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«Cuando comenzó la siguiente campaña, Alejandro dejó a Antípatro a cargo de los asuntos […] y marchó hacia Helesponto.»
Arriano, Las campañas de Alejandro, libro 1, capítulo 11
El momento había sido escogido por Aristandro, nigromante y depositario de los secretos del rey: la ascensión de la estrella Arturo en el cuadragésimo segundo año de la Olimpíada. Alejandro de Macedonia se encontraba en el centro de un círculo de doce altares de piedra erigidos en honor de los dioses del Olimpo. El anillo sagrado coronaba un pequeño altozano, a unos pocos estadios de la ciudad de Sestos, desde donde se veían las aguas azules agitadas por las fuertes corrientes del Helesponto.
A pesar de los preparativos de Aristandro, los auspicios no eran buenos. Una fría niebla crepuscular llegaba desde el mar, una sombría nube que amenazaba con extinguir los fuegos que ardían en once de los altares. Alejandro levantó una mano. Los trompeteros levantaron las trompas y soplaron una larga y ensordecedora nota que se transmitió más allá del agua y llegó hasta el campamento macedonio, que parecía cubrir todo el horizonte. Ahora se hizo un silencio sepulcral. Las tropas, congregadas alrededor de la colina, miraron hacia el sitio sagrado donde los guardaespaldas reales custodiaban el lugar del sacrificio. Aquellos que habían llegado primero espiaban a través de la empalizada, ansiosos por ver a su rey. Alejandro de Macedonia, vestido con la armadura de comandante de la brigada real, esperaba pacientemente, con la cabeza echada un poco hacia atrás, con la mirada puesta en los negros y amenazadores nubarrones que ocultaban el sol moribundo y amenazaban con oscurecer la pálida luz de la luna y las estrellas. Se pronosticaba una noche lóbrega, azotada por el viento.
Alrededor de Alejandro, se agrupaban sus compañeros. Estaban Hefestión, alto, de cabellos oscuros, de rostro afilado y sombrío y con barba y bigote; algunos murmuraban que la «sombra» de Alejandro se parecía más a un semita que a un macedonio. A su lado, Ptolomeo, bien afeitado, con la tez muy bronceada, el cabello corto. Una cicatriz en el ojo derecho, junto con la nariz quebrada y labios finos, hacía que en su rostro apareciera una expresión de permanente desdén. Después estaba Nearco, el pequeño cretense, que se ocupaba de las catapultas, los mandrones y otras máquinas de guerra. Por último, Seleuco, alto y fornido y con los párpados gruesos, que soñaba con convertirse en un potentado asiático.
A la izquierda de su rey, había un grupo de sacerdotes, encabezados por el calvo y zanquilargo Aristandro, con los ojos saltones y la nariz que le chorreaba continuamente. Su aspecto no podía ser más apropiado para el personaje que todo el mundo le asignaba: brujo, mago, vidente y adivino. Un sacerdote que conocía los ritos secretos y que había sido enviado por Olimpia para que su maestría en la magia negra ayudara a su hijo. Todos le observaron mientras el toro blanco como la leche, con los cuernos dorados, una guirnalda de flores alrededor del cuello y debidamente drogado, entraba en el círculo sagrado. El paje real que guiaba el animal se detuvo ante Alejandro. El rey, con un pequeño cuchillo, cortó un puñado de pelos entre los cuernos. Después se acercó a unos de los altares y los dejó en el fuego. Aristandro le alcanzó una copa de oro llena de vino de Chian. Alejandro derramó la bebida sobre las llamas y se apartó. Acercaron el toro al altar donde no ardía fuego alguno. A una señal de Aristandro, los sacerdotes rodearon a la bestia. Uno de ellos levantó el hacha ceremonial y la descargó en un golpe tan fuerte como certero en la nuca del animal, que bramó de miedo mientras caía de rodillas. Otro de los sacerdotes, montado en el toro, le echó la cabeza hacia atrás y, con un rápido movimiento, le rajó la garganta con un cuchillo de hoja curva. El bramido del toro fue repetido por los asistentes, mientras su sangre manaba en un bol de plata para llevarla al fuego sagrado.
Alejandro lo observaba todo atentamente. Mientras lo hacía, las palabras del oráculo de Delfos volvieron a su memoria para acosarlo: «El toro está preparado para el sacrificio. Todo está listo. El verdugo espera». Unas palabras que profetizaban la muerte de su propio padre. ¿Filipo había sido sacrificado? ¿Su madre Olimpia había sido la sacerdotisa? ¿Por qué lo habían sacrificado? ¿Para proteger a Olimpia o al amado hijo de Olimpia? ¿Era inocente del derramamiento de la sangre de su padre? ¿Regresaría la sombra de Filipo desde el Hades para burlarse y provocarle durante las primeras horas de la madrugada?
