171327.fb2 Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

CAPlTULO II

«Le preguntaron a Alejandro: "¿Dónde, oh Rey, está tu tesoro?". "Está en las manos de mis amigos", respondió él.»

Quinto Curcio Rufo, Historia, libro 2, capítulo 3

Estás seguro de que fue un veneno? -preguntó Perdicles.

Telamón se encontraba en la tienda de sus colegas y sacudió la cabeza, incrédulo. Alejandro se había marchado después de mandar que se llevaran el cadáver y ordenó que prepararan la nueva tienda de Telamón muy cerca de la suya. Las dos compañeras de Antígona, Selena y Aspasia, aceptaron lavar y vestir el cadáver para que lo llevaran junto con el cuerpo del guía a la gran pira funeraria construida en lo alto del acantilado. Telamón examinó escrupulosamente el vino, la copa y la tapa de la mesa sin encontrar rastro alguno de los polvos letales. La copa había sido vaciada; el olor del vino y del opiáceo eran tan fuertes que ocultaban todo lo demás. Miró a Perdicles. El ateniense le devolvió la mirada con una expresión de tristeza.

– No se puede considerar precisamente como un buen estreno, ¿verdad? -murmuró Telamón-. Leontés tiene razón: mi primer paciente aquí muere en menos de una ahora. ¿Pero cómo? -quiso saber levantándose para pasearse por el interior de la pequeña tienda-. La sacerdotisa sirvió el vino. Vi cómo llenaba la copa. Otros la tocaron, pero, si hubiese habido algún polvo de un anillo oculto o escondido en la palma de la mano, hubiese sido visto. Sin embargo, está muerta. ¿Estás seguro de que nadie más entró en la tienda después de que nos marcháramos? -preguntó volviéndose a su interlocutor.

Perdicles sacudió la cabeza.

– El rey en persona interrogó al centinela. La muchacha siguió sentada allí, bebió el vino, y murió misteriosamente. ¿Cuánta cicuta hacía falta?

Telamón hizo una mueca.

– Los venenos son como los vinos: tienen fuerzas diferentes. En cualquier caso, sólo unos pocos granos, no más de los que caben en la punta de tu dedo, si se trataba de polvo puro. La cicuta, como bien sabes, paraliza los miembros. Las víctimas no pueden respirar. Mueren asfixiadas muy rápidamente. Por supuesto -añadió con un tono de pena-, el opiáceo que le suministré sólo sirvió para potenciar los efectos.

Se sentó en un pequeño cofre de cuero que Perdicles había calificado burlonamente como su «mejor silla».

– Bien podría ser un suicidio -señaló el ateniense.

– No -contestó Telamón, que, incapaz de estarse quieto, volvió a levantarse-. Antígona nos dio la respuesta a esa posibilidad. Sugirió que revisaran la tienda. Además, ¿cómo una muchacha que era tan poca cosa podría tener la capacidad y el ingenio para encontrar dicho polvo y después utilizarlo? Estaba aterrorizada, pero no era una suicida. ¡Los hemos interrogado a todos! -exclamó Telamón dándose una palmada en el muslo-. Probé el vino. Después, la víctima permaneció en una tienda fuertemente vigilada, con las paredes de cuero bien atadas. Sólo un fantasma hubiese podido atravesarlas.

– ¿Alguna vez has diseccionado un cuerpo? -preguntó Perdicles.

– En varias ocasiones, en el sur de Italia. En este caso, no probaría nada. Sólo confirmaría nuestro diagnóstico. La pobre muchacha ha sufrido más que suficiente. Alejandro tendrá que dar explicaciones a la familia.

Telamón estaba furioso. Le habían hecho quedar como un tonto, además de amenazarlo de una manera tan ladina como sutil. Caminó hacia el fondo de la tienda. Cleón dormía profundamente en su catre; roncaba como un cerdo. Telamón se sentó en el otro catre. Apartó la gruesa capa de lana de Perdicles, que estaba manchada de barro en el ruedo, y quitó las gruesas cáscaras de cebada enganchadas en la lana. Miró malhumorado las crépidas cubiertas de fango tiradas en un rincón. Hizo rodar una cáscara de cebada entre los dedos. Perdicles, un tanto agitado, vino a sentarse a su lado. El ateniense señaló a Cleón.

– No sabes cuánto te envidio. Tienes una tienda para ti solo. Yo tengo que compartirla con él. Nunca he visto a un hombre dormir durante tanto tiempo, como un bebé sin ninguna preocupación en el mundo.

Cleón se volvió en el catre y los miró de soslayo.

– Te he escuchado. Si hubieses bebido el vino que bebí… -añadió desperezándose-. ¡Ah, el sueño de Dionisio!

Telamón se limpió los dedos en la túnica.

– ¿Por qué estás aquí, Telamón? -preguntó Cleón con un cierto retintín-. ¿Con tu maravillosa reputación y tus extrañas curas? ¿Por qué no te largas y nos dejas en paz? Por cierto, me han hablado de tu teoría de los vendajes -apuntó sentándose en el catre.

– ¿Por qué estoy aquí? -replicó Telamón vivamente, sin hacer caso de la burla sobre su capacidad como médico-. Es algo que comienzo a preguntarme. En realidad, no lo sé.

Escucharon gritos a la entrada de la tienda. Entró un paje con la arrogancia de un general victorioso. Fingió un saludo y señaló a Telamón.

– Tu tienda está preparada, tu equipaje está guardado y el rey desea que te reúnas con él para cenar. ¡Será mejor que vengas ahora!

