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– ¿Cómo está tu hijo? -preguntó Johnny G.
Tenía en la mano una bolsa llena de pistachos. Iba echándose los frutos secos en la boca, uno a uno; extraía el fruto y escupía la cáscara.
Estaban en una carretera desierta del pantano detrás de los Meadowlands y caminaban por la gran extensión de tierra entre farolas. El agente de policía de Nueva York tenía las manos hundidas en los bolsillos del abrigo de cuero.
– Bien -respondió el poli tras un momento de silencio-. Gracias.
– Increíble, ¿no crees? -dijo Johnny G-. Le he protegido desde aquí hasta la penitenciaría del estado.
Johnny escupió una cáscara y negó con la cabeza. Aspiró una bocanada de aire maloliente.
– Saldrá en abril -dijo el policía en voz baja.
– ¿Y qué voy a hacer entonces? -se rió Johnny, alborotando el cabello canoso del policía-. ¿Quién me tendrá al tanto de todo?
El semblante hermético del policía se concentró en las lejanas luces de la ciudad.
– Tú no, ¿eh? -dijo Johnny-. Bueno, lo has hecho muy bien mientras ha durado. ¿Quién sabe? ¿Quizá se salte la libertad condicional?
Johnny le dio una palmada en la espalda. El respingo del policía le hizo sonreír.
– Sí, mi tío siempre me lo decía. Me decía: «Johnny, puedes meterte con la mujer de un pavo, pero nunca con sus hijos». Eso decía y yo sabía que tenía razón, aunque siempre creí que se refería a cuando los hijos montan en triciclo y cosas así, no a cuando se dedican a pelear con drogatas. Pero supongo que el consejo funciona para hijos de todas las edades. Todo hombre quiere a sus hijos, ¿no? Haría cualquier cosa por ellos.
El poli no dijo nada. Se limitó a seguir andando, con las manos metidas en los bolsillos y la mirada gélida.
– No quiero más muertos -dijo el policía.
Elevó la vista hacia un 767 que surcaba el cielo ahogando el susurro de los juncos.
– Tiene su gracia, ¿no crees? -preguntó Johnny-. Un poli como tú con un hijo malo al que mucha gente querría ver muerto. ¿Sabes dónde está el mío? Es dentista en Sacramento. ¿Qué te parece? Conoció a una chica de allí mientras estudiaba. Él cura los dientes de la gente mientras el tuyo vende crack a los niños. La vida es graciosa. Así que, cuando me dices que no quieres más muertos -prosiguió Johnny, escupiendo un pistacho entero-, sé que tienes algo bueno que contarme. Me esperan para jugar una partida de póquer, de manera que dispara.
– Sospechan de Thane Coder -dijo el poli, mirándolo a la cara.
– Me dijiste que Coder trabajaba para vosotros. -Johnny sonrió-. Lo llamaste un testigo importante.
– Sólo te cuento lo que he oído -dijo el poli con un suspiro.
– Sigue.
– ¿Conoces a ese otro tipo? ¿Ben Evans? Según él, podría haber algún registro que probara que Coder entró en el refugio o bien introdujo a alguien en él la noche en que mataron a James King. Existe un escáner de retina para acceder al interior.
– Un buen amigo, ¿eh? -dijo Johnny, y acto seguido se tragó otro fruto seco.
– ¿Cuál de los dos?
– Tienes razón. -Johnny escupía las cáscaras y masticaba despacio-. Se merecen el uno al otro, ¿no crees? ¿Como tú y tu hijo?
– ¿A qué viene esto ahora? -preguntó el poli con un suspiro-. ¿Por qué?
Johnny le lanzó una mirada turbia.
– Si no te gusta, ve a buscar protección para esa mierda de hijo que tienes a la otra parte. Tienes suerte de que no tenga a tu mujer sirviendo a la cuadrilla de la obra.
El policía sacó la mano del bolsillo, la metió en la parte interior del abrigo y de allí extrajo una pistola 357 que apuntó a la cara de Johnny. Un gran jet retumbó en el cielo. El arma tembló.
Johnny sonrió, y cuando el ruido del avión se hubo desvanecido por fin, dijo:
– Hay dos clases de polis que apuntan con armas. Los que disparan y los que nunca lo hacen. Tú perdiste tu oportunidad hace mucho tiempo.
La sonrisa de Johnny se mantuvo cuando apartó al policía y volvió al coche que le esperaba con una sola idea en la cabeza. Ben Evans.