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Media hora después recibí una llamada de Mike Allen. Estaba leyendo un correo electrónico enviado por Con Trac, por décima vez, intentaba concentrarme en él, pero fingí que la llamada de Mike sólo era una más en un día ocupado y algo que ya esperaba. Fue amable, pero su tono de voz marcaba las distancias: estaba claro que había perdido su apoyo frente a la junta. Llamé a Jessica y le pregunté si necesitaba algo de la avenida Madison.
– Han convocado una reunión de urgencia -expliqué-. Me gustaría tenerte a mi lado. A ver si me traes suerte.
Mi tono de voz era el que creía que ella habría querido oír. El que se granjeara su respeto. Que transmitiera confianza. Valor. En ese momento la verdad es que me sentía así. Esto no tenía nada que ver con el asesinato, lo sabía. No me habían detenido. Era una cuestión de negocios.
En mi mente se acumularon las historias de triunfadores que ella me había recordado esos días. Enron. Martha Stewart. No había ningún motivo para que me fallara la confianza en mí mismo. Por cada ejecutivo que era castigado por robar en su empresa, otros veinte volaban libres como pájaros. He visto cómo uno gana la partida con sólo mantener la sangre fría. No había razón alguna para creer que la mía flaquearía ahora.
Reservamos una suite en el Waldorf porque las mejores habitaciones del Palace estaban ocupadas. Cenamos en el Fresco de Scotto, y nos bebimos tres botellas de Opus One. Después degusté un oporto añejo mientras Jessica hacía lo propio con un Sauterne. Cuando llegamos al hotel, ambos estábamos demasiado borrachos para hacer nada y ella ni siquiera intentó esconder las tres pastillas que se tragó. Me eché sobre la cama y me dormí, pero el sueño no me reportó el menor descanso.
Me desperté varias veces. Sudando. En pleno delirio. Soñé con Ben y con Russel, con Johnny G y Jessica. La busqué en algún momento y ella me apartó. Justo antes de que amaneciera, empezó a dolerme la cabeza. Tenía la boca seca. Me tambaleé hasta el cuarto de baño y quité la toalla verde que cubría el espejo. Mis ojos estaban enrojecidos, la piel pálida y verdosa, y el pelo -el que no tenía pegado a las sienes- estaba revuelto. Vomité, me tomé cuatro Advils y volví a la cama, rogando para que las pastillas hicieran efecto y pudieran apagar aquellos golpes que me martilleaban la cabeza.
Conseguí volver a dormirme, y cuando desperté el sol entraba a raudales por la ventana. Miré el reloj. Llegaba tarde a la reunión.
Las sábanas estaban arrugadas y húmedas. Jessica seguía durmiendo, de espaldas a mí: oí su respiración pesada, vi sus largos cabellos enredados. Recordé los sueños que había tenido: apoyé una mano en el hombro de Jessica y la urgí a despertar y a desearme suerte. Ella me apartó de un manotazo y masculló que la dejara en paz.
Me puse el traje y me tomé un café en el bar del hotel. Cuando entré en la limusina el dolor de cabeza se había esfumado. La secretaria de Mike Allen, una mujer de mediana edad que siempre me recibía con una sonrisa afable, bajó la vista y se concentró en sus papeles al verme llegar. Le di los buenos días y si contestó, no oí la respuesta. Al entrar en la sala de reuniones, lo primero que vi fue la cara de Scott.