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«De Darío, Rey de Reyes, a sus sátrapas… a este asesino y ladrón, a este hombre deforme, Alejandro, capturadlo entonces.»
De la versión etíope de La historia del Seudocalístenes
La galera de guerra persa había abandonado a sus escoltas después de dejar Cios a babor, para abrirse paso a través del Helesponto, al amparo de la bruma primaveral y del anochecer. Se trataba de una nave capitana de la flota imperial, con el casco de pino pintado de un color rojo sangre por encima de la línea de flotación y de negro por debajo del coronamiento. A cada lado, junto al comienzo del espolón de bronce, había la figura de una pantera que saltaba sobre una presa invisible; a continuación, aparecía el ojo que todo lo ve, un talismán para defenderse de la mala fortuna. Memnón y sus capitanes se encontraban en la popa, tallada en forma de una hermosa concha blanca. Habían arriado las velas, quitado los mástiles, ocultado los gallardetes de guerra y reducido la intensidad de las luces de las lámparas y los fanales. Incluso el cómitre Domenicus susurraba sus órdenes mientras el gran trirreme surcaba las aguas para tomar posición delante de la ciudad de Sestos. Memnón sabía que era muy difícil que fueran descubiertos. Las nubes comenzaban a cubrir rápidamente el cielo estrellado y la bruma era una valiosa aliada, que se movía a veces como una cortina que se aparta. Los alertas vigías encaramados en lo más alto de la proa y la popa veían la luz de las hogueras del campamento macedonio de Alejandro. Memnón escuchaba el chapoteo del agua contra el casco. Los remos recogidos parecían unos brazos enormes que esperaban la orden. El capitán y sus oficiales estaban atentos a cualquier peligro, fuese un súbito cambio en la dirección del viento o la aparición de otra nave.
– No quiero acabar en las rocas -susurró el capitán, otro nativo de Rodas como Memnón, al oído del general por enésima vez.
– Los dioses están con nosotros -replicó Memnón, que hizo un esfuerzo para no emprenderla a gritos con el capitán-. Todo irá bien.
Memnón se acercó a la borda y miró a través del agua. No había queches ni barcas de pescadores a la vista. Alejandro creía que el Helesponto estaba libre de la presencia de naves hostiles. El rodio sonrió para sus adentros. Hasta cierto punto estaba de acuerdo con las tácticas de Darío. ¿Por qué no hacer que Alejandro se confiara, que se creyera protegido por los dioses? Sin embargo, Memnón no creía en los dioses; sólo confiaba en el poder de su brazo y su astucia. Arsites, el sátrapa de Frigia, no sabía que se encontraba aquí. Memnón disponía de algunas naves y había decidido tomar las riendas en el asunto. Diocles, el sirviente mudo, se le acercó. Apoyó una mano en el brazo de su amo, la señal de que deseaba hablar. Memnón le miró con una expresión de pena. Diocles seguía padeciendo con los mareos; tenía los ojos llorosos, le goteaba la nariz y mostraba manchas de vómito en los labios y la barbilla.
– ¿Qué pasa? -le preguntó el general con voz pausada.
Diocles hizo varios signos con los dedos.
– ¿Crees que hubo un traidor entre nosotros? No me lo puedo creer. ¡Lisias…!
Memnón hizo un gesto cortante con la mano y miró hacia la costa. De algún lugar bajo cubierta, sonó el grito de un hombre, pero fue un sonido ahogado. Memnón escuchó los ruidos de la gran nave de guerra: el crujido de las tablas de pino selladas con brea, el chirrido de los remos en los toletes. La nave cabeceada en la rápida corriente. De vez en cuando, uno de los timoneles daba una orden, transmitida a los remeros de las tres bancadas; entonces algunos de ellos hundían los remos en el agua suavemente para mantener el trirreme en su curso. Memnón había sufrido un duro golpe, lo habían dejado fuera de juego. Seguía sin poder aceptar que Lisias había sido un traidor. Tenía tanto que perder… Sin embargo, Darío había sido contundente. Memnón pensó en la siniestra torre de silencio, que se elevaba muy alto, con los cadáveres persas, envueltos en sus sudarios y colgados de las vigas. En el centro la jaula donde había sido encerrado Lisias, sin comida ni agua, para esperar una lenta y dolorosa muerte. El rodio rezó para que Lisias se enfrentara a la parca con coraje, mientras estaba colgado entre el cielo y la tierra, con la única compañía de los muertos a su alrededor.
Diocles le tocó la mano. Más señales.
– Lo sé -replicó Memnón-. Arsites y Darío afirman que hay más espías entre nosotros. No me lo creo.
Memnón miró con mayor atención mientras el sirviente gesticulaba a gran velocidad. El general sacudió la cabeza; no conseguía entender. Diocles repitió los movimientos.
– Sí, tienes toda la razón. Darío y Arsites no saben nada de todo esto. Quieren… Quieren que el lobo entre en el corral de las ovejas -aseguró bajando el tono de su voz-. Yo prefiero matarlo antes de que siquiera llegue a acercarse -precisó esbozando una débil sonrisa-. Un pequeño cambio de planes.
– ¡Una señal, señor! -exclamó el capitán acercándose con un dedo señalando hacia la oscuridad-. Allí, señor. ¡Al noroeste de nosotros!
