Soldados y civiles se amontonaban para verlos pasar. Hubo muchos que comenzaron a tirarles piedras mientras los insultaban a voz en cuello.
– Hay tebanos entre ellos -observó Casandra-. Me quedé aquí noche y día para vigilar nuestras pertenencias -añadió mirando a Telamón-. Por aquí hay más ladrones que moscas y la mayoría de ellos son macedonios.
El soldado se adelantó con una expresión amenazadora en el rostro.
– Ahora veré al rey -dijo Telamón apresuradamente.
Habían instalado el pabellón de Alejandro muy cerca del lugar donde el día anterior había estado Parmenio con el ala izquierda del ejército. El rey estaba sentado en un taburete fuera del pabellón. No había dormido y mostraba un rostro pálido y sin afeitar. Iba vestido con la túnica que había llevado debajo de la armadura durante la batalla. Manchas de sangre seca salpicaban los brazos y las piernas y un vendaje improvisado cubría la herida en la cabeza. Los escribas estaban sentados en el suelo formando un semicírculo. Alejandro vigilaba atentamente a los soldados que apilaban las valiosas armaduras persas recogidas en el escenario de los combates.
– ¡Quiero que envíen nueve de éstos a Atenas! -ordenó Alejandro a voz en cuello-. Con el siguiente mensaje: «Alejandro, hijo de Filipo y los griegos, a Atenas y a todas las ciudades de Grecia excepto Esparta…» -El resto del mensaje era breve y muy claro y consistía en la descripción de una aplastante victoria. Telamón vio detrás de Alejandro a un grupo de comandantes sentados alrededor de una mesa en el interior de la tienda, acompañados por unos cuantos escribas muy atareados en el estudio de los mapas de campaña. El rey dictó más cartas. Hablaba deprisa, impartía órdenes y escuchaba los informes. Luego se volvió para mirar al físico con una mano por encima de los ojos a modo de visera para protegerlos del resplandor del sol.
– Una gran victoria, ¿eh, Telamón? Los dioses han dado a conocer su voluntad. ¿Has visto a Cleón? -preguntó dejando de sonreír.
Telamón sacudió la cabeza.
– Probablemente escapó lo más lejos que pudo -comentó Alejandro con un tono seco- y ahora se dirige hacia aquí sin prisas. Tú y yo tenemos asuntos pendientes, ¿no es así? ¡Se tiene que revelar la verdad! ¡Hazlo rápido! -ordenó agitando la mano-. En secreto. Después, házmelo saber. Ah, no te llevarás a la pelirroja contigo -le comunicó haciéndole venir a su lado con un ademán-. Un grupo de lanceros se encargará de llevarte sano y salvo hasta Troya.
Fingió una expresión de inocencia al ver el desconsuelo que se reflejaba en el rostro de Telamón.
– ¿Qué pasa, físico?
– ¡Troya! -protestó Telamón enfadado-. ¿Tengo que regresar a Troya precisamente ahora?
– Tal como predicaría nuestro gran y amado maestro Aristóteles -replicó Alejandro en voz baja-, hay que ser lógico en todas las cosas. Tú sabes quién es Naihpat, ¿no es verdad, Telamón? ¿Conoces la verdadera identidad del criminal y cómo se cometieron los asesinatos, la traición?
Telamón sintió que le faltaban las piernas y se sentó en un taburete sin esperar la invitación.
– ¡Lo has sospechado desde el primer momento! -susurró Telamón-. Nos has hecho interpretar una farsa. Ahora tenemos a Alejandro el general victorioso, el astuto político. ¿Qué personaje desempeñabas cuando estuvimos acampados en Sestos?
El rey puso los ojos en blanco.
– E… e… el de un soldado un tanto confuso, sin ninguna experiencia.
– ¡Mucho más que eso! -replicó Telamón-. ¡Todas aquellas pamplinas de ofrecer sacrificios a este dios y a aquel otro! Preocupado por la ruta que seguirías; los mapas, los guías, las celebraciones en Troya…
Todo aquello sólo fueron añagazas. Ya tenías planeado todo lo que iba a pasar, dónde irías y cómo conseguir tus sueños. ¡Todo era un puro juego! Me engañaste a mí; engañaste a todos. Durante estos últimos días, llegué a mi conclusión a través de la lógica, la reflexión y las pruebas. ¡Tú, en cambio, lo sabías desde el principio!
– Por supuesto que sí -respondió Alejandro con una sonora risa-. No, miento. No lo sabía, pero lo sospechaba. Necesitaba engañar a todo el mundo. ¿Recuerdas cuando nos batimos contra Droxenius? Lo derroté, no porque fuéramos más fuertes o más hábiles en el manejo de las espadas, sino a través del engaño. Lo mismo se aplica a este caso. Engañé a Arsites y a sus comandantes. Ahora el juego se ha acabado. Es hora de dejarlo todo limpio, de barrer la porquería, de desenmascarar al traidor.
– ¿Cómo sabes que estoy preparado para hacerlo?
– Oh, Telamón, es posible que tú me estudies, pero no te quepa duda de que yo lo haga contigo. Me fijé en tu rostro durante nuestra marcha hacia el Gránico, en lo ensimismado que estabas. Ahora es el momento…
– ¿De aplicar la justicia del rey?
– Precisamente -respondió Alejandro despidiéndole con un gesto-. Nos veremos esta noche, ¿verdad? ¿O quizá mañana? Me contarás todo lo que ocurra.