Los sacerdotes habían levantado el cuerpo del toro para depositarlo sobre el altar. Alejandro intentó disipar sus sombríos pensamientos y observó cómo los sacerdotes abrían el vientre de la bestia. Se cubrió con la capucha de su capa de guerra y levantó las manos en una plegaría a Zeus el todopoderoso. Las entrañas del toro cayeron sobre el altar. Una súbita horda de moscas, con un ruidoso zumbido, apareció para lanzarse sobre el charco de sangre. Un mal presagio. El corazón de Alejandro se sobresaltó. ¿Las habían enviado las Furias? ¿Una señal del inminente desagrado y castigo de los dioses? ¿De todos ellos? ¿O sólo de uno? ¿Apolo quizá? ¿Hera? Bien podía ser Poseidón, cuyo permiso necesitaba Alejandro para extender su dominio a través del Helesponto. ¿Serían propicias las otras señales? El toro había sido seleccionado cuidadosamente. Aristandro había dado unas órdenes secretas muy precisas. El rey recordó las cartas que había recibido de Olimpia. ¿Todo esto era obra de un dios o maquinaciones de los hombres? Todos los príncipes estaban rodeados de traidores y asesinos, pero ¿podía fracasar ahora, incluso antes de haber comenzado?
Aristandro, con los brazos metidos en el vientre del toro, buscó el hígado todavía caliente y lleno de la espesa sangre del animal. Lo depositó sobre el altar y lo observó durante un momento: se volvió hacia su señor y sacudió la cabeza. Alejandro tenía la respuesta. Los auspicios no eran buenos. El hígado seguía vivo, pero adivinaba por la sonrisa retorcida de Aristandro que estaba mancillada, que era inaceptable para los dioses. Alejandro se quitó la capucha y cogió el brazo de Hefestión.
– ¡No sirve! -susurró-. ¡Está manchado, mancillado! Se lo entregué a los dioses y ellos lo han rechazado. Díselo a los hombres congregados: las señales todavía no son lo bastante claras.
– ¿Y? -preguntó Hefestión.
– ¡Bah, ocúpate de que limpien toda esta porquería! -replicó Alejandro, y se marchó.
Dejó el recinto de los sacrificios y caminó por la avenida entre sus tropas. Procuró sonreír y se sintió más tranquilo cuando el portador de su sombrilla, que intentaba mantenerse a la par, tropezó y se cayó de bruces para gran diversión de los soldados.
– ¡Una buena señal! -gritó Alejandro ayudando al hombre a ponerse de pie-. ¡Los dioses saben que no necesito protección! Os tengo a vosotros y los tengo a ellos. ¿Qué más necesita el hijo de Filipo?
Sus palabras, pasadas de boca en boca, fueron saludadas con gritos de aprobación. Alejandro continuó caminando. Notó un súbito escalofrío a su lado izquierdo y se detuvo. ¿Se trataba de su padre? ¿Un fantasma? ¿Una premonición? Alejandro se sintió vulnerable. Había marchado sin más del círculo sagrado y no tenía a nadie que le protegiera la espalda. A cada lado estaban sus lanceros macedonios, pero cualquiera de ellos podía ser un asesino. Alejandro dominó el ansia de apresurar el paso. En cambio, se acercó a un grupo de tesalios para hacerles algunos comentarios jocosos sobre sus largas cabelleras y recordar sus hazañas durante las anteriores campañas. Conocía a algunos de ellos por su nombre y les preguntó por sus familias, al tiempo que eludía responder a las mismas preguntas. ¿Cuándo comenzarían la marcha? ¿Cuándo cruzarían el Helesponto?
– Marcharemos muy pronto -les tranquilizó Alejandro, sin dar muestras de su propia inquietud-. Creed-me, en menos de un año todos vosotros vestiréis con las más ricas sedas. Comeréis y beberéis en platos y copas de plata y oro mientras las damas de Persia se ocupan de complacer todos vuestros deseos.
– ¿Todos nuestros deseos? -replicó un gracioso.
Alejandro señaló a su interlocutor y le guiñó un ojo, divertido.
– ¡En tu caso, podría haber un par de excepciones!
Un coro de carcajadas celebró la respuesta. Alejandro continuó su marcha. Exhaló un suspiro de alivio cuando llegó al recinto real, marcado por los carros y los trofeos colocados para conmemorar antiguas victorias y custodiado por una unidad de élite de la brigada real. Alejandro habló brevemente con el capitán de la guardia y cruzó el perímetro. En el centro, había un altar cubierto con flores marchitas. Alejandro se acercó para recoger una azucena y la aplastó entre sus dedos. ¿No le había advertido Olimpia, o había sido Aristóteles, del riesgo que entrañaba el zumo de esta flor? ¿No habían dicho que era venenoso o…? Alejandro miró hacia los pabellones reales montados con la forma de una «T». La barra superior era la cámara de reunión; la vertical, sus aposentos privados. En la entrada, estaban reunidos un grupo de físicos. Perdicles el Ateniense, alto y con la frente despejada y su cabello negro muy corto. Tenía ojos oblicuos, la nariz afilada y los labios muy finos. A su lado, Cleón de Samos: bajo, rubio, cara redonda e inquieto, un hombre con muchos secretos, muy próximo a Alejandro. Leontes de Platea, oscuro como una baya y con ojos picaros y una boca que siempre parecía estar abierta. Por último, Nikias. ¿De dónde era? Ah, sí, de Corinto. Tenía la mirada grave, el rostro enjuto surcado por las arrugas y un humor seco. Una mata de rebeldes cabellos grises coronaba la cabeza del anciano. Los físicos discutían acaloradamente con el oficial que les impedía el paso; no se dieron cuenta de la llegada de Alejandro hasta que el oficial saludó a su comandante.