Memnón miró entre la bruma. La nave se desvió un poco y vio el punto de luz de un farol. -¿Los hombres están preparados? El capitán asintió antes de alejarse. Memnón tocó la mejilla de Diocles y caminó hasta la proa, donde las señales eran respondidas por un sondeador con una lámpara. Se acercó una barca de pesca. Memnón vio al timonel, a otro hombre junto a la vela suelta y a un tercero a proa. El timonel guió la barca con mucho cuidado hasta situarla bajo la proa del trirreme. Se lanzaron los arpeos. La embarcación quedó bien sujeta por los tensos cabos, que la mantenían fuera del alcance de la bancada de remos que tenía encima.
– ¡Por el bien de Apolo! -susurró Memnón al capitán-. ¡No quiero que se enrede! Alguno de los capitanes de Alejandro podría decidir que no le vendría mal un crucero nocturno.
– La mantendremos firme -le tranquilizó el capitán.
Memnón se volvió al escuchar unas pisadas. Cinco hombres salieron a cubierta. Cada uno llevaba un hato en una mano y la coraza en la otra. Vestían unas túnicas sencillas, capas y botas de marcha. Las joyas baratas, brazaletes, anillos y collares brillaban en la escasa luz. Con los pendientes de plata en las orejas y los cabellos muy cortos, tenían todo el aspecto de lo que simulaban ser: mercenarios hoplitas que buscaban a un amo. Memnón estrechó la mano de su líder, Droxenius.
– ¿Sabes lo que debes hacer? ¿Lo que debes decir?
– Somos soldados de Argos -respondió Droxenius-. Somos mercenarios que venimos a aceptar el dracma de Alejandro de Macedonia. Viajamos por tierra. Tenemos armas, pero no tenemos amo. Hemos prestado servicios en Lidia y más al norte. Teníamos la intención de unirnos a Memnón en Rodas. Sin embargo -Droxenius se tocó la entrepierna, un gesto para evitar la mala fortuna-, creemos que perderá. Cuando desaparece el dinero y la suerte, también desaparecen los mercenarios.
Memnón rió suavemente al escuchar la última frase.
– Lo que ocurra después -manifestó- es responsabilidad vuestra. Escoged el momento y el lugar y atacad inmediatamente. Si escapáis, tendréis más riquezas de las que habéis soñado. No hagáis prisioneros. Si os matan y os encontráis en los Campos Elíseos, sabed que haré los sacrificios y trataré a vuestros amigos como si fueran míos -prometió Memnón mientras el viento nocturno sacudía su capa-. Tenéis una única y exclusiva tarea: la ejecución de Alejandro de Macedonia. Habéis dicho que sois de Argos, pero la verdad es que sois de Tebas. Recordad lo que fue la ciudad y la ruina en que la ha convertido Alejandro -continuó diciendo mientras se acercaba al grupo y miraba atentamente el rostro de cada uno comprobando cómo todos mostraban expresiones decididas-. Cada uno de vosotros tiene una deuda de sangre. ¡Las sombras de vuestros familiares, madres, padres, hermanos y hermanas claman venganza contra el tirano! ¡Golpead fuerte! ¡Golpead deprisa! -exclamó levantando una mano en señal de despedida-. ¡Después corred rápidos como el viento!
Estrechó la mano de cada uno. Se acercaron a la proa y, ayudados por algunos de los tripulantes, se descolgaron por los cabos hasta la barca. Droxenius fue el último. Cuando se disponía a bajar, Memnón le cogió por el hombro.
– Nadie sabe que vais allí. Los espías pueden ser tan abundantes y rápidos como las moscas en una cagada de perro. Tu tarea es matar a Alejandro, pero ve con mucho cuidado. Si puedes, intenta encontrar a una persona llamada Naihpat.
– ¿Qué pasará si lo encontramos? -preguntó Droxenius observando el rostro de Memnón-. ¿ Lo matamos?
– No -contestó Memnón sacudiendo la cabeza-. Si los dioses os protegen, a vuestro regreso, decidme quién es.
Droxenius asintió. Los pescadores llamaban en medio de la oscuridad. Memnón percibió el ascenso de la marea mientras cambiaban las traicioneras corrientes de estas aguas. El mercenario bajó. Memnón le pasó el hato por encima de la borda. Quitaron los arpeos. El capitán dio una orden y el trirreme se movió suavemente hacia atrás mientras el jefe de los remeros daba instrucciones precisas a algunos de sus hombres. La nave de guerra luchó contra la corriente para permitir que la barca virara. La pequeña embarcación desapareció rápidamente en la bruma.
Droxenius se sentó a popa, desde donde observaba a los tres pescadores. Memnón le había dicho que los habían sobornado para que se arriesgaran a navegar de noche y, siguiendo unas señales, a trasladar a unos hombres hasta la playa. Los pescadores habían recibido una buena paga de manos de los agentes de Memnón y les habían prometido más en cuanto acabaran el desembarco.