– ¿Cómo podría negarme?

Telamón se levantó y siguió al paje. Con toda intención, caminó como una mujer, ondulando las caderas y dejando que la túnica le marcara el culo. Cleón le gritó algo sarcástico sobre tener amigos poderosos; Telamón no le hizo caso. En el exterior, el campamento se animaba. Se habían realizado las tareas de rutina: se habían instalado los piquetes, los destacamentos de patrulla habían sido despachados, y los centinelas y los guardias ocupaban sus puestos. Los sonoros relinchos de los caballos atados a las cuerdas se escuchaban por encima del estrépito de las pequeñas herrerías donde los herreros, sudorosos y cubiertos del hollín de las fraguas, trabajaban hasta altas horas de la noche. El ejército había acabado de cenar y el aire llevaba los aromas y sabores de las diferentes comidas. Los soldados volvían a sus unidades para dormir o sentarse a charlar alrededor de las hogueras. Telamón escuchó una mezcla de las diferentes lenguas: el deje parsimonioso de los mercenarios griegos, los tonos agudos de los jinetes tesalios… Se comunicaban las órdenes, los oficiales llamaban a sus hombres y sonaban las trompetas. Entraron en el recinto real. El paje señaló una tienda que parecía una caja con telas de colores sobre los cueros que hacían de pared.

– Ésa es la tuya -anunció con voz áspera-. Allí lo encontrarás todo.

Desapareció en la oscuridad. Un guardia se calentaba las manos en un brasero junto a la entrada. Le saludó con una sonrisa cuando el físico pasó a su lado y comenzó a rodear la tienda. Era muy parecida a la otra donde habían asesinado a la muchacha. Apartó la tela para mirar los cueros. Estaban muy apretados y los agujeros en los bordes estaban reforzados con anillas. La cuerda que pasaba por ellos mantenía bien sujeto el cuero a los postes, que eran por lo menos una docena por lado. Los nudos, parecidos a los que se utilizaban en los aparejos de un barco, estaban hechos por una mano experta. Telamón se puso en cuclillas. La base era similar, con mayores agujeros para aguantar el viento, bien atada a las estacas clavadas en el suelo. Telamón tiró de la parte baja; estaba tensa como la cuerda de un arco.

Nadie, razonó, podría pasar por debajo, y se tardaría una eternidad en desatar la cuerda. Sin duda, alguien lo hubiese advertido. Luego el asesino tendría que cometer el crimen, marcharse y atar la cuerda con los mismos nudos que utilizan los montadores de tiendas.

– ¿Todo está en orden, señor? -preguntó el guardia, que estaba a su lado y le miraba dominado por la curiosidad.

– Sí, todo está en orden -contestó Telamón sonriéndole en la oscuridad-. ¿De dónde eres, soldado?

– Mi padre tiene una granja en las afueras de Pella. Soy uno de los Compañeros de a pie. Estaré aquí durante cuatro horas. Después vendrá el relevo.

Telamón le dio las gracias, levantó la puerta y entró. La tienda estaba dividida con una tela en sala de estar y dormitorio. Telamón agradeció las atenciones de Alejandro: alfombras de lana cubrían el suelo; la cama de campaña tenía un colchón de plumas y almohada; sillas, cofres y taburetes completaban el mobiliario. Había cuatro lámparas de aceite, una de ellas encendida, e incluso una jarra de vino sellada y una copa de cerámica. Oyó un ruido y se volvió. El paje se había plantado en la entrada, con una cinta roja que le sujetaba los cabellos negros rizados.

– ¿Qué quieres?

– Servirte, amo -respondió el paje mirándolo con el mayor descaro.

Telamón se acercó a sus alforjas, que estaban junto a un cofre. Se agachó para mirar las hebillas. Estaban flojas; alguien había revisado sus cosas. El físico miró al muchacho.

– ¡Lárgate, chico! ¡No me gustan las personas que tienen las manos más largas que su inteligencia! Ya me buscaré mi propio ayudante.

El paje salió disparado. Telamón escuchó las carcajadas del guardia. Se sentó en el borde de la cama. ¿Por qué Alejandro le había traído aquí? ¿Qué demonios quería de él? Sin embargo, la pregunta más importante era: ¿por qué había venido? Se levantó, echó en la copa un poco de vino y lo usó para enjuagarse la boca. Volvió a la cama y se quedó dormido. Lo despertaron bruscamente y, cuando abrió los ojos, se encontró mirando el rostro astuto y los ojos llorosos de Aristandro.

– Ah -advirtió Telamón frotándose los ojos-. El custodio de los secretos del rey, el vidente…

Aristandro hizo un gesto a los sirvientes que le acompañaban.

– ¡Agua fresca! ¡Levántate! ¡Tienes que cambiarte y estar en el pabellón real en menos de una hora!

Aristandro se marchó. Telamón le observó mientras se iba. ¿Aristandro había ordenado que revisaran sus pertenencias? Exhaló un suspiro, se levantó, se lavó las manos y la cara, se frotó el pelo y la barba con aceite y se vistió con sus mejores túnica y capa. Se calzó las crépidas, pero se llevó las zapatillas. Un paje, que le esperaba en el exterior, lo acompañó al pabellón real.

El banquete ya había comenzado y los invitados estaban sentados en cojines, con mesas bajas colocadas al alcance de la mano. El pabellón era largo y estaba mal iluminado, pero en el aire dominaba el olor de un perfume muy fuerte que se mezclaba con el olor menos agradable de las lámparas de aceite. Alejandro presidía el banquete desde un diván situado en la cabecera del pabellón. Detrás de él, en las sombras, dos oficiales montaban guardia.