– ¿Está él aquí, señor? -preguntó Perdicles-. Escuchamos el rumor…
– Escuchasteis un rumor y yo sé la verdad -se burló Alejandro-. Sí, ya hablaréis con él, pero no ahora.
Guiñó un ojo a Cleón y pasó entre ellos para entrar en la primera parte de la tienda, la sala de espera, donde haraganeaban los pajes reales. Alejandro les entregó la capa y apartó la cortina de tela que ocultaba la cámara privada donde tenía la mesa, las sillas, los tesoros y las posesiones personales. El paje que estaba encendiendo un candil de aceite se volvió rápidamente.
– ¡Fuera de aquí! -le ordenó el rey.
El chiquillo se secó las manos en la túnica y se apresuró a obedecer. Alejandro lo sujetó por el hombro cuando pasó a su lado. Miró el dulce rostro moreno.
– Eres un buen chico -le dijo Alejandro sonriéndole-. Sólo estoy cansado. Di a los demás que no hagan ruido.
Alejandro no hizo caso de Telamón, a quien había visto sentado en un taburete entre dos cofres situados al fondo a la izquierda. En cambio, se acercó a la mesa y rebuscó entre el montón de pergaminos que la tapaban.
– El secretario siempre está muy atareado.
– ¿No lo estamos todos? -replicó Telamón con frialdad.
Alejandro le dirigió una mirada penetrante y comenzó a desabrochar las hebillas de la coraza.
– ¡Oh, por el amor de Apolo o cualquier dios en el que creas, Telamón! No te quedes sentado allí sin hacer nada. Ven aquí y ayuda a un viejo amigo.
Telamón obedeció. Se agachó para desabrochar la hebilla debajo de la axila.
– Has cambiado -comentó Alejandro.
– También el mundo, señor.
Telamón se ocupó de desabrochar la hebilla y entrecerró los párpados mientras lo hacía.
– Has estado demasiado tiempo al sol, Telamón. Tu vista no es muy buena.
– Como siempre, señor; no veo de cerca.
– Solías llamarme Alejandro.
– Y muchas más cosas, señor -replicó Telamón.
– ¿Cómo está mi madre?
– Letal como siempre.
– ¿Te amenazó?
– No, sólo a aquellos a quienes amo.
Alejandro se quitó la coraza y la arrojó sobre un taburete.
– Están a salvo. No te preocupes por ella, Telamón. Tu nombre y los de tu familia figuran en mi lista.
El rey se quitó la falda de guerra, se sentó en un taburete y se quitó el calzado; luego se quitó la túnica empapada en sudor. Se levantó desnudo excepto por el taparrabos y abrió los brazos.
– ¿Apruebo el examen, físico?
Telamón observó la piel blanca rosada marcada por las viejas cicatrices y morados, las partes bronceadas por el sol. Las pantorrillas y los muslos eran gruesos y musculosos; el estómago, plano.
– Una mente sana en un cuerpo sano, ¿eh, Telamón?
– El cuerpo aprueba el examen, señor.
La sonrisa de Alejandro se esfumó. Se acercó a uno de los cofres, sacó una túnica blanca con vivos rojos y se la puso pasándola por encima de la cabeza.
– No has cambiado en absoluto, Telamón. Tan cáustico y cínico como siempre.
– La vida es corta y la ciencia demasiado larga para aprenderla toda -replicó Telamón-. La oportunidad es esquiva, la experiencia es peligrosa y el juicio es difícil.
– ¿Eurípides?
– No, señor. Hipócrates.
El rey se acercó con la mano extendida. Telamón se la estrechó. Alejandro lo abrazó.
– Deseaba tanto que vinieras -afirmó con un tono apasionado-. Como dijo Eurípides, el día es para los hombres honrados y la noche para los ladrones. ¿Todavía disfrutas con su obra, Telamón?
– Sobre todo con una de sus frases -contestó el físico-. Aquel fragmento sagrado: «Aquellos a quienes los dioses quieren destruir primero los convierten en locos».
Alejandro notó que su leal amigo se tensaba como si esperase un golpe. El rey le besó cariñosamente en la mejilla y se apartó.
Ladeó la cabeza, con un dedo cerca del rostro de Telamón.
– Te quería aquí, porque te necesito. Porque confío en ti. Sin embargo, si no quieres estar aquí, te llenaré la bolsa con oro y te enviaré de regreso.
– Me encantaría aceptar tu propuesta -contestó Telamón sonriendo-. De todos modos, no puedo por dos razones. Primera, no hay vuelta atrás. Segunda, no te queda oro.
Alejandro lo cogió del brazo.
– En cambio, tengo trabajo -advirtió mirando hacia la entrada de la tienda con el rostro solemne y la mirada preocupada-. Algunos hombres en este campamento, Telamón, desean verme muerto. Otros quieren verme fracasar. Acabo de sacrificar el tercer toro en dos días, los mejores de mi rebaño. Como los otros, el hígado estaba manchado. No sé qué se acabará primero: los toros para el sacrificio o mi paciencia con los dioses -apuntó antes de hacer una pausa-. Hay algo más que quiero mostrarte.