Se sujetó con fuerza ante los vaivenes de la frágil embarcación. Después de la seguridad y la relativa comodidad del trirreme, tenía la sensación de que había sido abandonado en una balsa en medio de un mar embravecido para que se las apañara por su cuenta. Sin embargo, los pescadores conocían su trabajo. Al principio, no vio nada más que el mar revuelto. Sonaron unas órdenes. Droxenius distinguió en la oscuridad unas borrosas manchas blancas que correspondían a los acantilados y a la playa de piedras arenosas de una pequeña cala. La barca mantuvo el rumbo hasta que el casco rozó el fondo. Dos de los pescadores saltaron al agua, al tiempo que urgían a Droxenius y los demás a que se unieran a ellos. Los mercenarios obedecieron. Entre todos arrastraron la embarcación a tierra. Droxenius se aseguró de que habían bajado y llevado la carga a la arena seca. Miró por un momento las estrellas; era plena madrugada y aún les quedaba por delante un largo camino. Miró en derredor. Si se había planeado una traición, ocurriría ahora. Algún movimiento, el brillo de una armadura, el resoplo de un caballo…Todo estaba en silencio. Uno de los pescadores le tocó el brazo y extendió la mano con la palma hacia arriba.
– ¡Ah sí! -Droxenius sonrió-. ¡Es la hora de pagar! ¡Muchachos! -llamó suavemente en la oscuridad-, nuestros barqueros quieren oro y plata. ¡Pagadles como hago yo!
Droxenius desenvainó la espada con la velocidad del rayo y la clavó en el estómago del pescador. El hombre, con su rostro manifestando sorpresa, abrió la boca mientras miraba atónito la hoja del arma.
– Lo siento -susurró Droxenius. Apoyó una mano en la nuca del hombre y lo empujó para ayudar a que la espada lo atravesara-. Es mejor de esta manera.
Sus compañeros se ocuparon de los otros dos pescadores, a quienes también habían pillado desprevenidos. En cuestión de segundos los tres yacían muertos en la playa. Droxenius dio las órdenes. Los cadáveres fueron arrojados al interior de la barca. Dos de los hombres de Droxenius se desnudaron y, a continuación, arrastraron la barca hasta el agua, desplegaron la vela y dejaron que el viento los separara de la playa. Desde donde se encontraba, Droxenius escuchó cómo abrían agujeros en el casco y arrancaban tablas. Una y otra vez miraba por encima del hombro hacia lo alto del acantilado mientras rogaba que no les abandonara la suerte. Sin embargo, ¿qué motivos tendría Alejandro para enviar a una patrulla de vigilancia? Cuando miró de nuevo hacia el mar, la embarcación ya se estaba hundiendo. Sus dos hombres, nadadores expertos, la dejaron a su suerte, se lanzaron al agua y nadaron hasta la orilla.
– No quedará ningún rastro -afirmó uno de ellos sacudiéndose el agua como un perro-. Atamos los cuerpos a la barca. Pasarán semanas antes de que los encuentren.
Droxenius les dio prisa para que se vistieran. En cuanto acabaron, el grupo de asesinos se alejó rápidamente al amparo de la oscuridad como si fuesen sabuesos.
Darío, Rey de Reyes, se hubiera sentido satisfecho con el caos y la muerte que ahora acechaban a Alejandro de Macedonia, que bebía alegremente con sus compañeros, sin tener idea de los peligros que le rodeaban. También los exploradores que había traído la sacerdotisa Antígona experimentaban una falsa seguridad. Habían presentado sus últimos respetos al compañero muerto. Alejandro en persona había rendido honores al cadáver. Había dado el dinero para pagar a Caronte y la comida para alimentar al siniestro perro Cerbero. Ahora los exploradores estaban sentados alrededor de una hoguera en los límites del campamento macedonio y disfrutaban del vino y la comida que el rey les había obsequiado para la vigilia. Ahora creían que la muerte de su compañero había sido un desgraciado accidente. El campamento estaba lleno de bribones, ladrones y prostitutas. Quizá sólo había sido una cuestión de mala suerte; después de todo, el camarada muerto tenía fama de ser un libidinoso.
– Como una cabra en celo -bromeó uno de ellos-. Quizás hubo una pelea por una mujer, una partida de dados o de taba.
La muerte nunca estaba muy lejos. Todos conocían los peligros que los amenazaban. Los exploradores se consolaban con estas reflexiones y palabras. Como rudos campesinos de la costa jónica, ya estaban discutiendo entre ellos lo que harían con el oro y la plata que Alejandro de Macedonia les había prometido. La sacerdotisa Antígona les había asegurado con términos inequívocos: «No tendréis que combatir, sólo marchar con el ejército de Alejandro para guiarlo hacia el sur. A cambio, os darán más oro y plata de la que podríais ganar en mil vidas». Con la astucia típica de los campesinos, habían sopesado todas las posibilidades. Se enorgullecían de ser griegos. No les agradaban los persas con sus altivos modales, las lujosas túnicas, los rostros arrogantes, los ojos oscuros, su idioma que nunca podrían aprender…
«Será sencillo -había afirmado su jefe Critias-. Guiaremos a Alejandro en la marcha hacia el sur y cobraremos nuestra recompensa. ¡Lo que les ocurra es decisión de los dioses, no nuestra!»
Todos habían asentido.
– ¿Dónde está Critias? -preguntó uno de ellos con voz estridente-. ¡Tendría que estar aquí compartiendo el vino!
– Oh, ahora se está convirtiendo en alguien muy distinguido y poderoso como para estar con nosotros -replicó otro.