– Bienvenido, físico -le dijo Alejandro saludándolo con la copa. ¡Un brindis por Telamón! -exclamó mirando a sus compañeros.

El brindis fue coreado por una multitud de voces aguardentosas. Ésta era una de las famosas bacanales de Alejandro. Sólo los más íntimos y queridos eran invitados a emborracharse en compañía del rey. Esta vez, sin embargo, se había hecho una excepción. A la izquierda de Alejandro, la sacerdotisa Antígona, sentada como una reina, bebía a sorbos de su copa. Guiñó disimuladamente un ojo al físico para comunicar que ella era la única persona sobria entre los presentes. A su lado, se encontraba Hefestión, y luego Ptolomeo con su amante, una prostituta griega que insistía en teñirse los cabellos de un color rojo oscuro. Seleuco, ya muy borracho, gritaba a Nearco y Aristandro. El maestro de esgrima del rey, el antiguo tutor de Telamón en la academia militar, también estaba presente: Cleito el Negro, con sus muy marcadas facciones oscuras y el cabello corto. La cicatriz de la espada que le había arrebatado el ojo derecho le desfiguraba el rostro. Alejandro amaba profundamente al maestro de esgrima, el guardaespaldas personal del rey. La hermana de Cleito el Negro había sido el ama de cría del monarca.

– ¡No has cambiado en absoluto, Telamón! -exclamó Cleito al tiempo que centelleaba su único ojo.

– ¡Tú sigues siendo tan feo y peligroso como siempre! -le gritó Telamón.

Cleito, que siempre llevaba la capa negra forrada con una piel de oso, echó la cabeza hacia atrás y soltó una estrepitosa carcajada. Después se limpió los labios con el dorso de la mano.

– Llegas tarde, Telamón -se burló-. Todavía tenemos miedo a las espadas, ¿no?

– ¡Sí, tan asustado como tú, la verdad sea dicha!

Ptolomeo se rió sonoramente. Cleito el Negro fulminó al físico con la mirada.

– ¿To…to…da…ví…a tar…ta…mudeas, Telamón?

– Sólo cuando me encuentro con alguien tan feo como tú.

Cleito amagó levantarse, pero, antes de que pudiera hacerlo, Alejandro batió palmas.

– ¡Telamón, únete a mí! ¡Ven!

Alejandro se levantó. No parecía estar muy firme sobre sus pies. Señaló el diván a su derecha. Un paje acompañó a Telamón. Alejandro cogió la mano del físico y se lo acercó para besarle en las dos mejillas.

– ¡Vigila tu lengua! -le advirtió-. Ya están muy bebidos. No estoy tan borracho como aparento.

Dicho esto, Alejandro soltó una carcajada, apartó a Telamón y volvió a su diván.

Telamón se puso cómodo y miró a su alrededor. La mayoría de los camaradas reales tenían el aspecto de haber venido directamente del campo de maniobras, excepto Alejandro, que estaba tan limpio y arreglado como siempre: la cabellera rubia, cuidadosamente aceitada y peinada con la raya en medio, y el flequillo aplastado contra la frente empapada en sudor; vestía una túnica blanca como la nieve, con vivos rojos, que le llegaba a las rodillas, calzaba sandalias doradas y los anillos resplandecían en sus dedos. Telamón miró la hermosa amatista que colgaba de una cadena de plata alrededor del cuello del rey.

– Un regalo de mi madre -le explicó Alejandro-. Dice que, si la introduzco en el vino, sabré si contiene veneno.

– Me hubiese venido muy bien hace un rato -replicó el físico.

– Mi madre me envía mensajes -continuó Alejandro alegremente-. No quedó muy satisfecha con la conversación que mantuvo contigo. Pero, una vez más, como dice el poeta: «La única alegría de una mujer es tener las penas siempre a flor de labios». Demos gracias a los dioses por tener lejos a mi madre -proclamó levantando la copa en un brindis a Telamón-. La quiero mucho, pero sus humores cambian tan rápido como mueve los ojos.

– ¿Qué estáis murmurando? -preguntó Ptolomeo-. Telamón, ¿dónde has estado? ¿Por qué te marchaste de los huertos de Mieza? ¿Por qué no creciste con todos nosotros para convertirte en un guerrero? ¿No te gustaría ser un guerrero, Telamón?

– ¿A ti no? -replicó el físico.

Ptolomeo no llegó a responder a la pulla porque entraron los sirvientes. La comida no era un banquete, sino tan sólo una excusa para beber. Los platos eran de segunda categoría: caldo de cebada, sardinas, pastel y liebre asada. El pan era bastante duro y la fruta robada de los huertos vecinos estaba verde. Cleito se quejó amargamente de la mala calidad del vino de Eubeo, así que Alejandro ordenó que lo cambiaran por vino de Taso. Se sirvieron aceitunas y nueces. La muchacha que servía la fruta entregó a cada huésped una corona de mirto. Luego sacó una flauta y comenzó a tocar una tonadilla. Ptolomeo los dirigió a todos en un desafinado coro. Telamón miró a Antígona sentada graciosamente, sin hacer el menor caso de las lujuriosas miradas de Cleito, como una vieja tía que tolera a un grupo de chiquillos revoltosos. Telamón picoteó la comida y bebió el vino puro. Antígona le sonrió; él le correspondió con un brindis. Alejandro gritaba algo a alguien al otro extremo de la tienda. Telamón aprovechó la oportunidad para susurrar unas palabras a la sacerdotisa.