Ya era de noche cuando Telamón llegó a Troya. La guarnición que Alejandro había dejado para vigilar las ruinas y el pueblo estaba ansiosa de noticias. Rodearon al físico y lo acribillaron a preguntas. Telamón no les hizo caso. Se sentía tan cansado como inquieto. Lamentó no haber traído con él a Casandra, o al menos tener la oportunidad de despedirse, pero el oficial al mando de los lanceros tenía órdenes estrictas.
«Debo llevarte directamente a Troya, señor. Protegerte y traerte de regreso», le había comunicado el oficial.
La multitud se dispersó. El oficial llevó a Telamón por las serpenteantes calles hasta el patio ante el templo de Atenea. El portero que dormía en la escalinata se despertó bruscamente. Unos minutos más tarde, acompañó al físico hasta la pequeña habitación al fondo del templo donde Antígona se encontraba trabajando. Estaba sentada ante la mesa, donde había cuatro lámparas encendidas; otras iluminaban la estancia desde los nichos construidos en las paredes. La sacerdotisa leía con mucha atención un pergamino, con un estilo en la mano y un pequeño tintero a un lado. Apenas se molestó en mirar a Telamón cuando entró. Con un gesto distraído, se rascó la mejilla con el cabo del estilo.
– ¿Has venido solo, físico?
– Hay una escolta que me espera en el exterior.
Antígona apoyó la espalda en la pared. La cabellera suelta le caía sobre los hombros y enmarcaba su hermoso rostro.
– ¡Cierra la puerta, Telamón! ¡Echa los cerrojos y pon la tranca!
– ¿Me esperabas?
– Desde hace años -replicó la mujer-. He estado esperando tu llegada, o la de alguien como tú, desde hace más años de los que quiero recordar.
Antígona se levantó para acercarse a un estante y coger una copa. La llenó de vino y la llevó donde estaba Telamón, que, después de cerrar la puerta con los cerrojos y la tranca, se había sentado en un banco de piedra que recorría toda la pared. El físico rechazó la copa. Antígona sonrió. Bebió un buen trago y a continuación se la entregó para que la sostuviera.
– Has viajado desde muy lejos. Traes noticias de la gran victoria de Alejandro. Ya estoy enterada. Arsites fue muy torpe. El macedonio ha conseguido lo que deseaba. ¡Ha venido para abrasar a los persas con el fuego divino! ¡Todo esto se convertirá en un infierno! -exclamó regresando a su silla y apartando el pergamino-. El templo es lo único que cuenta. Tienes noticias más urgentes, ¿no es verdad, Telamón?
– Naihpat.
Antígona sonrió.
– Olvidé cosas que había aprendido -confesó Telamón-. En cambio, tú eres sacerdotisa de Atenea. Tú lo sabes todo al respecto. En una historia, Atenea adopta la forma humana, la de un rey llamado Taphian. Si le das la vuelta al nombre, un juego infantil muy popular, tienes Naihpat.
– ¿Es tuya la deducción?
– No, es de Hércules, el enano de Aristandro. Era un juego que le encantaba. No dejaba de invertir los nombres de las personas. Hizo lo mismo con Naihpat y se encontró con Taphian. ¿Qué pasó después? ¿Vino a verte y te lo preguntó? ¿Qué hiciste tú, Antígona, Naihpat, Taphian? ¿Lo sedujiste para llevarlo a uno de aquellos bosquecillos aislados en las llanuras de Sestos? ¿Un rápido golpe en la cabeza seguido de un entierro en un pantano?
– ¿Si lo hubiese hecho, su cuerpo no hubiese reaparecido en la superficie?
– No si lastraron el cuerpo con piedras. Estoy seguro de que yace en el fondo de una de aquellas ciénagas, con piedras en los bolsillos y atadas al cuerpo. ¡Yacerá y se pudrirá allí durante años! Las preguntas del enano, su infinita curiosidad, silenciadas de una vez para siempre… ¿Quién lo mató? ¿Tú o Selena? ¿Quizá fue Aspasia? Aquel día, Hércules rondaba por el campamento; tú tienes que haberlo seguido, o mandaste que lo siguieran.
– ¿Te ha enviado Alejandro?
– Él lo sospecha.
Antígona se volvió en la silla para mirarle a la cara y bebió con elegancia un trago de vino.
– Es una historia muy curiosa. Son muy pocas las personas que conocen el nombre de Taphian o la leyenda ligada a él. Tienes razón, Hércules era un mono parlanchín. Vino a preguntarme si yo sabía quién era Taphian. Lo mandé con viento fresco; le respondí que nunca había escuchado ese nombre.
– Por supuesto. Si Hércules alguna vez se enterase de la leyenda, se habría preguntado cómo era que una sacerdotisa de Atenea no había reconocido el nombre.
– ¡Muy bien!
– ¿Cómo empezó todo? -preguntó Telamón.
– Yo era una parienta lejana de la casa real de Macedonia, aunque nací en Atenas y me crié como tal. Mi padre trabajaba en el teatro.
– ¿Dónde leíste las obras de Eurípides?