Alejandro se calzó unas sandalias. Tocó la bolsa de cuero que Telamón llevaba colgada al hombro.
– ¿Has traído tus medicinas?
– El soldado lleva su espada; el físico, sus pociones.
– Quizá las necesites.
Alejandro levantó la solapa y atravesaron la antecámara. Salieron al fresco aire nocturno. Los otros físicos los rodearon inmediatamente. Telamón los conocía desde hacía años. Perdicles le cogió del brazo; su rostro, la viva imagen del placer.
– He escuchado los rumores, aunque no pensé que vendrías.
Los otros se hubieran unido a la conversación, pero Alejandro llamó a un oficial de la guardia para que le escoltara. En medio de la oscuridad, caminaron cuidadosamente entre las tiendas y los pabellones, atentos a las cuerdas y las estacas. Algunas tiendas eran grandes y otras pequeñas, pero todas estaban colocadas muy juntas, no sólo como una medida de seguridad, sino para prevenir un ataque nocturno. La caballería o la infantería enemiga encontraría que los angostos pasadizos eran un obstáculo tan poderoso como una línea de centinelas.
– ¿De qué te sonríes tanto? -preguntó Alejandro, sin hacer caso de la charla de los otros físicos que les seguían.
– De nuestra juventud -respondió Telamón, sin perder la sonrisa-. De Cleito el Negro, que nos llevaba a las colinas para enseñarnos cómo y dónde instalar el campamento. Por cierto, ¿dónde está el gran bruto?
– Comprando vino en Sestos. ¿Cenarás esta noche conmigo, Telamón?
Alejandro hizo una pausa al ver aparecer entre las sombras a una figura encapuchada. El oficial que había a un lado desenvainó la espada, pero se tranquilizó cuando el hombre se quitó la capucha.
– ¡Nuestro hombre de Tarso! -exclamó Alejandro-. El fabricante de tiendas. ¿Está todo preparado?
El fabricante de tiendas asintió.
– ¿Qué hay del incendio? -preguntó el rey.
El hombre sacudió la cabeza.
– No lo sé. Todo lo que puedo decir -añadió compungido- es que se ha destruido una buena tienda. El cuero y las cuerdas son muy preciosos.
– Lo sé, lo sé -apuntó Alejandro despidiéndolo con un gesto mientras cogía la mano de Telamón como hacían cuando eran unos chiquillos-. Era tu tienda -susurró-. Tienes una para ti solo. Las dos cámaras se incendiaron; sólo quedaron los postes y las cuerdas. Demos gracias de que no estuvieses dentro.
– ¿Un accidente?
– Quizá -replicó Alejandro.
Telamón desvió la mirada. La fresca brisa nocturna heló el sudor de su frente. Estaba cansado después del largo viaje desde Macedonia y se preguntó sin darle mucha importancia por qué su tienda se había quemado. Los incendios eran algo común, pero generalmente eran causados por alguien que había sido descuidado en su interior. Se disponía a pedir más detalles cuando Alejandro se detuvo ante una gran tienda cuadrada, con el techo en punta. Tenía la parte delantera de tela y todo lo demás de pieles sujetas a postes y estiradas con cuerdas y estacas. El centinela de la entrada levantó la solapa. Alejandro entró seguido de Telamón, y luego entraron los otros físicos.
La tienda no estaba divida en dos, sino que era como un pequeño salón. Un brasero con tapa ocupaba el centro. El suelo estaba cubierto con alfombras de lana y había asientos con cojines y mesitas pulidas. Al fondo había camas, cofres, baúles y una silla de respaldo recto y taburetes alrededor de una mesa de caballetes. Una muchacha, vestida con una sencilla túnica rojo oscuro, estaba sentada a la mesa con la mirada perdida en el vacío. Tres mujeres, que hablaban discretamente entre ellas en el extremo de la tienda, se levantaron para acercarse a los visitantes. Las tres vestían con las túnicas azul claro y los mantos de las sacerdotisas de Atenea. Su líder llevaba un cayado blanco de pastor. La pequeña lechuza de bronce de Atenea colgaba de una cadena alrededor de su cuello y sus anillas estaban adornadas con el mismo símbolo. Sus dos compañeras no eran más que dos jovenzuelas pálidas y de cabellos oscuros. La sacerdotisa, que se presentó a sí misma como Antígona, era sorprendente tanto en su hermosura como en su porte: ojos verdes en un largo rostro moreno, pómulos altos y labios carnosos muy rojos. A Telamón le recordó fugazmente a Olimpia, y no parecía en absoluto intimidada por la presencia de Alejandro. Él le dedicó todas las cortesías, se inclinó ante ella y abrió los brazos como un suplicante en el templo.
– Vaya, mi señor -dijo Antígona con una voz suave y vibrante-, me habías prometido traer a un físico, pero no a una manada.
