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Me senté en el bar de Daniel y bebí vodkas con tónica hasta que los dientes se me quedaron insensibles. Todos los camareros llevaban el mismo uniforme -traje oscuro, corbata rosa con finas rayas de color naranja-, pero el taburete de la barra era lo bastante mullido y cómodo para que no deseara moverme de él. Cuando vi que el barman abría mucho los ojos, me volví a tiempo de presenciar la llegada de Jessica, que se despojó del abrigo de visón y lo dejó en manos del maître.
Su cabello era tan suave y hermoso como el abrigo, y lo llevaba sujeto con una fina diadema de diamantes. Se había puesto un vestido de talle corto, de color gris perla, y tacones de aguja. Las imperfecciones del maquillaje, sin embargo, le conferían aspecto de bailarina de segunda. Me levanté y la saludé desde la barra. Ella vino hacia mí con los brazos abiertos y me besó en la boca.
El maître nos preguntó si nos apetecía cenar y le seguimos hacia el comedor, donde las altas columnas y los densos cortinajes hacían que los techos parecieran hallarse a kilómetros de distancia. El centro de la sala era de mármol. Nos condujo hasta una mesa situada en un rincón desde la que se apreciaba el resto del salón. Fui a sentarme, pero Jessica se quedó quieta, mirando de reojo a ambos lados.
– ¿Podríamos ir a cualquier otra mesa, por favor? -preguntó ella, con la mirada perdida.
– Es nuestra mejor mesa -dijo el maître en tono de desaprobación-. Especial para el señor Coder.
Posé los ojos en Jessica, en el maître y luego en el espejo con un marco de oro que colgaba enfrente.
– ¿Y allí? -propuso ella.
Señalaba al rincón opuesto, una mesa rodeada casi por completo por unos tapices turcos que parecían formar una tienda de campaña.
– Ésa está reservada para fiestas -dijo el maître. Vaciló al ver el billete de cien dólares que le tendía-. Tengo una a las nueve y media.
Saqué nueve billetes más.
– Por aquí, por favor -dijo él con una reverencia.
Entramos en la tienda de color carmesí, sobre el que destacaban las rayas doradas verticales. Los camareros se apresuraban a retirar todos los servicios a excepción de los dos que había en el extremo de la mesa donde nos sentamos.
– ¡Qué romántico! -dijo Jessica-. Gracias.
Pedimos una botella de Dom, aunque me hice servir otro vodka con tónica mientras esperábamos. Entonces nos quedamos solos.
– ¿Qué pasa? -pregunté mientras apuraba la bebida.
– ¿Algún problema con Mike Allen? -quiso saber ella.
– No. Política. Quieren que haga las paces con Ben.
Jessica frunció el ceño y bajó la cabeza. El camarero me trajo la copa.
– Ben -murmuró ella cuando nos quedamos solos, apretando sus dientecillos.
– Son sólo negocios.
– ¿También fueron negocios lo que intentó hacer conmigo? -preguntó ella.
Los ojos le echaban chispas.
– Ya no es mi amigo.
– No, no lo es -repitió ella, negando con la cabeza-. Es mucho peor de lo que te imaginas. Peor de lo que me hizo a mí.
Apoyé la mano sobre su muñeca.
– He visto a Johnny.
– El puente GW -dije, con un gesto de impaciencia-. ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¡Intento ayudar! -exclamó ella.
Había levantado la voz y se desasió de mi mano.
– Ese tío es un mafioso.
– Ese tío es nuestro socio -apostilló ella, con la mirada encendida-. Son sólo negocios.
Me bebí la copa de un trago, dejé el vaso sobre la mesa con fuerza y la miré a los ojos.
– Vale -dijo ella-. Medícate. Bebe hasta que puedas olvidar.
– Eres tú la que ni siquiera puede mirarse a sí misma. ¿Por qué no te tomas otra pastilla?
– Ben Evans intenta conseguir los registros del escáner de retina para dárselos al FBI -dijo ella, inclinándose hacia delante.
– Fuiste tú quien me dijiste que lo hiciera: que pasara el escáner y me fuera.
– No habría estado de más que me dijeras que existía un registro.
– Eres tú quien mete la marcha -dije-. Luego te equivocas y me echas la culpa a mí.
– No grites -murmuró ella. Miró hacia atrás y se inclinó hacia mí-. Lo único que haces es quejarte, mientras yo me esfuerzo para que esto no se desmorone. Para mantenernos juntos.
– ¿A nosotros?
Apareció el camarero, cargado con un cubo plateado y se dispuso a abrir el champán. Le dije que me diera la botella y dejara las copas. Frunció el ceño, pero al ver mi expresión se limitó a obedecer. Descorché el champán y el corcho salió disparado contra uno de los laterales de la tienda; serví la bebida que salía de aquella boca humeante.
– Por nosotros -dije.
Hice una mueca y levanté la copa.
– Tienes que librarte de él -insistió ella.
– Claro. Qué fácil, ¿no?
Con un gesto rápido la cogí del brazo y le murmuré:
– No pienso matar a nadie.
– No pienso matar a nadie -repitió ella en tono de burla.
Me bebí el champán.
– Tómate otra copa -sugirió ella.
– Eso voy a hacer, gracias. -Rellené de nuevo la copa-. Ya se me ocurrirá algo. Compartir los beneficios con él. Pasarlo a nuestro bando.
– Compartir los beneficios con él -dijo ella, con un mohín de disgusto. Movía la cabeza de un lado a otro, como si fuera una marioneta-. Qué amiguitos… Por Dios, ¿estás loco?
Golpeé la mesa con el puño y los platos saltaron. La gente del salón volvió la cabeza hacia nosotros. Un camarero atisbó desde una esquina, pero optó por desaparecer.
Me levanté y ella me imitó. Ambos nos dirigimos hacia la puerta, a codazos, para llegar antes. Jessica se paró a recoger el abrigo. Yo la adelanté y me sumergí en la noche.