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Se me ocurrió que el encuentro en el mismo lugar donde nos conocimos suponía una vuelta completa. Pero desde la espesura de los árboles me percaté de que el banco donde la vi por vez primera estaba vacío, a excepción de las sombras de las retorcidas ramas. Crucé el sendero y vi una silueta oscura hacia el norte; se alejaba. Pese a ello, me apresuré a seguir adelante amparándome en las sombras.
La encontré fuera del sendero, sentada en un montículo de rocas negras. Se abrazaba las rodillas y se balanceaba despacio, de forma desigual. Al acercarme, con la vista alerta, la oí cantar en voz baja para sus adentros.
Subí por la cornisa de rocas hasta llegar a ella, y entonces vi por qué se abrazaba. Bajo el fino abrigo llevaba un vestido y la hierba tenía una capa de escarcha blanca.
La llamé, ella se volvió y avanzó hacia mí con los brazos abiertos. La abracé con fuerza y nos besamos. Cuando se apartó noté el gélido tacto de sus manos en mi rostro.
– El dinero -dijo ella-. ¿Tienes el dinero?
Descargué la bolsa que llevaba sobre los hombros. Mis ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad y vi que los suyos estaban hinchados, pero a la vez húmedos, casi brillantes bajo el brillo pálido del cielo de la ciudad.
Estaba drogada.
Vi el bulto que se dibujaba en el bolsillo de su abriga e hice ademán de cogerlo. Ella me dio un manotazo, pero él gesto hizo sonar las pastillas que guardaba en el bolsillo.
– ¿Cómo coño puedes pensar con tanta mierda encima? -pregunté.
– Estoy bien -dijo ella, aferrándose a la bolsa. La mirada de furia que le cruzó la cara me hizo pensar que tal vez lo estuviera-. He conseguido un coche, pero tenemos que pagarlo -añadió. Sacó diez fajos de billetes de la bolsa-. Nos iremos a Canadá. Compraremos pasaportes. Intentaremos volver a por Tommy. ¿Dónde está Tommy?
– Con mi madre.
– Bien. Has hecho bien. Supongo que lo vigilarán. Sí, pero conseguiremos llevárnoslo. Tenemos dinero.
Se incorporó y me tendió los fajos de billetes.
– Llévalos tú.
Los cogí y ella se agachó para cerrar la bolsa antes de colgársela al hombro. Luego avanzó ante mí; se dirigía al lugar donde nos habíamos conocido.
– ¿Qué hora es? -preguntó.
– Las ocho.
– Ya es la hora.
El corazón me latía a cien por hora. El aire contenía una electricidad que no puedo explicar. Tal vez porque intuía que íbamos a lograrlo, juntos.
Nos mantuvimos a la sombra de un inmenso roble. La envolví en mi abrigo de piel y la abracé por detrás, enterrando mi rostro en sus suaves cabellos que todavía emanaban olor a champú. Ella empezó a cantar de nuevo. Algo que no pude entender. Unos dos minutos después unos faros alumbraron la carretera y un El Camino dorado se detuvo cerca de la estatua de Shakespeare.
Vimos que un hombre se apeaba y tomaba el sendero hasta llegar al principio del paseo. Se quedó allí, con los pies separados y las manos en los bolsillos, mirando hacia el paseo en actitud desafiante. Nos acercamos a él por detrás.
– Eh -dijo Jessica.
El hombre se dio la vuelta. Era Pete. Sus labios esbozaban una sonrisa maliciosa y sus ojos nos contemplaban con frialdad.
– ¿Dónde está el dinero? -preguntó, extendiendo la mano izquierda.
Le mostré los billetes.
– Danos las llaves -exigió ella.
– Deja el dinero en el suelo -ordenó Pete.
– Antes deja las llaves -insistió Jessica.
– ¿No confiáis en mí?
Pete sonreía. No me gustaba el hecho de que mantuviera la otra mano en el bolsillo del abrigo, pero con la que tenía libre sacó las llaves y las sacudió en el aire.
Dejé el dinero en el suelo y retrocedí.
– Tíralas -dijo ella.
Todo sucedió muy deprisa. Pete lanzó las llaves al aire y se agachó como si fuera a recoger el dinero, pero a medio camino se incorporó con un gesto brusco: sostenía una pistola en la mano.
Tuve la sensación de que algo se movía a sus espaldas, pero sólo fue una sombra, que se asomaba desde el oscuro tronco de un árbol. Oí el disparo, y, al mismo tiempo, vi explotar la cara de Pete. Di media vuelta y me agaché; rodé por el suelo en dirección a los árboles. Por el rabillo del ojo vi que Jessica corría hacia el coche. La silueta de un hombre con una escopeta de caza se acercaba corriendo por el paseo: comprendí que aquel hombre, que le había volado la cabeza a Pete, había intentado matarme. Me mantuve agachado, oculto entre los árboles, avanzando hacia la carretera para reunirme con Jessica en el coche.
Oí el ruido del motor. Un disparo sonó a mis espaldas. Me tiré al suelo y la bala me pasó por encima, clavándose en un árbol. Seguí a gatas; el coche se acercaba a toda velocidad. Estaba a punto de ponerse a mi altura. Abandoné la espesura y salí a la luz. Jessica se limitó a frenar un poco. Agarré la manecilla de la puerta, pero ella siguió adelante. Me arrastró: noté la quemadura del asfalto en los pies. Grité con toda la fuerza de mis pulmones.
El coche aumentó la velocidad. Derrapó. Me quedé con las piernas abiertas y choqué contra una farola. Pensé que me habían disparado, y que eso me había obligado a soltarme. Me caí sobre la carretera, de espaldas. Me incorporé, despacio, notando los huesos rotos.
El dolor de la rodilla era insoportable: tenía una profunda herida y pensé que el resplandor blanco que asomaba en medio de la sangre era el menisco. Sin embargo, conseguí andar. Caminé despacio en pos del coche; empecé a cojear… luego me derrumbé. Finalmente conseguí hacer acopio de fuerzas y me levanté de nuevo. Casi había llegado a una curva cuando oí otro disparo. Esta vez procedía de lejos, y la bala impactó en el asfalto. No volví la vista atrás.
Quienquiera que fuera, me perseguía. Me refugié en los árboles y retrocedí hacia el Literary Walk, crucé otra carretera y me hundí en la espesura del bosque. Me sentía seguro. En la oscuridad. Conocía bien el parque y sabía que había muchos lugares donde esconderme.