– Ten cuidado con lo que bebes -le advirtió-. Estas fiestas acostumbran a durar hasta la madrugada.

– Te he escuchado -dijo Alejandro, que se dejó caer en el diván. Entonces llamó a un sirviente. Llenaron de vino la gran copa de ceremonias que estaba en la mesa delante del rey. Alejandro gritó pidiendo silencio y luego invocó al dios de la buena fortuna. Cogió la copa y volcó unas gotas de vino en el suelo como una ofrenda. Bebió mientras los demás entonaban un verso. A continuación, pasaron la «copa de la bondad». Esta era la señal para comenzar a beber en serio. Colocaron delante de Alejandro un enorme bol: una bella pieza de cerámica samia adornada con la representación de una horda de sátiros que perseguían a un grupo de ansiosas doncellas. Trajeron los dados. Hefestión ganó con una tirada de dos seises y un tres y asumió el mando como señor de la fiesta.

– Dos por una -anunció.

Era la medida para la noche. Dos odres de vino por uno de agua. Llenaron las copas. Hefestión propuso el brindis y Telamón, como los demás, se bebió la copa de un trago. Ésta era la señal para que los invitados se relajaran y charlaran entre ellos. Alejandro, sin embargo, sacó la daga y la golpeó contra el bol para pedir silencio.

– Doy la bienvenida a mi amigo, Telamón -proclamó-, y a la señora Antígona, sacerdotisa de Atenea, de su templo en Troya. Cuando los augurios lo dispongan, nos pondremos en marcha. El ejército principal se reunirá con el general Parmenio en Abidos. Yo marcharé primero hacia el sur, a Elaeum.

– ¿Qué hay allí? -preguntó Ptolomeo.

– La tumba de Protesilao.

– ¿Quién era ése?

– ¿Lo sabes Telamón? -preguntó Alejandro.

– El primer aqueo muerto en la guerra de Troya.

– ¡Vaya listillo! -se burló Ptolomeo.

– Cruzaremos a Troya -continuó Alejandro con tono flemático-. Haremos los sacrificios y desplegaremos el ejército en posición de combate. Luego marcharemos hacia el sur a lo largo de la costa. Critias está dibujando sus mapas y, gracias a la señora Antígona, tenemos guías suficientes.

– ¿Se puede saber cuándo ocurrirá todo esto? -preguntó Seleuco con voz aguardentosa.

Ptolomeo dejó de besuquear el cuello de su amante y en la tienda reinó un silencio absoluto.

– ¿Cuándo? -repitió Alejandro, que volvió la cabeza hacia su interlocutor-. Pues sólo cuando los sacrificios sean puros y los dioses acepten nuestros regalos.

– Pronto llegará el verano -apuntó Ptolomeo-. Los pozos y los ríos se secarán. ¿Qué pasará si Darío y el maldito Memnón rehusan trabar combate?

– ¿Qué pasará? ¿Qué pasará? -replicó Alejandro con ira y mirando a su alrededor con cara de pocos amigos-. Sabemos que la flota persa está ocupada en sofocar una rebelión en Egipto. ¿Qué pasará si las estrellas caen del cielo? ¿Si el mar comienza a hervir? ¿Os habéis olvidado de las señales? La noche que nací se incendió el templo de Artemisa en Éfeso. Quiero extender aquel fuego hasta los confines del mundo.

Alejandro entonaba el mismo himno de gloria que había entonado en la infancia y como siempre los hechizó. Hasta el cínico Cleito el Negro le escuchaba atentamente.

– ¿Cómo describió Sócrates a los griegos? -le preguntó Alejandro-. Dijo que nos sentamos como ranas croando alrededor de la charca -apuntó echándose a reír-. Bien, las ranas se han escapado. Marcharemos hasta el fin del mundo y lo pondremos a las órdenes de Macedonia. ¡Por la gloria! -exclamó levantando la copa.

La respuesta sonó como un tremendo rugido. Alejandro, como si estuviese cansado, se reclinó en el diván y le guiñó un ojo a Telamón.

– ¿Crees que estoy diciendo la verdad? -susurró.

– Aristóteles dijo que la verdad sólo era una idea que se puede dividir y dividir. Cuando llegas a la parte que es indivisible, has llegado a la verdad.

Alejandro lo miró fijamente.

– ¿Qué estás diciendo, Telamón?

– No dejo de preguntarme, señor, por qué estoy aquí. Claro que, por supuesto, la verdadera pregunta es por qué estás tú aquí.

– ¿Crees que soy el hijo de un dios, Telamón?

– Si te hace feliz, señor…

Alejandro se sentó muy erguido en el diván.

– ¿Tú lo crees?

Telamón observó cómo el contraste entre los ojos del rey era muy marcado: el izquierdo era de un color azul oscuro; el derecho, castaño oscuro. Tenía el rostro ligeramente enrojecido, con los labios con manchas púrpuras como si hubiese bebido sangre.

– ¿No crees que Olimpia me concibió de un dios?

– Si ella lo cree, señor…

– ¡Alejandro! ¡Mi nombre es Alejandro!

El rey miró a su alrededor. Sus compañeros le miraban. Se tocó la punta de la nariz.

– Continuad con vuestras charlas. ¿Bien, Telamón?

– Si tú lo crees, Alejandro, y Olimpia cree lo mismo, entonces es tu verdad. Filipo creía otra cosa. ¿Es por eso que estamos aquí, para probar que eres un dios? ¿Que eres mejor hombre que tu padre? ¿Es por la gloria? ¿Es por lo que escuché cuando venía para aquí, que quieres someter a todo el mundo al poder de Grecia?