– Ah, sí-respondió sonriendo-. ¡Las citas! Entré al servicio de Atenea en un templo cercano a Corinto. Allí fue donde conocí a Filipo. Tenía el aspecto de un macho cabrío. ¡Desde luego, olía como si lo fuera! -exclamó soltando una carcajada-. También era igual de libidinoso. Sin embargo, me enamoré de él enloquecidamente. Él me mintió, por supuesto. Dijo que estaba cansado de Olimpia. Quería que viniera a Troya para convertirme en sacerdotisa de este templo, lo bastante lejos de Pella como para disfrutar de sus placeres sin problemas. Añadió que tenía un trabajo para mí, que podría venir a visitarme mientras planeaba la conquista de Persia. Troya sería su nuevo hogar. Yo sería su esposa. Todo era mentira, por supuesto -lamentó mientras las lágrimas acudían a sus ojos-. Yo le amaba de verdad. Vine a Troya. Para todos, la virginal sacerdotisa de Atenea; en verdad, la amante de Filipo de Macedonia, o una de sus muchas queridas. Una vez aquí, me di cuenta de los verdaderos propósitos de Filipo. Troya está muy cerca del Helesponto, la encrucijada entre Grecia y Asia.
– ¿Te convertiste en su espía?
– Me convertí en su espía. La pasión de Filipo comenzó a menguar. La mía se hizo todavía más fuerte, pero la dura realidad también resultaba cada vez más clara: las visitas resultaban cada vez más espaciadas y dejaron de llegar cartas, aunque siempre insistía en que le enviara noticias. Entonces una mañana, un joven con la mirada extraviada, medio loco, se presentó en el templo.
– ¿Pausanias, el asesino de Filipo?
– Sí. Tendría que haber borrado su nombre de la lista de visitantes, pero eso hubiera despertado sospechas -apuntó Antígona echando una ojeada a la pequeña habitación-. Hubiese estado dispuesta a quedarme encerrada aquí, en un lugar como éste, durante un millón de años mientras Filipo me amara. Pausanias estaba loco de remate. Me lo contó todo, y no sólo lo referente a la lascivia de Filipo -precisó volviendo a reír con una risa aguda-. Eso era algo que sabía todo el mundo. Has de saber que Pausanias también había visitado a la madre de Alejandro -apuntó antes de hacer una pausa-. Olimpia dio rienda suelta a toda su bilis. Hizo una lista de las conquistas de Filipo: mi nombre figuraba en primer lugar y, por ser la más reciente, fui el objeto de su desprecio. Informó a Pausanias de cómo Filipo se había vanagloriado de sus amoríos conmigo. También envenenó la mente de Pausanias contra Filipo y le reveló un secreto: Filipo iba a divorciarse de ella para casarse con alguna otra.
Antígona sujetó la copa contra su pecho: sus bellos ojos miraban a lo lejos. Telamón sospechó que la mujer había repetido esta misma historia para sus adentros infinidad de veces, hasta que se la había aprendido de memoria.
– Entonces comprendí que no sólo había sido seducida sino también engañada.
– ¿Animaste a Pausanias para que asesinara a Filipo?
– No, no. Fue Olimpia quien encendió el fuego -aclaró Antígona desviando la mirada-. Pero, los dioses me perdonen, fui yo quien avivó las llamas: un momento de odio que después lamenté. También decidí volver el juego en contra de Filipo. Todo el mundo viene a Troya. El rey de reyes, Darío, tiene a un hombre muy cerca de su mano derecha.
– ¿Quién? -preguntó Telamón, llevado por la curiosidad.
– Darío lo llama Mitra y lo mantiene bien oculto. Le escribí a Darío para ofrecerle compartir secretos. Le di el nombre de Naihpat y dije que me encontraría en Troya. Luego me senté a esperar. A su debido tiempo, bueno, ya te puedes imaginar lo que pasó. Apareció Mitra, disfrazado como un mercader. Preguntó en el mercado. Los vendedores, por supuesto, lo enviaron al templo. ¿Sabía yo quién era Naihpat? Me prometió protección, talentos de oro y, cuando lo deseara, un lugar de honor en la corte persa. Pero, mientras tanto -continuó apartándose un mechón de pelo que le caía sobre el rostro-, estaría a su servicio y al de su amo. Sólo ellos dos conocerían mi existencia. A cambio, le prometí que le daría toda la información posible sobre el rey Filipo, la corte macedonia y, sobre todo, la proyectada invasión a Asia. En cuanto Filipo envió a Parmenio con la orden de establecer una cabeza de puente, mi utilidad aumentó proporcionalmente. Los macedonios venían a visitarme con frecuencia. Yo, como era de recibo, visitaba su campamento. Me trataban con la consideración debida a una pariente de Filipo, una sacerdotisa de Atenea, una griega. Me dieron su confianza y me revelaron secretos.
– ¿Todo eso se lo comunicaste a Mitra?
– ¡Por supuesto!
– ¿Cómo lo hacías? ¿Por carta?
– Algunas veces. Otras, él venía a visitarme.
– ¿Cómo es posible? -preguntó Telamón-. Parmenio tenía sus espías. Sin duda el templo estaba vigilado.
– Troya es una ciudad muy antigua. Hay un pasadizo subterráneo que sale del templo y se comunica con las cuevas que están mucho más allá de los muros de la ciudad.
Telamón entrecerró los párpados.
– Enseñé a Mitra las entradas. El pasadizo, muy antiguo y construido en la roca viva, es un camino seguro. Podía ir y venir a su antojo. Siempre se mostraba complacido con la información suministrada. Las intenciones de Filipo, las intrigas en la corte macedonia, el número y la preparación de las tropas, los movimientos y los suministros -manifestó encogiéndose de hombros-. Por encima de todo lo demás, las intrigas de Olimpia contra su marido, el asesinato de Filipo y mi valoración de Alejandro.