Todos asintieron, con los rostros enrojecidos y los ojos brillantes. El vino fuerte que Alejandro les había enviado, estaba comenzando a hacer su efecto; afloraban las viejas tensiones y rivalidades. Siempre había considerado a Critias un hombre que se daba muchos aires, un griego con un pasado sombrío y con una cierta educación. Había prometido a Alejandro dibujar unos mapas donde aparecerían marcados los arroyos y las fuentes para que la caballería no muriera de sed bajo el sol ardiente.
– Tendría que estar aquí -insistió Lascus, que era el más alto y fornido de todos ellos.
Cogió un trozo del pescado que se asaba en las brasas y se lo engulló de un bocado. Lascus sólo deseaba cruzar el Helesponto cuanto antes. Quería regresar a su casa. Quería que sus paisanos, sobre todo las mujeres, le vieran en toda su gloria. ¿No les había prometido Alejandro una lanza y una espada que podrían llevarse con ellos? Lascus cogió la jarra y, sin hacer caso de las protestas de sus compañeros, bebió directamente del recipiente.
– ¿Qué opinas de nuestras probabilidades, Lascus? -preguntó un compañero.
– ¡Será tan fácil como segar el trigo! -replicó el bravucón, en cuanto acabó de beber. Miró alrededor de la hoguera con una expresión ebria; los rostros de sus compañeros estaban sucios de grasa. Hacía meses que no comían ni bebían tanto. Lascus tenía el estómago hinchado; tendría que beber agua antes de echarse a dormir o, a la mañana siguiente, se levantaría con un tremendo dolor de cabeza.
– Te diré lo que pasará -dicho esto, Lascus hizo un ruido con los labios-. Tenéis que pensar en lo que harán los persas.
– ¿Qué pasará si queman los campos? -gritó alguien-. ¡Ya se ha hecho antes!
Lascus le guiñó un ojo con una expresión picara.
– No lo creo. Conocen a los macedonios. Yo también. Los he visto ejercitarse. Les encantan los territorios llanos. He estado en las jaulas de los esclavos. Hablé con una puta pelirroja que capturaron en Tebas. Tiene unas tetas muy grandes -puntualizó haciendo un gesto con las manos-. Es una lástima lo que le pasó en el rostro -aseguró, comentario que fue recibido con aplausos y voces obscenas-. Tengo la intención de volver allí -afirmó Lascus.
– ¿Qué decías de los macedonios?
– Hablé con la puta pelirroja. ¿Sabéis cómo se hace llamar? Como la diosa, aquella de la que habla Antígona: Casandra. No creo que ése sea su verdadero nombre.
El hombre que le había hecho la pregunta comenzaba a impacientarse. Miró a Lascus y le enseñó los dientes como un perro furioso.
– Tal como dije, he visto las maniobras de los macedonios. Destrozaron al ejército tebano delante de la puerta principal. Utilizaron las murallas de la ciudad como un herrero utiliza el yunque. Las machacan y las derriban. Encontraron una puerta abierta y Alejandro y su horda entraron por allí. Los persas no se dejarán atrapar de la misma manera. Alejandro conocerá a su ejército, pero nosotros conocemos nuestro país.
Sus comentarios fueron recibidos con gestos y gruñidos de aprobación. Los exploradores recordaron las tierras donde habían nacido: llanuras polvorientas, bosques, empinadas colinas, sombríos cañones y torrentes y ríos todavía caudalosos con las aguas del deshielo.
– ¡El Gránico! -gritó uno de ellos.
– Ah sí, el Gránico.
Lascus recordó el caudaloso río, con las empinadas riberas cubiertas de vegetación. Tendría que hablar con Critias al respecto. Una súbita arcada le dejó un regusto ácido en la boca. Murmuró algo, se puso de pie y se alejó tambaleante en la oscuridad. Recordaba las órdenes que les habían dado. Los celadores del campamento habían sido muy claros: «¡Si tenéis que orinar y defecar, id a hacerlo bien apartados del campamento!».
Caminó con paso inseguro entre los cuerpos de los soldados que dormían alrededor de los rescoldos de las hogueras. Un centinela le dio el alto. Lascus se señaló la entrepierna. El hombre se rió, soltó un escupitajo y le dejó pasar. El explorador se encaminó hacia un grupo de árboles. A lo lejos se veían las luces de Sestos y se preguntó si podría ir allí de visita. Hizo una pausa cuando escuchó un ruido a su espalda. Miró hacia atrás, a las luces del campamento. El terreno era muy quebrado en esta zona. Abundaban los plintos de piedra cubiertos de musgo. Critias afirmaba que en el pasado aquí se había levantado una ciudad. ¿Qué sabía Critias? Acabó de orinar y se volvió para emprender el camino de regreso al campamento. Atisbo una silueta que corría hacia él, una sombra recortada por la luna que se movía a gran velocidad. Lascus se quedó paralizado.
Antes de que pudiera recuperarse, la figura ya se le había echado encima. Sintió un dolor terrible en un costado. Intentó defenderse, pero la muerte había sido mucho más rápida, como una saeta a través de la oscuridad. Lascus se tumbó hacia adelante. El dolor era muy intenso. Acercó una mano a la herida y la daga celta se hundió en su costado hasta la empuñadura alada. El campesino cayó de rodillas mientras maldecía su propia estupidez. Una lechuza chistó desde un árbol. Lascus el guía, el futuro héroe, se tumbó de bruces, con los ojos sin vida, mientras su asesino le ponía un trozo de pergamino entre los dedos sin fuerza.