– No lo sé -respondió Alejandro en voz baja-. Sencillamente no lo sé -confesó; luego hizo una pausa, bebió un trago de vino y sonrió-. ¿Nunca te has casado, Telamón?

– Tenemos mucho en común, Alejandro.

– El sueño y el sexo -farfulló Alejandro- me recuerdan que soy mortal.

Se subió un poco más en el diván, todavía con una expresión pendenciera en su rostro. El físico observó a su amigo de la infancia. «Eres un leopardo», pensó, «un maestro de la emboscada. Tus humores son tan cambiantes y súbitos como los de tu madre».

– Te mandé llamar, Telamón… -Alejandro hizo una pausa para responder a una de las bromas de Ptolomeo-. Te mandé llamar -repitió acomodándose mejor-, por muchas razones. ¿Recuerdas cuando éramos unos críos en Mieza? -preguntó mostrando una expresión más suave-. Cleito nos sacaba de la cama mucho antes de la primera luz del alba. ¿Qué decía?

Ambos corearon la llamada de Cleito.

– ¡Una carrera antes de desayunar te abre el apetito, mientras que un desayuno ligero te garantiza una buena cena!

– ¿Qué estáis diciendo? -preguntó Cleito.

– Vuelve a tu vino, viejo -le replicó Alejandro-. Telamón y yo estamos recuperando el tiempo perdido.

Alejandro levantó la copa para que un sirviente se la llenara. Le recordó la medida que había que utilizar.

– He bebido demasiado vino -advirtió el rey-. ¿Recuerdas, Telamón, una estatua de mármol blanco que brillaba con la primera luz del sol? ¿Qué decía la inscripción grabada en el pedestal? «SOY UN DIOS INMORTAL, NUNCA MÁS MORTAL.»

– ¿Es así como te ves a ti mismo?

– ¡Eso no importa! -exclamó Alejandro con viveza-. Rezaremos, ¿verdad? A dios padre, a su hijo, nacido del sirviente cornudo -dicho esto, Alejandro cerró los ojos-. Que ellos nos guíen y protejan durante todo el día -abrió los ojos-. Entonces era feliz. Era libre. Era el amado hijo del rey y su esposa. Todo era un escenario -musitó-. A medida que me hago mayor, las sombras se alargan sobre el escenario para envolverme. Madre y padre se entremeten. Primero en las pequeñas cosas. Un día en Mieza estaba cabalgando; el caballo saltó una cerca. Había una muchacha esclava recogiendo uvas. Utilizaba la falda a modo de cesto; tenía las piernas largas y bronceadas y los cabellos del color del trigo maduro. Coqueteamos. Nos acostamos en la fresca sombra de una encina…

– ¡Ah, esto lo recuerdo! -exclamó Telamón, que, relajado por el vino, dejaba salir los recuerdos-. ¿La ninfa del bosque?

– ¡Eso es! -asintió Alejandro-. ¡La ninfa del bosque! Era una muchacha hermosa. Nos acostamos en un lecho de uvas aplastadas. Al día siguiente, salí a buscarle, pero alguien se lo había dicho a mi madre, ¿no es verdad? Habían vendido a la muchacha y Olimpia me explicó que probablemente había tenido un encuentro con una ninfa del bosque, un regalo de los dioses. Sabes, Telamón, le creí-confesó al tiempo que aparecía una expresión desagradable en su rostro y una mirada distante en aquellos ojos extraños-. Aquella fue la primera lección auténtica que recibí: sólo debía haber una mujer en mi vida, y ésa era Olimpia. Comenzó a entonar su canto de sirena, de lo sagrado que era, el escogido de los dioses. Cómo Hércules y Aquiles eran mis antepasados. Por supuesto, me entusiasmé con todo aquello. La segunda estrofa era más cruel: que, quizá, no era el verdadero hijo de Filipo, sino el retoño de un dios. Estaba confuso. ¿Recuerdas lo triste que estaba, Telamón?

– Te recomendé que hablaras con Aristandro.

Alejandro soltó una carcajada.

– De la sartén al fuego, ¿no? Aristandro de Telmesso -apuntó volviéndose para brindar por el custodio de sus secretos, que estaba sentado con una expresión de malhumor en el extremo más alejado de la tienda-. Él cantó la misma canción de mi madre, pero me contó la dura verdad -confesó Alejandro agachando la cabeza y con lágrimas en sus ojos-. Dijo que Filipo y Olimpia se habían amado hasta la locura. Cuando se conocieron por primera vez en la isla de Samotracia, Filipo creyó que había recibido la visita de una diosa; que nunca más volvería a amar a otra mujer -recordó el rey dejando escapar un suspiro-. Por supuesto, el Filipo borracho no tenía nada que ver con el Filipo sobrio. Era capaz de follarse a una cabra y probablemente lo hizo en alguna de sus borracheras. Olimpia nunca le perdonó sus infidelidades. ¿Lo recuerdas, Telamón? ¿Cuando éramos niños y fuimos de visita a Pella y tú te colaste en el dormitorio de Olimpia?

Telamón contuvo un temblor: algunas veces reaparecían sus propias pesadillas.

– La habitación de tu madre estaba llena de hiedra -respondió en voz baja-. Había una hiedra en la pared exterior con las ramas retorcidas cargadas de hojas muy verdes.

