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Al día siguiente, Patta no apareció por la questura, sin otra justificación que una llamada que hizo a la signorina Elettra para comunicarle lo que, para entonces, ya era una obviedad: que no iba a estar. La signorina Elettra no hizo preguntas, pero llamó a Brunetti para decirle que, en ausencia del vicequestore, él tenía el mando, ya que el questore estaba de vacaciones en Irlanda.
A las nueve, Vianello llamó para informar de que ya había estado en el apartamento de Rossi, después de pasar por el hospital a recoger las llaves. No había visto nada de particular, y los únicos papeles eran facturas y recibos. Había encontrado una libreta de direcciones al lado del teléfono, y Pucetti ya estaba llamando a las personas que aparecían en ella. Hasta el momento, el único pariente que había aparecido era un tío que residía en Vicenza, al que ya habían llamado del hospital y que estaba haciendo los trámites para el entierro. Poco después, llamó Bocchese, el técnico del laboratorio, quien le dijo que un agente le subiría la cartera de Rossi al despacho.
– ¿Ha encontrado algo?
– No. Sólo sus huellas y las del chico que lo encontró.
Alerta a la posibilidad de que pudiera haber otro testigo, Brunetti preguntó:
– ¿Un chico?
– El agente. Ese jovencito, no sé cómo se llama. Para mí todos son chicos.
– Franchi.
– Si usted lo dice… -respondió Bocchese con indiferencia-. Tengo sus huellas en el archivo y concuerdan con las de la cartera.
– ¿Algo más?
– No. No he mirado el contenido de la cartera, sólo he sacado las huellas.
Un joven agente, uno de los nuevos, cuyos nombres tanto le costaba recordar, apareció en la puerta del despacho. Brunetti lo llamó con un ademán y el joven se acercó y puso encima de la mesa la cartera, aún en la bolsa de plástico.
Brunetti, sujetando el teléfono entre el hombro y la mandíbula, levantó la bolsa, la abrió y preguntó a Bocchese:
– ¿Alguna huella en el interior?
– Ya le he dicho que ésas eran las únicas -dijo el técnico y colgó el teléfono.
Brunetti colgó a su vez. En cierta ocasión, un coronel de carabinieri había comentado que Bocchese era tan bueno que podía encontrar huellas hasta en algo tan viscoso como el alma de un político, por lo que se le consentía más que a la mayoría de los que trabajaban en la questura. Hacía tiempo que Brunetti se había acostumbrado al irascible carácter de aquel hombre; más aún, con los años se había hecho insensible a sus exabruptos. Compensaba su hosquedad la intachable eficacia de su trabajo, que había prevalecido contra el feroz escepticismo de más de un abogado defensor.
Brunetti abrió la bolsa e hizo caer la cartera sobre la mesa. Estaba abarquillada por el roce con la cadera de Rossi, donde, al parecer, había permanecido varios años. La piel marrón tenía una, grieta en el centro y una pequeña parte del ribete se había desgastado dejando al descubierto un fino cordón gris. Brunetti abrió la cartera aplastándola sobre la mesa. Los departamentos de la izquierda contenían cuatro tarjetas de plástico, Visa, Standa, la credencial del Ufficio Catasto y la Carta Venezia, que daba derecho a Rossi a beneficiarse de la tarifa reducida que los transportes municipales concedían a los residentes. Las sacó y examinó la foto que aparecía en las dos últimas. Estaba grabada en las tarjetas por un proceso holográfico, por lo que la imagen se borraba cuando la luz incidía en ella en un ángulo determinado; pero era Rossi, indudablemente.
A la derecha había un departamento para monedas con cierre metálico a presión. Brunetti lo abrió y vació sobre la mesa. Había varias monedas nuevas de mil liras, unas pocas de quinientas y una de cada uno de los tres tipos, de distinto tamaño, de monedas de cien en circulación. ¿A todo el mundo le parecía tan extraño como a él que hubiera monedas de cien de tres tamaños diferentes? ¿Qué explicación podía tener semejante chaladura?