La fiesta en el pabellón real había degenerado en una algarabía. Seleuco y Ptolomeo discutían agriamente sobre la reputación de cierta dama que ambos habían cortejado en Macedonia. Hefestión estaba tendido en un diván, con una sonrisa plácida en su rostro. Alejandro, ajeno a la tensión, no hacía caso a sus invitados y continuaba inmerso en su conversación con Antígona. A Telamón se le cerraban los ojos. Estaba decidido a que no tuvieran que llevarlo a su tienda, tal como había dicho Ptolomeo con sorna: «¡Como a un crío después de su primera copa!». Notó una ráfaga de aire helado. Uno de los guardaespaldas reales acababa de entrar en el pabellón. Alejandro se levantó del diván y los dos hombres iniciaron una conversación en susurros a la que no tardó en sumarse Aristandro. El rey se acercó a Telamón y dio un puntapié en la base del diván.
– Aristandro quiere hablar contigo.
– ¿Sobre qué? -replicó Telamón, malhumorado.
– Veneno -contestó Alejandro sonriendo mientras se alejaba.
El custodio de los secretos del rey ya se encontraba en la salida de la tienda y le hacía gestos para que se diera prisa. Telamón se reunió con él en el exterior. El aire frío de la noche le despejó rápidamente.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Ven conmigo, Telamón. No corres ningún peligro. Te lo garantizo.
No habían caminado más que unos pocos pasos cuando Telamón escuchó un ruido y se volvió. Un grupo de rudos mercenarios les escoltaban. Eran celtas, no griegos, todos vestidos con las más estrafalarias y coloridas prendas y armaduras: polainas metidas dentro de las botas; armaduras de cuero sobre las túnicas; cascos con las formas de diversos animales… El jefe llevaba una piel de leopardo sobre un hombro y un escudo donde aparecía pintado el ojo que todo lo ve, el emblema personal de Aristandro. Todos empuñaban las espadas y dos de ellos llevaban teas. Telamón los vigiló mientras se acercaban. Los celtas eran unos gigantones que medían casi diez palmos de estatura. Las cabelleras, peinadas en trenzas sujetas con cintas de colores, les llegaban hasta más allá de los hombros. Los cascos cubrían la parte superior de sus rostros y el resto se ocultaba bajo las enormes y enmarañadas barbas.
– ¡Ah, mis bonitos niños! -exclamó Aristandro volviendo sobre sus pasos y mientras se limpiaba las uñas pintadas con un mondadientes-. ¿No son unos chicos preciosos, Telamón? ¡Mi guardia personal! ¡Una docena de brutos! -afirmó riéndose-. ¡Unos chiquillos encantadores que me destrozan la casa y acaban con mis víveres! ¿No es así, precioso mío? -preguntó al líder.
El hombre respondió en un griego macarrónico. Sus ojos azul claro iluminados por la luz de las antorchas miraban al físico con una expresión feroz.
– ¡No, no, eres un chico malo! -exclamó Aristandro dándole un golpe en la mano con una expresión juguetona-. Telamón no es mi presa, es mi amigo. ¿Verdad que eres mi amigo, Telamón?
El físico lo miró fijamente.
– ¿Lo eres? -insistió Aristandro pateando el suelo con impaciencia.
– Si tú lo dices…
– Lo más importante -añadió Aristandro, que agitó los dedos delante del rostro del bruto- es que es amigo del rey. ¡Es el físico de Alejandro! No es un traidor -sentenció dando un paso atrás y mirando con cariño al grupo de rufianes armados-. ¿Sabes cómo les llamo, Telamón? Mi coro. Les enseño canciones. ¡Venga, chicos! -exclamó asumiendo la pose de un director de coros-. ¡Cantaremos el himno a Apolo!
Telamón miró boquiabierto mientras los celtas, sin preocuparse de dónde estaban, comenzaron a entonar el muy conocido himno:
¡Apolo, señor de la luz!
¡Dorado oponente de la larga noche!
¡Hijo de Dios!
¡El dorado!
¡Saludamos a Apolo!
¡Rey del Sol!
El canto era escandaloso y desafinado. En algún lugar del cercado real, una voz gritó:
– ¡Callaos, condenados cabrones!
El jefe de los guardaespaldas respondió con algo obsceno. Aristandro dio unas palmaditas en el hombro de Telamón.
– No te lo vas a creer. ¡Les encantan Sófocles y Eurípides! ¡Muy bien, chicos, el coro tebano! -exclamó mirando otra vez a los celtas.
Como niños dóciles a las órdenes de su maestro, los celtas, que no dejaban de mirar a Telamón con verdadera inquina, entonaron el famoso discurso de Sófocles:
En Tebas, ciudad del sol,
se escucha la graciosa voz de Dios.
Mi corazón rebosa temor.
Siento terror ante lo que van a decir.
Escucha, oh sanador de Delos,
tenemos miedo. ¿Qué harás tú?
¿Cosas nuevas, o viejas como el año?
Háblanos, hija de la preciosa esperanza.
