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Miro al psiquiatra, mientras hago un gesto de asentimiento.
– ¿Una especie de agente doble? -pregunta.
– Le dije que un tío como Johnny G nunca haría negocios con una mujer. Ya sabe, toda esa mierda de la mafia italiana. Ella me miró como si fuera tonto.
»Ella lo arregló todo. Se plantó en la sede del sindicato. No pensaba marcharse hasta que viera a Johnny G. Le dijo que sólo era la mensajera. Supongo que él se lo tragó. Al menos por un tiempo, aunque dudo de que tardara mucho en averiguar que yo no tenía ni voz ni voto.
– ¿Vuelves al guión? Sin opción.
– Exacto -le digo.
– Vamos, tú mataste a James King.
– Si alguien le apunta con una pistola en la cabeza y dice: «Pégale un tiro al hombre que entre por esa puerta o te mato», y lo hace, ¿es asesinato?
– Deberías responsabilizarte de tus actos.
– ¿Quién debería responsabilizarse de qué?
– ¿Alguien te apuntó con una pistola?
– Sí, maldita sea. O al menos eso me pareció.
Me quité la americana y la camisa, y el técnico me pegó el cable sobre la piel. Las dos brujas no se perdían detalle. Podía oler mi propio sudor. Sentí un escalofrío, crucé los brazos, y me cubrí los pezones con las manos. La pelirroja se sonrojó y bajó la mirada al suelo. La más masculina se limitó a hacer un mohín con la boca, como si acabara de tropezar con algo.
La verdad es que era un mal trago entrar en aquella casita amarilla transformada en un restaurante, situada en la salida de la interestatal, y ver a Johnny G sentado a una de las mesas del fondo, con los ojos brillantes como los de un gato. Fue directo al grano, diciendo tonterías sobre un gran contratista a quien quería que adjudicara la obra, un contratista al que yo conocía porque financiaba cualquier causa benéfica que se te ocurriera. Y la sonrisa que lucía Johnny G era una burla tanto por nuestra habilidad para alejar al gobierno de nuestra corrupción como por la posibilidad de estropear el juego limpio de la gente honesta que luchaba por la adjudicación por medios legítimos.
Ya había convencido a James de que concediera el trabajo a una pequeña lista de contratistas cualificados, arguyendo que el tiempo era oro y que, ahora que se acercaba la estación lenta, obtendríamos los beneficios de uno de los grandes sin tener que abonar el pago habitual por comprar en una sola fuente. La conexión de Johnny G se establecía con uno de los finalistas, y su nombre nunca saldría en la conversación que grababa el FBI.
Me sentía como quien ve una película: allí sentado, comiendo Una ensalada caprichosa, calamares rebozados y manicotti con salsa de vodka, sonriendo a un hombre al que despreciaba. Johnny G tampoco me lo puso fácil. No se limitó a estar allí y a sonreír como haría una persona normal que tiene en la mano todos los ases. Tenía un tic que nunca había advertido antes. Cada par de minutos se lamía la punta del dedo y se tocaba la parte trasera del cuello. Me descubrí deseando que dejara de hacerlo. Pero no paró, así que la diversión de joder al FBI quedó sofocada por tener que conspirar con un delincuente aquejado de un tic.
Salí del restaurante sintiéndome insignificante, pero las cosas mejoraron en el asqueroso motel donde me reuní con las brujas y su esbirro técnico. Estaban encantados con su logro. En el séptimo cielo. Con sus placas relucientes y sus pensiones de jubilación esperándolos al final de la partida, se sentían superiores al resto de los mortales.
– No parece muy contento -dijo Rooks cuando ya se hubieron calmado.
– Estoy acojonado -dije. Adopté una mirada seria y borré una sonrisa tonta-. No será a usted a quien persigan cuando todo esto salga a la luz.
– Nadie va a resultar herido -dijo la pelirroja, y me miró con sus grandes ojos verdes y una expresión de genuina inquietud.
– Ya, dígaselo a Milo -repliqué, mientras me preguntaba por qué alguien en su sano juicio confiaría su vida al FBI.
– Esto es distinto, ya se lo dijimos -explicó la pelirroja.
– Sólo para que quede claro -dije-: si en esos papeles no apareciera la firma de mi mujer, tendrían que vérselas con mi abogado.
– No es demasiado tarde -comentó Rooks.
– Dorothy -murmuró la pelirroja-, por favor. ¿Podemos tranquilizarnos un poco?
Aquella noche, cuando llegué a casa, celebramos una cena en familia. Jessica asó unos bistecs y frió patatas. Tommy parloteó sobre el entreno de rugby e intenté concentrarme en él mientras hablaba, pero mi mente iba por otros derroteros. No me sentía demasiado culpable por ello. Mi padre ni me miraba cuando nos sentábamos a comer.
Cuando terminamos, Jessica empezó a fregar los platos y mi hijo me preguntó si quería ver la tele.
– ¿No tienes deberes? -pregunté.
– Sí, ¿quieres ayudarme?
– A mí nadie me ayudó -contesté-. Así es como se aprende. Ve a hacerlos.
– ¿Luego podré ver la lucha?
– Claro.
– ¿Contigo?
– Ya veremos.
– Lucha Undertaker contra Kurt Angle.
– De acuerdo. Pero primero haz los deberes.
Se fue a su cuarto. Jessica tenía una botella de Pinot Noir y dos vasos, y señaló con la cabeza las grandes butacas de cuero del salón.
– Podrías hacerle un poco más de caso -dijo ella.
La seguí hasta las butacas. Ella sirvió el vino y me dio un vaso.
– ¿Y tú? -pregunté-. ¿Le das tú todo lo que necesita?
Me miró fijamente, y vi cómo los ojos se le inundaban de lágrimas.
– Le quiero -dije en voz baja. Lo que no podía decir era que una parte de mí se estremecía siempre que veía a mi hijo u oía su voz. Me odiaba por ello, pero no quería volver a sentir lo mismo que pasé con Teague-. ¿Podemos dejar el tema?
– Sólo creo que podrías tener un poco más de paciencia.
– Lo sé -afirmé-. Lo intentaré.
Ella suspiró y se quedó en silencio, dando pequeños sorbos al vino.
– Y bien -dije; agité el vino y cambié de tono y de tema-. ¿Quién está con Johnny G? ¿Construcciones Bell? ¿Hogan & Price?
– ¿Qué tal suena medio punto sobre el bruto? -preguntó ella, enarcando la ceja y alzando el vaso.
– Joder. Son millones de dólares.
– En efectivo -aseguró ella-. Cuando tengas las ofertas, les pasarás los números y ellos se asegurarán de presentar una propuesta más baja. Aceptas su oferta y les dejamos que recuperen lo perdido a base de extras.
Se conoce como low-balling. Un contratista pasa un presupuesto bajo, pero cuando ya ha conseguido la obra, empieza a añadirle extras: añadidos de alto coste que, según ellos, no estaban incluidos en el presupuesto original, aunque se trata de elementos esenciales para la finalización del proyecto. Como los conmutadores y los enchufes. Es un juego arriesgado si trabajas para alguien que no está dispuesto a ceder, pero es un negocio seguro si tienes infiltrado a alguien como yo que aprobará todos los extras sin rechistar.
– ¿Quién es? -pregunté.
– Con Trac -dijo ella.
Emití un silbido, sorprendido al oír el nombre de una empresa de tan buena reputación implicada en negocios con Johnny G.
– Tendré que firmar los extras sin que se entere James.
– Puedes hacerlo -dijo ella-. Esta vez no nos va a ganar.