– ¿Qué me dices de las serpientes? -preguntó Alejandro-. ¿Las serpientes que entraban y salían? No me extraña que se divulgara la historia de que Olimpia se acostaba con una serpiente, uno de los disfraces del dios Apolo. Comenzó a insinuarle a Filipo que yo no era su verdadero hijo; él se vengó amando a más mujeres. Sin embargo, yo le amaba. El día que domé a Bucéfalo -añadió con un tono de cariño al mencionar a su hermoso corcel negro, que llevaba ese nombre por su brillante mancha blanca en la frente-, Filipo ofreció un banquete y brindó por mí. «¡Éste es mi hijo, el domador de caballos!», proclamó. -Alejandro parpadeó-. Nunca me había sentido tan orgulloso. Me hizo beber vino. Le supliqué que fuera fiel a mi madre. Él se enfadó y le repliqué: «¡Si sigues engendrando bastardos no tendré reino donde reinar!» -entonces, Alejandro se inclinó para sujetar la túnica de Telamón. «¡Si eres la mitad de hombre de lo que soy, te ganarás tu reino y lo mantendrás!», afirmó. Por supuesto, mi madre se enteró de todo y me tomó en su confianza. Me describió cómo, la noche que fui concebido, el viento soplaba a través de la habitación y las estrellas casi se habían apagado mientras la casa era sacudida por los truenos y los rayos. Las llamas místicas habían llenado su dormitorio y no sé cuántas cosas más -advirtió Alejandro frotándose la mejilla-. Mi madre contra mi padre, mi padre contra mi madre. Filipo era un buen general. Decidió interpretar las palabras de Olimpia al pie de la letra. Si yo no era su hijo, se volvería a casar. Así que conquistó a la chiquilla de Attalo. Se divorció de Olimpia y dio un hijo a Eurídice. Sólo los dioses saben cuál hubiese sido el curso de la batalla si no le hubiesen matado.

– ¿Fuiste tú culpable de su muerte, Alejandro?

El rey desvió la mirada.

– No, no, no lo creo.

– ¿Qué me dices de Olimpia?

– No estoy muy seguro. Creí que aquello se había terminado -añadió Alejandro en voz baja-. Los persas proclaman que maté a Filipo. Sostienen que ningún hijo mataría a su verdadero padre y, por consiguiente, Filipo no es mi padre. Por lo tanto, soy un usurpador y un bastardo.

– Eso es lo que dicen tus enemigos -le tranquilizó Telamón-. Tú eres el capitán general de Grecia, venganza sagrada contra Persia.

– ¡Todavía soy Alejandro! -precisó el rey en un siseo furioso.

Hubiese continuado, pero el ruido en la tienda se apagó cuando Ptolomeo se levantó de un salto y gritó:

– ¡Juguemos al kottebos!

Un sirviente trajo un palo y lo clavó en el suelo en el centro del círculo formado por los divanes. Colocó un plato en el extremo del palo. Ptolomeo se balanceaba de la borrachera. Levantó la copa en un brindis.

– ¡Brindo por mi amor! -gritó. Luego vació la copa de un trago y arrojó el poso en dirección al plato. Cuando erró, maldijo sonoramente y se dejó caer en el diván. Otros se levantaron tambaleantes en medio de gritos de burla. Antígona continuaba sentada plácidamente, al parecer amodorrada, con los ojos entrecerrados. Telamón no acababa de tener claro si ella había estado intentando escuchar su conversación o si observaba a los salvajes líderes macedonios.

– Todavía soy Alejandro -continuó el rey-. Filipo está muerto y Olimpia ha regresado a Pella, pero sus espíritus me acosan. Olimpia me dijo antes de marcharme que debía ir al oasis de Siwah en el desierto egipcio, donde Ammón-Zeus me revelaría el verdadero secreto de mi paternidad.

– ¿Qué hay del fantasma de Filipo?

– Ah, el hombre de hierro. Algunas veces se me aparece en mis pesadillas. Estoy otra vez en el campo de batalla en Queronea. Los muertos se apilan. La Banda Sagrada yace como una hilera de mieses tumbadas. El lugar está cubierto de escudos y lanzas. Los gritos de los moribundos son agudos como los chillidos de los pájaros nocturnos. Me enfrento a un ejército de hoplitas muertos, vestidos y armados con sus grandes yelmos con penachos de plumas, las corazas, los escudos y las lanzas. Sus ojos y sus bocas están llenos de sangre. Se interponen entre Filipo y yo. Lucho para abrirme paso -reveló Alejandro mientras movía la mano-. Me inclino a izquierda y derecha, empujo con mi escudo, meto la espada… A la postre, consigo pasar, pero mi padre ha desaparecido.

– Sólo son pesadillas…

– No, no, escucha.

Alejandro tragó saliva, con el rostro muy enrojecido y los ojos brillantes. Telamón observó cómo tenía la frente bañada en sudor. ¿Este hombre está cuerdo?, se preguntó. A su llegada, Alejandro le había recordado a su amigo de la infancia. Pero, ¿ahora? ¿Era sólo una máscara? Alejandro chocó su copa contra la del físico.

– Tan reservado como siempre, Telamón. Voy a decirte por qué estás aquí. Estoy rodeado de enemigos, traidores, espías…

Telamón miró inmediatamente a su alrededor. Ptolomeo, sin hacer caso del jaleo que montaban sus compañeros, les miraba con una mirada solapada, un tanto burlona, como si supiera lo que Alejandro estaba diciendo y no le importara.

– ¡Escucha! -ordenó Alejandro tendiendo una mano para sujetar el brazo de Telamón-. Darío y Memnón. Conozco sus tácticas.