¡Escuchemos la palabra inmortal!
– ¡Ya es suficiente! -gritó Aristandro-. ¡Buenos chicos! -exclamó sonriente-. Cuando regresemos a Atenas, interpretaremos la obra, les guste o no. ¡Venga, continuemos, puede que la noche todavía sea joven, pero yo no lo soy!
Aristandro reemprendió la marcha. Telamón le siguió, rodeado por los silenciosos pero amenazadores mercenarios. Salieron del recinto real y cruzaron el campamento dormido, dejaron atrás las líneas de los centinelas y subieron a la colina, hasta el lugar de los sacrificios donde Alejandro había dedicado doce altares de piedra a los dioses del Olimpo. Aristandro se apoyó en uno de los altares. La escolta se acercó para rodearlo.
– ¡No os acerquéis tanto! ¡No os acerquéis tanto! -les ordenó Aristandro con voz tierna-. ¡Por el culo de Caronte! -le susurró a Telamón-. La verdad es que apestan; tienen una aversión terrible al baño.
Dio una orden y los guardaespaldas encendieron las antorchas que ya estaban colocadas; la luz creó nuevas sombras que acentuaban el aspecto siniestro del escenario de los sacrificios.
– ¿Para qué crees que te he traído aquí, Telamón?
– ¿Para presenciar una representación?
Aristandro se tapó la boca para disimular la risa. Telamón se enjugó el sudor de la frente y se arrebujó en la capa. La brisa era fuerte, fría, cargada con el regusto salobre del mar. A lo lejos, el batir de las olas contra las rocas sonaba como el distante tronar de una tormenta. El nigromante miró hacia donde miraba su acompañante.
– No me gusta el mar, Telamón. Me sentiré feliz cuando esté al otro lado. Alejandro cree que la flota persa está en Egipto, anclada en el delta. Yo no estoy tan seguro de eso. Si regresan y se oponen a que crucemos, rogaré para que haya otra Salamina, porque sólo los dioses saben lo que pasará entonces. ¿Cómo has encontrado a nuestro noble señor?
– Como siempre. Quizás un poco más confuso.
– Muy bien.
Aristandro agitó una mano como si espantara a un insecto y miró a los guardaespaldas, que estaban reunidos alrededor de una pequeña hoguera improvisada.
– Alejandro está confuso y no lo está. ¿Quieres la larga y aburrida explicación diplomática, o prefieres la breve y directa?
– Se me están congelando las pelotas, Aristandro.
Una vez más, el custodio de los secretos del rey se rió por lo bajo.
– ¿La mente de Alejandro? Bueno, es capaz de pensar en tres o cuatro cosas a la vez. Es la gloria de Grecia. Quiere emular a su padre y desea conquistarlo todo hasta el final del mundo. Tú lo sabes, Telamón, pero no su ejército. Vamos a marchar hasta el mismísimo borde de la existencia: tal es el sueño de Alejandro.
– ¿Cuántos morirán para que se cumpla?
– Una pregunta que se podría interpretar como una traición. Los hombres han de morir de todas maneras.
– Por lo tanto, ¿comprenderán que mueren por el honor de Macedonia, o que es por la gloria de Alejandro?
Aristandro miró a Telamón directamente a la cara. Ya no era el payaso con el rostro y las uñas pintadas; su rostro era enjuto, la expresión hambrienta, la mirada dura, la boca firme.
– Alejandro es un dios -respondió con un tono furioso-, encarnado en un hombre. Está rodeado de traidores y de aquellos que le desean mal. Desde mi punto de vista, hay cuatro personas, cuatro paredes que protegen a Alejandro: Olimpia, Hefestión, Aristandro y, creo, tú, Telamón. Así que, por favor, ¡no me desilusiones!
– Alejandro es muy querido por sus tropas.
– Eso es porque no conoce la derrota. ¿Debo decirte algo, Telamón? Vamos a cruzar a Asia. Alejandro buscará al ejército persa y lo exterminará. Es eso o enfrentarse a la aniquilación. No hay compromisos ni dudas.
– Entonces, ¿por qué Alejandro no cruza?
– Busca la gloria, pero los auspicios deben ser los correctos. Quiere cruzar como Alejandro, sin Olimpia montada en la espalda o la sombra de Filipo caminando a su lado. Todo conspira contra él. A primera hora de esta mañana, Alejandro sacrificó un toro a Zeus. ¡Yo mismo escogí el condenado animal! Sin embargo, el hígado estaba manchado y las señales eran malas. Tenemos la muerte del guía y de aquella muchacha. Alejandro también me ha hablado de los mensajes dejados por el asesino, las citas de la Ilíada.
– ¿Con qué frecuencia aparecen?
– Desde que llegamos aquí, por lo general traídos por algún buhonero o hojalatero. Todos los días llegan cartas para éste o aquél. Hay centenares de mercenarios que vienen en busca de un empleo; es sólo una cuestión de tiempo -concluyó Aristandro mirando en dirección al mar con una expresión nostálgica.
– ¿Antes de qué? -le urgió Telamón-. ¡Aristandro, no seas tan misterioso! ¡Me estoy congelando!
– ¡Muy pronto te calentaré la sangre! ¡Muy pronto te calentaré la sangre!