Brunetti abrió la parte posterior de la cartera y sacó los billetes. Estaban dispuestos por riguroso orden, de mayor a menor, con los de mil liras delante. Los contó. Ciento ochenta y siete mil liras.
Registró el departamento, para ver si se le había pasado por alto alguna cosa, pero no había nada más. Introdujo los dedos en la ranura de la izquierda y sacó varios billetes de vaporetto sin usar, una nota de caja de un bar de tres mil trescientas liras y varios sellos de ochocientas liras. En el otro lado encontró otra nota de bar, en el reverso de la cual estaba anotado un número de teléfono. Como no empezaba por 52, 27 ni 72, a pesar de que no llevaba prefijo, supuso que no era de Venecia. Y nada más. Ni nombres, ni una nota del fallecido para caso de accidente, ninguna de las cosas que en realidad nunca se encuentran en la cartera de una persona que puede haber muerto víctima de un acto de violencia deliberado.
Brunetti volvió a guardar el dinero en la cartera y ésta, en la bolsa de plástico. Se acercó el teléfono y marcó el número de Rizzardi. A esas horas, ya se habría hecho la autopsia, y el comisario deseaba saber algo más acerca de la extraña hendidura que Rossi tenía en la frente.
El médico contestó a la segunda señal y los dos hombres intercambiaron los saludos de rigor.
– ¿Llama por lo de Rossi? -preguntó Rizzardi, que, al oír la afirmación de Brunetti, dijo-: Precisamente ahora iba a llamarle yo.
– ¿Por qué?
– Por la lesión. Es decir, las dos lesiones. De la cabeza.
– ¿Qué puede decirme?
– Una es plana, y en la piel hay partículas de cemento. La produjo el golpe contra el suelo. Pero a la izquierda de ésta hay otra, cóncava. Es decir, hecha por un objeto cilíndrico, como los tubos utilizados en la construcción de la impalcatura levantada frente al edificio, aunque dé la impresión de que el diámetro era menor.
– ¿Y…?
– Y no hay vestigios de óxido en la herida. Esos tubos suelen estar sucios, oxidados y con restos de pintura, pero no he encontrado señales de ninguna de esas cosas.
– Quizá en el hospital lo lavaron.
– Sí, pero en el hueso había restos de metal, únicamente metal. Ni suciedad, ni óxido, ni pintura.
– ¿Qué clase de metal? -preguntó Brunetti, suponiendo que las palabras de Rizzardi debían de tener una razón más concreta que la simple falta de algo.
– Cobre. -Como Brunetti no hiciera comentario alguno, Rizzardi apuntó-: No me compete decirle cómo debe hacer su trabajo, pero creo que no estaría de más enviar allí hoy mismo, o lo antes posible, a un equipo del laboratorio.
– Sí -dijo Brunetti, alegrándose de estar al frente de la questura aquel día-. ¿Algo más?
– Los dos brazos estaban fracturados, pero eso ya debe usted de saberlo. Y tenía magulladuras en las manos, pero podían ser debidas a la caída.
– ¿Tiene idea desde qué altura cayó?
– No estoy muy versado en esa clase de cosas, ya que ocurren muy de tarde en tarde. Pero he consultado varios libros, y diría que unos diez metros.
– ¿Un tercer piso?
– Posiblemente. Un segundo, por lo menos.
– ¿Ha podido deducir algo de la forma en que cayó?
– No; pero da la impresión de que después de caer trató de arrastrarse. La tela del pantalón está rozada, y también la piel de las rodillas. Además, hay una desolladura en la parte interna de un tobillo que yo diría que se produjo al arrastrarse por el suelo.
Brunetti interrumpió al médico:
– ¿Es posible determinar qué herida le causó la muerte?
– No. -La respuesta de Rizzardi fue tan rápida que Brunetti comprendió que debía de estar esperando la pregunta. El médico se quedó a la expectativa, pero a Brunetti no se le ocurrió más que un vago:
– ¿Algo más?
– No. Estaba sano, y hubiera vivido muchos años.
– Pobre hombre.
– El empleado del depósito me ha dicho que usted lo conocía. ¿Un amigo?
Brunetti respondió sin vacilar.
– Sí. Un amigo.