No hizo caso de Perdicles y los demás y observó calmadamente a Telamón con una lenta mirada apreciativa; miró su rostro como si quisiera recordarlo. Alejandro hizo las presentaciones. Telamón se sentía un tanto incómodo e impresionado; se preguntó si Antígona sentía una legítima curiosidad por él o si simplemente se estaba burlando.
Antígona le ofreció la mano para que se la besara. Él lo hizo. Sus dedos eran largos, frescos y perfumados.
– Estás cansado -afirmó Antígona sujetándole la mano derecha y acariciándole suavemente la muñeca con el pulgar-. ¡Te conozco, el famoso físico!
Telamón, avergonzado, miró a Alejandro, que disfrutaba enormemente de su incomodidad.
– Antígona, sacerdotisa de Atenea -declaró Alejandro-. Sirve a la diosa en su templo de Troya. Cruzó el Helesponto para saludarme. ¡Un gran honor! También trajo a guías.
– ¿Guías?
Alejandro hizo un gesto cortante con la mano.
– Ya te lo contaré más tarde. ¡Primero, la paciente!
Antígona se apartó. Alejandro acompañó a Telamón hasta la mesa.
– Mi señora, quizá quieras contar a nuestro físico la historia de la muchacha.
Telamón miró el rostro de muñeca y los ojos ausentes de la muchacha, que continuaba sentada; movía los labios, aunque no se escuchaba sonido alguno. Parpadeaba, hacía una mueca y se encogía como si quisiera protegerse de un enemigo invisible. Telamón le tomó el pulso. El latido de la sangre en la muñeca era rápido. La miró a los ojos: las oscuras pupilas se veían muy grandes y la respiración era poco profunda.
– Está en trance -afirmó-, inducido por la fiebre.
Miró a Antígona. La sacerdotisa jugaba con uno de los pesados anillos que llevaban el sello de la lechuza de Atenea.
– ¿Quién es ella? ¿Una de las doncellas de tu templo?
Alejandro se sentó en el borde de la mesa, con los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo.
– Es lo que queda de una leyenda, Telamón. ¡La maldición de Casandra!
– ¿Casandra raptada por Áyax después de la caída de Troya?
– El guerrero -asintió Alejandro- cogió a Casandra prisionera y la violó. La leyenda dice que sus descendientes, las cien familias nobles de Lócrida en Tesalia, tuvieron que pagar una reparación. Casandra, la profetisa, había estado consagrada a Atenea. Las cien familias debían enviar a dos doncellas todos los años para servir en el templo de la diosa en Troya.
– ¡Eso no es más que una leyenda! -protestó Telamón.
– Lo fue hasta hace cinco años. Mi padre Filipo quería que su desembarco en Troya fuera un éxito. Deseaba apaciguar a Atenea y convenció a los líderes tesalios para que reimplantaran la costumbre. Cada dos primaveras, dos doncellas serían llevadas a través del Heles-ponto y desembarcadas en la playa para que fueran por sus propios medios a Troya. Al menos, eso era lo que se deseaba.
– Aspasia y Selena fueron las primeras -precisó Antígona señalando a sus dos compañeras-. Ninguna de las demás llegó a Troya. Yo misma escribí a Filipo, pero él poco podía hacer; la costa occidental del Helesponto está en manos de bandidos y forajidos. Dos doncellas se venderían a un precio muy elevado en los mercados de esclavos.
– ¡Es una barbaridad! -exclamó Telamón.
– Había ocurrido antes -explicó Alejandro-. Este año no fue diferente.
Telamón le echó una rápida mirada. ¿Mentía Alejandro? Descubrió la mirada entre el rey y la sacerdotisa, una débil sonrisa de complicidad.
– La costumbre ha llegado a su fin -sentenció Alejandro dando un suspiro-. Ya no son necesarios nuevos sacrificios. Encontraron a esta pobre desgraciada vagando cerca de las ruinas de Troya.
Telamón examinó la cabeza de la muchacha y metió los dedos entre la abundante cabellera. Tocó chichones y la costra de una herida. Le habían maquillado cuidadosamente el rostro para ocultar los cortes y morados. Pidió que le acercaran una lámpara.
– La hemos examinado -le informó Perdicles, que se acercó con los otros físicos.
– Es idiota -ceceó Cleón.
– No hay nada que podamos hacer -declaró Nikias bondadosamente-, excepto devolverla a su familia.
Telamón, acuclillado junto a la muchacha, le sujetó la mano, que estaba fría y pegajosa. Apoyó la oreja contra su pecho y, después de pedir silencio con un gesto, escuchó los latidos del corazón.
– Puedo curarla -afirmó.
Leontés se echó a reír. Se acercó por detrás de la muchacha y miró furioso a Telamón, como si éste fuera el responsable de las heridas de la muchacha.
– ¿Eres un milagrero, Telamón? ¿Le untarás la piel con sebo de sapo y bailarás a su alrededor?
– ¡A ti te haré comer el mismo sebo! -replicó Telamón.
Alejandro casi se ahogó de la risa y se levantó.
– No hay nada peor que una caterva de físicos que discuten una cura -se mofó.
– No seré yo quien discuta -contestó Telamón poniéndose de pie con el rostro enrojecido de furia-. He visto antes estos trances. Son engendrados por un muy profundo terror.