– ¿Tienes a un espía cerca de ellos?

– Más o menos. El rey persa no me impedirá cruzar el Helesponto. Espera atraerme a sus vastos territorios, agotar a mi ejército, hacerle pasar hambre, para después rodearnos y acabar con nosotros, aunque eso es algo que decidirán los dioses. Lo que me preocupa es el espía que tienen cerca de mí. ¿Eres tú, Telamón?

– ¡Tonterías! ¡No estaría aquí si no hubieras mandado llamarme!

– ¿Por qué despediste al paje?

– No me gustan los niños insolentes por muy bonitos que sean. Escogeré a mi propio asistente, como hago con mis amigos.

– Consigue a alguien en quien confíes -le ordenó Alejandro-. ¿Has estado en los corrales de los esclavos? Todavía nos quedan algunos tebanos por vender. Quizás encuentres a alguno allí.

– ¿Estabas hablando de un espía?

– No sé quién es -confesó Alejandro sacudiendo la cabeza-. El único nombre que me han dado es Naihpat.

– ¿Naihpat?

– Una tontería, ¿verdad? -contestó Alejandro haciendo una mueca-. Naihpat… Apolo sabrá qué significa. -Señaló a los presentes-. Tengo a mi custodio de los secretos y Darío tiene el suyo, una figura misteriosa llamada como uno de sus dioses, Mitra -precisó estirando la mano con los dedos curvados como garras-. Cómo me gustaría pillar a él y a sus secretos, a todos aquellos que furtivamente han recibido el oro persa… No tendría la menor piedad, Telamón. Los crucificaría a todos.

– ¿Quién es tu espía? -preguntó Telamón bruscamente.

– Bueno, creo que es Lisias, uno de los comandantes de la caballería de Memnón. Me envió un mensaje secreto: quiere reunirse conmigo en Troya.

– ¿Con qué fin?

– No lo sé. Sólo me pidió que me reuniera con él allí y entonces me diría el motivo.

– Entonces, ¿qué temes, Alejandro? ¿Un asesinato? ¿Una traición?

– No, temo a Filipo.

– ¡Está muerto! -afirmó Telamón.

– No, escucha. ¿Recuerdas aquel verso? -preguntó Alejandro poniendo los ojos en blanco, uno de sus gestos favoritos cuando era un niño en la academia-. Aquel del canto diecinueve de la Ilíada. ¿Cómo era? «El hígado fue arrancado de su lugar y, de él, la negra bilis manchó por delante su túnica.»

– ¿Qué tiene eso que ver con Filipo?

– ¿Recuerdas lo que dijo el oráculo de Delfos? -preguntó Alejandro-. «El toro está preparado para el sacrificio, todo está listo, el verdugo espera.» Mi padre lo interpretó como una referencia al imperio persa; sólo después de su asesinato, la gente comprendió que se refería a él -precisó haciendo una pausa-. Necesito un sacrificio puro, Telamón, antes de ordenar a mis tropas que embarquen. Todos los toros que sacrifico están mancillados. Los presagios no auguran nada bueno, así que nosotros nos refugiamos en esta tierra y mi ejército espera.

– ¡No hagas caso de las señales! -replicó Telamón-. ¡Trae tu flota aquí y navega!

Alejandro sacudió la cabeza. Dejó la copa en el suelo, cruzó los brazos sobre el respaldo y apoyó la barbilla en las muñecas. Miró a Telamón fijamente.

– Mira a tu alrededor, físico. ¿Alguien nos observa? ¿Crees que alguien nos puede escuchar?

Telamón obedeció. Seleuco hablaba ahora con Antígona. Aristandro se rascaba la entrepierna y la prostituta y Ptolomeo estaban enzarzados en una discusión. Por su parte, los sirvientes se habían retirado y la muchacha de la flauta había desaparecido. A través del hueco que dejaba la tela de entrada, entreabierta, el físico vio el escudo y la lanza de un guardia.

– ¿Recuerdas al explorador cuyo cadáver será consumido por las llamas? -prosiguió Alejandro-. ¿El que fue encontrado en las rocas al pie del acantilado? Las únicas personas que saben la verdad son Critias y Aristandro. Los demás creen que su muerte fue sencillamente el resultado de una disputa en el campamento. La daga todavía estaba clavada en el cuerpo del explorador y, en su mano, había un pequeño trozo de pergamino -apuntó Alejandro con la mirada fija-. La daga era acanalada, de origen celta -en ese momento, Telamón sintió un escalofrío, pero fue incapaz de saber si era por la fría brisa nocturna o por los ojos sin alma de Alejandro-. El mismo tipo de daga -susurró el rey-, que mató a mi padre.

– ¡Pausanias era un loco! Todos conocemos la historia -le consoló Telamón-. Esas dagas se pueden comprar en todos los mercados.

– ¿Se pueden comprar de verdad, físico? ¿Qué me dices del trozo de pergamino metido en la mano del explorador muerto? Una nota que llevaba el siguiente mensaje: «El toro está preparado para el sacrificio, todo está listo, el verdugo espera». ¿Te das cuentas de lo que está pasando, Telamón? ¿Mi padre va a detenerme?

– No seas ridículo. Eres tan supersticioso como una vieja.

Alejandro movió los brazos y sonrió. Su rostro se transformó.

– Me alegro de que hayas vuelto, Telamón -afirmó golpeándose el pecho con el puño-. Olimpia, Filipo y todo el poder de Persia no me detendrán. ¡Nada me detendrá!