Aristandro se apartó unos pasos y después volvió. Telamón se sintió un tanto nervioso. A pesar del vino y su confianza en Alejandro, el físico desconfiaba del custodio de los secretos, esta criatura de Olimpia con la mirada aviesa y una reputación siniestra.
– No es ningún secreto -manifestó Aristandro-. Darío quiere que Alejandro cruce para poder aplastarlo, pero aquí tiene que haber asesinos, pagados por hombres, o mujeres, que sencillamente quieren ver a Alejandro muerto.
– ¿Aquí en el campamento? -preguntó Telamón.
– ¡Oh sí, aquí en el campamento! Ni siquiera se puede confiar en los compañeros de copas. ¿Has escuchado hablar de Seleuco? Su madre también afirma que fue engendrado por un dios. Ptolomeo insinúa que Filipo fue su verdadero padre, mientras que Nearco siempre seguirá al más fuerte.
– ¿Por qué me dices todo esto aquí?
– Porque tú sabes cosas de Alejandro que los demás no saben: sus sueños, su mente y los demonios que acosan su alma. Tal como dije, está confuso por el sacrificio y la constante campaña de rumores. Alejandro busca el combate. Una gran victoria sobre Persia significará la vindicación de los dioses. Ya he hablado suficiente. ¡Quédate aquí!
Aristandro se alejó. Dos de sus guardaespaldas se levantaron de un salto y corrieron hacia el campamento. El nigromante llamó a Telamón para que viniera a calentarse junto a la hoguera.
– ¡Bueno, bueno! -dijo complacido Aristandro extendiendo las manos y con su rostro cruel alumbrado por las oscilantes llamas-. ¡Unos chicos encantadores! -murmuró.
A Telamón le recordaban a una manada de lobos preparados para cazar.
– ¡Muy bien, muchachos! -exclamó Aristandro dando unas palmadas-. Repasaremos el discurso de Creón en la obra de Sófocles. Lo diremos juntos, hasta la mitad. Es una pena que mi enano Hércules no esté aquí. ¡Qué le vamos a hacer! Yo llevaré la voz cantante -dijo, y comenzó-: «Ninguna herida es más profunda…».
El resto de los guardaespaldas se unieron:
… que el amor que se ha convertido en odio.
Esta muchacha es una enemiga: ¡fuera con ella!
Una vez sorprendida en acto flagrante,
la única traidora en nuestro Estado,
no puedo convertirme yo también en un traidor.
Así que ella debe morir…
Telamón escuchó atentamente mientras los bárbaros vociferaban las estrofas, ansiosos por complacer al hombre pequeño sentado a su derecha. Aristandro hizo un gesto para pedir silencio.
– Yo mismo les enseñé griego. Estoy muy orgulloso de los muchachos, y también lo está Hércules. ¿No quieres un guardaespaldas, Telamón? En un lugar como éste, poblado de serpientes, alguien tendría que protegerte la espalda.
– Tengo mi propia opinión al respecto.
– ¡Bien!
Aristandro se volvió y comenzó a canturrear casi para sí mismo una de las nostálgicas canciones de su guardia celta. Los demás se sumaron y continuaban cantando cuando regresaron los otros dos en compañía del físico Leontes y el joven paje que se había ofrecido para servir a Telamón. Ambos se veían somnolientos y ansiosos. Aristandro les hizo unirse al círculo. Leontes se sentó en cuclillas y miró a Telamón con una expresión de súplica.
– Lamento haber interrumpido vuestros sueños -manifestó Aristandro con voz dulce-. Dime, Leontes, ¿te gusta mi amigo Telamón o tienes celos de él?
– Sé muy poco de él. ¿Qué es esto? ¡No tienes ningún derecho!
– ¡Tengo todo el derecho y más!
Leontes se rascó la nariz. Parpadeaba sin cesar.
– ¿Fuiste tú quien pegó fuego a la tienda de Telamón?
– ¡Por supuesto que no!
– En cambio, sí que has estado en la nueva esta noche, ¿verdad?
Leontes levantó las manos como si implorara clemencia.
– ¿Verdadero o falso? -tronó Aristandro-. Enviaste a mi amigo una jarra de vino. Un buen Chian en una preciosa jarra de cerámica samia roja y negra, con la tapa sellada. ¿Siempre eres tan generoso con aquellos que no te agradan?
El corazón de Telamón dio un brinco.
– ¿Quieres que vaya a buscar el vino? -prosiguió Aristandro-. ¿Quieres que te lo haga beber?
– ¿Qué es esto, Leontes? -preguntó Telamón.
– Te envió un regalo -le explicó Aristandro-. Contiene una pócima: ¿belladona, cicuta, veneno de serpiente, beleño negro…?
Leontes se hubiera levantado de un salto, pero uno de los guardaespaldas lo obligaba a quedarse quieto.
– Si no me lo dices -susurró Aristandro-, acabaré por enfadarme.
– No era más que zumo de sena.
– ¡Ah! ¿Para vaciarle los intestinos? ¿Para hacer que mi amigo Telamón se pasara todo el día en la letrina? ¿Por qué lo has hecho, Leontés? Los cocineros del ejército -añadió con un tono burlón- lo hacen mucho mejor. ¿Qué más?
Telamón no podía dar crédito a lo que escuchaba.
– ¿Tienes cicuta entre tus polvos?