El rey se disculpó con la mirada.
– ¿Qué recomiendas?
Telamón cogió suavemente la barbilla de la muchacha y le hizo volver la cabeza.
– ¿Qué es? -preguntó con dulzura-. ¿De qué tienes miedo?
– De la oscuridad.
A la muchacha le temblaba el labio inferior. Su voz era gutural. Telamón entendía su lengua. Durante su exilio, había trabajado un tiempo en Tesalia.
– ¿Qué pasa con la oscuridad?
– Las Furias acechan en la oscuridad. Unos monstruos se enroscan como las serpientes en mi piel -confesó apoyando una mano en su cara-. Y los gritos. Eso y la sangre que mana. La garra de un monstruo se alarga para cogerme. Y el… -cerró los ojos y se sorbió los mocos-. El pozo, visiones horribles, los hedores.
Guardó silencio y miró la mesa, de nuevo ensimismada en sus pensamientos.
Telamón cogió la alforja que llevaba al hombro y desabrochó las hebillas. Buscó entre los pequeños frascos cuidadosamente guardados en los bolsillos y entre las correas interiores. Sacó uno y apretó la mano de la muchacha.
– Te haré dormir -dijo-. Te dormirás durante mucho, mucho tiempo.
– ¿Para qué servirá? -preguntó Alejandro, curioso.
– Permitirá que su cuerpo y su mente descansen. Librará su alma de los fantasmas. Algunas veces se despertará gritando, pero se volverá a dormir.
– Un remedio de mujer -murmuró Leontés.
– Ni mucho menos -replicó Telamón quitando el tapón y oliéndolo cuidadosamente-. En realidad, es un remedio de soldados. Mi señor -dijo a Alejando-, tú has conocido a soldados cuyas mentes se habían trastornado con el horror de la batalla.
– Lunáticos -afirmó el rey-. Incapaces para todo.
– Están perdidos en el laberinto de sus terrores -explicó Telamón-. Dan vueltas y más vueltas en la inútil búsqueda de una salida. El sueño les rehuye y, cuanto más rápido van, más desesperados se vuelven y todo es cada vez peor.
– He escuchado hablar de esos casos -intervino Perdicles-. Lo llaman el sueño de Esculapio, el sueño del olvido.
– He visto a hombres dormir durante semanas, en ocasiones meses; eso es todo lo que hacen: duermen, comen y beben.
– ¿Se curan? -preguntó Leontés, que ya no se mostraba tan arrogante.
– En la mayoría de los casos sí, aunque debo admitir que uno o dos…
– El sueño es hermano de la muerte -señaló Antígona-. Nunca recuperaron la conciencia.
– Precisamente, mi señora. Ahora, ¿puedo conseguir un poco de vino?
Antígona fue al fondo de la tienda. Trajo una copa con el escudo de la lechuza de Atenea y la llenó de vino. Lo probó y, con un guiño a Telamón, se la entregó como si fuera la copa de un amante El físico cató el vino y lo olió: era muy oscuro y fuerte.
– De los viñedos de Chios -le explicó Antígona.
Telamón volvió a probar el vino. Decidió que, si tenía que verse involucrado en las enloquecidas campañas de Alejandro y había muertos y heridos, habría que guardar este vino para aliviar el dolor y limpiar las heridas. Mientras los demás le observaban, vertió el polvo en el vino y lo removió con un bastoncillo de marfil que sacó de la alforja. Cogió la copa e intentó que la muchacha bebiera. Ella se negó.
– Déjame intentarlo -le pidió Antígona. Cogió la copa de la mano del físico.
Telamón se apartó. Antígona probó el vino una vez más para infundirle confianza a la muchacha. Lo intentó de nuevo pero la paciente se echó hacia atrás sacudiendo la cabeza. Otros lo intentaron sin tener éxito. Telamón se inclinó sobre la joven y le hizo volver el rostro suavemente.
– Cierra los ojos -le rogó-. Piensa que vuelves a tu hogar.
Una débil sonrisa apareció en el rostro de la joven.
– Este vino te llevará a casa. Es un vino mágico; hará que te sientas mejor.
Telamón cogió la copa de manos de Antígona y esta vez la muchacha bebió un trago. El físico dejó la copa sobre la mesa.
– No podemos hacer nada más -afirmó.
Alejandro estaba impaciente por marcharse. Antígona murmuró algo sobre un funeral. Telamón guardó el frasco en la alforja y abrochó las hebillas. Todos se dirigieron hacia la salida.
En la entrada, Telamón miró hacia atrás. La muchacha sostenía la copa entre las manos y miraba el vino como si fuera el agua de Leteo, el río del olvido.
– ¿Lo beberá? -preguntó Alejandro.
– Lo beberá -manifestó Telamón-. Se quedará dormida con la cabeza apoyada en las manos, o quizá se vaya a la cama.
Echó una ojeada a la tienda y sonrió para sus adentros. Incluso aquí, en este campamento militar, resultaba obvio que éste era un lugar de mujeres: más limpio, más pulcro, los pequeños detalles aquí y allá, el orden… Recordó la soleada cámara de Analu en el templo de Isis y la sonrisa desapareció de su rostro.
– ¿Estará segura?