– ¿Qué me dices de las doncellas tesalias? -preguntó el físico-. Las ofrendas al espíritu de Casandra.
– Una de las ideas más extravagantes y locas de Filipo. Quería que fundara un colegio de sacerdotisas y las utilizara como espías.
– Claro que, a ti, eso no te interesaba en lo más mínimo, ¿no es así?
– Tuve suerte. Selena y Aspasia fueron las primeras en llegar. No sabía qué hacer. Se amaban con locura. Eran lo que tú llamarías elegantemente «seguidoras de Safo de Lesbos» -aclaró echándose a reír-. Ambas se enamoraron de mí. Fue un amor a primera vista. Pronto me las hice mías. Estaban más que dispuestas. Hacían todo lo que yo les pedía, y les advertí del peligro que significaba que otras se nos unieran. Al segundo año, no vino nadie, pero, al año siguiente, vinieron dos…
– ¿Y este año?
– Las estábamos esperando. Delante de las cuevas, en aquel camino solitario que conduce a Troya. La leyenda dice que las doncellas deben hacer el trayecto solas.
– ¿No tuviste reparos?
– Al principio, sí. Pero, después del primer asesinato, ninguno. Teníamos que matarlas o seríamos traicionadas. Las invitamos a entrar en la cueva. La apariencia de Selena y Aspasia las engañaron. Eran dos asesinas natas. Matamos a las doncellas. Encontrarás sus cuerpos enterrados en el túnel. Hay una fosa un poco más allá de la entrada.
– Sin embargo, este año, una de ellas escapó, ¿no es así?
– Sí. Alejandro continuó con la costumbre. Una vez más las cien familias locrenses eligieron dos doncellas para enviarlas a nuestro templo. Naturalmente, estábamos avisadas. Les salimos al paso, sólo que esta vez, por pura casualidad, una consiguió escapar. El resto ya lo sabes. La encontraron y la trajeron al templo. Si algo le ocurría aquí, se habrían despertado las sospechas. La verdad es que la muchacha estaba confusa, desorientada.
– Supongo que el uso de vino drogado hizo que la confusión fuera todavía mayor.
– Efectivamente -admitió Antígona-. Aspasia y Selena querían matarla sin más, pero, tal como he dicho, había que evitar cualquier sospecha. Al mismo tiempo, Alejandro hacía notar cada vez más su presencia. Había masacrado a los tebanos, se había autoproclamado capitán general de Grecia y mantenía una comunicación regular con Parmenio y conmigo. Achacó la falta de éxito de Parmenio al escaso conocimiento del terreno. Me dijo que estaba reuniendo su ejército en Sestos y me indicó que contratara guías que conocieran bien la costa occidental de Asia. Dijo que necesitaba a alguien que supiera confeccionar mapas; me ordenó que los reuniera y los llevara a su campamento en Sestos. Me equivoqué al juzgar a Alejandro, ¿verdad? -advirtió haciendo girar el vino en la copa y sonriendo-. Supongo que todos se equivocaron. Tiene más caras que un dado. Un hombre de máscaras. Me escribió a menudo, siempre interpretando el personaje del rey joven e inexperto. Ansioso por iniciar la invasión de Asia, pero asustado por los problemas prácticos y la manera de asegurarse el favor de los dioses.
– Así que fuiste a Sestos. Te llevaste contigo a la doncella, junto con Critias y los demás.
– Sí. Había hablado con Mitra. Me dijo que hiciera todo lo posible por confundir a Alejandro, propagar la inquietud y poner las cosas difíciles. Una de las cosas con las que no había contado -su rostro mostró una expresión desagradable- fue con aquella estúpida muchacha tesalia. Alejandro me ordenó llevarla conmigo; de lo contrario, la hubiese dejado en Troya. Selena y Aspasia estaban muy inquietas -apuntó volviendo a llenar la copa de vino y sonriendo a Telamón-. No estuve de acuerdo con ellas hasta que te conocí. Me dije: «Aquí tenemos a un físico que sumirá a esta muchacha en un sueño profunda, calmará sus humores, tranquilizará su mente, aplacará su alma y despertará recuerdos» -Antígona hizo una pausa-. Incluso en su confusión, desconfiaba de mí. ¿Sospechabas que la había matado?
– No hasta más tarde, cuando reuní más pruebas. Recordé aquella noche en tu tienda -advirtió señalando la copa de vino que no había tocado-. Había tazas y copas en un pequeño cofre. Sin embargo, tú fuiste a buscar una copa al fondo de la tienda y la llenaste con el vino.
La sonrisa de Antígona se ensanchó. -Sin embargo, tú y yo bebimos de la copa.
– Así es, y quizás otros la tocaron. Era un copa envenenada. Me han hablado y he visto esa clase de copas; tienen un falso fondo, un pequeño disco que se puede abrir y cerrar con un mecanismo secreto, cosa que permite que cualquier polvo colocado debajo se mezcle con la bebida. Eso fue lo que hiciste antes de que bebiera la doncella. Nunca pensé que la respuesta pudiese estar en la propia copa. -Telamón cogió su copa y derramó el vino en el suelo de piedra negra-. En realidad, tú tienes dos copas, ¿no es así? Ambas idénticas. La envenenada, la escondiste o la tiraste. La segunda, sin el mecanismo, fue la que ofreciste para que la inspeccionáramos.