– Tengo un poco.
– ¿Le diste un poco a aquella muchacha? ¿La que encontraron perdida en los alrededores de Troya?
– ¡No! ¡No! ¡Jamás toqué la copa!
– Cierto, cierto -admitió Aristandro-. Al menos, no me parece que tú lo hicieras.
Leontés se veía cada vez más pálido y desesperado.
– Sentí celos de Telamón. Pensé que podía gastarle una broma.
– ¿Cuánta sena? -preguntó Telamón-. ¡Eres un maldito imbécil, Leontes! Sabes que puede causar lesiones muy graves.
– No hay nada como presenciar un debate entre físicos -dijo Aristandro, en una repetición del comentario que había hecho Alejandro-. Pero cada vez es más tarde y yo estoy más cansado. Pasemos a otros asuntos, Leontes. ¿Quién te dio las daraicas de oro que guardas en la bolsa oculta en un agujero cavado en el suelo debajo de tu cama? Le diste una a este paje.
El joven, que hasta entonces había permanecido inmóvil como una estatua, dio un respingo, asustado.
– He cruzado el Helesponto -tartamudeó Leontés-. Lo que tengo, me lo he ganado honradamente.
– ¿Haciendo qué? -replicó Aristandro-. ¿Como físico o espía? ¿Conoces a Lisias?
– ¿Quién?
– ¿Conoces a Memnón el rodio? ¿El traidor griego a sueldo de Persia?
– Me lo presentaron.
– ¿Y no te presentaron a Lisias? ¿Sabías que Lisias quería encontrarse con Alejandro en Troya?
– Yo…, eh…, todos lo saben.
– ¡No todos lo saben! Dime una cosa, Leontes -dijo Aristandro poniéndose de pie y estirando los brazos-. ¿Conoces a Arsites el sátrapa? Dentro de muy poco arrasaremos sus territorios -Aristandro señaló hacia allí-. Sus tierras se encuentran precisamente al otro lado del Helesponto.
– Sí, me he cruzado con él en varias ocasiones, pero siempre desde lejos.
– Vaya -respondió Aristandro agachándose-. Creo que estás mintiendo, Leontes. ¿Por qué te uniste al ejército? Escribiste al rey para ofrecerle tus servicios.
– Conocí a su padre.
– ¿No habrá sido por el hombre que mataste en Atenas? ¿El rico y poderoso comerciante de trigo? Confundiste una vulgar fiebre con algo más grave y tus pócimas lo mataron.
– Fue un error. Tuve que huir.
– ¿Conoces a alguien llamado Naihpat?
– No, no. ¿De qué estás hablando? -preguntó Leontés enseñando las palmas de las manos-. Admito que le gasté una broma a Telamón. Una estupidez por mi parte.
– Sí, y sobornaste a un paje real para que te ayudara. ¿Sabes que Alejandro recibió una advertencia secreta donde se citaba tu nombre, Leontes?
El físico soltó un gemido y se llevó la mano a la boca.
– «Recela de Leontes»; eso es todo lo que decía la nota. Por lo tanto, veamos, ¿qué tenemos aquí? -Aristandro comenzó a llevar la cuenta con los dedos-. Quemaron la tienda de Telamón, y creo que fue obra tuya. La muchacha a quien Alejandro deseaba interrogar muere a consecuencia de beber la cicuta añadida misteriosamente en su copa de vino. No nos dijiste que tenías cicuta en tu botiquín. Pareces haber conocido a Memnón y Arsites. Tienes daraicas de oro, la moneda de Persia, ocultas en un agujero. Le envías vino emponzoñado al médico personal y amigo del rey. Has sobornado a un paje real. Eres la persona mencionada en una misteriosa advertencia al rey. ¡Tú eres un traidor, Leontés!
– ¡No, no, eso es una mentira!
– Te diré una cosa -advirtió Aristandro mientras se frotaba las manos-. No tendrías que estar aquí, Leontés. Es hora de que regreses a casa.
Aristandro miró al jefe de su guardia personal y le habló en una lengua que Telamón no comprendió. Se dio una orden. Los hombres que estaban junto a Leontés le obligaron a levantarse.
– ¿Qué vais a hacer? ¡Telamón, ayúdame por favor!
Telamón cogió a Aristandro por el brazo, pero el nigromante le apartó.
– Ah, por cierto, puedes marcharte -ordenó Aristandro al paje-. Si te encuentro en el campamento dentro de una hora, te mandaré crucificar. ¡Vete! ¡Tienes una hora! ¡Si te vuelvo a ver, morirás!
El paje se levantó en el acto y salió disparado. Aristandro hizo un gesto a los celtas.
– ¡Haced lo que os he dicho, llevadle a casa!
Leontés chilló y pataleó, pero fue inútil. Telamón amagó levantarse, pero una mano musculosa lo retuvo por el hombro y el físico contempló impotente como se llevaban a Leontés fuera del círculo de los sacrificios, más allá del altar hasta el borde del acantilado. Los guardaespaldas lo empujaron. El grito de Leontés resonó en la noche mientras caía hacia las afiladas rocas del fondo.
– ¡Quizás era inocente! -susurró Telamón.
– Ningún hombre es inocente -replicó Aristandro-. Además, ¡le había prometido que le enviaría a casa!