– ¿Por eso arrasaste Tebas?

– Muy poco antes de que te marcharas de Mieza -replicó Alejandro-, luchábamos con espadas de madera. Yo continué dando golpes a diestro y siniestro hasta que Cleito intervino.

– Te disculpaste. Dijiste que tenías un velo rojo en los ojos.

– Eso fue lo que sucedió en Tebas -precisó Alejandro mordiéndose el labio inferior-. Las personas tendrían que saber cuándo han perdido. Una y otra vez Tebas se entremetía, conspiraba, iniciaba campañas de rumores por toda Grecia… Recuerdo haber estado ante la puerta de Electra mientras se desplegaba la Banda Sagrada. Les hicimos retroceder. Apareció el velo rojo. Pensé: «Esta vez, esta vez, acabaré con este asunto de una vez por todas. Nunca más Tebas volverá a desafiar a Macedonia». Di la orden: «¡No hagáis prisioneros! ¡No dejéis piedra sobre piedra!» -recordó con una sonrisa retorcida-. Aparte de los templos y la casa del poeta Píndaro, matamos a todos sus combatientes. Capturé a treinta mil esclavos y gané una fortuna con la venta. ¡Tebas no volverá a desafiarme nunca más! -exclamó con la mano en alto.

– ¿Alguien te está desafiando ahora?

– Sí.

Alejandro tosió. Movió las piernas fuera del diván. Se sentó.

– Y ahora llegamos a por qué estás aquí -advirtió al físico por encima del hombro.

Alejandro dejó la copa de vino sobre la mesa. Telamón miró el suelo: el borde de la alfombra que cubría el suelo junto al diván del rey estaba empapado de vino. Alejandro no había bebido ni la mitad de lo que parecía. Había bebido sorbos, algún trago que otro, pero la mayor parte del vino había sido derramada en secreto.

– Mira a tu alrededor, Telamón. Todos mis codiciosos compañeros quieren ser reyes y príncipes y cabalgar a través de Persépolis cubiertos de gloria. Mientras yo sea el más rápido, el más fuerte, el más fiero, el más astuto, el más afortunado…, estaré a salvo. Mientras la jauría se alimente bien, seré su líder. Lo mismo vale para los que están ahí fuera. La verdad es que no quieren abandonar la tierra negra de Macedonia, pero sueñan con las bellas y complacientes mujeres del harén de Darío, con hundir sus brazos hasta los codos en cofres de perlas y piedras preciosas… Si cumplo sus sueños, soy su rey, su bienhechor. No les importaría en lo más mínimo que me proclamara a mí mismo como la encarnación de Apolo.

– Tienes a Hefestión, un amigo de verdad.

– Sí, tengo a Hefestión, y tengo a Telamón. He pensado mucho y muy a fondo en ti. El día que abandonaste Mieza, a la grupa de tu padre, por el polvoriento sendero blanco, los cipreses que había a cada lado suspiraban adiós. Telamón sólo deseaba ser un físico; no quería mujeres, ni gloria ni oro. Ésta es la primera razón por la que estás aquí.

– ¿Cuál es la segunda?

– En todos mis días de vida, Telamón, nunca he encontrado otro par de ojos como los tuyos, ¡agudos como los de un halcón! Te solías sentar y mirabas, sin perderte nada. «Ése es el hombre que quiero», pensé, «es hora de que Telamón vuelva a casa». Estoy enterado de tu pequeño problema en Egipto. Los territorios persas te están vedados -dijo Alejandro encogiéndose de hombros y acomodándose mejor en el diván-. No puedes ir a Persia. Ningún macedonio es bienvenido en Grecia, aunque no lo parezca… Así que, ¿por qué no reunirte con tus amigos? Las amenazas de mi madre te ayudaron a emprender el camino. Estás aquí, Telamón, porque no tienes ningún otro lugar donde ir y, por encima de todo, porque eres curioso. Tu curiosidad puede más que cualquier otra cosa. ¿Qué mejor lugar para aprender tu oficio y mejorar tus habilidades? Antes de que se acabe el año, tendrás más pacientes de los que jamás hayas soñado -apuntó Alejandro extendiendo la mano y acariciando los cabellos de Telamón-. La verdad es que quiero que seas mis ojos, Telamón. Quiero que descubras al espía, al tal Naihpat. Quiero saber cómo murieron la muchacha y el explorador.

Seleuco les gritó algo.

– ¡Cállate! -le gritó Alejandro a su vez-. ¡Estoy hablando! ¿Recuerdas la Ilíada de Hornero? -preguntó al físico-. Solías citarla línea tras línea. Todavía guardo una copia debajo de mi almohada. ¿Cuántas heridas describe Hornero?

– Ciento cuarenta y nueve.

Alejandro chasqueó los dedos y sonrió.

– ¿Cómo fue herido Euripilo?

– Por una flecha emponzoñada: quitaron la flecha y chuparon el veneno.

– ¿Quién lo hizo?

– Patroclo, el gran amigo de Aquiles, en el canto once. Lavó la herida con agua caliente y luego la untó con la raíz agridulce de una planta.

Alejandro se acercó más a su amigo.

– Nadie más lo sabe -susurró-. Me dejaron otros dos mensajes escritos en un trozo de pergamino. El primero es del canto diecinueve de la Ilíada: «El día de tu muerte está cerca».

– ¿Qué dice el segundo?

– Es del canto veintiuno, con un pequeño cambio: «Sufrirás una muerte cruel en pago por la muerte de Filipo».