– ¡Muy agudo!
– No es verdad -replicó Telamón haciendo una mueca intentando vencer el profundo cansancio que le dominaba-. Más que nada, una cuestión de pura lógica y sentido común: no se me ocurrió hasta mucho después.
Telamón apoyó la cabeza en la pared. La joven mujer sentada con tanta elegancia delante suyo se había transformado en una asesina por la fuerza de una pasión que se había convertido en odio. Se maravilló para sus adentros ante el caos y la destrucción causados por Filipo, Olimpia y Alejandro.
– El asesinato de los guías -añadió el físico- fue algo relativamente sencillo. El primero murió al borde del acantilado. Probablemente sentía nostalgia de su tierra. Se encontró con Selena o Aspasia. La que fuese de las dos atacó en el acto, rápida como una serpiente. Tendrían que haber encontrado el cadáver en la cima, pero supongo que en la agonía resbaló y fue a estrellarse contra las piedras. ¿Quién podía sospechar de una de tus muchachas con su rostro angelical?
– ¿Qué me dices del segundo guía?
– Pues lo mismo. Él y los demás estaban comiendo a cuatro carrillos y emborrachándose alrededor de la hoguera. Tú estabas ocupada conmigo en el pabellón de Alejandro. Selena y Aspasia seguramente no tuvieron problemas para escabullirse. Lo hizo una de las dos.
– ¿Cómo? -le provocó Antígona.
– ¿Tu curiosidad es cierta? -replicó Telamón.
– ¡Los centinelas afirmaron que ambas estaban dormidas!
– ¡Ah! Ahora llegamos al tema de las tiendas -apuntó Telamón antes de hacer una pausa-. No hacía ni un par de horas que había llegado al campamento de Alejandro cuando me enteré de que mi tienda se había incendiado. Las tiendas no son nada baratas; las cubiertas de cuero, las cuerdas y las estructuras valen dinero. Tú, o una de tus ayudantes, originó aquel incendio. En la confusión, tú robaste nueve o diez trozos del cordel que se utiliza para sujetar los trozos de cuero a los postes. Necesitabas conseguirlos allí porque, como en cualquier otro ejército, los furrieles guardan celosamente el material que administran. Necesitabas un cordel del mismo color y textura que los empleados en las otras tiendas del campamento. Para montar una tienda, hay que ser muy hábil y experto. Cuando se colocan las piezas de cuero sobre la estructura, hay que atarlas de una cierta manera para mantenerlas tensas y, por supuesto, evitar que vuelen.
Antígona se mordía el labio inferior al tiempo que lo miraba con una expresión sardónica.
– Tú, Selena o Aspasia robasteis los trozos de cordel, pegasteis fuego a mi tienda para ocultar vuestro robo y, a continuación, comenzasteis vuestra campaña. No sé exactamente lo que sucedió la noche que asesinaron al primer guía, pero tuvo que ser un trabajo sencillo. Nadie vigilaba. Después del asesinato, tuvisteis que ir con más cuidado. Fuiste al pabellón de Alejandro mientras Selena y Aspasia simulaban estar dormidas. Tenían bajada la tela de entrada de la tienda y el centinela se cuidó mucho de que no le acusaran de espiar a las doncellas del templo. Una de tus ayudantes se levantó, se calzó las sandalias y se vistió con la capa y la capucha. Cortó el cordel que unía dos pies al poste y se escabulló al amparo de la oscuridad. La otra se quedó de guardia. Utilizó el cordel robado para sujetar las dos piezas sueltas. Los guías continuaban bebiendo y compartiendo sus cuitas alrededor de la hoguera. Uno de ellos se apartó para hacer sus necesidades. Tu cómplice lo siguió. El hombre estaba borracho: de pie en la oscuridad, atontado y medio dormido de tanto vino, apenas se aguantaba. Selena, o Aspasia, no perdió la oportunidad y actuó rápida y silenciosa como una sombra fugaz en la noche. La daga celta le llegó al corazón y la muerte fue instantánea. La asesina dejó el mensaje y se coló entre los centinelas para regresar al campamento. Las calles entre las tiendas son oscuras. ¿Quién se iba a fijar? ¿A quién le importaría? Regresó a la tienda, aflojó el cordel que había colocado la otra, se deslizó por el agujero y lo ató con un nudo idéntico. Sospecho que fue Aspasia, ya que parecía la más fuerte de las dos -sugirió antes de hacer una pausa al escuchar un sonido que venía del interior del templo.
– No es más que el portero -precisó Antígona sonriendo-. No tendrás miedo, ¿verdad Telamón? No llevo armas. Tu vino no contenía ni una gota de veneno y los hombres del macedonio no están muy lejos. ¿Por qué sospechaste de Aspasia?
– Fui a visitarte a su tienda después de su muerte. Tenía empaquetadas sus pertenencias. Me fijé que había utilizado el mismo nudo que se utiliza en los cordeles de las tiendas. Me pareció una extraña coincidencia: es de una clase muy particular, con una doble vuelta muy apretada, y resulta muy difícil de deshacer. Por lo común, tienes que utilizar un cuchillo. Estoy seguro de que las tres estudiasteis a fondo el arte de hacer nudos.
– ¿Qué me dices de Critias?