– Estará segura -aseveró Alejandro-. Los cueros de la tienda están estirados al máximo, ni siquiera una lombriz podría pasar. La entrada está vigilada.
Se reunieron con los demás. Perdicles y los otros físicos charlaban entre ellos. Levantaron las manos y se despidieron con grandes voces. Alejandro se volvió para hablar con Antígona. Ahora les rodeaban los guardias reales, fieros y siniestros con sus yelmos corintios de penachos trenzados con crines de caballo que colgaban de la punta de los yelmos hasta más abajo de los omoplatos. En la oscuridad, parecían criaturas de la noche, con los rostros casi ocultos por los anchos protectores de la nariz y las mejillas. Permanecían en silencio; sólo el ocasional tintineo de los metales delataba su presencia.
– ¡Quiero que vengas con nosotros, Telamón! -le gritó Alejandro-. Debo presentar mis respetos en el funeral.
– ¿Qué es toda esta historia del funeral? -preguntó Telamón, que se arrebujó en la capa para protegerse del frío aire nocturno.
– Mi señora Antígona -dijo Alejandro, mientras caminaba hundiendo los talones de las sandalias en la tierra empapada por la lluvia-, me trajo exploradores del otro lado del Helesponto. Cuando lleguemos a Troya, marcharemos a lo largo de la costa, para mantener el contacto con nuestras naves. ¿Has cruzado el Helesponto?
Telamón asintió. Recordó las llanuras azotadas por el viento, los sombríos bosques de abetos y robles, los caudalosos ríos, la tierra surcada por profundas cañadas…
– Un lugar propicio para las emboscadas -señaló.
– Mi padre decía lo mismo -afirmó Alejandro mirando al cielo-. Iremos por la costa, Telamón, y después atacaremos tierra adentro. No quiero que me tiendan una emboscada.
Cogió la mano de la sacerdotisa. Detrás de Antígona, sus dos acolitas eran como dos estatuas cubiertas con velos.
– Mi señora me trajo a unos exploradores liderados por Critias, un antiguo soldado del ejército persa. Él conoce la disposición del terreno, la ubicación de los pozos de agua, dónde se pueden vadear los ríos, las gargantas y cañadas que pueden ocultar al enemigo… Critias dibujará los mapas y sus hombres nos guiarán. Serán nuestros ojos y oídos.
– ¿Qué pasa con el funeral? -insistió Telamón.
– La señora Antígona llegó con los exploradores hace unos días. Ayer, a última hora de la tarde, el cadáver de uno de ellos fue encontrado entre las rocas al pie del acantilado empapado por las olas.
– ¿Un accidente? -preguntó Telamón, que no alcanzaba a ver el rostro de Alejandro en la oscuridad, pero intuía su incertidumbre.
– No, una daga le atravesó las costillas y llegó hasta su corazón. Estaba muerto antes de caer sobre las rocas.
Alejandro se alejó bruscamente. Antígona se acercó a Telamón cuando éste comenzaba a seguir al rey.
– El rey tiene gran confianza en ti, físico -afirmó la sacerdotisa, que caminaba con elegancia y la mano apoyada en el brazo del hombre.
A Telamón le agradaba el contacto. Antígona le recordaba a Analu: la serenidad, la risa en los ojos, el lenguaje directo y la franqueza.
– ¿Te conozco? -le preguntó.
– Quizá sí, Telamón. En una ocasión, llegó a nuestro templo un viajero que venía de tierras muy lejanas del este, más allá del Hindú Kush. Era un brahmán, uno de sus hombres santos. Afirmaba que todos estábamos atrapados en la rueda de la vida y que renacíamos una y otra vez.
– ¿Las enseñanzas de Pitágoras?
– Algo parecido -asintió Antígona clavándole suavemente las uñas en la muñeca-. Quizá nos conocimos antes, Telamón. Ellos dicen que, cuando regresamos, las almas son las mismas, aunque las relaciones sean diferentes. ¡Quizá, la última vez, fui tu hermana! -exclamó echándose a reír suavemente-. ¿Tu madre? ¿Tal vez incluso tu amante? -le sugirió susurrándole al oído.
Por primera vez desde su llegada a Sestos, Telamón se echó a reír. Alejandro le miró por encima del hombro, pero siguió caminando. En el cercado real, reinaba la tranquilidad. Cuando lo dejaron atrás, se encontraron con los olores del campamento: el humo de las hogueras, de la turba que ardía, el hedor del cuero mojado y la bosta de los caballos. La noticia de la llegada del rey se propagó rápidamente. Los soldados se apartaron de las hogueras para brindar por él con sus tazas, pero el cerco de guardaespaldas los mantuvieron apartados. Caminaron entre las hileras de tiendas y se detuvieron ante una. Telamón advirtió que era una donde habitualmente dormía un destacamento de ocho soldados. Un brasero improvisado ardía frente a la entrada. A cada lado, las teas chisporroteaban al viento. De una cuerda sujeta encima de la entrada, colgaba un odre de agua, el símbolo del duelo, para que los visitantes que venían a presentar sus respetos al difunto pudieran, al salir, limpiarse de la polución.