– Una vez más, tu asesino se escabulló en la noche. Cortó el cordel de la tienda de Critias y entró. El dibujante de mapas estaba cansado, borracho; es probable que a esa hora siempre lo estuviese. Después de todo, tú le contrataste -apuntó extendiendo las manos-. Conocías sus costumbres. Fue sencillo cortarle la garganta, clavarle la daga entre las costillas y marcharse de la tienda. Una vez en el exterior, Aspasia, si era ella, se arrodilló. Seguramente sólo había cortado dos o tres trozos de cordel para entrar; los reemplazó y luego se fue tan silenciosamente como había venido. Para todos, la muerte de Critias, aparentemente, había sido causado por alguna fuerza malévola o la furia de los dioses.
– ¿Cómo explicas la destrucción de los mapas?
El físico sonrió.
– Un detalle muy astuto. Aspasia llevó con ella un pequeño cofre lleno de ceniza que era idéntico al de Critias. No tuvo más que reemplazar uno por otro.
– ¿Cómo sabes que era idéntico?
– Porque vi que los vendían en uno de los tenderetes del mercado que está aquí mismo, delante del templo. Compraste dos y le diste uno a Critias para que guardara sus mapas.
Antígona se dio unos golpecitos en los labios con las puntas de los dedos. Miraba un punto por encima de la cabeza de Telamón.
– ¿Alejandro está enterado de todo esto?
– Se enterará. Las cosas comenzaron a ir mal, ¿no es así? Aspasia era la verdadera asesina. Ágil y letal con una daga. Siguió a Hércules cuando salió del campamento y lo mató. Un rápido golpe en la cabeza. Lo cargó con piedras y lo arrojó a la ciénaga para que muriera ahogado. Regresó allí una mañana…
– ¿Por qué?
– Tenía que deshacerse del pequeño cofre de Critias. Lo ocultó en un cesto y se dirigió al campo con la excusa de que iba a recolectar flores y hierbas medicinales. Las Furias no estaban muy lejos. Aspasia estaría desesperada, inquieta, ansiosa por desprenderse de la prueba que podía condenarla. Cometió un error. Dejó el cesto en el suelo, sacó el cofre y se resbaló o quizá se le quedaron enganchados los dedos en el asa del cofre. Perdió el equilibrio y cayó en la ciénaga. Esto explicaría las marcas en la piel de los dedos, mientras que el chichón probablemente se lo hizo cuando se golpeó la cabeza contra el cofre que intentaba ocultar. Entonces se aturdió. El cofre se deslizó de sus manos y se hundió hasta el fondo. Aspasia luchó para salir del fango que se la tragaba y, cuanto más luchaba, peor era el resultado. El fango le tapó la nariz y la boca. Murió en cuestión de minutos y su cadáver quedó flotando en la superficie de la ciénaga.
– No era más que una muchacha tonta -afirmó Antígona-. Cometió un error estúpido y nos puso en peligro a todas.
– Estabas muy preocupada. Aspasia se había librado del cofre, pero Selena no tenía consuelo: era la más débil de vosotras tres. Sólo los dioses saben lo que hubiese podido hacer llevada por la histeria. Eres una zorra con un corazón de hielo, Antígona. Decidiste utilizar a tu propia doncella para que hubiese más derramamiento de sangre y aumentar la inquietud. Diste a Selena una copa de vino bien cargado con una pócima somnífera. Se acostó en su cama, en el extremo más alejado de la tienda y junto a la pared, de espaldas a la entrada. Antes de marcharte a la fiesta de Alejandro, te inclinaste sobre ella para darle un beso de buenas noches y, mientras lo hacías, le clavaste entre las costillas una de aquellas dagas celtas compradas a un vendedor ambulante. Profundamente dormida, con la boca cerrada por tus labios traidores, Selena no opuso casi resistencia y luego yació inmóvil. Dejaste el mensaje y te marchaste. Para todos los demás, Selena, la doncella del templo, estaba profundamente dormida en su cama, de espaldas al centinela.
– La encontraron tumbada en el suelo.
– Eres una sacerdotisa. Llevas un cayado de pastor a modo de bastón, un símbolo de tu cargo. Antes de marcharte, sospecho que enganchaste el mango de tu cayado en la pata de la cama de Selena y dejaste el otro extremo al alcance de la mano junto al borde inferior de la pared de la tienda. Aquella noche te acompañé en el camino de regreso; fue la gran ocasión para utilizarme de testigo. Me diste las buenas noches y te escabulliste para ir por el exterior hasta el punto donde asomaba la punta del cayado, lo sujetaste y te bastó con tirar para hacer que la cama se inclinara. El cadáver de Selena cayó al suelo. Luego volviste a la cama y comenzó todo aquel espectáculo.
Antígona aplaudió la explicación del físico con una expresión de burla en el rostro.
– Tienes muy pocas pruebas, Telamón. Como dirían los sofistas: «No son más que suposiciones e hipótesis no demostrables».