La tienda estaba vigilada. Un centinela descubrió la entrada para permitir la entrada de Alejandro. Las andas ocupaban el centro de la tienda. El cadáver yacía rodeaba por un círculo de ramas de vid, con los pies hacia la entrada. Un esclavo de pie junto a la cabeza agitaba una rama de mirto para mantener alejadas las moscas. Alrededor de las andas, se acuclillaban los demás exploradores. Todos vestían prendas negras en señal de duelo. Se habían cortado los cabellos casi al rape y llevaban los rostros blanqueados con yeso blanco y siniestros trazos de pintura. Ni siquiera amagaron levantarse cuando entró el rey y sus miradas acusadoras indicaban claramente que hacían a Alejandro responsable de la muerte de su compañero.
Les recibió un hombre robusto, mejor vestido que los demás, con un quitón y una capa con un cordón blanco en la cintura. Tenía los ojos muy hundidos y las mejillas curtidas por los elementos; llevaba los cabellos blancos tan cortos como los de un soldado. Estrechó la mano de Telamón.
– Soy Critias -apuntó mostrando sus ojos azul claro una mirada amistosa-. Tú debes ser Telamón; el rey dijo que vendrías.
Telamón no entendía por qué Alejandro tenía que anunciar a todos su venida. Murmuró sus condolencias y miró el cadáver, envuelto en tiras de lino y cubierto por una mortaja improvisada. Alejandro pidió una copa de vino. Cogió la copa, se situó en la cabeza de las andas y levantó la copa como el sacerdote que hace una ofrenda ante el altar.
– He rezado -declaró con voz sonora- para que la sombra de este hombre no sea molestada en su viaje a través del río de la muerte. Yo proveeré la torta de miel para satisfacer el hambre de Cerbero. Pagaré por la barca de Caronte y yo, Alejandro de Macedonia, juro que buscaré hacer justicia por su sangre. ¡Lo juro en la presencia de la sacerdotisa de Atenea, y mi juramento es sagrado!
Alejandro desvió la mirada. Sólo por un instante, Telamón vio su humor sardónico.
– Mi propio médico personal, Telamón, hijo de Margolis, un macedonio por nacimiento y crianza, investigará la causa de la muerte de este hombre.
Alejandro bajó la copa, bebió un buen trago y la pasó al primero de los que velaban al difunto. Mientras la copa pasaba de mano en mano, Alejandro sacó una bolsa y dejó caer monedas de plata que brillaron con la luz de la lámpara de aceite. Colocó las monedas junto a la cabeza del muerto.
– ¡Mi señor, tienes que venir ahora mismo! -exclamó un oficial que, sin hacer caso de la solemnidad del momento, había descorrido la tela que cubría la entrada de la tienda.
Alejandro salió. Telamón, Critias y la sacerdotisa le siguieron. El rey se llevó al oficial aparte, con un brazo sobre los hombros, y escuchó atentamente mientras el oficial le hablaba al oído. Alejandro chasqueó los dedos para reclamar la atención de Telamón y se alejó a paso rápido. Regresaron al recinto real. La entrada de la tienda de Antígona estaba descubierta y a su alrededor se apiñaban los soldados. Telamón siguió a Alejandro, que se abrió paso sin muchos miramientos. La muchacha que habían dejado sentada a la mesa estaba ahora tendida en el suelo hecha un ovillo. Perdicles y Leontés, sentados en sendos taburetes, la miraban.
– ¿Está muerta? -preguntó Alejandro.
– Envenenada -replicó Leontés, que miró a Telamón rencorosamente.
Telamón no le hizo caso y se acercó, presuroso. Recogió la copa de vino. Estaba vacía. La muchacha estaba hecha un ovillo y, no obstante, incluso cuando le tocó el brazo, Telamón comprendió que la rigidez no era natural. Giró el cadáver. El rostro estaba lívido, con unas extrañas manchas en los pómulos. Le buscó el pulso, aunque fuera inútil. La piel fría y pegajosa y la rigidez de los músculos eran indicios de ello más que suficientes. Miró con rencor los ojos entreabiertos y los párpados ligeramente enrojecidos como si la sangre quisiera reventar a través de la piel. Los labios estaban casi blancos por la falta de sangre y la mandíbula fuertemente apretada.
– ¿Qué ha provocado la muerte? -susurró Alejandro.
– Veneno -contestó Telamón poniéndose de pie y frotándose el rostro-. Ha sido envenenada. La muerte de Sócrates, alguna poción como la cicuta virosa. Parálisis, rigidez de los miembros, incapacidad de respirar.
– Tu primer paciente aquí -murmuró Leontés.
Telamón cogió la copa y la olió.
– Alguien tuvo que entrar en la tienda después de marcharnos nosotros.
– ¡Eso es imposible! -protestó el capitán de la guardia-. Hablé con el centinela. Mira a tu alrededor. ¡Aquí no ha entrado nadie! El centinela escuchó un movimiento, seguido de un estrépito. Cuando levantó la tela de la entrada, la muchacha estaba tendida tal como la has visto.
Telamón fue a inspeccionar la jarra de vino, pero no era más que un disimulo, la manera de ocultar su desconcierto ante la rapidez y la astucia del asesino.