– Los ingenieros de Alejandro podrían vaciar la ciénaga. Los hombres de Aristandro podrían interrogar al vendedor del mercado. Podríamos realizar una búsqueda a fondo. Pero no creo que sea necesario llegar a tanto -apuntó inclinándose hacia adelante-. Alejandro abandonó Sestos. Tú habías hecho todo el daño posible y regresado a Troya. El asesinato del tercer guía resultó la mar de sencillo. Él y sus compañeros seguramente estaban aterrorizados. Sólo pensaban en regresar a sus casas, abandonar el ejército de Alejandro. ¿Te pusiste de acuerdo con él para encontrarle en el templo? ¿Estaba borracho y lloroso y acudió a ti en busca de consejo, a pedirte ayuda? Tuvo que ser así-se respondió a sí mismo-. Te ofreciste a enseñarle el camino a través de tu pasadizo secreto para sacarle de la ciudad. En cuanto llegasteis a campo abierto, no tardaste ni un segundo en apuñalarlo en medio del camino. Dejaste el mensaje en su mano y regresaste por donde habías venido.
Telamón se levantó. Le dolía todo el cuerpo. Se acercó hasta la puerta y la abrió para observar la nave del templo. Sus escoltas se encontraban en la antecámara; mantenían una animada conversación con el viejo portero. El físico cerró la puerta y volvió. Antígona había vuelto a llenar las copas.
– ¿Por qué no mataste sin más a Alejandro?
– Vamos, tú ya sabes la respuesta, Telamón -contestó la sacerdotisa, decidida a abandonar cualquier farsa-. Los persas insistieron. Si asesinaban a Alejandro en Grecia, todos lo verían como a un mártir. Les preocupaba el poder del macedonio sobre los Estados griegos. Había que buscar la manera de alejar a Alejandro de allí. En cuanto él desapareciera, los griegos volverían a practicar aquello que mejor saben hacer: reñir entre ellos.
– ¿Qué pasaría con Alejandro?
– Le hubieran dejado vagar con su ridículo ejército, hasta que se presentara el momento oportuno de plantearle batalla, derrotarlo y matarlo o retenerlo prisionero. Para aquel entonces, la flota persa ya habría regresado al mar Medio. Ni un solo macedonio hubiese regresado a su patria. Grecia volvería a estar desunida. Macedonia hubiese desaparecido como potencia y Persia hubiese dado al mundo una lección. Los persas fueron muy claros: Alejandro tenía que morir o ser capturado en combate.
– ¿Por esa razón le diste la armadura?
Antígona rió de buena gana al escuchar la pregunta.
– Estudié la mente de Alejandro. Sus supersticiones, sus miedos, la culpa que le atormentaba respecto a la muerte de su padre… Pero, por encima de todo, me centré en su pasión por ser un segundo Aquiles. Las armas que se llevó de aquí fueron hechas a medida. La coraza, el yelmo y el escudo de un brillo cegador. Así era cómo los persas lo querían ver en la batalla, para poder identificarlo rápidamente y matarlo. Alejandro las aceptó con un entusiasmo verdaderamente infantil. Como un niño que invitan a participar de un juego, quería presentarse en el campo de batalla como el gran héroe.
– A punto estuvieron de salirse con la suya -reconoció Telamón-. Los persas no le mataron por muy poco en el Gránico. Todos los parientes de Darío intentaron darle muerte en cuanto lo distinguieron en el campo de batalla.
– Todo ocurrió tal como lo has explicado, pero cometimos un error -murmuró Antígona-. Nos olvidamos de los dioses: Alejandro es su favorito. Memnón estaba en lo cierto, Darío estaba equivocado y yo, Telamón, estoy condenada a la oscuridad. La cicuta, lo mismo que bebió Sócrates -proclamó levantando la copa en un último brindis.
Antígona vació la copa, se echó hacia atrás y comenzó a cantar con voz muy dulce. Telamón conocía la canción de amor. La sacerdotisa se movió un poco cuando comenzó a perder la sensación en las piernas. La copa se le escapó de la mano y se estrelló contra el suelo. Miró al físico, aturdida, como una persona que se queda dormida. Sonrió, apoyó los brazos en la mesa y agachó la cabeza. Durante un par de minutos, se estremeció mientras luchaba por respirar, hasta que uno de los brazos se resbaló de la mesa y el silencio reinó en la habitación.
– ¿Te marchaste inmediatamente? -preguntó Alejandro cogiendo el bol de carne estofada para servir personalmente a Telamón.
Se encontraban solos en la antecámara del pabellón real. El monarca, después de bañarse y afeitarse, se había vestido con una túnica con los hilos de oro que había sido cogida del campamento persa. Calzaba sandalias con tachones de plata y llevaba una tiara verde y dorada que le servía para mantener sujeto el vendaje. Aparte de los cortes, un morado en el pómulo y una leve rigidez cuando caminaba, se había recuperado rápidamente de los efectos del combate.
– Estaba muerta -respondió Telamón-. Lo comprobé y luego encargué al portero que se ocupara del ritual funerario.
Telamón había dejado Troya para regresar inmediatamente al campamento de Alejandro. Todo el ejército estaba celebrando la gran victoria conseguida en el Gránico. Todavía estaban trayendo a los prisioneros junto con carros cargados con el botín sacado de la caravana persa y del campo de batalla. Por todas partes, se elevaban las columnas de humo negro de las piras funerarias.
Casandra le había recibido efusivamente y también con desparpajo. Se había hecho con parte del botín y abundantes provisiones. «Si estás con los macedonios, tienes que comportarte como ellos», había manifestado como justificación de sus actos. También había conseguido un mejor alojamiento y lo tenía todo muy limpio y ordenado.
Telamón, a su regreso, se había comportado como si estuviese viviendo un sueño. Los rostros iban y venían: la mirada malévola de Aristandro; Ptolomeo envanecido de su coraje; incluso Cleón, con el rostro enrojecido y un tanto magullado, que, acabada su tarea, había conseguido regresar al campamento macedonio después de dar un largo rodeo.
Telamón se había echado a dormir, pero cuando ya oscurecía se habían presentado dos guardaespaldas para llevarle a la presencia del rey. Alejandro se había mostrado reservado pero cortés. Ya no era el impetuoso general, sino el político astuto dispuesto a obtener el máximo beneficio posible de su extraordinaria victoria. Se habían enviado cartas a los jefes de las provincias vecinas para reclamarles su adhesión y se habían cursado proclamas a todas las ciudades de Grecia. Telamón se sobresaltó al sentir que le tocaban la mano.
– ¿Estás cansado, físico? -preguntó Alejandro en un tono burlón-. ¿Te entristece la muerte de Antígona? Yo la hubiese mandado crucificar. Se le permitió escoger la salida menos dolorosa.
Telamón pensó en los muertos apilados en el campo de batalla.
– ¿Eres como tu padre, físico? -prosiguió el rey-. ¿El olor de la sangre te asquea? -quiso saber Alejandro, inclinando la cabeza un poco hacia la izquierda como si viese a Telamón por primera vez-. Entre nosotros dos hay una brecha -murmuró-. Desearía que no fuese así. Sólo estoy cumpliendo mi destino.
– ¿Eso incluye la masacre de aquellos mercenarios?
Alejandro le dio a Telamón una palmada juguetona en la muñeca.
– Aquello fue un error, algo provocado por la ceguera del combate, y es algo que ya no puedo remediar. Pero ¿Antígona? -preguntó mirando la copa de vino antes de cogerla, haber bebido un trago y pasársela a Telamón.
– ¿Tú lo sospechabas? -preguntó el físico.
– Me gustaría decir… -Alejandro vaciló y se acomodó mejor en la silla acolchada que alguien le había traído del campamento persa-. Me gustaría decir que lo sabía todo, pero faltaría a la verdad.
– ¿Estabas enterado de la relación de Filipo y Antígona? -quiso saber Telamón.
– ¡Por supuesto! Mi padre relataba a mi madre todas sus conquistas sin olvidar ni un detalle; ésa es una de las razones por las que ella está medio loca. Olimpia me lo dijo. Antígona me tenía intrigado. Estaba muy bien situada para pasar información. Aristandro mandó vigilar el templo, pero nunca descubrimos nada -manifestó extendiendo las manos-. Había un espía que nos traicionaba, aunque, hasta cierto punto, no tenía demasiada importancia. Deseaba confundir a los persas. Cleón realizó un extraordinario trabajo, pero eso no fue nada…
– ¿Comparado con engañar a los persas?
– Naturalmente -respondió Alejandro riéndose-. Darío me tenía por un joven inexperto. Quería confirmarle ese juicio. Hice todo lo posible por mostrarle que estaba confuso, que carecía de la confianza de mi padre, que me sentía culpable de su muerte.
– ¿Lo estás?
– No, no lo estoy -respondió al tiempo que su mirada se helaba-. Nunca lo he estado. ¡Nunca lo estaré!
– ¿Antígona tuvo algo que ver con su muerte?
– Es posible, pero lo mismo se podría decir de mi madre. Yo sospechaba de Antígona, pero no podía demostrarlo: por eso te necesitaba. Telamón con su mente aguda y la mirada de águila. ¡El observador de la causa y efecto! La traición es una enfermedad, Telamón. También tiene sus síntomas -afirmó dejando ir un suspiro y pellizcándose la tela de la túnica que vestía-. Esta prenda perteneció a Arsites. He enviado un mensaje a Darío. Cuando termine esta campaña, todo el vestuario imperial me pertenecerá. Utilicé a Cleón. Utilicé a Aristandro. Por encima de todo lo demás, utilicé a Antígona. Le dije que necesitaba los servicios de los guías, que no tenía mapas. Ella transmitió toda esta información a los persas. Envié a aquellas doncellas de Tesalia, con la esperanza de que alguna de ellas pudiera descubrir alguna cosa. Antígona se encargó de asesinarlas. Por lo tanto, invité a nuestra querida sacerdotisa a que se uniera a nosotros en Sestos y viniera con los guías y el dibujante de mapas. Removí el avispero para ver lo que pasaba -aseguró trazando un círculo en el aire-. Antígona sabía muy bien lo que hacía: la muerte de los guías, los misteriosos asesinatos, las sombrías advertencias, las referencias a mi padre… Aunque parecía ser la persona más sospechosa, no había ninguna prueba en su contra. Yo tenía que obrar con mucho cuidado. No quería dar pie a ninguna ofensa, ni provocar la cólera de los dioses con la ejecución de una sacerdotisa de Atenas. Necesitaba pruebas: te necesitaba. Los persas creyeron siempre que estaban tratando con alguien confuso y dominado por la culpa. Bueno -Alejandro sonrió, complacido-, les he demostrado que estaban en un error. El verdadero peligro era Memnón. Si hubiesen aceptado su estrategia, aún estaría marchando por un territorio donde ni una sola de las ciudades me hubiese abierto las puertas, desprovisto de batallas, de victoria, de gloria y el favor divino. Ahora lo tengo todo. Por lo tanto, Telamón, brindemos -proclamó cogiendo la copa de vino-. ¡Por mi gloria y porque lleguemos hasta los confines del mundo!